CAPITULO IV
—Hacía mucho tiempo que nadie me pedía... que hiciese ejercicios gimnásticos —dijo Dora pasado un buen rato.
Encendió dos cigarrillos y pasó uno a su «alumno».
—Los hombres no tienen ojos más que para las jovencitas —contestó él—. Perdona, no es ninguna alusión, pero una mujer de treinta años también tiene sus atractivos. Y no di-gamos experiencia...
Dora lanzó una suave risita
—No trates de halagarme. Ya tengo treinta y seis.
«Y cuatro más», pensó Stack. Pero Dora sabía cuidar bien su cuerpo y todavía parecía el de una adolescente.
—Nunca lo hubiese creído —dijo, fingiendo asombro.
—Pues ya ves... Delmont, dime una cosa. Tú has venido aquí por primera vez. Alguien te mencionó el «club».
—Sí. Un buen amigo. Era novio de una muchacha llamada Carol Varna.
Dora se sentó de golpe en el lecho.
—¿Has dicho...?
—Lo has oído muy bien.
—Pobre muchacha... Murió ayer... Nadie sabe a ciencia cierta qué le sucedió...
—Era entrenadora de tu «club», ¿verdad?
Dora asintió.
—Lo dejó hace cosa de seis meses. Dijo que había encontrado un trabajo mejor.
—¿De veras?
—Creo que sí, aunque yo no hubiera aceptado ese trabajo por todo el oro del mundo.
—¿Era muy arriesgado?
Ella exhaló una nueva bocanada de humo.
—No, en realidad, no lo era, si se piensa un poco. Se marchó para trabajar de partenaire con un artista. Hipnotizador, para más señas.
—Oh... —Ruth había tenido razón, se dijo Stack.
—Era un hombre extraño —continuó Dora, todavía sentada, pero apoyada en una mano—. Estuvo aquí unas cuantas veces. Era amable, simpático, galante... y nada tacaño, según me dijeron luego las entrenadoras que le atendieron en cada ocasión. Carol fue la última.
—¿Y bien?
—Fue entonces cuando debió convencerla para que trabajase con él, porque Carol se despidió un par de días más tarde. Desde luego, era un artista en su especialidad.
—¿Cómo lo sabes?
—Fui una noche a su espectáculo. Casi me dio miedo. Adivinó cosas de algunos espectadores y sé positivamente que no se trataba de trucos, es decir, no se había puesto previa mente de acuerdo con unos cuantos tipos pagados para desempeñar la comedia. A una conocida mía le predijo un gravísimo accidente de su esposo. Dos semanas más tarde, ese hombre murió atropellado por un autobús del servicio público.
—¡Caramba, era un mago de veras!
—Y, además, hipnotizaba con toda facilidad. —Dora se estremeció—. A veces me he preguntado si ese hombre tiene poderes diabólicos... No parece humano... Es... como si el diablo se hubiese convertido en una persona de carne y hueso.
—Dora estamos en el siglo xx. Ya no ocurren cosas fantásticas...
—Te digo que es verdad. Mira, he hablado con las chicas que le atendieron. Todas saben que estuvieron con él. Pero ninguna recuerda lo que hicieron. Y, créeme, con alguna se pasó varias horas seguidas. ¿Tú crees que es imposible olvidar lo que se ha hecho con un hombre, durante toda una tarde o una noche, por ejemplo?
—Tal vez el hipnotismo... —apuntó él.
—No te quepa la menor duda. Ese hombre tiene una mente excepcional. Francamente, me alegro de que no haya vuelto más por esta casa. Dejaba mucho dinero... pero pagaría para que no volviese por aquí.
—¿Le temes?
-Me siento mucho más tranquila sin verle —contestó Dora.
—Debe de ser un hombre excepcional. Y, ¿cómo has dicho que se llama?
—No te lo he dicho, pero lo vas a saber. Se llama Magnus Magnussem.
Stack ocultó la decepción que sentía. Prudente, omitió pronunciar el nombre de Phoenix de Gold. Por el momento, no convenía descubrir sus intenciones.
Dora le miró con curiosidad.
—¿Qué te hace sentir tanto interés por Carol?
—Fue la secretaria de mi socio, Jack Mersey. Le traicionó y robó unos documentos de gran importancia. Mersey murió luego asesinado.
—Pero yo creía...
—Si trabajó con Magnussem, fue durante muy poco tiempo. Seguramente, no estuvo con él ni dos semanas.
—Perdí todo rastro de Carol después de su marcha —confesó Dora.
—Bueno, no te preocupes. Ya me has dicho bastante, encanto.
Stack se levantó. Fue a su chaqueta y escribió algo en una agenda. Dora, por su parte, se acercó a una consola y empezó a manejar una calculadora de bolsillo.
—Es extraño —dijo de pronto.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Estaba haciendo cálculos sobre lo que te iba a costar mi entrenamiento. La calculadora señala cero como resultado de las operaciones matemáticas.
—¿No estará averiada?
Dora sonrió maliciosamente.
—Es casi inteligente. Marca cero porque sabe que he estado con un hombre que ha sabido dejarme satisfecha —contestó.
—Te equivocas —dijo él—. Todavía no sabes qué es quedarse satisfecha.
Empujó suavemente a Dora y la hizo tenderse de nuevo en la cama.
—Muy pronto lo sabrás —aseguró ardientemente.
Más tarde, ella dijo:
—Ahora comprendo lo que siente un caballo, cuando su jinete lo hace galopar hasta reventarlo.
Stack se echó a reír.
—Gracias por la comparación —dijo.
Y empezó a vestirse.
—¿Sabes dónde actuaba Magnussem? —preguntó.
—Era un pequeño teatro, situado en Chelsea, en la calle Elystan, el Small Circle. No sé más, porque yo le vi en el All Theather, y él y Carol actuaron en el primero cuando ella se marchó del «club».
—Gracias. Iré al Small Circle.
De pronto, Stack paseó la mirada a su alrededor.
—No tengas miedo —dijo ella, adivinando sus pensamientos—. No hay cámaras ocultas, ni aquí ni en ninguna parte. Acabaría por saberse y perdería la clientela. Lo único que hago es obtener recibos firmados, cuando el cliente paga con tarjeta de crédito.
—¿Y si no tiene fondos?
—Se le advierte discretamente que abone la deuda. Acaban pagando; no les conviene estar a mal con su Banco. Stack se inclinó y besó a Dora en una mejilla.
—Nunca lo había pasado tan bien con el deporte —se despidió.
Vivy le acompañó hasta la puerta.
—Espero volver a ver pronto al señor -—dijo—. Puedo asegurarle que no quedaría descontento de mis ejercicios gimnásticos.
—Tal vez vuelva pronto —se despidió él.
* * *
Tomó un largo baño y mientras se relajaba entre la espuma, bebió una ración de whisky y fumó un cigarro largo y delgado. Luego se vistió con una bata corta y se dispuso a prepararse una cena ligera.
El teléfono sonó inesperadamente. Stack dejó los cacharros de cocina a un lado y se acercó al aparato.
—Stack —dijo.
—Soy Ruth Cobb —sonó una voz femenina al otro lado del hilo.
El joven respingó.
—La desertora —exclamó.
—Tiene que disculparme, señor Stack. Me sentía aterrorizada...
—Lo comprendo, pero, ¡vaya papelito que me dejó para desempeñarlo ante la policía!
—¿Le molestaron mucho?
—Para ellos, lo justo.
—No sabe cuánto lo siento... Créame, fue un gesto instintivo. No pude evitarlo; me sentía llena de pánico... Aquella pobre chica, quemada sin fuego...
—El pelo ardió —recordó él.
—Sí, pero fue lo único que se quemó de su cuerpo. Y, sin embargo, estaba completamente negra, como si hubiese sido sometida a la acción de las llamas de una hoguera.
—Es algo inexplicable, en efecto. Sé que los forenses investigan un caso tan extraño,
pero es lo único que puedo decirle por el momento.
—Comprendo. Señor Stack, le he llamado para disculparme por mi actitud. No lo hice por evitar enfrentarme a los policías. Insisto en que me asusté...
—Será mejor que lo olvide, señorita Cobb. Ya no merece la pena darle importancia. La muerte de Carol sí la tiene, claro está.
—Desde luego. Señor Stack, me gustaría hablar con usted.
Las cejas del joven se levantaron.
—¿Ahora?
—Si pudiera ser...
—Señorita Cobb, me siento muy fatigado. Hoy he trabajado bastante. Acabo de darme un baño y estoy preparándome un poco de cena. Me acostaré y leeré un rato. ¿Por qué no nos reunimos mañana para almorzar?
—Está bien —se resignó ella—, Pero venga a mi casa, por favor.
—Ah, tiene residencia propia...
—¿Por qué no había de tenerla? —se extrañó Ruth.
—Bueno... la vi en el aeropuerto y pensé que era una viajera que llegaba a Londres... Supuse que se alojaría en algún hotel...
—Por extraño que le parezca, vivo en Londres, señor Stack.
—Perfectamente. Déme sus señas y mañana estaré en su casa, a la hora que me indique.
—Muy bien, muchas gracias. Anote, por favor... Maida Vale, Ashworth Road, doscientos uno. A las doce y media.
—Perfectamente. Supongo que querrá hablarme de Carol y de Phoenix de Gold.
—En efecto.
—También yo tengo algo que decirle sobre esa desdichada mujer. Buenas noches, señorita Cobb.
—Buenas noches, señor Stack.
El teléfono volvió a la horquilla. Stack se quedó pensativo unos instantes. Luego, de pronto, fue a la nevera y sacó un par de huevos. Tenía apetito y necesitaba llenar el estómago.
* * *
Alrededor de las doce, cuando se disponía a salir, sonó el teléfono.
—Stack —dijo.
Una voz femenina sonó ansiosamente en los oídos del joven.
—Señor Stack, necesito hablar con usted.
El joven reconoció inmediatamente a la mujer que le llamaba.
—¡Vivy!
—Sí, la misma. ¿Puedo ir a verle?
—Supongo que ha encontrado mi domicilio en la guía de teléfonos.
—En efecto. Es muy urgente...
—Vivy, lo siento, pero ahora me es absolutamente imposible. Tengo concertada una cita desde ayer y no puedo posponerla ni dejar de acudir a ella por ningún concepto. Dígame
de qué se trata, por favor.
—Imposible. Tengo que hablarle en persona —contestó la «camarera».
—En tal caso, deberá ser más tarde. Repito que lo lamento...
—¿No podrá encontrarse conmigo a las tres? Estaré en el Palé Face Café, en una de las mesas del rincón de la derecha, según se entra.
—Procuraré acudir, Vivy.
—Venga, se lo ruego. Es muy importante.
—De acuerdo, pero, si me retraso, espéreme. En todo caso, 1a llamaría, si viese que mi llegada iba a retrasarse demasiado.
—De acuerdo. Mil gracias, señor Stack.
—De nada, Vivy.
Stack salió de su casa, profundamente preocupado por la llamada de Vivy. Por un momento, se sintió tentado a ir a buscarla, pero era hombre al que no le gustaba incumplir sus promesas.
Almorzaría con Ruth y luego se entrevistaría con Vivy.