CAPÍTULO PRIMERO
El individuo no corría por no llamar la atención, pero su paso era muy vivo, apenas lo justo para no ser una carrera franca. Pero era evidente que tenía miedo.
El miedo de Junius Harper, más conocido por «Manitas» en el inframundo del hampa, hubiera podido escribirse con mayúsculas, tan grande era.
«Manitas» Harper no daba descanso a los músculos de sus piernas, moviéndolas rápida y rítmicamente, en su huida, porque «Manitas» Harper huía de quién le había provocado el miedo.
Harper era un hampón de baja estofa, lleno de innumerables vicios, uno de los cuales no era precisamente la lealtad a sus compañeros de degradación. Diciéndolo en pocas palabras, «Manitas», además de ladrón, carterista, asesino en ocasiones y unas cuantas cosas más, era confidente de la policía.
Ésta no le había podido probar sus asesinatos, por lo que «Manitas» Harper seguía en libertad. Y sus robos eran relativamente tan de escasa cuantía, que sus servicios como soplón se consideraban mucho más valiosos. Por esto se encontraba en la calle, en lugar de vigilar una desmenuzadora de pecblenda en las minas subterráneas de Plutón.
El sudor corría copiosamente por las sienes y las mejillas, hundidas, demacradas, de Harper, empapándole el cuello de la sucia camisa que vestía. Pero el hampón no podía limpiárselo por la sencilla razón de que tenía las manos muy ocupadas. Y muy apretadas contra el pecho. «Manitas» Harper llevaba algo escondido, algo que quería sólo para si, sin repartir con nadie, pero sabía que era muy difícil que pudiera disfrutar de las ganancias de aquel objeto que tan celosamente guardaba.
Abandonando la calle principal, se metió por una transversal, y luego por otras, cada vez más estrechas, sombrías y mal olientes. Harper conocía como nadie aquel dédalo de callejas que constituían un absceso de pus permanentemente abierto en la epidermis de la gran urbe; pero también sabía que sus perseguidores conocían, igual que él, el dédalo de callejones en que trataba vanamente de ocultarse.
Finas gotas de lluvia caían del encapotado cielo, lavando el asfalto. Parecía no tener importancia el aguacero, pero al cabo de poco tiempo las ropas quedaban totalmente empapadas. Sin embargo, Harper no notaba sobre si la humedad que ya le calaba hasta los huesos.
Las gotas de lluvia se confundían, en su ratonil rostro, con las de sudor. Y, a pesar de todo, Harper no soltaba el objeto que llevaba encima, aplastándolo cada vez más contra su pecho, como si aquello constituyera el afán de toda su vida.
A cada paso que daba, las calles eran más estrechas y peor iluminadas. En cierto modo, las grandes urbes no habían variado con el paso de los siglos; continuaban con sus barrios viejos, cargados de historia y de suciedad y en los que circular después de la puesta del sol, requería una dosis de valor poco común, o una natural inclinación al suicidio.
La lengua de Harper asomó, paseándose por sus exangües labios. El corazón batió en su pecho con fuerza. Sus manos se crisparon, enérgicamente, en torno a la cosa que llevaba.
Se detuvo un momento, tratando de insuflar un poco de aire a sus ya fatigados pulmones. Miró en torno suyo, y no vio más que un par de presurosos transeúntes, ansiando llegar cuanto antes a sus casas. El silencio era absoluto, roto únicamente por los ruidos de la gran ciudad que llegaban muy amortiguadas, a aquel lugar.
Recuperado en parte el aliento, Harper reanudó de nuevo la marcha.
Pero apenas lo había hecho, cuando se detuvo, en tanto que de sus labios salían un ronco grito.
Una persona había surgido ante él, de la noche y de la lluvia, como un silencioso fantasma. El negro impermeable que vestía el individuo contribuía aún a aumentar la espectral sensación de Harper.
Éste dio media vuelta y trató de echar a correr, mas otro personaje de idéntico aspecto al anterior le salió al paso. Era de noche y no se podía ver, pero el rostro de conejo de Harper tomó un espantoso tono gris.
Balbució unas inconexas palabras de espanto.
Dio dos pasos hacia su izquierda y un tercer personaje entró en escena. Los ojos del ladrón se dilataron.
—¡No, no! — murmuró, invadido de un miedo cerval—. ¡Yo no...!
Una voz suave cortó sus balbuceos:
—¿Tienes miedo de nosotros, «Manitas»? ¿Por qué, si somos tus amigos?
—Yo no tengo amigos. Vosotros no lo sois míos. ¡Dejadme marchar!
—Claro que te dejaremos marchar, «Manitas».
Pero no sin que antes nos hayas entregado ese objeto que custodias ahí, sobre tu pecho, con tanto celo.
—¡Jamás! ¡Jamás haré lo que decís! ¡Es mío, mío...! —lloriqueó el confidente.
—¿Y quién te dice que no lo sea, «Manitas»? Si nosotros lo queremos, no es para despojarte de él, sino para cuidarlo mejor que tú lo harías, ¿comprendes?
—Yo no comprendo nada. Yo no sé nada. Lo único que quiero es que me dejéis irme en paz.
—Claro que lo haremos, «Manitas» — continuó el otro, con su vez dulce y persuasiva.
Avanzó hacia el hampón y alargó su mano izquierda. Harper retrocedió.
Pero solo dio un paso hacia atrás; su espalda chocó de pronto, contra otro de sus perseguidores. Unas manos le sujetaron fuertemente por ambos brazos.
—¡No, no! Soltadme, no quiero...
El grito de angustia de Harper se transformó súbitamente en un horrendo gorgoteo, cuando la mano del primero pareció acariciarle la garganta. Un caño de sangre brotó al instante de la misma.
Las piernas del ladrón se agitaron espasmódicamente, en las últimas ansias de la agonía. Fríamente, el individuo que le había seccionado la yugular, limpió la sangre del cuchillo en las ropas del moribundo.
Se lo guardó a continuación, y después tomó de las manos de Harper aquel objeto.
—Ya lo puedes soltar, Lowry —dijo.
El montón de trapos en que se había convertido el cuerpo de Harper cayó al suelo.
—¿Lo cogiste?
—¿Lo has conseguido?
—Sí, aquí está. Vámonos.
Los tres asesinos echaron a andar, pero no habían dado media docena de pasos cuando una voz metálica, impersonal, les lanzó una intimación.
—¡Quédense donde están y levanten las manos hasta el cielo!
La calle seguía siendo tan oscura, pero los tres maleantes adivinaron al instante que sus cuerpos eran tan visibles como si estuvieran en pleno día. Media docena de reflectores de rayos infrarrojos los tenían enfocados implacablemente.
—¡Qué diablos...! —estalló uno de ellos, y trató de sacar un arma.
¡Craaak…!
Algo crujió siniestramente en la lluviosa atmósfera. El forajido se desplomó, convulso y pataleante.
—Ésta es nuestra primera y única advertencia. La próxima vez usaremos los látigos neurónicos al máximo.
Los otros dos individuos aún ilesos obedecieron.
Permanecieron inmóviles en el mismo sitio.
Varias sombras surgieron de las tinieblas. Una de ellas tomó, sin resistencia alguna, el objeto que había causado la muerte a «Manitas» Harper. Lo examinó atentamente y luego, satisfecho, lo entregó a uno de sus compañeros.
—Está bien— dijo al cabo—. Llévenlos a Jefatura. Mahoney, usted con ese trasto, vendrá conmigo.
Aquel «trasto» fue pasando de mano en mano hasta que al fin llegó a las de...
* * *
Copia de varios mensajes.
Al profesor Calvin Ratigan:
«Ruégole participe urgencia posible si está dispuesto a formar parte expedición arqueológica estudio civilización tipo terrestre en planetas sistema Alfa Centauro. Sueldo y emolumentos a convenir, en ningún caso inferiores doble actual.
Firmado: DR. M. N. SPENCER.»
A doctor M. N. Spencer:
«Acepto hasta pagando dinero encima.
Firmado: PROF. C. RATIGAN.»
Orden del Mando Central Robótica:
«Robot K. B. 0007459-3D5 deberá pasar, en servicio de emergencia, al del Dr. M. N. Spencer.
Firmado: T. N. López, Vicepres.»
Telegrama de Lars Crandon al Mando Central Robótico:
«Kabé está la mar de bien con nosotros. ¿Por qué se nos lo llevan?
Firmado: L. CRANDON.»
Respuesta del Mando Central Robótica al profesor Lars Crandon:
«Su esposa precisa ahora cuidados enfermera especializada puericultura más que de «robot» humanoide. Kabé volverá su servicio regreso misión confiada.
Firmado: T. N. LÓPEZ, Vicepres.»
Respuesta del profesor Crandon —entre dientes:
— ¡Que se vayan al cuerno!
* * *
El cohete procedente de las rojas llanuras del Oriente Medio tomó tierra, y se deslizó lentamente por la pista hasta hallarse enfrente de la estación terminal del aeródromo. Una escalera fue adosada a su costado, la escotilla se abrió y los pasajeros comenzaron a descender.
Con un maletín en la mano, un viajero caminó ágilmente hacia el edificio de la aduana. Le salí al paso.
—¿El profesor Ratigan?
Ratigan y yo nos miramos con curiosidad. Él vio en mí un buen mozo, de ojos azules, uno ochenta de altura y de unos «veinticinco» años de edad grabados en mi rostro. Yo, por mi parte, vi un tipo fornido, cuadrado, atlético, que más parecía un medio centro de un equipo de rugby que no una autoridad en arqueología prehistórica—. El profesor Ratigan llevaba el pelo cortado a escuadra, casi tanto como su cuadrada mandíbula, y sus ojos grises hablaban de energía y tenacidad, aún no desarrolladas totalmente en sus mal contados treinta y dos años.
—El mismo. ¿Tú serás entonces...?
—Exacto, profesor. El «robot» K. B. 0007459-3D5, a su servicio y al del doctor Spencer.
—Tu nombre es muy largo —refunfuñó Ratigan malhumorado.
—Puede simplificarlo llamándome sencillamente Kabé, profesor.
—¡Hum! —gruñó Ratigan—. Está bien. Tú me llevarás donde está el doctor Spencer, ¿verdad?
—Mucho me temo que si, profesor. Me asignaron el papel de auxiliar en la expedición y, al incorporarme a ella, vine antes al aeródromo. Me cogía de paso, ¿sabe?
—¡Una máquina, una máquina! — refunfuñó Ratigan, de malísimo humor, y puso el maletín sobre el mostrador de la aduana.
El empleado le hizo la pregunta clásica:
—¿Lleva algo para declarar, señor?
—Cuatro momias —masculló Ratigan.
El empleado sonrió y pasó la tiza por encima del maletín. Echamos a andar de nuevo, pero hacia el bar.
—Tengo ganas de tomar un «sandwich» y una taza de café —declaró el profesor—. ¿Tú también, Kabé?
Hice caso omiso de la ironía.
—Aparte del uranio de la pila, profesor, solamente utilizo el aceite especial para «robots» de la Standard Oil. Es el que más gusta, ¿sabe?
Ratigan soltó un bufido y se acomodó en el mostrador. Me quedé respetuosamente a un lado. No hay que olvidar, en ningún momento, que yo soy una máquina y él un hombre.
De pronto vi que los ojos del profesor estaban mirando algo por encima de la taza. Seguí la dirección de mi vista y todos mis circuitos se estremecieron.
Había una rubia en el lado opuesto del mostrador, ¡pero qué rubia! Alta, de formas esculturales, con el largo cabello de color miel, casi liso, cayéndole en largas ondas, vestía tan sencilla como elegantemente, y toda su atención estaba centrada en el refresco que tomaba en aquellos momentos.
Repentinamente el profesor sacó a relucir unas cualidades que yo ignoraba. Pidió un trozo de papel el «barman» y velozmente escribió en él unas cortas líneas.
«¿Quiere usted cenar conmigo esta noche?», y firmó enérgicamente.
Luego le dijo al «barman»:
—Hágame el favor de entregárselo a aquella señorita.
Ratigan acompañó el papel con un billete de cinco «garants».
El «barman» sonrió comprensivo y movió afirmativamente la cabeza. Llevó el mensaje.
Vi que la rubia leia el papel sin inmutarse. A su vez, pidió otro y escribió en él unas líneas. El «barman» continuó desempeñando su papel de Correo del Rey.
Había que ver la cara de lástima del profesor al leer la respuesta.
«Lo siento. Estoy ya comprometida para esta noche.»
La firma era ilegible, a excepción del nombre:
May.
—Me gusta — dijo Ratigan, con aire soñador—. ¿Y a ti, Kabé?
—Me permito recordar al profesor que soy, simplemente, una máquina.
—Bueno, pero, ¿no te instalaron circuito de preferencias?
Mis labios de plástico iniciaron una suave sonrisa.
—Estoy de acuerdo en un todo con usted, profesor: es una chica guapísima.
—Yo hablaba del nombre, Kabé. No hay que tergiversar mis palabras.
—Pero pensaba en la rubia, profesor. No me diga que no es cierto.
Éste se amostazó levemente.
—Para ser una máquina, piensas con demasiada agudeza, Kabé.
—Lo siento, pero usted me pidió mi opinión, sin concretar.
—Si, es cierto, y todos tenemos derecho a darla. Hasta las máquinas, ¡qué diablos! Y, ¡qué mala suerte la mía! En fin, Kabé; el doctor Spencer nos estará aguardando y no es de buen tono consumir su tiempo. ¿Vamos?
La rubia, May, cuyo apellido no habíamos sido capaces de descifrar, se levantó al mismo tiempo y onduló hacia la puerta, acompañada por más de un silbido de admiración. Pero pasó por en medio de los hombres como una reina acostumbrada a recibir la pleitesía y el homenaje de sus súbditos: esto es, con plena indiferencia.
—Me habría gustado tener un estetoscopio a mano para poder auscultar al profesor; estoy seguro de que en aquel momento, su corazón marcaba 120 al segundo, y sus suspiros eran capaces de resquebrajar el concreto-plástic del pavimento y de las pistas de aterrizaje. Al fin, sustrayéndose al encanto en que había caído, echó a andar. La rubia estaba llegando ya a la entrada.
En el momento en que se disponía a cruzar el encristalado umbral, dos individuos aparecieron ante nuestros ojos, interceptando el paso a la rubia. Ésta se detuvo.
Instantáneamente me di cuenta de que aquellos dos fulanos querían algo de la chica y no por las buenas. Toqué con el índice el hombro del profesor.
—Jefe, vaya sacando el «tomahawk». Dentro de nada van a raptar a su rubia.
CAPÍTULO II
El profesor se encrespó como un gallo de pelea. Era rápido de comprensión, a pesar de su sabiduría —y digo esto, porque he conocido a muchas personas, grandes sabios, pero que, fuera de su especialidad, eran como leños— y, sin vacilar un momento, tomó su decisión.
Y yo su maletín. Fuera lo que fuera, se trataba de una pelea entre humanos y yo no podía intervenir.
(Articulo 1.0 de la Ley Robótica:
Ningún «robot» causará daño alguno a ningún ser humano, por ningún concepto, ni aun cuando ese ser humano estuviera atacando a otro de su mismo género hasta ponerlo en peligro de muerte.)
Me limité, pues, a ser mero espectador de la contienda, El profesor se fue hacia el trío, en el momento en que la chica movía la cabeza, denegando enérgicamente.
Uno de los tipos no debía tener mucha paciencia, digo yo; se hartó en seguida. Alargó su brazo y la tomó con fuerza.
Ella gritó, pero Ratigan estaba ya encima, echando venablos, sintiéndose heredero directo de todos los caballeros andantes que fueron.
Cogió al individuo por la garganta y le atizó un directo que lo envió inmediatamente al país de, los sueños. El otro lanzó un sonoro juramento.
Trató de sacar algo de uno de los bolsillos de su flotante chaquetón, un arma con toda seguridad, pero el profesor no le dio tiempo. Movió de nueva el pistón de su brazo derecho y una mandíbula crujió siniestramente. Aquello no dejó de satisfacerme.
Es una creencia lógica que; a mayor grado de civilización, mayor grado de comodidad. Esto contribuye a una vida fácil y muelle, los músculos se relajan, dejando únicamente paso a la actividad intelectual y... Pero, no; el profesor acababa de darnos una espléndida, demostración de cómo podían conjugarse fácilmente los músculos y el cerebro.
Maltrechos y renqueantes, los dos tipos abandonaron el campo, no sin antes proferir espantosas amenazas contra el tipo que les había aguado la fiesta. Ratigan —¿quién lo creyera?— les contestó en el mismo tono, y luego se volvió hacia la rubia.
—Muchas gracias —dijo ella, apresuradamente, y echó a correr hacia un monorrueda que estaba situado en la playa de estacionamiento. El profesor se quedó con la boca así de grande.
Hasta unos momentos después no reaccionó.
Cuando yo, a su lado, carraspeé discretamente, se volvió, increpándome:
—Podías haberme echado una mano, estúpido.
—Lo siento, profesor; poro no podía. Compréndalo; el artículo primero de la Ley...
—Lo conozco, lo conozco —refunfuñó—, y en mi vida he visto disposición más descabellada.
—Opino todo lo contrario, profesor —dije—. No podemos hacer daño a ninguna persona, ni aun cuando trate de matar a otra de su mismo género. Hacer una excepción sería quebrantar el delicadísimo equilibrio de nuestros circuitos electóni…
—¡Vuestros circuitos un cuerno! —masculló Ratigan—. Vámonos, o acabaré por estallar.
Un poco más allá estaba mi monorueda. Abrí la puerta, dejando que el profesor se acomodara y luego me senté en el asiento del conductor.
En el momento en que encontré un espacio libre, lancé la palanca de gas a fondo.
—¿Dónde vamos? —Inquirió Ratigan.
—Pues a casa del doctor Spencer —respondí—. ¿No recuerda que tenemos que unirnos a él?
—Sí, claro —dijo entre dientes—. ¡Menudo pájaro debe de ser el tal individuo!
No hice ningún comentario; mi condición de «robot» me lo veda, a no ser que el humano a cuyo servicio esté me lo haya autorizado, y me estaba dando en mis circuitos que no gozaba de grandes simpatías por parte de Ratigan.
Al cabo de un par de horas de rápido viaje, desvié el vehículo de la electropista general, metiéndome por un estrecho camino, muy bien cuidado, pero que daba la sensación de estar construido para un particular. Cuando menos, tuve que conectar la energía propia para el monorrueda, al fallarme la que circulaba por la pista principal.
Caminamos unos cinco minutos por aquel camino, bordeado de copudos y frondosos árboles, y a su término hallamos un magnífico edificio, construido con todos los refinamientos arquitectónicos de la época, en un delicioso batiburrillo de colores que alegraron sobremanera mis circuitos visuales. Ratigan farfulló algo acerca de los sabios presumidos, con alma de «nababs» y saltó al suelo apenas nos detuvimos.
No salió nadie a recibirnos, ni el profesor pareció echar de menos el imponente mayordomo que debía haber aparecido, para que las cosas estuvieran a tono con aquella espléndida mansión, «dernier cri».
La puerta tardó en abrirse y cuando lo hizo, apareció en su umbral... ¡la rubia!
Mis circuitos se calentaron al rojo vivo. El profesor respingó.
En cuanto a ella, frunció el ceño.
—¿Qué especie de broma pesada es ésta, señores míos? —dijo muy incomodada.
Ratigan no parecía gozar tampoco de la virtud de la paciencia.
—No es ninguna broma, señorita May No-sé-cuántos-más. Vengo aquí porque alguien me citó en esta casa. El doctor Spencer, para ser más concretos. Me llamo Calvin Ratigan.
—¿Usted el profesor Ratigan? — exclamó ella sorprendidísima.
—Acabo de declararlo, señorita. Y ahora, ¿tiene la bondad de ponerme en contacto con el doctor Spencer?
—El doctor Spencer soy yo.
—¡Un rábano...! ¿Eh? ¿Cómo ha dicho? ¿Usted?
Una debilísima sonrisa se dibujó en los rojos labios de la chica.
—En efecto, profesor Ratigan. Supongo que el caballero que le acompaña debe ser el «robot» K. B. cero, cero...
—Llámeme Kabé simplemente, señori..., perdón, doctor Spencer —dije muy serio, pero temiendo que en cualquier momento se me hiciera polvo alguna de mis delicadísimas lámparas.
No estaban construidas para soportar tal género de sorpresas.
Ella volvió a sonreír.
—Está bien. ¿Quieren venir conmigo? —y se echó a un lado, dejándonos ver el interior de una mansión de pesadilla.
Como esas con las que sueñan los humanos en cuanto tienen un puñado de «garants».
Ratigan me miró y luego tragó saliva. Extendí la mano, sacándolo de su éxtasis.
—Usted primero, profesor.
—Gracias, Kabé — dijo, aún no muy convencido de hallarse despierto.
Siguiendo a la rubia, atravesamos una serie de habitaciones lujosísimas, pero en ningún modo chillonas, hasta llegar a una que parecía ser la biblioteca, a juzgar por los sillones y la gran mesa que había en su centro. Sin embargo, las paredes estaban desnudas, pero mis circuitos visuales captaron al instante las sutilísimas líneas de separación entre panel y panel. Sobre la mesa había una fila de pulsadores, con un número cada uno, y supuse que aquellas debían ser las llaves que abrían los distintos sectores de la biblioteca.
Ella oprimió uno y al instante se descorrió un trozo de muro, cuyo interior se iluminó, dejando ver una frigorífica en miniatura y un montón de vasos y botellas. Se fue hacia allí, pero yo me anticipé rápidamente.
—Por favor, doctor —dije—; esto me corresponde a mí. ¿«Scotch»? ¿«Bourbon»?
—Nada de eso, Kabé. Jerez, gracias.
Preparé las bebidas y las llevé a una mesita junto a la cual se habían sentado ya los dos científicos. Ratigan alzó su vaso.
—Por el doctor más hermoso que he conocido en mi vida.
Ella sonrió, indudablemente halagada. Correspondió al brindis.
—Por el profesor más tenorio que he conocido en mi vida —repuso, con lo cual puso fuertemente encarnadas las orejas de Ratigan.
Después de los primeros sorbos, ella dejó su copa a un lado. Me miró.
—Kabé, puedes sentarte con nosotros.
Puse en marcha los circuitos del agradecimiento.
—Muy amable, doctor Spencer—dije, obedeciendo.
Ella extrajo cigarrillos, y los dos humanos empezaron a nicotizarse los pulmones.
—Sin duda alguna, profesor Ratigan —comenzó diciendo la rubia—, querrá usted saber algunos detalles de la expedición que planeo, ¿no es así?
—Por supuesto, doctor Spencer —contestó.
Ella sonrió.
—Dejemos los tratamientos protocolarios para mejor ocasión. Eso de doctor, aunque lo sea, me hace sentirme muy vieja. Llámeme May, a secas.
—Lo haré con mucho gusto si me corresponde usted, May.
—Encantada, Calvin. Bien, pues empezaré diciendo que, antes de nada, es conveniente que usted examine una cosa.
May se levantó y, con el fácil paso que la caracterizaba, caminó hacia la mesa. Oprimió un botón, y un segundo panel del muro se descorrió, dejando ver un hueco de relativo poco tamaño. Allí había algo.
May apretó un botón y toda la estancia se sumió en la oscuridad. Sólo quedó iluminado aquel hueco, y no porque hubiera allí lámpara alguna. Lo que producía la luz era...
Ratigan tragó saliva. Yo no, porque no puedo, pero lo hubiera hecho de muy buena gana. Noté un aumento de temperatura en alguna de mis lámparas e instantáneamente puse en marcha el sistema interno de mi refrigeración.
—¡Diablos! —exclamó Ratigan—. ¿Qué es eso?
May sonrió satisfecha.
—Es... —y caminó hacia aquel objeto, pero yo me anticipé.
—Por favor —dije—; estoy aquí para servirles.
—Muy bien, pues, Kabé. Tráelo.
Me acerqué al hueco y examiné a mi sabor aquel objeto, que ya había causado la muerte de una persona y que fosforescía de modo tan extraño.
Era una estatuilla de unos veinte centímetros dé altura, que representaba una mujer de incomparable belleza, en posición sedente; hierática, majestuosa, como suma sacerdotisa de alguna religión remota y caída ya en el polvo del olvido. Sus líneas eran perfectas, sin tara alguna y, por si fuera poco, era de oro puro.
La tomé con infinita reverencia y gran esfuerzo, pues era muy pesada, y la deposité sobre la mesita. Ratigan se inclinó sobre ella, con el más profundo asombro pintado en su rostro.
Durante un buen rato no se oyó absolutamente nada en la habitación. Al fin, el profesor levantó la cabeza.
—¿Dónde la encontró usted?
—Es largo de explicar, Calvin...
—Desde aquí y sin temor alguno a equivocarse, puedo afirmar que esta escultura no pertenece a ninguno de los tipos terrestres de civilización que conocemos, May.
—Acertada suposición, Calvin. El escultor que fabricó la estatua no nació en nuestro planeta. Ni el oro tampoco fue extraído de ninguna de nuestras minas.
—¡Válgame el cielo, May! ¿Me va a decir usted que se ha hallado un mundo que no es el nuestro, habitado por personas como nosotros?
—Si está habitado o no, es cosa que de momento no puedo asegurar , Calvin, pero que allí hay mas, mucho más oro, y todo labrado y esculpido, de eso estoy absolutamente segura.
—¿Cómo lo ha sabido usted? Pero además, además, ¿se ha dado cuenta de las extrañas propiedades de este oro? Tiene luz propia y... ¡rayos, si casi podría servir para alumbrar una habitación!
—Esa es la característica más extraña de ese metal, Calvin, y la que junto con las otras, me ha movido a organizar la expedición al lugar donde fue hallado, con el fin de explorar ese planeta.
—¿Pero dónde está? ¿Porque los de nuestro Sistema están deshabitados; bueno, quise decir que allí sólo hay terrestres y...
Una leve sonrisa jugueteó en los labios de May al contestar:
—Ese planeta, Calvin, está fuera de nuestro Sistema. Concretamente en Alfa del Centauro.
El profesor dio un salto que lo levantó en vilo del asiento.
—¡Imposible! Pero si nadie ha podido ir allí, May... son cuatro años luz de distancia y...
—¿Me permite que le de algunas explicaciones, Calvin?
—Antes necesitaré otro trago —refunfuñó el profesor, totalmente desconcertado.
Entendí la indirecta y llené los vasos de nuevo. A decir verdad, yo también estaba intrigadísimo y tenía todas mis lámparas excitadas hasta el último filamento de tungsteno.
—Hace unos cuantos meses, una expedición organizada por la marina, topó con una astronave abandonada entre los hielos de Plutón. No había nadie, ni se pudo encontrar el menor rastro de persona viviente, por más esfuerzos que se hicieron —explicó May—. Y además del lógico afán de hallar a los posibles supervivientes, simplemente por humanitarismo, existía otro: el de averiguar quiénes eran, porque los seres que habían tripulado la nave aterrizada de mala manera, no habían nacido en la Tierra.
—¡Extraordinario! ¡Asombroso! Kabé —me miró Ratigan—, ¿qué dices tú a eso?
—Me hago un humilde eco de sus palabras, profesor —contesté.
May sonrió, encendiendo un nuevo cigarrillo.
—Bien, el caso es que entre las cosas que se hallaron en la nave, apareció esta estatuilla. Ello sorprendió grandemente a los miembros de la expedición, cuyo jefe se hizo cargo de la misma. Dejando en Plutón un grupo de expertos para estudiar los desconocidos mecanismo la nave, regresó a la Tierra. Al desembarcar, alguien lo asesinó y la estatuilla desapareció.
—¡La maldita codicia del oro! —exclamó Ratigan. May aprobó sus palabras.
—Exacto, profesor. Tan sólo por la cantidad de oro que hay, la estatua representa una suma considerable, aparte su valor artístico. Pero no es solamente eso, sino...
May se levantó y, tomando la estatuilla en sus manos la volcó, dejándola en posición horizontal.
El basamento, de unos diez centímetros de lado, en forma cuadrada, quedó al descubierto. Y en él pudimos apreciar unos signos diminutos, casi microscópicos, trazados de forma regular, que parecían ser signos de escritura. Pero jamás habíamos visto aquellos signos en nuestro planeta.
—Ésta, es —dijo May—, sin duda alguna, la forma de escribir de la raza a la que pertenecía el artista que moldeó la estatua. Bien, volviendo al principio, diré que la muerte del jefe de la expedición fue el inicio de una larga cadena de crímenes, que terminó con el asesinato de un vulgar ladrón llamado «Manitas» Harper, que, merced a medios desconocidos, había logrado apoderarse de la estatua y trataba de vendérsela. Pero el Servicio de Inteligencia de la Marina llegó a tiempo y recuperó la estatuilla. Y entonces fue cuando yo me hice cargo de la misma. Debo decir, entre paréntesis, que los técnicos continúan en Plutón tratando de desentrañar los misterios de la nave allí caída, sin que hasta ahora lo hayan conseguido.
—¿Es que acaso piensan emprender una expedición a...?
May movió la cabeza.
—No; esa expedición corre de mi cuenta, Calvin.
—¿Cómo? Ah, ya entiendo; el Gobierno no quiere saber nada del asunto, ¿verdad?
—Por supuesto; están en vísperas de elecciones y no hay nada más impopular, para un presidente que aspira a ser reelegido, que presentar un nuevo aumento del presupuesto. Por el contrario, hay una serie de recortes cuyo solo pensamiento me causa escalofrío.
—Pero organizar una expedición de ese calibre cuesta una fortuna, May —exclamó Ratigan.
Ella sonrió.
—Afortunadamente, y sin querer presumir de ello, yo soy rica, y me puedo permitir ese lujo. El Gobierno no pone el menor inconveniente y hasta me facilita técnicos, tanto humanos como «robots», con tal de que yo corra con todos los gastos.
Ratigan se frotó nerviosamente la mandíbula.
—Estoy de acuerdo con usted, May; y puesto que acepté formar parte de la expedición, iré donde sea. Sin embargo, quiero que me aclare una cosa.
—Usted dirá, Calvin —repuso ella sosegadamente.
—Hasta Alfa del Centauro hay cuatro años luz de distancia. ¿Cómo piensa llegar? No me diga que ha construido una nave capaz de superar la barrera de Einstein, o sea la velocidad de la luz,
Los dorados cabellos de May se agitaron al contestar negativamente.
—No, en cierto modo, Calvin. Pero, ¿se ha fijado en los minúsculos caracteres grabados en el basamento de la estatuita?
—Si, claro...
—Pues bien, yo los he descifrado.
—¿Cómo?
En aquel momento, una voz ruda, imperativa, exclamó:
—¡Arriba las manos! ¡Y no se muevan si quieren seguir viviendo!
CAPÍTULO III
La sorpresa fue total, absoluta. Los humanos se quedaron fríos, y yo... yo...
—Pónganse en pie y acomoden la espalda contra la pared —continuaron ordenándonos.
Obedecimos, ¿qué otro remedio nos quedaba?
Ratigan soltó una maldición en voz baja. En cuanto a May, la indignación, que coloreaba hermosísimamente su rostro, la impedía pronunciar palabra alguna.
Ante nosotros había tres tipos, armados con sendas pistolas, cuyo aspecto no favorecía en nada a la raza humana. Sus ojos eran crueles y denotaban absoluta decisión de conseguir a cualquier precio lo que deseaban.
—¿Qué es lo que quieren de nosotros? —inquirió May Spencer, habiendo recobrado al fin el habla.
Uno de los tipos, el que parecía mandar, rió en tono bajo.
—Nada, preciosidad; —solamente eso —y señaló con el cañón de su pistola la estatuilla, aún sobre la mesita.
—¡No! —gritó May sin poderse contener.
El tipo volvió a reír.
—Si —dijo sarcásticamente—. Y nos vamos a llevar la estatua ahora mismo.
—Es propiedad del Gobierno — arguyó desesperadamente May.
—El Gobierno un cuerno. Ahora la queremos nosotros, ¿te enteras, guapa?
—Mac —dijo entonces uno de los desconocidos— menos palabrería.
—Tienes razón, Andy —contestó el jefe.
Sin dejar de encañonarnos con su pistola, con sus pupilas clavadas en las nuestras, avanzó hasta la mesita. Tomó la estatua.
—¡Demonios, cuánto pesa! —Y luego añadió—: Lo siento hermosa; pero hemos de llevárnosla.
—Cometerán un delito que...
—La Ley nos importa un bledo —refunfuñó el llamado Mac, y con la estatuilla en brazos comenzó a retroceder.
Por un segundo vacilé. Yo no puedo hacer mal a un ser humano; me lo impide mi especial constitución, pero, en cambio, puedo evitar que se lo hagan, aun si tocar a la persona que está a punto de causar el daño. En consecuencia, y sin «pensármelo» más, avancé hacia el «gangster».
Éste lanzó un chillido.
—¡Quieto! ¡No te muevas o te lleno el pellejo de agujeros!
Puse en marcha los circuitos del desprecio. Sonreí. El tipo no se había dado cuenta de que yo era un «robot».
—Suelta la estatuilla —le dije.
—Un tiro en la barriga te soltaré si no te estás quieto —aulló.
Pero yo seguía andando. Vi curvarse el dedo índice del «gangster» sobre el gatillo del arma nerviosamente.
—Un paso más y eres hombre muerto —me amenazó.
Yo pensé: «Robot» a la chatarra, querrás decir», y me detuve.
Pero lo hice porque la mesita con del servicio de licores me cortaba el paso. Y súbitamente disparé el pie.
Las botellas, los vasos, y la misma mesita volaron por los aires, estrellándose contra el cuerpo de Mac. La pistola de éste se disparó estruendosamente.
En el mismo momento, el profesor demostró que, además de sabio, era valiente. Lanzando un grito de rabia, cargó contra uno de los forajidos.
El gesto del profesor lo cogió por completo de sorpresa. El hombro de Ratigan golpeó duramente a su antagonista en el pecho, derribándolo en el acto. La pistola se le escapó de las manos.
Ratigan la cogió y disparó en el acto contra el otro individuo que estaba tratando de tomar puntería. El tipo se puso un instante de puntillas, giró luego sobre si mismo convulsivamente y después se desplomó como un saco vacío.
Yo ya no podía hacer más. Aun así, había transgredido la ley fundamental de la robótica y el jefe de la banda, enloquecido, me había disparado un tiro. Sentí en mi interior crujido de metales y algo vaciló en mis mecanismos. Las piernas se negaron a sostenerme y hube de sentarme en el suelo contra mi voluntad.
Mientras, Ratigan y el otro pandillero se habían enzarzado en una feroz lucha, Sonó un disparo y el asaltante se desplomó. Mac, viendo la cosa malparada, emprendió la huida.
El profesor salió en su persecución, disparando a diestro y siniestro. Pero Mac consiguió fundirse con las sombras y se largó con la estatuilla.
Volvió junto a nosotros, lleno de pesar, Miró compungido a la rubia.
—Lo siento, May —dijo—. Se llevó la estatua. Ella agitó sus dorados rizos en una sonrisa de desafío.
—Eso —respondió sosegadamente —, no me importa por ahora, Calvin. Lo que me interesa es Kabé,
—¿Cómo?
—Estoy «herido», profesor —dije con una mueca, señalándome el agujero que tenía en el «bajo vientre»,
—¿Qué es ello? —inquirió Ratigan.
—Mac me soltó un tiro y la bala ha debido cortarme algún tensor de las articulaciones. No puedo tenerme en pie.
—¿Te duele? —preguntó ingenuamente Ratigan. Yo solté el trapo de la risa, excitados mis circuitos más de lo conveniente.
—Profesor, que soy un «robot».
Al darse cuenta de su plancha, Ratigan enrojeció hasta la raíz del cabello. Trató de reparar el desliz.
—Si te ayudara yo, ¿podrías andar?
—Creo que si, profesor.
—Muy bien, pues. Vamos; creo que lo mejor es salir de aquí y dejarlo todo tal como está hasta la llegada de la policía. ¿Qué le parece, May?
—Una estupenda idea, Calvin —y entre los dos, pude salir de la estancia,
—Aparte del profesor Grandon y su esposa, sois los humanos mas simpáticos que he conocido —dije, y ellos sonrieron.
Me dejaron en un sillón, y se acomodaron a mi lado, tras haber llamado a la Policía y al Mando Central Robótico, para que enviaran un mecánico especializado. Entonces Calvin dijo, aún con la pistola en la mano:
—Estos tipos son muy listos. ¿Se ha fijado, May, en el peco peso de estas armas?
La joven tomo la pistola y frunció el ceño.
—Ahora me explico —repuso— por qué los detectores no dieron la señal de alarma cuando estos forajidos cruzaron la divisoria de la finca. Son pistolas de plástico durísimo, así como los proyectiles Y, naturalmente, al no ser metal, las células fotoeléctricas de los detectores no son excitadas.
—¡Pistolas de plástico! —exclamo atónito el profesor.
—Sí —repuso ella —. Duran un centenar de disparos, poco más o menos, pero, en casos como éste, son utilísimas.
—¡Qué tíos! —exclamó admirado Ratigan—. Y pensar que si no es por Kabé...
—Kabé —dije yo— no ha conseguido nada, aparte del balazo que he recibido. Es decir decir, si; con toda probabilidad, alguien me pondrá tibio por haberme permitido atacar a un humano.
—Nosotros te defenderemos —dijo ella calurosamente—. A fin de cuentas, lo hiciste en nuestra defensa.
—Eso es —comentó el profesor—. Pero lo más importante es que la estatuilla ha desaparecido.
—Y con ella la inscripción. Yo la había descifrado —murmuró May con aire pesimista, pero lo que había allí era demasiado largo y plagadas de términos científicos para que pueda recordarlo en su totalidad. No tengo memoria fotográfica.
—Pero Kabé si —dije de repente.
Hubo un silencio, denso, espeso. Ratigan y May me miraron absortos, como si no entendieran lo que acababa de decir.
—Repite eso, Kabé —me ordenó el profesor.
—No es preciso —contesté—. Mis circuitos nemotécnicos han grabado indeleblemente todo cuanto allí estaba dibujado, y por lo tanto no necesito más que un papel y un lápiz para...
May lanzó un grito de alegría y me echó los brazos al cuello.
—¡Kabé, eres un sol! De buena gana te daba un par de besos.
—Por mi no lo haga, doctor —sonreí —. Creo que el profesor no tendrá nada que oponer a su programa de agradecimiento.
—Ni aunque fueras un humano, Kabé. La lástima es que yo no me puedo poner en tu lugar.
—Pues lo siento mucho, profesor, pero no se lo cedo. ¿Doctor? —y alargué el cuello.
May cumplió lo prometido, añadiendo:
—Eres el «robot» más simpático que he conocido, Kabé. Muy bien, pues —continuó—; reproducirás en un papel los signos grabadas en el basamento de la estatuilla, yo los traduciré de nuevo, y además haremos unas cuantas copias fotográficas para que no nos vuelva a ocurrir lo de esta noche. Profesor —se volvió hacia Ratigan—, usted desconoce la verdadera importancia de esos signos, ¿verdad?
El aludido movió la cabeza de arriba abajo.
—Supongo deben ser muy importantes, aunque no alcanzo a comprender del todo...
El rostro de May estaba hermosísimo a causa de los colores que lo sonrojaban de deliciosa manera.
—Tendrá usted una idea aproximada de la importancia de lo que había escrito en el basamento de la estatua, cuando sepa que, aparte de otras cosas menudas, se indica el modo de llegar al planeta donde se fabricó la estatua.
Ratigan no se pudo contener.
—¿He oído bien? —dijo.
—Perfectamente, Calvin. En ese fragmento de escritura se dan las indicaciones precisas para salir del espacio normal en que nos hallamos y pasar a uno de cuatro dimensiones, fuera de nuestro tiempo, con lo cual el viaje e al Sistema de Alfa Centauro se reducirá notablemente. No es, ni más ni menos, que la ruptura de la célebre barrera de Einstein, Calvin.
Éste palideció.
—Si eso que dice, May, es cierto, estamos en presencia del descubrimiento más sensacional de todos los tiempos. Pero... ¿cómo lo consiguió?
—Estudiándolo y devanándome los sesos noche tras noche, hasta que, al fin conseguí la clave del escrito. Lo demás fue ya fácil.
—Pero se necesitarán aparatos especiales.
—Se construirán Calvin.
—La astronave que se fabrique precisará de una gran cantidad de energía.
Ella se echo a reír. Me golpeó suavemente la frente.
—Todo eso —dijo— está aquí dentro. Y Kabé va a ser nuestro más principal colaborador, de una valía incalculable.
—¡Es fantástico, May! Ya no se trata de viajes interplanetarios, sino de viajes interestelares. Una vez aprendido el manejo de las nuevas astronaves, podremos recorrer toda nuestra galaxia…
—Y la recorreremos, Calvin, no le quepa la menor duda —afirmó May con toda seriedad—. Pero ahora debemos empezar por Aurus.
—¿Aurus?
—Si; ese es el nombre que yo he dado al planeta de donde vino la nave que se estrelló en Plutón. Los supervivientes debieron de morir hace miles de años.
—Acaso fueron una avanzadilla exploratoria de su mundo, y trataban de establecer colonias en otros planetas —sugirió el profesor.
—Es lo que yo opino. De todas formas, hasta tanto no hayamos llegado a Aurus y explorado su civilización, viva o muerta, no podemos afirmar nada concreto.
Ratigan se puso en pie y comenzó a pasear, excitadísimo.
—¡Es increíble, realmente inconcebible! Ella se mosco.
—¡Calvin!
—No, no, si no lo decía por usted; May, Me refiero a este hatajo de imbéciles que nos gobiernan. Escatiman el dinero de una forma, que da vergüenza...
—Eso no es lo que me preocupa a mi —dijo May—, sino lo que nos ha ocurrido hace unos momentos.
—¡Cielos! —exclamó el profesor—. No me había dado cuenta de ello.
—Es indudable que la vista de la estatua ha atraído la codicia de algunas gentes sin escrúpulos y que piensan hacer los imposibles por conseguir más oro, Calvin.
—Pero nosotros tenemos una, ventaja sobre ellos, May.
—¿Cuál, por favor?
—Que tenemos a Kabé y que usted sabe descifrar el mensaje grabado en la base de la estatua.
La rubia movió sus cabellos con pesimismo.
—Eso no constituye ninguna ventaja, porque es fácil de descifrar. Además, aun cuando está escrito en una lengua extraña, todas sus características son humanas por completo, lo cual facilita mucho más el estudio de la cuestión. Tarde o temprano, los jefes de Mac lograrán hallar la clave y...
—Pero nosotros nos anticiparemos —dijo calurosamente Ratigan—. Además estamos del lado de las personas decentes, May.
—Lo cual —observó ella con desagrado—, no nos ha servido de nada. Se llevaron la estatua con toda facilidad.
Entonces levanté yo una mano. Los dos me miraron.
—¿Puede hablar un miserable «robot»?
—Puedes —afirmó May—. Es más, en lo sucesivo, te relevamos de la prohibición que tenéis los «robots» de hablar con un humano sin ser interrogado por éste.
—Es usted, tan buena como hermosa, señorita Spencer...
—Llámame May y deja el incienso a un lado, Kabé.
—Muy bien. Lo que iba a decir es lo siguiente: yo tengo aquí —y me señalé la frente con el índice—, fotografiado nemotécnicamente el famoso grabado. Cuanto antes pongamos manos a la obra, mejor. Les llevamos de ventaja el hecho de que no tenemos tiempo que perder descifrando el mensaje de los hombres de Aurus.
—Unas palabras muy sensatas — aprobó Ratigan.
—Además —continué— ellos necesitan técnicos, cosa difícil de encontrar hoy día. Nosotros los tenemos, ¿no es así?
Al hablar había mirado a la joven. Ésta asintió.
—Cierto y ya están trabajando en la nave. No he escatimado el dinero y en poco tiempo la tendrán concluida, a falta, únicamente, de los aparatos necesarios para navegar por el hiperespacio.
—Muy bien —asentí—. Pues entonces, manos a la obra.
Pero no pude comenzar a escribir siquiera, porque la Policía se presentó en la casa, y empezó a trabajar.
Y cuando terminó, el que apareció fue Thomas N. López, vicepresidente del Mando Central Robótico, acompañado por un técnico, que me echó las tripas fuera y comenzó a reparar la avería causada por el balazo.
López estaba consternadísimo. No comprendía cómo habían podido disparar contra mí.
—¡Es algo inaudito, inconcebible! Hacer fuego sobre el mejor «robot» que ha salido de nuestras manos. ¡Dónde, dónde va a parar nuestra civilización!
May procuró tranquilizarle con un par de codazos, que López se embauló sin chistar. Después prosiguió con sus jeremíacas lamentaciones:
—Una expedición en la cual yo estoy tan interesado —gemía—. Kabé, hijo, ¿como te encuentras?
Contuve el circuito de la hilaridad.
—Pues muy bien, señor López. No fue más que un tensar...
—¡Un tensar! ¡Con lo caro que está hoy todo!
Afortunadamente no fue una válvula del sistema racional. Me hubiera llevado a la ruina...
Y luego se volvió hacía May, añadiendo:
—Señorita Spencer, ¿cuándo salen ustedes de viaje?
May hizo un rápido cálculo.
—No antes de un mes, me imagino, señor López.
El aludido suspiró aliviado.
—Ah, muy bien, perfectamente. Así queda tiempo para que ustedes estudien a Kabé y vean si la reparación le ha dejado alguna imperfección.
—Es usted muy amable, señor López. ¿Otra copita?
El plazo fijado por May se alargó en dos semanas más, debido a cuestiones de detalles, pero al fin la astronave estuvo lista para zarpar. Ratigan se había preocupado de seleccionar la tripulación, escogiendo gente de toda confianza, y además la Marina, que en cierto modo era, parte interesada, nos concedió un pelotón de Infantería de Marina, compuesto de un sargento y una docena de soldados, a modo de escolta, dado que íbamos a explorar un mundo totalmente desconocido y en el cual no sabíamos los peligros que podían acecharnos. En resumen, aparte de May, de Ratigan y de mi, viajábamos a bordo una veintena de personas, pues no se había juzgado pertinente recargar más la nave.
Y un buen día emprendimos la marcha hacia el infinito. Si las cosas salían tan bien como era de esperar, se podía afirmar que la humanidad entraba en una nueva era: la de los viajes interestelares.
El espacio se nos estaba quedando pequeño.
CAPÍTULO IV
En el aparato, aparte de nosotros tres, iban unas veinte personas, entre las cuales había que incluir a los componentes del pelotón de Infantería de Marina que el Gobierno nos había concedido como refuerzo y escolta. Lo comandaba el sargento Mark Hanson, un tipo fornido, hercúleo, capaz de partir un mazo de naipes con los dientes.
Los civiles eran: dos copilotos, Ron Willets y Cy Strong; dos técnicos en comunicaciones, Larry González y Steve Murchison; y cuatro auxiliares, que lo mismo servían para un fregado que para un barrido astronáutico, a saber: Isaac Smilov, Johnny Karanian, Al Jones y Lewis Moore.
El jefe de la expedición era, naturalmente, May Norma Spencer. El profesor Ratigan no tenía puesto fijo en la nave, puesto que sus funciones debían comenzar cuando aterrizáramos en Aurus; y, en cuanto al piloto, ése era yo. Nadie, que yo sepa, chistó porque fuera un «robot» el encargado de llevar la nave a buen fin. Y es que los humanos confiaban ya por completo en nosotros y sabían que éramos buenos «chicos», valga la frase.
Durante las primeras semanas, no ocurrió nada de particular. Volábamos por el espacio a velocidades planetarias, ya que no intentaríamos dar el primer salto al hiperespacio hasta haber salido de los límites de nuestro Sistema, medida que habíamos adoptado May y yo, de común acuerdo. Habia de tener en cuenta que era la primera vez que se intentaba una empresa de tal magnitud y convenía correr los menores riesgos posibles.
No ocurrió nada hasta que nos encontramos en las inmediaciones de la órbita de Plutón. Entonces fue cuando surgieron las primeras dificultades.
May y Ratigan estaban tomando el desayuno en el comedor, cuando, de pronto, Karanian y Jones se presentaron con aire embarazado.
Puesto que yo no tenía su permiso para hablar sin ser hablado, hube de esperar a que ellos me dirigieran la palabra.
—Queremos hablar —dijo el armenio—, con la doctora Spencer.
—Muy bien — dije, y me volví hacia la interesada. No tuve necesidad de transmitir el mensaje, puesto que ella lo había oído tan bien como yo.
—Acérquese, Karanian —dijo May—, ¿De qué se trata?
—Hemos estado viendo el trazador de rumbos, doctora Spencer.
—¿Y bien?
Los dos auxiliares se miraron, como consultándose con la vista. Era evidente que vacilaban, Karanian se decidió al fin
—Verá, doctora Spencer, encontramos muy raro esto de que nos encontremos ya en la órbita de Plutón y no hayan dado comienzo las operaciones de aterrizaje.
—No tienen por qué encontrarlo raro, Karanian, si se tiene en cuenta que nosotros no vamos a Plutón.
Karanian y Jones volvieron a mirarse. El primero dijo, con la vista: «¿Eh, qué te decía yo compadre?» Luego, Karanian volvió a hablar.
—De modo que no vamos a Plutón, ¿eh?
—Así es, Karanian —contestó May fríamente—.
Pero acerca de nuestro punto de destino no tengo por qué darles explicaciones de ninguna clase.
El cetrino rostro del armenio palideció de pronto.
—¿Qué es lo que está usted diciendo, señorita? Tenemos derecho a que se nos informe, no solamente del rumbo que llevamos, sino del lugar a que nos dirigimos, ¿me comprende? De aquí al lugar posiblemente habitado más próximo hay cuatro años de luz de distancia. Este cacharro apenas si alcanza los setecientos mil a la hora. ¿Cree usted que pensamos pasarnos toda nuestra vida haciendo de sardinas enlatadas?
Ratigan comenzó a impacientarse. Ella le puso una mano encima de la suya, tratando de calmarlo.
—Karanian, está usted hablando sin saber lo que se dice.
—Tengo derecho a...
May se puso en pie de pronto. Sus ojos centelleaban.
—¿Dónde tiene usted su contrato de enganche, Karanian? ¿Se molestó siquiera en leerlo cuando lo firmó? Yo guardó el original en mi caja fuerte y usted debe tener una copia exacta. ¿Ha leído todas —y May subrayó la palabra deliberadamente— sus cláusulas?
El armenio abrió la boca estúpidamente. Cualquier cosa se habría esperado menos aquello. Pero entonces fue Jones el que tomó la palabra.
—¡Qué diablos! Doctora Spencer, es cierto que usted nos contrató, pero también hay que considerar que somos personas que deben estar informadas del lugar a donde viajan. No es bastante decirle a uno: «Toma, te pago tanto todos los meses y vente de viaje conmigo por las estrellas». ¿Eh?
Pero May no se dejó avasallar por los argumentos de Jones.
—El contrato con todos ustedes —declaró—, especifica que se enganchan en un viaje espacial conmigo, en el cual no se precisa su duración, y sí la cuantía de su paga mensual, así como los correspondientes seguros para posibles casos de muerte o invalidez como resultado accidentes sufridos durante el viaje. ¿Me ha entendido usted?
Una torva sonrisa apareció en los labios del armenio.
—Por ahí se dice —murmuró—, que vamos en busca de un mundo perdido, lleno de oro hasta los topes. ¿Qué me contesta usted, preciosa?
El rostro de May tomó el color de la púrpura. Ratigan soltó una maldición.
—¡Karanian! —gritó el profesor—. ¡O se retira o hago que le encierren bajo llave!
—No se sulfure usted, profesor. No es ningún pecado llamar preciosa a quien lo es de veras. Está bien, está bien; supongo que deben guardarse algún as en la manga para viajar por las estrellas, pero no pueden tenerlo siempre escondido. Algún día han de sacarlo y entonces... ¿Qué harán con nosotros cuando hayamos llegado a ese planeta desconocido? ¿Encerrarnos en la sentina?
—Lo mejor que pueden hacer es marcharse, Karanian —dijo May—. Me niego a darles explicación alguna hasta que yo lo considere oportuno.
—Una actitud muy injusta —contestó imperturbable el armenio —, pero a la que no nos queda, de momento, otro remedio que doblegarnos, Está bien, guapa; ya nos veremos en el momento oportuno, Al, vámonos.
Cuando los dos hombres cerraron la puerta, yo di media vuelta a la llave y miré fijamente a May y al profesor. Ellos me correspondieron.
—¿Qué te ocurre, Kabé? —inquirió Ratigan.
—Nos estás mirando de una manera muy rara —dijo ella—. ¿Se te ha roto alguna lámpara?
Moví la cabeza denegando,
—Profesor Ratigan, tengo entendido que fue usted quien eligió la tripulación, ¿verdad?
—Por encargo de May, naturalmente. Ella estaba muy ocupada con la instalación de los aparatos de traslación en el hiperespacio y...
—Ya, no siga, por favor. Entonces, ¿no se dio cuenta de que Jones no es lo que aparenta?
—Trajo una docena de kilos de documentos en forma de informes, Kabé. Dudo mucho que haya alguien a bordo con mejores referencias que Jones.
—Muy lógico —dije—, muy lógico, sobre todo si consideramos que todas esas referencias son falsas. Más que el alma de Judas, profesor.
El asombro en los dos fue unánime.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Quién te lo ha dicho, Kabé?
Me permití una ligera sonrisa de superioridad.
—¿Quién sino un «robot» puede conocer a otro «robot»?
Un estupefacto silencio cayó sobre la camareta.
—¿Cómo lo sabes, Kabé? —estalló Ratigan, al rato.
—Es difícil de explicarlo, profesor; pero Jones es un «robot». ¿Se dan cuenta —me dirigí ahora a ambos—, de lo que esto significa?
—Por supuesto —contestó May reflexivamente—, pero ¿estás seguro de lo que has dicho, Kabé?
—Karanian y Jones han estado aquí lo menos diez minutos. ¿Han visto ustedes que el pecho de Jones se moviera para respirar? Desde aquí, mis circuitos visuales están captando los latidos de sus respectivas arterias carótidas, lo cual significa que ambos están excitados. La de Karanian parecía a punto de estallar. En cambio, a Jones no se le veía para nada.
—¡Diablos! —murmuró Ratigan a media voz—. Esa sí que es una contrariedad.
—Yo diría que no, profesor. Lo hubiera sido si no me hubiera dado cuenta del hecho; pero ahora ya lo sabemos...
—¡Lo que hay que hacer —exclamó Ratigan impetuoso— es examinar a los miembros de la tripulación, uno por uno, y comprobar si son «robots» o humanos!
Yo levanté una mano, deteniendo con el gesto su movimiento.
—Ni hablar profesor. ¿Quiere usted que se le vea el plumero? Estamos mucho mejor así, puesto que Jones y Karanian creen habernos engañado.
—Y en cambio —sonrió May— son ellos los engañados, Kabé.
—Exacto. Además, Jones no es un «robot» de los míos. Su piel, digámoslo así, es muy distinta a la mía, ¿comprenden?
—¿Cómo diablos has podido averiguarlo, Kabé? — inquirió el profesor, estupefacto.
—Mi visión puede ser modificada, a voluntad mía, para aumentar el tamaño aparente de las cosas. Las lentes que forman mi sistema visual pueden, de desearlo yo, alcanzar hasta veinte aumentos. Le aseguro que se ven muchas cosas así, profesor.
May se retorció las manos.
—¡Dios mío! ¿Quién, quién habrá enviado a Jones a bordo de la nave?
—No se preocupe, doctora — dije, forzando mis circuitos tranquilizadores—; eso ya se sabrá a su debido tiempo. Lo que interesa es que nos hallamos en una situación superior a la de ellos, y eso es mucho, por ahora.
—De todas formas —dijo el profesor—, me gustaría saber cuántos «robots» llevamos a bordo.
—Tampoco por ello debe preocuparse, profesor.
Yo se lo diré.
—¿Qué piensas hacer, Kabé? —me preguntó May.
—¿Investigar uno por uno?
—Desde luego, pero no en la forma que usted supone, doctora.
—¿Entonces... ? No te comprendo, Kabé.
—Muy sencillo. Tengo ahí mi cámara fotográfica, con «flash» para rayos X, ¿sabe? Me olí que podía ocurrir algo en el viaje y me la traje, así como unas cuantas cosas que acaso nos sean necesarias.
—¿«Flash» de rayos X? —repitió el profesor—. No te entiendo, Kabé.
—Es muy sencillo, jefe. Se coloca al individuo de espaldas a una pared, tratada previamente con una sustancia fluorescente y se dispara la cámara. Los rayos del «flash» chocan contra la pared tratada y, naturalmente, son reflejados en parte contra la cámara. Todo esto ocurre, naturalmente, en una milésima de segundo y al ser reflejados los rayos lumínicos provenientes del «flash» ya tienen poder de penetración a través de los cuerpos. Entonces...
May palmoteó entusiasmada.
—La película impresiona una radiografía del individuo, ¿no es así? .
—Exacto, May —dije—. Pero debemos hacerlo con todo cuidado, de modo que nadie sospeche nada, ¿comprenden?
—Pero... ¿por qué? ¿Por qué se introdujo ese «robot» en la nave? —inquirió el profesor, muy desasosegado.
—¿Por qué mataron a «Manitas» Harper? ¿Por qué intentaron asaltar a May en el astropuerto? ¿Por qué nos robaron la estatua? Todas esas preguntas —dije—, incluyendo la suya, profesor, sólo tienen una respuesta: la codicia.
—Entendido —asintió May—. Sólo que ahora nos falta saber quién es el que mueve los hilos de toda esta tramoya. Kabé.
Mi lámpara de la indiferencia destelló en mi interior. Me encogí de hombros.
—Eso —contesté—, no me interesa por ahora, May. Ya lo sabremos a su debido tiempo. Por ahora, contentémonos con estar prevenidos y...
—Avisaré a Hanson, el sargento de Infantería de Marina, para que...
—¡Alto, profesor! Lo hará, si, pero cuando esté seguro no solamente de que es un humano sino de que está a nuestro lado, ¿comprende?
—¿Cómo, Kabé? ¿No te fías de él?
—Y si no temiera ofenderle, diría que ni de usted tampoco, profesor.
—¡Kabé! — exclamó May indignadísima.
—Lo siento —dije humildemente—. Me olvidé de quien soy. Prometo no volver a repetirlo más. Profesor, le pido mil disculpas.
Ratingan se enterneció.
—Vamos, vamos, Kabé —dijo, echándome una mano por encima del hombro—, no te preocupes. Somos nosotros los que no nos hemos dado cuenta de que tú sólo tratas de evitamos una tragedia. ¿No es así, May?
—Por supuesto —sonrió ella—. Kabé, ¿qué haríamos nosotros sin ti?
Me hubiera gustado ser humano para poder sonreírme a gusto. Pero entonces, ni un Ratigan ni cien hubieran impedido que May mirase a otro que no fuera yo. ¡Guarra vida la de un «robot», demonios!
—Entonces, ¿qué nos aconsejas que hagamos, Kabé? —inquirió May.
Cerré un ojo y miré con el otro al techo.
—Esta noche —dije yo al fin—, lo prepararé todo para las fotografías de mañana. Usted, May, con sus ojos y su sonrisa, hará que se reúnan los hombres en el sitio que yo le indique y luego yo tiraré las placas. Después haremos saber nuestros planes... y dejaremos que ellos, conociéndolos minuciosamente, se descubran por sí mismos. Porque nosotros ya sabremos quién es humano y quién es «robot», ¿comprenden?
—De acuerdo —accedió May.
Ratigan también estuvo conforme con mi plan.
Luego me preguntó:
—Kabé, ¿acaso temes un motín?
Puse en marcha los circuitos de la risa.
—¡Ni hablar, jefe! ¿Cómo va a haber motín sin oro? Nosotros, y valga la frase, tenemos el mapa de la isla del Tesoro, ¿comprende?
— Por supuesto, y hasta que no hayamos desenterrado el cofre, no sacarán ellos las armas a relucir.
—Exacto. Pero nosotros ya estaremos prevenidos y... Bien, ¿para qué seguir hablando? Voy a ir preparándolo todo.
A la mañana siguiente, tal como habíamos convenido, May consiguió reunir a la tripulación, «marines» incluidos, en el lugar que yo le había señalado y que estaba debidamente preparado, cosa que había podido hacer durante la noche, sin que nadie se apercibiera de ello. El «flash» relampagueó dos o tres veces, sacando varias instantáneas del grupo; hubo risas y bromas y, para, celebrarlo, May acordó sacar unas cuantas botellas.
Como yo no podía beber, me largué al laboratorio a revelar las fotografías. Y lo que vi allí estuvo a punto de hacer estallar todas mis lámparas.
Aparte de nosotros tres, como he dicho, había unas veinte personas más a bordo. Pues bien, casi la mitad de ellas, cinco «marines» incluidos, eran «robots».
No pude evitarlo: la temperatura interior de mis delicados mecanismos sufrió un repentino bajón, que estuvo a punto de paralizar todos mis circuitos.
CAPÍTULO V
Durante un buen rato no oí otro sonido que los cientos de minúsculos ruiditos que producían todas mis lámparas y mis circuitos trabajando a alta presión y que nadie, sino yo, podía percibir. En una palabra, «pensaba» furiosamente.
Allí, en mis manos, ampliada, tenía la prueba de todo cuanto estaba diciendo. Era una radiografía del grupo, y los esqueletos de los humanos estaban claramente diferenciados del conjunto de mecanismos que componía el interior de los «robots». Yo me había supuesto que la llegada a auras no sería fácil, pero jamás supuse que la mitad de la tripulación, por lo menos, estuviera en contra nuestra. Teníamos traidores a bordo.
Digo la mitad, y yerro en el cálculo, porque cuando menos uno, Karanian, humano, era nuestro enemigo, y estaba seguro de que alguien más tenía que andar metido en el ajo. Pero, ¿quién?
Examiné de nuevo la radiografía. Como he dicho, cinco «marines» eran «robots». A ellos teníamos que añadir Jones y, además, a Willets, Murchison, Smilov y Moore. Quedaban, pues, el sargento Hanson, siete «marines» y Strong y González, cuya lealtad, en tanto no se probase, era dudosa. Era evidente que Karanian tenía algún cómplice humano más en la nave, pero no podía, descubrirlo con la misma facilidad con que había descubierto a los «robots».
Me insulté despiadadamente a mí mismo, por no haber hecho estas comprobaciones antes de la partida; pero ya la cosa no tenía remedio. Mejor dicho, había que buscárselo. ¿Cómo?
Para salir de apuros, comuniqué mi descubrimiento a Ratigan y May. Se quedaron de piedra.
—¿Estás seguro, Kabé? —inquirió el profesor. Por toda respuesta le enseñé la radiografía.
Casi vi ponérsele los pelos de punta. Soltó un taco que, en otras circunstancias, habría enrojecido el rostro de May, Pero ésta, absorta con lo que veía, no hizo el menor caso de la descortesía del profesor.
Clavó en mí sus hermosas pupilas.
—¿Qué nos aconsejas Kabé?
—Lo primero —repuse decidido—, es llamar al sargento Hanson. No hay que olvidar que cinco de sus «marines» no son tal, sino máquinas corro yo.
Pero antes el profesor tenía que hacerme una objeción.
—¡Un momento, Kabé! Esos «robots» no pueden hacernos daño alguno. Quebrantarían la primera y más fundamental de las leyes de la robótica.
—¡Un cuerno para la robótica! —refunfuñé— El que los construyó no lo hizo precisamente en los talleres del Mando Central. Por lo menos, los circuitos sensoriales. Esos «robots» nos respetan ahora, pero cuando llegue el momento obedecerán las órdenes que les de Karanian o el que sea, y si éstos les dicen que disparen a matar contra nosotros, lo harán; no les quepa la menor duda.
Ratigan y May me miraron, profundamente consternados. Mientras, yo me incliné sobre el intercomunicador general.
—¡Sargento Hanson! Tenga la bondad de presentarse inmediatamente en el despacho de la doctora Spencer.
Ratigan me miró.
—¿Qué es lo que piensas hacer Kabé?
—Sólo hay una cosa: anticiparnos.
May palideció. .
—¿Quieres... quieres decir que hemos... de matar a Karanian y...?
—No —sonreí—: a Karanian, por el contrario, hay que conservarle la vida, May. Este tipo debe de saber muchas cosas y hemos de sacárselas, ¿comprende? Pero, en cambio, sabemos quiénes son los «robots», y ésos deben ser destruidos implacablemente.
—Podríamos hacerlos prisioneros —sugirió el profesor—. Luego, tú, Kabé examinarías los circuitos y...
Moví firmemente la cabeza de derecha a izquierda.
—No —repuse—. No se dejarán capturar. Lucharán ferozmente si se dan cuenta de que han sido descubiertos.
—¿Y si Hanson está de parte de Karanian?
—Es un riesgo que debemos correr, profesor. A fin de cuentas, no hay que olvidar que casi la mitad de sus hombres son «robots», y aquí no puede haber otro que no sea yo.
Ratigan inclinó la cabeza, abrumado y convencido. El siniestro ambiente de un motín en potencia flotaba sobre la nave.
En aquel momento llamó Hanson. Le hice pasar y luego cerré con todo cuidado la puerta. Miré a May, pues yo no tenía permiso para hablar al sargento.
—Dígaselo todo, doctora — exclamé.
El pobre Hanson estuvo a punto de desmayarse cuando se enteró. Necesitó un buen par de tragos para reaccionar.
—¿Cómo es que usted no se ha dado cuenta, Hanson? —le disparó rápido el profesor a boca de jarro.
Hanson lo miró fríamente.
—Yo soy un militar disciplinado y nunca se me ha ocurrido discutir las órdenes de mis jefes. Me asignaron doce soldados y esos son los que traje conmigo.
—Pero ¿no los conocía antes, Hanson?
—A unos si y a otros no, profesor.
—¿A cuántos «otros» no conocía, Hanson?
Éste meditó un segundo. Al fin, dijo:
—A ocho, profesor.
—Esto nos da, suponiendo que los cuatro restantes sean de fiar, cinco «robots», a los cuales hay que eliminar, y tres soldados sospechosos.
Hanson se levantó de un salto.
—¿Cómo? ¿Matar a cinco de mis soldados?
—No son soldados suyos, sino «robots» Hanson. ¿Es que no se ha dado cuenta de ese pequeño detalle?
El sargento lanzó una imprecación.
—Aun así, me los entregaron, y yo he de responder de ellos. «Robots» o no, son soldados míos...
May se impacientó.
—Hanson —dijo severamente—, recuerde que tanto usted como sus hombres están bajo mis órdenes. Así lo dispuso el Gobierno, y usted no tiene que hacer otra cosa que acatarlas. Además, tenga en cuenta que no son hombres, sino máquinas, ¿me ha comprendido?
—Está bien —dijo el sargento vencido al cabo—, ¿Qué es lo que hay que hacer?
Los tres nos consultamos con la mirada. Yo, al fin, dije:
—¿Puedo hacer una pregunta al sargento?
—Habla —me miró fríamente el aludido.
—¿Dónde está el armamento de sus hombres, Hanson?
—Si es por eso, yo tengo la llave.
—Mejor, pues. Entonces, aguardaremos a la hora del descanso. Karanian quedará solo de guardia en los controles. Usted nos proporcionará armas, sargento, y de lo demás, ayudado por usted, claro está, nos encargaremos nosotros.
Hanson apretó los labios.
—Para ser un «robot» das muchas órdenes amiguito.
—Cuento con la aquiescencia del jefe de la nave, sargento. De todas formas, si no le gusta, escuche a la doctora, No creo que lo que ella tenga que decirle difiera mucho de lo mío.
—Está dicho ya, sargento —intervino la aludida secamente.
—Y además, sargento —dije—, tenga en cuenta que, en caso de una más que posible revuelta, no le servirá para nada su condición de, digamos neutral. En este momento hay dos bandos en la nave y sus intereses respectivos son totalmente encontrados. Uno de los dos tiene que triunfar, y si son ellos, no espere la menor compasión. Lo menos que harán será arrojarnos al espacio por una escotilla.
Hanson palideció. Tragó saliva.
—¡Cielos! ¡Esto parece un estéreo de miedo! ¿Y por qué no lo han hecho ya?
—Porque están esperando que nosotros les enseñemos el modo de llegar a Alfa del Centauro, cosa que no puede tardar mucho en suceder.
El sargento se pasó la mano por el rostro.
—Yo no sé... Creo que me voy a volver loco... ¿Alfa del Centauro has dicho? ¿A cuarenta billones de kilómetros?
Me volví hacia May.
—Por favor, ¿quiere explicárselo?
—Con mucho gusto, Kabé.
* * *
El día pasó lentamente y llegada la noche, o sea el período en que, ajustándonos al horario terrestre, era el momento de descanso. Las luces del interior se amortiguaban y el silencio descendía sobre la nave en el interior de la cual solamente se oían los lejanos rumores de los motores de la misma, situados a la suficiente distancia para que sus radiaciones no nos contaminaran.
Entonces fue cuando Hanson y yo nos deslizamos, subrepticiamente, hasta el lugar en donde guardaba las armas de su pelotón. Consistían éstas en pistolas fotónicas, látigos neurónicos y hasta alguna anticuada, pero no por ello menos eficaz, metralleta de pólvora, harto útil aún en más de una ocasión.
Hanson sacó una llave del bolsillo y abrió el armero. Echó a un lado la puertecita y entonces soltó un taco en voz baja.
—¿Qué ocurre? — pregunté.
Bisbiseó un momento. Me pareció como si contara algo. Luego dijo:
—Faltan dos pistolas fotónicas un látigo neurónico y una metralleta.
Reduje el exceso de voltaje que provocó en mis circuitos la noticia. En un tris estuvo de que no se me fueran a paseo un par de lámparas.
—¿Está seguro de lo que dice?
Hanson me miró airadamente.
—Escucha, maldita máquina, llevo veinte años de servicio en los «marines», y entré en ellos cuando el hierro de tus articulaciones no había sido siquiera extraído de las minas. ¿Crees que no sé cumplir con mi obligación?
—Dispénseme, sargento —dije en tono humilde—. Lamento de veras haberle ofendido.
Hanson empezó a decir entre dientes algo ofensivo para las máquinas en general y los «robots» en particular, al mismo tiempo que sacaba las armas, que luego me iba pasando, pero no pudo concluir sus malévolas palabras.
—¡No se muevan o los frío! — dijo de pronto una voz.
Entonces fue cuándo Hanson demostró lo mucho que valía. Acababa de tomar en sus manos una metralleta y se tiró de cabeza al suelo, en una perfecta zambullida. Yo le imité.
En aquel reducido espacio, el arma tronó sonoramente.
El sargento era un «as» con una metralleta en sus manos. Las balas chirriaron al destrozar los metálicos mecanismos del «robot» que se había hecho pasar por Moore, destruyéndolo en un instante.
El primer asalto había sido nuestro, pero la alarma estaba dada. Ya no podríamos sorprender a nuestros enemigos.
—¡A la cámara de control! — grité al sargento, el cual, sin dejar de cubrirse con la metralleta a la altura de la cadera, retrocedió, en tanto que yo cargaba con todas las armas.
En aquel momento se abrió la puerta de la cámara. Karanian apareció en ella con una pistola fotónica en la mano. Sonreía perversamente.
—¡Cuidado, Hanson! —grité.
El mortífero haz de fotones pasó por encima de la cuadrada cabeza del sargento. Éste demostró que no podía fallarle el primer golpe y que, en tales circunstancias, era más venenoso que una serpiente de cascabel.
Partió en dos a Karanian, de una ráfaga de ametralladora, sin darle tiempo a rectificar la puntería.
—¡Otro menos! —gritó alegremente.
Por todas partes se oían alaridos, más de sorpresa que de miedo. El escándalo era mayúsculo.
Un par de hombres aparecieron por el otro extremo del corredor, armados también. Reconociéndolos al instante, me anticipé a ellos.
Eran los «robots» llamados Smilov y Murchison, y feroces chispazos brotaron de sus mecanismos cuando fueron alcanzados por las descargas de mi pistola fotónica. Un momento después, no eran más que un pequeño montón de metal fundido y plástico maloliente en el suelo.
Esto va bien, Kabé —gritó alegremente Hanson—. Cuatro a cero en el marcador, ¿qué te parece?
—Pues que todavía quedan un montón de ellos.
¿Cuantas pistolas dice que faltaban, sargento?
—Dos pistolas fotónicas, un látigo neurónico y una metralleta.
Me incliné y tomé de las yertas manos de Karanian una de las primeras. Dije:
—He destruido otra idéntica. Por lo tanto, quedan aún el látigo y la metralleta. ¿Dónde están? ¿Quién las tiene?
—Eso —dijo ceñudo Hanson— es lo que vamos a averiguar inmediatamente— y sin más echó a andar
Teniendo la nave el piloto automático puesto, no me preocupé de su gobierno. Cerré la puerta de la cámara de control con llave, la cual guardé cuidadosamente, y luego seguí al sargento. Todavía quedaban un montón de «robots» por eliminar.
Uno de ellos nos salió al paso, armado con la metralleta que quedaba. Disparó al aire, porque yo le deshice la mano de un disparo. Hanson acabó de llenarle de plomo la maquinaria.
May apareció entonces en la puerta de su cámara, toda angustiada.
—¿Cómo va eso, Kabé? —me preguntó, y no pude responderle, porque en aquel momento algo silbó por los aires.
El serpenteante extremo de un látigo neurónico se ciñó a su esbelto talle, derribándola inconscientemente por tierra. Todos los miembros de la joven se retorcieron epilépticamente, al ser castigados tan duramente sus nervios. Gritó angustiada.
Pero nosotros dos no podíamos hacer nada, porque solamente se veía un fragmento del látigo, no así al «robot» que lo manejaba, cuidadosamente oculto.
—¡Quietos ahí! —tronó la máquina, y al instante conocí la voz de Jones—. Soltad las armas o destrozo el cerebro de la chica.
Hanson y yo nos miramos consternados. Sabíamos que Jones decía la verdad.
Repetidas descargas de un látigo nerónico pueden afectar gravemente el cerebro de un ser humano, puesto que la efectividad de un arma de tal índole se basa en la terrible influencia que ejerce sobre los centros nerviosos. Aumentando el potencial de dichas descargas, el cerebro puede verse afectado de tal modo, que la persona que lo padece llega a convertirse en un imbécil, sin posibilidades de curación.
Durante unos momentos permanecimos silenciosos.
—¡Vamos, obedeced! —repitió Jones—. No esperaré más allá de quince segundos; pasado ese tiempo...
Sobraron trece segundos. Aún estaba hablando, cuando alguien, impensadamente, entró en escena, Lanzando un rugido de cólera infinita, el profesor se arrojó sobre el «robot». Y entonces. Hanson y yo salimos de nuestra abstracción.
Ahora, que ya ha pasado cierto tiempo desde aquellos hechos y que los apuros de entonces ya casi están olvidados, aunque permanezcan grabados en los intrincados mecanismos de mi aparato de la memoria, me doy cuenta de lo cerca que estuve de verme convertido en un montón de chatarra.
Jones, evidentemente sorprendido, intentó reaccionar, desenrollando el látigo del cuerpo de May. Pero no pudo conseguirlo.
De todas formas, el profesor no hubiera conseguido vencer sólo con sus puños, pues debajo de nuestra piel de plástico hay un resistente caparazón metálico que protege nuestros delicadísimos mecanismos. Un puñetazo en mi mandíbula, por ejemplo, puede averiarme alguna lámpara, pero el tipo que me lo dé se fracturará la muñeca con toda seguridad. Y a Ratigan estaba a punto de ocurrirle tres cuartos de lo mismo.
Además, los metálicos dedos de Jones habían hecho presa en su garganta y amenazaban con quitarle la vida. Fue preciso que Hanson se acercara hasta ellos de un salto y, apoyando la boca de la metralleta en el costado de Jones, lo llenara de plomo.
Para cuando esto ocurrió, yo me estaba enfrentando ya a otro problema: los «robots» supervivientes.
Éstos sabían que no tenían salvación de ninguna clase. Desde luego, el hombre que había ajustado sus circuitos, había cargado la dosis en el del disimulo y la doblez, eliminando por completo el de la bondad. Seis hombres, de ellos cinco «marines», venían hacia nosotros, dispuestos a morir matando, pese a no tener otras armas que sus manos.
Ello nos facilitó considerablemente la tarea. Hanson y yo hicimos tabletear nuestras armas y treinta segundas más tarde podía decirse que la sublevación estaba totalmente aplastada. Los medios empleados no habían podido ser más drásticos, pero, al mismo tiempo, también eficaces en sumo grado.
Las circunstancias nos habían obligado a obrar con la mayor rapidez y, de momento, podíamos dar por resuelta la situación, aunque era evidente que todavía quedaban traidores en la espacionave.
Hanson y yo nos reunimos en la cámara de May, a la cual trataba de atender el profesor. Salvo la natural conmoción producida por los latigazos neurónicos, la chica no habla padecido "gran cosa" y fue solamente cosa de momentos el que se recuperase.
Cuando esto ocurrió, celebramos un consejo de guerra.
—Bien —dije yo—; puede decirse que, por ahora, está dominada la situación. No obstante, quedan algunos puntos por esclarecer.
—¿Por ejemplo? —inquirió May, tomando un sorbo de licor.
—Los cómplices de Karanian. Éste ha muerto, pero...
—Kabé, ¿estás seguro de que Karanian, aparte de los «robots», tenía a bordo alguien que le ayudara? —me preguntó el profesor.
—Estimo demasiado pesada la tarea para un hombre solo. De los que quedamos a bordo...
—Que somos, aparte de nosotros cuatro —terció Hanson—, Strong, González y siete de mis soldados. En total, trece personas.
El profesor se estremeció.
—Mal número — comentó—. No soy supersticioso, pero...
—Es una lástima que haya muerto Karanian —dije—. Podría habernos dicho algunas cosas muy interesantes.
—La culpa no es mía —se amoscó un tanto el sargento—. Si no le gano por la mano, me liquida él a mí.
—Está bien, está bien. De todas formas, ahora tenemos una importante ventaja a nuestro favor, y es que, excepto yo, todos los demás ocupantes de la nave son humanos. Unos por decencia natural y otros, espero que los menos, por miedo, se habrán dado cuenta de lo duro que resulta oponerse a nosotros. Él o los cómplices de Karanian habrán visto que, cuando de dominar e imponer la disciplina se trata, no escatimamos medio alguno ni nos paramos en contemplaciones.
—De modo que, si ese individuo o los que sean —sugirió May— intentan algo, aguardarán a que estemos en Aurus.
—Exacto, y aun así, contaremos con la ventaja, no solamente del número, sino también de las armas.
—Muy bien. Y ahora ¿qué es lo que debemos hacer?
Miré a May.
—Creo —dije muy despacio— que debe reunirse a la tripulación; explicarles con todo detalle lo ocurrido y luego ponerles en antecedentes acerca del punto al cual nos dirigimos. Será muy interesante, además, que anuncie prima doble a partir de ahora, o alguna cosa sustanciosa por el estilo. Ello reanimará notablemente la moral de todos los tripulantes, ¿no cree?
May afirmó con la cabeza y añadió:
—Estoy de acuerdo con eso, Kabé. Y, además, trataremos en ese sentido, a Hanson y a sus hombres como si hubieran sido contratados por mí y no enviados por el Gobierno.
El sargento se puso colorado basta las orejas. Intentó balbucir unas torpes frases de agradecimiento —¡ya lo creo, la prima era nada menos que de veinticinco «garants» por día!—, pero May no le dejó.
—Kabé, ¿quieres reunir a la tripulación?
Una semana más tarde, habiendo dado un éxito completo los nuevos aparatos de navegación interestelar, estábamos aterrizando en Aurus.
CAPÍTULO VI
El número inicial de los que componían la expedición se había reducido considerablemente, después de la primera batalla, ganada por nosotros con un amplio margen de ventaja. Ahora quedábamos May, el profesor, Cy Strong, copiloto, y Larry González, radio, además del sargento Hanson y sus siete infantes de marina, aparte de mí, naturalmente. En total, doce humanos y un «robot». No sabíamos con quien tendríamos que enfrentarnos en Aurus, ni si éste estaría habitado, pero en todo caso nuestro potencial, digamos guerrero, se había reducido notablemente.
Los aparatos detectores nos dieron informes de que se trataba de un planeta 0'93 T., es decir, de muy similares características al nuestro, lo cual no dejó de alegramos. La atmósfera era perfectamente respirable y la única desventaja que hallamos, por otra parte apenas perceptible, era que el kilo valía allí 930 gramos. En todo lo demás, no teníamos queja alguna, salvo que la primera impresión que Aurus nos dio era que se trataba de un mundo muerto.
El sol, una estrella de las pertenecientes a la constelación de Alfa del Centauro, calentaba moderadamente aquel globo, brillando con una luz levemente anaranjada, lo cual significaba que había entrado en el periodo de decadencia. No obstante, como aún tardaría varios millares de años en oscurecerse, este detalle, como puede comprenderse, nos traía perfectamente sin cuidado.
Había otras cosas que nos impresionaron más. Por ejemplo, el lugar donde aterrizamos, a base de los chorros, por supuesto, ya que no había posibilidad alguna de establecer una estación espacial. Afortunadamente, nuestra nave tenia potencial suficiente para ello y el consumo de combustible no nos preocupaba en lo más mínimo.
El sitio donde habíamos aterrizado era una llanura roja, pelada, polvorienta, sin apenas ondulaciones en todo cuanto alcanzaba la vista, dando una tremenda sensación de soledad, lo cual no dejaba de deprimir el ánimo. Aquí y allá, ligeras corrientes de aire levantaban turbulentas columnitas de polvo, que se deshacían casi inmediatamente.
Durante un momento permanecimos quietos, absortos, contemplando el desértico paisaje en el cual, como ya he dicho, predominaba el color rojizo. Pensé que un cateador de minas habría aullado de gozo; sin duda los minerales estratégicos como el hierro y otros por el estilo debían existir en grandes masas.
Hubo un breve consejo de guerra, durante el cual se discutió el plan a seguir. May examinó una copia del escrito grabado en el basamento de la estatua de oro fosforescente y desalentada, me miró.
—Aquí —dijo— no se indica el emplazamiento de ninguna ciudad, Kabé.
—El que lo hizo indicó solamente el modo de llegar hasta Aurus. Confiaba en que, los que viniesen, sabrían hallar las ciudades de este planeta.
—Es muy cierto —terció Ratigan—; pero acaso no viva ya nadie en Aurus. A mí me da la sensación de como sí, aparte el color, hubiera visto ya el paisaje en alguna parte, antes de aquí.