CAPÍTULO III

UN tanto descontenta de su figura, que veía con algunos kilos de más, Grace 'Wanda Baxter se retocó el cabello frente al espejo, ya ataviada para salir de casa. En cuanto hubiese perdido aquellos kilos, su silueta quedaría perfecta, se dijo. Sobre todo, si se tenía en cuenta que ya no cumpliría los cuarenta años, a pesar de lo cual, y aun contando con el exceso de peso, aún hacía volver muchas cabezas en la calle.

Satisfecha de su atavío, sencillo, pero de indudable elegancia, Grace tomó el bolso, de cuero negro y bastante buen tamaño, y se dirigió hacia la salida. Unos minutos después, el ascensor la depositaba en el vestíbulo.

Ella vivía en el piso veintinueve de un edificio en el que los quince primeros pisos estaban destinados a oficinas comerciales. Por tanto, el movimiento del vestíbulo, de enormes dimensiones, era incesante. A partir de las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, aquel vestíbulo parecía una plaza pública, por la que iban y venían constantemente toda clase de gentes.

Grace atravesó el vestíbulo con paso moderado. Escuchó un par de frases dirigidas en sentido elogioso a su aspecto y procuró no sonreír. En realidad, se sentía muy halagada de llamar todavía la atención.

De repente, cuando ya alcanzaba una de las puertas, un hombre chocó contra ella. El individuo, de aspecto más bien corriente, llevaba un impermeable en el brazo derecho y, tras el choque, sujetó a Grace con la otra mano, a la vez que se excusaba cortésmente.

—Dispénseme, señora; hay tanta gente en este lugar…

¡Señora! —gritó el hombre, súbitamente—. ¿Qué le sucede? ¿Se siente enferma?

En el rostro de Grace había aparecido repentinamente una terrible palidez. Casi en el mismo instante, se doblaron sus rodillas.

Sonaron algunos gritos de alarma. El hombre del impermeable pidió socorro a voz en cuello.

—¡Llamen a una ambulancia! ¡Esta mujer se ha puesto enferma! ¡Por favor, ayuden, ayuden…!

La gente se precipitó en tropel, alrededor de la pareja. Grace yacía en el suelo, con la cabeza a un lado.

Alguien dijo súbitamente:

—Abran paso, por favor. Soy médico… Apártense, apártense…

El círculo se ensanchó un tanto. El médico se arrodilló junto a la mujer caída en el suelo y soltó los botones de la chaqueta oscura que vestía, dejando al descubierto la blusa de seda blanca.

En el mismo instante, sonó un alarido de horror. En el centro de la seda blanca, se veía una mancha de color rojo inconfundible, que brillaba siniestramente.

El galeno se quedó atónito.

—Por todos los… ¡Esta mujer ha sido asesinada!

Entonces, el brazo izquierdo de Grace se movió un poco y el bolso quedó tumbado sobre el pavimento, con la cara que antes iba pegada a su cadera, ahora hacia arriba. Todos los presentes pudieron contemplar, estupefactos y aterrados a un tiempo, el trébol rojo que una mano asesina había adherido al cuero.

Con una mano, el médico levantó el párpado superior izquierdo de Grace, a la vez que le tomaba el pulso. Unos segundos después, meneaba la cabeza con gesto pesimista.

—Esta mujer ha muerto —declaró. Contempló un segundo la herida y agregó—: La bala ha ido directamente al corazón.

 

* * *

 

Los dos coches llegaron con diferencias de pocos segundos. Al apearse, Baxter vio ya un coche de patrulla de la policía. Jamison saltó a la acera, casi en el acto.

Los patrulleros mantenían a la gente apartada a ambos lados de la puerta. Jamison reconoció a Baxter.

—He recibido un aviso —dijo.

—Sí, mi criado —admitió el joven—. Pero temo que hemos llegado ya demasiado tarde.

Jamison había visto ya lo suficiente para temer lo peor y asintió con la cabeza.

—Venga conmigo —indicó.

Los dos hombres se precipitaron en el vestíbulo. Otros policías de uniforme procuraban dejar destacado el cadáver de Grace. Había un hombre junto a ellos, que fumaba nerviosamente.

El sargento que mandaba el grupo saludó a Jamison.

—Señor, le presento al doctor Sawyer —dijo—. Él fue quien atendió a la difunta, cuando alguien gritó que una mujer se ponía enferma…

—¿Doctor? —saludó el oficial—. ¿Vio usted algo?

—Nada, hasta que oí los gritos —contestó Sawyer—. Cuando llegué, esta pobre mujer yacía en el suelo. Vea su traje de chaqueta, oscuro… Ella la llevaba abrochada y en el primer instante, no me fijé en el orificio de la bala que, como apreciará, está chamuscado por las quemaduras de la pólvora. Abrí la chaqueta y entonces fue cuando vi la sangre…

—Y esto además, señor —dijo el sargento, manteniendo en alto el bolso con la roja insignia de la muerte.

Baxter y Jamison cambiaron una mirada. La siniestra banda había golpeado una vez más.

En la calle se oyó el aullido de una sirena.

—Pero ¿cómo es posible…? —exclamó Jamison—. ¿Nadie oyó el disparo, sargento?

—Señor, pienso que el asesino usaba silenciador. Pero con el jaleo que hay en este edificio, sobre todo por las mañanas, hasta el ruido de un cañón podría pasar desapercibido.

—Al menos, alguien ha podido ver cómo disparaban contra esta mujer.

De pronto, una mano se alzó entre el grupo de curiosos. En el mismo momento llegaban el forense y los sanitarios.

—¡Oficial! —gritó el sujeto que había levantado la mano—. Yo vi algo que puede interesarle…

—¡Venga acá! —llamó Jamison.

El testigo se acercó y enseñó una tarjeta de identidad.

—Me llamo Robert Johnson —declaró—. Sí, yo vi a esa mujer cuando se dirigió hacia la salida. Me llamó la atención y la seguí con la mirada; aunque algo madura, todavía resultaba guapa… Un hombre chocó con ella y la hizo tambalearse, pero vi que se disculpaba… Casi en el mismo momento, el hombre gritó que una mujer se ponía enferma… Se formó un gran revuelo, naturalmente. Entonces apareció el doctor… y luego fue cuando vimos que esa pobre mujer estaba muerta.

Baxter adelantó un paso.

—Ha dicho que un hombre tropezó con la señora Baxter —dijo—. ¿Recuerda el aspecto del sujeto?

Johnson frunció el entrecejo.

—Pues… era de mediana estatura, más o menos como usted… Llevaba el pelo corto, liso, brillante, con un peinado que ya no se usa… engominado, comprende… En ese detalle sí me fijé… ¡Ah, sí, llevaba un impermeable en el brazo derecho!

Baxter se volvió primero hacia Jamison y luego hacia la puerta.

—Un impermeable… ¡y con este día! —exclamó.

El sol lucía radiante en el cielo de la ciudad. El impermeable, en efecto, resultaba incongruente en el atavío.

—Pero le sirvió perfectamente para tapar la mano y la pistola —exclamó Jamison—. Y como llevaba silenciador y había tanto jaleo en el vestíbulo, resulta comprensible que nadie se apercibiera de lo sucedido, hasta que ella empezó a caer. —Giró la cabeza hacia el testigo—: ¿Vio usted lo que hizo el hombre del impermeable, después de pedir ayuda?

—No, señor. Hubo un alboroto impresionante…

—La gente se arremolinó y él aprovechó para escapar —dijo Jamison, con acento de frustración—. Y así, se ha cometido un asesinato en el centro de Nueva York; el asesino, incluso, ha firmado su hazaña con el trébol rojo y luego se ha marchado tranquilamente, sin que nadie le molestase.

Baxter alzó una mano.

—Señor Johnson —preguntó al testigo—; ¿se fijó en la edad del supuesto asesino?

—Me pareció más joven que usted, pero no pude captar más detalles. ¡Todo sucedió tan rápido!

El forense se acercó en aquel momento.

—Muerte por herida de bala, que ha interesado directamente el corazón, disparada a quemarropa —informó—. El cañón de la pistola se apoyó en el tejido de la chaqueta, que absorbió las quemaduras de la pólvora. Le enviaré más tarde mi informe completo, teniente.

—Gracias, doctor. ¡Sargento Ryles!

—¿Teniente?

—Haga que uno de sus hombres acompañe al señor Johnson a mi oficina y que el sargento Sinesioi le tome declaración. Cuando termine, pongan un coche a disposición del señor Johnson para llevarle adonde deba acudir. Gracias, señor Johnson.

—Ha sido un placer, teniente. —El testigo contempló melancólicamente el bulto que, situado ya bajo la sábana blanca, salía en la camilla de ruedas a la calle—. Pobre señora; aún tenía mucha vida por delante…

Jamison agarró a Baxter por un brazo y le empujó hacia la salida.

—Tenemos que hablar, Baxter.

—Me llamo Budd.

—Yo, Keith.

—Cincuenta pasos más abajo hay una cafetería, Keith.

—Totalmente de acuerdo, Budd.

 

* * *

 

—De modo que fue su criado el que le sugirió la teoría del error sobre la personalidad —dijo Jamison.

—Así es. Porque, claro, yo no encontraba motivo alguno para haber irritado a la Banda del Trébol Rojo. Y entonces fue cuando se me ocurrió mirar en la guía telefónica. Hay varios Baxter con las mismas iniciales que yo, pero sólo la difunta no tenía el apellido compuesto. Ella y yo figuramos en renglones seguidos. Otros G. W. Baxter añaden un guión y un segundo apellido al conjunto del nombre oficial. Nosotros, no.

—Ya, pero ¿por qué le eligieron a usted, anoche?

—En la guía telefónica, el orden alfabético de George Washington, que son mis nombres, es anterior al de Grace Wanda, que es… era, el de la víctima. Y el obsequio de la caja de habanos corroboró mis suposiciones.

—Es decir, usted había hablado ya con Grace.

—Sí, le pedí una entrevista, aunque no le dije los motivos. Pensaba hablar con ella a las cinco de la tarde, que era la hora acordada. Grace dijo que tenía un compromiso para almorzar con una amiga…

—¿Dio su nombre? —preguntó Jamison, esperanzadamente.

—No, ni se me ocurrió preguntárselo siquiera. Keith, en aquellos momentos yo sólo pensaba en la entrevista de la tarde. Todavía no había recibido las disculpas de la Banda del Trébol Rojo.

—Y entonces fue cuando…

—Más que sospechar, lo presentí —respondió Baxter—. Por eso, para no perder tiempo, hice que le llamase mi criado.

—Perdimos el tiempo —se lamentó Jamison—. El asesino llegó antes.

—Y dejó su sello mortal.

El policía asintió.

—En total, la única pista que tenemos es la descripción que nos dio Johnson —dijo.

—Pero usted puede hacer algo más por otra parte, sobre todo teniendo en cuenta los medios de que dispone —exclamó Baxter.

—¿Qué es, Budd?

—Debe encontrar el factor común existente entre las víctimas. Tengo la impresión de que, en tiempos, algo debió de unir a esas cuatro personas asesinadas. Si encuentra ese factor común, podrá decir que tiene adelantada la mitad del camino, o quizá todo.

 

* * *

 

Al llegar a su casa, Baxter abrió la puerta con su propia llave, a fin de no molestar a su criado. Al entrar, un hombre se volvió súbitamente hacia él.

La sorpresa fue recíproca. Pero la de Baxter mayor, sobre todo porque vio la sala completamente revuelta. Y entonces el sujeto aprovechó para arrojarse sobre él con la cabeza gacha.

Baxter levantó el brazo derecho, poniendo el codo por delante, a fin de parar el golpe, pero el intruso había calculado bien su impulso y su cabeza pasó por debajo del brazo. Baxter recibió el golpe y salió disparado hacia atrás, perdido el resuello por completo.

Cuando quiso recobrarse, el intruso había desaparecido ya. Tardó unos momentos en volver a la normalidad, sumamente fastidiado por haberse dejado vencer, él, un maestro en las Artes Marciales Orientales, por el que estimaba un aficionado con buenos reflejos, simplemente.

Permaneció sentado en el suelo, dándose masajes en el pecho, hasta que se sintió mejor. Entonces, de repente, recordó a su criado y se le pusieron los pelos de punta.

—¡Tim! —gritó.

En algún lugar del apartamento sonaron unos golpes. Baxter se levantó de un salto y corrió hacia el armario ropero de su dormitorio. Al hacer correr una de las puertas deslizantes, vio a Koye, amordazado y atado como un salchichón.

Lo primero que hizo fue quitarle la mordaza. Koye respiró a pleno pulmón.

—Suplico al señor se digne disculpar a este indigno servidor suyo, que se dejó sorprender miserablemente por un sujeto completamente ignorante de la más sencilla disciplina de las Artes Marciales —dijo, mientras Baxter se entretenía en soltar las ligaduras.

—Las disculpas deben ser recíprocas, Tim —contestó el joven—. También a mí me sorprendió vergonzosamente.

—¿Es posible que ese individuo haya derrotado al señor?

—Lo es, Tim. Y cuando la derrota se produce por causas ajenas a la voluntad, no se debe sentir vergüenza en admitir la superioridad del atacante.

En aquel momento, cuando Koye tenía ya las manos libres, sonó el teléfono.

 

* * *

 

Baxter acudió a la carrera y levantó el aparato. Una voz femenina, de dulces entonaciones, pronunció su nombre.

—Sí, yo mismo… ¿Con quién tengo el honor…?

—Soy Spring Kalder. Nos conocimos anoche, en la fiesta de los señores Mac Andrews.

—¡Oh, sí!, la recuerdo perfectamente. Mejor dicho, no la podría olvidar ya, aunque quisiera —contestó Baxter, pensando que la galantería no debía estar reñida con sus preocupaciones—: ¿Puedo servirla en algo, señora Kalder?

—Bien, únicamente llamé para interesarme por su estado de ánimo… He leído en los periódicos el atentado de que fue objeto y me he sentido profundamente consternada.

—Muchas gracias, señora Kalder.

—Señor Baxter, permítame que le exprese mi más viva simpatía y le felicite por haber resultado ileso de ese espantoso atentado.

—Es usted muy amable… ¡Eh, ejem!… —Baxter tosió un par de veces—. Señora, aprovechando que ha tenido la delicadeza de llamarme… Bien, quizá me tome por un hombre osado… pero ¿no aceptaría una invitación mía para cenar cualquier noche?

Baxter oyó una argentina carcajada.

—Es usted un hombre de una clase única —dijo Spring—. Anoche estuvo a punto de morir… ¿y ya piensa en salir a cenar con una mujer?

—Una mujer que es el compendio de la belleza, señora.

—Gracias, señor Baxter. La verdad es que estos días tengo un calendario bastante apretado… Le llamaré cuando disponga de unas horas libres.

—Muy bien, señora Kalder. Muchas gracias por todo.

Baxter dejó el teléfono en su sitio y se dirigió al bar, en donde llenó dos copas. Koye salía en aquel momento, con un pañuelo sobre la frente.

—El tipo me pegó un porrazo, sin más explicaciones —se quejó—. Creo que no me dio tiempo siquiera a ver las estrellas.

—Esto te pondrá un poco mejor —dijo Baxter, entregándole la copa. Miró a su alrededor—. La verdad es que ha causado un buen estropicio —comentó.

—Buscaba algo; ¿no le parece, señor?

Baxter entornó los ojos.

—Sí, eso creo, pero… ¿qué diablos podía buscar?

Los cigarros de la caja obsequiada yacían dispersos por el suelo. Al verlos, Baxter concibió una sospecha.

—Ya lo sé —exclamó. Pero se echó a reír, a la vez que palmeaba el bolsillo derecho de su chaqueta—. Perdió el tiempo, Tim —añadió.

—¿De veras, señor?

Baxter sacó el mensaje recibido junto con los habanos.

—Esto es lo que buscaba, y como yo lo tenía encima, no pudo encontrarlo.

—Lo cual significa que puede volver en cualquier momento, señor —dijo Koye, aprensivamente.

—Quizá sí y quizá no, pero, a partir de este momento no abriremos la puerta sin comprobar la personalidad del visitante. Tim, ¿sabes lo que estoy pensando?

—No soy telépata, señor —contestó el interpelado.

Baxter agitó el mensaje.

—Aquí hay una pista que puede delatar, al menos, a uno de los miembros de la Banda del Trébol Rojo —declaró.

 

* * *

 

Mientras Koye se ocupaba en poner en orden nuevamente el apartamento, Baxter, en su gabinete de trabajo, en el que el asaltante no había tenido tiempo de entrar, se dedicaba a la afanosa tarea de encontrar la pista que suponía estaba en el mensaje.

Cada letra procedía de un impreso diferente. Las había de todos los tipos: mayúsculas, minúsculas, con más o menos adornos… De pronto, reparó en una letra algo mayor que las demás.

Era una «L» y, al recortarla, el autor del mensaje había dejado un trozo de papel en el que aparecía el principio de dos líneas impresas. La «L» tenía un curioso diseño y le pareció vagamente conocida.

Durante unos minutos se concentró en aquella letra, que era la segunda del artículo «el» que precedía a «enorme error». ¿Dónde diablos la había visto anteriormente?

De pronto creyó recordar.

—Es muy posible…

Se levantó y abandonó el despacho. Momentos después estaba en contacto con Gray.

—Aún no tengo los informes que me pediste esta mañana —se quejó el director de la agencia.

—Ahora quiero pedirte otra cosa —dijo Baxter—. ¿Recuerdas la revista Life & Sex?

Gray hizo una mueca de repugnancia.

—¡Pornografía químicamente pura y absolutamente detestable —calificó.

—Bueno, pero el caso es que, si mal no recuerdo, teníamos algo sobre esa revista. Enviábamos, o quizá seguimos enviando, recortes a varias personas…

—Nunca comprendí por qué nos pedían recortes, cuando podían comprar la revista en cualquier parte donde se venden estas basuras.

—Tal vez para enviar esos recortes a alguna agencia de contratación de artistas —apuntó Baxter.

—Puede ser —dijo Gray, no demasiado convencido.

—Lo cierto es que tuvimos, o quizá aún tengamos, clientes de esa revista. Mira a ver lo que hay en el archivo y hazme una lista, ¿quieres?

—Sí, Budd.

—¡Ah!, y anota ya la cuarta víctima de la Banda del Trébol Rojo: Grace Wanda Baxter —se despidió el joven, ante la estupefacción de su distante interlocutor.

 

* * *

 

Aquella misma tarde, Baxter tuvo ya una completa información sobre las cuatro víctimas. Y también recibió una lista de seis personas que habían solicitado recortes de la revista Life & Sex (Vida y Sexo).

Cinco eran mujeres y la sexta era un hombre. El hombre continuaba manteniendo la suscripción, lo mismo que dos de las mujeres. Baxter calculó que no habrían tenido éxito en sus esfuerzos de llegar a ser algo más que simples figurantes de escenas de variado calibre erótico. Las tres mujeres restantes habían cancelado la suscripción hacía ya tiempo, en unos plazos que oscilaban de dos años a unos meses.

Las mujeres, era preciso reconocerlo, tenían una espléndida figura. Pero las dos que continuaban suscritas aparentaban ya cierta edad, superior a los treinta años. Tal vez ello era una desventaja para salir de aquella mediocridad.

Tras mucho reflexionar, eligió a la que usaba el nombre artístico de Phoenix Dora. Tenía su dirección y número de teléfono y usó éste. Phoenix Dora contestó casi de inmediato.

—¿Eres tú, Lañe? —dijo la mujer ansiosamente—. ¿Tienes algo para mí?

Lañe, pensó Baxter, debía de ser, quizá, su agente artístico.

—Lo siento, señora… Phoenix. No soy Lañe, pero sí me gustaría obtener una entrevista con usted, de la que podría obtener quizá ciertos beneficios.

—No le conozco, amigo —dijo ella con rigidez.

—Indíqueme un lugar donde encontrarnos, en público, para que no tema nada de mí; yo acudiré, y si no le gusta mi cara, se marcha y en paz. Pero sólo por acudir a la cita, le pagaré veinticinco dólares. ¿Hace?

Phoenix dudó un momento.

—Está bien. El Red Castle, a las ocho en punto. Está en la Calle 130 Este.

—Gracias, señorita.

Como tenía fotografías de Phoenix, pudo reconocerla sin dificultad en el momento del encuentro. Phoenix era una mujer alta, de grandes pechos y rotundas caderas, pero ya con algunas patas de gallo en los ojos. El maquillaje, pensó Baxter, disimularía aquel efecto en el momento de actuar bajo los focos del estudio.

—Soy Baxter —se presentó—. ¿Qué le parezco?

Phoenix le miró críticamente.

—Muy aceptable. Y con cara de persona decente —respondió.

—No se fíe nunca de las caras de la gente —dijo él, sentenciosamente, a la vez que agarraba el carnoso brazo de la mujer—. Allí veo una mesa donde podremos charlar a gusto. Pida usted lo que le apetezca y no tema, por lo menos recibirá los veinticinco concertados.

—¿Me he encontrado con un príncipe oriental? —dijo Phoenix, ¡tónicamente.

—¿Quién sabe? —sonrió Baxter.

 

* * *

 

—Esta vida es muy dura, asquerosa, repugnante —le confesó Phoenix, después del segundo trago de whisky—. Tienes que hacer verdaderas marranadas, total, para conseguir doscientos dólares en el mejor de los casos… Y si, además, no tienes suerte, entonces es fácil imaginarse el porvenir que le espera a una. Hace ya dos semanas que no me llaman, lo cual significa que, dentro de nada, tendré que echarme a correr las calles.

—Es verdaderamente lamentable, Phoenix —convino Baxter—. Dígame una cosa tan sólo. ¿Qué hace usted con los recortes que le enviamos?

—¡Oh!, los envío a mi vez a otras agencias artísticas… Pero hace ya unos meses que me los devuelven, diciendo que ya me llamarán cuando tengan algún papel… Excusas para no quedar mal, ¿comprende?

—Usted envía los recortes con el título de la revista.

—Sí, eso es.

—¿Qué ha hecho de los que le han devuelto y que sabe no podrá enviar ya a otra agencia?

—Los quemo, claro.

—Alguna vez, incluso, habrá comprado la revista.

—Poquísimas veces, pero ya no conservo ninguna desde hace meses. Quemé la media docena que aún conservaba.

Baxter adivinó la amargura que latía en el ánimo de una mujer que, años atrás, había esperado tal vez triunfar en el cine o en la televisión y que se había visto obligada a desempeñar papeles pornográfico por una miseria.

—Phoenix, ¿sabe usted algo de sus compañeras?… Quiero decir, de las chicas que actúan con usted…

Ella negó con la cabeza.

—No, salvo Afrodita Jones. Esta muchacha sí ha triunfado y ahora hace películas más… decentitas. De todos modos, no es una estrella de renombre mundial.

—¿Puede darme su dirección?

—Sí, desde luego.

Baxter anotó las señas de la artista. Miró a Phoenix y sonrió, a la vez que le entregaba el doble de la cantidad prometida.

—Gracias —dijo.

—Oiga, esto es más…

—Guárdelo, Phoenix.

—Sí, usted tiene cara de buena persona… ¡Espere, su apellido me suena! —exclamó ella, repentinamente—. Lo leí esta mañana en el periódico… Luego la radio dio la noticia de un asesinato… ¿Esa mujer apellidada Baxter, era familiar suyo?

—No; aunque sí, por lo visto, tenía algo que ver con la Banda del Trébol Rojo.

Phoenix pareció concentrarse en sí misma.

—El Trébol Rojo —murmuró—. ¿Dónde escuché yo este nombre, hace ya bastante tiempo?

—¿Dice que lo oyó hace tiempo?

—Tres, cuatro, quizá cinco años… y no consigo recordar…

—Tal vez era el nombre de algún local, Phoenix.

—Es posible, aunque me parece que no. —Ella sonrió—. Lo siento, no consigo hacer memoria.

Baxter le entregó una tarjeta.

—Procure recordar, Phoenix —solicitó—. Para mí sería muy importante.

—¿Es usted un detective que investiga el caso privadamente? —preguntó en voz baja.

Baxter le guiñó un ojo. Ella correspondió de la misma forma.

—Oye —le tuteó repentinamente—, ¿por qué no vienes a mi casa a tomar una copa? Quizá podría recordar…

—Tengo trabajo —se disculpó él, aunque reconocía que Phoenix conservaba todavía los suficientes atractivos como para hacerle pasar un rato agradable—. Otro día —prometió.

—De acuerdo…

Phoenix se interrumpió súbitamente.

—¡Ah, ahí está ese bribón de Lañe Trowse! —exclamó—. Se dice mi agente artístico, pero no se preocupa de mí más que de la colilla de su último cigarro. Dispensa, muchacho, voy a ver si me dice algo.

Phoenix se levantó, encaminándose hacia su agente, un sujeto de mediana estatura, que parecía morder un cigarro con los dientes y estaba acompañado de otro sujeto, de hercúlea figura y rostro simiesco. Baxter pensó que el llamado Lañe Trowse debía de ser todo, menos agentes artístico.

Phoenix se acercó a Trowse con vivo taconeo.

—Lañe, ¿tienes algo para mí? —preguntó.

Trowse volvió la cabeza para mirar despectivamente durante un segundo.

—¡Sí, un cubo, una bayeta y una escoba! —respondió.