CAPÍTULO II

—ALGUNAS de las noticias de los diarios de esta mañana mencionan muy estruendosamente el nombre del señor —dijo Tim Koye, el criado de Baxter, mientras servía el desayuno.

—Por fortuna, me mencionan como superviviente —sonrió el joven—. Pero le faltó el espesor de un cabello para que ahora estuvieras lamentando mi muerte.

—Nunca me habría consolado de su pérdida, señor —afirmó Koye..

—Gracias, Tim.

—Pero ¿quién puede tener interés en disparar contra usted, señor? Claro que ha conseguido algún enemigo que otro, aunque ello no parezca lógico en este caso. Primero le pusieron el trébol rojo… ¿Y por qué no después de su muerte?

—Sencillamente, porque el asesino calculaba que no podía fallar su tiro. Y le resultaba imposible salude su pozo de tirador, cruzar a la carrera la calle y, además, oblicuamente, lo que representa un trayecto mucho más largo, sacar el trébol rojo, pegarlo en el parabrisas y echar a correr. El fusil hizo mucho ruido, lo cual le obligaba a actuar en sentido inverso a los casos anteriores, sobre todo, teniendo en cuenta la obra cercana, que le permitía escapar por la parte posterior en donde, seguramente, tenía apostado su coche.

—Una deducción llena de brillante lógica, señor… —apreció Koye—. Ahora bien, si no cree que se trate de un enemigo personal, ¿por qué entonces esa tentativa de asesinato?

Baxter levantó un poco las dos manos.

—¡Ah! ¿Quién puede contestar a esa pregunta?

—Usted, señor.

Hubo un instante de silencio.

—Tim —dijo Baxter, lentamente—, no me compliques la vida.

—Yo no complico la vida al señor, sino los miembros de la Banda del Trébol Rojo, que quisieron simplificársela, mediante una bala de fusil.

—Y tratas de insinuar que debo averiguar…

—La ignorancia acarrea siempre pésimas consecuencias; pero más cuando la propia vida está en juego, señor.

Baxter dio un puñetazo en la mesa.

—De todos modos, no comprendo por qué quisieron asesinarme. Nadie me ha amenazado previamente, ni me ha pedido dinero, ni me ha hecho objeto de extorsión ni yo, en los últimos tiempos al menos, he realizado acciones que pudieran perjudicar gravemente a alguien, siempre que esos perjuicios no hayan sido en contra de tipos que habían cometido un delito. Pero todos mis casos están resueltos…

—Entonces, señor, sólo cabe una respuesta a sus dudas.

—¿Sí, Tim?

—Se trata de una confusión, señor.

Baxter consideró la sugerencia.

—Una confusión… ¿Acaso hay alguien que se me parece extraordinariamente?

—'No es necesario que la confusión sea precisamente sobre el aspecto personal o fisonómico, señor.

—Entonces… —'Baxter chasqueó los dedos—. Tim, por favor, tráeme la guía telefónica.

—Al momento, señor —contestó Koye, con una sonrisa que indicaba bien a las claras la satisfacción que le producía haber dado con una posible solución del enigma.

Los Baxter que figuraban en la guía parecían innumerables. Pero el joven encontró uno que podía responder muy bien a la sugerencia de su criado.

La anotación en la guía, era:

 

BAXTER, G. W. 744, 79 W. St., 8810457

 

Lo que significaba que aquel Baxter tenía sus mismas iniciales —él se llamaba George Washington, aunque todo el mundo le conocía por Budd—, vivía en el número 744 de la calle Cincuenta y Nueve Oeste y sabía, también, el número de su teléfono.

—¿Quién diablos será ese Baxter? —se preguntó, mientras presionaba con el índice las teclas adecuadas.

A los pocos momentos, oyó una voz femenina:

—¿Sí?

—Por favor, deseo hablar con el señor G. W. Baxter…

—Querrá decir señora G. W. Baxter.

—¡Oh…! —El joven se quedó parado un instante—. ¿G. W. Baxter, ha dicho, señora?

—Sí, de Grace Wanda, que son mis nombres. ¿Qué vende usted, amigo? —preguntó la mujer, destempladamente.

—No vendo nada, señora. Si mira la guía, podrá ver otro G. W. Baxter, residente en la Quinta Avenida. Soy yo, precisamente, y tengo muchísimo interés en entrevistarme con usted.

Ella pareció vacilar.

—Esta mañana tengo un compromiso…

—Señáleme usted misma una hora, por favor —rogó Baxter.

—Bien, ¿qué le parece las cinco de la tarde? He de almorzar con una amiga y creo que estaré de vuelta para esa hora. Le diría que viniese ahora mismo, pero he de adelantar mi salida, debido a que tengo el tumo señalado para mi sesión de sauna y masaje…

¿Quién será esta prójima? Quizá una rica ociosa», se dijo Baxter.

—Muy bien, señora; estaré en su casa a las cinco en punto —se despidió.

Koye aguardaba, expectante, a unos pasos de distancia.

—¿Cree el señor que ha tenido éxito la teoría de la confusión? —preguntó.

—Espero poder decírtelo a la noche, Tim —respondió Baxter, a la vez que avanzaba hacia un determinado sector de la pared y que no era otra cosa que la mampara que ocultaba uno de sus más preciados secretos.

 

* * *

 

La Agencia Digest Press, fundada por Baxter algunos años antes, había adquirido un gran auge, debido a la gran cantidad de personas abonadas a sus servicios de recortes de Prensa. La inmensa mayoría eran celebridades en todos los aspectos de las artes, las letras y las ciencias, pero también había otra clase de personas que solían ser mencionadas en diarios y revistas y no por méritos científicos, artísticos o literarios precisamente.

Al cabo de un tiempo de la fundación de la agencia, Denis Gray había entrado primero como gerente y luego como director general, puesto que ocupaba con singular eficiencia. Una docena de empleadas se ocupaban casi todo el tiempo; algunas no hacían otra cosa, que recortar las noticias de Prensa, incluidas fotografías, de los abonados a los servicios de la agencia, para remitírselas al domicilio señalado. Pero, de un tiempo a esta parte, Baxter había considerado oportuno, de acuerdo con Gray, fotografiar cuanto se publicaba y debía ser remitido a los clientes, archivándolo luego en microfilmes que podían ser consultados en cualquier momento y fotocopiados, si se estimaba necesario.

En aquel cuarto secreto, Baxter disponía de una completísima red de comunicaciones, con líneas telefónicas y de TV, privadas conectadas directamente con el despacho del director de su agencia. Tanto los teléfonos como los televisores, disponían de mecanismos de grabación automáticos, para recoger mensajes solicitados en su ausencia. De este modo, un minuto después de haber entrado en el cuarto de comunicaciones, estaba ya en contacto audiovisual con Denis Gray.

—Ayer me dijiste si tenía intenciones de intervenir en el caso de la Banda del Trébol Rojo. Te di una respuesta negativa, ¿verdad?

—Cosa de la que me alegré infinito —contestó Gray—. Pero he leído los diarios de la mañana y… ¿Qué diablos les has hecho tú a esos tipos?

—Eso es lo que me gustaría saber, aunque, personalmente, opino puede tratarse de un error por confusión. ¿Sabes?, hay otra persona llamada G. W. Baxter en Nueva York.

—¡Caramba! Eso es completamente nuevo para mí…

—En realidad, hay unas cuantas más, las iniciales de cuyos nombres son G y W, pero en estos casos el apellido Baxter tiene un añadido, detrás de un guion: Baxter-Reed, Baxter-Court… G. W. Baxter sólo somos dos y la otra persona es una mujer con la que acabo de hablar y concertar una cita para las cinco de la tarde.

—Miraré si tenemos algo de la señora Baxter…

—Grace Wanda —puntualizó el joven—. Pero todavía tienes que hacer algo más, Denis.

—Dime, Budd. Ahora yo también siento mucho interés en este caso, dado que te han atacado directamente, sin que tú hayas hecho nada para enojarlos.

—Hasta ahora, las víctimas de la Banda del Trébol Rojo son tres. Aparentemente, no existen motivos para esas eliminaciones, porque ninguno de los muertos fue objeto de extorsión o chantaje. Pero yo opino que debe de existir algún nexo de unión entre las víctimas, hasta ahora ignorado por todos, ¿comprendes?

—Y tú piensas que resultaría útil conocer ese factor común.

—Exactamente. Ahora, por favor, anota los nombres de los tres asesinados hasta el momento. Son, por orden cronológico, Ransome T. Dovan, Lee R. Mac Ivorson y Carver F. Pendleton. Quizá de algunos tengamos noticias en nuestro archivo…

—Haré que busquen y te lo notificaré inmediatamente.

—Gracias, Denis —Baxter meneó la cabeza—. El tipo disparó contra mí con un rifle de alta potencia. La bala atravesó el cristal, el asiento y la portezuela. Aún me siento como si acabara de nacer.

—Es lógico, pero ¿cómo diablos adivinaste que iban a disparar contra ti? Aunque claro, si habías visto ya el trébol rojo pegado al parabrisas…

—El tipo había movido el coche, para que mi puesto de conductor quedase bien iluminado por una farola cercana. Me extrañó no encontrarlo en su sitio… y me tiré al suelo, justo cuando él apretaba el gatillo.

—Sí, tuviste suerte —convino Gray—. Pero eso indica que ya te seguían desde hace tiempo.

—Es lo que me preocupa —se despidió Baxter.

Apagó el televisor y salió de la estancia. La pared volvió silenciosamente a su sitio y la sala recobró su aspecto normal. Nadie podría haber adivinado lo que había al otro lado del muro.

Koye, su criado, le salió al encuentro, con un objeto en las manos.

—Acaban de entregarlo para usted, señor —dijo.

—¿Un obsequio? —Baxter sopesó el objeto y añadió—: Tiene el aspecto de un libro, pero no parece pesar como un libro. Se nota cierta rigidez en su estructura…

—Con su permiso, señor; yo opino que se trata de una caja de habanos.

—¡Habanos! —exclamó Baxter—. Pero si yo no los fumo casi nunca…

—Bien, a veces, resulta conveniente tener una caja en casa para obsequiar a las amistades, señor.

—Eso sí es cierto. Pero ¿quién diablos se ha molestado en hacerme este regalito?

—¿Por qué no quita la envoltura, señor? —sugirió Koye—. Quizá dentro encuentre algún breve mensaje, escrito por el donante…

—Sí, será lo mejor.

Koye tenía razón. Adherido con un centímetro de papel adhesivo a la madera de la caja de habanos, había un sobre. Baxter lo abrió y extrajo de su interior un singular mensaje:

 

«LE ROGAMOS DISCULPE EL ENORME ERROR QUE COMETIMOS ANOCHE. ACEPTE ESTOS HABANOS, COMO PRENDA DEL PERDON QUE SOLICITAMOS.»

 

La misiva tenía una firma singular: un trébol rojo, del tamaño de los que aparecen en los naipes franceses! Baxter se quedó con la boca abierta y los ojos fijos en la misiva, singular por dos detalles extraordinarios.

En primer lugar, el trébol rojo que figuraba como firma, había sido recortado de un trovo de cartulina del mismo color, cosa que comprobó al pasar el pulgar por encima. Pero era un detalle de poca monta, comparado con las letras del mensaje.

Todas eran diferentes y ninguna había sido escrita a mano. Todas habían sido recortadas de diferentes periódicos y revistas, y pegadas luego sobre el papel.

Al cabo de unos segundos, Baxter enseñó la carta a su criado.

—¡Asombroso! —dijo Koye—. Luego, ellos mismos reconocen su error…

Baxter asintió, profundamente preocupado. Sí, la Banda del Trébol Rojo admitía su error… ¡y ello significaba que había otra persona en inminente peligro de muerte!

De pronto, sintió que se le ponían los pelos de punta.

—¡Grace Baxter! —exclamó, a la vez que se abalanzaba hacia el teléfono.

El timbre sonó largamente al otro lado de la línea, sin que nadie contestase a la llamada. Baxter comprendió que Grace había salido ya de su casa.

—¡Tengo que hacer algo! —exclamó—. Tim, llama a la policía. Pide que te pongan, como sea, con el teniente Jamison. Explícale lo que pasa, dile que corra a casa de la señora Baxter… Es el setecientos cuarenta y cuatro de la calle Cincuenta y Nueve Oeste… Ella habrá salido ya para la sesión de sauna y masaje y, seguramente, el conserje debe de saber adónde lo nace. Anda, no pierdas tiempo, Tim; quizá podamos salvar todavía una vida.

Mientras Koye telefoneaba, Baxter corrió a su dormitorio y se vistió en, unos segundos. Luego salió del apartamento a la carrera y, en el ascensor, se precipitó hacia el garaje subterráneo, donde tenía el otro coche, ya que el afectado por el disparo se lo habían llevado aquella misma mañana al taller.

Mientras conducía en dirección a la calle 59, rogó mentalmente para que no le sucediera nada a la que estimaba próxima víctima de la siniestra banda de asesinos, que firmaban sus crímenes con un trébol rojo.