8
Urdimbre y trama
Castillo Poenari, 1481
—¿Qué es eso? ¿Un cuento de amor cortés? Si hubiéramos querido oír algo así, ¿no podríamos haber contratado a un trovador?
Las duras palabras del cardenal los hicieron volver a todos a la sala del castillo Poenari, donde ninguno de ellos había estado del todo durante algún tiempo. Se habían metido en el cuento, inventándolo entre todos, tanto narradores como oyentes.
Ion había estado allí de nuevo junto a Vlad, sirviendo a Vlad, conociendo a Vlad. También Ilona, contando lo que había pasado entre ellos. Los dos habían estado absortos en él. Quién había sido. Aunque llevaba cinco años muerto, había vivido en ellos.
Los oyentes habían estado fabricando su propio Vlad, según sus necesidades. Para Petru era sencillo. Él quería que el hombre que había construido el castillo donde él mandaba fuera un héroe; más todavía, un héroe valaco. Había oído hablar de un tiempo de justicia, orden y fuerza en su tierra. En el que se había golpeado a los enemigos de Cristo. Él quería que volviera ese tiempo.
Para el conde de Pecs, no era sencillo, y ante el arrebato del cardenal se echó hacia delante en la silla y miró nervioso cómo el italiano se levantaba de la suya e iba caminando como un pato hasta la mesa. Necesitaba que el hombre comprendiera, y que su juicio fuera favorable. Deseaba que rehabilitaran al Dragón, no que le lavaran la sangre. ¿A quién podría servir semejante bestia lisiada? Pero si pudiera levantarse no con depravación sino con furia, no con barbarie sino con poder… Y si se pudiera perdonar a Drácula —aunque fuera parcialmente, sólo a efectos de su relación con Dios y el Hombre—, quizá también lo podrían perdonar a él. Quizá podrían quitar la maldición que pesaba sobre la vida de su familia.
El cardenal, junto a la mesa, sacó hojas de ortiga de una tajada de queso de cabra y después aplastó la acre blancura sobre el pan basto. El conde lo acompañó y se sirvió un poco de vino.
—¿Eminencia? —dijo.
Ante la señal afirmativa de la cabeza del cardenal, Horvathy llenó otra copa y ambos bebieron. Petru, mientras tanto, indicó con un gesto a Bogdan que llevara agua a los confesionarios, tanto para los prisioneros como para los escribas. No era bondad. Petru habría hecho lo mismo con el ganado, para que siguiera vivo y cumpliera su propósito. Después fue a acompañar a los demás.
El cardenal bajó la voz. No todo tenía que quedar garabateado en pergaminos.
—Conde, todo esto es muy entretenido. Y me gusta tanto como a cualquiera que me cuenten un cuento un día de invierno. Pero me parece que no es éste el cuento que hemos venido a escuchar. —Alargó la mano, recogió el primer folleto de la pila y leyó en voz alta—: «La historia de un loco sanguinario llamado Drácula de Valaquia». —Estudió el grabado que había debajo del texto, cuerpos que se retorcían clavados en estacas—. ¿Usted dice que estamos aquí para refutar esto?
—No… no exactamente para refutarlo. No todo, al menos. —El conde mordió una salchicha—. Para escuchar una versión diferente. Quizá para atenuar lo peor. Para señalar lo mejor.
—¿Para reescribir la historia?
—Eminencia, como dijo usted antes, eso es lo que todos hacemos con la historia. Utilizarla para nuestros propios fines. —Levantó otro folleto—. Eso, sin duda, es lo que hicieron los hombres que escribieron estas cosas. Para sacar un beneficio. Por venganza. La historia es una herramienta; un arma, incluso. Para nosotros. Para la Iglesia.
—¿Para la cruzada? —El italiano negó con la cabeza—. Como usted sabe, la bandera de la cruzada es la más difícil de tejer… Es mucho más compleja que esas toscas piezas. —Señaló los tapices que revestían la sala de Poenari—. Si la urdimbre de la bandera es el blanco puro de Dios, la Cruz es la trama roja, y está compuesta por docenas de hilos y tonos diferentes. Mi señor, el Papa. El suyo, el rey de Hungría. Los príncipes, los nobles… y sí, los financistas de Europa, todos tienen que estar cuidadosamente reunidos y alineados en el telar. ¿Verdad?
Horvathy asintió.
—Es cierto. Pero recuerde, Eminencia, que los Balcanes son siempre el crisol de la Guerra Santa, y sus líderes la primera línea en la lucha contra el Infiel.
—Sí, son hilos esenciales. —Grimani tragó y la acidez del vino le hizo fruncir el entrecejo. Después volvió a mirar al conde al único ojo—. ¿Y usted cree que puede unir a esos líderes bajo la imagen del Dragón?
—Ruego que así sea. Aunque, como usted sabe, casi siempre hace falta algo más que ruegos. —Señaló con la cabeza los confesionarios—. Lo único que importa es la historia que oímos. Y lo que de ella podremos transmitir a nuestros señores.
Grimani también miró hacia allí.
—Y por divertido que haya sido hasta ahora el cuento, poco he encontrado en él que me permita opinar o recomendar. —Señaló con la mano los tapices de la pared, la escena de caza que había allí tejida—. ¿Qué pasa si iniciamos la persecución? Esos batidores han hecho salir la presa. ¿No le parece que es hora de cobrar la primera pieza?
Horvathy vació la copa y la dejó en la mesa.
—De acuerdo. —Volvió a subir al estrado, y antes de hablar esperó a que volvieran y se sentaran los otros dos—. Basta de sueños de juventud. De torneos y búsquedas y amores. Ahora queremos oír relatos de crueldad. De muerte.
Hubo un rato de silencio. Los dedos de los escribas se detuvieron sobre los tinteros. Se había asignado un color diferente a cada narrador. Negro para el cojo. Verde para la concubina. Las preguntas de los jueces, cuando se producían, quedaban registradas en azul. Pero fue al cuarto tintero, el menos utilizado hasta ese momento, al que apuntaron al acabar el silencio. Porque ahora le tocaba hablar al confesor de Drácula. Su voz era todavía ronca por falta de uso. Aun así, llegó a la sala.
—Es extraño que se haga esa pregunta —susurró—, porque es adonde estábamos a punto de llegar.
Por el pergamino corrieron palabras rojas.