CAPÍTULO VII

Muriel llamó a la puerta y aguardó unos momentos, hasta que abrió una mujer guapa, de unos treinta años, rubia y de expresión un tanto adusta.

—Busco a Rom Garth —dijo la joven sin más preámbulos.

—No está —contestó la rubia.

—¿Es usted su esposa?

—Sin papeles, señora…

Muriel abrió el bolso y enseñó cinco billetes de diez dólares.

—¿Dónde puedo encontrar a su «esposo», señora?

La rubia sonrió.

—Mi nombre es May Forbes. Pase usted… No ha dicho aún cómo se llama…

—Muriel Donner.

—He oído hablar de usted, señorita. Tiene una agencia de detectives, creo.

—Hago investigaciones. Realmente, una agencia implica siempre un jefe, ayudantes, una secretaria… Yo no tengo nada de eso.

—Bueno, más o menos, viene a resultar lo mismo. Así se ahorra usted un montón de sueldos y todo es ganancia, ¿verdad?

—Si se mira bajo ese punto de vista, es muy cierto —convino Muriel—. Pero íbamos a hablar de Rom Garth, creo recordar.

—Ah, sí, casi lo había olvidado. Rom no está en casa, pero me dejó un número de teléfono para llamadas urgentes. Lo tengo en… Aquí, ya está; casi lo había olvidado…

Muriel había accedido a una habitación muy sencilla, aunque de cierta elegancia, y vio que la rubia se dirigía a un escritorio de persiana. May abrió el cajón central y, de pronto, se volvió, con un pequeño revólver en la mano.

—Bien, chica —dijo, sonriendo malignamente—, y ahora, vamos a cambiar impresiones tú y yo, para que me digas, por ejemplo, por qué buscas a mi hombre.

Muriel dio un respingo, pero se tranquilizó en seguida.

—Eso es un asunto que debemos tratar él y yo, ¿no te parece?

—En la cama, claro.

La joven se quedó sin aliento. Por un momento, había llegado a creer que May estaba asociada con Garth en sus «negocios», pero ahora se daba cuenta de que estaba ante una mujer loca de celos.

—May, te equivocas…

—¡No me contradigas! —gritó la rubia furiosamente—. Sé muy bien que Rom me engaña con una fulana de clase, con mucha «pasta». Eres tú, claro.

—Te equivocas —repitió Muriel.

—Y tú estás loca por él y como hace días que no lo ves, has venido a buscarlo. ¿Creías que con cincuenta cochinos dólares ibas a comprarme? Pues no sabes el mal paso que has dado, porque te voy a…

May lanzó una histérica risotada. Luego, de pronto, pegó el cañón del revólver a la mejilla izquierda de la joven.

—Voy a apretar el gatillo —anunció—. La bala te rozará la piel y, además, el fogonazo, te quemará todo el lado izquierdo. Rom no volverá a mirarte más a la cara…

Muriel trató de mantener la serenidad. Ya no quería insistir en el error de aquella mujer enloquecida por los celos. Cualquier cosa que dijera resultaría inútil, pensó.

De repente, levantó la mano izquierda y apartó el revólver. Con la derecha golpeó el blando estómago de la rubia.

Se oyó un chillido de rabia. Muriel agarró la muñeca armada y la retorció bruscamente. El revólver cayó al suelo. May pareció perder la razón por completo y alargó las diez uñas hacia el rostro de la joven.

Muriel alargó las manos y asió ambas muñecas. Luego se dejó caer de espaldas, tiró de May hacia sí y, al mismo tiempo, alzó los dos pies.

La rubia chilló agudamente al verse volar por los aires. Dio la vuelta completa y quedó en el suelo, aturdida y sollozando de rabia y furia que sabía eran impotentes.

Pero Muriel no quiso dar su tarea por terminada. Fue hacia la otra y la hizo volverse boca abajo. Luego puso una rodilla en la espalda y tiró sin piedad de sus pelos.

—May, tienes que saber una cosa —dijo—. Yo no soy la fulana de Rom ni cosa que se le parezca. Sólo vine aquí para saber dónde está y me lo vas a decir aunque tenga que volverte la cabeza del revés para que te mires la espalda. ¿Me has entendido?

Las manos de May palmearon el suelo repetidas veces.

—E… está bien… Suélteme… Entonces, ¿no es usted Tallulah Rouck?

—¿Quién es esa mujer?

—La fulana de mi… de Rom.

—A mí no me interesa Tallulah para nada. Es a Rom al que quiero ver, ¿no lo comprendes, estúpida?

—Pues… si le quiere ver, tendrá que ir a casa de la otra. Se pasa allí la mayor parte del día… Él procura disculparse, diciendo que está tratando de negocios muy importantes con Tallulah… Una joya de mucho valor, ¿sabe? Pero a mí no me la da, porque esa zorra es una ninfómana perdida…

«Una joya de mucho valor», repitió Muriel mentalmente.

—¿Te ha dicho qué aspecto tiene? —preguntó.

—Escultura o algo así, no sé… A mí me parece que una estatua no puede valer mucho… Muriel soltó el pelo de la rubia y se incorporó.

—Levántate, May.

La otra obedeció y se alisó maquinalmente la falda.

—Sabes pelear —comentó—. Me has pillado por sorpresa…

Muriel estudió críticamente a su interlocutora.

—No te reprimes en la mesa y te pasas tumbada la mayor parte del día —dijo con crudeza—. Dentro de diez años, parecerás un tonel con patas. ¿Te extraña que Rom se vaya con otra?

May abrió la boca, estupefacta. Muriel se ajustó la correa del bolso. Luego lo abrió y sacó otros cinco billetes.

—Hagamos un trato —propuso.

—¿Sí? —dijo May.

—Si quieres sacarle los ojos con las uñas, allá tú. Pero déjalo vivo; quiero hablar con él, ¿entendido?

—Conforme —accedió la rubia, a la vez que se apoderaba de los billetes.

Muriel puso la mano en el picaporte.

—Y no padezcas por ese estúpido. No te quiere o, de lo contrario, ya habría hablado algo de repartir contigo el importe de la joya. Vale dos millones y medio, ¿sabes?

Cuando salió, May no se había recuperado todavía de la sorpresa recibida.

* * *

Para pasar de la salita íntima a la cocina era preciso empujar las puertas de vaivén que facilitaban el acceso. Cargada con dos enormes bolsas, Muriel se volvió de espaldas, curvó un poco el cuerpo y empujó hacia atrás. Luego giró en redondo y entonces vio a Bend, sentado ante la mesa, con las manos en la cabeza.

—¿Problemas, Steve?

—Creo que no se me pasará nunca el dolor de cabeza —se quejó él.

—Toma aspirinas, hombre…

—Es preciso esperar. Tengo un chichón tan grande como mi puño.

Muriel puso las bolsas encima de la mesa.

—Te han arreado a gusto, ¿eh? —Adivinó—. ¿Quién ha sido?

—Apolo.

—Vaya. ¿Te dejaste sorprender?

—Piqué como un gorrioncillo…

—Lo encontraste, empezaste a hablar con él y luego te atizó y escapó.

—Todo es cierto, menos lo último.

—Ah, no escapó.

—Le metieron cuatro balas en el cuerpo.

Muriel silbó tenuemente.

R. I. P. —dijo—. ¿Viste al asesino?

—Pequeña, en esos momentos yo sólo podía ocuparme de una cosa: mi dolor de cabeza. Por fortuna, el asesino no me vio; de lo contrario, creo que me lo habría curado con aspirinas de plomo.

—Bueno, en medio de todo, me felicito…

Bend alzó la vista en aquel momento.

—¿Qué traes aquí? —exclamó.

—Comida, ¿qué te creías? Me gusta conservar la silueta, pero no al precio de mantener telarañas en el estómago.

Muriel se dirigió al enorme frigorífico, disponiéndose a meter los víveres que había comprado. Abrió la puerta y se quedó parado, con las manos en los costados.

—Steve, ¿quién ha llenado este frigorífico? ¿La vecina complaciente?

—Tengo la lámpara de Aladino y se lo pedí al genio —contestó él.

Bend se levantó y metió la cabeza bajo el grifo.

—Este maldito dolor no va a cesar nunca…

—¿Por qué no vas a un médico?

—Ya lo he hecho. No tengo nada pero debo observar reposo un par de días.

—Está bien, yo te atenderé, aunque tengo que salir. He de hablar con una tal Tallulah Rouck.

Bend se volvió vivamente hacia la joven.

—¿Conoces a Tallulah? —exclamó, sorprendido.

—Anda liada con Rom Garth.

—¿Quién te lo ha dicho?

—May Forbes, la fulana de Rom Garth.

—Pero ¿es que ese tipo tiene un harén?

Muriel se encogió de hombros.

—Steve, el frigorífico está lleno.

—Sí, salta a la vista.

—Y anoche, apostaría algo bueno, no estaba vacío.

—Eso no importa ahora, pequeña.

—¡No me llames pequeña! —Muriel pateó el suelo—. ¿Por qué me dijiste que no había más que dos huevos y un poco de tocino, cuando tenías aquí suficiente para abastecer a un batallón de hambrientos?

—Quería divertirme un poco… A fin de cuentas, calmaste el apetito, ¿no?

Ella pegó una patada a la puerta del refrigerador.

—Dejemos esto —propuso—. Parece que conoces a Tallulah.

—Sí, un poco.

—Tengo entendido que es una ninfómana…

—No lo sé, no la he «probado». Nuestro conocimiento es meramente social. Es guapa, elegante, distinguida, tiene dinero… y anda más cerca de los cuarenta que de los treinta.

—Dicen que los cuarenta es la edad más «sabrosa» de la mujer —comentó ella irónicamente.

—Esperaré a que los tengas para probarte, aunque, mientras tanto, calmaré mis ardores con otras que tengan más de veinte y menos de treinta, que tampoco «saben» tan mal.

—Eres un libertino. ¿No sabes pensar más que en el sexo?

—¿Quién ha sido la primera en mencionarlo? Yo no había dicho nada, pero puesto que querías mi opinión…

—Tu opinión me importa un pimiento. Al menos, en este tema.

—¿Eres frígida? —sonrió Bend.

—¡Vete al cuerno! Hablemos otra vez de Tallulah y de Garth. Apostaría algo bueno a que anda detrás también de Cellini.

—¿Qué te hace pensar tal cosa? —inquirió Bend.

—No sé. Puede que sólo sea un presentimiento…, pero ¿por qué un hampón como Garth ha de arrimarse a una dama de la jet-society?

—Esas damas, a veces, tienen caprichos muy raros, pequeña.

—¿No se encaprichó de ti en alguna ocasión?

—Sí, claro.

—¿Y qué hiciste tú?

—¿Has visto esas películas de dibujos en que el personaje sale disparado, dejando una espesa nube de polvo?

—Vaya, no te suponía tan insensible a los encantos femeninos…

—Dime que soy un capricho tuyo y verás qué sucede.

Ella extendió la mano izquierda, a la vez que, con la derecha, hacía la señal de la Cruz.

—¡Va de retro, Satán! —exclamó.

—Si te lo tomas así…

—Somos socios nada más que en el asunto de la recuperación de la joya —puntualizó ella—. En lo demás… —Chasqueó los dedos—. Humo, ¿comprendes?

—Está bien. Tallulah y Garth andan juntos. ¿Se te ocurre alguna idea?

—Hombre, puesto que la conoces, podríamos ir a interrogarla…

—Mañana. Hoy no me siento con fuerzas. Quiero reposar la mayor parte del día. Muriel —dijo él un tanto cansadamente—, esto me preocupa cada vez más. Un secuestro, asesinatos a mansalva… Empiezo a arrepentirme de haber cedido a la petición de mi amigo.

—Por cierto, ¿no tiene él la menor idea de quién le robó la joya?

—No, en absoluto.

—¿Y no le han llamado siquiera para pedirle una suma como rescate?

—Nada. El ladrón, por lo visto, piensa conseguir más dinero vendiéndola a otra persona. Y no tengo la menor idea de quién pueda ser…

—Steve, estoy acordándome de que hay un prisionero en el sótano. ¿Por qué no le hacemos «cantar»?

—Empezaba a pensar en ello, pero es un tipo duro y no hablará —alegó Bend.

—Podríamos… Bueno, antiguamente se llamaba tercer grado. Hoy ya es una frase en desuso y se describe con más crudeza.

—La tortura, sí, es una buena idea, pero lo haremos a mi manera, pequeña.

—Conforme. ¿Qué método piensas emplear?

Bend consultó la hora. Luego se encaró con la joven.

—Pequeña, ¿qué tal se te da la cocina? —preguntó.