CAPÍTULO XXIX
LOUIS MOORE
Louis Moore estaba acostumbrado a una vida tranquila: siendo un hombre tranquilo, lo resistía mejor que la mayoría; teniendo un amplio mundo propio en la cabeza y en el corazón, soportaba con mucha paciencia el retiro a un rincón pequeño y silencioso del mundo real.
¡Qué callado está todo en Fieldhead esta noche! Todos salvo Moore —la señorita Keeldar, toda la familia Sympson, incluso Henry— se han ido a Nunnely. Sir Philip los había invitado: deseaba presentarles a su madre y a sus hermanas, que se hallaban ahora en el Priory. El baronet, que era todo un caballero, había invitado también al preceptor, pero antes habría elegido éste encontrarse con el espectro del conde de Huntingdon[152] y su fantasmagórica banda de alegres amigos bajo la copa del roble más frondoso, negro y antiguo del bosque de Nunnely. Sí, habría preferido citarse con el fantasma de una abadesa o de una monja blanca como la niebla, entre las húmedas reliquias cubiertas de maleza de aquel santuario ruinoso que se desmoronaba en el corazón del bosque. Louis Moore anhela tener a alguien cerca esta noche, pero no al joven baronet, ni a su madre, benevolente pero severa, ni a sus hermanas patricias, ni a uno solo de los Sympson.
No es ésta una noche apacible: el equinoccio se debate aún en medio de tormentas. Han cesado las fuertes lluvias: el único e inmenso nubarrón se dispersa y desaparece del cielo, pero no pasa dejando un mar de color zafiro, sino que es expulsado por una prolongada tempestad, tonante e impetuosa, a la luz de la luna. La luna reina en toda su gloria, feliz con el vendaval, tan feliz como si se entregara a sus violentas caricias con amor. No hay Endimión que aguarde a su diosa esta noche: no hay rebaño alguno en las montañas; y mejor es así, pues esta noche es a Eolo a quien ella da la bienvenida[153].
Sentado en la sala de estudios, Moore oyó el bramido de la tormenta en torno al otro gablete y a lo largo de la fachada de la casa; el extremo en que se encontraba él estaba resguardado. No quería refugio, no deseaba oír los sonidos amortiguados ni verse privado de la visión.
—Todos los salones están vacíos —dijo—. Estoy harto de esta celda.
La abandonó para dirigirse a donde las ventanas, más amplias y despejadas que la celosía tapada por una pantalla de ramas de su habitación, no impedían la vista del cielo nocturno y otoñal en todo su esplendor de azul oscuro bañado en plata. No llevaba bujía, no necesitaba quinqué ni fuego: los rayos de luna amplios y claros, aunque fluctuantes y ocultos a veces tras las nubes pasajeras, iluminaban suelos y paredes.
Moore recorre todas las estancias; parece perseguir a un fantasma de habitación en habitación. Se detiene en el gabinete de roble, que no está frío, encerado y sin fuego como el salón. En la chimenea arden los rescoldos de un fuego; las cenizas tintinean en el intenso calor de su brillo incandescente. Cerca de la alfombra hay una mesa pequeña, sobre ella una escribanía y al lado una silla.
¿Ocupa esa silla la visión a la que Moore ha seguido hasta allí? Así lo habrías creído, de haber podido verlo de pie ante ella. Hay tanto interés en su mirada y su expresión es tan reveladora como si en esta soledad doméstica hubiera hallado a un ser vivo y estuviera a punto de hablar con él.
Hace algunos descubrimientos. Un bolso, un pequeño bolso de raso, cuelga del respaldo de la silla. La escribanía está abierta, las llaves están en la cerradura; un bonito sello, una pluma de plata, unas bayas maduras de color carmesí sobre una hoja verde, un guante pequeño, limpio y delicado: esparcidas por el velador, estas fruslerías lo decoran y desordenan a la vez. El orden prohíbe los detalles en un cuadro, todo ha de estar en su sitio, pero los detalles dan encanto.
Moore habló.
—Su huella —dijo—. Aquí ha estado ella, ¡atractiva y despreocupada criatura! Reclamada en otra parte, sin duda, ha salido a toda prisa y ha olvidado regresar para ordenarlo todo. ¿Por qué imprime fascinación allá donde pisa? ¿Dónde adquirió el don de ser descuidada sin ofender jamás? Siempre hay algo por lo que regañarla, y la reprimenda jamás produce desagrado en el corazón, sino que, sea marido o enamorado quien la pronuncie, después de brotar brevemente en palabras, se funde en sus labios de forma natural para convertirse en un beso. Más vale pasar media hora amonestándola a ella que un día entero admirando o alabando a cualquier otra mujer. ¿Estoy murmurando? ¿Hablo solo? Basta.
Dejó de hablar, en efecto. Reflexionó, y luego se dispuso a pasar la velada cómodamente.
Corrió las cortinas sobre el ventanal y la regia luna: cerró el paso a la soberana, su corte y su ejército de estrellas; echó leña al fuego que se extinguía rápidamente; encendió una bujía de las dos que había sobre la mesa; colocó una silla frente a la que había junto a la escribanía y se sentó. Su siguiente movimiento fue sacarse del bolsillo un libro pequeño y grueso de hojas blancas y un lápiz y empezar a escribir con una letra apretada y compacta. Acércate, lector, te lo ruego; no seas tímido, mira por encima de su hombro sin miedo y lee lo que escribe.
Son las nueve de la noche; el carruaje no volverá antes de las once, estoy seguro. Soy libre hasta entonces. Hasta entonces puedo ocupar su estancia, sentarme frente a su silla y apoyar el codo sobre su mesa, rodeado por sus pequeños objetos.
Solía gustarme la soledad, imaginarla como una ninfa callada y seria, pero hermosa, una oréada[154] que desciende hasta mí desde solitarios desfiladeros con algo de la niebla azul de las colinas en el atavío y de su fría brisa en el aliento, pero también mucho de su belleza solemne en el porte. En otro tiempo pude cortejarla serenamente e imaginar mi corazón aliviado al estrecharla contra él, muda, pero majestuosa.
Desde aquel día en que pedí a Shirley que viniera a verme a la sala de estudios, y ella vino y se sentó tan cerca de mí, desde que me reveló lo que atormentaba su espíritu, me pidió protección y apeló a mi fortaleza: desde aquella hora aborrezco la soledad. ¡Fría abstracción, esqueleto sin carne, hija, madre y compañera de la Muerte!
Es agradable escribir sobre lo que está tan cerca de mí y me es tan querido como el fondo de mi corazón. Nadie puede privarme de este pequeño libro, y con este lápiz puedo decir cuanto quiero, todo lo que no oso decir a ningún ser vivo, lo que no me atrevo a pensar en voz alta.
Apenas nos hemos visto desde aquella tarde. Una vez, cuando yo estaba solo en el salón mirando un libro de Henry, entró ella, vestida para un concierto en Stilbro. La timidez —su timidez, no la mía— corrió un velo de plata entre nosotros. Muchos tópicos he leído y oído sobre la «modestia virginal», pero, usadas debidamente y no de esa forma trillada, las palabras son buenas y apropiadas. Cuando ella pasó por delante en dirección a la ventana, tras reconocerme tácitamente, pero llena de gracia, en mi cabeza no hallé otra descripción para ella salvo la de «virgen inmaculada»: mis sentidos la percibían vestida con un delicado esplendor, y su juvenil modestia la tomé por halo. Puede que yo sea el más fatuo de los hombres, igual que soy uno de los más vulgares, pero lo cierto es que aquella timidez suya me conmovió de un modo exquisito, halagó mis sensaciones más elevadas. Seguramente parecía un zoquete; fui sensible a una vida del Paraíso cuando ella desvió sus ojos de mis ojos y suavemente apartó la cara para ocultar el rubor de sus mejillas.
Sé que hablo como un soñador, un lunático romántico, embelesado. Sueño, cierto; soñaré de vez en cuando, y si ella ha inspirado el sentimentalismo en mi prosaica composición, ¿cómo puedo evitarlo?
¡Qué niña es a veces! ¡Qué ser tan sencillo e inculto! La veo ahora mirándome a la cara, suplicándome que les impida asfixiarla y que le dé un fuerte narcótico; la veo confesando que no es tan autosuficiente ni tan poco necesitada de comprensión como la gente cree; veo la lágrima furtiva cayendo suavemente de sus pestañas. Me dijo que la consideraba infantil, y era cierto. Imaginaba que la despreciaba. ¡Despreciarla yo! Qué indescriptible delicia sentirme al mismo tiempo cerca de ella y por encima de ella, ser consciente de un derecho y un poder natural para ser su sostén, como un marido ha de serlo para su mujer.
Adoro sus virtudes, pero son sus defectos, o al menos sus debilidades, lo que la acercan a mí, lo que la hacen querida a mi corazón, lo que la envuelve con mi amor; y la razón es de lo más egoísta, aunque totalmente natural: esos defectos son los peldaños que me llevan a tener ascendiente sobre ella. Si ella fuera un liso montículo artificial, sin desniveles, ¿qué ventaja ofrecería al pie? Es la colina natural, con sus grietas musgosas y sus hendiduras, la que invita a ascender por su pendiente, la que produce placer coronar.
Abandonemos las metáforas. Mirarla es un placer para mis ojos: me gusta. Si yo fuera un rey y ella la fregona que barriera la escalera de mi palacio —pese a esa inmensa distancia entre nosotros— mi ojos sabrían reconocer sus cualidades; en mi corazón latiría un sentimiento sincero hacia ella, aunque un abismo inabarcable vedara nuestro trato. Si yo fuera un caballero y ella mi sirvienta, no podría evitar que me gustara esa Shirley. Despójala de su educación, de sus adornos, de sus vestidos suntuosos, todas ellas ventajas extrínsecas; despójala de toda gracia, salvo la que la simetría de sus proporciones hace inevitable; preséntamela en la puerta de una cabaña con un vestido de algodón, ofreciéndome un sorbo de agua con esa sonrisa, con esa buena voluntad y esa cordialidad con la que ahora dispensa su hospitalidad señorial: me gustaría de todas formas. Desearía quedarme una hora, me entretendría hablando con esa campesina. No sentiría lo mismo que siento ahora, no encontraría nada divino en ella, pero siempre que viera a la joven rústica, sería con placer, siempre que la dejara, sería con pesar.
¡Qué culpable negligencia dejar abierta la escribanía, donde sé que guarda dinero! De la cerradura cuelgan las llaves de todos los lugares donde guarda objetos valiosos, de su joyero incluso. Hay un monedero en ese pequeño bolso de raso: veo asomar la borla de cuentas de plata. Ese espectáculo sería una provocación para mi hermano Robert; sé que todos los pequeños fallos de Shirley serían una fuente de irritación para él; si a mí me enojan, el mío es un enojo de lo más placentero: me deleita descubrir sus errores y, si viviera siempre con ella, sé muy bien que no sería cicatera en atender así a mi disfrute. Sencillamente me proporcionaría algo en lo que ocuparme, algo que rectificar, un motivo para mis reprimendas de preceptor. Jamás sermoneo a Henry; jamás me siento inclinado a hacerlo. Si actúa mal —y eso ocurre muy raras veces, ¡mi querido y excelente muchacho!— basta con una palabra; a menudo me limito a menear la cabeza. Pero en el instante mismo en que mis ojos tropiezan con su minois mutin[155], las palabras recriminatorias se agolpan en mis labios. Creo que ella transformaría en parlanchín al hombre taciturno que soy. ¿De dónde procede la dicha que me produce esa locuacidad? A veces me desconcierta: cuanto más crâne, malin y taquin[156] es su humor, más ocasiones me da para mostrar mi censura; cuanto más la observo, más me gusta. Jamás es más alocada que cuando viste su traje y su sombrero de montar; jamás es menos dócil que cuando ella y Zoë regresan acaloradas de una carrera con el viento en las colinas, y confieso —a esta página muda puedo confesárselo— que la he esperado una hora en el patio con la esperanza de ser testigo de su regreso, y con la esperanza más deseada aún de recibirla en mis brazos cuando bajara de la silla. He advertido (una vez más, sólo a esta página le haría este comentario) que jamás permite a ningún hombre, excepto a mí, que le preste ese servicio. He visto cómo rechazaba cortésmente la ayuda de sir Philip Nunnely: siempre es extremadamente amable con su joven baronet, extremadamente delicada con sus sentimientos, en verdad, y con su susceptible amor propio. He observado cómo rechazaba la ayuda de Sam Wynne con altivez. Ahora sé —mi corazón lo sabe, pues lo ha sentido— que se abandona a mí sin reticencia: ¿es consciente de cómo mi fuerza se regocija en servirla? Yo soy su esclavo —lo proclamo—, pero todas mis facultades aumentan ante su belleza, igual que surge el genio al frotar la lámpara. Toda mi sabiduría, toda mi prudencia, todo mi aplomo y mi poder aguardan humildemente en su presencia que les sea dada una tarea. ¡Qué felices son cuando reciben una orden! ¡Con qué júbilo emprenden el esfuerzo que ella les asigna! ¿Lo sabe ella?
La he llamado descuidada; es de admirar que su negligencia no comprometa nunca su refinamiento. De hecho, es ese mismo defecto de su carácter lo que permite comprobar la realidad, la profundidad y la autenticidad de su refinamiento. La ropa puede cubrir a veces un cuerpo flaco y malformado; una manga rasgada puede dejar al descubierto un hermoso brazo torneado. He visto y he tenido entre mis manos muchas de sus pertenencias, porque las pierde con frecuencia. Jamás he visto nada que no sea propio de una dama, nada sórdido, nada sucio; en cierto sentido es tan escrupulosa como irreflexiva; como campesina, vestiría siempre con pulcritud y limpieza. Fíjate en la inmaculada piel de cabritilla de este pequeño guante, en el raso impecable e inmaculado del bolso.
¡Qué diferencia hay entre S. y esa joya de C. H.! Tengo la impresión de que Caroline es el alma de la puntualidad concienzuda y de la exactitud puntillosa. Sería perfecta para los hábitos domésticos de cierto pariente mío muy exigente: tan delicada, diestra, atildada, rápida, tranquila; todo lo hace minuciosamente, todo lo dispone hasta el más mínimo detalle. A Robert le convendría, pero ¿qué podría hacer yo con algo tan cercano a la perfección? Ella es mi igual, pobre como yo; desde luego es bonita, con una cabeza pequeña al estilo de Rafael, pero sólo en las facciones; la expresión es totalmente inglesa, toda gracia y pureza insulares. Pero ¿qué hay en ella que se pueda alterar, que se deba soportar, censurar o por lo que preocuparse? Es como un lirio de los valles, sin matices y sin necesitarlos. ¿Qué cambio podría mejorarla? ¿Qué pincel osaría colorearla? Mi enamorada, si es que alguna vez la tengo, debe tener una mayor afinidad con la rosa: un placer dulce y vivaz protegido por un riesgo espinoso. Mi esposa, si llego a casarme, debe azuzar mi corpulenta figura con una punzada de vez en cuando; tiene que dar uso a la inmensa paciencia de su marido. No me hicieron tan sufrido como para emparejarme con una cordera: hallaría una responsabilidad más acorde con mi talante si me hiciera cargo de una joven leona o leoparda. Me gustan pocas cosas dulces, salvo las que son también fuertes, y pocas cosas brillantes, salvo las que son también calientes. Me gustan los días estivales, cuando el sol enrojece los frutos y blanquea el maíz. La belleza no es nunca más bella que cuando, al provocarla, se revuelve contra mí con energía. La fascinación no es jamás más señorial que cuando, irritada, casi colérica, amenaza con transformarse en fiereza. Temo que me cansaría de la inocencia muda y monótona de la cordera; poco tiempo bastaría para que la cría de paloma que no se agitara jamás en mi seno me pareciera una carga onerosa. Pero mi paciencia se regocijaría en aquietar el revoloteo del inquieto esmerejón y agotar sus energías. Mis facultades se deleitarían en domar los instintos salvajes de la indómita bête fauve[157].
¡Oh, pupila mía! ¡Oh, peri[158]! ¡Demasiado rebelde para el cielo, demasiado inocente para el infierno! Jamás haré otra cosa que verte, adorarte y desearte. ¡Ay! Sabiendo que podría hacerte feliz, ¿será mi destino ver cómo te poseen quienes no tienen ese poder?
Por amable que sea la mano, si es débil, no podrá doblegar a Shirley, y ha de ser doblegada; no podrá frenarla, y ha de ser frenada.
¡Cuidado, sir Philip Nunnely! Jamás lo he visto a usted cuando pasea o está sentado al lado de Shirley, ni he observado que ella apriete los labios o frunza el entrecejo con la firme resolución de soportar algún rasgo de su carácter que no admire ni le guste, dispuesta a tolerar alguna flaqueza que considere compensada por una virtud, pero que le moleste a pesar de esa creencia. Jamás he visto el sombrío rubor del rostro de Shirley, ni el brillo apagado de sus ojos, ni el leve respingo de su cuerpo cuando usted se acerca demasiado y la mira con demasiada expresividad y le susurra con demasiado ardor; jamás he sido testigo de tales cosas, pero pienso en la fábula de Semele[159] a la inversa.
No es a la hija de Cadmo a quien veo, ni percibo un fatídico anhelo por ver a Júpiter en la majestad de su divinidad. Es un sacerdote de Juno el que aparece ante mí, velando solitario en medio de la noche junto al altar de un templo argivo. Durante sus años de solitario sacerdocio, ha vivido de sueños, está poseído por una locura divina; adora al ídolo al que sirve, y reza día y noche para que su locura se vea cumplida y la diosa de los ojos de buey sonría a su devoto adorador. Ella le oye, le será propicia. Todo Argos duerme. Las puertas del templo están cerradas, el sacerdote aguarda junto al altar.
Se produce una sacudida de los cielos y la tierra, pero no la advierte la ciudad dormida, sólo la percibe el que vela en solitario, valiente e imperturbable en su fanatismo. En medio del silencio, sin que le preceda ningún sonido, el sacerdote queda envuelto por una súbita luz. A través del tejado, a través de la vasta brecha abierta en el cielo de un blanco cegador, desciende la maravilla, temible como una lluvia de estrellas precipitándose contra el suelo. El sacerdote tiene lo que quería: retrocede, abstente de mirar; estoy ciego. Oigo en el templo un sonido indecible, ¡ojalá no pudiera oírlo! Veo una gloria insufrible que arde con fiereza entre las columnas. ¡Dioses misericordes, apagadla!
Un piadoso argivo entra en el templo para hacer una ofrenda al llegar la fría aurora. Ha habido truenos durante la noche: el rayo ha caído allí. El altar está hecho añicos, el pavimento de mármol que lo rodea está agrietado y ennegrecido. La estatua de Saturnia se alza en toda su grandiosidad, casta e incólume; a sus pies yace un montón de pálidas cenizas. No queda nada del sacerdote; el que velaba no volverá a ser visto.
«¡Ahí está el carruaje! Cerraré la escribanía y me guardaré las llaves. Ella las buscará mañana; tendrá que acudir a mí. Ya la oigo:
»—Señor Moore, ¿ha visto mis llaves?
»Eso dirá ella con su voz clara, pero hablando con reticencia, con expresión avergonzada, consciente de que es la vigésima vez que hace la misma pregunta. Yo la haré sufrir, la conservaré a mi lado, esperando, dudando y, cuando finalmente se las devuelva, no será sin un sermón que las acompañe. Aquí me llevo también el bolso y el monedero, el guante, la pluma, el sello. Me los tendrá que arrancar lentamente y por separado, y sólo mediante confesión, penitencia, ruegos. No puedo tocar su mano, ni un rizo de su cabeza, ni una cinta de su vestido, pero crearé privilegios para mí mismo: cada rasgo de su cara, sus ojos brillantes, sus labios, habrán de experimentar todos los cambios que conocen para darme placer a mí; habrá de exhibir toda la exquisita variedad de sus miradas y sus curvas para deleitarme y emocionarme, para, quizá, encadenarme sin remisión. Si he de ser su esclavo, no perderé mi libertad a cambio de nada».
Louis cerró la escribanía, se metió en el bolsillo todas las pertenencias de Shirley y salió.