CAPÍTULO PRIMERO
La joven caminaba con pasos largos y fáciles, recta la espalda y levantada la barbilla. Era alta, delgada, de silueta perfecta y cabello intensamente negro. Vestía un traje bastante ajustado y la falda llevaba en el lado izquierdo una abertura, que le permitía más facilidad de movimientos en las piernas que habrían dado envidia a una «prima ballerina». Pendiente del hombro llevaba un bolso, suspendido por una correa y en todo momento ofrecía una rara sensación de firmeza y seguridad en sí misma.
Los pasos de la joven resonaban rítmicos en el silencio de la noche. Inesperadamente, un hombre surgió de las tinieblas de un callejón cercano y, arrojándose sobre la joven, la empujó hacia la pared.
Ella vaciló, sorprendida. Él consiguió arrastrarla hasta el interior del callejón. Entonces, la aplastó de nuevo contra la pared y apoyó la punta de una navaja en su cuello de cisne.
—Guapa, no te muevas o será peor —dijo.
La joven permaneció inmóvil, mientras el hombre, con la mano libre hurgaba por debajo de sus faldas, sonó una risa baja, de tonos evidentemente complacidos.
—Estás como para devorarte viva —añadió el sujeto.
Ella parecía abrumada por la sorpresa. Todo parecía que se iba a consumar la violación. Inesperadamente, la mano izquierda de la joven se alzó y apartó la navaja.
El hombre gruñó. Ella movió ambas manos velocísimamente, agarró el brazo masculino, hizo un rápido volteo y el hombre salió disparado hacia atrás.
En la caída, el frustrado violador perdió la navaja. Sin embargo, era un tipo robusto y, además, se hallaba enfurecido por la inesperada reacción de su víctima.
Levantándose de un salto, cargó contra la joven. Ella le recibió con sendos golpes de karate, que lo hicieron retroceder, tambaleándose, hasta la pared opuesta.
Pero, aun así, el sujeto no desistía y, por tercera vez, volvió a la carga. La joven golpeó primero su vientre con él filo de la mano izquierda; luego, agarrándole el brazo, le hizo dar una segunda voltereta por los aires.
—A ver si así tienes bastante —dijo entre dientes.
El violador cayó de espaldas, con los brazos extendidos. Los dedos de su mano tocaron la navaja perdida momentos antes.
Estaba ciego de cólera por haber sido derrotado por una mujer. Ahora ya no le importaba tanto la satisfacción de sus instintos, como la venganza. Le rajaría la tripa, le cortaría los senos…
Asió la navaja, se sentó primero y luego se levantó de un salto. El metal brilló siniestramente en la oscuridad del callejón y la joven captó aquel chispazo.
—¡Al carajo! —exclamó.
Metió la mano en su bolso, sacó un revólver y pegó un tiro al violador.
El estampido sonó atronador en aquel angosto recinto. El violador lanzó un grito de angustia, soltó el arma y se arrodilló con las facciones contraídas por el dolor, a la vez que se agarraba el hombro herido con la mano.
—Maldita, llevabas una pistola… Eso se avisa… —protestó.
La joven se echó a reír.
—Claro, preferirías que te hubiese dado a ti el revólver, para que me amenazases más a gusto, mientras me violabas, ¿verdad?
De pronto, alguien aplaudió en las inmediaciones.
—¡Bravo, una buena pelea, sí, señor! —dijo un hombre.
La joven se volvió instantáneamente.
—Tengo un revólver en la mano, señor. Si no viene en son de paz, será mejor que se marche, porque estoy dispuesta a usar el arma.
—Lo he comprobado, señorita Donner —contestó el desconocido, mientras se acercaba al lugar de la pelea—. Puedo garantizarle la rectitud de mis intenciones; gozar de una mujer contra su voluntad no es precisamente una de mis debilidades.
—Lo celebro —dijo ella—. Parece que usted me conoce…
—A decir verdad, iba siguiéndola —declaró el recién llegado.
—¿Me seguía?
—Sí. Entonces vi a este energúmeno que la atacaba y pensé en intervenir, pero me di cuenta muy pronto de que es usted una mujer que sabe defenderse sin necesidad de ayuda ajena. Entonces me quedé a presenciar un espectáculo como jamás había visto hasta ahora.
—De modo que estaba viendo cómo esta bestia de dos patas pretendía ultrajarme y usted estaba ahí, mano sobre mano, sin hacer nada —se indignó ella.
—Señorita Donner, de haber ayudado a alguien, lo hubiera hecho a este pobre imbécil. Siempre que los motivos de su ataque hubieran estado justificados, naturalmente. Me gusta ayudar al débil, créame.
—Está bien, dejemos esto. Usted me conoce, pero yo no sé todavía su nombre.
—Stephen Harrenstone Bend, a su servicio, señorita Donner —se presentó él.
—¡El caballero detective! —exclamó Muriel, atónita.
—Un apelativo totalmente inmerecido, señorita, habida cuenta de que no soy un profesional como usted y sólo intervine en un caso y aun ello en buena parte contra mi voluntad.
—Fue un caso sonado, señor Bend.
—No lo niego…
El herido protestó en aquel momento.
—Pero ¿es que se van a pasar la noche charlando como dos cuervos borrachos, en lugar de llamar a un médico?
Bend se volvió hacia el violador, que estaba sentado en el suelo y se apretaba el hombro con la mano del otro lado.
—Muriel, ¿por qué no le vuela los sesos? —sugirió—. Éste es el tipo al que la policía persigue hace meses. Ha cometido ya, al menos, siete violaciones y a tres de sus víctimas les causó heridas graves cuando se resistieron a sus asaltos. ¿No le parece que sería una manera muy eficaz de contribuir a la lucha contra la delincuencia en las grandes ciudades?
—¡No, por Dios! —chilló el sujeto, despavorido—. No me maten…
El aullido de una sirena policial se dejó oír en aquellos instantes. Bend movió el pie derecho y lo estrelló contra el rostro del violador, quien se desplomó en el acto.
Luego agarró la mano de la joven y tiró de ella.
—Venga, Muriel —dijo—. Aunque usted tenía toda la razón al defenderse, si ahora la sorprendiesen los policías, tendría que declarar, se vería envuelta en una desagradable publicidad y… En fin, lejos de este lugar podré explicarle con toda tranquilidad por qué la estaba siguiendo.
La joven se dejó llevar. Corrieron a lo largo del callejón y salieron fuera, doblando la esquina inmediatamente, justo en el momento en que el faro móvil del coche patrulla iluminaba la silueta del sujeto caído en el suelo.
* * *
Bend puso whisky en dos vasos y entregó uno a Muriel. Ella estaba sentada en un diván de diseño estremecedoramente futurista y todavía no había salido de su sorpresa al verse en el lujoso apartamento del hombre.
—Por nuestro conocimiento mutuo, Muriel —dijo él.
Los ojos de Muriel estudiaron a su anfitrión, un hombre de unos treinta años, ancho de hombros, aunque no alcanzaba los ciento ochenta centímetros. Bend tenía el rostro tostado y sus facciones parecían talladas a hachazos. Cuando no sonreía, casi parecía feo.
Las manos del joven eran enormes y ella sabía que poseía una fuerza prodigiosa, a pesar de lo cual no daba la sensación de torpeza en ningún momento ni tampoco parecía un bruto fiado solamente en su potencia muscular. Él, sin embargo, adivinó sus pensamientos y se echó a reír.
—En estos momentos piensa que yo estaría mejor vestido con pieles sin curtir y un hacha de piedra en la mano, ¿verdad?
—No, en absoluto. Lo que pensaba de usted era que andaría por ahí recogiendo materiales para sus pinturas en la cueva, ya sabe, grasa de animales, bermellón, ocres, negro de humo de huesos calcinados y, naturalmente, pelos de la cola de algún bisonte, para usarlo como pincel.
—Bueno, en cierto modo, esas ideas se aproximan bastante al motivo de nuestro encuentro —contestó Bend.
—Todavía no me lo ha dicho, pero más me gustaría, sin embargo, me explicase por qué me seguía —rogó Muriel.
—Fue al teatro y yo la vi a la salida. Entonces fue cuando se me ocurrió la idea de que podía convertirse en mi asociada, aunque sea temporalmente, pero me pareció que seguía a alguien y no quise obstaculizar sus movimientos.
No, no seguía a nadie, por lo menos, después de entrar en el teatro. Vi entonces que el sujeto objeto de mi persecución era inocente y decidí relajarme contemplando la función. Ya no tenía motivos para ir detrás de él una vez fuera del teatro.
—Entonces, ¿da por concluido ese caso?
—Indudablemente. Mañana informaré a mi cliente, le enviaré la factura y…
Menos mal, así no tengo que proponerle que abandone el caso. El que le voy a ofrecer es para usted inédito por completo.
—Mi tarifa son quinientos diarios, más gastos y un mínimo de cuatro días, aunque sólo tarde dos horas en la investigación —informó Muriel fríamente—. Pero, me imagino, a un hombre de su clase, el dinero debe de importarle muy poco. No hay más que ver el lujo de que se rodea —movió el brazo circularmente—. Seguramente, lo envolvieron en pañales de raso al nacer, ¿verdad?
—Y tuve hadas por madrinas y un rey muy poderoso como protector —contestó él, sonriendo—. Bueno, yo no tengo la culpa de ser… moderadamente adinerado, Muriel. Mi padre ganó una fortuna…
—Y usted la dilapida estúpidamente. Bien, pero no estoy aquí para discutir temas digamos sociológicos o sociopolíticos. Cada uno puede hacer con su dinero lo que le parezca, pero ya conoce mi tarifa. Si quiere que trabaje para usted, deberá darme dos mil dólares por adelantado y luego me firmará un contrato de acuerdo con las condiciones que impongo a todos mis clientes.
—¿Permite un momento? —dijo él.
Bend se acercó a la joven, apoyó el índice en su pecho y apretó un poco, a la vez que simulaba escuchar.
—Sí, tiene una caja registradora por corazón —añadió—. Conforme, le abonaré sus honorarios, pero se los descontaré de la recompensa total, que, lógicamente, dividiremos en dos partes iguales.
—¿Qué recompensa? —inquirió Muriel, extrañada.
—La que nos darán por, recuperar una maravillosa joya de orfebrería, valorada en dos millones y medio de dólares.