No le extrañe, profesor dije. Las ciudades prehistóricas, sepultadas por el polvo de los desiertos deben de ofrecer un aspecto muy semejante al que estamos viendo.

Tienes razón, Kabé dijo Ratigan, muy excitado. ¡Caramba!, eso no se me había ocurrido a mí.

Lo mejor que podemos hacer es iniciar una exploración, profesor, ahora es cuando entra usted en funciones. ¿Hacia dónde?

Ratigan apoyó la barbilla en la mano y miró en torno suyo. Acabó por encogerse de hombros.

¿De cuántos orugas disponemos? inquirió.

Dos, Calvin contestó May.

Entonces, hemos de usar solo uno. No podemos arriesgarnos a utilizar los dos, por temor a una posible avería. Mientras que exploramos con uno, el otro debe quedar en reserva con la nave.

Y en ésta, ¿quién se queda? pregunté.

May se lo pensó un segundo, antes de dar la respuesta.

Strong, el copiloto, con un par de soldados que le cederá Hanson. Los demás iremos en el oruga; hay espacio para todos.

¿Y si Strong se nos larga y nos deja en la estacada?

Me permití sonreír.

Lo haría sí tuviera la nave cargada de oro.

Pero así...

Acordado ya el plan la grúa retráctil hizo descender el oruga y mientras unos lo acomodaban, los otros, dirigidos por May y el profesor, lo aprovisionaban de víveres, agua y combustible, para una expedición que durase un mes al menos. El oruga era grande y podía contenernos con relativa comodidad, en tanto que, para los períodos de descanso, utilizaríamos tiendas de campaña que iban desmontadas en el equipaje.

Strong y los dos soldados nos vieron partir, no sin cierta melancolía, y un cuarto de hora más tarde la enorme mole de la astronave había desaparecido en el horizonte.

Tras nosotros quedaba una espesa nube de polvo, como estela de nuestra rápida marcha, menos incómoda de lo que podía parecer, debido, tanto a la relativa planicie del suelo, como a la excelente suspensión del vehículo. Y, por otra parte, el polvo no nos molestaba lo más mínimo, debido a la cabina estanca, capaz de contener a los diez ocupantes sin dificultad alguna, construida ya exprofeso para el caso de que se necesitara explorar algún planeta o satélite sin atmósfera o con gases nocivos en ésta.

Durante un tiempo que no puedo precisar, viajamos siempre a la misma velocidad, alejándonos de la espacionave con un rumbo prefijado de antemano. Vimos que el sol de aquel sistema descendía hacia el horizonte y calculamos que no tardaría mucho en llegar la noche.

De repente, el tractor frenó de una manera tan brusca que no pudiéndolo evitar, caímos unos sobre otros. Los tacos y los juramentos se sucedieron durante un buen rato y, cuando al fin recobramos el equilibrio, llegó la hora de investigar la causa de nuestra súbita parada.

La lámpara de mi enojo se puso casi incandescente. Por fortuna, no me habían enseñado a pronunciar palabrotas, pero estoy seguro de que unas cuantas me hubieran desahogado notablemente, y tenia razones de sobra para estar enojado.

¡Nos estamos hundiendo!

No sé quién lanzó el grito, pero, fuera quien fuera, tenía toda la razón. El oruga se hundía.

¡Diablos! renegó el profesor. Pero esto no puede ser; aquí no hay arenas movedizas.

Pero hay pozos, profesor dije, con mi ceño de plástico muy arrugado. ¿No lo está viendo?

Resultaba increíble. Sin embargo, era la pura verdad. El suelo no mostraba la menor alteración, pero habíamos caído en un hoyo, cuya profundidad no podíamos calcular de momento. El movimiento de descenso, iniciado apenas se detuvo el oruga, se había reducido muchísimo; pero era inevitable que, a la larga o a la corta, el vehículo quedase enterrado, de no surgir una circunstancia salvadora.

El polvo era finísimo, impalpable, espeso. Parecía, siendo sólido, una cosa liquida, y sus movimientos eran los mismos que hubiera podido tener el agua, aparte, lógicamente, su opacidad. Pero ya las orugas del vehículo estaban totalmente sepultadas en la extraña arena.

Yo fui quien primero reaccionó. Apreté el botón que hacía descorrerse la cápsula estanca y grité:

¡Fuera todo el mundo! ¡Salten todos lo más lejos que puedan!

La gente me obedeció sin rechistar. Alguno se enterró de primera intención hasta medio cuerpo, pero fue ayudado a salir sin más contratiempos. A lo que parecía, el hoyo era largo pero estrecho.

Sin perder un solo segundo empecé a arrojar víveres y provisiones fuera del vehículo, que mis compañeros iban cazando al vuelo. Hanson, valientemente, volvió junto a mí y me ayudo en la tarea. Las armas y las tiendas siguieron el mismo paso y cuando terminamos, el descenso del oruga se había contenido.

El día escapaba rápidamente, tanto como el sol se hundía tras el horizonte, adquiriendo un color escarlata como no lo habíamos visto en la tierra jamás. May y el profesor comprendieron inmediatamente la necesidad de acampar allí mismo, y las tiendas fueron montadas con gran rapidez. Un par de lámparas eléctricas, alimentadas por pilas secas, dieron luz a la escena.

De pie en el tractor miré a mis compañeros.

El oruga ha tocado fondo dije. No obstante convendría esperar la llegada del nuevo día para ver de desatascarlo.

Me parece muy bien asintió May; pero ¿cómo?

Fiaremos que traigan el otro para remolcar éste. Entre todos nosotros no creo pudiéramos moverlo una pulgada de donde se encuentra.

¿Funciona la radio?

Arrojé una mirada al tablero de instrumentos, casi a nivel del polvo.

No parece estar averiada dije. Para mi, si algún estropicio hubo, lo fue en el grupo motor o en las transmisiones. Pero hasta que no lo hayamos sacado del pozo no podremos saber nada.

May asintió. Entonces yo dije:

¿Por qué no prueban a cenar? creo que un poco de alimento no les vendría mal.

Piensas en todo, Kabé.

Tengo los circuitos garantizados —reí alegremente, pero entonces uno de los infantes de marina lanzó un grito.

¡Miren! ¿Qué diablos es eso?

La noche estaba ya casi encima y, salvo las dos lámparas que habíamos sacado del oruga, estábamos en plena oscuridad. Excepto en un punto.

Este lugar estaba situado a una distancia imprecisa de nosotros, puesto que las sombras de la noche nos impedían calibrar el espacio intermedio. Se divisaban varías puntos de luz azul verdoso, moviéndose de modo alternativo e irregular, apareciendo y desapareciendo en distintos lugares, pero todas ellos relativamente próximos entre sí.

¿Habrá habitantes en Aurus? preguntó May. El profesor se rascó la cabeza.

Es imposible predecirlo, en tanto no hayamos hallado algún rastro de digamos sus viviendas. La sensación que da este lugar es de que todo lo que tuvo vida murió hace muchísimos años, siglos mejor dicho.

¿Pues entonces... esas luces? Ratigan apretó los labios.

Una exploración sería lo más conveniente dijo.

Opino que dicha exploración debe ser dejada para mañana. Desconocemos este mundo y los peligros que puede encerrar y, a no ser absolutamente necesario, cosa que ahora no considero como tal, no debemos movernos del campamento razoné.

Todos me miraron, asintiendo con su silencio.

Agregué:

Por lo que pudiera ser, convendría establecer turnos de vigilancia. Yo puedo estar toda la noche, ustedes bien lo saben, pues no preciso de sueño; pero, en cambio, no puedo vigilar todo lo que haría falta.

Está bien dijo entonces Hanson ; eso es ya cosa mía. ¡Slade!

El «marine» tomó sus armas.

Sí, sargento respondió.

Harás dos horas continuó Hanson. Los otros te irán relevando paulatinamente. ¿De acuerdo, Kabé?

Perfectamente, sargento. Slade vigilará el sector de la izquierda y yo el de la derecha. No creo que a nuestra retaguardia ocurra nada. De atacarnos alguien, tendría que venir forzosamente de la parte de aquellas luces.

Después de cenar todo el mundo, sintiendo la imperiosa necesidad del sueño, se acostó. Slade y yo, fuertemente armados, nos situamos a unos cincuenta o sesenta pasos del campamento, vigilando atentamente aquellas luces, cuya oscilación era continua. Careciendo de puntos de referencia, era imposible dictaminar la distancia por lo que, lo mismo podían estar a unos centenares de metros que a una decena de kilómetros, y tampoco sabíamos si eran producidas por seres vivos o se trataba de alguna propiedad particular de Aurus.

De vez en cuando, Slade y yo nos encontrábamos en nuestros paseos, cruzando algunas palabras en voz baja. Pasaron dos horas y entró de centinela un muchacho llamado Skobic, al cual relevó, ciento veinte minutos más tarde, Jerry Barnes.

Media hora escasa habría transcurrido, cuando, súbita e inesperadamente, sonó un grito espantoso.

¡Socorro! ¡Me atacan! ¡Kabé...!

A continuación un gorgoteo infrahumano y luego una serie de chillidos agudísimos, que pusieron al rojo vivo mis válvulas. Barnes volvió a gritar una vez más y después, tras un par de espantosos chillidos, volvió el silencio.

Volvió, pero por pocos instantes, porque casi al momento se encendieron las luces en el campamento y cuantos había allí empezaron a alborotar.

¿Qué ocurre?

¿Qué ha pasado?

El vozarrón del sargento atronó el espacio. Pronto sentí sus pasos.

¿Dónde está Barnes, Kabé?

No lo sé. Mejor será que vayamos a verlo y tenga su pistola fotónica a mano.

Alguien vino corriendo con una potente antorcha eléctrica en la mano, disipando las tinieblas de aquel sector. May y Ratigan aparecieron casi a continuación.

¿Viste lo que pasó, Kabé? Moví la cabeza negativamente.

Sólo sé que Barnes gritó. Aún no he tenido tiempo de ir a verlo.

Aquí estamos perdiendo el tiempo miserablemente refunfuñó el sargento. Acaso esté vivo aún el muchacho y...

Vayamos con cuidado observé. No sabemos qué o quién le ha atacado y sería muy doloroso sufrir alguna baja más por imprevisión y negligencia. ¡Denme la antorcha! pedí.

Fui en cabeza seguido de inmediato por el sargento y un par de sus hombres, los cuales llevaban las armas preparadas a todo evento. Pero al llegar al punto en donde suponíamos debía encontrarse Barnes, nos llevamos la gran sorpresa.

¡Diablos! ¿Se lo habrá tragado la tierra? comentó Hanson, levemente amedrentado.

No contesté. En lugar de ello, paseé los rayos de mi linterna por un ancho círculo, buscando las posibles huellas que nos dieran una pista sobre la desaparición del «marine».

De pronto vi algo que me llamó la atención. Corrí hacia aquel lugar.

El suelo estaba revuelto, como si sobre la arena hubiera habido alguna pelea. Había señales que indicaban que algo o alguien se había arrastrado por el suelo y los rastros eran profundos, muy marcados.

¡Miren! gritó de pronto Ratigan. ¡Aquí están las armas de Barnes!

Hanson se tiró como una fiera sobre ellas.

Pero apenas había cogido la pistola fotónica, lanzó un aullido.

¡Cuernos! ¡Esto quema! y la soltó vivamente.

¡Quietos! dije secamente. Que nadie vuelva a tocar nada.

Me arrodillé en el suelo y examiné cuidadosamente la pistola. Parecía estar impregnada de una delgadísima capa de una sustancia viscosa, que daba tonalidades iridiscentes al ser herida por los rayos de luz. Forcé la potencia de mi visión, dándole los veinte aumentos de que podía disponer y durante unos minutos, en medio del más expectante silencio, estudié aquello.

Volví luego la visión a su normal estado y me puse en pie.

¿Le sigue doliendo, Hanson? pregunté. El sargento asintió con la cabeza. Déjeme ver su mano pedí.

Enfoqué sobre ella el haz de rayos de la lámpara.

La estudié de] mismo modo que había hecho con la pistola fotónica.

Sargento dije al cabo, es usted un hombre de suerte.

¿Por qué? inquirió asombradísimo, en medio de la estupefacción general.

Porque ha estado a punto de quedarse sin mano.

¡Kabé! exclamó May . Es muy fuerte eso que estás diciendo.

Pero, en todo caso, la más estricta verdad, May , respondí.

Bueno, bueno rezongó el sargento. ¿Querrás explicarte de una vez, maldita máquina?

Sargento dije, ha estado usted a punto de perder su mano, de la misma forma que Barnes perdió la vida.

¿Cómo? ¿Estás seguro de que ha muerto?

Y de la forma más horrible que imaginarse pueda uno. Hablando con toda crudeza, ha sido digerido por una bestia cuyas características morfológicas desconocemos; pero que, a juzgar por el rastro que ha dejado, debe ser lo más parecido a un gusano o a una larva, sólo que de un tamaño mucho más colosal. Eso que le ha dado a usted sensación de quemadura, Hanson, no es ni más ni menos que los restos de los jugos gástricos que disolvieron el cuerpo de Barnes en contados segundos.

Nadie contestó a mis palabras, porque el horror que habían causado les había privado en absoluto del habla.

A lo lejos, las lucecitas seguían apareciendo y desapareciendo, como si fueran ojos de seres desconocidos que se burlaban de nosotros haciéndonos guiños.

 

 

CAPÍTULO VII

 

Nadie durmió ya en el resto de la noche. Todo el mundo permaneció alerta y vigilante, aunque tuvimos la fortuna de que aquellas horribles y desconocidas bestias no volvieran a atacarnos, El día llegó, poniendo siquiera fuera momentáneamente, fin a aquel estado de tensa angustia,

El sol de aquel sistema se levantó, alumbrando una serie de pálidos y desencajados rostros. Apenas se hizo de día, nos precipitamos a estudiar los rastros de aquellas fieras.

Provisto de unos sólidos guantes, toqué el suelo por los sities en donde se habían arrastrado los anímales que devoraran al infortunado Barnes. Una sustancia pegajosa, brillante, cubría el rastro semicilíndrico que habían dejado, pero se desvaneció apenas los rayos del sol la tocaron.

Esas fieras deben de ser noctívagas sugirió Ratigan.

Yo asentí:

Probablemente; y, además, doblemente peligrosas, porque no se las ve ni se las oye venir. ¿De qué calibre estará hecho su estómago?

El rostro del profesor se puso verde.

¡Por favor, Kabé! dijo, poniéndose una mano en la boca.

Entonces alguien lanzó un grito.

¡Miren hacia allá!

Skobic señalaba un punto en la lejanía. Varias chispas de luz brillaban, como si fuese metal herido por los rayos de sol. Contuve oportuno la palmada, que había estado a punto de darme en la frente.

¡Ya está! exclamé.

¿Qué es lo que «ya está», Kabé? preguntó May, intrigadísima.

Las luces de anoche. ¡Naturalmente! Fuimos unos idiotas, cuando menos nosotros tres, al no adivinarlo.

Los ojos de la chica se dilataron.

Quieres… quieres decir qu... que aquello que brilla es oro fosforescente?

¿Qué otra cosa puede ser? Nosotros no lo vimos anoche, por la sencilla razón de que el sol lanzaba, sus rayos en dirección opuesta a como lo hace ahora. De lo contrario, hubiéramos visto el reflejo, ¿comprenden?

Ella asintió, y acto seguido hizo otra pregunta.

Pero entonces, ¿por qué oscilaban las luces, Kabé?

Fue el propio Ratigan el que dio la contestación, exacta en mi parecer.

—Soplaba un poco de viento, que levantaba nubes de arena, acaso más intensas allá que en donde estamos, haciendo aparecer y desaparecer las lucecitas.

¡Menos mal! respiró aliviado el sargento.

Yo siempre temí que fueran las almas en pena de los que habitaron este condenado planeta.

Las palabras de Hanson tuvieron la virtud de disipar un tanto la tensión que reinaba. El sargento prosiguió:

Bien, ¿y a qué esperamos para continuar? Hice un breve cálculo.

Debemos de estar situados a unos veinte kilómetros de distancia del lugar donde brilla el oro. Mientras tanto no llegue el otro tractor, para desenterrar éste, no podemos movernos. Ni nos conviene además añadí, puesto que no sabemos si esas fieras son capaces de atacar de día.

En este caso, las cabinas de los orugas podrían servirnos de protección sugirió el profesor.

Exacto. Y ahora lo que debemos hacer dije, en tanto llega el otro oruga, es: ustedes desayunar, y luego, todos, levantar el campamento, para estar dispuestos a la partida.

El segundo oruga tardó en llegar menos de lo que esperábamos, Era conducido por uno de los «marines», el cual, naturalmente, hubo de agregarse a la expedición. Con su ayuda, fue fácil desencallar el que estaba semihundido en el polvo y, tras haberlo limpiado, reanudamos el viaje.

Al ritmo de marcha que llevábamos, calculé, dadas las irregularidades del terreno, cada vez más acentuadas, que tardaríamos casi una hora en llegar al punto donde hablamos visto relucir el oro y que ya no brillaba, debido a la altura del sol en el horizonte. El profesor, May y yo íbamos en el vehículo que encabezaba la pequeña caravana.

Unos kilómetros y veinte minutos más allá, frené en seco el oruga,

¿Qué pasa, Kabé? preguntó May.

Alargué la mano, señalando un punto situado a una docena de metros delante de la proa del carruaje.

¿Qué les parece? dije.

Se veía la redonda boca de un hoyo en el suelo, pero excavado en forma oblicua, casi horizontal y que tendría casi un metro de eje. Había claras señales de que «algo» se había escondido allí, arrastrándose.

El profesor frunció el ceño.

Da la sensación de ser la madriguera de uno de esos bichos murmuró.

May no pudo contener un estremecimiento de repugnancia.

Yo dije:

Si es así, pronto vamos a verlo.

Kabé gritó May, puede atacarte.

Eso es lo que intento provocar precisamente su ataque. Conociendo su forma y su manera de moverse, podremos defendernos mejor en caso de ulteriores ataques y sin más, salté del tractor al suelo.

¡Ranson! ordenó May, ayúdelo.

El sargento se colocó detrás de mí prudentemente provisto de una pistola fotónica. Yo también llevaba otra. Me fui acercando con precaución a la entrada de la madriguera.

Hanson soltó un bufido.

¡Cielos! ¿Entra en mis obligaciones el aguantar este hedor?

Aquello debía apestar, pero el sentido del olfato, así como el del gusto, no existen en los «robots», de modo que a mi no me afectaba. Continué acercándome, viendo de reojo que había más pistolas fotónicas encaradas a aquella redonda y negra boca.

Me detuve, precavidamente, a unos cinco o seis metros de la madriguera. Miré, esforzándome, pero no pude ver nada.

Estará abandonada, Ka sugirió a gritos el profesor.

Vamos a verlo ahora dije, y agachándome, tomé uno de los proyectiles más primitivos: una piedra.

La arrojé con todas mis fuerzas al interior de la cueva. Esperamos unos momentos sin obtener respuesta, lo cual me hizo repetir la operación.

Empecé a pensar que, efectivamente, el profesor había tenido razón, cuando de pronto un unánime grito de asombro brotó de todas las gargantas. «Algo» salía de la cueva.

Aquello no tenía nombre. Era un horror viviente, algo que no hubiéramos soñado ver jamás, algo que calentó mis válvulas al máximo obligándome a aumentar la potencia de mi sistema refrigerador interno. Según pude apreciar, la peste aumentó enormemente.

Era un gusano, pero ¡de qué tamaño! Indescriptible, inenarrablemente espantoso. Salió de su cueva, en la cual estaba comprimido, dilatándose casi otro tanto al llegar al exterior. Todo su cuerpo estaba formado por unos cuantos cientos de segmentos, con una longitud total de cinco o seis metros y el color blanco verdoso, horripilaba nada más con la vista.

Pero aún no había acabado allí nuestra estupefacción. Había algo más que elevó al máximo, si es que podía, el horror y la repugnancia que nos infundía aquella repelente bestia.

Como digo, era muy parecida a un gusano terrestre, de cabeza redondeada, en donde se veía una especie de boca, semicircular, de un metro de longitud, armada de infinidad de dientes, muy pequeños, acaso más que los de un humano, afiladísimos como los de una sierra mecánica. Aquella boca era capaz de segar un cuerpo con la mayor facilidad, y, por si fuera poco, cinco ojos de un repugnante color glauco, estaban situados en hilera, un poco más arriba de la cabeza.

Al salir el gusano de su madriguera, su grosor aumentó casi a los dos metros, con lo que ya alcanzaba la altura de un hombre. Sus segmentos se movían espasmódicamente, proporcionándole los medios de tracción en el suelo, aunque pude darme cuenta de que lo hacia con mucha lentitud. En seguida supe las causas de tal lentitud.

La bestia estaba en el sopor de la digestión.

Todavía no había acabado de digerir a Barnes.

¿Cómo es posible que lo supiera? Facilísimo. Su cuerpo era casi transparente, y a su través se veían los huesos del desgraciado «marine», más duros de digerir que el resto de su cuerpo. Algunos, más blandos, habían sido ya atacados por los terribles jugos gástricos de la fiera, pero aún se podían ver otros, los grandes, como los del cráneo, algunas vértebras y parte de los de las piernas y brazos, todavía intactos.

May sollozó audiblemente. Ratigan juró como un piloto de astronave cuando tiene que hacer una corrección de rumbo con escasez de combustible. Algunos vomitaron el desayuno.

Los cinco ojos del repelente animal nos miraron turbiamente. Percibí en ellos un odio infrahumano, pero también me di cuenta de que, repleto su monstruoso estómago, carecía de agilidad de movimientos. En circunstancias normales, aquello debía moverse con la rapidez de un crótalo, lo cual, dado su tamaño, lo hacía convertirse en un terrible enemigo.

¡Destruyámoslo! aulló Hanson enloquecido, y alzó su pistola fotónica.

Un cegador haz, de rayos brotó del arma, alcanzando al monstruo en mitad de la cabeza. Pero no pareció ocurrirle nada, excepto que emitió un agudísimo chillido, que estuvo a punto de hacer polvo mis válvulas auditivas.

El colosal gusano movió su torpe cabezota y reptó hacia el asombrado Hanson, el cual no comprendía cómo un animal como aquel, podía resistir impunemente una descarga que hubiera fulminado a un mamut. Repitió los disparos que le hacia a la cabeza, los repitió al centro del cuerpo. Aquí obtuvo un pequeño éxito.

Un negruzco boquete apareció en uno de los costados del gusano. Este se retorció epilépticamente, Pero debía de poseer una vitalidad inmensa.

De no haber sido por el dramatismo de la situación, hubiera sido cosa de disparar a todo trapo el circuito de la risa, viendo a Hanson saltar de un lado a otro, sin cesar de apretar el gatillo de la fotónica, y tapándose las narices con la mano libre.

Ratigan se tiró del tractor, con otra pistola en la mano Y unió sus disparos a los nuestros. En pocos momentos, el gigantesco gusano se convirtió en una hedionda masa negra, que humeaba lentamente.

Según vi reflejados en los ojos de mis compañeros, el hedor que exhalaba aquella negra masa, debía de ser espantoso, por lo cual, dando por zanjado el incidente, montamos de nuevo en los orugas, reemprendiendo la marcha. Pero no pasaron más allá de cinco minutos sin que frenara de nuevo el vehículo.

¡Mirad! exclamé, Frente a nosotros.

Un nutrido pelotón de gigantescos gusanos, deslizándose con gran rapidez sobre el suelo, se encaminaba hacia nosotros, lanzando horrísonos chillidos.

¿Querrán atacarnos? dijo May pasmada.

Apreté el plástico de mis labios.

Es muy probable respondí.

¿Cómo... dices, Kabé?

Lo que oye, May. Estoy seguro de que la fiera que matamos llamó en su auxilio a estos bichos que vienen ahora hacía nosotros.

¡Cielos! ¿Es posible que esas larvas tengan inteligencia?

Me encogí de hombros.

No lo sé, pero no me extrañaría. De todas formas, precisaríamos atrapar una viva, para estudiar su cerebro, o lo que haga las veces de éste, por medio de un electroencefalograma.

No creo que consigamos cazar una viva.

Ni yo tengo intenciones de hacerlo dije. Luego cerré la cúpula y vi que los del otro tractor me imitaban. Establecí contacto radial con ellos.

Procuren no entablar lucha directa con los gusanos exclamé.

¿Qué hacemos entonces? preguntó May.

Largarnos de aquí cuanto antes.

Pulsé a fondo el botón del gas y el oruga pareció saltar hacia adelante. La arena del suelo voló a lo alto, despedida en rojas surtidores.

Los gusanos, inteligentes o no, arremetieron contra nosotros. Sin duda debían de «pensar» que los vehículos eran unos animales también, o acaso seres de nueva especie; pero, en todo caso, enemigos suyos.

El oruga se bamboleó cuando una docena de aquellos espeluznantes bichos lo atacaron conjuntamente. Percibimos sus dientes al intentar morder inútilmente el durísimo acero del vehículo.

Este saltaba y traqueteaba, aplastando aquellos repugnantes cuerpos. Uno de ellos consiguió, reptando de un modo increíble, subirse arriba, y arremetió contra la protectora cúpula de plástico. Varias grietas surgieron de modo repentino y alarmante en ella.

Todos palidecieron al comprender lo que podía pasar si las fieras lograban destrozar los techos transparentes. Éstos se habían construido pensando en resistir simplemente una o dos atmósferas G de presión, en algún mundo lleno de gases irrespirables, pero en ningún modo se había esperado que unas fieras tratasen de violentarlo. Y, como no anduviéramos listos lo conseguirían.

El plástico comenzó a crujir alarmantemente. No sé de qué manera lo conseguían, pero los dos gusanos que teníamos encima otro había trepado también, se sostenían perfectamente sobre el techo, a pesar de los botes del carruaje. Y yo temía que más que sus esfuerzos, fuera el simple peso lo que acabara por reventar la cúpula.

Noté, al rodar, que varios de los gusanos eran aplastados contra el suelo por las anchas cadenas de los orugas. Chorros de una repelente sustancia blanca verdosa fueron proyectados contra el techo de plástico, y, sobre éste, los dos gusanos continuaban en sus intentonas.

Tenemos que librarnos de ellos sea como sea gritó Ratigan, o de lo contrarío acabarán aquí con nosotros.

Habiendo salvado ya él principal obstáculo, que era el núcleo de los gusanos, quedaban solamente los dos que viajaban con nosotros y que, tenazmente, insistían en sus feroces mordiscos contra el duro techo. Más grietas aparecieron en este. Pavorosos crujidos nos llenaron de espanto.

De pronto, se me ocurrió una idea. Era desesperada, descabellada, pero no podíamos hacer otra cosa, si queríamos salir con bien de aquella apuradísima situación.

¡Hanson! grité. Disponga sus armas. Todos listos para cuando yo lo diga.

Apoyé la mano en el pulsador de apertura. Seguidamente grité:

¡Ahora!

El techo de plástico fue despedido a un lado. Cogidos los gusanos por sorpresa, rodaron por el suelo, lanzando espantosos chillidos.

Pero nosotros, como enloquecidos, gritábamos aún más que ellos. Poniéndonos en pie sobre el vehículo, empezamos a disparar frenéticamente nuestras pistolas. La arena se vitrificó en torno a los gusanos, que se retorcían epilépticamente al recibir las feroces descargas.

Acabamos con uno de ellos, pero el otro, moviéndose con infinita agilidad, como si estuviera dotado de inteligencia, esquivaba buena parte de nuestras descargas. Había sido alcanzado por algún disparo, mas, aun así, su capacidad de resistencia era fenomenal.

Disponiéndose a lanzar un último golpe, el gusano se enderezó verticalmente, apoyándose sólo en una ínfima parte de su cuerpo. Su repelente mole se elevó al menos en dos metros sobre nuestras cabezas. Se movió como una cobra antes de lanzar el golpe de sus venenosos colmillos.

Pero entonces vino el otro oruga, a toda velocidad. Tomándolo de frente, despidió al nauseabundo gusano a gran distancia, haciéndolo rodar sobre sí mismo, en medio de atroces chillidos. Luego, antes de que pudiera disponerse de nuevo a la defensa, lo aplasté con las cadenas, reduciéndolo a una informe masa semilíquida, sobre la cual flotaban restos de su transparente caparazón, todo ello en medio de un terrible hedor para los humanos.

¡Salgamos, salgamos de aquí cuanto antes! gritó May, angustiadísima.

La vi pálida, sin una gota de sangre en sus mejillas.

Obedecí, sentándome de nuevo ante los mandos del tractor. Di el gas y dejamos atrás aquel lugar de muerte y desolación, en el que quedaban, como muestra del feroz combate desarrollado, varios montones negruzcos y repugnantes que humeaban despacio, y unos cuantos cuerpos de gusanos, aplastados y reducidos a pulpa por nuestros vehículos.

Exhaustos, más que por el cansancio físico de la lucha, por la terrible tensión a que habían sido sometidos los nervios de los humanos y mis válvulas a un voltaje inhabitual, callamos durante un buen rato. Y hasta avistar el punto al que nos dirigíamos no recobramos el uso de la palabra.

Entonces, las exclamaciones de admiración, de todos los calibres brotaron unánimes de todos los labios.

 

 

CAPÍTULO VIII

 

Detuve el tractor. Dejé que los humanos se despacharan a su gusto, en tanto yo contemplaba el paisaje que teníamos ante nosotros.

Nos hallábamos al borde de un extenso y poco profundo valle, de suaves pendientes en cuyo centro, ocupando casi toda su extensión, se hallaban los restos de lo que antaño fuera una gran ciudad.

Los edificios afectaban formas extrañas, aunque regulares, concebidas con arreglo a un plan arquitectónico preconcebido, La mayoría de ellos, por no decir todos, estaban sumidos en la más absoluta ruina y solamente unos pocos, acaso mejor construidos que el resto y de mayor altura, sobresalían del conjunto.

Éstos supuse eran los que habíamos visto la noche anterior, refulgiendo con irregulares intermitencias, porque todos ellos, sin excepción, estaban forrados de planchas de aquel extraño oro que tenía la no menos extraña virtud de fosforescer en las tinieblas.

Naturalmente, muchas de aquellas planchas, cuyo objeto debía ser más decorativo que estrictamente funcional me refiero a la función edificativa, por supuesto, se habían desprendido de los muros y habían caído al suelo. La arena del desierto había ido invadiendo, lenta, pero implacable, la ciudad muerta, sepultándola casi en su totalidad. No obstante, las calles larguísimas, tiradas a cordel, eran perfectamente reconocibles y por descontado que una expedición, provista de los medios necesarios, podía obtener allí una verdadera fortuna.

De vez en cuando, algún soplo de viento levantaba un pequeño remolino de roja arena que se deshacía casi en el acto. El contraste entre la arena y el dorado metal hería con demasiada fuerza mis válvulas visoras.

Me volví hacia May.

Bueno, jefe dije; ya ha conseguido usted lo que deseaba. Aquí tiene la ciudad del oro.

Ella se estremeció.

No sé qué decirte, Kabé. Todo este silencio me parece siniestro, lúgubre, de mal agüero...

De un momento a otro se aparecerán los fantasmas de sus moradores dije, riendo, irritados por la turbación de su descanso.

May movió su cabeza.

No... no es eso. Yo no creo en fantasmas, Kabé..., pero nunca he estado en un sitio que me desagrade más que éste.

Ratigan se encogió de hombros.

Yo estoy acostumbrado a las ciudades muertas y para mi, descontando el hecho de que se encuentren restos de una civilización extrahumana, en un planeta alejado del nuestro cuarenta billones de kilómetros, lo cual no deja de prestarle un singular atractivo a la cosa; lo demás no tiene importancia. ¿Continuamos?

Asentí y pisé el acelerador. Descendimos al valle y unos minutos mis tarde, el secular silencio de aquella ciudad era roto por el sonido de las cadenas de nuestros orugas.

Debía de haber sido una verdadera metrópoli a juzgar por su extensión. Girando en ángulo recto, metí el tractor en lo que debió ser una gigantesca avenida de varios kilómetros de longitud, anchísima, recta, perdiéndose su fin casi en la lejanía. La arena, en algunos lugares protegidos del viento, se había ido acumulando lentamente y alcanzaba grandes alturas, sepultando totalmente muchos edificios.

Otros habían tenido mejor suerte y habían resistido incólumes, aún con la mayoría de sus planchas de oro adheridas a los muros. Por un instante me imaginé el refulgente espectáculo de aquella metrópoli, luciendo en la noche, como un ascua, sin otra luz que la que le proporcionaba el metal llena de animación y de vida. Hombres, mujeres, niños, todos pasearían y caminarían por allí, llenando el espacio con sus voces y sus risas. Y ahora, todo aquello había desaparecido y se había convertido en polvo, sumido por completo en un silencioso olvido.

Caminábamos despacio, examinando todo cuanto nos rodeaba con la mayor atención. May hizo de pronto una pregunta.

Calvin, ¿por qué cree usted que los habitantes de Aurus murieron?

El arqueólogo se encogió de hombros.

¡Vaya usted a saber! Lo mismo pudo ser una feroz guerra total, que arrasó la superficie entera del planeta, con todo cuanto había sobre ella, que igual pudo ser una batalla entablada entre la ciudad y el desierto.

¿Carencia de agua?

Ratigan se frotó la mandíbula.

No lo creo. Babilonia estaba en el centro de un vergel, en el cual sobraba el agua. Pero en cuanto la abandonaron, fue cubierta por las arenas del desierto.

Bueno, pero ello fue porque los persas desviaron el río, Calvin objetó May.

¿Sabemos si aquí no ocurrió algo muy parecido? Lo cierto, lo indudable es que aquí hubo una civilización y que, por lo que fuera, desapareció.

¿Humana? .

Las muestras indican que su apariencia debió ser muy parecida a la nuestra. Vea dijo el profesor, señalando con el índice un edificio en buen estado; se ven algunos peldaños de una escalera. Su sistema locomotivo debía de ser muy similar al nuestro.

¿Por qué cree usted que debían de ser como nosotros, Calvin?

Éste se encogió de hombros.

Por la misma razón que las exploraciones espectroscópicas de las estrellas nos dicen que sus componentes básicos son los mismos que los del Sol terrestre, por ejemplo: carbono, oxigeno, hidrógeno, son elementos que no faltan en ningún astro, solos o asociados con otros elementos químicos. Esta misma arena debe de tener, aparte del silicio, una cantidad enorme de óxido de hierro. Por lo tanto, opino, aun cuando no parezca tener relación alguna, que el ser que utiliza una escalera para ascender a un nivel superior ha de parecerse mucho a un hombre, sino es que pertenece a su raza.

Además tercié, está la prueba concluyente de la estatua. Su aspecto era típicamente humano.

Eso es. Probablemente sería alguna deidad tutelar, o bien alguna reina que gobernó en este mundo y cuya imagen se consideró lo suficientemente importante como para legarla a la posteridad.

En tanto que conversábamos acerca del mismo tema, no dejábamos de examinar con ojos atentos y las armas preparadas, cuanto teníamos a nuestro alrededor. El silencio era absoluto y no se veían otros seres ni ninguna señal de vida que no fuera la nuestra.

De pronto, la avenida se ensanchó en una espaciosa plaza, de un tercio de kilómetro de anchura. Hanson lanzó un berrido estentóreo.

¡Miren, miren lo que se ve ahí! ¡A la izquierda! Hice girar el tractor y lo puse frente a un enorme edificio que se veía cerrando casi en su totalidad uno de los lados de la plaza. Había sido, indudablemente, de gran altura, pero ahora ésta, con el paso implacable de los siglos, había disminuido. No obstante, la mitad inferior se conservaba en buen estado y tenía aún la mayoría de sus planchas adheridas a los muros.

Recorrí en unos segundos el centenar de metros que nos separaba de él. En su centro tenía una puerta enorme, aunque no muy alta, de más anchura que elevación, cuadrada, completamente abierta de par en par, dejando ver parte del interior del edificio hasta donde alcanzaba la claridad que penetraba por la entrada. Se veían dos o tres largísimos peldaños, demostrativos de que, allí había habido una gran escalinata, ahora casi toda sepultada por la arena.

Algunos saltaron a tierra.

¡Cuidado! grité. ¡Tengan las armas a punto y los ojos bien abiertos!

¿Crees que también aquí puede haber gusanos, Kabé?

Mas que faisanes, desde luego repuse, y salté al suelo, ayudando luego a descender a May.

Avanzamos, hundiendo los pies en la arena. Subimos los escalones y nos hallamos a nivel del piso del edificio. Entonces vimos algo que nos llenó de sorpresa.

¡No había la menor partícula de arena en el interior!

¡Caramba! exclamó Ratigan, sinceramente asombrado. Parece como si la brigada de barrenderos hubiera quedado con vida para mantener esto limpio.

El profesor tenía razón. Lo lógico era que la arena hubiera penetrado en el interior, cubriendo, si no todo el piso, si buena parte de él. Pero allí no había nada de eso; todo estaba inmaculadamente limpio, brillante, pulidísimo, como el primer día que fueron colocadas las láminas de oro que lo componían y cuyas junturas apenas si eran perceptibles a simple vista.

Pero no; la arena se detenía en el umbral, formando una perfecta línea recta, incluso montones cónicos por un lado y absolutamente lisos por otro. Aquello era un misterio para nosotros.

¡Diablos! masculló el profesor. Esto sí que es raro.

¡Aguarde un momento, Calvin! dije, tras haber hecho funcionar mis circuitos con el máximo voltaje.

¿Qué vas a hacer, Kabé? me preguntó Kay. La atención general quedó centrada en . Inclinándome, tomé un puñado de arena y lo lancé al interior del edificio.

¡La arena no entró!

Resbaló simplemente, como sI hubiera chocado con un muro del más transparente cristal. Se oyeron varias exclamaciones de asombro.

Me da la sensación de que hay una barrera deflectora que impide el paso de la arena dije.

¿Con qué objeto? murmuró Ratigan.

Está bien claro. Preservar el interior de este edificio.

¿Para qué? ahora fue May la preguntona.

Sencillamente, para que alguien viniese un día y lo pudiera hallar en perfecto estado.

¿Eh? ¿Cómo?

Que entrando ahí dentro podremos desvelar el misterio de Aurus.

Pero nos lo impide la barrera que evita la entrada de arena, Kabé.

Será cosa de verlo dije, y de un salto pasé al otro lado.

Ratigan me imitó, estremeciéndose.

¡Demonios! ¡Vaya un cosquilleo!

Seguramente la influencia eléctrica de la barrera deflectora, profesor dije. Yo, por mi condición de «robot», estoy exento de esa clase de sensaciones.

A ti, ni un ciclotrón te conmueve masculló Ratigan, muy ofendido al parecer.

Los demás, lanzando algunos gritos de sorpresa o de susto, pasaron al otro lado.

Se siente comentó Maylo mismo que cuando tocamos, inadvertidamente, el conductor eléctrico de una lámpara corriente, a ciento veinticinco voltios.

Es suficiente para la arena observé. Fíjese en el suelo profesor.

El oro del pavimento estaba cubierto, en algunos trozos, escaqueados según un orden regular, de numerosos grabados de una escritura similar a la que habíamos visto en el basamento de la famosa estatuilla.

Esto debe ser la historia de Aurus dije, o, por lo menos, la de la ciudad en que nos hallamos. ¿Lo entiende usted, May?

La chica pareció concentrarse.

Si, pero necesitaría algo de tiempo.

Bueno exclamó chancero el profesor ; eso es lo que aquí nos sobra.

De todas formas proseguí, obtendremos fotografías de todas las planchas grabadas, con lo cual May podrá hacer su labor con mayor comodidad. Así...

¡Vengan, dense prisa!

Era Skobic, el «marine», al cual apenas si se le podía ver, sumido en la penumbra del interior del edificio. Los humanos respiraron aliviados al ver que no le había ocurrido nada.

Pero el muchacho tenía motivos sobrados para asombrarse. Había algo allí, en el centro, que nos dejó a todos sin habla.

Para verlo mejor, di una orden.

¡Luz!

Alguien sacó una antorcha eléctrica. Aquella cosa quedó brillantemente iluminada.

Nos acercamos a ella, llenos de curiosidad y con infinito respeto.

Era un sarcófago de oro purísimo, lleno de bajorrelieves de una singular belleza, en el cual había una mujer, de excepcional hermosura.

Parecía dormida, salvo la quietud de su seno.

Los colores de su bellísimo rostro estaban tan vivos como el día en que fue depositado en aquel lugar y sus vestiduras no habían sufrido absolutamente nada. Cualquiera habría dicho que acababan de salir del telar. Naturalmente, a ello había coadyuvado la cápsula de vidrio que envolvía totalmente el sarcófago, preservándolo herméticamente de nocivos elementos extraños. Me dio la sensación de que, de un momento a otro, iba a despertarse.

¡Es hermosísima! comentó sinceramente Ratigan.

Vi un súbito chispazo de irritación en los ojos de May, prontamente apagado.

Hanson fue mucho más gráfico. Silbó profundamente.

Y May lanzó un grito.

¡Es ella, Calvin! ¡Kabé, es ella! ¡La misma! ¡Oh, ahora la reconozco! Pero, ¿es que no lo ven ustedes? ¡La mujer de la estatuilla!

Acerqué mis narices hasta que tocaron el vidrio que aislaba la belleza de nuestro contacto. Me di cuenta de que May tenía esta vez toda la razón del mundo.

Pues es verdad dije con voz apagada.

—¿Está viva? preguntó el sargento.

Ratigan se acarició la mandíbula.

Eso es algo que me gustaría saber —dijo, pero no me atrevo.

No se atreve, ¿a qué, profesor?

A levantar la envoltura de vidrio, Kabé. He conocido casos de momias que soportaron impunemente una estancia de varios miles de años en su tumba; pero que al contacto con el aire se deshicieron en polvo instantáneamente.

Tiene razón, Calvin dijo May, tomándole del brazo, sin darse cuenta. ¡Es tan hermosa! ¿Quién sabe si no nos ha estado aguardando aquí durante miles de años?

Ratigan soltó un gruñido.

Daría mi brazo derecho por reventar la tapa de cristal, pero no me atrevo, no me atrevo. Me parece que sería una profanación.

¿Entonces... la dejaremos aquí, profesor? dijo el sargento.

Todos teníamos la vista clavada en la bellísima desconocida.

Ratigan nos consultó a May y a mi con la vista.

Suspiró y dijo;

Si.

De todas formas se encogió Hanson de hombros, lo que sobra es oro. Hay para hacernos ricos a todos de sobra.

Entonces ocurrió algo extraño. Para ver mejor la faz de la muerta, Skobic dio la vuelta al sarcófago, y de pronto cayó al suelo. Se incorporó, no obstante, en seguida. Se oyó ruido de vidrios rotos.

¡Diablos! ¿Qué es esto? exclamó.

Corrí hacia el «marine». Vi que había tropezado en un saliente del pavimento, muy cerca de la cabecera del sarcófago, y al tropezar había roto la tapa de vidrio que lo cubría, dejando ver en él una serie de botones y pulsadores de distintos colores.

Éste debe ser el secreto que permite abrir la tumba dijo el profesor, muy excitado. El arqueólogo surgió a la superficie.

Pero no lo hará, ¿verdad?

Nos miramos fijamente. Su pecho se hinchó poderosamente, como bajo el influjo de emociones de distinto signo. Al fin, y con gran pesar, movió la cabeza.

No, no lo haré, Kabé. Por el contrario, trataremos de tapar esa caja de controles, de modo que nadie vuelva a tocarla jamás.

May le miró con los ojos brillantes por la emoción.

Es la mejor cosa que ha podido decir, Calvin y sus labios me parecieron más rojos que nunca.

Ratigan sonrió embobado.

Hanson le dio una tremenda palmada en la espalda.

¡No se queje, profesor! No sé cuál de las dos y movió la cabeza en dirección al áureo sarcófago, es más guapa, pero en todo caso, la doctora Spencer es de carne y hueso. ¡Y de la Tierra, además!

Todos reímos la salida del sargento, pero entonces ocurrió un hecho totalmente imprevisto.

Alguien sacó tabaco y repartió cigarrillos. Hanson metió mano a uno de sus bolsillos y extrajo el encendedor. Se le cayó.

Hubiera sido un hecho nimio, sin trascendencia, de no haber caído sobre la caja de controles. Botó y rebotó un par de veces, golpeando los pulsadores, antes de saltar fuera era un encendedor tipo perpetuo, muy pesado.

Hanson se agachó a recogerlo, pero al levantarse se olvidó de encender el cigarrillo que le pendía de sus labios. Su dedo índice señaló hacia la entrada, de modo harto vacilante.

¡La puerta se cierra! aulló.

Con gran rapidez, dos pesadísimas hojas metálicas, ocupando cada una la mitad del espacio de la entrada fueron a encontrarse, chocando con sordo ruido, que hizo retemblar fuertemente el edificio. No nos dio tiempo ni a dar un paso para evitar la catástrofe.

A no ser por la antorcha eléctrica, la oscuridad hubiera sido total dentro del colosal edificio. Pero muy pronto empezaron a disiparse aquellas espesas tinieblas.

El oro del interior empezó a fosforescer, suavemente al principio, con más fuerza después, hasta iluminar brillantemente todo cuanto nos rodeaba.

May lanzó una exclamación.

¡Ahora lo comprendo! Este metal sólo luce cuando no hay luz diurna que ejerza influencia sobre él.

Exacto agregue; y el cierre hermético de la entrada impide la entrada del menor rayo de luz del exterior.

Pero estamos apañados aquí dentro, encerrados masculló el sargento. Los víveres están en los orugas.

Bueno me encogí de hombros, para abrir la puerta, sólo necesitamos oprimir un timbre de ésos.

Desde luego aprobó May; pero ¿cuál? Porque el encendedor golpeó uno o dos de ellos antes de quedarse quieto.

Me mordí los labios, buscando la solución. Luego miré al profesor.

—No habrá más remedio que arriesgarse, Calvin.

El aludido asintió, sudando copiosamente.

Sí, Kabé. No podemos permanecer indefinidamente aquí.

—¡Un momento! exclamó May . Opino que sería muy interesante buscar una salida de emergencia antes de tocar nada, ¿no les parece?

Alguien soltó una irónica risita.

¿Una puerta? bufó Hanson despectivo. Mire esas paredes. No hay una grieta lo suficientemente ancha para meter entre medio una hojilla de afeitar.

No discutamos más exclamé. Vamos a probar nuestra suerte.

Todaa estaba inclinado sobre la cajita de controles, cuando alguien lanzó un alarido que no es exageración puso todos mis pelos artificiales de punta.

¡Se despierta! ¡Está despertándose! ¡No está muerta!

La primera impresión que reflejaron los rostros de los humanos fue de pavor, más que de miedo, ante un hecho que no tenía explicación lógica y que, estoy seguro, trajo a la imaginación de más de uno antiguas leyendas de vampiros y momias resucitadas.

Mis válvulas rechinaron estruendosamente dentro de mi metálico interior. Fuera el que fuera el autor del grito, tenía toda la razón del mundo.

La mujer del sarcófago había abierto sus ojos y se estaba sentando dentro de su lujoso lecho de muerte.

El silencio se hizo dueño absoluto de todos nosotros.

 

 

CAPÍTULO IX

 

Si ya el cierre de la puerta había constituido una gran sorpresa para nosotros, el ver que la hermosa desconocida volvía a la vida, nos dejó sin habla. Porque no había la menor duda; la belleza aquella estaba viva y bien viva. Podía verse el brillo de sus ojos y la agitación de su seno al respirar. Nos contempló asombrada unos momentos, aun antes de que nosotros saliéramos de la estupefacción en que habíamos caído. Nos tenía admirados.

Debió ver en nosotros pacíficas intenciones, porque nos sonrió de una manera particularmente encantadora. Luego apoyó su mano en el borde del sarcófago y oprimió un pequeño saliente que en él había.

La cubierta de vidrio se deslizó a ambos lados, partiéndose en dos y sumiéndose en el suelo. El áureo lecho quedó libre.

Fui el primero en reaccionar. Me acerqué y la ayudé a descender al suelo, cosa que hizo con suprema gracia y elegancia. Sus espesas pestañas aletearon en señal de reconocimiento.

Admiramos todos la pureza de sus líneas, así como lo elevado de su estatura, lo cual nos indicó que pertenecía a una raza noble, no contaminada por impuras mezclas de sangre. Abrió los rojos labios, dejando ver una doble hilera de perfectísimos dientes.

Su voz estaba en todo de acuerdo con su soberana hermosura. Era de ricos y cálidos tonos, llenos de sonoras caricias.

¿Quién sois vosotros? inquirió.

Tardé un poco en darme cuenta de que, aunque oía sus palabras, pronunciadas en un idioma completamente distinto al nuestro, las entendía perfectamente. Lo mismo ocurrió luego con mis compañeros, y mas tarde sabríamos que la raza a la cual pertenecía la mujer, muchacha estaría mejor dicho, a juzgar por su temprana edad, había desarrollado en sumo grado sus poderes telepáticos. Tanto, que conseguía influenciar mis circuitos de raciocinio.

Me llamo Kabé, y éstos son mis compañeros contesté, presentándolos uno por uno.

Ella saludó con graciosos movimientos de su linda cabeza.

¿Y, tú, cómo te llamas? preguntó May.

Krisis contestó.

¡Repámpano! exclamó a la sazón el sargento, Me gusta el nombrecito. Y la propietaria mucho más, por descontado.

Ratigan frunció el ceño.

¡Hanson, por favor!

Pero Krisis agitó una mano.

Déjalo, Calvin murmuró—. Te llamas Mark, ¿verdad?

Tú lo has dicho, precio... perdón, Krisis enrojeció Hanson como un colegial.

Ella le palpó suavemente el robusto brazo. Krisis era alta, pero el fornido sargento la pasaba en veinte centímetros al menos. Su aspecto exterior podía ser rudo, pero, evidentemente, era un tipo atractivo para las mujeres, se entiende.

Eres alto... fuerte... robusto... susurró Krisis, acariciándole el espeso cabello . Y tu pelo es de oro... No hay duda de que eres tú, Marky pronunció el nombre del sargento con un indescriptible acento de suavidad.

Pero, bueno, refunfuñó Ratigan, ¿puede saberse quién eres?

La muchacha se volvió, irguiéndose majestuosamente.

¡Soy Krisis, la reina de este mundo! Cuando vimos que estaba próximo a ser destruido, mis fieles servidores me encerraron aquí, con objeto de que se cumpliese la profecía.

No pudimos evitar una expresión de pasmo en nuestros rostros.

¿A qué profecía te refieres? inquirí.

Este planeta tenía que ser destruido por una cruenta guerra que lo asolaría todo. Pero nuestra raza debía ser salvada y yo debía ser el instrumento de dicha salvación.

Miré de reojo a Hanson. Krisis continuó: tenía que venir un hombre, procedente de las estrellas, a sacarme del sueño en que fui sumida hace miles de años. Y ese hombre añadió, mirando cariciosamente a Hanson, ha llegado ya. Mark, tú compartirás conmigo el trono de Aurus.

El sargento enrojeció.

Yo... rey de... Aurus... Pero, pero...

Ratigan arrojó un jarro de agua fría sobre las ilusiones de Hanson.

Rey de un mundo muerto masculló. Bueno, no tan muerto; hay unos gusanos que...

¡Calvin! gritó May. Por favor, no nos los recuerdes.

Krisis nos miró extrañada.

¿A qué animales os referís? Y cuando se lo hube explicado, meditó unos segundos antes de continuar: Seguramente habrán nacido como consecuencia del abandono en que quedó Aurus tras la guerra.

Es muy posible dije. Si esa guerra fue a base de explosivos nucleares, la radiactividad hizo entonces de las suyas. Y esos gusanos, que primitivamente habrían cabido en la palma de la mano, son ahora infernalmente grandes.

Krisis me miró con admiración.

Razonas admirablemente, Kabé dijo. Sin duda, debes ser tú el jefe de todos vosotros, ¿no?

Me incliné profundamente.

Nada de eso, majestad repuse, dándole el tratamiento adecuado. Por el contrario, ocupo el último lugar entre todos los seres que estás viendo.

¿Cómo es posible tal cosa?

Sencillamente, porque soy un «robot». Una máquina, para decirlo con más claridad. Mi aspecto engaña, majestad.

Los ojos ele Krisis se dilataron enormemente. No se convenció de cuanto le decía hasta que me examinó con la mayor atención y ni aun así me habría creído, de no enseñarle un poco el interior de mi cuerpo. Entonces, retrocedió asustada, refugiándose en los fuertes brazos de Hanson, quien por cierto, la acogió con gran complacencia.

Vuestra raza ha debido de alcanzar sin duda un elevadísimo grado de civilización dijo pálida.

Así es, majestad repuse. Y son hombres como éstos los que me construyeron.

¡Una máquina que habla... y razona...! ¿Qué maravillas me aguardan?

Muchas que aún no te imaginas tan siquiera, preciosa dijo Hanson, todo ufano.

Entonces le tocó el turno a Ratigan.

Está bien; y puesto que ya sabemos todos quiénes somos, ¿cómo nos las vamos a arreglar para salir de aquí?

Es cierto dijo May. No podemos estar aquí toda la vida.

Krisis sonrió levemente.

Sin duda tocasteis inadvertidamente alguno de los controles de cierre. Yo lo arreglaré.

Krisis se volvió hacia la cabecera del sarcófago.

Hanson y yo la seguimos.

Pues vuestra civilización también debía de estar adelantadísima exclamé. No creo a los terrestres capaces de construir un mecanismo que pueda funcionar unos cuantos miles de años más tarde.

Todo es cuestión de habilidad sonrió, apretando uno de los pulsadores.

La puerta empezó a abrirse.

Instantáneamente, y confirmando mis anteriores suposiciones, la luz metálica desapareció, dejando paso a la del día. Respirando hondo, echamos todos a andar hacia la puerta.

Hanson soltó una carcajada.

¿De qué te ríes, Mark? preguntó Krisis.

De nada preciosa. Estaba pensando en que para ser una mujer con un montón de siglos a la espalda, estás magníficamente conservada.

Prefiero lo natural refunfuñó Ratigan. May le dedicó una encantadora sonrisa.

Gracias, Calvin dijo.

Tendremos que darte de comer exclamó Hanson. Has pasado mucho tiempo a dieta y aunque para vosotras las mujeres, es cosa buena, pues os ayuda a conservar la línea, considero excesivo...

La verborrea del sargento quedó cortada por una súbita exclamación de Skobic, que iba en cabeza.

¡Los orugas! ¡No están; han desaparecido!

¡Por los clavos de Cristo! exclamó Ratigan.

Todos corrimos hacia la puerta, quedándonos mudos de asombro al no ver a nuestros carruajes en el lugar en que los habíamos dejado horas antes. Estaban, si, las señales de las cadenas, pero se perdían en uno de los extremos de la gran plaza que se abría ante nosotros.

¿Habrán sido los gusanos? murmuré, aun a sabiendas de que profería una barbaridad. Pero casi al instante tuve la respuesta.

Se oyó una voz estentórea, vibrante, dando una orden categórica, imperativa.

¡Quietos todos ahí, sin mover un dedo, si no queréis que os abrasemos!

Mis circuitos chirriaron de asombro al ver el inusitado espectáculo que constituía un nutrido pelotón de hombres, avanzando, armados hasta los dientes, hacia nosotros. Formaban un amplio semicírculo, cuyo centro era el lugar en que nos hallábamos.

Ratigan soltó una exclamación. Hanson parecía a punto de estallar.

Traté de contenerles.

¡Calma, muchachos! No nos conviene cometer una tontería que acaso pudiera traernos consecuencias irreparables. Dejémosles que enseñen el plumero.

¿Más aún de lo que se les ve, Kabé? rezongó el profesor.

¿Quiénes son ésos? ¿Por qué nos amenazan? inquirió Krisis, naturalmente, doblemente asombrada que nosotros.

Luego te lo explicaré todo, nena contestó Hanson. Ahora..., esperemos.

A mí no me causó la menor sorpresa ver al frente de los instrumentos a Willets, el otro copiloto. Alguno de los que habían sobrevivido a la pelea habida a bordo de la astronave, tenía que ser cómplice de Karanian y los «robots».

Pero en cambio si que me dejó frío el sistema de raciocinio la presencia de na persona que suponía a cuarenta millones de kilómetros de distancia.

Thomas N. López, el vicepresidente del Mando Central Robótico, estaba allí, con una pistola fotónica en una mano y un látigo neurónico en la otra. Sonreía con una perversidad de la cual mis válvulas no le habrían creído capaz.

¡Vaya! exclamó. De modo que aquÍ tenemos a nuestros buenos amigos, ¿eh? ¿Qué tal, doctora Spencer? ¿Profesor? ¡Kabé, mal rayo te parta!

Gracias, jefe me incliné.

¡Silencio! estalló López. Tú eres un «robot» y no debes hablar si yo no te lo autorizo, ¿entiendes?

Pero yo no lo soy se adelantó Ratigan. Señor López, ¿qué es lo que pretenden ustedes de nosotros?

De nuevo volvió a flotar en el rostro de nuestro enemigo aquella sonrisa de siniestra satisfacción.

¿Qué es lo que buscamos? repitió como un eco. ¿Aún no lo saben?

Extendió la mana, trazando un amplio circulo y dijo:

Pero si está a la vista, profesor.

El oro, López.

Exactamente, profesor. Hay aquí oro, mucho oro murmuró, frotándose avariciosamente las manos y todo esto nos hará millonarios.

¿Están seguros de que podrán llevárselo?

López volvió a sonreír una vez más.

¿Cómo no? Lo difícil era llegar hasta aquí, y gracias a la estatuilla que sustrajimos del domicilio de la doctora Spencer lo hemos conseguido. Guardaremos el secreto y podremos volver aquí siempre que lo necesitemos.

Luego entonces... ¡nos han seguido! exclamó May abatidísima.

Precisamente, rd querida doctora. Y además estuvimos enterados en todo momento de las incidencias ocurridas a bordo de su nave, gracias a los hombres que llevaba allí. Confieso que la intervención de ese puerco «ése puerco» era yo, estuvo a punto de echarlo todo a rodar. Para mis planes convenía más que Karanian y los suyos se hubieran apoderado de la nave en pleno espacio, pero falló. De todas formas, no nos podemos quejar.

Es usted un criminal reclamado, López exclamó May, sin poderse contener.

Palabras, palabras... Eso no me ha molestado nunca. Willets, desármenlos. Abrasad al primero que se oponga.

May suspiró.

Afortunadamente, están deslindados ya los campos dijo. López, ¿qué piensa hacer después con nosotros?

El aludido enarcó interrogativamente una ceja medio pelada.

¿Usted qué cree? Abandonarlos aquí, naturalmente. Cuando hayamos atiborrado de oro las dos naves, nos largaremos y... Bien, ¿es que no se lo imaginan?

May se estremeció.

Es horrible, horrible... Un planeta muerto, sin vida...

Hay unos preciosos gusanos, ¿verdad? rió siniestramente López. No está tan desierto este mundo, doctora, Les aseguro que tendrán en qué entretenerse.

May apretó los labios, conteniendo a Ratigan que quería arrojarse, pese a todo, sobre López. Entonces intervino Krisis.

¿Quienes son éstos? ¿Por qué quieren hacernos daño? interrogó.

Pues... empezó a decir May. Pero López se anticipó.

¿De dónde han sacado ese monumento? No viajaba con ustedes a bordo de la nave.

¡Eso a usted no le importa! estalló Hanson, y al momento, cayó al suelo retorciéndose. El criminal le había asestado un golpe con el látigo neurónico.

Krisis gritó, arrojándose sobre él, y tratando de calmarlo. Ratigan cubrió de insultos a López, pero éste no hizo el menor caso. Contempló fríamente cómo nos despojaban de nuestras armas y al concluir, me miró de un modo que heló la grasa en mis metálicas articulaciones.

Kabé dijo secamente.

Diga, señor López.

Eres un «robot» muy peligroso. Te voy a destruir.

May lanzó un grito.

¡No, no! ¡Por favor, por lo que más quiera!

¡Cállese! tronó López. Aquí el que da las órdenes soy yo, ¿me has entendido? Kabé, acércate.

Soy un «robot», construido por seres humanos y es a los seres humanos, a los que tengo que hacer caso. Sabía que López me iba a destruir, pero no podía hacer nada. Tenía que cumplir con mi primera y más fundamental obligación como máquina: obedecer.

El gesto de López se hizo más perverso que nunca al levantar su pistola fotónica.

 

 

CAPÍTULO X

 

De pronto estalló un fuerte griterío desviando momentáneamente la atención de López. El alboroto procedía del interior del edificio donde había estado durmiendo Krisis durante miles de años.

López frunció el ceño.

Era evidente que sus hombres se habían vuelto locos al ver tantas riquezas allí amontonadas a la libre disposición de quien quisiera tomarlas.

Bajó la mano armada haciendo una mueca.

Tengo tiempo de destruirte. Kabé dijo. Entretanto, te ordeno que no hagas nada sin mi permiso. ¡Willets!

El copiloto era uno de los pocos que habían conservado el sentido común. Avanzó un paso.

Meta a toda esta gente en un lugar seguro y destaque un par de hombres que los vigilen concienzudamente. Queme vivo al primero que se mueva, ¿me ha entendido?

Bien, señor López. ¡Vamos, vosotros, andando! Me di cuenta, de que, tanto Willets como los dos hombres que nos escoltaban, obedecían de malísima gana y que sólo el temor a que May y los suyos yo estaba K.O. a causa de las órdenes de López se sublevaran si los dejaban sin vigilancia, les impedía unirse a la turbamulta que aullaba, enloquecida, en el interior del templo.

Willets buscó una casa mejor conservada que las demás, en la cual los desprendimientos ruinosos habían dejado únicamente una puerta de entrada, y nos hizo pasar al. Él y sus dos hombres, dos tipos mal encarados, se quedaron por la parte de afuera, arrojando aprensivas miradas hacia el lugar donde sus compañeros estaban celebrando su áurea orgía.

Te van a destrozar el sarcófago, nena dijo Hanson, y Krisis se encogió de hombros.

Lo que me interesa es salvar la vida de todos repuso.

Eso va a ser cosa difícil murmuró May.

¿Por qué?

Una vez que hayan llenado de oro sus naves, se largarán de aquí dejándonos abandonados a nuestra suerte. Y ésta, después de lo que hemos visto, no será muy agradable que digamos.

Ratigan se acercó a May, tomándola protectoramente con un brazo por los hombros. Ella alzó sus ojos con una luz no vista hasta entonces, pero de cuyo significado no podía dudarse. Me alegré por ellos, ¡caramba!

Un terrible griterío estalló entonces. Instintivamente nos acercamos todos a la puerta. Un pelotón de humanos salió fuera, algunos de ellos pesadamente cargados con grandes planchas de oro.

¡Bestias! ¡Salvajes! murmuró el profesor.

López habló agitadamente, echándoles una severa filípica. Alguien se le rió en sus barbas y entonces, el jefe de aquella banda de forajidos sacó su látigo neurónico. Derribó al insolente por tierra, en medio de horribles convulsiones.

Ciego de cólera, siguió golpeándolo, hasta reducirlo a un montón de carne lleno de terribles espasmos. Si aquel infeliz sobrevivía; lo haría convertido en un idiota de por vida.

Ésta es la respuesta que doy yo a los lenguaraces y atrevidos aulló López. ¡Idiotas! Hay en este planeta más oro del que podéis gastar, derrochándolo, en toda vuestra cochina vida, y, en lugar de hacer los preparativos para amontonarlo, os dedicáis estúpidamente a pelearas entre vosotros por la posesión de un poco de metal. ¡Imbéciles! ¡Willets!

El copiloto corrió hacia su jefe. Éste le dio órdenes.

El tiempo empezó a pasar. Además de nuestros dos orugas, trajeron máquinas y herramientas, con las cuales comenzaron a sacar grandes planchas de oro, partidas luego en fragmentos regulares de aproximadamente el mismo tamaño, con unas grandes cizallas de durísimo acero, todo ello con el fin de facilitar la estiba del metal en las naves. Cuando tenían formado un buen montón, lo cargaban en uno de los orugas y éste salía pitando, sin duda en dirección a uno de los aparatos, los cuales no pedíamos ver desde donde estábamos.

Un día dos, tres, cuatro, transcurrieron, antes de que pareciera ceder la sed de oro de los forajidos. Y nosotros continuábamos allí, fuertemente vigilados, sin que la atención de los centinelas hubiera decaído un solo instante.

Deberíamos hacer algo por evadirnos de aquí murmuró Ratigan, rompiendo un largo lapso de silencio. Está ya muy cerca el momento en que estos bandidos se den por satisfechos y entonces...

Kabé podría ayudamos sugirió May.

Pero yo moví la cabeza.

Lo siento dije. López me ha prohibido hacer nada en contra suya.

Pero él es un criminal, Kabé. Tú...

Mis bobinas nemotécnicas me impiden hacer daño a ningún hombre, May, bien lo sabe usted. Y yo no puedo ir contra de las órdenes del vicepresidente del Mando Central Robótico.

May se plantó en jarras frente a .

¿Qué clase de Ley Robótica es esa que os obliga a obedecer a los criminales en contra de las personas decentes? Kabé, ¿te das cuenta de que no ayudándonos es a nosotros a quienes haces daño?

Lo sé, pero no puedo hacer otra cosa.

¡Tú y tus malditas bobinas! estalló el profesor, lívido de ira.

Lo miré compasivamente.

Profesor, yo no tengo la culpa de ser una máquina. Es una perra vida la nuestra, compréndalo. Casi todos los apetitos y deseos de los humanos, con la mayoría de sus desventajas, pero sin ningún beneficio a favor nuestro. El que nos inventó flaco favor nos hizo, créame.

Pero debe de haber algún medio, Kabé insistió May. Piensa, fuerza tus circuitos.

El único remedio positivo que cabe es que López altere sus órdenes. Además, aunque así fuera, ¿habría yo de enzarzarme en una lucha cuerpo a cuerpo con uno de sus forajidos? ¿Podría yo disparar una pistola fotónica contra ellos? Por muy malos que sean, son siempre humanos, mientras que yo soy un «robot». No agregué meneando la cabeza, la ley robótica está bien hecha. Son más, infinitamente más, las personas decentes que los bandidos, y aunque fuera para defender a la sociedad, si un «robot» atacara a uno de éstos, podría llegar el momento en que sus circuitos se alteraran y no distinguir ya entre unos y otros. Y eso, convénganlo conmigo, sería terrible.

Entonces, os destruiríamos dijo implacable Ratigan.

Por supuesto. Pero, ¿qué terribles perjuicios no sufriría la sociedad terrestre? Estáis acostumbrados ya a nosotros, a que os hagamos la mayoría de los trabajos y cada uno de los humanos os sentiríais entonces como faltos de una pierna o de un brazo. No, no puedo ir contra los bandidos.

Pero los ojos de May brillaron súbitamente, al menos puedes ayudarnos y sugerirnos alguna idea. Kabé.

Me permití una desdeñosa sonrisa.

¿Desde cuándo un humano considera que su cerebro es inferior al de un «robot»?

Kabé dijo ella, sin hacer caso del duro reproche, siempre te hemos considerado como uno de nosotros. Sin tu ayuda, acaso estuviéramos muertos ya. Gracias a ti...

Gracias a mí y a mis bobinas memorísticas, están todos aquí dije, conectando el circuito de la amargura.

Es cierto, Kabé; pero también no es menos cierto que si vivimos es gracias a tu inapreciable ayuda. Sin ir más lejos, el descubrimiento de la conspiración a bordo de la astronave...

La miré con una sonrisa.

Si yo fuera humano, el profesor no se la llevaba a usted, May. No sabrá apreciar nunca en su justo valor la joya que es usted.

¡Que te crees tú eso! refunfuñó el aludido. May sonrió.

Kabé, déjate de elogios. Piensa algo.

De acuerdo suspiré. Haré algo, pero con una condición.

Aceptada exclamó May, entusiasmada.

Han de prometerme solemnemente agregué lo que voy a pedirles.

May alzó su mano, como si estuviese jurando ante un tribunal. prometido, Kabé.

No se eche luego atrás, ¿eh?

Te he dado mi palabra, Kabé, y la cumpliré.

Está bien. Voy a romper mi ley, pero cuando hayamos terminado, si logramos triunfar, ustedes me destruirán.

May palideció, dando un pasé atrás.

¡No, eso no, Kabé!

Entonces dije, lo siento. No puedo hacer nada. Pero, si les ayudo, tengo que atacar a los bandidos, y éstos son humanos. Y todo «robot» que ataca a un humano fíjense bien, no hay excepción de ninguna clase debe ser destruido irremisiblemente, sea cual fuere la causa que provocó el ataque.

May se pasó la lengua por los labios. Consultó con la mirada a Ratigan. Éste vaciló.

¡Ea! dije chancero . No soy más que una máquina, y como yo las encontrarán a cientos allá en la Tierra cuando regresen. Voy a empezar, pero no se olviden de su promesa.

Vi brillar una lágrima en los ojos de la rubia.

—Kabé dijo May, merecerías ser humano.

Me incliné profundamente.

Ese contesté es el mejor elogio que me han hecho desde que salí de la fábrica. Bueno, allá va.

Volviéndole la espalda, caminé hacia la puerta.

Mis circuitos se recalentaron al máximo. Estaban en contradicción unos con otros, y hubo instante en que llegué a temer un violento cortocircuito o una explosión repentina en la diminuta pila atómica que me daba vida. Me detuve un par de veces. Vacilante, pero al fin a costa de una tremenda elevación de la temperatura interna de mi maquinaria, logré llegar cerca del umbral.

Alcé la voz.

¡Eh, tú! llamé.

Uno de los centinelas se asomó. Frunció el ceño al verme.

¡Fuera de ahí, «robot»!

Acércate, hombre. Quiero hablarte.

El pandillero movió la cabeza, al mismo tiempo que me encañonaba con su pistola.

Si das un paso más, maldita máquina, te convierto en un montón de chatarra. ¡Atrás o hago fuego!

Pero, en lugar de obedecer, di un paso hacia adelante. Noté detrás de los rostros tensos de mis compañeros.

El forajido apretó nerviosamente la mano.

¡Atrás, he dicho!

Me detuve. Mis circuitos me impulsaban irresistiblemente a la obediencia, aun sabiendo que ésta podía ser fatal para May y los suyos. Me sumergí, durante unos segundos, en un mar de horribles contradicciones. Noté que mis circuitos estaban tremendamente recalentados, y por un momento deseé su estallido.

Pero de aquellas dudas me sacó inesperadamente una piedra.

¿Una piedra he dicho?

Si, exactamente. Skobic, el pequeño y joven Skobic, obró valientemente, sin temor a las consecuencias. La piedra voló por los aires, impulsada con terrible violencia, e impactó duramente en la frente del bandido, haciéndola crujir siniestramente.

¡Toma, canalla! gritó el muchacho. Entonces Ratigan saltó hacia adelante.

El bandido cayó sin pronunciar un solo grito, con la frente abierta por la piedra. El profesor se apoderó de la pistola, justo en el momento en que el otro centinela, alarmado, asomaba la cabeza.

May gritó imprudentemente. El forajido alargó su mano armada, pero la del profesor fue más rápida. Y además lo hizo bien.

En lugar de apretar el gatillo, golpeó la sien de su enemigo con el cañón de la pistola. Hanson, que había volado en su ayuda, lo metió en el interior, habiéndolo tomado en sus brazos, aun antes de que cayera al suelo. .

¡Rápido! dije. Escóndanlo tras un montón de arena.

Varios pares de manos me obedecieron frenéticamente, después de que dos látigos neurónicos hubieron pasado a poder de otros tantos humanos. Me asomé a la puerta.

Los bandidos estaban atareadísimos desmontando el oro del edificio. Las cizallas trabajaban a toda presión y los orugas hacían frecuentísimos viajes a las astronaves. Era evidente que no tardarían mucho en dar por concluida su tarea.

El golpe de mano había sido dado con tanta fortuna, que ninguno de los forajidos había tenido tiempo de enterarse de nada. Aliviado, noté que la temperatura interna de mis válvulas había descendido notablemente. Si ahora los humanos eran capaces de apañárselas...

Ratigan y Hanson dirigieron la operación. Tenían que tomarlos por sorpresa y lo consiguieron.

El sargento levantó una mano, apuntando con infinito cuidado. Había un hombre manejando una pequeña grúa, la cual alzaba en aquellos momentos un grupo de pesadas planchas de acero. Se vio un chispazo de luz.

El operario de la grúa desapareció en medio de un deslumbrante fogonazo. El paquete de planchas cayó.

Aplastó a un par de hombres, cuyos chillidos de angustia fueron apagados bien pronto por la muerte que acudió a ellos compasiva.

Ratigan y Hanson echaron a correr hacía los orugas. Uno de los conductores se puso en pie. Pero el profesor se anticipó fulminándolo. Skobic se hizo cargo del mando del vehiculo, poniéndolo en marcha.

Los orugas levantaron una verdadera polvareda al arrancar con terrible fuerza. El vehiculo lanzó un prolongado bramido.

La alarma había estado ya dada. Un numeroso golpe de gente salía del edificio, tratando de averiguar lo que sucedía. Fuertes descargas de Ratigan y Hanson abrieron ancho claro en las filas.

El otro vehículo, guiado por uno de los pandilleros, se arrojó sobre los dos jefes de la sublevación. Voló hacia ellos, amenazando con aplastarlos.

De súbito se interpuso el que conducía Skobic. Los dos tractores chocaron con terrible estampido, oscilando peligrosamente. Sus respectivos conductores fueron arrojados hacia adelante.

Pero Skobic, que a fin de cuentas, había estado prevenido, fue el primero en reponerse. Saltó sobre el otro tractor, y empezó en una lucha cuerpo a cuerpo con el tipo que lo conducía.

El resultado no podía ser más que uno. La juventud y la fortaleza de Skobic se impusieron, y el joven utilizó además, con terrible eficacia, los métodos de lucha cuerpo a cuerpo, aprendidos en los campos de instrucción de la Infantería de Marina. El forajido volteó por los aires y fue a caer casi exánime a los pies de Larry González, el cual se recreó utilizando despiadadamente su látigo neurónico.

Cogidos de sorpresa los bandidos, fueron eliminados con relativa facilidad. Como es de suponer, aquello no se logró sin bajas y dos o tres de los nuestros desaparecieron convertidos en relámpagos. Pero al fin no quedó más que uno, en cuyo convulso rostro vimos concentrado todo el odio que sentía hacia nosotros.

Dándose ya por perdido, López echó a correr alocadamente por una de las calles laterales adyacentes al templo. Hanson implacablemente, levantó su mano.

Detuve el gesto.

No dije; Hay que apresarlo. Deberá dar cuenta en la Tierra de sus crímenes, ¿comprende?

El sargento apretó los labios y acto seguido echó a correr. Ratigan, yo y unos cuantos, le seguimos.

Gritamos fuertemente, tratando de detenerle, pero todo fue inútil. López dobló una esquina, lo cual me hizo emplear un vocabulario impropio de un «robot». Si conseguía esconderse entre las ruinas, podíamos darlo por perdido. Y yo tenía verdadero empeño en que ningún alto cargo del Mando Central Robótico pudiera hacer con nosotros lo que había hecho aquel supercriminal. Debía ser apresado vivo, costase lo que costase.

Pero no pudimos conseguirlo. Súbitamente sonó un grito horrible.

Todos nos detuvimos un instante, mirándonos espeluznados. Sin embargo, reanudamos la marcha instantáneamente.

Dimos la vuelta a la esquina y lo que vimos erizó el cabello de los humanos. Alguien, y no mujer precisamente, sollozó histéricamente. Aquello era demasiado hasta para los nervios más templados.

López había sido sorprendido y atacado por uno de aquellos enormes gusanos, un gigante dentro de su especie, que mediría al menos ocho metros de longitud por más de dos diámetro. Ya tenía medio cuerpo dentro de las fauces del monstruo, y lo más horrible de todo era que veíamos, a través de aquella repugnante transparencia, las piernas y la mitad del tronco de López agitándose frenéticamente dentro del cuerpo de la fiera. Horribles ronquidos salían de la garganta del criminal.

¡Esto es demasiado! chilló Ratigan, apuntando con su pistola.

El disparo abrió un negruzco orificio en el costado del gusano, el cual se agitó un momento epilépticamente.

Pero siguió devorando a López. Súbitamente, un trozo, el delantero del cuerpo de la bestia, se tiñó de escarlata por dentro, y todos comprendimos lo que ocurría. Mis válvulas chirriaron estrepitosamente. Una bobina se me fundió.

López dejó de moverse cuando todo su cuerpo desapareció en el interior del monstruo. El color rojo empezó a esfumarse y el cuerpo de López, también. Comprendimos que pese a nuestros disparos, los poderosos jugos gástricos de la fiera estaban disolviendo su presa humana.

Afortunadamente aquel horror no duró mucho.

Aumentamos frenéticamente la potencia de nuestras descargas, y pronto el gusano quedó reducido a una repelente masa, hedionda y nauseabunda, de carne negruzca y humeante. Tambaleándonos como borrachos, nos retiramos de aquel lugar de pesadilla.

 

* * *

 

Todo estaba ya dispuesto para la partida. La expedición se dividió en dos partes, con objeto de llevar las dos astronaves a la Tierra. May y Ratigan, con Larry González como piloto, viajaban en una de ellas, con un par de «marines» como auxiliares. Yo, con Hanson, Krisis y el resto, en la otra.

Antes de partir, me acerqué al profesor y a May.

Bueno les dije, celebro que todo haya salido bien.

Gracias a ti, Ka sonrió ella dulcemente, apoyada su hermosa cabeza en el ancho hombro de Ratigan.

Espero su invitación, profesor dije, y luego, agregué suspirando: No sé qué me ocurre, pero alguien infiltró en mis válvulas la afición a los casamientos. Éste ya es el segundo en que intervengo desde que me fabricaron.

Ratigan y May sonrieron.

Por supuesto, tú serás uno de los invitados de honor, Kabé.

Y me parece que el sargento tendrá que hacer algo parecido añadió el profesor.

Tendré que gastarme todas mis ganancias en los regalos dije Bueno, al profesor Crandon y a su esposa, también tendré que obsequiarles.

En lo que a mí respecta dijo May , te cedo toda mi parte. Yo ya tengo todo lo que necesito y miró apasionadamente a Ratigan.

Afortunadamente carezco de riego sanguíneo artificial. De lo contrario, me habría puesto encarnado hasta las orejas. Y, fuera donde fuera, tenía que ver lo mismo, pues Hanson y Krisis se pasaban el día arrullándose.

Los demás se distraían haciendo cálculos acerca de cuánto podía corresponderles de su parte del botín. Por supuesto, cada uno de ellos volvía millonario.

¿Y tú qué harás? me preguntó una vez, durante el viaje de regreso, cuando ya nos acercábamos a los linderos del Sistema Solar, el sargento Hanson.

Me froté la barbilla, en un gesto típicamente humano.

Pues... ¿para qué rayos quiere un «robot» tanto dinero? Lo repartiré todo entre ustedes. Hanson, usted debe compensar a Krisis por la pérdida de su mundo. Ella confiaba en reinar allí al despertar y se lo encontró muerto, deshabitado.

Krisis sonrió.

Eres muy amable Kabé; pero ya tengo cuanto deseo y clavó sus negras pupilas en las del sargento.

Refunfuñé un poco.

Si, claro... Todo el mundo tiene lo que necesita... Unos amor, otros riquezas... y yo...

Bueno, pero, ¿de qué podía quejarme siendo una máquina?

Lo único que quería era llegar cuanto antes a la Tierra. Había un nuevo aceite para engrasar, que debía estar riquísimo. Y yo estaba loco por probarlo.

 

 

FIN

 

 

 

El castigo de Erk

Clark Carrados

 

Ark y Erk eran dos vigilantes siderales.

Ark era ya un veterano de las celestes rutas del Espacio, en tanto que Erk era un novato. En aquella ocasión le correspondía hacer su primer recorrido, llevando a Ark como jefe de pareja.

Emprendieron el camino, levantando con sus pies intensas nubes de polvillo brillantemente iluminado. Durante largo tiempo, un tiempo que no se puede medir con los relojes corrientes, porque para dicha clase de tiempo sólo hay un reloj, caminaron pacíficamente.

De pronto un puntito brillantemente iluminado les salió al paso.

Ark y Erk se acercaron. El primero ya sabía de qué se trataba. El segundo, con gestos que levantaban miríadas de polvo brillante, exclamó:

¡Mira, Ark! ¡Vaya un globo más raro!

Déjalo, Erk no lo toques le recomendó sensatamente su compañero.

Pero Erk no hizo caso. Se le veía muy excitado.

En mi vida he visto nada igual. ¡Fíjate en eso, Ark!

Con la punta del dedo índice, Erk tocó un lugar de aquel globo, que giraba lentamente en la oscuridad del espacio, retirándolo; en seguida vivamente.

¡Caramba! ¡Qué frío está ese trozo tan blanco...!

Ark le reprendió suavemente.

Te dije que no lo tocaras, Erk. Hazme caso, por favor. Míralo todo cuanto quieras, pero no acerques más tu mano a esa esfera.

La esfera en cuestión daba lentas vueltas en torno a si misma, relflejando una luz plateada, con destellos verdeazulados de singular belleza. En el lugar donde la luz desaparecía para dejar paso a la parte no iluminada había un borde rojizo, pero no uniforme, sino con tonalidades que variaban del rojo púrpura, casi violeta, al amarillo anaranjado.

Erk se arrodilló, aproximando más su faz a aquella pelota.

Ark, mira, qué animalitos. ¡Vaya una manera de correr! ¡Cómo se afanan, yendo de un lado para otro!

—Sí, son muy trabajadores. No paran nunca.

Siempre de aquí para allá y de allá para aquí. En cuanto el segmento de esfera en que se hallan sale a la luz, comienzan a moverse y no se detienen hasta que desaparecen por el lado opuesto. Y aun así, se están moviendo en la oscuridad, junto a esas lucecitas que ves tan diminutas, hasta que sólo les falta menos de la mitad de camino para volver de nuevo a la luz.

¿Y qué hacen, Ark?

Oh, pues trabajar y buscar comida, supongo.

Nunca me preocupé de ello.

¡Fíjate, fíjate, Ark! Mira cuántos se han juntado aquí en un momento! ¿Qué hacen?

¿Quién sabe? Acaso estén presenciando una pelea entre dos de ellos. Son muy aficionados a la lucha, Erk.

¿Y mueren en la pelea?

No, por regla general, ya que tratan de que sus luchas sean incruentas. Sin embargo, y a pesar de las prevenciones a veces fallecee uno de los contendientes. Sin embargo, en algún punto de ese globo, que quizá puedas ver fijándote con un poco de atención, verás dos animales luchando hasta que uno de ellos muere, atravesado por el aguijón del otro, el cual, generalmente, tiene un brillante caparazón. A veces, éste es herido o muere; pero estos casos son mucho más infrecuentes.

¡Caramba Ark! Lo que dices me preocupa. Esos bichos deben de ser muy feroces y sanguinarios.

Lo son, Erk, lo son. Generalmente, disimulan sus sentimientos, pero en el fondo de su cuerpo, en donde tienen los órganos sensitivos, anidan repulsivos sentimientos de destrucción y matanza, que se manifiestan con cierta periodicidad. Entonces luchan millones de ellos entre si, y mueren igualmente millones. Unos, por las heridas recibidas en combate; Otros, porque los que están peleando no pueden buscar comida para los no combatientes, quienes mueren precisamente por esa causa: por falta de alimentos.

Pues si que es divertida la vida en ese mundo.

Por nada de estos espacios quisiera que me enviaran ahí como castigo

Si no dejas de tocar esa prominencia, que sobresale más que las demás, te estoy viendo en ese globo, corriendo de un lado a otro sin parar, Erk.

El aludido retiró vivamente la mano. Prosiguió:

¡Mira, Ark, mira! dijo muy excitado, señalando otro lugar de la semibrillante esfera . Se están peleando.

Ark asintió calmosamente.

Exacto. Esa mísera bola ha dado ya varias veces la vuelta en torno al globo de donde recibe la luz y el calor, y en ese punto se siguen matando, en lugar de agradecer al Todopoderoso Dueño del Espacio los beneficios que tan continua como inmerecidamente, están recibiendo.

Erk se enfureció.

Son unos ingratos, Ark Me gustaría darles su merecido.

Y levantando su mano, trató de descargar un golpe contra el globo, pero Ark tuvo la suficiente rapidez para intervenir a tiempo. La mano de Erk rozó apenas la esfera, cuyo giro continuó inmutable, en aquella negra oscuridad, surcada por millones de diminutos puntos luminosos.

Erk le reprendió una vez más, con toda la paciencia de que era posible su compañero, no debieras haber hecho eso. Sin duda habrás causado muchos males a los habitantes de esa esfera, a muchos de ellos sin merecerlo. No todos son malos. Hay muchos buenos, más de los que tú te figuras. Trabajan, se afanan para alimentarse ellos y sus familias, y saben agradecer al Todopoderoso Dueño del Espacio las mercedes que reciben. Quizá tu gesto haya matado alguno de ellos, Erk.

¡Oh, no quise hacerlo, Ark! Fue un movimiento impensado...

Lo supongo, Erk, lo supongo. Pero tu obligación es vigilar el espacio y procurar que los astros que flotan en él cumplan las disposiciones del Señor de Todos los Mundos, sin preocuparte de lo que hagan o dejen de hacer los moradores de dichos mundos. Sólo debes procurar que no choquen entre si y se alteren las leyes de la Celeste Mecánica. Eres aún joven, Erk, y te falta experiencia, llevas poco tiempo en este oficio.

¿Crees que seré castigado por lo que he hecho, Ark?

Mucho me temo que si, pero ignoro cuál será la pena. Ea, no te preocupes, pues ello no conduce a nada. Y ahora, vámonos; habremos de dar cuenta al vigilante jefe de lo ocurrido.

Las dos figuras continuaron su camino, dejando tras sí una luminiscente estela compuesta de billones de minúsculos puntos de luz...

 

* * *

 

Al día siguiente, en la Tierra, los periódicos agotaron todos los tipos de gruesas letras, dando cuenta de catástrofes sin cuento.

Un prematuro deshielo había arrojado espesas bandadas de «icebergs» contra las flotas pesqueras de Terranova y Groenlandia, hundiendo numerosos barcos pacíficamente entregados a las faenas de la pesca, y causando pérdidas gravísimas, por la cantidad, de vidas humanas.

En el Himalaya, unos súbitos temblores de tierra, de una violencia indescriptible, habían causado espantosas catástrofes, sepultando varios pueblos del Nepal, con todos sus moradores, y haciendo, según más tarde comprobarían los topógrafos, que la cumbre del Everest descendiera un par de cientos de metros bajo su nivel habitual.

En Argelia se reanudó la guerra, con una ferocidad inconcebible argelinos y franceses luchaban a muerte, sin dar ni pedir cuartel, con un ensañamiento como jamás se había visto en ninguna de las innumerables guerras porque había pasado la Humanidad desde el principio de la vida en el globo.

Formidables huracanes, con vientos de grandísima fuerza, habían devastado las costas de Florida, en los Estados Unidos, arrasando ciudades enteras en la costa, y causando millares de muertos, en una catástrofe sin precedentes, que había sumido en el luto a la nación entera. Luego, los vientos habían continuado, con una velocidad jamás conocida, atravesando el Pacífico, en el cual dejaron ancho rastro de barcos naufragados, hasta llegar al Japón, en donde igualmente causaron un sinnúmero de catástrofes y desastres.

Los terremotos del Himalaya se habían propagado, subterráneamente hasta llegar al fondo del Mediterráneo, el cual se agitó violentamente en la superficie, a impulsos de los movimientos sísmicos, provocando olas de sesenta y más metros de altura, que devastaron las costas de las naciones ribereñas. Valencia, Barcelona, Marsella, Génova, y muchas ciudades costeras más, se vieron invadidas por las aguas, hasta cientos de metros al interior. Las pérdidas de vidas y las destrucciones sufridas, fueron colosales, y si no se recordaba otra catástrofe que pudiera parecerse con la anterior era, sencillamente porque jamás se había producido nada remotamente semejante en el viejo mar.

 

* * *

 

Y en una habitación de un semiderruido hospital en Tampa (Florida - EE. UU.), un niño pataleante y lloroso, recién asomado a un mundo que parecía a punto de sucumbir, asombró a los médicos y enfermeras con la violencia de sus llantos, que más parecían una protesta por haber venido a este mundo tan lleno de desgracias.

Al fin calló, arrullado por su madre, la cual lo contemplaba con infinito amor, orgullosa del ser que acababa de traer a la Tierra.

Y ese fue el castigo de Erk.

 

 

FIN