Samuel Cramer, que en el pasado firmó con el nombre de Manuela de Monteverde algunas locuras románticas —en los buenos tiempos del Romanticismo—, es el producto contradictorio de un pálido alemán y de una oscura chilena. Agregue a este doble origen una educación francesa y una cultura literaria, y estará usted menos sorprendido —cuando no satisfecho y edificado— por las extrañas complicaciones de este carácter.
Samuel tiene la frente pura y noble, los ojos brillantes como gotas de café, la nariz atrevida y burlona, los labios impúdicos y sensuales, el mentón cuadrado y déspota, la cabellera pretenciosamente rafaelesca. Es a la vez un gran haragán, un ambicioso triste y un ilustre desdichado, pues en toda su vida no ha tenido sino mitades de ideas. El sol de la pereza, que resplandece sin cesar en su interior, evapora y consume esa mitad de genio con que el cielo lo ha dotado.
Entre todos los hombres semibrillantes que he conocido en esta terrible vida parisina, Samuel fue, más que ningún otro, el hombre de las grandes obras fallidas. Criatura enfermiza y extravagante, su poesía resplandece mucho más en su persona que en sus obras; y, hacia la una de la mañana, entre el resplandor de un fuego de carbón mineral y el tictac de un reloj, se me ha aparecido siempre como el dios de la impotencia —dios moderno y hermafrodita—, ¡impotencia tan colosal y enorme que llega a ser épica!
¿Cómo dar a conocer y mostrar claramente esta naturaleza tenebrosa, atravesada de vivos destellos, perezosa y emprendedora a un mismo tiempo, fecunda en proyectos difíciles y en irrisorios fracasos; espíritu en el cual la paradoja a menudo tenía visos de ingenuidad, y cuya imaginación era tan vasta como la soledad y la pereza absolutas?
Uno de los defectos más naturales en Samuel era considerarse el igual de aquéllos a quienes solía admirar. Después de la lectura apasionada de un buen libro, su conclusión involuntaria era:
—¡Esto es tan hermoso que podría ser mío!
Y de ahí a pensar: «Por lo tanto, es mío», sólo hay un paso.
En el mundo actual, esta clase de caracteres es más frecuente de lo que se piensa; las calles, los paseos públicos, los cafés y todos los refugios del flâneur están plagados de seres de esta especie.
A tal punto se identifican con el nuevo modelo que no están lejos de creer que lo han inventado. Hoy los veremos descifrando penosamente las páginas místicas de Plotino o de Porfirio; mañana admirarán el modo en que Crébillon hijo ha expresado el lado frívolo y francés de su carácter. Ayer se entretenían familiarmente con Jerónimo Cardano; ahora juegan con Sterne, o se entregan con Rabelais a todos los excesos de la hipérbole. De hecho, son tan felices en cada una de sus metamorfosis que no guardan rencor alguno a todos estos grandes genios por habérseles adelantado en la estima de la posteridad. ¡Ingenuo y respetable descaro! Así era el pobre Samuel.
Hombre de bien por su origen y un poco sinvergüenza por pasatiempo, comediante por temperamento, representaba para sí mismo, y a puertas cerradas, incomparables tragedias, o, mejor dicho, tragicomedias. Si la alegría lo rozaba o apenas se insinuaba, debía asegurarse de ello, y entonces nuestro hombre ensayaba risas y carcajadas. Si algún recuerdo hacía que una lágrima asomara a sus ojos, corría al espejo para mirarse llorar. Cuando alguna mujer de mala vida, en un acceso de celos brutal y pueril, le hacía un rasguño con una aguja o una navaja, Samuel se jactaba de haber recibido una cuchillada, y cuando debía unos miserables veinte mil francos, exclama alegremente: «¡Qué triste y miserable suerte la de un genio acosado por un millón de deudas!».
Por lo demás, cuídese bien de creer que fuera incapaz de experimentar sentimientos verdaderos, y que la pasión tan sólo rozó su epidermis. Hubiese vendido sus camisas por un hombre al que apenas conocía, y a quien, un día antes, por la sola inspección de su frente y de su mano, había declarado su íntimo amigo. Llevaba a las cosas del espíritu y del alma la contemplación germánica; a las cosas de la pasión, el fugaz e inconstante ardor de su madre; y a la práctica de la vida, todos los defectos de la vanidad francesa. Se hubiese batido en duelo por un autor o un artista muerto dos siglos antes. Era ateo con pasión como había sido devoto con fervor. Era, a un mismo tiempo, todos los artistas que había estudiado y todos los libros que había leído; y, sin embargo, pese a esta habilidad de histrión, seguía siendo profundamente original: era el tierno, el caprichoso, el perezoso, el terrible, el sabio, el ignorante, el desaliñado, el coqueto Samuel Cramer, la romántica Manuela de Monteverde. Adoraba a un amigo como a una mujer; amaba a una mujer como a un compañero. Poseía la lógica de todos los buenos sentimientos y la ciencia de todas las astucias, y sin embargo jamás triunfó en nada, porque creía demasiado en lo imposible. ¿Qué tiene de sorprendente? Estaba siempre intentando concebirlo.
Una tarde Samuel tuvo deseos de salir; el tiempo estaba agradable y perfumado. Tenía, según su gusto natural por el exceso, hábitos de reclusión y de disipación igualmente violentos y prolongados; y hacía ya mucho tiempo que permanecía fiel a su hogar. La pereza materna, la haraganería criolla que corría por sus venas, le impedían sufrir por el desorden de su cuarto, de su ropa y de sus cabellos excesivamente sucios y enmarañados. Se peinó, se lavó y, en unos minutos, supo recobrar el porte y el aplomo de aquellas personas para quienes la elegancia es cosa de todos los días; después abrió la ventana. Un día cálido y dorado se precipitó en el gabinete polvoriento. Samuel se maravilló de que la primavera hubiese llegado tan pronto, en muy pocos días, y sin anunciarse. Un aire cálido e impregnado de agradables perfumes lo invadió; una parte se le subió al cerebro, lo llenó de fantasías y de deseo; el resto le removió libertinamente el corazón, el estómago y el hígado. Apagó resueltamente sus dos velas, una de las cuales aún palpitaba sobre un volumen de Swedenborg, y la otra se extinguía sobre uno de esos libros vergonzosos cuya lectura sólo es provechosa para aquellos espíritus poseídos de una inmoderada inclinación por la verdad.
Desde lo alto de su soledad, atiborrada de papeles, empedrada de libros y poblada de sueños, Samuel solía ver, paseando por los jardines de Luxemburgo, una silueta y una figura que había amado en provincia, a la edad en que se ama el amor. Sus rasgos, aunque madurados y ensanchados por los años, conservaban la gracia profunda y decente de la mujer honesta; en el fondo de sus ojos aún brillaba, por momentos, la ensoñación húmeda de la joven. Iba y venía habitualmente escoltada por una criada bastante elegante, cuyo rostro y aspecto delataban más bien a la confidente y a la dama de compañía que a la sirvienta. Parecía buscar los sitios más apartados, y se sentaba tristemente con actitudes de viuda, teniendo, a veces, en su mano distraída, un libro que no leía.
Samuel la había conocido en los alrededores de Lyon, joven, despierta, traviesa y más delgada. A fuerza de mirarla y, por así decir, de reconocerla, había encontrado uno a uno todos los pequeños recuerdos que se relacionaban con ella en su imaginación; evocaba para sí todos los detalles de esa historia de juventud, extraviados desde entonces en las preocupaciones de su vida y en el dédalo de sus pasiones.
Esa tarde la saludó, pero con más cuidado y más miradas. Al pasar delante de ella, escuchó detrás de sí este fragmento de diálogo:
—¿Qué le parece ese joven, Mariette?
Pero esto dicho con un tono de voz tan distraído que aun el observador más malicioso no hubiese tenido nada que objetar.
—Lo encuentro muy bien, señora. ¿La señora sabe que es Samuel Cramer?
Y con tono más severo:
—Pero ¿cómo es posible que usted sepa eso, Mariette?
Por eso, al día siguiente, Samuel puso especial cuidado en devolverle su pañuelo y su libro, que encontró sobre un banco y que ella no había perdido, dado que se encontraba cerca de allí mirando cómo los gorriones se disputaban unas migas, o contemplando el trabajo interior de la vegetación. Como suele ocurrir entre dos seres cuyos destinos cómplices han elevado el alma a un mismo diapasón, y pese al modo abrupto en que inició la conversación, Samuel tuvo la extraña felicidad de encontrar a una persona dispuesta a escucharlo y a responderle.
—¿Tendré la dicha, señora, de estar presente todavía en un rincón de su recuerdo? ¿Tanto he cambiado que no puede reconocer en mí a un compañero de la infancia, con quien usted se dignó jugar al escondite y faltar sin permiso a la escuela?
—Una mujer —respondió la dama con una breve sonrisa— no tiene derecho a reconocer tan fácilmente a las personas; por eso, le agradezco, señor, que me haya dado usted la oportunidad de evocar esos hermosos y alegres recuerdos. Además… cada año que pasa contiene tantos acontecimientos y pensamientos… y, en verdad, me parece que han pasado muchos años…
—Años —replicó Samuel— que para mí fueron, a veces, muy lentos; otras, fugaces ¡pero todos invariablemente crueles!
—¿Y la poesía?… —dijo la dama con una sonrisa en los ojos.
—¡Siempre, señora! —respondió Samuel riendo—. Pero ¿qué está leyendo?
—Una novela de Walter Scott.
—Me explico ahora sus frecuentes interrupciones. ¡Oh! ¡Qué escritor aburrido! ¡Un polvoriento desenterrador de crónicas! Un amasijo de descripciones fastidiosas y desordenadas, un montón de cosas viejas y trastos de toda clase: armaduras, vajillas, muebles, posadas góticas y castillos de melodrama, donde se pasean autómatas, vestidos con casacas y jubones abigarrados; tipos conocidos de los que ningún plagiario de dieciocho años querrá saber nada en diez años; castellanas imposibles y enamorados desprovistos de toda actualidad, ¡ninguna verdad de corazón, ninguna filosofía de sentimientos! ¡Qué diferencia con nuestros buenos novelistas franceses, en los que la pasión y la moral se imponen a la descripción material de los objetos! ¿Qué importa que la castellana lleve gorguera o miriñaque, o enaguas Oudinot, mientras solloce o traicione como se debe? ¿El amante le interesa más por llevar un puñal en su chaleco en vez de una tarjeta de visita, y un déspota vestido de traje negro le causa un terror menos poético que un tirano con armadura de hierro y barda de cuero?
Samuel, como se ve, era una de esas personas absorbentes, esa clase de hombres insoportables y apasionados en quienes el oficio echa a perder la conversación, y a quienes toda ocasión resulta buena, incluso un encuentro improvisado al pie de un árbol o en una esquina —aunque fuera con un trapero—, para desarrollar obstinadamente sus ideas. Entre los viajantes de comercio, los industriales errantes, los promotores de negocios en comandita y los poetas absorbentes hay una sola diferencia: aquella que existe entre la propaganda y la prédica; el vicio de estos últimos es absolutamente desinteresado.
Ahora bien, la dama replicó simplemente:
—Mi querido señor Samuel, no soy más que público, basta con decirle que mi alma es inocente. Además, el placer es para mí lo más fácil de hallar en el mundo. Pero hablemos de usted; me consideraré dichosa si me juzgara digna de leer algunas de sus producciones.
—Pero, señora, ¿cómo es posible que…? —exclamó la gran vanidad del poeta asombrado.
—El bibliotecario de mi gabinete de lectura dice que no lo conoce.
Y, como para mitigar el efecto de aquella fugaz provocación, sonrió suavemente.
—Señora —dijo sentencioso Samuel—, el verdadero público del siglo XIX son las mujeres; su aprobación me hará más grande que veinte academias.
—Y bien, señor, cuento con su promesa. ¡Mariette! La sombrilla y la echarpe; quizá se impacienten en casa. Ya sabe que el señor regresa temprano.
Le hizo un saludo graciosamente breve, que no tenía nada de comprometedor y cuya familiaridad no excluía la dignidad.
Samuel no se sorprendió de encontrar a un antiguo amor de juventud sometido al yugo del matrimonio. En la historia universal del sentimiento, eso es de rigor. Su nombre era madame de Cosmelly, y vivía en una de las calles más aristocráticas del arrabal Saint-Germain.
Al día siguiente la encontró con la cabeza inclinada por una melancolía llena de gracia y casi estudiada, mirando los macizos de flores del jardín, y le ofreció sus Osífragas[16], un volumen de sonetos, como los que todos hemos escrito y leído alguna vez, en el tiempo en que teníamos el juicio tan corto y los cabellos tan largos.
Samuel sentía mucha curiosidad por saber si sus Osífragas habían cautivado el alma de esta hermosa melancólica, y si los gritos de esos malvados pájaros le habían hablado en su favor; pero, unos días después, con un candor y una honestidad desesperantes, ella le dijo:
—Señor, yo no soy más que una mujer, y, por consiguiente, mi juicio no vale mucho. Sin embargo, me parece que las tristezas y los amores de los señores autores no se parecen demasiado a las tristezas y a los amores de los demás hombres. Usted prodiga galanterías, sin duda muy elegantes y de refinadísimo gusto, a damas a las que estimo lo suficiente para creer que a veces deben sentirse espantadas por ello. Celebra la belleza de las madres en un estilo que habrá de privarle del favor de sus hijas. Comunica al mundo su pasión por el pie o la mano de tal o cual dama que, supongamos por su honor, invierte menos tiempo en leerlo a usted que en tejer medias y mitones para los pies o las manos de sus hijos. Por un contraste de lo más singular, y cuya misteriosa causa aún no me ha sido revelada, reserva su incienso más místico para extrañas criaturas que leen aún menos que las damas, y se pasma platónicamente frente a sultanas de mala calaña que, a mi juicio, ante el delicado aspecto de la persona de un poeta, deben de abrir los ojos tan grandes como el del ganado que se despierta en medio de un incendio. Por lo demás, ignoro por qué aprecia tanto los motivos fúnebres y las descripciones de anatomía. Cuando se es joven y se tiene, como usted, un hermoso talento y todas las condiciones presumiblemente necesarias para la felicidad, me parece mucho más natural celebrar la salud y las alegrías del hombre de bien que ejercitarse en el anatema y dialogar con esos pájaros de mal agüero.
He aquí lo que le respondió:
—Señora, compadézcame, o más bien compadézcanos, pues tengo muchos hermanos de mi clase; el odio a todos y a nosotros mismos nos condujo a estas mentiras. Por la desesperación de no poder ser nobles y bellos siguiendo los medios naturales, nos desfiguramos tan extrañamente el rostro. Nos esmeramos tanto en sofisticar nuestro corazón, abusamos tanto del microscopio para estudiar las inmundas excrecencias y las vergonzosas verrugas que lo cubren, y que nosotros exageramos caprichosamente, que nos es imposible hablar el lenguaje de los demás hombres. Ellos viven para vivir, y nosotros, ¡ay!, vivimos para saber. Ése es todo el misterio. Con la edad, sólo se modifica la voz, y se pierden los cabellos y los dientes; nosotros hemos alterado el acento de la naturaleza, hemos extirpado uno a uno los pudores virginales que erizaban nuestro interior de hombres de bien. Hemos psicologizado como los locos, que aumentan su locura en el esfuerzo por comprenderla. Los años sólo debilitan los miembros, y nosotros hemos deformado las pasiones. ¡Malditos sean, tres veces malditos, los padres débiles que nos hicieron raquíticos y endebles, predestinados como estamos a no engendrar más que obras fallidas!
—¡Otra vez sus Osífragas! —dijo ella—; por favor, deme el brazo y admiremos estas pobres flores que la primavera vuelve tan dichosas.
En vez de admirar las flores, Samuel Cramer, lleno de inspiración, comenzó a poner en prosa y a declamar algunas malas estancias compuestas en su primer estilo. La dama lo dejaba hacer.
—¡Qué diferencia, y qué poco queda del mismo hombre, excepto su recuerdo! Y el recuerdo no es sino un nuevo sufrimiento. ¡Qué tiempos aquéllos en que las mañanas no despertaban nuestras rodillas entumecidas o extenuadas por la fatiga de los sueños; en que nuestros ojos claros reían libremente; en que nuestra alma no razonaba, sino que vivía y gozaba; en que nuestros suspiros suavemente escapaban, sin ruido y sin orgullo! ¡Cuántas veces, en los momentos libres de la imaginación, he vuelto a ver una de esas hermosas tardes otoñales en que las almas jóvenes hacen progresos comparables a los de esos árboles que, como un relámpago, crecen varios codos! Entonces veo, siento, oigo; la luna despierta enormes mariposas; el viento cálido abre las flores nocturnas; el agua de los estanques se adormece. Escuche, en su imaginación, los valses súbitos de aquel piano misterioso. Los perfumes de la tormenta entran por las ventanas; es la hora en que los jardines se llenan de vestidos rosas y blancos que no temen mojarse. Los arbustos complacientes enganchan faldas fugitivas; cabellos castaños y rizos rubios se entremezclan y arremolinan. ¿Recuerda aún, señora, los enormes almiares que tan rápido descendíamos; la vieja nodriza, tan lenta para perseguirla; y la campana, tan presta a llamarla bajo el ojo vigilante de su tía, en el gran comedor?
Madame de Cosmelly interrumpió a Samuel con un suspiro, quiso abrir la boca, sin duda para rogarle que se detuviera, pero él ya había retomado la palabra.
—Lo más desconsolador —dijo— es que todo amor tiene siempre un triste final, tanto más triste cuanto más divino y alado supo ser en sus comienzos. No hay sueño, por ideal que haya sido, que no volvamos a encontrar con un niño glotón prendido a su pecho; no hay retiro, hogar tan delicioso y apartado que la piqueta no pueda echar abajo. Y aun esa destrucción es exclusivamente material; pero existe otra, más impiadosa y secreta, que ataca las cosas invisibles. Imagínese que en el momento en que usted quiere apoyarse en el ser que ha elegido, y decirle: «¡Volemos juntos y busquemos el fondo del cielo!», una voz implacable y grave se acerca a su oído para decirle que nuestras pasiones son mentirosas, que es nuestra miopía la que vuelve bellos los rostros y nuestra ignorancia, bellas las almas; y que necesariamente llega el día en que el ídolo, para la mirada más clarividente, ya no es más que un objeto, no de odio, sino de desprecio y asombro.
—¡Se lo ruego, señor! —dijo madame de Cosmelly.
Estaba visiblemente emocionada; Samuel se dio cuenta de que había metido el dedo en una antigua llaga, e insistió con crueldad.
—Señora mía —dijo—, los saludables sufrimientos del recuerdo tienen sus encantos, y esa embriaguez del dolor algunas veces nos procura un poco de alivio. Ante esta funesta advertencia, todas las almas leales se exclamarían: «Señor, aléjame de aquí con mi sueño intacto y puro: quiero devolver a la naturaleza mi pasión aún virgen, y llevar en otro sitio mi corona sin mácula». Por lo demás, los resultados de la desilusión son terribles. Los vástagos enfermos que nacen de ese amor moribundo son la triste depravación y la repugnante impotencia: la depravación del espíritu, la impotencia del corazón, que hacen que el primero no viva sino por curiosidad, y que el otro muera día a día de lasitud. Todos nos parecemos, en cierta medida, a un viajero que hubiera recorrido un país muy extenso, y que, cada atardecer, viera el sol, que en otro tiempo doraba magníficamente las bellezas del camino, ponerse en un horizonte chato. Se sienta con resignación sobre sucias colinas cubiertas de vestigios desconocidos, y dice a los perfumes de los helechos que en vano ascienden hacia el cielo vacío; a las pocas y desafortunadas semillas, que en vano germinan en un suelo árido; a los pájaros que creen sus uniones bendecidas, que se equivocan al construir sus nidos en un páramo barrido por vientos fríos y violentos. Retorna, triste, su camino hacia un desierto sin duda semejante a aquel que acaba de recorrer, escoltado por un pálido fantasma llamado Razón, que ilumina con un pálido fanal la aridez de su camino, y, para aplacar la sed renovada de pasión que por momentos lo asalta, le vierte el veneno del tedio.
De pronto, al oír un suspiro profundo y un sollozo apenas reprimido, se volvió hacia madame de Cosmelly; lloraba abundantemente y no tenía siquiera la fuerza para ocultar sus lágrimas.
La observó unos instantes, en silencio, con la expresión más conmovida y untuosa que pudo adoptar; el brutal e hipócrita comediante estaba orgulloso de esas preciosas lágrimas; las consideraba como su obra y su propiedad literaria. Pero se equivocaba en cuanto al sentido íntimo de ese dolor, así como madame de Cosmelly, sumida en su cándida desolación, se equivocaba en cuanto a la intención de su mirada. Se produjo un singular juego de malentendidos, tras el cual Samuel Cramer le tendió definitivamente sus manos, que ella aceptó con tierna confianza.
—Señora —retomó Samuel después de unos instantes de silencio, el clásico silencio de la emoción—, la verdadera sabiduría consiste menos en maldecir que en tener esperanza. Sin el don divino de la esperanza, ¿cómo podríamos atravesar ese horroroso desierto del tedio que acabo de describirle? El fantasma que nos acompaña es, verdaderamente, un fantasma de razón: podemos ahuyentarlo rociándolo con el agua bendita de la primera virtud teologal. Existe una amable filosofía que sabe hallar consuelo en los objetos en apariencia más indignos. Así como la virtud vale más que la inocencia, y sembrar un desierto es más meritorio que saquear con despreocupación un huerto fructuoso, del mismo modo es verdaderamente digno de un alma superior purificarse y purificar al prójimo por su contacto. Así como no existe traición que no pueda perdonarse, tampoco hay falta de la que no se pueda ser absuelto ni olvido que no pueda remediarse; existe una ciencia de amar al prójimo y hallarlo amable, así como hay un saber del buen vivir. Cuanto más delicado sea un espíritu, más bellezas originales será capaz de descubrir; cuanto más tierna y abierta a la divina esperanza sea un alma, tantos más motivos de amor hallará en el prójimo, por muy impuro que éste sea; esto es obra de la caridad, y se ha visto a más de una viajera desolada y perdida en los áridos desiertos de la desilusión reconquistar la fe y apasionarse con mayor intensidad aún por aquello que había perdido, con tanta más razón cuanto que ahora posee la ciencia de dirigir su propia pasión y la de la persona amada.
Poco a poco, el rostro de madame de Cosmelly se iluminaba; su tristeza resplandecía de esperanza como un sol mojado; y, no bien Samuel hubo terminado su discurso, le dijo vivamente y con el ardor ingenuo de un niño:
—¿Es cierto, señor, que eso es posible? ¿Existen ramas a las que los desesperados pueden aferrarse?
—Ciertamente, señora.
—¡Ah, usted haría de mí la mujer más dichosa si aceptara enseñarme su fórmula!
—Nada más fácil —replicó Samuel brutalmente.
En medio de este galanteo sentimental, la confianza se había instalado y había, en efecto, unido las manos de los dos personajes; de modo que, tras algunas hesitaciones y mojigaterías que parecieron de buen augurio a Samuel, madame de Cosmelly hizo, a su vez, sus confidencias, y comenzó así:
—Comprendo, señor, todo lo que un alma poética puede llegar a sufrir por su aislamiento, y cuán rápido ha de consumirse, en esa soledad, una ambición sensible e íntima como la suya; sin embargo, sus pesares, suyos y de nadie más, provienen, por lo que he podido percibir tras la pompa de sus palabras, de extrañas necesidades nunca satisfechas y casi imposibles de satisfacer. Usted sufre, es cierto, pero es posible que ese sufrimiento constituya su grandeza, y que le sea tan necesario como a otros la felicidad. Ahora, tenga a bien escucharme y simpatizar con penas más fáciles de comprender. ¿Un dolor de provincia? Espero de usted, señor Cramer, de usted, el sabio, el hombre de genio, los consejos y quizá la ayuda de un amigo.
»Usted sabe que, cuando me conoció, yo era una niña buena, un poco soñadora ya (como usted), pero tímida y muy obediente; me miraba en el espejo con menos frecuencia que usted, y dudaba mucho antes de comer o guardar en mis bolsillos los melocotones y las uvas que usted robaba valientemente para mí en el huerto de nuestros vecinos. No sentía un placer verdaderamente agradable y completo sino en la medida en que estuviera permitido, y prefería besar a un muchacho encantador como usted delante de mi vieja tía que en medio del campo. La coquetería y el cuidado de sí, que toda joven en edad de casarse debe tener, me llegaron tardíamente. Cuando supe más o menos cantar una romanza al piano, comenzaron a vestirme con mayor refinamiento, me obligaron a tener una buena postura, me hicieron practicar gimnasia, y me prohibieron dañar mis manos plantando flores o criando pájaros. Se me permitió leer algo más que a Berquin, y fui llevada en gran atavío al teatro del lugar para ver malas óperas. Cuando monsieur de Cosmelly vino al castillo, en un primer momento, sentí por él una viva amistad; comparaba su juventud floreciente con la vejez un poco irritable de mi tía, le encontraba un aire de nobleza y honestidad; y él empleaba conmigo una galantería de lo más respetuosa. Además se citaban los rasgos más destacados de su persona: un brazo roto en un duelo por un amigo pusilánime que le había confiado el honor de su hermana, enormes sumas prestadas a antiguos compañeros sin fortuna. ¡Qué sé yo…! Tenía con todo el mundo un aire de mando, afable e irresistible a la vez, que me subyugó. ¿Cómo vivía antes de llevar junto a nosotros la vida de castillo? ¿Había conocido otros placeres además de ir de caza conmigo o cantar virtuosas romanzas en mi mal piano? ¿Había tenido amantes? No lo sabía en absoluto, y no pensaba siquiera en averiguarlo. Empecé a amarlo con toda la credulidad de una joven que no ha tenido tiempo de comparar, y me casé con él (para gran felicidad de mi tía). Cuando fui su mujer ante Dios y ante la ley, lo amé aún más. Lo amé demasiado, sin duda. ¿Era acertado, desacertado?: ¿quién puede saberlo? Ese amor me hizo feliz; mi error ha sido creer que nada podía perturbarlo. ¿Lo conocía bien antes de casarme con él? No, sin duda; pero no es menos impropio condenar por su elección imprudente a una honesta joven que desea casarse, que condenar a una mujer de mala vida por tener un amante vil. Una y otra (¡pobres desdichadas!) somos igualmente ignorantes. A estas infortunadas víctimas, llamadas “mujeres en edad de casarse”, les falta una educación abyecta, es decir, desconocen los vicios de un hombre. Quisiera que cada una de esas pobres niñas, antes de someterse al vínculo conyugal, pudiera escuchar en un lugar secreto, y sin ser vista, a dos hombres conversar entre ellos de las cosas de la vida y, sobre todo, de mujeres. Después de esa primera y temible prueba, ellas podrían entregarse con menos peligro a los terribles destinos del matrimonio, y así conocer las virtudes y debilidades de sus futuros tiranos.
Samuel no sabía exactamente adónde quería llegar esa encantadora víctima; pero empezaba a parecerle que hablaba demasiado de su marido para ser una mujer desilusionada.
Tras hacer una pausa de unos pocos minutos, como si temiera abordar el punto funesto, prosiguió así:
—Un día, monsieur de Cosmelly quiso volver a París; yo tenía que estar espléndida y a la altura de mis méritos. Una mujer bella e instruida, me decía, se debe a París. Tiene que saber actuar en sociedad y hacer que una parte de su encanto recaiga sobre su marido. Una mujer de espíritu noble y sentido común sabe que su propia gloria no es nada sin la gloria de su compañero de viaje, que ella sirve las virtudes de su marido, y, sobre todo, que no es digna de respeto si no lo hace respetar. Ése era, sin duda, el medio más simple y seguro de hacerse obedecer casi con alegría; saber que mis esfuerzos y mi obediencia me embellecerían a sus ojos, seguramente no hacía falta tanto para decidirme a abordar ese terrible París, al que temía instintivamente, y cuyo negro y deslumbrante fantasma erigido en el horizonte de mis sueños oprimía mi pobre corazón de novia. Ése era, según él, el verdadero motivo de nuestro viaje. La vanidad de un marido hace la virtud de una mujer enamorada. Quizá se mintiera a sí mismo con una suerte de buena fe, y engañara a su conciencia sin darse del todo cuenta de ello. En París tuvimos días reservados para los íntimos, de quienes monsieur de Cosmelly se aburrió a la larga, tal como se había aburrido de su mujer. Quizá se haya hartado un poco de ella, porque sentía demasiado amor y privilegiaba su corazón. Se hartó de sus amigos por la razón contraria. Sólo podían ofrecerle los placeres monótonos de conversaciones en que la pasión no tiene cabida. A partir de entonces, su actividad tomó una nueva dirección. Después de los amigos vinieron las carreras y el juego. El rumor del mundo elegante, la frecuentación de aquellos que no tenían compromisos y que le contaban una y otra vez los recuerdos de una juventud loca y agitada lo alejaron del hogar y de las largas conversaciones junto al fuego. Él, que jamás había tenido otro asunto que su corazón, tuvo varios affaires. Rico y sin profesión, supo crearse una cantidad de ocupaciones bulliciosas y frívolas que llenaban todo su tiempo; las preguntas conyugales: ¿adónde vas? ¿A qué hora te veremos? ¡Regresa pronto!, tuve que reprimirlas en el fondo de mi pecho; pues la vida inglesa (esa muerte del corazón), la vida de clubes y de círculos lo absorbió por completo. El cuidado exclusivo de su persona y el dandismo que exhibía me chocaron al principio; es evidente que yo no era el motivo. Quise hacer como él, estar más que bella, es decir, coqueta, coqueta para él, así como él lo era para el mundo; en el pasado yo ofrecía todo, daba todo, ahora quería hacerme rogar. Quería reavivar las cenizas de mi extinta felicidad, removiéndolas; pero parece que soy poco hábil para la astucia y bastante torpe para el vicio, pues ni siquiera se dignó percibirlo. Mi tía, cruel como todas las mujeres viejas y envidiosas que han quedado reducidas a admirar un espectáculo en el que alguna vez fueron actrices, y a contemplar placeres inaccesibles para ellas, puso gran empeño en informarme, por mediación interesada de un primo de monsieur de Cosmelly, que este último se había enamorado de una mujer de teatro muy de moda. Me hice llevar a todos los espectáculos, y cada que vez que veía entrar en escena a una mujer más o menos hermosa temía encontrar en ella a mi rival. Finalmente supe, gracias a la caridad de este mismo primo, que se trataba de la Fanfarlo, una bailarina tan tonta como bella. Usted, que es autor, sin duda la conoce. No soy muy vanidosa ni estoy muy orgullosa de mi figura, pero le juro, señor Cramer, que, más de una vez, por la noche, hacia las tres o cuatro de la madrugada, cansada de esperar a mi marido, los ojos enrojecidos por el llanto y el insomnio, después de hacer largos y suplicantes ruegos por su retorno a la fidelidad y al deber, pregunté a Dios, a mi conciencia y a mi espejo, si yo era tan bella como esa miserable Fanfarlo. Mi espejo y mi conciencia me respondieron: “Sí”. Dios me ha prohibido vanagloriarme de ello, pero no de considerarlo una legítima victoria. ¿Por qué, entre dos bellezas iguales, los hombres suelen preferir la flor que todo el mundo ha respirado, y no aquella que se ha preservado de los transeúntes en las sendas más oscuras del jardín conyugal? ¿Por qué las mujeres pródigas de sus cuerpos, tesoro cuya llave debe estar en poder de un solo sultán, poseen más adoradores que nosotras, las desdichadas mártires de un único amor? ¿De qué mágicos encantos el vicio aureola a ciertas criaturas? ¿Qué aspecto torpe y repulsivo la virtud otorga a otras? ¡Respóndame, usted que, por su condición, debe conocer todos los sentimientos de la vida y sus razones diversas!
Samuel no tuvo tiempo de responder, pues ella continuó apasionadamente:
—Faltas gravísimas han de pesar sobre la conciencia de monsieur de Cosmelly si la pérdida de un alma joven y virgen interesa al Dios que la ha creado para la dicha de otra. Si monsieur de Cosmelly muriera esta misma tarde, tendría muchos perdones que implorar; pues, por su culpa, su mujer ha conocido espantosos sentimientos: el odio, la desconfianza del objeto amado y la sed de venganza. ¡Ah, señor mío, paso noches muy tristes, noches de insomnio inquieto! Rezo, maldigo, blasfemo. El cura me dice que cada cual debe cargar su cruz con resignación; pero el amor desmedido, la fe quebrantada, no saben resignarse. Mi confesor no es una mujer, y yo amo a mi marido, lo amo, señor, con toda la pasión y todo el dolor de una amante maltratada y despreciada. No hay nada que no haya intentado. En vez de los vestidos simples y sombríos que, en otro tiempo, complacían su mirada, usé vestidos extravagantes y suntuosos como las mujeres de teatro. Yo, la casta esposa que él había ido a buscar hasta el fondo de un pobre castillo, desfilé delante de él con vestidos de prostituta; me volví ingeniosa y alegre, aunque estaba desesperada. Puse lentejuelas a mi desesperación, exhibí sonrisas radiantes. ¡Y no vio nada! Me pinté los labios de rojo, señor, ¡me pinté de rojo! Ya lo ve: es una historia banal, la historia de todas las desdichadas, ¡una novela de provincia!
Mientras sollozaba, Samuel ponía cara de Tartufo estrangulado por Orgón, el esposo inesperado que se abalanza sobre él desde el fondo de su escondite, así como los virtuosos sollozos de esa dama, que brotaban de su corazón, se arrojaban sobre la hipocresía titubeante de nuestro poeta, para estrangularla.
El abandono extremo, la libertad y la confianza de madame de Cosmelly lo habían alentado prodigiosamente, sin asombrarlo. Samuel Cramer, que solía asombrar al mundo, rara vez se asombraba. Parecía querer demostrar, y aplicar a su propia vida, la verdad de este pensamiento de Diderot: «La incredulidad es, algunas veces, el vicio del necio; y la credulidad el defecto del hombre de genio. El hombre de genio ve lejos en la inmensidad de los posibles. El necio sólo ve como posible aquello que es. Eso es, quizá, lo que hace a uno pusilánime y al otro temerario». Esto responde a todo. Ciertos lectores escrupulosos y enamorados de la verdad verosímil sin duda plantearán muchas objeciones a esta historia, en la que, sin embargo, no hice más que cambiar los nombres y acentuar algunos detalles. ¿Cómo, dirán, Samuel, un poeta de mal tono y malas costumbres, puede abordar tan prestamente a una mujer como madame de Cosmelly, y soltarle, a propósito de una novela de Scott, un torrente de poesía romántica y banal? ¿Cómo madame de Cosmelly, la discreta y virtuosa esposa, puede revelarle tan prontamente, sin pudor ni desconfianza, el secreto de sus penas? A lo cual respondo que madame de Cosmelly era simple como un alma bella; y Samuel, audaz como las mariposas, los abejorros y los poetas; se arrojaba en todas las llamas y entraba por todas las ventanas. El pensamiento de Diderot explica por qué ella fue tan confiada y él, tan brusco e impúdico. Explica asimismo todas las torpezas que Samuel ha cometido en su vida, torpezas que un tonto no hubiese cometido. Aquella parte del público que sea esencialmente pusilánime no comprenderá muy bien el personaje de Samuel, que era esencialmente crédulo e imaginativo, a tal punto que creía, como poeta, en su público; y, como hombre, en sus propias pasiones.
En ese momento comprendió que esa mujer era más fuerte, más compleja de lo que parecía, y que no debía contradecir abiertamente su cándida piedad. Le soltó nuevamente su galimatías romántico. Avergonzado por haber sido tonto, quiso ser astuto; siguió hablando, por unos minutos, en su jerga seminarista, de heridas que deben cerrarse o cauterizar por la apertura de nuevas heridas que sangrarían largamente pero sin dolor. Cualquiera que haya pretendido, sin poseer en sí la fuerza absoluta de un Valmont o de un Lovelace, poseer a una mujer honesta y confiada, sabe con qué torpeza irrisoria y enfática uno presenta su corazón diciendo: «tómelo, es suyo»; eso me dispensará, entonces, de explicarle hasta qué punto Samuel fue estúpido.
Madame de Cosmelly, esa amable Elmira que poseía el juicio alerta y prudente de la virtud, comprendió de inmediato el partido que podía sacar de ese canalla novicio, para su felicidad y para el honor de su marido. Le pagó, pues, con la misma moneda; dejó que tomara sus manos; hablaron de amistad y de cosas platónicas. Ella murmuró la palabra «venganza»; dijo que una mujer, en estas dolorosas crisis de la vida, daría a su vengador el resto de corazón que el pérfido se hubiera dignado dejarle, y otras boberías y galanterías dramáticas. En suma, coqueteó con él por la buena causa, y nuestro joven astuto, que era más inepto que un sabio, prometió arrancar la Fanfarlo a monsieur de Cosmelly, y librarlo de la cortesana, con la esperanza de encontrar en los brazos de la honesta mujer la recompensa de esa obra meritoria. Sólo los poetas son lo suficientemente cándidos para inventar semejantes monstruosidades.
Un detalle bastante cómico de esta historia, y que fue como un intermedio en el doloroso drama que se desarrollaría entre esos cuatro personajes, fue el quid pro quo de los sonetos de Samuel —pues, en lo referente a los sonetos, era incorregible—; uno para madame de Cosmelly, en el que alababa en un estilo místico su belleza de Beatriz, su voz, la pureza angelical de sus ojos, la castidad de su andar, etcétera; el otro para la Fanfarlo, en el que le dedicaba un ragú de galanterías picantes como para hacer subir la sangre al paladar del menos novicio, género de poesía en el que, por otra parte, se destacaba, y en el que hacía tiempo había superado todas las adulaciones posibles.
El primer fragmento llegó a casa de la criatura, que arrojó ese plato de pepinos en la caja de los cigarros; el segundo, a casa de la pobre abandonada, que primero abrió grandes ojos, acabó por comprender, y, pese a su tristeza, no pudo evitar reír a carcajadas, como en sus mejores tiempos.
Samuel fue al teatro y se dedicó a estudiar a la Fanfarlo sobre el escenario. La encontró ligera, magnífica, vigorosa, de buen gusto en sus vestimentas, y juzgó a monsieur de Cosmelly muy afortunado de poder arruinarse por semejante mujer.
Se presentó dos veces en su casa —una casita con una escalera aterciopelada, llena de mamparas y de alfombras, en un barrio nuevo y muy arbolado—, pero no podía introducirse en ella sin un pretexto razonable. Una declaración de amor era algo profundamente inútil e incluso arriesgado. Un fracaso le hubiese impedido regresar. En cuanto a hacerse presentar, supo que la Fanfarlo no recibía a nadie. Algunos amigos íntimos la veían de un tiempo a otro. ¿Qué iba a decir o hacer en casa de una bailarina magníficamente pagada y mantenida, y adorada por su amante? ¿Qué venía a traerle, él, que no era ni sastre, ni costurera, ni maestro de ballet, ni millonario? Tomó, entonces, un partido simple y brutal; era necesario que la Fanfarlo fuese a él. En aquella época, los artículos de elogio y de crítica tenían mucho más valor que ahora. Las facilidades del folletín, como decía recientemente un honesto abogado en un proceso tristemente célebre, eran mucho mayores que hoy. Como algunos grandes talentos habían capitulado ante los periodistas, la insolencia de esa juventud irreflexiva y temeraria ya no tuvo límites. Así, Samuel abordó —él, que no sabía una palabra de música— la especialidad de los teatros líricos.
A partir de entonces, la Fanfarlo fue semanalmente difamada al pie de un importante pasquín. No se podía decir, ni siquiera insinuar, que tuviera la pierna, el tobillo o la rodilla mal torneados; los músculos jugaban bajo la media, y todos los binoculares hubiesen denunciado la blasfemia. Fue acusada de ser brutal, común, carente de gusto, de querer importar al teatro costumbres del otro lado de Rin y de los Pirineos: castañuelas, espuelas, tacones; sin contar que bebía como un granadero, que le gustaban demasiado los perritos y la hija de su portera, y otros trapos sucios de su vida privada, que son el pasto y la delicia diaria de ciertos periódicos pequeños. Con esa táctica propia de periodistas que consiste en comparar cosas desemejantes, se le oponía una bailarina etérea, siempre vestida de blanco, cuyos castos movimientos dejaban a todas las conciencias tranquilas. Algunas veces la Fanfarlo gritaba y reía muy fuerte hacia el patio de butacas al terminar un salto sobre las candilejas; se atrevía incluso a caminar mientras bailaba. Jamás llevaba esos insípidos vestidos de gasa que permiten ver todo y no dejan adivinar nada. Le gustaban las telas que hacen ruido, las faldas largas, crujientes, con lentejuelas y adornos de hojalata, los corpiños de saltimbanqui; solía bailar, no con aros, sino con pendientes, y aún me atrevería a decir: con verdaderos candeleros. Con gusto hubiese atado al ruedo de sus faldas un montón de muñequitas extrañas, como hacen las viejas gitanas que dicen la suerte de manera amenazante, y que pueden encontrarse en el Sur, bajo los arcos de las ruinas romanas; todos estos atractivos enloquecían al romántico Samuel, uno de los últimos románticos de Francia.
Así fue como, después de haber denigrado durante tres meses a la Fanfarlo, se enamoró perdidamente, y al fin ella quiso saber quién era el monstruo, el corazón de piedra, el pedante, el miserable, que negaba tan obstinadamente la realeza de su genio.
Es necesario hacer justicia a la Fanfarlo, y decir que en ella sólo hubo un movimiento de curiosidad, nada más. ¿Ese hombre tenía realmente la nariz en medio del rostro, estaba conformado como el resto de sus semejantes? Tras pedir una o dos informaciones sobre Samuel Cramer, y enterarse de que era un hombre como cualquiera, con cierto criterio y cierto talento, comprendió vagamente que en todo ello había algo que adivinar, y que ese terrible artículo del lunes bien podía ser una suerte de ramo de flores semanal, o la tarjeta de visita de un obstinado solicitante.
La encontró una noche en su camarín. Dos vastas antorchas y un amplio fuego hacían temblar sus luces sobre los trajes abigarrados, tirados aquí y allá por el piso del tocador.
La reina del lugar, a la hora de dejar el teatro, retomaba su traje de simple mortal, y, en cuclillas sobre un asiento, calzaba sin pudor su adorable pierna. Con agilidad, sus manos, notablemente estilizadas, pasaban una y otra vez el cordón por los ojales del borceguí, sin pensar en la necesidad de acomodar un poco su enagua. Aquella pierna ya era, para Samuel, objeto de un eterno deseo. Larga, fina, fuerte, robusta y fibrosa a la vez, poseía toda la corrección de lo bello y todo el atractivo libertino de lo bonito. Recortada perpendicularmente en la parte más ancha, esa pierna hubiese formado una suerte de triángulo cuyo vértice estaría situado sobre la tibia, y cuya línea redondeada de la pantorrilla daría la base convexa. Una verdadera pierna de hombre es demasiado dura; las piernas de las mujeres garabateadas por Devéria son demasiado blandas para dar una idea.
En esta agradable actitud, su cabeza, inclinada hacia el pie, extendía un cuello de procónsul, ancho y fuerte, y dejaba adivinar el surco de los omóplatos, cubiertos de una carne morena y abundante. Los cabellos, pesados y densos, caían hacia delante por ambos lados, cosquilleaban su pecho y tapaban sus ojos, de modo que a cada momento era necesario acomodarlos y echarlos hacia atrás. Una impaciencia traviesa y encantadora, como la de un niño malcriado que intenta imprimir a las cosas el ritmo de su propio capricho, agitaba a la criatura y a sus vestidos, y revelaba a cada instante nuevos puntos de vista, nuevos efectos de líneas y de color.
Samuel se detuvo con respeto, o fingió detenerse con respeto, porque, con ese diablo de hombre, el gran problema es saber dónde comienza el comediante.
—¡Ah, aquí está usted, señor! —le dijo ella sin molestarse, pese a haber sido avisada unos minutos antes de la visita de Samuel—. Tiene algo que preguntarme, ¿no es cierto?
La sublime impudicia de esas palabras fue derecho al corazón del pobre Samuel; había parloteado como una cotorra romántica durante ocho días con madame de Cosmelly; aquí contestó tranquilamente: «Sí, señora». Y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Aquello tuvo un éxito enorme; la Fanfarlo sonrió.
—Pero ¿qué bicho le ha picado, señor, para atacarme de esa manera? ¡Qué espantoso oficio!
—Espantoso, en efecto, señora… es que la adoro.
—Lo sospechaba —replicó la Fanfarlo—. Pero usted es un monstruo; esa táctica es abominable. ¡Pobres de nosotras las mujeres! —añadió ella riendo—. Flore, mi brazalete. Deme el brazo hasta mi coche, y dígame si le ha gustado mi actuación esta noche.
Caminaron así, tomados del brazo, como dos viejos amigos; Samuel estaba enamorado, o al menos sentía su corazón latir muy fuerte. Quizá, esta vez, haya tenido un comportamiento singular, pero sin duda no fue ridículo.
En su alegría, olvidó comunicar su éxito a madame de Cosmelly, y llevar una esperanza a su hogar desierto.
Unos días más tarde, la Fanfarlo representaba el papel de Colombina en una extensa pantomima hecha para ella por unas personas de talento. Aparecía, en una agradable sucesión de metamorfosis, como los personajes de Colombina, Margarita, Elvira y Ceferina, y recibía, con toda la alegría del mundo, los besos de varias generaciones de personajes tomados de diversos países y diversas literaturas. Un músico importante había aceptado hacer una partitura fantástica y apropiada para la extravagancia del tema. La Fanfarlo fue sucesivamente decente, mágica, loca, alegre; fue sublime en su arte: tanto actriz con sus piernas como bailarina con los ojos.
Entre nosotros, dicho sea de paso, no se aprecia lo suficiente el arte de la danza. Todos los grandes pueblos, primero los del mundo antiguo, los de la India y Arabia, la cultivaron tanto como a la poesía. Para ciertas organizaciones paganas, la danza está por encima de la música, así como lo visible y lo creado están por encima de lo invisible y de lo increado. Sólo podrán comprenderme aquéllos a quienes la música evoca ideas pictóricas. La danza puede revelar todo lo misterioso que hay en la música, y posee además el mérito de ser humana y palpable. La danza es la poesía con brazos y piernas; es la materia, graciosa y terrible, animada, embellecida por el movimiento. Terpsícore es una musa del Sur; supongo que era muy morena, y que a menudo agitó sus pies en los trigales dorados; sus movimientos, llenos de una cadencia precisa, son otros tantos motivos divinos para la estatuaria. Pero Fanfarlo la católica, no satisfecha de rivalizar con Terpsícore, invocó en su ayuda todo el arte de las divinidades modernas. Las nieblas mezclan formas de hadas y ondinas menos vaporosas y menos indolentes. Fue, a la vez, un capricho de Shakespeare y una bufonada italiana.
El poeta estaba encantado: creyó tener frente a sus ojos el sueño de sus días más lejanos. Con gusto hubiese saltado en su camarín de una manera ridícula, y se hubiese partido la cabeza contra algún objeto, en la loca embriaguez que lo dominaba.
Una calesa baja y bien cerrada se llevaba velozmente al poeta y a la bailarina hacia la casita de la que hablé.
Nuestro hombre expresaba su admiración con besos mudos, aplicados con fervor sobre pies y manos. Ella también lo admiraba mucho, no es que desconociera el poder de sus encantos, sino que jamás había visto a un hombre tan extraño ni conocido pasión tan eléctrica.
El cielo estaba negro como una tumba; y el viento mecía los nubarrones, que al chocarse descargaban un chaparrón de granizo y lluvia. Una gran tormenta hacía temblar las buhardillas y gemir los campanarios; el arroyo, lecho fúnebre en el que se pierden las cartas de amor y las orgías de la víspera, arrastraba en un torbellino sus mil secretos a las alcantarillas. La muerte se cernía alegremente sobre los hospitales, y los Chatterton y los Savage de la calle Saint-Jacques crispaban sus dedos helados sobre los escritorios, cuando el hombre más falso, el más egoísta, el más sensual, el más goloso, el más espiritual de nuestros amigos se instalaba frente a una deliciosa cena y una buena mesa, en compañía de una de las mujeres más hermosas que la naturaleza haya creado para el placer de los ojos. Samuel quiso abrir la ventana para echar una mirada de vencedor sobre la ciudad maldita; luego, volviendo la vista sobre los diversos placeres que tenía a su alrededor, se apresuró a gozar de ellos.
En compañía de semejantes cosas, debía ser elocuente; por eso, pese a su frente demasiado alta, sus cabellos de selva virgen y su nariz de tomador de rapé, la Fanfarlo lo halló casi atractivo.
Samuel y la Fanfarlo tenían exactamente las mismas ideas sobre la cocina y el sistema de alimentación necesario para las criaturas de élite. Las carnes desabridas, los pescados sosos estaban excluidos de las comidas de esa sirena. El champán siempre hacía honor a su mesa. Los Bordeaux más célebres y los más perfumados cedían el paso al batallón denso y espeso de los Borgoñas, de los vinos de Auvergne, de Anjou y del Mediodía, y de los vinos extranjeros, alemanes, griegos, españoles. Samuel solía decir que un vaso de verdadero vino debía parecerse a un racimo de uvas negras. La Fanfarlo gustaba de las carnes rojas apenas cocidas y de los vinos que embriagan. Sin embargo, no se emborrachaba nunca. Ambos profesaban una estima sincera y profunda por la trufa. La trufa, esa vegetación secreta y misteriosa de Cibeles, esa enfermedad sabrosa que ha ocultado en sus entrañas más tiempo que el metal más precioso, esa materia exquisita que desafía la ciencia del agrónomo, como el oro desafía la de Paracelso; la trufa marca la diferencia entre el mundo antiguo y el moderno[17], y, antes de un vaso de Quíos, produce el mismo efecto que muchos ceros después de una cifra.
En cuanto al tema de las salsas, ragús y aderezos, tema grave que exigiría un capítulo serio como un folleto científico, puedo afirmar que estaban plenamente de acuerdo; coincidían sobre todo en la necesidad de recurrir a toda la farmacéutica de la naturaleza en cuestiones culinarias. Pimientos, polvos ingleses, azafranes, sustancias coloniales, polvos exóticos: todo les hubiera parecido bueno, incluso el almizcle y el incienso. Si Cleopatra viviera, estoy seguro de que le hubiera gustado aderezar filetes de buey o de venado con perfumes de Arabia. De hecho, es deplorable que no exista una ley particular y suntuaria que obligue a nuestras grandes cocineras a conocer las propiedades químicas de las materias, para que éstas sepan descubrir, cuando es necesario —por ejemplo, con motivo de una fiesta amorosa—, esos elementos culinarios casi inflamables, prontos a recorrer el organismo como el ácido prúsico, y a volatilizarse como el éter.
Cosa curiosa: esta conformidad de opiniones sobre el buen vivir, esta similitud en los gustos, los unió intensamente; este acuerdo profundo en materia de vida sensual, que brillaba en cada mirada y en cada palabra de Samuel, impresionó muchísimo a la Fanfarlo.
Su elocuencia, ya brutal como una cifra, ya deliciosa y perfumada como una flor o un sobre de lavanda, acabó de conquistarle los favores de aquella encantadora mujer. Por lo demás, tras inspeccionar su dormitorio, descubrió, no sin una viva y profunda satisfacción, una perfecta confraternidad de gustos y sentimientos en materia de amueblamiento y construcción de interiores. Cramer odiaba profundamente, y, a mi entender, tenía plena razón, las grandes líneas rectas en los interiores y la arquitectura importada dentro del ámbito doméstico. Los vastos salones de los viejos castillos me dan miedo, y compadezco a las mujeres que estaban obligadas a hacer el amor en esos inmensos dormitorios que parecían cementerios; en esos grandes catafalcos que se hacían llamar «camas»; sobre esos grandes monumentos que tomaban el seudónimo de «sillones». Las habitaciones de Pompeya son grandes como una mano; las minas indias que cubren la costa de Malabar dan cuenta del mismo sistema. Esos grandes pueblos, voluptuosos y sabios, conocían perfectamente el tema. El recogimiento necesario a los sentimientos íntimos no puede alcanzarse más que en espacios muy estrechos.
El dormitorio de la Fanfarlo era, pues, muy pequeño, muy bajo, y estaba repleto de objetos blandos, perfumados y peligrosos de tocar; el aire, cargado de extraños miasmas, daba deseos de morir allí, lentamente, como en un tibio invernadero. La claridad de la lámpara se proyectaba en un desorden de encajes y de telas de tono violento pero equívoco. Aquí y allá, sobre las paredes, iluminaba algunas pinturas desbordantes de voluptuosidad española: carnes muy blancas sobre fondos muy negros. Así, en aquel rincón encantador, que tenía algo de tugurio y de santuario a la vez, Samuel vio avanzar hacia él a la nueva diosa de su corazón, en todo el esplendor radiante y sagrado de su desnudez.
¿Qué hombre no desearía, aun a cambio de la mitad de sus días, ver a su sueño, su verdadero sueño, posando sin velos delante de él, al fantasma adorado de su imaginación despojándose, una a una, de todas las prendas destinadas a preservarlo de las miradas del vulgo? Sin embargo, Samuel, asaltado por un extraño capricho, se puso a gritar como un niño malcriado: «¡Quiero a Colombina, devuélveme a mi Colombina; devuélvemela tal como se me apareció la noche en que me volvió loco, con su raro atavío y su corpiño de saltimbanqui!».
La Fanfarlo, asombrada primero, aceptó prestarse a la excentricidad del hombre que había elegido, y llamó a Flore. Por mucho que esta última insistió en que eran las tres de la mañana, que en el teatro todo estaba cerrado; el conserje, dormido; el tiempo, espantoso —la tormenta seguía con su alboroto—; fue necesario obedecer a aquella que, a su vez, también obedecía. Así, la empleada salió, justo cuando Samuel, asaltado por una nueva idea, se colgó de la campanilla y, con voz de trueno, le gritó: «¡Y no se olvide del lápiz de labios!».
Este rasgo característico, relatado por la mismísima Fanfarlo una noche en que sus compañeros la interrogaban sobre el comienzo de su relación con Samuel, no me ha sorprendido en absoluto; pude reconocer en él al autor de las Osífragas. Siempre habrán de gustarle el carmín y el albayalde, la crisocola y los oropeles de toda clase. Con gusto volvería a pintar los árboles y el cielo, y si Dios le hubiese confiado el plan de la naturaleza, quizá lo habría arruinado.
Aunque Samuel tuviera una imaginación depravada, y quizá por ese mismo motivo, el amor era para él menos un asunto de los sentidos que del entendimiento. Era, ante todo, admiración y apetito de lo bello; consideraba que la reproducción era un vicio del amor; el embarazo, una enfermedad de araña. En alguna parte ha escrito: «Los ángeles son hermafroditas y estériles». Amaba el cuerpo humano como una armonía material, como una bella arquitectura en movimiento; y ese materialismo absoluto no estaba lejos del más puro idealismo. Pero, como en lo bello, que es la causa del amor, había, según él, dos elementos: la línea y el atractivo, y como todo esto sólo incumbe a la línea, el atractivo, aquella noche, era el rojo del lápiz de labios.
La Fanfarlo resumía, para él, la línea y el atractivo; y al mirarla, sentada al borde de la cama en la indolencia y la calma victoriosa de la mujer amada, con las manos delicadamente posadas sobre él, Samuel creía ver el infinito detrás de los ojos claros de esa belleza, y sentía que los suyos a la larga planeaban sobre inmensos horizontes. Por lo demás, como sucede a los hombres excepcionales, a menudo estaba solo en su paraíso, pues nadie podía habitarlo con él; y si, por casualidad, él la raptaba y la llevaba allí casi por la fuerza, ella siempre se quedaba un poco atrás: de hecho, en el cielo donde él reinaba, su amor comenzaba a estar triste y enfermo de melancolía del azul, como un rey solitario.
Sin embargo, jamás se hartó de ella; jamás, al abandonar su reducto amoroso, caminando alegremente sobre una acera, en el aire fresco de la mañana, experimentó el placer egoísta del cigarro y de las manos en los bolsillos, del que habla en algún lado nuestro gran novelista moderno[18].
A falta de corazón, Samuel tenía una inteligencia noble, y, en vez de ingratitud, el placer había engendrado en él esa conformidad sabrosa, esa ensoñación sensual, que vale mucho más que el amor como lo entiende el vulgo. Por lo demás, la Fanfarlo había dado lo mejor de ella e invertido sus más hábiles caricias, pues se había dado cuenta de que el hombre valía la pena: se había acostumbrado a ese lenguaje místico, saturado de impurezas y crudezas enormes. Aquello tenía, al menos, el atractivo de la novedad.
La súbita pasión de la bailarina había dado que hablar. Varias funciones fueron suspendidas; ella había descuidado los ensayos; mucha gente envidiaba a Samuel.
Una noche en que el azar, el tedio de monsieur de Cosmelly o una serie de artimañas de su mujer los había reunido junto al fuego, después de uno de esos largos silencios que se producen en las parejas que ya no tienen nada que decirse pero sí mucho que ocultarse; después de haberle hecho el mejor té del mundo, en una tetera modesta y resquebrajada, quizá aún la del castillo de su tía; después de haber cantado, acompañándole con el piano, algunos fragmentos de una música en boga diez años atrás, ella le dijo, con la dulce y prudente voz de la virtud que quiere ser amable y teme espantar al objeto de su afecto, que lo compadecía mucho y que había llorado mucho, más por él que por ella misma; que hubiese querido, al menos, en su resignación obediente y devota, que él pudiera hallar en otros brazos el amor que ya no le pedía a su mujer; que había sufrido más sabiéndolo engañado que al verse a sí misma abandonada; que, de hecho, en buena medida todo era culpa suya, pues había olvidado sus deberes de tierna esposa al no prevenir a su marido del peligro; que, por lo demás, estaba dispuesta a cerrar esa herida que aún sangraba, y a reparar ella sola la imprudencia de ambos, etcétera —y todas las palabras melosas que su astucia, autorizada por la ternura, le podía sugerir—. Lloraba, y lo hacía bien: el fuego iluminaba sus lágrimas y su rostro embellecido por el dolor.
Monsieur de Cosmelly salió sin decir una palabra. Los hombres atrapados en la red de sus propias faltas se niegan a hacer a la clemencia la ofrenda de sus remordimientos. Si fue a casa de la Fanfarlo, sin duda halló en el lugar vestigios de desorden, colillas de cigarros y folletines.
Una mañana, Samuel fue despertado por la voz traviesa de la Fanfarlo, y levantó lentamente su cabeza cansada de la almohada en que reposaba, para leer una carta que ella le entregó:
«Gracias, señor, mil gracias; mi felicidad y mi reconocimiento le serán bien retribuidos en un mundo mejor. Acepto. Me ha devuelto a mi marido, y me lo llevo esta misma noche a nuestra tierra de C***, donde podré recuperar la salud y la vida que le debo. Acepte, señor, la promesa de una amistad eterna. Lo he considerado siempre demasiado honesto para preferir una amistad más a cualquier otra clase de recompensa».
Samuel, tendido entre encajes y apoyado en uno de los más frescos y hermosos hombros que se haya visto jamás, sintió vagamente que había sido burlado, y tuvo alguna dificultad para reunir en su memoria los elementos de la intriga, de cuyo desenlace era el artífice; no obstante, se dijo tranquilamente: «¿Acaso son sinceras nuestras pasiones? ¿Quién puede saber con total certeza aquello que realmente desea, y conocer plenamente el barómetro de su corazón?».
—¿Qué estás murmurando? ¿Qué es eso? Quiero ver —dijo la Fanfarlo.
—¡Ah, nada! —respondió Samuel—. La carta de una mujer honesta a quien había prometido que tú me amarías.
—Me las pagarás —dijo ella entre dientes.
Es probable que la Fanfarlo haya amado a Samuel, pero con ese amor que pocas almas llegan a conocer —con rencor, en el fondo—. En cuanto a él, su castigo fue conforme a su pecado. A menudo había fingido la pasión; se vio forzado a conocerla; pero no fue ese amor tranquilo, calmo y fuerte que inspiran las mujeres honestas, sino el amor terrible, desolador y vergonzoso, el amor enfermo de las cortesanas. Samuel experimentó todas las torturas de los celos, y el rebajamiento y la tristeza en que nos arroja la conciencia de un mal incurable y constitutivo. En suma, todos los horrores de ese matrimonio vicioso que llamamos «concubinato».
En cuanto a ella, está cada día más gorda; se ha convertido en una belleza gruesa, limpia, lustrosa y astuta, una suerte de cortesana elegante. Uno de estos días comulgará por la Pascua y entregará el pan bendito en su parroquia. Para esa época quizá, muerto antes de haber concluido su obra, Samuel esté definitivamente «tieso bajo la losa de su tumba», como solía decir en sus buenos tiempos, y la Fanfarlo, con sus aires de canonesa, trastornará la cabeza de algún joven heredero. Mientras tanto, aprende a traer niños al mundo; acaba de parir felizmente a dos gemelos. Samuel ha dado a luz cuatro libros de ciencia: un libro sobre los cuatro evangelistas, otro sobre el simbolismo de los colores, una memoria sobre un nuevo sistema de anuncios, y un cuarto cuyo título no quiero recordar. Lo más espantoso de este último es que está lleno de elocuencia, energía y curiosidades. Samuel tuvo el descaro de ponerle como epígrafe: ¡Auri sacra fames[19]! La Fanfarlo quiere que su amante ingrese al Instituto, e intriga en el ministerio para que le den la cruz.
¡Pobre cantor de las Osífragas! ¡Pobre Manuela de Monteverde! ¡Qué bajo ha caído! Me enteré recientemente de que fundaba un diario socialista y quería dedicarse a la política. ¡Qué inteligencia deshonesta!, como dice el honesto monsieur Nisard[20].
Ilustración de La Fanfarlo, por Charles Baudelaire.