CAPÍTULO IV

El ataúd bajó a la tumba. Había asistido un pastor, que murmuró una precipitada oración fúnebre y escapó segundos más tarde como si le persiguiera el diablo. De los dos sepultureros, uno se marchó también en el acto. Lane le miró con desprecio.

El cementerio estaba en lo alto de una colina, que dominaba a la población. Lane se quitó la chaqueta y la dejó en el suelo. Acto seguido, agarró una de las dos palas.

El sepulturero que se había quedado, agarró la ocasión por los pelos y se marchó también. Lane sintió el irreprimible deseo de darle una buena lección.

—Eh, amigo —llamó—, ¿se quedaría usted por cien dólares?

El hombre se volvió, codicioso.

—Verá, señor Lane, si… si usted se empeña…

—Cien dólares le quitarían el miedo al monstruo, ¿verdad?

La cara del sepulturero se puso roja.

—Ande, váyase, imbécil —le despidió Lane.

Y empezó a lanzar paletadas de tierra sobre el féretro.

Mary se sintió indignada por la actitud de los habitantes de Long Creek. Furiosa, cogió la otra pala y se puso en el lado opuesto de la fosa.

—Ese pueblo debería arder hasta los cimientos —dijo.

—No faltan las personas inocentes. Dejemos que ellos mismos se castiguen con el miedo y el resentimiento que se han apoderado de sus ánimos.

Poco más tarde, el hueco quedó relleno de tierra. Lane colocó en la cabecera de la tumba una plancha de madera, pintada de blanco y con el nombre de Edwina en letras negras.

—Podían haberle pintado una cruz, al menos —gruñó, mientras apisonaba la tierra en torno a la base de la lápida de madera.

—He oído decir que ella no era digna de tener una cruz sobre su tumba. En medio de todo, esas gentes me inspiran lástima —dijo Mary.

Ninguno de los dos se dio cuenta de que algo se movía bajo la losa de granito de una cercana sepultura. La tierra se agitó y una cosa alargada, de color grisáceo, asomó por el hueco.

El tentáculo se estiró y se hizo más grande. Lentamente, fue acercándose a Mary, situada de espaldas a aquella tumba. En aquel momento, Lane, después de haber afirmado la lápida de Edwina, se ponía en pie.

Atardecía ya. El rojo resplandor del sol en el ocaso, iluminó una horrible cosa que se movía lentamente hacia la muchacha. Lane vio el ser y lanzó un agudo grito:

—¡Mary! Apártese, pronto.

Ella se volvió. Divisó aquella espantosa bestia y corrió despavorida, aterrada por el aspecto de la cosa que parecía agitarse con extraños hervores en su interior, los cuales sacudían espasmódicamente su repugnante epidermis.

La cosa parecía ir en busca de ellos. Lane se dio cuenta de que podrían escapar, ya que correrían más que el horrible monstruo, pero, al mismo tiempo, se dijo que debía intentar algo para impedir que siguiera moviéndose, para que no atacara a otras personas.

En el bolsillo posterior de la cadera, llevaba la pistola de Edwina, que no había querido dejar, en previsión de algún incidente desagradable. El arma había mostrado su utilidad la noche anterior. Pero, íntimamente, dudó de que ahora fuese efectiva.

Sin embargo, pensó que debía intentarlo. Apuntó, contemplado por Mary, que aparecía petrificada por el horror, y disparó.

La bala alcanzó a la cosa en un punto cercano a su centro. Entonces, ocurrió algo increíble.

La cosa se replegó rápidamente hacia la sepultura. Era como si un torrente de sustancia viva se precipitara en el interior de la tumba, a través de un agujero no mayor de diez o doce centímetros. En pocos segundos, sólo quedó un tentáculo de un palmo de largo.

El tentáculo, inexplicablemente, se transformó en un antebrazo humano. Lane y Mary se creían estar bajo el influjo de una pesadilla.

La mano a que pertenecía aquel brazo quedó visible fuera de la tumba durante un segundo. Luego desapareció bajo la losa sepulcral.

Mary se sentía desfallecer.

—Vámonos, vámonos de este horrible lugar…

El brazo de Lane se colocó alrededor de su cintura. La chica se dejó llevar. Bajaron del cementerio casi corriendo, espantados, sin atreverse a volver la cabeza ni una sola vez.

Acababa de hacerse de noche, cuando se sentaron frente a frente en un restaurante de una cafetería situada cerca del hotel. Lane pidió dos whiskys.

—Creo que ambos necesitamos un buen trago —dijo.

Mary asintió.

—¿He soñado? —murmuró.

—No. Lo que ha visto es real, pero inexplicable. Esa cosa salió de la tumba y quiso atacarla. Después de que hube disparado, volvió a convertirse en un ser humano…

—Tal vez enterrado vivo —dijo ella, todavía espeluznada por lo que había visto.

—Es algo inexplicable —murmuró Lane, profundamente preocupado—. Si la pobre Edwina viviese, tal vez podría decirnos algo sobre el particular. Pero fue asesinada…

—Por algún tipo frustrado y resentido —declaró Mary con vehemencia—. Y lo peor de todo es que Cranstone no dará un solo paso para buscarlo. Es más, tengo la seguridad de que incluso sabe quién disparó contra Edwina.

—Pudiera ser —admitió Lane pensativamente.

Una agraciada camarera llegó con las bebidas. Lane dijo:

—Por favor, la carta. La señorita y yo queremos cenar.

—Lo siento, señor. El dueño ha dicho que no se les sirva nada más en este local —fue la sorprendente respuesta de la camarera.

Mary lanzó un pequeño grito de furor. Lane estuvo tentado de soltar un taco, pero logró contenerse.

—¿Cómo se llama el dueño? —preguntó a la camarera.

—Mills, señor.

—Bien, haga el favor de decir al señor Mills que venga. —Lane puso en la mano de la mujer un billete de diez dólares—. Guárdese la vuelta —sonrió.

—Gracias, señor —exclamó la camarera, entusiasmada.

El dueño del restaurante apareció a poco. Era un hombre mucho más gordo que Cranstone, de ojos porcinos y papada temblequeante.

—Jeannie ha dicho que ustedes me llamaban —gruñó—. Terminen sus bebidas y lárguense.

—Un momento, Mills —dijo el joven—. ¿Cuál es el precio medio de una comida en su casa?

—Pues… Oiga, yo no necesito su maldito dinero para nada. No quiero servir a los amigos de un monstruo, ¿comprende?

Impasible, Lane sacó un rollo de billetes del bolsillo y empezó a contarlos con deliberada lentitud. Los ojillos de Mills se dilataron de codicia.

—Hombre, si se pone en ese plan…

—¿Veinte dólares por barba?

Mills remoloneó un poco, pero acabó por aceptar. Entonces, Lane dejó caer al suelo cuatro billetes de diez dólares.

—Agáchese y haga ejercicio, tío gordo —dijo despreciativamente.

Mills apretó los labios. Dudó un momento, pero la vista del dinero derrotó su orgullo.

—Cuando vuelva a Denver, hablaré en mi revista de su restaurante, señor Mills —dijo la chica—. Y no será para bien, créame.

Mills se levantó, resoplando sonoramente. Barbotó un taco entre dientes, pero acabó por alejarse.

—¡Jeannie! —Gritó—. ¡Sirve dos cenas en la mesa seis!

—Al momento, señor Mills —respondió la camarera.

Jeannie vino poco después, con la sonrisa en los labios.

—Me alegro de la lección que le han dado —dijo.

Guiñó un ojo y se alejó, contoneando aparatosamente sus opulentas caderas.

—Una mujer feliz —comentó Mary maliciosamente.

Empezaron a cenar. Al cabo de pocos momentos, Mary dijo:

—He podido adquirir algunas noticias sobre la señora Coogan. Quizá le interesen, señor Lane.

—Por supuesto. Pero llámeme Clem —sonrió él.

—De acuerdo. A Mendoza le pasó algo raro, es evidente, Encontraron restos de su cuerpo en las inmediaciones de la casa de Edwina.

—¿Qué restos? ¿Huesos?

—No, una prótesis de platino que tenía en una pierna. Mendoza fue herido gravemente en el Vietnam. Aquí le consideraban como un héroe local. Son muy conservadores, ¿sabe?

—Y retrógrados —añadió Lane—. Siga. Mary.

—La prótesis fue identificada positivamente como perteneciente a Mendoza. Pero había adheridos algunos minúsculos fragmentos de hueso. Se dice que parecía como si hubieran sido hervidos…

—¡Mary, estamos cenando! —protestó él.

—Lo siento, sólo quería repetirle lo que se dice por ahí.

—Perdóneme usted a mí, Mary; creo que he hablado impulsivamente, sin pensarlo demasiado…

—Tiene motivos para enojarse —sonrió la chica—. Pero quizá le conviene saber que encontraron otros restos de Mendoza, objetos metálicos todos ellos: su reloj de pulsera, una pluma, monedas… En fin, de momento, nadie supo a qué achacar la desaparición del pobre pretendiente de Edwina y alguien tuvo la brillante idea de enterrar la prótesis de platino en una tumba, como si fuese el cuerpo entero. Hubo discursos, oración fúnebre y todo lo que se acostumbra a decir y hacer en estos casos.

—¿Y después?

—Meses más tarde, fue Jim Foreman el que desapareció. También encontraron restos suyos, todos objetos de metal… y un pie. Igualmente sepultado.

—Entonces fue cuando dedujeron que Edwina era una caníbal.

—Lamentablemente, así fue. El resto ya lo sabe usted, Clem.

—No, no lo sé todo —contradijo Lane—. ¿Por qué suponían que aquella horrible masa era Edwina?

—Porque encontraron el pie de Foreman a pocos pasos de distancia. Alguien le oyó gritar, acudió y se encontró con el espectáculo. Pidió auxilio…, y como, más o menos, recelaban de ella, decidieron quemar el monstruo.

Mary hizo un gesto con la cabeza.

—Clem, la verdad, puede que yo, de haber sido uno de estos lugareños, hubiera actuado de la misma manera. Todos tenemos horror y pánico a lo que no comprendemos, a todo lo extraño que escapa a nuestros conocimientos. Ellos pensaron que el fuego sería lo mejor para castigar al monstruo que ya había devorado a dos conciudadanos.

Lane asintió pensativamente.

—Lo peor de todo es que ella admitió su canibalismo —dijo—. Pero estaba loca, loca, no podía ser de otro modo.

—¿Qué me dice del monstruo? Vimos otro igual en el cementerio, Clem. Y el tentáculo se convirtió en un brazo humano. ¿Qué sucede aquí? ¿Qué horribles seres han hecho su habitáculo de esta comarca?

—Mucho me temo que habremos de irnos sin aclarar este horrible misterio —contestó Lane—. La gente no nos mira con simpatía. Estamos considerados como amigos de Edwina y eso no nos favorece en absoluto.

Mary suspiró.

—Tiene usted razón —dijo—. Me parece que no podré publicar nada en mi revista. El director no creería mi historia, Clem.

—Mejor así —sonrió él—. Edwina merece descansar en paz en su tumba. Y ojalá, algún día, se encuentre a su asesino, para que reciba el castigo adecuado a su crimen. Ella podía haber curado en algún sanatorio, pero la bala asesina lo impidió.

Guardaron silencio. Al cabo de un rato, terminada la cena, se levantaron.

—¿Cuándo se vuelve a Denver, Mary? —preguntó Lane.

—Mañana, en el autobús de la Greyhound…

—La llevaré en mi coche, si no le importa. Luego puede cargar en la cuenta de gastos el importe del billete de autobús.

—El director del Weekly Courier es bastante roñoso, en efecto. Pero ¿qué le digo yo… si no puedo decirle nada?

—Cuéntele cualquier fantasía. Y diga que el que le rompió la cámara, está dispuesto a comprarle una nueva. Cosa, por otra parte, rigurosamente cierta.

—Mi director no se quejará. La cámara era mía —dijo Mary.

Momentos después, se despedían en el pasillo del hotel. Lane, cansado, entró en su habitación y se quitó la chaqueta.

A pesar de todo, no sentía sueño. Sabía que la excitación nerviosa le impediría dormir. Encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana.

Un par de individuos cruzaron la calle con paso rápido. Lane vio que se dirigían al bar de Mills.

Por encima de las casas del otro lado de la calle, divisó la colina donde estaba el cementerio, recortándose en negro contra la luna en menguante, que salía en aquellos instantes. Allí descansaba Edwina, se dijo, una hermosa mujer junto a la cual había vivido una maravillosa pasión. Evocó melancólicamente aquella época que consideraba como una de las más agradables de su vida. Habían transcurrido solamente cuatro años, pero le parecía que habían sido otros tantos siglos.

Tres o cuatro individuos más cruzaron la calle en dirección al local de Mills. La gente tenía ganas de beber, se dijo.

De pronto, oyó el ruido de la puerta a su espalda. Se volvió, pensando que sería Mary. Tardó un instante en darse cuenta de su error.

Jeannie, la opulenta camarera, entró, cerró la puerta y se apoyó en ella, con una incitante sonrisa en sus rojos labios.

—¿Le importa que charlemos un poco, señor Lane? —propuso.