12
La elección
Como la mayoría de los pastores de Anatolia, estaba vestido con un shalvari de lana y un chaleco de piel de carnero sobre una camisa teñida de rojo. Le quitaron todo eso rápidamente, reduciéndolo a carne temblorosa. Se protegió la ingle con las manos, atrayendo las burlas de los estudiantes. Parpadeaba sin parar, reflejando el terror en los grandes ojos marrones. Era regordete, en contraste con los hombres que todavía tenía al lado y que, ante una señal de Wadi, inmediatamente lo obligaron a arrodillarse.
—Cualquier imbécil puede infligir dolor, príncipe —dijo el agha—, pero sólo un hombre hábil lo puede mantener. —Se detuvo junto al hombre postrado, que lo miró pestañeando—. En eso es como cualquier arte. Se pulsan de tal manera las cuerdas de un laúd que sus armonías vibran en el aire. No punteamos ni enfriamos las notas, interrumpiendo la maravilla. Tratamos de que se prolonguen.
De repente, Wadi alargó la mano y pellizcó un pliegue de carne en la parte superior del brazo del hombre, que gritó algo en el dialecto de su lugar. Wadi hizo como si no lo oyera.
—Pero mucho depende de los instrumentos con los que practicamos. Las notas del mejor laúd se sostendrán más. —Soltó la piel del hombre y se volvió hacia los alumnos—. Así que estudiad bien vuestros instrumentos. Hay que advertir su grado de salud, su tipo de carne, su grado de resistencia. Y después ponerse a jugar.
Vlad se sorprendió diciendo algo antes de pensar; su voz fue un graznido.
—¿Qué delito ha cometido?
En la frente del hombre aparecieron unas arrugas.
—¿Delito? ¿Qué importancia tiene eso? No somos jueces. Basta con que otros lo hayan juzgado. Lo podrían haber colgado de un árbol. Pero lo enviaron aquí, porque saben que somos tan parte de la justicia como ellos.
Dio una indicación a los dos hombres, que inmediatamente levantaron al campesino. Uno le colocó esposas en las muñecas y el otro fue hasta la pared y volvió con una cuerda que pasaba por una chirriante polea fijada a un riel allá arriba. Ataron una punta a las esposas y después los dos hombres buscaron la otra, tiraron y levantaron los brazos del hombre desnudo por encima de su cabeza hasta que quedó apoyado en las puntas de los pies. Así siguió colgando, los ojos cerrados, moviendo los labios mientras rezaba o suplicaba algo.
Wadi había recogido una vara. Se acercó al hombre colgado.
—He oído que en los países cristianos se usa el tormento para arrancar una confesión. Más aún, que lo usan sobre todo en personas de otras religiones. ¡Barbarie! —exclamó—. Dejando aparte la sabiduría tal como existe en nuestro sultanato de Rum, por la que todos los hombres pueden conservar la fe que han adoptado sin ser perseguidos… aunque los más sabios prefieren a Alá, alabado sea…
—¡Alabado sea!
—… ¿para qué sirve una confesión arrancada mediante tormentos? Los hombres dicen cualquier cosa para escapar del dolor. Las mujeres también. Si yo tuviera durante una hora, en esta habitación, a los santos cristianos Pedro y Pablo, podría hacerles renegar de su Dios, de su Salvador, y reconocer su amor por Satán. —Observó los rostros atentos que lo rodeaban y su mirada se detuvo finalmente en Vlad—. Dime, principito…, ¿en el enderun kolej no dividían el tiempo entre lo práctico y lo filosófico, entre la geometría y los diálogos de Sócrates? Bueno, en nuestras clases pasa lo mismo. Nosotros también tenemos nuestra filosofía. La filosofía del tormento, a la que he dedicado toda una vida de estudio. —Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza—. Torturamos por dos razones. La primera es para sacar información. En la guerra, para descubrir dónde se preparan las emboscadas o el punto débil de una fortificación. En la paz, para descubrir dónde han escondido un niño o mercaderías robadas. El tormento tiene que ser rápido, intenso, insoportable, porque sólo se buscan hechos. Pero la segunda razón del tormento, la que nos lleva, como con las notas del laúd, a prolongarlo todo lo posible… —Sonrió—. Quiero decir, todo lo humanamente posible… es ésta.
Levantó la vara y por señas pidió a los estudiantes que hablaran. Lo hicieron al unísono.
—Torturamos a los demás para que los demás no puedan torturarnos.
El grito retumbó en la estancia de piedra. Despertó al hombre colgante, que reaccionó como si lo hubieran llamado.
Wadi asintió.
—«Torturamos a los demás para que los demás no puedan torturarnos». Como todas las grandes respuestas, es muy sencilla. ¿Por qué buscamos las maneras más ingeniosas de prolongar el dolor? No por el dolor en sí. No, eso sería simple crueldad. Lo hacemos como advertencia: esto es lo que te ocurre cuando te opones a mí. Éste será tu destino. —Miró a los alumnos con una sonrisa radiante—. Bueno —dijo—, basta de filosofía. Pasemos a la práctica.
Hizo una seña con la cabeza a Mahir, que se había quedado allí quieto, haciendo un chasquido con la garganta y después dando golpecitos con su vara en la mesa.
—Vamos, estudiosos —dijo Wadi—. Que cada uno recoja su vara.
Todos se adelantaron con entusiasmo y sacaron algo de una bandeja. Sólo Vlad se quedó donde estaba.
—¿No, príncipe? —dijo Wadi con una sonrisa—. No importa. Te puedo asegurar que pronto nos imitarás. Cuando veas lo divertido que es. Cuando comprendas que esto… —Golpeó el cuerpo desnudo que tenía al lado y el hombre soltó un grito—. Que esto ya no es humano. Ni siquiera animal. Es un concepto. Y, por supuesto, un ejemplo. Para nuestros enemigos. Quizá, sobre todo, para nuestros amigos.
Habían formado un semicírculo alrededor del campesino. Wadi abrió la puerta de un farol y lo levantó. Mahir se acercó y Vlad vio ahora lo que llevaba en la mano, lo que todos tenían en la mano. Era un bastinado, pero no la vara de madera con la que se castigaba en el enderun kolej. Ésta era una delgada barra de acero del largo de un antebrazo y no más ancha que un pulgar. Mahir golpeó con aquello la barriga una vez y el hombre soltó un gañido, abriendo mucho los ojos. Entonces el maestro dio un paso atrás.
—Estudiantes, ¿habéis mirado con atención el golpe de Mahir? Ni muy fuerte ni muy suave. El justo equilibrio. Nunca se debe romper la piel. ¿Veis la marca que ha dejado? —Wadi usó su bastinado para señalarla—. Prácticamente nada. Un pequeño cardenal, producido por la ruptura de los vasos sanguíneos que están debajo de la superficie. Pero cuando se le suma otro, y otro más, cuando no queda ni un milímetro de piel limpia… —Golpeó junto a la marca de Mahir, arrancando otro grito y añadiendo otro cardenal—. Bueno, ya veréis lo que sucede cuando un hombre se transforma en un cardenal viviente. —Llamó por señas a los estudiantes—. Buscad una zona. Trabajad sobre ella. Pero recordad: ¡nada de sangre!
Empezaron los golpes. Wadi hacía comentarios, recomendando energía o moderación. Un rato más tarde los gritos del hombre se transformaron en toses. Vlad no se movía y no apartaba la mirada. Quería hacerlo, más que cualquier otra cosa. Pero no les mostraría esa debilidad.
Le habían metido un bastinado en la mano. Y lo había agarrado sin pensar. Cada golpe lo llevaba a apretarlo con más fuerza, agarrotando los dedos contra el acero.
En el tormento había alivio.
En la oscuridad había luz.
En la soledad había compañeros.
Le llegaban en sueños y se quedaban durante la vigilia. Cada uno respondía a las necesidades del momento, que cambiaban según la hora del día o de la noche.
—Pero ¿cómo puedes saber la hora, hijo mío?
Vlad Drácul, su padre, estaba allí, compartiendo su estante de piedra. A pesar del abultado tamaño del pecho y los hombros, tenían sitio para ponerse en cuclillas, a la manera turca, el muslo contra la pantorrilla.
—Por el tipo de tormento —dijo Vlad, impaciente por complacer a su padre. Sabía que al Dragón le interesaría—. Las mañanas de invierno son frías. Aprovechan entonces para practicar los estilos más calientes. Para los que necesitan llamas.
—Buen muchacho. Observador. Obsérvalos con atención, Vlad. Sólo si los conoces podrás derrotarlos. —Le pasó una mano cargada de anillos enjoyados por el pelo negro y rizado—. ¿Qué más sabes de ellos?
—Sé que están obsesionados por la comida. ¿Acaso no se conoce a los coroneles de los jenízaros como «cocineros de sopa»? Tratan la carne humana como tratan el cordero. La hierven. La adoban. La asan.
—¿Y también la comen?
—Eso no lo he visto.
Curiosamente, su padre se echó a llorar. Vlad lo había visto reír, muchas veces. Nunca llorar. Eso lo perturbó.
—Por favor… no…
—Te he fallado, muchacho —dijo Vlad Drácul sin dejar de llorar—. Por culpa mía tienes que ver todo eso. Tienes que estar aquí. No pude mantener el equilibrio. Si no hubiera ayudado a Hunyadi, los húngaros me habrían comido y habrían escupido mis huesos. Pero se enteraron los turcos. Me castigaron usándote a ti. Y todo para nada. Mi tiempo se ha acabado. Es demasiado tarde. —Hundió la cara entre las manos y gritó—: ¡Demasiado tarde! He rezado todas las noches, a Dios, a san Gheorghe, para que protegieran a mis valiosos muchachos. Pero aquí estás. ¡Y Radu! ¡Radu!
Vlad se estremeció.
—¿Mi hermano? ¿Qué pasó con mi hermano?
La voz le llegó entre los dedos.
—Lo dejaste. Me lo dejaste a mí.
El idioma era diferente. También la cara que apareció ahora.
Mehmet sonrió y se pasó la lengua por los labios hinchados.
—Y ahora es mío… y mucho más dulce que cualquier prostituta que se pueda robar.
—¡No! —gritó Vlad, dando un salto, las manos preparadas para forcejear y desgarrar.
Pero no encontró nada, resbaló y su cabeza chocó contra la piedra. Sintió la humedad pegajosa en la frente y levantó una mano para palpársela, pero otra mano se le adelantó, tocando aquí, acariciando allá. La reconoció de manera instantánea, porque era la única que lo tocaba así desde la muerte de su madre.
—Ilona —susurró, buscando la mano que no estaba allí—. Estrella.
—Mi señor —musitó ella, asomando la cara a la luz.
Hacía tiempo que él le había soltado el pelo, que le había deshecho los apretados rizos pedidos por Mehmet. Ahora el pelo le caía en ondas de color avellana, enmarcando el óvalo casi perfecto de una cara que no tenía ni un rastro de pintura y que no la necesitaba.
—¿Estás segura, estrella mía?
—Estoy segura, mi señor. Segura en nuestro país. Te espero aquí.
—¿Me esperas? ¡No! No esperes. Tú eres pura. Inmaculada. Inocente. No esperes a un monstruo.
—¿Tú? Tú eres mi héroe. Mi salvador. Mi príncipe.
—¡Monstruo! —gritó él, alargando la mano, tratando de alejarla. Pero sus manos sólo encontraron aire, y las retiró y se tapó la cara—. Monstruo —repitió, bajando la voz—. Porque me he convertido en uno de ellos.
—¿Cómo?
No sabía qué voz había hecho la pregunta. Ahora ya no importaba. Se lo contaría a todos: a Ilona, a su padre, a Mehmet. A los demás.
Wadi estaba delante del horno encendido, Mahir, en la oscuridad detrás de él y el resto de la orta, dispuesto en semicírculo. El hombre pequeño tenía un cardenal amoratado en el pómulo.
—A ver, principito —escupió en cuanto los carceleros metieron a Vlad en la cámara—, hace meses que no participas en nuestras lecciones. Que te limitas a… observar. —Dijo esa última palabra con desdén—. Pero no estás aquí para eso. Para observar. No es eso lo que se te pide. Tampoco a mí. —Levantó la mano y se tocó el cardenal del pómulo—. Algunos se están impacientando. Yo me estoy impacientando. Por lo tanto es hora de que nuestras lecciones se vuelvan más… directas.
Hizo una señal con la cabeza a los carceleros, que salieron y volvieron a entrar enseguida llevando entre ellos a otro hombre, y Vlad vio de inmediato lo diferente que era de los pobres trabajadores con los que solían practicar. De edad mediana, ese hombre tenía barba recortada y bigote sobre piel pálida e iba vestido con ropas de Occidente: jubón de terciopelo verde, calzas y zapatos con hebillas.
—Un regalo, estudiantes —exclamó Wadi—. Mercader y capitán, nada menos que de Roma. Un hombre educado pero lo bastante estúpido para intentar pasar de contrabando especias y esclavos y no pagar la tarifa. Así que la pagará ahora. —Sonrió—. Sus gritos y sus oraciones serán una novedad después de los habituales gruñidos campesinos, ¿verdad? Será un placer oírlos. O… no. —Se volvió hacia Vlad, llevándose una mano al cardenal que tenía en la cara—. Porque también tú eres educado. Quizá tus gritos serían aún más entretenidos.
Vlad tragó saliva.
—No te atreverías.
—¿De veras? —La risa de Wadi sonó áspera—. Este reino, principito, es mío, no tuyo. Y en él puedo hacer todo lo que me dé la gana. —Se volvió hacia la orta—. Desnudadlos a los dos.
Los estudiantes se rieron y los desnudaron. Unos instantes más tarde Vlad y el mercader estaban frente a frente, desnudos salvo por un taparrabos y con los brazos inmovilizados.
Wadi buscó algo con la mano a sus espaldas y después se adelantó. Sólo llegaba al pecho de Vlad y lo miró a los ojos.
—¿Cuál es el lema de nuestro kolej? Dilo, principito. Dilo.
Vlad apartó la mirada, sin hablar.
—¿No? ¿Lo has olvidado? —Wadi miró a los estudiantes que sostenían a Vlad—. Decídselo.
Los muchachos gritaron el lema.
—Torturas a los demás para que los demás no puedan torturarte.
—Torturas a los demás para que los demás no puedan torturarte —repitió Wadi en voz baja.
Después levantó la mano y apoyó algo frío contra la piel de Vlad. Bizqueando hacia abajo, Vlad vio que era un cuchillo con una hoja no más larga que la pequeña palma de la mano del hombre; esa hoja se curvaba, ensanchaba y terminaba en una punta cuadrada. Lo reconoció… porque él mismo había usado uno hacía poco, para cortar tiras de cuero para el guante del agha Hamza.
Durante apenas un momento estuvo allí apoyado. Entonces, de repente, Wadi le clavó una esquina de la punta en el pecho. Con ella cortó, empujó y rebanó una tira del ancho de la hoja y del largo de un dedo antes de que apenas tuviera tiempo de salir el grito de Vlad.
Wadi se apartó y se volvió hacia los demás, llevando en alto la tira. Levantó la voz por encima de los gemidos.
—¿Habéis notado con qué facilidad sale la piel? Apenas metí la punta plana de la hoja. No usé mi fuerza sino el filo del cuchillo. Esta técnica se llama desollar. Y se dice que en el lejano Este pueden mantener con vida a un hombre durante mil cortes. ¿Podemos creerlo? ¿Podemos superarlo? ¿Estamos dispuestos a probarlo?
—¡Sí! —fue el grito unánime.
Wadi tiró la piel al brasero. Allí chisporroteó, tostándose con rapidez y oscureciéndose, ardiendo con un olor pestilente y dulzón.
—Soltadlos —dijo a quienes sostenían a los prisioneros.
Los hombres obedecieron y Vlad se llevó una mano a la herida. La sangre le corrió entre los dedos. A pesar del dolor se mantuvo erguido, y miró cómo Wadi se acercaba, se inclinaba y dejaba el cuchillo en el suelo de piedra entre los dos hombres desnudos.
—Uno de los dos desollará al otro —dijo Wadi, dando un paso atrás—. Y como tú eres el huésped de honor, principito, y él el criminal, la elección es tuya.
Vlad dejó caer la mano, sin cambiar de postura. Entre las lágrimas no veía con claridad al torturador, pero su voz fue potente.
—No —dijo.
Wadi sonrió.
—Interesante elección —dijo, volviéndose hacia el mercader, cuyo rostro estaba distorsionado por el terror y formaba con los labios palabras que nadie podía oír—. Recoge el cuchillo. Si le puedes quitar diez tiras sin matarlo, quedas en libertad.
Vlad miró los ojos del mercader. Vio como el terror que había allí se convertía en desesperación y después en algo así como esperanza. Vio como se adelantaba y se inclinaba hacia el cuchillo. El dolor del pecho era insoportable. Algo le cambió dentro.
—No —volvió a decir. De manera diferente.
Se inclinó con rapidez mientras hablaba.
Levantó el cuchillo.
Seguía apretando la mano de ella. La apretaba con tanta fuerza que pensó que le rompería los dedos.
—Antes había usado uno, Ilona —musitó—, para fabricar un guante de halconero. Pero la carne era… diferente del cuero. Y había sangre —sollozó—, tanta sangre…
—¡Mi amor! ¡No sigas! ¡No sigas…!
—¿Y sabes una cosa? —susurró—. Fue sólo el primero. Ahora que Wadi ha visto lo que puedo hacer con un cuchillo, me lo sigue metiendo en la mano.
La presión que sentía en la mano cambió. La piel era más áspera y Vlad sintió las cicatrices en la palma antes de que se soltara.
—Jesús —dijo Vlad, asombrado jubiloso. Levantó la mirada, pero la forma se había disuelto transformándose en luz. Una maravillosa luz dorada.
Nunca antes lo había visitado el Salvador, aunque Vlad se lo había suplicado. Había desatendido sus plegarias desde la muerte de su madre. Pero no ahora, en esa celda.
—Estoy aquí contigo, hijo mío —dijo la voz—. Entiendo tu sufrimiento. Porque, ¿acaso mi padre no me envió también a sufrir?
Vlad se arrodilló, hundiendo la piel en la piedra áspera.
—Señor, perdóname los pecados —dijo.
—Estás perdonado, hijo mío —fue la respuesta—. Porque pides, porque te arrepientes, porque te enmiendas, se te quitan los pecados. Sin embargo… —La voz se endureció—. Sin embargo… es tan poco lo que hay que perdonar. Porque, ¿no era un romano a quien torturaste? Los romanos, ¿no me clavaron a una cruz? ¿No está escrito en el Evangelio de san Mateo que recogeré en todo el mundo los escándalos y a los obradores de iniquidad y los arrojaré en el horno del fuego?
—¿Señor? —Bizqueando, Vlad miró hacia la luz—. ¿Dices…?
—Recuerda mi sacrificio. Recuerda quién te dio la libertad. A mí me torturaron y me asesinaron para que el Hombre pudiera vivir.
Oyó que se acercaban unos pasos por las losas que había encima.
—Señor —exclamó Vlad—, ¿qué me estás diciendo?
Levantaron la trampilla de madera. Había luz, una luz grisácea, no celestial. Eso se esfumó. Pero al desaparecer llegaron unas voces: su padre, Ilona, Mehmet, Jesús. Hablando al unísono.
—Torturas a los demás para que los demás no te torturen.
Entraron unas manos. Manos verdaderas, que tiraron sacándolo de la celda.