CAPÍTULO VII
Era de noche cerrada cuando el sujeto salió de la taberna, encaminándose hacia su casa. Los pasos de Roy Hinks eran inseguros; había trasegado demasiada cerveza. De cuando en cuando, hipaba y eructaba. Su mujer pondría el grito en el cielo cuando le viera llegar en tal estado, pero al hombre no le importaba en absoluto.
Además, era muy posible que la señora Hinks no estuviera siquiera en su casa. Hinks lo sabía y se daba cuenta claramente de que no podía hacer nada por evitarlo.
Durante casi un año, había gozado de tranquilidad. Luego, de repente, Marks había «resucitado» y todo volvía a ser como antes. Hinks se preguntó si su esposa habría ido ya a Markstone Lodge.
Rebasó un par de callejas y luego, de pronto, entró en una zona muy oscura. Casi en el mismo instante, sintió que algo flexible se enroscaba en su cuello.
Una voz siniestra resonó en sus oídos:
—Hinks, tú eres uno de los que más alborotabas cuando decías que era preciso quitarme de en medio. Bien, ya dije entonces que no serla yo precisamente el que acabase bajo seis pies de tierra.
Hinks intentó gritar, pero la cuerda se estrechó repentinamente contra su cuello y la voz quedó ahogada en la garganta instantáneamente.
Pataleó con furia, pero era hombre poco forzudo y sus esfuerzos resultaron inútiles. Sujetándolo con una mano por el cuerpo, el asesino tiraba con la otra del lazo, con una potencia absolutamente irresistible.
Hinks dejó de moverse muy pronto. El asesino arrastró su cuerpo unos cuantos metros. Allí había un viejo farol en desuso y ató la cuerda al saliente brazo de hierro, de modo que los pies de la víctima quedasen a un palmo del suelo. Luego, tan silenciosamente como había llegado, se fundió con las sombras de la noche, sin que su presencia hubiera sido advertida por ninguno de los habitantes del pueblo.
* * *
Cuando se vestía, por la mañana, Holbert percibió cierta agitación en la calle. Se asomó a la ventana, pero no vio otra cosa que algunas personas que iban y venían nerviosamente.
Pareciéndole indiscreto preguntar a gritos desde la ventana, aguardó a terminar su aseo para saber lo ocurrido. Elsa se lo dijo poco después.
—Roy Hinks ha sido asesinado.
—¿Hinks? No le conozco...
—Era un buen hombre. Algunos, sin embargo, dicen que puede ser un suicidio. Estaba colgado de un farol.
—Ahorcado.
—Sí, señor. Sin embargo, son muy pocos los que creen en el suicidio.
—¿Por qué, Elsa?
La chica vaciló. En el mismo instante, sonó la voz de Fannie.
—Yo te lo explicaré, Richard. Elsa, atiende el mostrador.
—Sí, señora.
Holbert se volvió hacia la dueña del local. Fannie había mejorado considerablemente, pero había perdido su expresión animosa y jovial.
—Hinks era uno de los que más alborotaban, cuando se hablaba de liquidar a Marks — dijo Fannie.
—Oh, comprendo...
—La señora Hinks es muy guapa. Marks la hacía ir frecuentemente a Markstone Lodge.
—No por su gusto, me imagino.
—Al principio, tal vez no. Después... no sé...
—¿Cómo?
—Hinks tenía unas tierras en arrendamiento. Era su único medio de vida. Marks se las habría quitado, si ella se hubiese negado a ceder a sus caprichos. Lo mismo que me pasó a mí.
Hubo un momento de silencio. De pronto, empezaron a llegar clientes.
Habla rostros sombríos, coléricos. Holbert empezó a oír frases muy duras contra Marks.
—Ese hombre acabará mal —vaticinó Fannie sombríamente.
Holbert empezó a temer que se cumpliera la profecía de Fannie. Se preguntó si debía advertir a Marks. Por lo que podía oír, todos le consideraban como el asesino de Hinks. La teoría del suicidio había sido ya desechada.
A Marks, se dijo, no le habría gustado escuchar los violentos comentarios que se hacían sobre él en aquellos momentos.
* * *
Precisamente, a aquella hora, Marks estaba muy ocupado con algo distinto de lo que suponía la mayoría de la gente. El hombre se hallaba en pie y miraba sonriente a la inquilina de Oakss Tower.
—Es una casa muy bonita, confortable y sumamente acogedora — dijo—. Comprendo que le guste vivir aquí, señorita Creighton.
—Sí, me gusta la casa. Ahora es suya, tengo entendido.
Con aire presuntuoso, Marks sacó una pitillera de oro y se puso un cigarrillo en los labios.
—Oh, perdón, no le he ofrecido a usted... —dijo, tendiendo la pitillera abierta a la muchacha.
—No tengo ganas, muchas gracias. Ha venido, supongo, a decirme algo interesante.
—Cierto —admitió Marks, después de haber encendido el cigarrillo —. Quiero hablar con usted de la renta de esta casa.
—Está bien, empiece cuando guste —invitó Penny.
—Según mis noticias, usted paga algo más de cuarenta libras mensuales, es decir, quinientas anuales.
—En efecto, así es.
—Señorita Creighton, lamento tener que comunicarle malas noticias. A partir del mes próximo, la renta de esta casa será de ciento veinte libras.
Penny sonrió, pero guardó silencio. Marks se extrañó.
—¿Qué, no me dice nada?
—Lo esperaba —contestó ella—. Ahora, usted me va a decir que puedo obtener una rebaja considerable, incluso me permitirá vivir gratuitamente en esta casa, si accedo a convertirme en su amante.
Marks respingó.
—Es usted directa, señorita...
—Pero es cierto que pensaba decírmelo.
—Bueno, yo... —Marks se sentía desconcertado—. Verdaderamente, es usted muy guapa...
—También lo son Fannie la tabernera, y Cynthia Bahler, y Maggie Hinks... y tantas otras... Ah, y no olvidemos tampoco a la señora Langhry...
—Es una vieja...
—Hace tan sólo un par de años, usted no la consideraba precisamente como una venerable anciana.
—Oiga, veo que está muy enterada de mis andanzas —exclamó Marks.
—Hurlimore es una población muy pequeña. Todo se sabe casi en el acto, señor Marks.
—Está bien, no hay por qué ocultar las cosas. Usted me gusta muchísimo...
—Pierde el tiempo. La respuesta es no.
Los ojos de Marks se entornaron.
—Muchas me dijeron lo mismo al principio, pero acaba— fon por ceder. Usted también, señorita Creighton, aunque ahora lo niegue.
—Y si no, me echará de aquí, ¿verdad?
—Hombre, no lo había pensado, pero ya que lo ha dicho...
—¿Se le ha ocurrido la posibilidad de un pleito?
Marks respingó.
—No se atreverá...
—Para subirme la renta, tiene que comunicármelo por escrito. Entonces yo, con esa carta, iré a un juez, que no será precisamente Albertson, y además llevaré el contrato actualmente en vigor. Albertson no tiene autoridad para juzgar este caso y menos siendo parte interesada.
—Le costará dinero...
—Estoy dispuesta a todo, señor Marks.
Hubo un momento de silencio. Luego, de pronto, Marks se echó a reír.
—No tengo prisa —dijo—. Puedo esperar.
—Le saldrá barba —contestó ella mordazmente.
Fue hacia la puerta y la abrió.
—Nunca me gustó proferir palabras malsonantes, pero, en ocasiones, conviene hacer una excepción, sobre todo, cuando una sabe que se va a quedar muy descansada.
¡Fuera, cerdo!
El rostro de Marks enrojeció violentamente.
—Le costará caro —amenazó.
—Conmigo se ha equivocado. Yo no soy una de esas mujeres débiles o complacientes, que acuden apenas chasquea usted los dedos. ¡Vamos, márchese, repugnante individuo!
Marks salió de la casa, tropezando con el umbral de la puerta.
—Volveremos a vernos —aulló, ebrio de ira.
—Abriré la casa para que se ventile bien y se vaya el hedor que ha dejado usted — respondió la muchacha sin inmutarse.
Pero luego sintió cierto temor. Marks era capaz de todo... incluso de asaltar la casa durante la noche. Tendría que prepararse para hacer frente a una eventualidad semejante.
¿Debería contárselo a Holbert?
Cuando viese al joven, tomaría una decisión.
* * *
Por la noche, Holbert subió a su habitación, sintiéndose muy preocupado por lo que le había contado Penny acerca de la visita de Marks.
Al fin, la muchacha se había resuelto a. explicarle cuanto le había dicho el nuevo dueño de Oakss Tower. Por supuesto, Holbert había aplaudido su decisión e incluso la había animado a presentar una demanda, si Marks persistía en sus propósitos de subirle la renta.
—Tiene que comunicártelo primero por escrito —le había dicho—. Entonces, con esa carta, tendrás la base para iniciar la demanda y yo me ocuparé de que dispongas de un buen abogado. Conozco a uno estupendo y estoy seguro de que te harta ganar el pleito.
Sin embargo, se dijo, cuando finalizase el contrato actual, Marks tendría todos los derechos para subir la renta a su voluntad. Pero aún faltaban casi diez meses.
En el peor de los casos, Penny podía buscar otra casa. Lo malo sería que ya no podría continuar viviendo en Hurlimore, lugar al que ella había tomado cierto afecto. Pero el disgusto, a sus años, se le pasarla muy pronto.
—Sobre todo, si yo la ayudo —se dijo complacidamente.
Se quitó los zapatos y, en mangas de camisa, se tendió en la cama, recostándose sobre los almohadones. Encendió un cigarrillo y, durante unos momentos, se entretuvo en contemplar las volutas de humo.
Luego se dio cuenta de que el sueño llegaba satisfactoriamente, a pesar de sus preocupaciones, y se dispuso a quitarse toda la ropa. En el mismo instante, creyó oír unos pasos cautelosos en el corredor.
Aguzó el oído. Apenas unos segundos más tarde, oyó el ruido de una llave que giraba en la cerradura.
Maldijo entre dientes. Si era Fannie... «Pero, ¿no dijo que creía haberse vuelto frígida?», pensó.
Debía de ser una frase de circunstancias. Ya se le había pasado el disgusto y ahora tenía ganas de estar un rato con él.
La puerta, sin embargo, no se abrió. Holbert tardó unos momentos en darse cuenta de que alguien le había cerrado en su habitación, retirando la llave desde el exterior.
Para comprobarlo, se levantó, fue a la puerta y movió el picaporte. No consiguió nada. Sí, alguien le había dejado encerrado en la alcoba, pero, ¿por qué?
De pronto, oyó rumor de voces en la calle. Alguien emitió un enérgico siseo y los rumores cesaron de inmediato.
Atraído por una invencible curiosidad, fue hacia la ventana y la abrió cuidadosamente. Sólo pudo ver a un par de hombres que penetraban en la taberna. Había más, sin duda, pero estaban ya dentro y ninguno de ellos hada el menor ruido.
El ambiente se hizo repentinamente opresivo, siniestro. Holbert presintió que iba a ocurrir algo horrible. No sabía qué podía ser, pero adivinaba inminente una espantosa tragedia.
Vaciló unos momentos. Luego asomó medio cuerpo, calculando la altura de la ventana a la calle. Procuraría bajar sin ser visto. Volver...
Se encogió de hombros. No importaba. Ya resolverla el problema más tarde. Apagó la luz y pasó una pierna por encima del antepecho.