8

8

Los diablillos familiares

(Las brujas y sus duendes)

Que me dais que sospechar

que sois duende o familiar.

ROJAS ZORRILLA:

Don Gil de las calzas verdes

SERVIDORES DE UN SOLO DUEÑO

Dentro de la familia genérica de duendes hay un grupo con unas características propias, perfectamente diferenciado, al que hemos denominado, siguiendo la terminología comúnmente aceptada, como «familiares», personajes que no se vinculan a una casa, sino a una persona concreta, la cual se sirve de ellos a su antojo pudiendo disponer de su uso y abuso, hasta el extremo de venderlos e incluso donarlos a un tercero. Son los «familiares», y aunque su forma es cambiante y elástica, podemos decir que tienen como características el medir por lo general menos de cinco centímetros, el ser muy nerviosos, moviéndose continuamente, con un hambre insaciable y de una dudosa moralidad, que les permite tanto ayudar a sus dueños a prosperar y enriquecerse como a procurarles la ruina y la muerte, y todo ello con la misma facilidad.

Los diablillos familiares pueden ser accesibles a sus futuros dueños por tres procedimientos: invocándolos, buscándolos o creándolos. El primero es el tradicionalmente usado en la magia negra, donde existen todo tipo de grimorios, rituales y ceremonias específicas para hacer venir del mundo astral —el bajo astral— a estas entidades con el fin de servir al brujo o bruja en cuestión. Los otros dos procedimientos son más estrambóticos, pero sobre ellos existen leyendas suficientes que aseguran su efectividad y de las que hablaremos en este capítulo.

El padre Feijoo describe algunas de sus costumbres de esta manera: «El vulgo en España cree que es muy frecuente el uso de estos Espíritus familiares en otras naciones, en tanto grado, que dicen que los venden unos hombres a otros, y algunos añaden que esta venta se hace públicamente sin rebozo alguno, como la de cualquier género ordinario».

Ya comentamos en páginas precedentes que los duendes son muy anteriores a la brujería como tal, pero este grupo de «familiares» tuvo su auge precisamente en los siglos donde aquélla fue más fructífera, debido sobre todo a que el modo más usual de hacerse con un diablillo de estas características era a través de una especie de pacto con el demonio.

Los hechiceros y alquimistas tenían usualmente un demonio familiar metido en una redoma o botella, al estilo del que se encuentra el estudiante don Cleofás en la novela El diablo cojuelo. Un extraño personaje, de nombre Weternus, afirmaba haber viajado veintisiete meses en compañía del alquimista suizo Paracelso, y aseguraba de éste que poseía un diablo familiar encerrado en el puño de su espada. Por los pasillos y mentideros de la Corte de Felipe IV se comentaba algo similar de la empuñadura del bastón del conde-duque de Olivares que siempre llevaba consigo.

Era popularmente conocido en otros tiempos que grandes personajes de renombre y poder poseían espíritus familiares que los protegían y otorgaban gran influencia; quizás por ello, el dramaturgo Rojas Zorrilla los menciona en su obra Lo que quería el Marqués de Villena:

Zambapalo: Señor, he de hablar de veras: yo tengo miedo.

Marqués: ¿Por qué?

Zambapalo: Porque deste hombre me cuentan que tiene en la redoma un demonio.

Italia era el país donde se creía que existían multitud de estos seres, de tal manera que Lope de Vega recoge esta creencia en El lacayo fingido:

También dicen que en Italia

hay familiares a cientos.

Incluso el historiador británico Hugh Thomas hace mención a ellos en su reciente obra La conquista de México. En el capítulo 25, un santanderino llamado Botella Puerto de Plata, «muy hombre de bien y latino», que había estado en Roma y decían que era nigromántico, le advierte a Hernán Cortés de la sublevación azteca contra su capitán Pedro de Alvarado, en Tenochtitlán: «Todos se espantaron cómo aquello sabía y decías e que tenía familiar». Luego, Thomas especifica que este «familiar» era, según la creencia popular, el demonio que acompaña a un brujo o hechicero y adopta generalmente la forma de un gato negro, pero —aclara— «probablemente se tratase de un emisario tlaxcalteca».

La existencia y creencia en estos seres estaba tan extendida por toda Europa que el escritor Walter Scott cuenta que cada Clan principal de Escocia tenía su propio espíritu familiar que protegía a toda la estirpe. Serían las llamadas «Banshees» que acompañaban a lo largo de su historia a las más viejas familias irlandesas y escocesas, de manera que toda familia con cierto abolengo debía contar con alguna «Banshee» aparejada a su árbol genealógico.

En el siglo XVI, el ya citado Antonio de Torquemada establecía su particular hipótesis, diciendo que el arte de la nigromancia se podía ejercer de dos maneras. Una sería la magia natural, consistente en utilizar hierbas, plantas, piedras, así como otros elementos para conseguir sus fines, y la otra sería la que se ejercita con el favor y ayuda de los diablos, escribiendo más adelante: «En lo que habéis dicho que los demonios están encerrados o atados en una anilla o redoma, o en otras cosas, es un engaño común que reciben los que tratan de esta materia y que los mismos demonios le hacen entender que la verdad de ello es que los demonios están donde quieren y, como quieren y, por más lejos que se hallen al tiempo que son llamados o requeridos, en un instante vienen a estar presentes y a responder», concluyendo Torquemada que su poder no procede de las palabras del mago o el brujo que los tiene como esclavos, sino de los demonios superiores y más poderosos, con los que previamente el brujo tuvo que haber hecho un pacto.

El teósofo extremeño Mario Roso de Luna abunda en esta idea y nos previene contra aquellos que invocan alegremente a estas entidades —«es correr mayor peligro que cuando se entra con una vela en un repleto polvorín»— manifestando en 1915 ciertas conclusiones sobre estos peligrosos familiares que hoy en día suscribiría sin reparos Salvador Freixedo. Explicaba que, para estos seres, «es un juego de niños el excitar en nosotros las malas pasiones, inculcar en las naciones y sociedades doctrinas turbulentas, provocando guerras, sediciones y otras calamidades públicas y diciéndonos luego que todo ello es obra de los dioses… Estos espíritus se pasan el tiempo engañando a los mortales, produciendo a su alrededor ilusiones y prodigios. Pero su mayor ilusión es hacerse pasar por dioses protectores y por almas de los muertos». Rosa es igualmente de la opinión de que con el auxilio directo de estas entidades inferiores y perversas del astral es como se llevan a cabo toda clase de hechicerías.

En España reciben nombres diversos, según la región en la que nos encontremos: en el País Vasco están localizados prakagorris, mozorros, mamarros, mamures, galtxagorris y demás ralea duendil; en Cataluña, los maneirós; en Ibiza, el fameliá, y así un largo etcétera, teniendo además de las características ya dichas, otras propias, que les hacen ser diferentes unos de otros. Ahora bien, una vez conseguidos, nadie puede desprenderse de ellos fácilmente —salvo que los regale o los venda—, ni puede dejar de alimentados, ni puede cesar de enconmendarles alguna tarea.

La antropóloga británica Margareth Murray recogió abundantes testimonios de estos «demonios familiares» en sus obras, diciendo que, a menudo, se encarnaban en figura de gatos, liebres, perros, sapos, cuervos, ratones, etcétera. Distinguía entre «familiares empleados para la adivinación» y «familiares utilizados en las prácticas de magia». Cita a un brujo de Orleans llamado Silvain Nevillon, quien declaró en 1626 que los «espíritus familiares» o «diablillos encerrados» (marionettes) eran tenidos por ciertas brujas en forma de sapos, a los cuales alimentaban con una papilla de leche y harina. No se atrevían a salir de su casa sin antes pedir permiso a estos «familiares», diciéndoles durante cuánto tiempo iban a ausentarse, y si éstos, por un casual, consideraban que era demasiado lapso de tiempo, sus propietarios renunciaban a salir.

Esta dependencia de los pretendidos dueños con sus «familiares» es muy habitual también en los casos que hemos recogido en España, dándose la circunstancia que esa forma de sapo ha sido igualmente adoptada por alguno de estos seres, como ocurre con los «maridillos», de los que hablaremos más adelante. Por consiguiente, en nuestras leyendas, parece ser que un ser humano ejerce la función de dueño de estos espíritus familiares, pero, si las analizamos más a fondo, pronto comprobamos que el supuesto dueño no deja de ser un mero esclavo de su «familiar», desde el mismo momento que lo recogió o lo formó, pasando a tener, en todo caso, una relación recíproca de amo y sirviente, donde a la larga siempre acaba llevándose la peor parte el humano que ejerce de brujo, mago o hechicero, salvo casos muy contados, como, por ejemplo, el cura de Bargota, que murió longevo y feliz a pesar de tener unos cuantos «mamur» a su cargo. Eso sí, los «familiares» realizaban tareas inverosímiles, como, por ejemplo, trasladar a sus propietarios por el aire o construir lo que se les mandase en muy poco tiempo.

En varios cuentos populares, recogidos por Rodríguez Almodóvar, se les hace intervenir de forma directa, como ocurre en el Castillo de irás y no volverás o en Blancaflor, donde su protagonista, que suele ser una princesa o una maga, se sirve de estos diminutos demonios para realizar los trabajos que su padre manda hacer a su amado en una sola noche.

FORMAS QUE PUEDEN ADOPTAR Y PROCEDENCIA

Pueden adoptar tantas formas como uno pueda imaginar, pues, recordemos, muchos de ellos proceden primeramente del deseo mental de crearlos. Según algunas leyendas, se tratarían de unos insectos que se llevan dentro de un canuto de caña o en un alfiletero (así en localidades del Pirineo como Esterri de Anea, Son del Pino, Las Iglesias…) y al destapar el canuto salen volando como un enjambre de abejas. Si no se les manda trabajo, pican y acaban matando a su dueño. Esta forma de insectos también la adoptan en Cortézubi (País Vasco).

Otros, sin embargo, creen que son unos gusanos negros muy pequeños mientras permanecen dentro del alfiletero, pero en cuanto salen de él se transforman en diminutos diablillos con cuernos y cola, como ocurre en Sarroca de Bellera (Lleida) y en Cantabria. En Zarauz (Guipúzcoa) y, por lo general, en Galicia, Castilla y Baleares piensan que su forma es la de diablillos con calzones rojos, siendo esta imagen la más extendida.

Hay varias formas de conseguir uno de estos familiares, pero, dejando a un lado la invocación, dos son las más usuales: buscándolos o creándolos. Respecto a la primera, consiste en recogerlos en la noche víspera de San Juan o en esta misma noche mágica del solsticio de verano, buscando debajo de los helechos. Así ocurre en Cantabria o en el País Vasco.

Sin embargo, en Cataluña, Baleares y Galicia su procedencia es más curiosa, pues en las dos primeras zonas se «fabrican» de una extraña hierba que sólo nace en esta especial noche debajo de un puente concreto (Baleares) o de la semilla de una cierta planta llamada «maneironera» (Cataluña). Por el contrario, en Galicia hay que acudir a la busca y captura de un huevo de gallo negro para conseguir la formación de un «diablillo».

¿Homúnculos?

¿Se pueden crear seres vivos de la nada? ¿Se pueden materializar criaturas que en un primer momento eran inexistentes o meras creaciones mentales? Esta pregunta, sin duda, se la han formulado muchos personajes de nuestra historia, algunos ávidos de inmortalidad con la creación de seres que les perpetuaran a ellos. Éste es el caso de los novelistas y de algunos alquimistas.

Uno de ellos, Paracelso, vislumbró esta posibilidad; otros, cabalistas entre ellos, se decidieron a comenzar tamaña tarea y crear homúnculos o seres virtualmente engendrados de la nada o de una específica materia prima que, según algunas crónicas, adquirieron vida. Sería una especie de «generación espontánea», teoría científica que pretendía que podía surgir la vida de materias inertes y que estuvo muy en boga en la antigüedad hasta que, en 1859, Pasteur se encargó de demostrar que era falsa.

Sin embargo, los investigadores Alexandra David-Neel y Nicolás Roerich ya hablaban de ciertos prodigios realizados por lamas iniciados del Tíbet que, según algunos testigos, llegan a ser capaces de materializar literalmente ciertos pensamientos en forma de objetos o de seres aparentemente humanos y reales. Hablaban de los «Tulkus» (o proyecciones de objetos) y de los «Tulpas» (o proyecciones de seres humanos). Pero la tradición ocultista y cabalista también da cuenta de poderes semejantes en ciertos hombres, como el rabino Eleazar de Worms, al que la tradición hassídica atribuye la creación del primer golem en el siglo XIII. Sus tratados, entre ellos El libro del Ángel Raziel, se basan en los escritos cabalísticos de los místicos sefarditas de las ciudades españolas de Gerona y Guadalajara, estableciendo unas cuantas fórmulas mágicas entre las cuales se encuentra una —muy difusa e incompleta— sobre la creación de un golem con la colaboración de dos adeptos que podrían fabricarlo con arcilla virgen y recitando un galimatías de nombres y conjuros (debían recitar 231 variaciones alfabéticas), mientras daban vueltas mareantes (exactamente 462) en torno a la criatura previamente enterrada y encerrada en un círculo mágico.

Ahí quedó la cosa, sin que se supiera si realmente el homúnculo de Eleazar de Worms llegó a adquirir vida, pero sí nos han llegado más datos sobre otro rabino, el llamado Loew de Praga, que aseguran que fue el verdadero creador material del golem en el siglo XVI, el cual, según la tradición, logró encontrar los elementos que faltaban en la fórmula de Eleazar y creó un homúnculo que le serviría como un criado ocupado en los trabajos domésticos. En su frente figuraba la palabra hebrea «Emeth» (verdad) y cada día se iba desarrollando y haciéndose más fuerte y robusto que los demás moradores de la casa, a pesar de haber sido tan diminuto al principio. La forma de inmovilizar a este golem era borrarle la primera letra de la palabra que llevaba inscrita en la frente, de forma que sólo se leyera «Meth» (muerto), permaneciendo así inerte durante el sábado, día sagrado para los judíos y durante el cual no se puede realizar ninguna tarea.

Dicen que una vez olvidó hacer este proceso y el golem, sin ninguna tarea por hacer, se enfureció y entró en la sinagoga en pleno oficio destrozándolo todo, con el lógico pánico de los asistentes, los cuales terminaron definitivamente con su existencia, y el barro que quedó fue guardado en el desván de la sinagoga de Praga, donde aseguran que aún permanece, detrás de una reja.

Todo esto viene a cuento en el sentido de que la tradición sobre diablillos familiares, creados por sus futuros dueños y vinculados de una manera directa a la magia y a la brujería, no es algo insustancial, sin soporte histórico, pues, como hemos visto, su creencia va desde el Tíbet hasta Europa, penetrando fuertemente en España a través de una serie de brujos y adeptos a la magia negra y al satanismo que se dedicaban a crear este tipo de homúnculos, sobre todo a partir del siglo XVI, dejando su huella en casi todas las regiones donde la brujería tuvo mayor intensidad, desvaneciéndose su creencia en el siglo XVIII, principalmente a partir de la Revolución Francesa, donde todo aquello que tuviera reminiscencias fantásticas o míticas quedó anatemizado en aras de la más pura y estricta razón.

Entre los diablillos familiares que vamos a citar, tendríamos que hacer dos claros grupos: a) aquellos que son invocados por una parte y creados por otra, tomando como materia prima sustancias de lo más variopintas (gallos, hojas, granos, sangre…), siguiendo un proceso o ritual mágico complicado a base de fórmulas y símbolos asociados a la brujería y cuyos creadores eran brujas o magos que frecuentaban los aquelarres, al lado de sus «diablillos», criaturas a las que podríamos denominar homúnculos; y b) aquellos otros de los que no hay una clara constancia de que hayan sido creados, sino buscados y localizados en ciertos parajes especiales, en días muy concretos del año. Estos últimos, estando igualmente asociados a la brujería, no tendrían vinculación con la magia negra, sino con la blanca o benefactora, es decir, estarían dispuestos a ayudar a su dueño y a terceras personas sin que por eso el alma del poseedor peligrara.

Los homúnculos, simplificando, serían los clásicos diablillos encerrados en una botella, a mitad de camino entre el genio de la lámpara de Aladino y el diablo cojuelo de Don Cleofás, muy invocados en ceremonias hechiceriles y con los que se debía tener muy presente dos aspectos: su alimentación (no se les podía dejar pasar hambre) y su traspaso (había que escoger a la persona adecuada para que fueran sus futuros dueños y herederos). Por otra parte, tenían parecidas características que los duendes: se podrían transformar en diversas formas animalescas —incluso humanas— y eran muy inquietos y vivarachos.

El hecho de que se vincule a todos estos seres con prácticas brujeriles ha posibilitado que se creen fabulosas leyendas alrededor de ellos: la de transportar a sus dueños por los aires a los lugares más remotos y en un lapso de tiempo insignificante o que podían hacer a sus dueños invisibles y poderosos gracias a su mera tenencia. ¿Qué hay de verdad en todo ello? Como casi siempre ocurre, y mucho más tratando de estos temas tan nebulosos y resbaladizos, ni todo es rigurosamente verdad ni creemos que alguien se haya tomado la molestia de inventar todo lo que atañe a estos «familiares». Lean los datos y juzguen por sí mismos, pero recuerden que existen tantas cosas extrañas en este Universo…

El diablo cojuelo

De entre todos los demonios familiares que pululan por nuestra geografía, el más popular, sin duda, es el «diablo cojuelo», que pertenecería por derecho propio al género de los invocados. Gracias a la obra del ecijano Luis Vélez de Guevara, del mismo título, donde recrea un diablillo de estas características, pícaro y simpaticón, y gracias, sobre todo, a ciertos grimorios, el diablo cojuelo ha tenido una larga vida en cualquier tertulia literaria o ceremonia hechiceril que se preciase entre los siglos XVI y XVII.

La trama de la obra de Vélez de Guevara, muy escuetamente, es como sigue: Un caluroso día de julio, cuando los madrileños vuelven de refrescarse en el río, el estudiante don Cleofás Leandro Pérez Zambullo huye por los tejados de las iras de una supuesta doncella y de la justicia, por un pretendido estupro. De tejado en tejado acaba por caer en una buhardilla que no era otra cosa que el estudio de un astrólogo, donde oye unos suspiros.

Don Cleofás exclama entonces: «¡Quién diablos suspira aquí!», descubriendo que era un diablejo encerrado en una redoma, tan harto de su cárcel, que está deseando que lleguen los inquisidores para ponerlo en libertad. El diablillo pide al estudiante que rompa la botella, y, cuando lo hace, se convierte en un hombrecillo con muletas, que no tiene muelas ni dientes pero con unos enormes bigotes. Cuando le pregunta por su nombre, el diablillo contesta: «Diablo más que menudo soy yo. Yo soy las pulgas del infierno, la chisme, el enredo… yo traje al mundo la zarabanda… el guirigay, el avilipinte… las jácaras, los volitines, los títeres… y, al fin, yo me llamo el Diablo Cojuelo».

Diablo cojuelo

Diablo cojuelo

Favorito de las brujas y especialmente preferido en las invocaciones mágicas para hacer que vuelva un ser querido, es considerado, paradójicamente, el más veloz de todos los demonios para estos menesteres.

Agradeciendo el favor que le ha hecho don Cleofás, el diablo, usando de su magia, lo lleva por los aires hasta la madrileña torre de San Salvador desde donde descubre todos los tejados y el interior de las casas de «esta Babilonia Española», donde no faltan hipócritas piadosas, obispos, regidores de Indias, taberneros, maestros… y demás variada fauna humana.

Este diablo representa una clara transición entre el familiar y el duende porque, si bien su estatura es tan diminuta como para caber en una redoma de alquimista y realiza hechos prodigiosos como trasladar por los aires a su dueño don Cleofás (tamaño y comportamiento típicos de un demonio familiar), también es verdad que sus traviesas costumbres son las propias de un duende, y el hecho de que sea descrito con aspecto de demonio (con cuernos y rabo), y además esté cojo, lo asocia inmediatamente con el trasgo asturiano y cántabro, es decir, con la familia duendil por excelencia. Además, no hay que olvidar que estamos hablando de un «demonio» pequeño, travieso y con poderes, es decir, un personaje de los que nuestros antepasados dirían que estaría bajo las órdenes de Satán para tentar a los seres humanos o para crear acólitos entre ellos; por consiguiente, el «diablo cojuelo» nos serviría perfectamente como «eslabón perdido» entre los demonios de la teología judía y cristiana, los espíritus familiares que estamos describiendo y los duendes domésticos, para participar de todos ellos, y de ahí que su mito haya sido tan extendido por todas partes aunque recibiera otros nombres. Así entronca con Bastián el granadino y con el diablo Asmodeo, cojos como él, y con el «diablo en la botella», obra que escribió Lesage en el siglo XVIII, clara imitación de lo que hizo unos años antes Vélez de Guevara.

Para saber algo sobre el origen de tan ostentosa cojera hay que remitimos a una clásica leyenda del rey Salomón, el cual dicen que consiguió encerrar en una botella a todos los espíritus malignos, menos a uno cojo, el mismo que al final logró liberar a todos los demás. La cojera de este pequeño diablillo, al parecer, se debía a que cuando se produjo la famosa rebelión contra Dios y los ángeles rebeldes fueron expulsados del cielo, éstos cayeron encima de él, dejándolo perniquebrado, con una cojera que arrastraría para siempre.

Este diablo fue muy popular en los siglos XVI y XVII, invocado por brujas en numerosos conjuros y hechicerías, según se desprende de varios procesos del Santo Oficio. En el proceso del Tribunal de la Inquisición de Toledo, efectuado en 1668 contra la hechicera Águeda Rodríguez, sabemos que utilizaba este personal conjuro: «Diablo Cojuelo, tráemelo luego; diablo del pozo, tráemelo, que no es casado, que no es mozo; diablo de la Quinteria, tráemelo a la feria; diablo de la plaza, tráemelo en danza».

Lo cierto es que su invocación estaba siempre emparejada con la búsqueda y posterior captura o localización del ser querido o ansiado por la persona que acudía a la bruja y cuyo propósito era conseguir que volviera.

En Euskadi se utilizaba, entre otras, esta invocación: «Barrabás, Satanás, Belcebú y Lucifer, venid y llamad a las siete capitanías de los diablos y enviad al diablo cojuelo para que me traiga a fulano», recitada durante trece días, y en las islas Canarias, sus brujas también invocaban a este travieso diablo para fines similares, puesto en relación curiosamente con doña María de Padilla, la amante de Pedro I de Castilla, con fórmulas rituales similares a éstas: «Levántate, María de Padilla, de esos infiernos donde estás y tu manto negro te cubrirás y a fulano me traerás», para luego decir «Diablo cojuelo, tráemelo luego».

Este diablo cojitranco, el más veloz de todos a pesar de su cojera, es más universal de lo que parece, pues ha cruzado el océano y es conocido, por ejemplo, en las tradiciones brasileñas que aseguran que el bosque tiene por espíritu a un diablo cojuelo que suele extraviar al cazador.

FAMILIARES ISLEÑOS

Islas Baleares

En las islas Baleares encontramos tal batiburrillo de datos mezclados sobre duendes y familiares que es francamente difícil separar, en sus leyendas, los unos de los otros.

Cuando estudiamos al «follet», pensando que sería como sus primos hermanos de Cataluña y Levante, es decir, un duende hecho y derecho, vemos que se trata más bien de un «espíritu familiar», aunque otras veces se trata de la investidura de un «poder» que tiene el brujo para hacer o no hacer algo, de ahí la expresión de que fulano «tenía follet», para indicar que se amparaba en algo mágico que lo protegía y que le facilitaba para obrar grandes prodigios.

Cuando analizamos al «barruguet» ibicenco, comprobamos que en muchas de sus características era similar al «fameliá», clásico espécimen de demonio familiar de la misma isla, aunque en otras se comportaba de forma tan tosca y estúpida como los duendes de la península Ibérica. Y para colmo, al describir al «dimoni-boiet» de Mallorca, volvemos a ver el mismo grado de confusionismo que en el resto de los seres de este archipiélago. Al final se llega a la conclusión que aquí nada es lo que parece realmente y que posiblemente se han tergiversado tanto las leyendas que lo que antaño era un duende ahora lo asocian a un «familiar», y viceversa, permaneciendo estos personajes en un halo de misterio e incertidumbre aún por desentrañar.

Y aún más, figuras como el barruguet o el boiet, tanto por los lugares donde habitan (que no son casas) como por las cosas que hacen, se parecen más a los «Enanos» e incluso a los «diaños burlones» del norte de España. Pero si tenemos que formular una teoría con todo lo que sabemos de ellos, no nos queda más remedio que encuadrar dentro de la categoría de «demonios familiares» a todos ellos: «follets», «fameliás», «barruguets», «dimonis-boiets» y «homenets de colzada», que serían distintos nombres para el mismo personaje, lo que significa que en las islas Baleares no existirían duendes propiamente dichos, ya que tanto su estatura como sus quehaceres los aleja en varios aspectos de sus parientes los «duendes domésticos», pues los mencionados hasta aquí son todos ellos muy pequeños, deben ser capturados, otorgan al que los posee un gran servicio y, por último, adoptan la forma de diablillos con cuernos y rabos.

Lo que ocurre es que en estas islas también ha habido, por lo menos en otros tiempos, elementales de los bosques, de marcado carácter promiscuo, con apetencia por las mujeres (recuérdese al dios Bes ibicenco-cartaginés) y por las transformaciones espectaculares (generalmente en burros que se alargan o en niños llorando). Ésta es la razón, creemos, de este singular «potaje» duendil que no hay forma de sistematizar con claridad como ocurre en otros lugares de España, aunque hemos desglosado a los follets y los barruguets dentro de los «duendes domésticos» (con reparos) y a los dimonis-boiets, así como a los fameliás, dentro de los «diablillos familiares» (con menos reparos), por considerar que así se ajusta más al mito original, sin interpolaciones posteriores que, repetimos, han tergiversado un tanto el asunto.

Los Dimonis-Boiets (Mallorca)

Los «dimonis-boiets», equivalentes a los «fameliar» o fameliás ibicencos, forman parte, sin duda, de esa gran familia de duendecillos llamados «diablillos familiares», aunque con la intrusión de alguna que otra leyenda espuria, pues son de pequeñísima estatura y casi inaprensibles, hasta el extremo que caben varios de ellos en una caña o en un alfiletero. Su aspecto físico no es de gusanos o de polillas, sino de diablillos, y, cuando alguien tiene la dudosa suerte de verlos, se parecen a negras volutas de humo, con cuernecillos y cola, que nunca paran de moverse.

Suelen vivir indistintamente en plena naturaleza o dentro de las casas. La cuestión es coger uno o varios de ellos, pudiendo ser encerrados en pequeños recipientes para ser más tarde usados en provecho de su poseedor.

Cuando éstos son momentáneamente liberados, gritan:

—«¿Que farem?, ¿que farem?, ¿que farem?».

Y si a la tercera vez que lo repiten no se les ha encomendado alguna tarea, se arrojan sobre su dueño y lo destrozan.

La leyenda que a continuación transcribimos demuestra claramente que contra ellos se pueden usar las mismas armas que contra los trasgos:

Se dice que la mujer de un molinero mallorquín fue abordada por un grupo de diminutos «dimonis-boiets» que le pidieron un poco de trigo.

—«¿Daros grano? ¿Por qué, si probablemente ya me habéis robado media espuerta? Pero si realmente queréis que os lo dé —dijo la mujer—, lavad esta lana. Cuando sea completamente blanca, venid y os daré el trigo».

Los boiets miraron a la lana y a la mujer.

Algunos de los más pequeños empezaron a llorar.

—«¡Pero si esta lana es negra!

Nunca la podremos hacer blanca».

La mujer del molinero se rió de ellos. Les había pedido un favor y sabía que estaban obligados a hacerlo.

Muy lentamente, los boiets dejaron el molino y no se les ha vuelto a ver en la isla. Algún día —dicen volverán con la lana blanca para cobrar su premio.

Dimoni-boiet

Dimoni-boiet

En las islas Baleares existe un gran confusionismo entre duendes y familiares, sin que en sus recuerdos y leyendas se logren diferenciar perfectamente. Es como si los follets, los barruguets y los dimonis-boiets, en su afán de transformismo, hicieran burla de todo intento clasificatorio.

Otra leyenda similar que habla de ellos está localizada en la cima de la Serra de Na Burguesa, denominada «S’Avenc de Sa Moneda», zona de helechos donde se localiza un pozo natural sólo accesible por escala, teniendo en su interior varias oquedades en las cuales se han situado la morada de los «boiets», a los que atribuye la imaginación popular oficios como el de herreros, propios de otro tipo de «elementales terrestres» (los enanos, por ejemplo), forjando monedas de oro sin parar.

De vez en cuando salían de sus cuevas, muy nerviosos, trabajando por los alrededores en las tareas más diversas: construir bancales, horadar pozos, arreglar paredes… cualquier cosa era válida con tal de no estar quietos, pues una de sus características, como ya hemos dicho, referidas a todos los «diablillos familiares», es estar en continuo movimiento y actividad.

Una de las casas que estaba ubicada cerca de este pozo, solía recibir las visitas de estos seres, y a la dueña del hogar no le hacía mucha gracia tener por huéspedes a estos molestos diablillos que cambiaban las cosas de lugar, escondiendo cubiertos y tijeras, derramando la leche, molestando a las Ovejas y acciones similares.

Cada día estos «boiets» acudían a ella dando brincos, gritando: «¿Que farem?» y abriendo su descomunal boca (desproporcionada con respecto al resto de la cara) para que les diera de comer algo, hasta que se cansó de ellos y resolvió alejarlos de allí definitivamente, encargándoles la tarea de separar los pelos negros de los blancos de varios becerros de lana gris, colocándolos en montones distintos.

Al principio, los «boiets» realizaban esta tarea con sumo agrado, hasta que después de muchas horas se dieron cuenta de la tamaña estupidez que estaban haciendo y que era una misión casi imposible, por lo que se pusieron a gritar como locos, abandonando el lugar muy humillados y derrotados.

Esta leyenda empalma con otra que dice que al marchar los «boiets» de la sima, dejaron en las oquedades donde vivían un fabuloso tesoro escondido, custodiado por un fiero dragón que duerme en su interior, a la orilla de un río subterráneo, en perpetua guardia para que nadie lo robe.

El «fameliar» (Ibiza y Formentera)

Es uno de los espíritus familiares que pueblan la isla de Ibiza (Eivissa) y que suele tomar la forma de un hombrecillo con una gran fuerza.

La gente del pueblo ibicenco de Santa Eulalia del Riu cree en él y, además, sabe cómo crearlo. Sí, han leído bien, pues es uno de los pocos seres que, al igual que el Golem judío, se puede fabricar con intervención humana.

Fameliá

Fameliá

Hay quienes creen que tener unos cuantos «fameliá» es algo muy útil, pues es sabida su alta capacidad de trabajo, que dejaría en mantillas a un obrero Japonés.

Debajo justo del «Pont del Dimoni» (Puente del Demonio) —un viejo puente que dicen construyó el demonio en una sola noche, al despuntar el alba del día de San Juan, momento en que el sol parece bailar durante unos instantes—, crece una pequeña hierba cuya vida dura apenas unos segundos. El que la recoja la debe guardar rápidamente en una botella negra, con un poco de agua bendita dentro, pues de lo contrario la hierba se esfumará entre los dedos. Otras versiones dicen que hay que ir a las doce en punto de la noche de San Juan, y sobre esta hora el «cazador» verá aparecer ante sus ojos unas lucecitas de colores que no son otros que los fameliá sueltos dispuestos a ser cogidos e introducidos en la botella negra. Si el proceso se hace correctamente se habrá conseguido, al cabo de algunos días, un «fameliá». Al destapar la botella, saldrá este duendecillo obediente y trabajador que puede realizar las faenas más penosas del hogar y todo aquello que se le mande. Las leyendas dicen que puede construir una casa él solito en una sola noche, como ocurre con los Mamur vascos. Si se le quiere hacer regresar a la botella, hay que pronunciar una fórmula mágica, cuyo secreto se reservan los autores para que siga conservando su carácter mágico.

Dentro de la botella negra el fameliá permanecía invisible, pero cuando se le dejaba en libertad tomaba la forma de un enano deforme y horrible, de boca espantosa y dientuda, que, brincando de un lado para otro de manera incesante, repite sin parar su «mantra» favorito:

—¡Feina o Menjar! (¡Trabajo o comida!)

Y hay que darle una de las dos cosas en cantidad, «fameliá» es tener siempre algo que hacer.

Sin embargo, en la botella podían permanecer invisibles durante cientos de años (al modo del genio de la lámpara de Aladino), hasta que alguna mano inocente, o no tanto, la destapaba, que, según los mitos locales, suele ser una mujer (por eso de Pandora, nos imaginamos). El fameliá salía entonces del pequeño y oscuro habitáculo con una gran llamarada, causando a primera vista un gran espanto por lo horroroso de su aspecto, repitiendo su eterno estribillo: ¡Feina o Menjar!

Su voracidad es insaciable, como las exageraciones que se cuentan de ellos, puesto que, si hemos de creer ciertas leyendas, pueden tragarse en pocos minutos todo el ganado de los corrales, incluidas las acémilas, las gallinas, las reservas de la despensa y todo lo que encuentren a su paso. Pero aquí, en Ibiza, no hay relatos que digan que se come a su dueño, como ocurre en Cataluña con los Maneirós o en Cantabria con los Mengues, lo cual no deja de ser un consuelo. Cuando las cosas se ven difíciles, hay que decir rápidamente las misteriosas palabras mágicas y el fameliá se introducirá en la botella. Lo malo es si no se recuerdan o no se sabe la oración. Pero todo tiene su remedio, y como estamos hablando de una familia de duendes, que no son muy listos que digamos, una solución para librarse del fameliá es lo que hizo una payesa, cuyo marido, que es quien conocía las palabras mágicas, se hallaba ausente. Ordenó al fameliá que lavase la lana de unas ovejas negras, hasta convertidas en ovejas de lana blanca. Con esta simple orden los mantuvo ocupados hasta que llegó su marido y los hizo regresar a la botella pronunciando la enigmática frase. También la imaginación y el ingenio popular proponen algunas soluciones provisionales, mientras no pueda devolvérsele a la botella:

—Soltar una ventosidad y ordenar que la agarre y la pinte.

—Dadle un pelo del pubis para que lo desrice o que lo lave hasta que lo deje blanco.

Existen varias historias sobre los fameliá, localizadas en distintos puntos de la isla de Ibiza, como en Balasart o en Pou d’es Lleó, y en concreto, de este último lugar, relatamos una leyenda cuyos ecos aún recorren estos contornos.

Ocurrió una vez que varios de los habitantes de una casa d’es Pou d’es Lleó, al pasar por el lado del pozo que allí existe con este nombre, acertaron a encontrar una botella herméticamente cerrada y misteriosa, y aunque ellos habían oído comentar muchas veces la existencia de los «fameliás» y «barruguets», nunca hubieran pensado que podían llegar a encontrarse con uno de ellos.

No habían terminado de quitar el tapón a la botella, cuando del interior de la misma salió un «fameliá», el cual, rápidamente exclamó:

—¡Feina o menjar!

Los payeses, visiblemente asustados, regresaron con él a su casa y le ordenaron barrer, segar y arar, a lo que no ponía reparos, haciéndolo todo en un abrir y cerrar de ojos. Como no sabían muy bien qué hacer con tan infatigable trabajador, le mandaron a lavar lana negra, a dar vueltas a toda la isla, a contar los pelos de un gato, a contar las estrellas del firmamento, y hasta que apagara el Sol soplando fuertemente, pero no hubo manera de librarse de él.

Finalmente, optaron por ordenarle lo siguiente:

—¿Ves el pozo que está junto al mar?, pues debes llenar dicho pozo con agua salada, y cuando esté lleno, debes transformada en agua dulce y echarla al mar. Así sucesivamente.

Cuentan que todavía el duendecillo está trabajando en el interior del pozo, y los payeses quedaron muy satisfechos de su ocurrencia para poder librarse de su presencia, y a partir de entonces, por muchas botellas que encontraran, no les volvió a interesar nunca más su contenido.

Los familiares (Islas Canarias)

La Inquisición canaria fue establecida en estas islas en el año 1504 (recordemos que en la Península lo fue en 1487 por el papa Sixto IV a petición de los Reyes Católicos), y en su historia fueron relativamente pocos los autos de fe que allí se celebraron, con un escaso número de víctimas mortales con motivo de las prácticas brujeriles o heréticas que se detectaron. Y donde hay un proceso contra una bruja suele haber un testimonio que habla de ungüentos, pócimas, aquelarres… así como de la presencia de demonios o familiares.

Estos pequeños demonios populares, más sumisos que los tradicionales, son llamados en las islas Canarias con el nombre genérico de «familiares», y aunque sus referencias son muy escasas, éstas nos ayudan para constatar que eran suficientemente conocidos en estas islas y que no se trataba del diablo cojuelo al que tan sólo utilizaban para sus conjuros.

Sabemos que debían ser capturados o formados y que su relación es de vasallaje, o sea, amo-esclavo, obedeciendo y cumpliendo hasta el más mínimo capricho de su dueño, que para eso ha tenido que pasar por una serie de difíciles pruebas hasta lograr poseerlo, dándole, como contrapartida, de comer y cuidando de que no se le escape.

El investigador Francisco Fajardo Spínola reúne varios casos de procesos inquisitoriales en las Islas Afortunadas, como aquel acaecido en la isla de La Gomera, cuyo testimonio, fechado en 1570, aseguraba que una mujer tenía encerrado uno de estos «familiares» en el interior de un anillo, que siempre llevaba puesto, que nos imaginamos sería, por pequeño que fuese, de sello de obispo o similar, porque ya se sabe que estos diminutos seres son muy renacuajos, pero sin exagerar.

Otro testimonio cita a una mujer, asimismo de La Gomera, que poseía una «caja o una redoma o un jarro» en el que vio unas cosas vivas que iban unas para abajo y otras para arriba, unas prietas y otras verdes, y que decían que eran familiares.

Ana de la Cruz, mulata, procesada por bruja en 1690, comentó durante su proceso el curioso procedimiento para poder conseguir uno de estos minúsculos seres, que no era otro que juntar tres granos de helecho, y de esta manera formaba un «familiar» que le acompañaba a todas partes. De nuevo, el helecho hace acto de presencia, esta vez en tierras tan lejanas de las vascas o astures, vinculado a estos diablillos inquietos.

De todos era sabido que Juan de Ascanio, vecino de La Laguna, tenía un «familiar» encerrado dentro de una caja, la cual, en una ocasión, fue abierta por su mujer presa de una malsana curiosidad que ni pudo ni quiso evitar. En ese momento, el «familiar» que había dentro aprovechó para dar un brinco y salió corriendo, sin que nunca más se supiera de él, lo cual no deja de ser lógico, pues aquellos que son «creados» de alguna sustancia no olvidemos que son meros esclavos de sus dueños y que a la más mínima oportunidad de recuperar su libertad la suelen aprovechar.

Familiar canario. Tan pequeño que cabe en el interior del anillo del brujo que lo lleva consigo a todas las partes donde vaya y con el cual se siente investido de poder y protegido.

Familiar canario

FAMILIARES VASCO-NAVARROS

Los Maridillos

En Navarra, «la tierra clásica de la brujería», como escribió Menéndez y Pelayo, aparecen unos geniecillos domésticos, muy ligados a las brujas, en forma de sapos.

En el proceso contra las brujas de Zugarramundi, que dio lugar al auto de fe celebrado en Logroño los días 6 y 7 de noviembre de 1610, los acusados confesaron cosas asombrosas, como que utilizaban como medio de transporte escobas, sierpes, murciélagos, búhos y esqueletos de animales. También declararon que disponían en el aquelarre de servidores bajo la forma de «Sapos Vestidos» y «Sapos Desnudos». Estos últimos, mucho más pacíficos, eran cuidados por los niños que acudían a la ceremonia sabática, para lo cual les proveía el diablo de unas varillas o palitroques con el fin de que no se escaparan, pero, eso sí, tratándolos con respeto. Eran verdaderas moradas de sapos que las brujas recogían por los campos para luego hacer de ellos veneno y ponzoñas.

Maridillo

Maridillo

Respecto a los «Sapos Vestidos», el demonio se los daba a las brujas para que les sirviesen de ángeles tutelares y de acompañantes aéreos, poseyendo uno cada maestra bruja.

Bueno será remitirnos a las fuentes originales, que no son otras que la extensa relación que publicó en 1611 Juan de Mongastón del celebérrimo auto de fe contra los reconciliados y condenados, en la que menciona algunos de los testimonios más notables habidos en dicho proceso de Logroño. Para no desaprovechar su valor intrínseco, citamos textualmente:

Estos sapos vestidos son demonios con figura de sapo, que acompañan y asisten a los brujos para inducir y ayudar a que cometan siempre mayores maldades; están vestidos de paño o de terciopelo de diferentes colores, ajustado al cuerpo con una sola abertura, que se cierra por debajo de la barriga, con un capirote como á manera de cepillo, y nunca se les rompe, y siempre permanece en un mesmo ser; y los sapos tienen la cabeza levantada, y la cara del demonio, del mesmo talle y figura que la tiene el que es señor del aquelarre y al cuello traen cascabeles y otros dijes. Hanlos de sustentar, y les dan de comer y beber, pan, vino y de las demás cosas que tenen para su sustento, se lo comen llevándolo con sus manos á la boca, y si no se lo dan, se lo piden diciendo: «nuestro amo, poco me regaláis dadme de comer». Y muchas y diversas veces hablan y comunican con ellos sus cosas, y el demonio les toma estrecha cuenta del cuidado que tienen en regalarlos, y los castiga y reprende gravemente cuando se han descuidado en regalarlos y darles de comer. Y Beltrana Fargue refiere que daba el pecho á su sapo, y que algunas veces dende el suelo se alargaba y estendía hasta buscar y tomarla el pecho, y otras veces en figura de muchacho se la ponía en los brazos para que ella se lo diese. Y los sapos tienen cuidado de despertar á sus amos, y avisarles cuando es tiempo de ir al aquelarre; y el demonio se los da como por ángeles de guarda, para que los sirvan y acompañen, animen y soliciten á cometer todo género de maldades, y saquen dellos el agua con que se untan para ir al aquelarre, y á destruir los campos y frutos, y á matar y á hacer mal á las personas y ganados, y para hacer a polvos y ponzoñas con que hacen los dichos daños.

Esta agua la sacan en esta manera: después que han dado de comer al sapo, con unas varillas le azotan, y él se va encontrando e hinchando, y el demonio que se halla presente, les va diciendo: «dadle mas», y les dice que cesen cuando le han dado cuanto es menester, y luego se aprietan con el pié contra el suelo, o con las manos, y después el sapo se va acomodando, levantándose sobre las manos o sobre los pies, y vomita por la boca o por las partes traseras una agua verdinegra muy hedionda en una barreña que para ello le ponen, la cual recogen y guardan en una olla. Y siempre que han de ir á los aquelarres (que son tres días de todas las semanas, lunes, miércoles y viernes, después de las nueve de la noche) se untan con la dicha agua la cara, manos, pechos, partes vergonzosas y plantas de los pies, diciendo: «señor en tu nombre me unto; de aquí adelante yo he de ser una mesma contigo, yo he de ser demonio, y no quiero tener nada con Dios». Y María de Zozaya añade que decía ciertas palabras en vascuence, que quiere decir aquí y allí. Y su sapo vestido (que está presente cuando se untan, y tiene cuidado de los avisar cuando es hora para que vayan) los va guiando y saca de las casas por las puertas o ventanas, o resquicios de las puertas, o por otros agujeros muy pequeños que el demonio les abre para que puedan salir, aunque los Orujos piensen y les parece que se hacen muy pequeños. Y así María de Yurreteguia se quejaba y decía á María Chipia, su tía, que para qué la achicaba y ponía tan chiquita, y le respondía que qué se le daba á ella por eso, pues después la alargaba y volvía á poner en su estatura. Y lo más ordinario, se van por el aire, llevando á su lado izquierdo sus sapos vestidos, aunque otras veces se van por su pié, y los sapos Van delante saltando, y muy breve llegan al aquelarre, donde está el demonio con horrenda y muy espantosa figura.

Estos «elementales» eran, muy probablemente, los que el padre Martín del Río, en su obra Disquisiciones mágicas, designa con el nombre de «Maridillos», que el demonio entregaba a sus acólitos para que les sirvieran de criados.

«Será éste el duende familiar —nos dice Sánchez Dragó— de su respectiva brujo, al que vestirá, calzará, obedecerá, proporcionará ungüentos y fundamentalmente despertará minutos antes de que comience el aquelarre».

Como se puede deducir de lo expuesto, en este caso no nos encontramos con espíritus familiares propiamente dichos, sino con una clase de «demonios familiares» de baja categoría y estopa, que aun cumpliendo las mismas funciones que los otros, es decir, proteger y ejecutar lo que le dice su dueño, su naturaleza es bien distinta, ya que su origen está íntimamente relacionado con la brujería y los aquelarres, a modo de un «regalo» que se daba a las brujas y brujos que firmaban un pacto con Satán. En casi todos los procesos de brujería que se celebraron en Inglaterra, entre los siglos XVI y XVII, era frecuente que en las declaraciones de los implicados aparecieran estos seres, a los que se consideraba como una contraposición de los ángeles de la guarda y que podían ser heredados de bruja a bruja, bajo ciertos rituales, como ocurría con los «cermeños» andaluces.

El quinto inquisidor general, Alfonso Manríquez, que ejerció el cargo desde 1522 a 1539, publicó un edicto en el que se decía que era deber de todo católico denunciar a la Santa Inquisición a cualquier persona que mantuviera espíritus o demonios familiares, lo que pone de manifiesto la importancia y difusión que tenían estos diminutos engendros en la España de aquel tiempo.

Antonio de Torquemada también se hace eco de esta creencia en su obra jardín de flores curiosas, manifestando que todos los brujos y las brujas son llevados a los aquelarre s por demonios en figura de cabrones, a los cuales ellos llaman «martinetes», y no está de más recordar que este nombre es uno de los muchos con que se llamó al diablo, junto con los de «martinetto» y «martinello».

La apariencia de estos «familiares» como sapos no es sólo patrimonio de Navarra, sino también castellana, y así al menos se señala en algunos procesos de la Inquisición de Toledo y Cuenca.

Los Mamur

Cualquier persona con los conocimientos suficientes puede apoderarse de unos cuantos Mamur dejando abierto un alfiletero u otro estuche sobre un zarzal en la noche víspera de San Juan, siempre que se recojan justo a la medianoche. En Munguía (Vizcaya) se contaba que el alfiletero hay que colocarlo en el monte Sollube y esperar a que estos minúsculos duendecillos entren solos. En Añes (Álava) se dice que quien recoja la imaginaria flor del helecho en la noche de San Juan, los reconocerá inmediatamente y podrá tomarlos, algo, en verdad, difícil, pues, que sepamos, el helecho no produce nunca flores.

Como es habitual, estos seres son invisibles a los ojos humanos con excepción de un día señalado: La noche de San Juan, que es el único momento en que se les ve saltando y correteando entre las hojas de los helechos perdiendo esa propiedad en el momento en que pasan a pertenecer a un humano.

Sobre su aspecto hay varias opiniones. Así, para algunos, adquieren la forma de insectos, en tanto que otros dicen que son como hombres minúsculos vestidos con calzones y gorros rojos y muy ligados a las brujas, a las que ayudan y sirven.

En una vieja historia que antaño se contaba en Zarauz (Guipúzcoa) se decía que los Mamur se compraban en una tienda de Bayona, donde por media onza daban cuatro metidos en un alfiletero, en figura de diablos, con calzones rojos. En Cortezubi se contaba que tenían aspecto de insectos y que había que venderlos siempre con ganancia.

Marmur

Marmur

En cuanto se destapa la caja en la que se encuentran encerrados, salen de ella y empiezan a girar alrededor de la cabeza de su dueño preguntándole de forma machacona: «¿Qué quieres que hagamos?, ¿eh?, ¿qué quieres que hagamos?», y empiezan a realizar rápidamente todas las labores que se les pida, por extrañas que sean.

De aquellas personas, como adivinos (azti), brujos (sorguin) o curanderos, que hacen grandes prodigios, se dice de ellos que poseen «mamurak». Generalmente los llevaban en alfileteros, aunque en el pueblo alavés de Añes los llevaban dentro del mango de la hoz, y si por malaventura se rompía dicho mango, los geniecillos huían y ya no se les volvía a ver más.

Estos minúsculos seres son capaces de realizar increíbles proezas. Así, existe en Zarauz la sorprendente leyenda de un boyero que apostó a que sus bueyes trasladaban más lejos que ningún otro una piedra de pruebas. En el transcurso de la competición, viendo que sus bueyes flojeaban y que estaba a punto de perder la apuesta, les colocó sigilosamente el alfiletero de los Mamur en el yugo y al instante su pareja de bueyes sacó tal distancia a sus competidores que no solamente ganó la prueba, sino que dejo a los presentes con la boca abierta.

En Aizpuru (Orozco, Vizcaya) se cuenta que había un cura que lograba trasladarse a Madrid con su criado por obra de los duendecillos, para así poder presenciar las corridas que le apetecían, regresando luego a su pueblo en unos pocos minutos.

No es fácil ni recomendable quitarse de encima a estos diminutos seres como si fueran ropa de usar y tirar, pues si valoramos sus consecuencias en una balanza, ésta se inclina más por las fatales.

En Cortézubi, un hombre compró los Mamur para su servicio. Cuando realizaron tres trabajos consecutivos, volvieron todos y le preguntaron a su dueño: «¿Qué hacemos ahora?», y el hombre les ordenó que le trajeran agua en una cuba. Al no poder realizar tal labor, se retiraron malhumorados.

Hay gente, sin embargo, que mantiene secuestrados los Mamur toda su vida, si bien sus dueños no pueden morir, ni suavizar su agonía, si antes no se deshacen de ellos, ya sea vendiéndoselos o regalándoselos a alguien o haciendo que desaparezcan, obligándoles a hacer algo imposible.

En Bedía, por ejemplo, aseguraban que una anciana del barrio Burtetza estuvo agonizando durante varios días. El cura que la asistía se dio cuenta de que en el lecho de la moribunda había un saquito lleno de estos espíritus familiares, así que lo recogió y lo echó al fuego, de donde salieron los duendecillos dando alaridos. Fue entonces cuando la anciana pudo morir en paz.

La forma de llamar a los Mamur en el País Vasco y en Navarra es muy variada, toda vez que se encuentran muy extendidos. De hecho, el nombre de Mamur, que hemos elegido como genérico para este capítulo, se encuentra restringido a Leiza y Lesaca (Navarra).

En Albiztur (Guipúzcoa), muy cerca de Tolosa, se los denomina Mozorros, y se dice que el aizcolari Santagueda llevaba consigo varios de ellos como valedores, saliendo de esta manera victorioso en sus competiciones de corte de troncos o en cualquier otro deporte vasco.

En Ibárturi (Vizcaya) se los llama los «Patu» o «Patuek». Allí dicen, cuando uno tiene suerte en los negocios, que tiene «buen patu».

En Orozco (Vizcaya) se los llama «familiares» o «Familejerak». En el pueblo vizcaíno de Albadiano son conocidos como «Ximelgorri» sin embargo, en Añes son denominados «Enemiguillos», y en Abecia, «Enemigos».

En Zarauz (Guipúzcoa) reciben indistintamente los nombres de «Mamarro» y «Galtxagorri» (calzones rojos). Este último nombre es similar al de Guernica (Vizcaya) donde se les designa como «Prakagorri» (pantalones rojos).

El caso del cura de Bargota

En la montaña alavesa, y sobre todo en el pueblo navarro de Bargota, cerca de Viana, a 20 kilómetros de Logroño, es conocido un cura y nigromante de nombre Juanis o Johanes, por las muchas hazañas, prodigios por las fechorías que realizó en su vida valiéndose de los Mamur o Mamarros. El cura de Bargota es un personaje histórico con ciertos tintes fantásticos, que realizó sus estudios en la Universidad de Salamanca, y sobre todo en sus sótanos (la célebre cueva de Salamanca), donde pasaba más tiempo aprendiendo artes brujeriles de labios del propio diablo. Se decía que el brujo de Bargota había perdido su sombra en el momento que hizo un pacto con el demonio dentro de dicha cueva para recibir a cambio una capa que era capaz de hacerle invisible cuando se la ponía. Unicamente recuperaba la sombra en el momento de la consagración, mientras celebraba la Santa Misa.

El director de cine Pedro Olea realizó una película, cuyo título es La leyenda del cura de Bargota, donde se recalcan ciertos acontecimientos de su vida en Salamanca, sus amoríos y sus traslaciones súbitas a otras ciudades, como Roma o Moscú, estando ya de cura en Bargota, pero nada se dice o insinúa de sus espíritus familiares.

De él se cuentan cosas prodigiosas como que, gracias a la ayuda de sus duendecillos, construyó su casa en una sola noche, provocó la aparición de misteriosos toros, y que era capaz de trasladarse volando por el aire en una nubecilla blanca.

Todos los sábados por la tarde desaparecía de la aldea, y el domingo llegaba a la hora de misa jadeante y sudoroso, cubierto el sombrero y el manto de nieve en pleno agosto, mientras decía: «¡Cómo nieva en Montes de Oca!», o bien traía los zapatos llenos de barro en época de sequía.

La más famosa de las hazañas que se le atribuyen fue aquella en la que un arriero, que pasaba con su recua de bueyes cerca de la iglesia de Bargota, se cruzó con Juanis y, al rato, notó que el sonido de las campanillas del último macho de su recua le llegaba muy débil, y al volver la cabeza vio cómo todos los animales giraban volando en torno al campanario de la iglesia. Su cara quedó tan perpleja como la de los animales que sentían cómo flotaban. Dando gritos por lo que veían sus ojos, se le acercó Juanis y le dijo: «No te asustes, al instante los bajaré», y así lo hizo con ayuda de los Mamur que llevaba guardados, como no, en un alfiletero.

También contaban en Ataún que, habiendo muerto un hombre de Bargota antes de pagar sus deudas, los acreedores se oponían a que su cuerpo fuera enterrado en tanto éstas no fueran liquidadas. En ese momento se presentó Juanis y prometió pagarles las deudas del difunto mediante la entrega de unos carneros que aparecieron repentinamente en aquel lugar. Los acreedores, satisfechos, se fueron, y el cadáver fue inhumado, pero cuando traspasaron los límites del pueblo, los carneros desaparecieron tan súbitamente como habían aparecido.

A Juanis, el brujo de Bargota, por muy poco le cuestan caras sus aficiones a la magia y sus relaciones con los Mamur, pues fue procesado, junto con las brujas de Zugarramundi, en el auto de fe que se celebró en Logroño el año 1610. Al final tuvo suerte porque tan sólo fue condenado a llevar durante un año el sambenito. Existe una leyenda que trata de explicar este leve castigo que recibió, mientras muchos de sus compañeros acabaron en la hoguera. Se dijo que Juanis, en uno de sus extraños viajes a Roma a bordo de su nubecilla, con los Mamur dentro de su alfiletero y la invisibilidad que le proporcionaba su capa mágica, se enteró de un complot que se tramaba para asesinar al papa Adriano VI por un asunto de faldas y de celos, siendo los encargados de darle muerte algunos maridos engañados y cornudos. Decidió impedir el atentado porque eso, seguramente, le reportaría una serie de beneficios, así que dijo a sus pequeños Mamur que quería ir a Roma por segunda vez para ver en qué quedaba la cosa del complot, sin contarles el verdadero propósito del viaje, es decir, la recompensa que esperaba obtener, ya que de lo contrario seguramente no se lo habrían permitido. Una vez en Roma se entrevistó con el Sumo Pontífice, delató a los conspiradores y éstos fueron detenidos. Tras ponerle al corriente de sus dotes prodigiosas para conseguir dicha información privilegiada, el Papa le absolvió de un plumazo todos sus pecados y le entregó un salvoconducto pontificio que fue el mismo que años más tarde presentó ante la Inquisición de Logroño para escapar, sin duda, de un castigo mucho más severo.

Su vida desde entonces fue ejemplar, falleciendo a los sesenta y cinco años querido y respetado por su pueblo, hasta el punto de que cuando murió todos sus vecinos, amigos y familiares se disputaban los trozos de sus ropas, pues estaban convencidos de que tenían poderes mágicos.

MÁS NOMBRES PARA UNA MISMA FAMILIA. CASTILLA:

Los Enemiguillos

Con este nombre encontramos la presencia de estos minúsculos seres en tierras castellanas y manchegas, sirviendo como esclavos de los intereses de la persona que ejerce de dueño y señor. Páginas atrás hemos hablado del singular «doctor de las Moralejas», afincado en Viso de San Juan (Toledo), y dijimos de él que solía ir acompañado de un «demonio familiar» que le ayudaba en sus quehaceres, así como de un tal José Navarro que se servía de «enemiguillos» para ir a los aquelarres de Villaluenga.

Un folclorista actual como José Francisco Blanco nos refiere el caso acaecido en el pueblo burgalés de Cornejo (Merindad de Sotoscueva), donde cierto matrimonio, una noche que estaban a punto de irse a la cama, se adelantó la mujer mientras el marido apuraba algunos minutos más el calor de la chimenea. De pronto el buen hombre sintió curiosidad por un bote tapado que estaba sobre la tiznera, se acercó a él, lo cogió, lo husmeó, lo abrió y, de repente, comenzó a dar saltos y brincos de dolor, movido por los quemazones y picotazo s en las piernas y «en tal sitio» que recibió de un enemigo invisible. Al oír los gritos, su mujer se levantó y fue a la cocina, preguntando:

—¿Qué te pasa? ¿Qué has hecho?

—He destapado este bote que tenías en la tiznera —acabó confesando. La mujer entonces, tras recriminar al marido, tomó el bote y pronunció el siguiente conjuro: «Capilla Santa, para mí sacrosanta. Enemiguillos salid, nunca volved allí».

Y en ese instante los «enemiguillos» se recluyeron en el bote y no volvieron a molestar al marido.

Interesante caso éste, diferente a otros por dos razones: primera, porque la curiosidad por abrir el bote parte de un hombre y no de una mujer que es la que ejerce en esta ocasión de hechicera, y segundo, porque se pronuncian las palabras mágicas que en otros relatos, como el del «fameliá» ibicenco, suelen ser tabú siquiera mencionadas fuera de contexto.

Estos «enemiguillos» pueden ocasionar cierta clase de maleficios a algunas personas, que suelen ser curadas por los clérigos mediante el uso de exorcismos adecuados. El investigador Rafael Salillos recoge de la terminología popular el uso de la expresión «tener los enemigos», referida a casos de embrujamientos, lo que indica la presencia actual, aunque sea de modo vago e inconsciente, de estos seres en el recuerdo de las gentes de ciertos pueblos de Castilla y La Mancha.

CANTABRIA: Los Mengues

Manuel Llano habla de ellos de pasada, como el que no quiere la cosa o como el que no tiene muchos datos que aportar, llamándoles «familiares». Aporta una imagen idealizada, diríamos que bonachona, ajena al concepto que se tiene de ellos en otras partes de España, pues escribe:

… no se ven, nadie sabe cómo son, ni dónde viven. Ayudan a las personas buenas y trabajadoras, dándoles la buena suerte y muchas alegrías.

Diciendo, asimismo, que protegen al ganado de los lobos y las alimañas. Carmen Stella, que escribió unos romancillos sobre los viejos mitos de Cantabria basados en la obra de Llano, los describe, poéticamente, así:

A toa gente honrá dan alegrías.

Les quitan «labarientos» y traen suerte.

Avisan de peligros y de muerte,

y ahuyentan soledá y «melanconias».

Aquí habría que decir la famosa frase de que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Acaba el romancillo de manera más digna diciendo:

Nadie sabe si están o si se esconden.

Nadie el cuándo, o por qué, se detendrían…

Si ayudan, siendo santa compañía,

¡nada importa el de dónde, ni el adónde!

Pero, en Cantabria, los «familiares» por excelencia son los «Menges», también asimilados a los «ujanos» o gusanos, que deben ser recogidos a golpe de ritual y rebuscando entre los helechos a medianoche.

La existencia y creencia en los mengues es recogida, entre otros, por el escritor José María de Pereda, en su novela De tal palo tal astilla (1880), donde, en un principio, son considerados como espíritus malignos que pueden provocar todo género de enfermedades nerviosas (asimilándose de esta manera con los «minúsculos malignos», a los que nos referiremos más adelante). Pero, más tarde, dice que se guardan en un alfiletero en noches de luna llena, buscando primeramente debajo de los helechos que crezcan en lo alto de un monte. El hombre que recoge a estos mengues se convierte automáticamente en su dueño, pudiendo hacer con ellos las tareas más imposibles que se le ocurran, menos delante del que tenga lo que en Cantabria se llama «rézpede de Culiebra», que es un amuleto consistente en el aguijón de la culebra que se llevaba en una minúscula bolsita de cuero, contra la cual los mengues no poseen poder alguno.

Pero así como podían hacer labores prodigiosas, también eran muy peligrosas, porque cada día reclamaban como alimento dos libras de carne, so pena de comer a su propio dueño si no eran saciados convenientemente. Se dice que cuando estos seres minúsculos y extremadamente nerviosos esconden y cambian las cosas de sitio, o desaparecen volviendo a aparecer de nuevo al cabo de varios días, hay que mostrarles un cuerno de toro hueco y amenazarles con meterlos dentro. Esta amenaza de enclaustramiento surte sus efectos, ya que dejan de hacer travesuras inmediatamente.

Se atribuyen a ellos y a su poder algunos malos temporales, como se desprende de esta frase de la citada novela de Pereda:

Y eso —contaba ayer en la montaña el bueno de Macabeo— que dicen lenguas que si estos temporales los traen conjuros que se hacen a las gentes con sus mases y sus menos de demoniura, y que si estos truenos y pedriscos son los «mengues» que ajuyen del hisopo del señor cura cuando lee los Evangelios (…).

Los mengues forman parte de la mitología y el folclore particular de los gitanos españoles, considerados como espíritus malignos a los que hay que evitar, de ahí que la creencia en estos seres no se circunscriba solamente a Cantabria, sino a todos aquellos lugares donde se han asentado los gitanos, especialmente en Andalucía.

CATALUÑA: Los Maneirós

Estos «familiares» catalanes tienen, como todos sus congéneres, la facultad de hacer cosas inverosímiles.

Así como el fameliá ibicenco se «fabrica» por medio de una hierba que crece al alba del día de San Juan, los maneirós catalanes son producidos por la semilla de una planta, la «maneironera», que florece y grana en el interior de grutas de difícil acceso, guardada por feroces dragones y gigantes, que sólo permiten el paso un día determinado y en un tiempo concreto: el que marcan las doce campanadas de la noche de San Juan.

Si el que se aventura a recoger la flor se ve sorprendido por la última campanada, cuando todavía está dentro de la cueva, no podrá salir nunca más.

Una vez que se ha conseguido la flor, hay que someterla a un proceso similar a la del fameliá para obtener así el Maneiró, y cuando se consiga que éste tenga vida se puede disponer de él en la forma que se estime más conveniente: cultivará toda la tierra del payés, limpiará de maleza el yermo y construirá acequias en un santiamén, y siempre sin protestar ni murmurar. Hay una conocida frase que define muy bien lo útil que resulta: «Es trabajador como un Maneiró».

Se recuerdan casos de payeses enriquecidos de forma inexplicable gracias al apoyo de estos minúsculos e infatigables trabajadores, que no dejan de mover la cola ni un instante.

Sin embargo, poseer un Maneiró lleva aparejados ciertos riesgos que se deben conocer, ya que, como hemos visto, son incansables y, por tanto, exigirán más y más trabajo, sin apenas reposo, pues en cuanto terminan una tarea ya están preguntando a su amo qué pueden hacer. Esta pregunta la hacen tres veces y, si no se les da una nueva labor, se arrojan feroces sobre su dueño y lo despedazan.

Sobre su capacidad de trabajo, cuenta una leyenda que en una sola noche levantaron todos los dólmenes de la comarca del Pallarés.

Ramón Violant, en El Pirineo español, se refiere a estos familiares catalanes con el nombre de «Minairóns», con que se conocen en el Pallars y la Ribagorza oriental, y dice que probablemente reciben este nombre porque son minúsculos trabajadores que se dedican a minar la tierra para extraer de ella los tesoros, cosa que también hacen los pequeños gnomos de las mitologías germánicas…

Así, antiguamente, cuando una casa prosperaba con rapidez inusitada, fuese por lo que fuese, la gente sencilla lo atribuía no a la actividad y al trabajo del dueño, sino a la existencia de una legión de minairóns que trabajaban para él y lo enriquecían. El que los poseía les obligaba a trabajar de noche y les hacía fabricar monedas de oro (así lo cuentan en Durro). Otros preferían que les recogiesen la hierba de los prados en una sola noche (como ocurría en Son del Pino e Isil).

Otros convertían a los minairóns en grandes rebaños de cabras, que durante el día pacían y por la noche eran ordeñadas (Sarroca de Bellera Lleida); el dueño de este rebaño mágico era un viejo llamado Xollat de Perbes, de quien se decía que, si por la mañana se metía la calderilla en el bolsillo, por la noche se le habían convertido en monedas de a duro. También a un viejo del Tort de Alás (valle de Anea), durante la noche, los minairóns le fabricaban tanto dinero como quería, y por eso podía comprar grandes rebaños. Se cuentan casos de segadores que aprovechaban los minairóns para segar la hierba de un prado en tan sólo una noche (Durro). O bien segaban un campo de mieses en menos tiempo que lo rodeaba su dueño a caballo (en Cerdaña, donde se los llama «petits»). Otros segadores llevaban los familiares en el propio mango de la hoz, como también se afirma en ciertas localidades del País Vasco.

En el Pallars —sigue diciendo Ramón Violant— nadie nos ha sabido decir la forma de adquirirlos. Solamente hemos oído contar que cuando murió el viejo Xollat de Perbes, sus parientes más cercanos quisieron regalar los minairóns, pero nadie aceptó aquel obsequio porque decían que quién iba a querer aquellas artes del demonio.

No olvidemos que en la Cataluña del siglo pasado se llegaron a vender «maneirós» en algunos mercados, introducidos dentro de una caña, siendo también llamados, por extensión, tanto «follets» como «martinets».

GALICIA: Los Diablillos

Se dice de ellos que son seres protectores de una persona en concreto y que, una vez recogidos, se guardan como se puede guardar un gusano de luz, una oruga de una mariposa o un grillo, puesto que se trata siempre de seres de pequeño tamaño, a los que una simple caja puede servir de habitáculo y se pueden tener en casa o se pueden llevar a determinados lugares para que trabajen para su dueño…

Son muy difíciles de conseguir, pero el que esté empeñado en ello deberá acudir a la medianoche a un despoblado, donde «non se oía cantar galo nin galiña», y llevar ciertos objetos rituales, así como la sangre de una gallina negra.

Si consigue capturar a un «diablillo», éste le otorgará un considerable poder, hasta el punto que, de un campesino gallego que aseguraban que los tenía, contaban que solía decir a sus amigos:

—«Fastidieivos de vivo e inda vos hei de amolar de morto» (Os fastidié de vivos y os fastidiaré de muerto) y como verdad de esta afirmación, aseguraron al folclorista Antonio Fraguas que, en efecto, al morir le dieron sepultura en una tumba que estaba cerca del camino y despedía tan mal olor que hubo necesidad de cambiado dos veces de sepultura, razón por la cual nadie dudó de que realmente tenía los famosos «diablillos».

No pocos campesinos tenían como cosa cierta el pacto con el demonio (pauto co demo), que era firmado con sangre y mediante el cual, empollando un huevo de «galo negro» en el lugar adecuado, se obtenía un «demo pequeno».

Se tenía por costumbre, una vez creado, meterlo en una cajita o alfiletero (agulleiro), junto con un poco de azogue (nombre vulgar del mercurio) y unas limaduras de hierro. Esta cajita era después un seguro talismán —según nos refiere Rodríguez González—, para que el pequeño diablo invisible hiciese todo lo que se le mandase, por muy imposible que ello fuese.

En una versión del conocido cuento de Blancaflor —recogida por María del Mar Llinares en el pueblo de Folgoso de Ribeira, en la parte occidental de los Montes de León, zona muy próxima a Galicia—, su protagonista masculino, Juanillo, para poder casarse con la hija del rey, tenía que cortar todos los carballos (una variedad del roble) del monte, sacar las raíces, sembrar trigo, segado, moler el grano, amasar la harina, y todo esto en una sola noche, porque a primera hora de la mañana siguiente tenía que llevar una hogaza de pan caliente al rey. Pero Blancaflor, ante el desconsuelo de Juanillo, le dio la solución mágica: en el Carballal vivían los «Xainines» amigos suyos, que eran unos hombrecitos de dos cuartas de tamaño que podían hacer auténticas maravillas. Ni que decir tiene que ejecutaron todo eso, y mucho más en esa noche. Al final del cuento, tras otras peripecias, se pudieron casar los dos enamorados y colorín colorado…

Lejos de estos bellos cuentos populares infantiles se encuentra otro tipo de literatura más sombría cual es la de los grimorios o libros de magia, entre ellos el conocido Libro de San Cipriano (también llamado O Ciprianillo en tierras gallegas), donde se muestran varios procedimientos para conseguir uno de estos diablillos y en los que, básicamente, se siguen pasos similares. Primeramente se debe buscar un huevo de gallina que sea totalmente negra y que haya sido montada por un gallo negro. La bruja —o aprendiz de brujo en cuestión— ha de fecundarlo de la siguiente manera: se hace una pequeña incisión en la cáscara con un alfiler y luego se pincha con ese mismo alfiler la yema del dedo meñique de la mano izquierda. Se extrae una gotita de sangre que introduce en el interior del huevo por dicho agujerito. Luego se tapa el orificio con un poco de cera.

El huevo quedará así fecundado, pero ahora es necesario empollado durante el tiempo que la gallina necesita para empollar sus huevos, y la bruja lo consigue introduciendo el huevo en estiércol de caballo o empollándolo ella misma con el calor de su cuerpo, en concreto, llevándolo bajo la axila del brazo izquierdo. Poco a poco se va formando el diablillo, y para alimentarlo le debe echar una gota de azogue en el alfiler y dársela a mamar diariamente por el orificio del huevo, o bien se le puede nutrir directamente de la sangre extraída del dedo meñique de la bruja.

Cuando se rompa el cascarón y el diablillo se presente ante su dueña, a la que reconocerá inmediatamente, demostrará su gratitud sirviéndola en todos sus deseos, pero ¡ojo!, estamos describiendo una especie de pacto con el diablo, lo que acarrea funestas consecuencias para la bruja, pues, a cambio, tiene que ofrecer algo y ya se pueden imaginar lo que es.

ASTURIAS: Los Pautos

Jove y Bravo aseguraba, en 1903, que «cuando un hombre acomete empresas atrevidas y triunfa, no es su propio esfuerzo el que lo ha hecho, triunfa porque tiene los “familiares”, son los Daimones buenos de Platón, como los que causan daño son los Daimones malos… Los familiares de la mitología asturiana no llevan a sus protegidos a la condenación, sino que les sirven desinteresadamente, apartan todo obstáculo en su camino y les facilitan el logro de sus deseos. El campesino no conoce audacia ni destreza, ni fortuna, ni habilidad mayores que las suyas propias; cuando las ve en otro y no distingue perfectamente todos los estados en que aparecen aquellas cualidades y toda la fuerza conque actúan, sale del paso con decir que el autor tiene los familiares».

En Asturias, a estos particulares duendecillos se les denomina, como en otras partes de España, «familiares» a secas, o bien «Pautos», palabra ésta menos conocida, que recoge Luciano Castañón en su obra. Asimismo, son nombrados por el investigador Rodríguez Castellano, el cual los describe en la línea del follet balear, es decir, el de estar investido de algún poder mágico; tener Pauto —escribe— «es una superstición que básicamente consiste en creer que una persona tiene ayuda o influencia de algún ser diabólico o misterioso, y que por eso puede hacer todos los trabajos bien y rápidamente».

Nadie hace mención de su tamaño y sus hazañas, aunque, después de lo leído, pocas dudas caben sobre estos aspectos, pues los Pautos asturianos se encuadran perfectamente en la tipología de «espíritus familiares», que otorgan un gran poder a quienes los poseen, que no son otros que brujas, hechiceras o magos. (Recordemos que en la localidad vizcaína de Ibárruri se denomina a estos pequeños seres como «Patu», o «Patuek» en plural, asemejando tener «buen patu» a tener buena suerte en todo lo que se emprende).

Pero Roso de Luna, que considera la mitología asturiana más aria que semítica, insiste en dos detalles ya anticipados por Jove y que, de alguna manera, diferencian a los familiares asturianos del resto de sus demoníacos congéneres. Por una parte —dice—, estos seres no llevan a sus dueños a la condenación de sus almas (como hizo Mefistófeles, «daimon familiar» de Fausto, o hacen los diablillos gallegos, los mamur vascos, los maridillos navarros o los cermeños andaluces), sino que son unos protectores discretos que no quieren recibir muestras de agradecimiento de sus protegidos ni reclamar recompensa alguna. Utilizando palabras de Jove, «hacen el bien por el bien o porque no tienen otra cosa que hacer».

En segundo lugar, insiste Roso en la idea de que siempre son invisibles, aunque es frecuente verlos encarnados de diversos modos (así, para los soldados celtíberos de Sertorio —que fue pretor en la Hispania del siglo I a. de C.—, el «espíritu familiar» del general romano se encarnaba en una cierva blanca que le seguía a todas partes).

ANDALUCIA: Los Cermeños

A mediados de 1570 tuvo lugar una serie de extraños acontecimientos en la localidad cordobesa de Montilla, que obligaron a los reverendos padres jesuitas de la zona a poner en antecedentes al Santo Oficio de la Inquisición, afirmando que allí había más de cincuenta personas que tenían un «familiar».

Tras una rigurosa investigación, se comprobó que los jesuitas habían exagerado un pelín, pues sólo consiguieron descubrir a siete presuntos brujos, poseedores de esos minúsculos y poderosos diablillos, brujos que fueron llamados por la pequeña historia «el grupo de Montilla».

Una de ellas, Catalina Rodríguez, declaró que era dueña de un familiar llamado «Cermeño o Redman» —no estaba segura de su verdadero nombre—, que se lo había cedido una gitana, y ésta, a su vez, había prometido solemnemente dejárselo en herencia a una de sus más aventajadas alumnas, para lo cual tenía previsto el ceremonial para su traspaso con esta fórmula:

Esta ánima es mía,

yo te la mando

y te la entrego desde hoy

y también te hipoteco

y te entrego este mi cuerpo.

En cuyas condiciones, el demonio la aceptaba, cerrando el pacto y escribiéndolo en la mano. Una forma de invocar a su particular espíritu era ésta:

Cermeño, Cermeño,

por familiar

traedme a mi amigo.

Y solían revestir la forma de negro escarabajo o de ratoncillos bailando que, juguetones, se besaban y abrazaban. Ésta es la razón por la que hemos elegido el nombre de «Cermeños» para designar a los diablillos familiares andaluces, pues éste es el nombre más usado para invocados en los rituales de magia y en los conjuros que hacían, aunque otro de los nombres que recibían era el de «lanillas», si bien menos frecuente.

Hubo otro proceso en Córdoba que tuvo como protagonistas a dos Ineses: de Venegas y de Cabezas. Según sus declaraciones, convinieron un día trasladarse a Sevilla con la ayuda de sus demonios. Pronunciaron palabras inteligibles y aparecieron los «familiares» de ambas, que serían los encargados de realizar el trasporte al lugar deseado, pero antes tenían que renunciar expresamente de Dios, de su Madre, de todos los Santos… para que se notara claramente el carácter demoníaco de la ocasión y que el «milagro» nada tenía que ver con los seres celestiales.

En Granada, hacia el 1730, existían dos hechiceras gitanas, María La Enana y Clara Alverjana, que presumían de tener una bolsa con lo que, parecían dos granos pero que, según ellas, eran sus «familiares»: uno era el que, a su mandato, conseguía que los amantes fueran afortunados en el juego, y el otro era el que hacía que los hombres les diesen dineros, sin mediar a cambio ningún tipo de interés.

Del poseedor de estos «cermeños» se decían muchas cosas, como que podía trasladarse por los aires, hacerse invisible, ser hombre o mujer poderoso y con dinero, liberarse de cualquier prisión, no sufrir daño de ninguna clase de animal, ni siquiera de las balas; incluso podía descubrir tesoros ocultos, como le ocurría a un curioso personaje todo él vestido de negro, enjuto, moreno, feo de rostro, barba negra, con sombrero y espada, que a finales del siglo XVI vivía en la villa y corte de Madrid, aunque era natural de Uijar, en las Alpujarras granadinas, llamado Antonio de la Fuente Sandoval y que se hacía llamar don Antonio. Alardeaba de encontrar riquezas y tesoros enterrados, así como de tener dentro de una redoma llena de agua a un pequeño demonio, «su familiar», al que con sus conjuros llamaba cada noche a fin de que respondiera a todas las preguntas que se le iban ocurriendo sobre la vida y sobre la muerte…

UN CASO ESPECIAL:

Zequiel y el doctor Torralba

A principios del siglo XVI adquiere fama el doctor Eugenio Torralba, no sólo como médico, sino por ser amigo de un extraño «duende» llamado Zequiel o Zaquiel, del que se decía que no era de este mundo. Así lo describe Marcelino Menéndez y Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles: «… se le apareció al doctor como Mefistófeles a Fausto, en forma de joven gallardo y blanco de color, vestido de rojo y negro y le dijo “yo seré tu servidor mientras viva”. Desde entonces le visitaba con frecuencia y le hablaba en latín o en italiano y, como espíritu de bien, jamás le aconsejaba cosa contra la fe cristiana ni la moral (…). Le enseñaba los secretos de las plantas, hierbas y animales, con los cuales alcanzó Torralba portentosas curaciones, le traía dinero cuando se encontraba apurado de recursos, le revelaba de antemano los secretos políticos y de Estado, y así supo nuestro doctor, antes de que aconteciera, y se lo anunció al cardenal Cisneros, la muerte de don García de Toledo en los Gelves y la de don Fernando el Católico y el encumbramiento del mismo Cisneros a la regencia y la guerra de las Comunidades. El cardenal entró en deseos de conocer a Zequiel, que tales cosas predecía, pero como era espíritu tan libre y voluntarioso, Torralba no pudo conseguir de él que se presentase a fray Francisco (Cisneros)».

Zequiel

Zequiel

Ningún duende familiar ha sido en España tan importante como Zequiel, citado hasta en El Quijote. El doctor Torralba lo recibió de una donación y siempre fue fiel a su propietario, realizando para él los más increíbles prodigios, hasta que cayó en desgracia.

Es un caso especial, porque si bien no se ajusta a las características de un «duende doméstico» ni de un «espíritu familiar», sí se asemeja a estos últimos, no tanto en su físico, que es el de un joven de estatura normal sin aditamentos extraños en su cuerpo, sino en sus fines: servir a una persona humana que ejerce de dueño, a quien enseña grandes conocimientos, pudiendo ser traspasado o cedido.

Se sabe que a lo largo de la Edad Media era relativamente frecuente que ciertos personajes de prestigio recibieran visitas de hombres (nunca mujeres) vestidos con suntuosos ropajes, de gran belleza y jóvenes, con los que se podía hablar de todo tipo de temas. El padre del matemático Jerónimo Cardán tuvo uno de estos encuentros en 1491, en el que le confesaron que podían vivir hasta tres siglos y que eran hombres en cierta manera formados de aire, pero dicha visita fue circunstancial pues no volvió a verlos nunca más. Otro que pretendía haber tenido contactos más duraderos con estos extraños personajes fue el maestro de Roger Bacon, así como el autor de la enciclopedia Magia Naturalis, J. B. Porta, donde reconoce que parte de sus conocimientos proceden de una fuente sobrenatural.

Fueron llamados también «demonios luminosos», y por los francmasones más tarde con el apelativo de «hijos de la luz»; pero fue, sobre todo, en los siglos XV y XVI cuando tuvo lugar un mayor número de apariciones de seres con aparentes vestidos de luz, que procuraban el encuentro de rabinos y cabalistas, con quienes discutían todo tipo de cuestiones, que iban desde los textos sagrados hasta el conocimiento del origen del universo, caracterizándose siempre por un vivo interés por las ciencias experimentales.

Volviendo a nuestro insigne doctor Torralba, tal fama consiguió en su época que incluso Cervantes lo cita haciendo exclamar a don Quijote, subido a su Clavileño: «Acuérdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire, caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas llegó a Roma y se apeó en Torre de Nona…».

¿Cómo llegó a manos del doctor Torralba? Pues, fue gracias a la cesión que hizo de Zequiel un fraile de la orden de Santo Domingo, que vivía en Roma y al que se aparecía en fechas que coincidían con las fases de la luna, pidiendo a Zequiel que tomara bajo su protección al médico conquense.

Zequiel, como duende familiar, no tenía precio, pues estaba versado en casi todos los conocimientos habidos y por haber, y además daba riquezas a su eventual dueño. En una ocasión, un tal Camilo Ruffini, de Nápoles, le pidió a Torralba que Zequiel le diese una fórmula para ganar en el juego y, cosa rara en él, accedió en esta ocasión a complacer a su amigo, dándole una fórmula a base de números cabalísticos con la que Ruffini consiguió ganar 100 ducados, aunque le aconsejó que no jugase al día siguiente porque la luna estaba en su fase menguante y perdería. Como es natural, a su protegido también le obsequiaba con inesperadas bolsas de monedas que escondía en los lugares más insospechados.

Zequiel enseñó a Torralba el uso y las propiedades de muchas plantas medicinales. Este extraño duende de figura humana solía recriminar a Torralba por cobrar en las curaciones que hacía, diciéndole que a él no le había costado nada adquirir esos conocimientos.

No tardó la Inquisición en interesarse por Torralba, sobre todo cuando describió con todo lujo de detalles el «saco de Roma», ocurrido el 6 de mayo de 1527, por las tropas del Rey de España, diciendo que sabía todo esto, incluido el encarcelamiento del Papa en el castillo de Sant’Angelo, porque él mismo había estado allí, trasladado en un «palo muy recio y nudoso» al que se agarró y viajó por los aires, regresando a Valladolid dos o tres horas más tarde, según aparece recogido por escrito en el proceso inquisitorial. Todos estos acontecimientos los comunicó en la Corte dos semanas antes de que la noticia fuera conocida de forma oficial. Siete años antes, en 1520, Torralba dijo en Valladolid a Diego de Zúñiga, un amigo suyo que más tarde lo acusaría ante la Inquisición, que él se solía ir a Roma «por los aires cabalgando en una caña y guiado por una nube de fuego». El viaje de ida y vuelta, cosa curiosa, duraba hora y media.

Menéndez y Pelayo describe ese «viaje» casi con las mismas palabras que utilizó años atrás Cervantes:

Salieron de Valladolid en punto de las once, y cuando estaba a orillas del Pisuerga, Zequiel hizo montar a nuestro médico en un palo muy recio y ñudoso, le encargó que cerrase los ojos y que no tuviera miedo, lo envolvió en una niebla oscurísima y, después de una caminata fatigosa, en que el doctor, más muerto que vivo, unas veces creyó que se ahogaba y otras que se quemaba, remanecieron en Torre Nona y vieron la muerte del Barbón y todos los horrores del saco. A las dos o tres horas estaban de vuelta en Valladolid… Antes de separarse, Zequiel le dijo al doctor: «Desde ahora deberás creerme cuanto te digo».

Estas últimas palabras parecen más bien una maldición por su constante incredulidad, ya que, al poco de saberse la noticia, fue detenido y torturado «cuanto la calidad y edad de su persona sufriere», y así durante cuatro largos años hasta que murió pobre, abandonado por todas sus influyentes amistades y por Zequiel, del que se perdió todo rastro a partir del encarcelamiento de su protegido. Algunos de sus amigos eclesiásticos, como el cardenal Volterra y un general de cierta orden religiosa, le habían suplicado años antes que les cediese la protección de Zequiel.

Un investigador gallego y exjesuita Salvador Freixedo recoge, en su libro La granja humana, tres modernos casos de personas con sus respectivos «Zequieles», de los que él mismo ha sido testigo directo, todos ellos con una clara apariencia humana, altura media de 1,75 a 1,80 metros, pelo largo hasta los hombros, rubios y con poderes sorprendentes.