CAPÍTULO XXIII
UNA VELADA FUERA DE CASA
Un radiante día de verano que Caroline había pasado completamente sola (pues su tío se había ido a Whinbury) y cuyas largas horas, esplendorosas, calladas, sin nubes y sin brisa (¡cuántas parecían desde la salida del sol!), habían sido para ella tan desoladas romo si hubieran pasado sobre su cabeza en el desierto del Sahara, sin caminos y sin sombra, y no en el florido jardín de un hogar inglés, se encontraba sentada en el emparrado del jardín con la labor en el regazo, con los dedos tenazmente empleados en la aguja, siguiendo y regulando sus movimientos con la mirada y haciendo trabajar al cerebro sin descanso, cuando Fanny salió a la puerta, paseó la vista por el jardín y sus aledaños y, al no verla, gritó:
—¡Señorita Caroline!
—¡Fanny! —respondió una débil voz que surgía del emparrado, y hacia allí se dirigió Fanny apresuradamente con una nota en la mano; la entregó a unos dedos que no parecían tener fuerza suficiente para sujetarla. La señorita Helstone no preguntó de dónde procedía ni le echó una mirada: la dejó caer entre los pliegues de su labor.
—La ha traído Harry, el hijo de Joe Scott —dijo Fanny.
La muchacha no era ninguna hechicera, ni sabía de encantamientos, pero lo que dijo tuvo casi un efecto mágico sobre su joven señora. Caroline alzó la cabeza con el veloz movimiento de una sensación renovada; lanzó una mirada interrogativa a Fanny que no era lánguida, sino llena de vida.
—¡Harry Scott! ¿Quién lo ha enviado?
—Ha venido del Hollow.
Caroline cogió la nota caída con avidez, rompió el sello, la leyó en unos segundos. Era una cariñosa esquela de Hortense en la que informaba a su joven prima de que había regresado de Wormwood Wells, de que estaba sola porque Robert se había ido al mercado de Whinbury, de que nada le causaría mayor placer que disfrutar de su compañía para el té, y, añadía la buena señora, estaba convencida de que el cambio sería sumamente aceptable y beneficioso para ella, que debía de encontrarse lastimosamente privada de una juiciosa orientación y una compañía edificante desde que el malentendido entre Robert y el señor Helstone había ocasionado la separación de su meilleure amie, Hortense Gérard Moore. La posdata la instaba a ponerse el sombrero y acudir sin más dilación.
Caroline no necesitaba aquel mandato: más que contenta de dejar el babero de hilo de Holanda marrón que galoneaba para la cesta del judío, subió corriendo a su dormitorio, se cubrió los rizos con un sombrero de paja y se echó sobre los hombros el chal de seda negra, cuya sencilla tela favorecía tanto su figura como su tono oscuro realzaba la pureza de su vestido y la blancura de su rostro; más que contenta estaba de escapar unas horas a la soledad, la tristeza y la pesadilla que era su vida; más que contenta bajó a toda prisa por la verde pendiente que llevaba hasta el Hollow y, oliendo la fragancia de las flores silvestres, le pareció más dulce que el perfume de las rosas de musgo o las azucenas. Cierto, sabía que Robert no estaba en casa, pero era una delicia ir a donde él había estado recientemente. Después de una separación tan larga y tan completa, el mero hecho de ver su hogar, de entrar en la habitación donde había estado por la mañana, la hacía sentirse como si se tratara de un reencuentro. Como tal sirvió para darle nueva vida, y pronto la ilusión la siguió una vez más, enmascarada de genio benéfico: la suave agitación de sus alas le acarició la mejilla, y el aire, que soplaba desde el cielo azul estival, traía consigo una voz que susurraba: «Robert podría volver mientras estás en su casa, y entonces, por fin, podrás verle la cara. Al menos podrás darle la mano. Quizá puedas sentarte junto a él unos minutos».
«¡Silencio!», fue su austera respuesta, pero se deleitaba en el consuelo y en quien se lo daba.
Seguramente la señorita Moore captó el destello y el movimiento del vestido blanco de Caroline desde la ventana, a través de los densos arbustos del jardín, pues salió de la casa para ir a su encuentro. Avanzó erguida, firme y flemática como siempre; no había prisa ni arrebato capaces de alterar la dignidad de sus movimientos, pero sonrió, complaciéndose en la alegría de su pupila, de recibir su beso, y la delicada y cordial presión de su abrazo. La condujo cariñosamente al interior de la casa, engañada a medias y muy halagada. ¡Engañada a medias! De no haber sido así, con toda seguridad la habría puesto en el portillo y le habría negado la entrada. De haber sabido realmente a quién se debía la mayor parte de su alegría infantil, sin duda Hortense se habría escandalizado y enfurecido a la vez. A las hermanas no les gusta que otras señoritas se enamoren de sus hermanos: les parece una estupidez, una debilidad, una ilusión, una absurda equivocación, cuando no una osadía. Ellas no aman a esos caballeros, por mucho que sea el afecto que les tengan como hermanas, y les repugna que otras los amen, porque les produce la sensación de un sórdido amorío. La primera reacción, en suma, que despierta tal descubrimiento (como les ocurre a muchos padres cuando descubren que sus hijos están enamorados) es una mezcla de impaciencia y desprecio. La razón —si se trata de personas racionales— corrige con el tiempo ese sentimiento mal entendido, pero si son irracionales, no se corrige nunca, y a la nuera o cuñada se le tiene antipatía para siempre.
—Esperarías encontrarme sola por lo que te decía en mi nota —comentó la señorita Moore mientras conducía a Caroline hacia el gabinete—, pero la he escrito esta mañana y después de la comida han venido visitas.
Y, al abrir la puerta, se vio una amplia extensión de faldas de color carmesí que desbordaban el sillón que había frente a la chimenea, y por encima, presidiendo con dignidad, una cofia más temible que una corona. Aquella cofia no había llegado a la casa debajo de un sombrero, no, sino en una bolsa grande, o más bien en un globo de tamaño mediano hecho de seda negra con ballenas para darle volumen. La banda o volante de la cofia tenía una anchura de veinticinco centímetros y rodeaba el rostro de su portadora; la cinta, adornada de moñas y lazos alrededor de la cabeza, era del tipo llamado «cinta del amor»: había una buena cantidad de esa cinta, yo diría que una cantidad enorme. La señora Yorke llevaba la cofia; la favorecía. También llevaba el vestido; no la favorecía menos.
Aquella gran señora se había presentado a tomar el té amigablemente con la señorita Moore. El favor era casi tan grande y raro como si la reina acudiera sin ser invitada a compartir una comida cualquiera con uno de sus súbditos; mayor muestra de distinción no podía dar, ella que, por lo general, despreciaba ir de visita para tomar el té, y tenía en poco y estigmatizaba a todas las jóvenes y matronas de la vecindad, a las que tildaba de «chismosas».
No se trataba de ningún error, sin embargo; sentía predilección por la señorita Moore: lo había demostrado en más de una ocasión; lo había demostrado parándose a hablar con ella los domingos en la iglesia, invitándola a ir a Briarmains, casi con un tono hospitalario, y lo había demostrado ese día con la gran condescendencia de una visita personal. Las razones de su predilección, que ella misma indicaba, se basaban en que la señorita Moore era una mujer de conducta sensata, sin que en su conversación ni en su porte hubiera la más mínima ligereza; también en que, como extranjera, debía de notar la falta de una amiga que la apoyara. Podría haber añadido que su apariencia sencilla, su manera de vestir casera y meticulosa, y sus modales flemáticos, sin atractivo, eran para ella otras tantas recomendaciones. Es cierto, cuando menos, que las señoras notables por las cualidades opuestas de belleza, vivacidad y elegancia en el vestir no recibían con frecuencia su aprobación. La señora Yorke condenaba cuanto los caballeros eran proclives a admirar en las mujeres, y lo que ellos pasaban por alto o desdeñaban, ella lo favorecía.
Caroline avanzó hacia la imponente matrona sin demasiada confianza en sí misma; apenas había tratado a la señora Yorke y, como sobrina de un clérigo, dudaba de la clase de recibimiento que podía encontrar. El recibimiento fue glacial, y ella se alegró de disimular su desconcierto dándose la vuelta para quitarse el sombrero. Tampoco le desagradó, al sentarse, que se le acercara inmediatamente un personajillo con vestido azul y fajín de niña, que surgió como una pequeña hada del costado de la butaca de la gran dama, donde antes estaba sentada en un escabel, oculta a la vista por los pliegues del amplio vestido rojo, y que, precipitándose hacia la señorita Helstone, le rodeó el cuello con los brazos, sin ceremonia, y pidió un beso.
—Mi madre no es cortés con usted —dijo la solicitante, recibiendo y devolviendo una sonrisa como saludo—, y Rose, que está allí, no le presta atención; es su manera de ser. Si, en lugar de usted, hubiera entrado en la habitación un ángel blanco con una corona de estrellas, madre habría inclinado la cabeza con rigidez, y Rose ni siquiera la habría levantado, pero yo seré amiga suya; ¡siempre me ha gustado!
—¡Jessie, refrena esa lengua y no seas descarada! —dijo la señora Yorke.
—¡Pero, madre, eres tan fría con ella! —protestó Jessie—. La señorita Helstone no te ha causado nunca ningún daño, ¿por qué no puedes ser amable con ella? Te quedas ahí sentada, rígida y distante, y eres seca con ella; ¿por qué? Ésa es exactamente la forma en que tratas a la señorita Shirley Keeldar y a todas las demás señoritas que vienen a nuestra casa. Y Rose es una aut… aut…, he olvidado la palabra, pero significa que es una máquina con forma de ser humano. Entre las dos ahuyentaréis de Briarmains a todo ser viviente, ¡Martin lo dice a menudo!
—¿Una autómata, yo? ¡Bien! Pues entonces déjame en paz —dijo Rose, hablando desde un rincón, sentada en la alfombra junto a una estantería y con un libro abierto sobre las rodillas—. Señorita Helstone, ¿cómo está usted? —añadió, dirigiendo una breve mirada a la interpelada, y luego, volviendo a fijar sus extraordinarios ojos grises en el libro, regresó al estudio de sus páginas.
Caroline la miró furtivamente, deteniéndose en su joven semblante absorto, y advirtió cierto movimiento inconsciente de la boca mientras leía, un movimiento lleno de carácter. Caroline tenía tacto y muy buen instinto: percibió que Rose Yorke era una niña muy peculiar, única, y sabía cómo tratarla. Se acercó calladamente, se arrodilló en la alfombra a su lado, y miró el libro por encima de su hombro menudo. Era una novela de la señora Radcliffe: El italiano[119].
Caroline leyó con ella sin hacer comentarios. Al cabo de un rato, Rose tuvo con ella la atención de preguntar, antes de volver una página:
—¿Ha terminado?
Caroline se limitó a asentir.
—¿Le gusta? —preguntó Rose al poco.
—Hace tiempo, cuando lo leí de niña, me gustó muchísimo.
—¿Por qué?
—El comienzo parecía tan prometedor… presagiaba que iba a desarrollar el más extraordinario de los relatos.
—Y al leerlo, se sintió como si estuviera lejos de Inglaterra, en Italia, bajo otro cielo, ese cielo azul del sur que describen los viajeros.
—¿Lo has sentido tú, Rose?
—Leyéndolo me entran deseos de viajar, señorita Helstone.
—Quizá cuando seas una mujer podrás cumplir tu deseo.
—Tengo intención de hacerlo, si es que no se me da la ocasión. No puedo vivir siempre en Briarfield. El mundo entero no es demasiado grande comparado con la creación; al menos debo ver el exterior de nuestro propio planeta.
—¿Qué parte de ese exterior?
—Primero el hemisferio en que vivimos, luego el otro. Estoy decidida a hacer que mi vida sea una vida y no un trance oscuro como el de un sapo, enterrada en mármol; no será una muerte larga y lenta como la de usted en la rectoría de Briarfield.
—¡Como la mía! ¿Qué quieres decir, niña?
—¿No es acaso como sufrir una tediosa muerte estar siempre encerrada en esa casa de clérigo, un lugar que, cuando paso por delante, me recuerda siempre a una tumba con ventanas? Nunca veo movimiento en la puerta; nunca sale ningún sonido de ella. Creo que nunca sale humo de sus chimeneas. ¿Qué hace allí dentro?
—Leo, coso, estudio.
—¿Es feliz?
—¿Sería más feliz vagando sola por países extraños, como tú deseas hacer?
—Mucho más, aunque no hiciera otra cosa que vagar. Recuerde, sin embargo, que yo tendré un objetivo que cumplir, pero aunque usted sólo vagara y vagara, como la doncella encantada de un cuento de hadas, sería más feliz que ahora. En un solo día encontraría en su camino innumerables bosques, colinas y arroyos, todos de apariencia siempre cambiante de día o de noche, con lluvia o sol, con el cielo cubierto o despejado. Nada cambia en la rectoría de Briarfield: el yeso de los techos, el papel de las paredes, las cortinas, alfombras y sillas son siempre iguales.
—¿Es necesario el cambio para la felicidad?
—Sí.
—¿Son sinónimos?
—No lo sé, pero a mí me parece que la monotonía y la muerte son prácticamente la misma cosa.
Aquí intervino Jessie.
—¿A que está loca? —preguntó.
—Pero, Rose —prosiguió Caroline—, me temo que una vida de vagabundeo, para mí al menos, terminaría como esta historia que estás leyendo: en decepción, vanidad y mortificación del espíritu.
—¿Así termina «el italiano»?
—Eso me pareció cuando lo leí.
—Mejor es probar todas las cosas, y descubrir que todas están vacías, que no intentar nada y dejar tu vida en blanco. Eso es cometer el pecado del que enterró su talento en un hoyo[120]: ¡holgazán despreciable!
—Rose —señaló la señora Yorke—, la auténtica satisfacción sólo se consigue cumpliendo con el deber.
—¡Cierto, madre! Y si mi amo me da diez talentos, mi deber es comerciar con ellos y hacer que den diez talentos más. No enterraré la moneda en el polvo de un cajón. No la depositaré en una tetera con el pitorro roto para encerrarla en el armario de la porcelana, con el servicio del té. No la dejaré sobre tu mesa de trabajo para que se ahogue bajo pilas de medias de algodón. No la meteré en el armario de la ropa blanca para encontrar después jirones en las sábanas, y menos aún, madre —se levantó del suelo—, menos aún la esconderé en una bandeja de patatas frías, para que la coloquen junto al pan, la mantequilla, los pasteles y el jamón en los estantes de la despensa. —Se interrumpió; luego continuó diciendo—: Madre, el Señor, que nos dio a cada uno de nosotros nuestros talentos, volverá un día y nos pedirá cuentas. En más de una casa, la tetera, la media vieja, el trapo de hilo y la bandeja de dibujos chinescos entregarán su depósito estéril. Permite que tus hijas, al menos, lleven su dinero a los cambistas, para que el día de la llegada del Amo, puedan pagarle con usura.
—Rose, ¿te has traído el dechado como te he dicho que hicieras?
—Sí, madre.
—Siéntate, y haz una muestra.
Rose se sentó con presteza y obedeció la orden. Tras una ocupada pausa de diez minutos, su madre preguntó:
—¿Te consideras oprimida ahora, una víctima?
—No, madre.
—Sin embargo, si no he comprendido mal, tu perorata era una protesta contra todas las tareas femeninas y domésticas.
—No me has entendido, madre. Lamentaría no aprender costura; haces bien en enseñarme y en hacerme trabajar.
—¿Incluso en remendar los calcetines de tus hermanos y en hacer sábanas?
—Sí.
—¿A qué viene entonces tanto divagar y echar pestes sobre esas tareas?
—¿No haré nunca nada más? Haré eso y luego haré más aún. Bueno, madre, he dicho lo que tenía que decir. Ahora tengo doce años, y no volveré a hablar de talentos hasta que tenga dieciséis; durante cuatro años me comprometo a ser una diligente aprendiza de todo cuanto me enseñes.
—Ya ve usted cómo son mis hijas, señorita Helstone —comentó la señora Yorke—, ¡qué precoces son en su engreimiento! «Me gustaría más esto, prefiero aquello», ésa es la cantinela de Jessie, mientras que las afirmaciones de Rose son más audaces: «¡Esto quiero y esto no quiero!».
—He dado mis razones, madre; además, aunque mis afirmaciones sean audaces, sólo se dejan oír una vez al año. En cada cumpleaños, el espíritu me mueve a pronunciar mi oráculo con respecto a mi propia instrucción y el modo de dirigirme; lo doy y lo dejo; es cosa tuya, madre, si lo escuchas o no.
—Yo aconsejaría a todas las señoritas —prosiguió la señora Yorke— que estudiaran el carácter de las niñas con las que tengan trato antes de casarse y de tener las suyas propias; que mediten bien sobre la responsabilidad de guiar a las indiferentes, la tarea de convencer a las tozudas, la carga y el esfuerzo incesantes de enseñar a las mejores.
—Pero no tiene por qué ser tan difícil si se hace con amor —intervino Caroline—. Las madres aman muchísimo a sus hijas, casi más de lo que se aman a sí mismas.
—¡Bonitas palabras! ¡Muy sentimentales! ¡Todavía tiene usted que vivir la parte más dura y práctica de la vida, jovencita!
—Pero, señora Yorke, cuando cojo a un bebé en mis brazos, al de cualquier mujer pobre, por ejemplo, siento que amo esa cosa desvalida de un modo muy peculiar, aunque no sea su madre. Estaría dispuesta a hacer casi cualquier cosa por él si me lo entregaran totalmente a mi cuidado, si dependiera por completo de mí.
—¡Siente! ¡Sí, sí! Yo diría que se deja gobernar usted por sus sentimientos y que sin duda se cree una persona muy sensible y refinada. ¿Es consciente de que, con todas esas ideas románticas, ha conseguido que sus facciones adopten una expresión por lo general abúlica, más propia de una heroína de novela que de una mujer que ha de abrirse camino en el mundo real a fuerza de sentido común?
—No, en absoluto, señora Yorke.
—Mírese en ese espejo que tiene detrás. Compare el rostro que ve en él con el de cualquier lechera que se levanta con el alba y trabaja de firme.
—Mi rostro es pálido, pero no sentimental, y la mayoría de lecheras, por coloradas y robustas que sean, son más estúpidas y tienen menos sentido práctico para abrirse camino en el mundo que yo. Pienso más y más correctamente que las lecheras en general; en consecuencia, donde ellas, por falta de reflexión, actuarían con debilidad, yo, por la fuerza de la reflexión, actuaría de manera juiciosa.
—¡Oh, no! Estaría influida por sus sentimientos. Se dejaría guiar por sus impulsos.
—Por supuesto que a menudo estaría influida por mis sentimientos; se me dieron con tal fin. Debo amar a quien mis sentimientos me enseñan a amar, y lo haré, y espero que, si algún día tengo marido e hijos, mis sentimientos me impulsen a amarlos. Espero que, en ese caso, todos mis impulsos tengan la fuerza necesaria para obligarme a amar.
Caroline se deleitó en pronunciar estas palabras con tono enfático; se deleitó en atreverse a decirlas en presencia de la señora Yorke. No le importaba qué injusto sarcasmo le arrojara como respuesta; se ruborizó, no de ira, sino por la turbación, cuando la desconsiderada matrona replicó, impávida:
—No pierda el tiempo dramatizando conmigo. Ha hablado bien, era todo muy bonito, pero a nosotras no nos impresiona: una mujer casada desde hace muchos años y una solterona; debería estar presente un caballero sin compromiso. ¿No cree usted que el señor Robert pueda estar por ahí, oculto tras las cortinas, señorita Moore?
Hortense, que durante la mayor parte de la conversación había estado en la cocina supervisando los preparativos para el té, no había acabado de comprender del todo el significado de lo que se hablaba. Respondió, con aire perplejo, que Robert estaba en Whinbury. La señora Yorke soltó una de sus peculiares y breves carcajadas.
—¡La franca señorita Moore! —dijo con tono condescendiente—. Es muy propio de usted tomar mi pregunta en sentido literal y responderla con tanta sencillez. En sus pensamientos no caben intrigas. Podrían pasar las cosas más extrañas en sus mismas narices sin que se diera cuenta; no es del tipo de personas a las que atribuyen un ingenio agudo.
Estos dudosos cumplidos no parecieron complacer a Hortense. Se irguió y frunció el entrecejo, pero no perdió su expresión de extrañeza.
—Me he caracterizado por mi sagacidad y discernimiento desde la infancia —replicó, pues, hallándose ciertamente en posesión de estas cualidades, estaba muy ofendida.
—Jamás ha utilizado argucia alguna para pescar un marido, estoy convencida —insistió la señora Yorke—, y no tiene la ayuda de la experiencia para averiguar lo que otras traman.
Estas amables palabras hirieron a Caroline donde la benevolente señora pretendía herirla: en el corazón. Ni siquiera podía rechazar las pullas, se hallaba indefensa por el momento; responder a ellas habría sido como reconocer que habían dado en el blanco. Viendo a Caroline con los ojos bajos, turbados, las mejillas ardiendo y la figura encorvada, sometida a un temblor involuntario, que expresaba toda la humillación y la angustia que sentía, la señora Yorke pensó que la sufriente era una presa fácil. Aquella extraña mujer sentía una antipatía natural por los caracteres apocados y sensibles; por los temperamentos nerviosos. Tampoco los bonitos y delicados rostros juveniles eran un salvoconducto para su afecto. Raras veces encontraba todas estas odiosas cualidades combinadas en una sola persona, y más raro aún era que tuviese a esa persona a su merced y en circunstancias que le permitían aplastarla por completo. Casualmente aquella tarde se sentía especialmente irritable y malhumorada, dispuesta a cornear como cualquier cruel «matriarca de la manada»: inclinando su gran cabeza, volvió a la carga.
—Su prima Hortense es una excelente hermana, señorita Helstone: todas las señoritas que vengan a probar suerte aquí, a Hollow’s Cottage, pueden engatusar a la señora de la casa mediante pequeñas artimañas femeninas que no requieren gran inteligencia, y jugar con ventaja. Yo diría que es usted muy aficionada a la compañía de su pariente, ¿no es cierto, señorita?
—¿De qué pariente?
—Oh, de su prima, por supuesto.
—Hortense es y ha sido siempre sumamente amable conmigo.
—Las amigas solteras de todas las mujeres con hermanos solteros que son un buen partido las consideran siempre sumamente amables.
—Señora Yorke —dijo Caroline levantando la vista despacio, al tiempo que el velo de la turbación se alzaba de sus azules órbitas dejando que brillaran con fuerza, y el rubor de la vergüenza desaparecía de sus mejillas, de nuevo uniformemente pálidas—. Señora Yorke, ¿puedo preguntarle qué pretende?
—Darle una lección sobre la práctica de la rectitud: hacer que torne aversión a la astucia y los falsos sentimientos.
—¿Acaso necesito esa lección?
—La mayoría de las señoritas de hoy en día la necesitan. Es usted una joven muy moderna: enfermiza, delicada, con un declarado gusto por la soledad, lo que significa, supongo, que encuentra a pocas personas dignas de su simpatía en la vida cotidiana. La vida cotidiana, las personas corrientes y honradas, son mejores de lo que usted cree, mucho mejores que cualquier jovencita fantasiosa y amante de los libros que casi nunca asoma la nariz por encima del muro del jardín de su tío, el clérigo.
—Y a la que, por consiguiente, usted no conoce en absoluto. Perdone… en realidad me da igual que me perdone o no: usted me ha atacado sin que mediara provocación; yo me defenderé sin pedir disculpas. Ignora por completo cuál es la relación que tengo con mis dos primos; en un arranque de mal humor, ha intentado envenenarla con insinuaciones gratuitas que son más astutas y falsas que cualquier cosa de la que pueda acusarme a mí con justicia. El hecho de que yo sea pálida y algunas veces parezca tímida no es asunto suyo. Que me gusten los libros y no sienta inclinación por los chismes vulgares aún le concierne menos. Que sea una «jovencita fantasiosa» es una mera conjetura suya: jamás he fantaseado en su presencia ni en la de nadie que usted conozca. Ser la hija de un clérigo no es ningún crimen, aunque tal vez su intransigencia la lleve a creerlo. No le gusto; no existe motivo alguno para esa antipatía, por lo tanto, guárdese esa aversión para usted. Si en algún otro momento del futuro me molesta volviendo a expresarla, le replicaré con menos escrúpulos aún de los que he tenido ahora.
Guardó silencio en medio de una pálida y tranquila agitación. Había hablado en el tono más claro posible, ni demasiado deprisa ni demasiado alto, pero su voz argentina estremecía el oído. En sus venas la sangre corría tan veloz como invisible.
A la señora Yorke no le enojó el reproche, expresado con una severidad tan simple y dictado por un orgullo tan reservado. Volviéndose impertérrita hacia la señorita Moore, dijo, moviendo la cofia de arriba abajo como muestra de aprobación:
—Tiene genio, después de todo. Hable siempre con la misma franqueza que ha demostrado ahora —añadió— y le irá bien.
—Rechazo una recomendación tan ofensiva —fue la respuesta, dada con la misma voz pura y la misma mirada clara—. Rechazo un consejo envenenado por las insinuaciones. Estoy en mi derecho de hablar como crea más conveniente, nada me obliga a conversar siguiendo sus dictados. Lejos de hablar siempre como acabo de hacerlo ahora, jamás me dirigiré a nadie en un tono tan severo y con un lenguaje tan áspero, a menos que sea para responder a un insulto inmerecido.
—Madre, has encontrado la horma de tu zapato —declaró la pequeña Jessie, a quien la escena parecía divertir enormemente.
Rose lo había oído todo con rostro impasible; dijo entonces:
—No, la señorita Helstone no es la horma del zapato de mi madre, puesto que se deja mortificar; mi madre la agotaría en unas cuantas semanas. Shirley Keeldar se defiende mejor. Madre, jamás has conseguido herir los sentimientos de la señorita Keeldar. Lleva una armadura bajo su vestido de seda que no puedes atravesar.
La señora Yorke se quejaba a menudo de que sus hijas eran rebeldes. Resultaba extraño que, pese a su severidad, a su «carácter», no tuviera el menor dominio sobre ellas: una mirada del padre tenía mayor influencia que todos sus sermones.
La señorita Moore —para quien la posición de testigo de un altercado en el que no tomaba parte era extremadamente desagradable— recobró su dignidad y se preparó para pronunciar un discurso con el que habría de demostrar a ambas partes su error, dejando bien sentado a las contendientes que las dos tenían motivos para avergonzarse y que deberían someterse humildemente al mejor discernimiento de la persona que las interpelaba. Afortunadamente para su público, su arenga no había durado más de diez minutos cuando la entrada de Sarah con la bandeja del té desvió su atención, primero hacia el hecho de que esta damisela llevaba una peineta dorada en los cabellos y un collar rojo alrededor de la garganta y, en segundo lugar, después de reprenderla con severidad, hacia el deber de servir el té. Tras el té, Rose le devolvió el buen humor llevándole la guitarra y pidiéndole una canción, y más tarde enzarzándose con ella en un inteligente y agudo interrogatorio sobre el arte de tocar la guitarra y de la música en general.
Mientras tanto, Jessie dirigió sus atenciones a Caroline. Sentada en un taburete a sus pies, le habló primero de religión y luego de política. En su casa, Jessie estaba acostumbrada a embeberse de buena parte de lo que su padre decía sobre tales temas, y a repetir luego en otra compañía, con más ingenio y fluidez que coherencia o discreción, las opiniones, antipatías y preferencias del señor Yorke. Reprobó firmemente a Caroline por ser miembro de la Iglesia oficial y por tener como tío a un clérigo. Le informó de que vivía de lo que producía el campo, y le dijo que debería trabajar para ganarse el sustento honradamente en lugar de llevar una vida inútil y comer del pan de la holgazanería en forma de diezmo. De ahí pasó a dar un repaso al ministerio en funciones de aquella época, y a una reflexión sobre sus méritos y deméritos. Mencionó familiarmente los nombres de lord Castlereagh y el señor Perceval. A cada una de estas personas las adornó con un carácter que podría haberse adaptado a Moloch y a Belial. Clamó contra la guerra, que llamó asesinato en masa, y contra lord Wellington, al que calificó de «carnicero a sueldo».
Su interlocutora la escuchó con gran regocijo. Jessie no carecía de sentido del humor: era indescriptiblemente cómico oírla repetir las críticas de su padre en el mismo dialecto del norte, rudo y enérgico; era una pequeña jacobina, con tanta vehemencia como encerrar pudiera un espíritu libre y rebelde vestido de muselina y con fajín. No siendo malévola por naturaleza, su lenguaje no era tan amargo como mordaz, y el expresivo rostro menudo daba una agudeza a todas sus frases que cautivaba el interés de quien lo contemplaba.
Caroline le afeó que insultara a lord Wellington, pero escuchó con deleite una diatriba posterior contra el príncipe regente. Jessie percibió rápidamente en el destello de los ojos de su oyente y en la sonrisa que rondaba sus labios que por fin había dado con un tema que la complacía. Numerosas eran las veces en que había oído hablar a su padre sobre el gordo «Adonis cincuentón[121]» durante el desayuno, y repitió los comentarios del señor Yorke, tan genuinos como los que habían pronunciado sus labios de Yorkshire.
Sin embargo, Jessie, no escribiré más sobre ti. Es otoño y la noche es húmeda y desapacible. Sólo hay una nube en el cielo, pero lo cubre de extremo a extremo. El viento no descansa: pasa veloz y sollozante sobre las colinas de lúgubre perfil, descoloridas bajo el crepúsculo y la niebla. La lluvia ha caído durante todo el día sobre la torre de la iglesia, que se eleva, negra, en medio del pétreo recinto de su cementerio: las ortigas, la alta hierba y las tumbas chorrean agua. Esta noche me recuerda demasiado vívidamente otra noche de hace algunos años: era también una noche de otoño envuelta en una furiosa tormenta, en la que cierta persona, que aquel día había peregrinado hasta una tumba recién excavada en un cementerio herético, estaba sentada ante el fuego de leña de la chimenea de una morada extranjera. Todos estaban alegres y disfrutaban de la compañía, pero sabían que se había creado un vacío en su círculo que jamás volvería a llenarse. Sabían que habían perdido algo, cuya ausencia no llegaría a compensarse por mucho que vivieran, sabían que la densa cortina de lluvia empapaba la tierra ya mojada que cubría a su amor perdido, y que la tempestad triste y ululante se lamentaba sobre la cabeza enterrada. El fuego los calentaba, aún tenían el don de la vida y la amistad, pero Jessie yacía helada y solitaria en un ataúd; sólo la tierra la protegía de la tormenta.
*
La señora Yorke dobló su labor de punto, cortó en seco la lección de música y la conferencia sobre política, y concluyó su visita a la casa a una hora lo bastante temprana para garantizar su regreso a Briarmains antes de que el arrebol del ocaso se desvaneciera por completo en el cielo, o de que el rocío de la noche dejara impracticable el sendero que subía campo a través.
Cuando esta señora y sus hijas se marcharon, también Caroline consideró llegado el momento de volver a ponerse el chal, besar a su prima en la mejilla y encaminarse a su casa. Si se demoraba más tiempo, se haría de noche y Fanny tendría que tomarse la molestia de ir a buscarla; recordó que era día de plancha en la rectoría, así como de hacer pan: Fanny estaría muy ocupada. Aun así, no pudo abandonar el sitio que ocupaba junto a la ventana del pequeño gabinete. No había otro punto de observación desde el que se viera más hermoso el oeste que aquella celosía rodeada por una guirnalda de jazmín, cuyas blancas estrellas y verdes hojas no parecían ahora más que trazos grises a lápiz —de gráciles formas, pero sin matices— en el fondo dorado y rojizo del crepúsculo estival, en el fondo azul teñido de fuego del cielo de agosto a las ocho de la tarde.
Caroline miró el portillo, junto al que se alzaban las encinas como agujas; miró el denso seto de alheña y laurel que cercaba el jardín; sus ojos anhelaban ver algo más que estos arbustos, antes de apartarse de aquella limitada perspectiva: anhelaban ver una figura humana de ciertas proporciones y estatura pasando junto al seto y entrando por el portillo. Una figura humana vio al fin… no, dos: Frederick Murgatroyd pasó de largo con un cubo de agua; le siguió Joe Scott, balanceando las llaves de la fábrica con el dedo índice. Los dos hombres se disponían a cerrar la fábrica y los establos, y luego se marcharían a su casa.
«Yo también debo irme», pensó Caroline, haciendo ademán de levantarse con un suspiro.
«Esto es un disparate, un desatino que me parte el corazón —añadió—. En primer lugar, aunque me quedara hasta que se hiciera de noche, él no llegaría, porque siento en mi corazón que el Destino ha escrito en la página de hoy de su libro eterno que no tendré el placer que tanto deseo. En segundo lugar, aunque él entrara en este mismo momento, mi presencia aquí le disgustaría, y darme cuenta de que debe ser así haría que se me helara casi la sangre en las venas. Su mano, quizá, sería blanda, sin fuerza, si pusiera la mía en ella; sus ojos estarían nublados si buscara su resplandor. Buscaría esa luz que he visto encendida algunas veces, en el pasado, cuando mi rostro, mi lenguaje o mi carácter le habían complacido en un instante dichoso: sólo encontraría oscuridad. Será mejor que vuelva a casa».
Cogió el sombrero de la mesa donde lo había dejado, y se estaba atando la cinta cuando Hortense, dirigiendo su atención hacia un espléndido ramo de flores que había en un jarrón sobre esa misma mesa, comentó que la señorita Keeldar se lo había enviado aquella misma mañana desde Fieldhead, y siguió hablando sobre los huéspedes que esa señorita tenía en su casa y sobre la ajetreada vida que había llevado últimamente, a lo que añadió diversas conjeturas: que era una vida que no le gustaba y que era realmente extraño que una persona tan decidida siempre a salirse con la suya como la heredera no hallara el medio de librarse de aquel cortejo de parientes.
—Pero dicen que en realidad es ella quien no permite al señor Sympson y a su familia que se vayan —agregó—. Ellos deseaban regresar al sur la semana pasada para preparar la bienvenida a su único hijo varón, que ha de volver a casa después de un viaje. Ella insiste en que el primo Henry debe venir a reunirse con su familia en Yorkshire. Me atrevería a decir que en parte lo hace para complacernos a Robert y a mí.
—¿Cómo os complacería a Robert y a ti? —preguntó Caroline.
—Vaya, hija mía, estás un poco lenta. ¿No sabes…? Debes de haber oído a menudo…
—Por favor, señora —dijo Sarah abriendo la puerta—, las conservas que me dijo que hirviera en melaza, las «congfiters», como las llama usted, se han quemado.
—Les confitures! Elles sont brûlées? Ah, quelle négligence coupable! Coquine de cuisinière, filie insupportable[122]!
Y mademoiselle se apresuró a sacar un gran delantal de hilo de un cajón para ponérselo sobre el delantal negro que llevaba, y corrió, éperdue[123], hacia la cocina, desde donde —a decir verdad— salía un intenso olor nada apetitoso a dulces calcinados.
La señora y la doncella habían estado peleándose durante todo el día por culpa de la confección de unas conservas de ciertas zarzamoras, duras como canicas y agrias como endrinas. Sarah sostenía que el azúcar era el único condimento ortodoxo que podía usarse en el proceso; mademoiselle mantenía —y lo demostraba con la práctica y la experiencia de su madre, su abuela y su bisabuela— que la melaza, la mélasse, era infinitamente mejor. Había cometido la imprudencia de dejar a Sarah a cargo de la marmita, pues su falta de simpatía por la naturaleza del contenido había tenido como efecto cierto descuido en la vigilancia de su confección, cuyo resultado era una masa de negras cenizas. Se produjo a continuación una alharaca: grandes recriminaciones y sollozos más sonoros que sinceros.
Caroline se volvió de nuevo hacia el pequeño espejo, apartándose los rizos del rostro para meterlos bajo el sombrero de paja, convencida de que no sólo sería inútil, sino también desagradable, quedarse allí más tiempo, cuando, al abrirse súbitamente la puerta de atrás, una brusca calma se adueñó de la cocina: se refrenaron las lenguas, como sujetas por bridas y bocado. ¿Era él… era… Robert? A menudo —casi siempre— entraba por la cocina a su regreso del mercado. No, sólo era Joe Scott, que, tras haber carraspeado tres veces —queriendo significar con cada carraspeo un arrogante reproche a las mujeres que reñían—, dijo:
—Bueno, ¿era una pelea lo que se oía?
Nadie respondió.
—Pues —continuó con tono dogmático— como el amo acaba de llegar, y va a entrar por esta puerta, he pensado que era mejor pasar yo primero y decírselo. Nunca es conveniente entrar en una casa llena de mujeres sin avisar. Aquí viene; entre, señor. Estaban alborotando de mala manera, pero creo que las he hecho callar.
Entró —ahora era audible— otra persona. Joe Scott continuó con sus reproches.
—¿Cómo es que están a oscuras? Tú, chica, ¿es que no sabes encender una vela, Sarah? Hace una hora que se ha puesto el sol. El amo se va a romper las espinillas con tus potes y mesas y todo lo demás. Tenga cuidado con ese pote, señor, se lo han dejado ahí en medio que ni expresamente.
A los comentarios de Joe siguió una pausa algo confusa, que Caroline, aunque aguzaba los oídos, no pudo comprender. Fue muy breve; la rompió un grito, un sonido de sorpresa, seguido por el de un beso; a continuación oyó exclamaciones, pero inconclusas.
—Mon Dieu! Mon Dieu! Est-ce que je m’y attendais[124]? —fueron las palabras que consiguió distinguir.
—Et tu te portes toujours bien, bonne soeur[125]? —preguntó otra voz; la de Robert, sin duda.
Caroline se quedó perpleja. Obedeciendo a un impulso, cuya sensatez no tuvo tiempo de considerar, salió a escape del pequeño gabinete, a fin de despejar el camino, y subió corriendo la escalera para asomarse por la barandilla desde lo alto y seguir mirando antes de dejarse ver. El crepúsculo había quedado atrás: el corredor estaba oscuro, pero no tanto para no ver en él a Robert y a Hortense al cabo de unos instantes.
—¡Caroline! ¡Caroline! —llamó Hortense, poco después—. Venez voir mon frère[126]!
«¡Qué extraño! —pensó la señorita Helstone—. ¡Más que extraño! ¿Qué augura esta insólita emoción por un acontecimiento tan corriente como el regreso del mercado? ¿No habrá perdido el seso? No se habrá desquiciado por culpa de la melaza quemada».
Bajó la escalera con agitación contenida, pero mayor fue su turbación cuando Hortense la cogió de la mano en la puerta del gabinete, la condujo hacia Robert en persona, cuya figura se recortaba, alta y oscura, al trasluz de una ventana, y la presentó con una mezcla de azoramiento y formalidad, como si fueran completos desconocidos y aquélla fuera la primera vez que se veían.
¡El desconcierto aumentaba! Él se inclinó con bastante torpeza y, volviendo el rostro con el aturullamiento de un desconocido, se encaró con la tenue luz que entraba por la ventana; el enigma del sueño (un sueño parecía) alcanzó su punto culminante: Caroline vio un semblante semejante y distinto al de Robert; era él y no era él.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Me engañan mis ojos? ¿Es mi primo?
—Es tu primo, desde luego —afirmó Hortense.
Entonces ¿quién era el que llegaba ahora por el corredor y entraba en la habitación? Caroline volvió la cabeza y vio a un nuevo Robert, el Robert auténtico, como supo en seguida.
—Bueno —dijo él, sonriendo al ver su rostro inquisitivo y atónito—, ¿quién es quién?
—¡Ah! ¡Eres tú! —fue la respuesta.
Él se echó a reír.
—Ya lo creo que soy yo. ¿Y sabes quién es él? Nunca lo habías visto, pero has oído hablar de él.
—Sólo puede ser una persona: tu hermano, puesto que tanto se le parece; mi otro primo, Louis.
—¡Inteligente y pequeña Edipo! ¡Habrías vencido a la Esfinge! Pero ahora, míranos juntos. Cámbiate de lugar, Louis. Cámbiate otra vez para confundirla. ¿Cuál es el viejo amor ahora, Lina?
—¡Como si fuera posible equivocarse cuando hablas! Debería haberle pedido a Hortense que fuera ella quien preguntara. Pero no sois tan parecidos; sólo la estatura, la figura y la tez son muy similares.
—Y yo soy Robert, ¿verdad? —preguntó el recién llegado, haciendo un primer esfuerzo por sobreponerse a lo que parecía una timidez natural.
Caroline meneó la cabeza suavemente. Los suaves y expresivos destellos de su mirada cayeron sobre el auténtico Robert: hablaban por sí solos.
No se le permitió separarse de sus primos tan pronto: el propio Robert fue inflexible y la obligó a quedarse. Alegre, sencilla y afable en su comportamiento (alegre aquella noche, al menos), con el espíritu ligero y radiante por el momento, Caroline era un aditamento demasiado agradable en el círculo de la casa para que ninguno de ellos quisiera verla partir. Louis parecía un hombre callado, grave y circunspecto por naturaleza, pero la Caroline de aquella noche, que no era (como ya sabes, lector) la Caroline de lodos los días, derritió el hielo de su circunspección y pronto alegró su seriedad. Se sentó junto a ella para charlar. Caroline sabía ya que tenía la enseñanza como vocación; descubrió entonces que era preceptor del hijo del señor Sympson desde hacía algunos años, que había estado viajando con él y que había llegado al norte acompañándolo. Caroline inquirió si le gustaba su empleo, pero la mirada que recibió como respuesta no invitaba a más preguntas ni las permitía. Esa mirada despertó la viva simpatía de Caroline, a quien le pareció una expresión muy triste para llegar a ensombrecer un rostro tan sensible como el de Louis, porque tenía un rostro sensible, aunque no era hermoso, pensó ella, al lado del de Robert. Caroline se volvió para compararlos. Robert estaba apoyado en la pared, un poco más atrás, volviendo las hojas de un libro de grabados y, seguramente, escuchando al mismo tiempo el diálogo entre su hermano y ella.
«¿Cómo he podido pensar que eran iguales? —se dijo—. Ahora veo que es a Hortense a quien se parece Louis, no a Robert».
Y en parte esto era cierto: Louis tenía la nariz más corta y el labio superior más largo, como su hermana, en lugar de las finas facciones de Robert; la boca y el mentón estaban moldeados de igual forma que los de Hortense, y eran menos marcados, menos precisos y claros que los del joven propietario de la fábrica. Su semblante, aunque prudente y reflexivo, difícilmente podía describirse como vivo y perspicaz. A su lado, mirándolo, se tenía la sensación de que una naturaleza más lenta, y seguramente más benigna que la del hermano mayor, serenaba las emociones.
Robert —consciente quizá de que la mirada de Caroline se había desviado hacia él y que en él se detenía, aunque no había levantado la vista ni le había dado respuesta— dejó el libro de grabados y, acercándose, se sentó junto a su prima. Caroline reanudó la conversación con Louis, pero, aunque hablaba con él, sus pensamientos estaban en otra parte: su corazón latía del lado hacia el cual tendía su mirada. Reconocía un aire firme, varonil y bondadoso en Louis, pero se inclinaba ante el secreto poder de Robert. Estar tan cerca de éste —aunque él permaneciera mudo, aunque no le rozara siquiera el fleco del chal ni el blanco dobladillo del vestido— actuaba sobre ella como un hechizo. De haberse visto obligada a hablar sólo con él, la habría coartado, pero, en libertad para dirigirse a otra persona, la estimulaba. Su discurso fluyó sin cortapisas: alegre, jovial, elocuente. La mirada indulgente y los modales plácidos de su interlocutor estimularon su desparpajo; el placer sobrio que traslucía la sonrisa de Louis consiguió extraer cuanto de chispeante había en su personalidad. Caroline percibía que aquella noche estaba causando una impresión favorable y, dado que Robert era espectador, se sintió satisfecha; de haber sido requerido él en otra parte, el derrumbe habría sucedido inmediatamente al estímulo.
Pero el deleite de Caroline no iba a brillar mucho tiempo en todo su esplendor: pronto lo tapó una nube.
Hortense, que había estado ajetreada durante un rato en los preparativos de la cena, y que despejaba ahora la mesa de libros y demás objetos para hacerle sitio a la bandeja, llamó la atención de Robert sobre el jarrón de flores, cuyos pétalos de color carmín, nieve y oro resplandecían literalmente a la luz de las bujías.
—Las han traído de Fieldhead —dijo—, como obsequio para ti, sin duda. Ya sabemos quién es el favorito aquí, y no soy yo, estoy segura.
Era extraño oír bromear a Hortense, síntoma de un ánimo realmente exaltado.
—¿Debemos suponer, entonces, que el favorito es Robert? —preguntó Louis.
—Mon cher —contestó Hortense—. Robert, c’est tout ce qu’il y a de plus précieux au monde: à côté de lui, le reste du genre humain n’est que du rebut. N’ai-je pas raison, mon enfant[127]? —añadió, dirigiéndose a Caroline.
Caroline se vio obligada a responder que sí, y su luz se apagó, su estrella se desvaneció mientras hablaba.
—Et toi, Robert? —preguntó Louis.
—Pregúntaselo a ella, cuando tengas ocasión —fue la serena respuesta que recibió de su hermano. Si éste había palidecido, o se había ruborizado, Caroline no se paró a comprobarlo: descubrió que era tarde y que debía irse a casa. Y a casa se fue: ni siquiera Robert pudo detenerla esta vez.