Las noticias eran siempre contradictorias, siempre confusas. Dependía del grado de sinceridad o de imaginación de quien las traía. Tigre hubiera querido saber toda la verdad. ¿Cómo respiraba el pueblo? ¿Cuál era el estado de podredumbre de las esferas oficiales? ¿Quiénes eran los verdaderos adictos a su causa y quiénes los traidores? Lejos de la patria, debiendo confiar en emisarios, era harto difícil darse cuenta de la situación. Llevaba ya tres años lejos. Unos creían que la situación había madurado de tal manera que era tiempo de actuar. Otros pronosticaban un fracaso si así se hacía y apuntaban que la empresa estaba verde. Si él hubiera podido ir personalmente y darse cuenta de las circunstancias, juzgaría la dificultad y acordaría lo más conveniente. Él o los ojos que se habían convertido en sus dobles... ¡era una idea!; Mariana. Ella era lista. Ella conocía los problemas de su pueblo. Ella veía las cosas como él. Su figura era poco conocida. Podría viajar con un nombre supuesto por el país, sin dificultades. Podría traerle la información que quería y necesitaba. Cuantas más vueltas le daba al asunto, más le complacía. Podría hacer el viaje y en tres meses pulsar el ambiente y traerle noticias ciertas de cómo respiraba el pueblo. Era lo que mayormente interesaba a Tigre; lo que cavilaba la masa. Además... alguien se alegraría. No era nada grave, pero por un tiempo estaría desembarazado. No tendría que fingir. Ann Jo se sentiría más libre de sus remordimientos. Era curioso lo que ocurría. No quería decirle que lo amaba. Hasta la fecha no se lo había dicho. Absurdo. Sabía que era así. Estas cosas no pueden callarse. Pero Ann Jo era demasiado... ¿cómo diría?, demasiado mística. No era la palabra exacta, pero servía. Escribía poemas. Había sido así desde niña: Su padre fue escritor. Lo adoraba. Su madre, sólo fue para ella un retrato cuidadosamente atendido y siempre limpio de polvo, en el despacho paterno. Cuando murió el padre, empezó a escribir. Su sorpresa fue tremenda al recibir la carta de la editorial anunciándoles la admisión de su librito de poemas. Pensó que era el apellido quien había hecho el milagro. No fue así. Un verdadero éxito. A él siguió otro y luego otro, hasta veinte. Amó una vez. La guerra acabó con ello. Un campo de minas. No encontraron ni los restos. Pero había sido algo sincero. Perduró el recuerdo. No conoció varón. Poemas y caridades. Dobló los treinta. Se interesó en política y cuando le ofrecieron el cargo de secretaria de él, le pareció sugestivo y aceptó. Así llegó a su puerta aquella mañana. Lo primero que hizo al tomar posesión de su cargo, fue salir al jardín, cortar un bello manojo de rosas y ponerlas en un búcaro sobre la mesa de Tigre. Él sonrió. Eran bonitas las rosas y olían bien. Miró a su nueva auxiliar por primera vez con atención. Nada llamativo en ella. Pero algo profundo, algo ancestral la envolvía. Raro. Pero era así. La llamó. Se acercó a su mesa sin producir ruido con sus pisadas. Sonrió. Siempre sonreía. Aquella sonrisa tranquilizaba el agitado espíritu de Tigre.

La admiraba. Admiraba en ella su serenidad, su actividad que no aparentaba ser tal, sus conceptos serios y graves de todos los aspectos de la vida, su fidelidad al recuerdo, su sonrisa.

Lo admiraba. Admiraba en él su vivacidad, su rapidez mental, sus decisiones, buenas o malas, pero siempre draconianas, su seguridad en sí mismo, su historia de violencias, huidas y muertes.

Se compenetraban. Se admiraban. Se querían. Pero en silencio; introvertidamente. Ambos sentían miedo a declararlo. Ella porque su conciencia repugnaba admitirlo. Él, porque le parecía absurdo que le estuviera ocurriendo una cosa así.

Pero se querían.

En silencio.

 

Los primeros rumores fueron confusos. El Embajador le comunicó la noticia.

—¿Qué novedades tenéis, Excelencia?

—¿Novedades? ¿De qué...?

—De lo ocurrido. No; ya sé que no tiene importancia, pero...

—Pero... ¿qué? ¿De qué me habláis?

—¡No es posible!... ¿No estáis enterado?

—¿Enterado de qué?, ¡camaján!

—Del despacho que llegó anoche de Guapaigo.

—No: ¿Qué ocurre?

—Un conato de sublevación.

—¿Cómo? Pero... ¿qué decís, huevón?

—Repito lo del comunicado.

—¡Pellicer! ¡Pellicer!

El Coronel entró precipitadamente. La preocupación que reflejaba su rostro dio a comprender a Tigre que estaba al corriente de todo.

—¿También tú lo sabías?

—Acabo de enterarme. Sin embargo, no te alteres. Parece ser que no es nada. La situación está dominada.

—¿Qué es lo que sabes?

—No fue en Guapaigo, sino en el cuartel de caballería de Barranco.

—¡Quieres decirme de una vez todo lo que sabes!

—Poco y enmarañado. Parece que ayer, por la noche, un grupo de oficiales se declararon en rebeldía y se negaron a obedecer las órdenes del General Prada...

En aquel momento penetró el Ministro del Interior en el salón.

—¡Excelencia! Estoy enterado y vengo a ponerme inmediatamente a su disposición.

—¿Desde cuándo estáis informado?

—Anoche me lo comunicaron.

—¿Anoche? Y ¿por qué no disteis aviso en seguida?

—Hablé con...

Calló. Pero era tarde. Tigre se había dado cuenta del gesto de Pellicer.

—¿Qué ocurre? ¿Con quién hablasteis?

—No; quería decir que hablé con mis colegas y acordamos a la vista de lo confuso de las primeras noticias, no alarmar a Su Excelencia.

—Porque si la rebelión hubiera triunfado, os convenía estar a bien con mis enemigos, ¿no es así?

—¡Excelencia! Fue únicamente para no inquietaros. Creo que os hemos demostrado nuestro respeto y nuestro aprecio durante estos días que habéis permanecido entre nosotros.

—Muy bonito. Y hoy, ¿qué sabéis?

—El último despacho llegado indica que al parecer la situación ha sido dominada.

—¿Quién lleva las riendas?

—Momentáneamente era imprevisto. Ahora parece ser que la cabeza de sus leales está representada por el General Salamanca. Sin embargo, el hombre que salvó la situación en Barranco, fue el General Prada, que con sólo unos cuantos fieles se opuso a toda la guarnición sublevada.

—Tengo que hablar inmediatamente con Guapaigo.

—No será posible, Excelencia. Todas las comunicaciones están cortadas. Nosotros no hemos podido comunicar con nuestra Embajada. Debemos esperar unas horas.

—No puedo estar más tiempo sin saber lo que ocurre. Si no se puede comunicar telefónicamente, saldré para Guapaigo inmediatamente.

—He pensado en ello, Excelencia. Su avión está preparado en el aeropuerto y sólo espera vuestra orden.

—La orden está dada; ¡vamos!

 

Mariana se había ido con el niño. Pasaporte falso. Viajaba como una extranjera que recorría el país haciendo turismo. Habían transcurrido dos semanas. Estaría de viaje tres meses. Tigre se sentía solo.

Se encontraba indispuesto, aquel día. Le dolía la cabeza. No iría a trabajar. Avisó por teléfono. Ann Jo le dijo que había algunos asuntos urgentes. La ordenó que viniera a su casa.

Despacharon pronto. La presencia de Ann Jo lo había calmado. Siempre lo calmaba. Hacía calor. Era una tórrida noche de verano.

—¿Me puedo marchar?

—Cuando quieras. ¿Te ofrezco un martini?

—Gracias. Es tarde.

—Es un minuto.

—Bien.

Tomaron el martini.

Estaban muy cerca uno de otro. Un rayo de luna rompió las nubes. Él puso su mano sobre el pecho de la muchacha y sintió los latidos de su corazón.

—Me gustas —dijo Tigre.

—Me alegro. También me gustas tú a mí.

—¿Te veré mañana?

—Naturalmente; el trabajo.

—Vendré un poco tarde. Tengo algunas cosas que despachar antes.

—Bien.

—Es difícil hacerse cargo de que con frecuencia estamos tú y yo en el despacho y sin embargo, esta es la primera vez que estamos verdaderamente solos.

—Te comprendo.

—Supongo que algunas veces ocurre así.

—Supongo que así debe ser.

—Entonces, buenas noches.

—Buenas noches, Juan.

La besó. No se entregó al beso. Pero no lo rechazó. Luego se apartó. Lo miró en los ojos. Pasó las manos alrededor de su cuello y le devolvió el beso. Juan murmuró:

—¿Qué más se puede desear?

—No lo sé.

La besó nuevamente. Presionó sus labios hasta que la sintió entreabrir la boca. Le acarició la cabeza y el busto. Ella gemía y respiraba rápida y entrecortadamente.

—¡Juan, nos pueden ver!

 

Tigre mascaba la colilla de un cigarro impacientemente. Se sentía nervioso, si bien sabía que no valía la pena de intranquilizarse. El peligro había sido abortado. Antes de despegar, las comunicaciones con Guapaigo habían sido parcialmente restablecidas e inmediatamente llegó el telegrama a sus manos. Lo firmaba Salamanca. El orden estaba restaurado. No debía preocuparse. Su opinión era que siguiera el viaje como si nada hubiera ocurrido. No debía inquietarse pues no existía peligro alguno. Sin embargo, y pese a las noticias, decidió emprender el regreso inmediatamente.

Seguía mascando la colilla del cigarro, hasta que con movimiento brusco la arrojó al suelo.

—¡La concha de tu madre!

El Coronel Pellicer, taciturno y silencioso, lo miraba disimuladamente. Cada vez que Tigre levantaba la mirada, él apartaba la suya. Había tensión en la atmósfera. Ambos sabían que debían tener una explicación. Pero uno pensaba en cómo orientarla y el otro en cómo evadirla.

—Bien, Dionisio. ¿Estás dispuesto a explicarme?

—¿Explicarte, qué?

—No hace falta que te lo diga. Lo sabes bien.

—Contra tu advertencia, no sé de qué me hablas.

—Bien; romperé el fuego si quieres. ¿Qué significó la seña que le hiciste al Ministro del Interior?

—Hice un ademán para que no dijera que había hablado conmigo del asunto, anoche.

—Así me gusta. Las cosas claras. Entonces, tú sabías lo de la sublevación de Barranco, ¿no es así?

—Sí, lo sabía.

—¿Puedo preguntarte por qué no me lo comunicaste?... o prefieres no contestar y dejar que lo imagine?

—Prefiero no contestar.

—Siempre te dije que me gustabas, Dionisio. Ahora lo confirmo. No sé si eres ya uno de mis enemigos, o sólo vas por el camino de serlo, pero por lo menos no mientes. Ya es algo. Con gente como tú se puede hablar. Dime; cuando salimos de Guapaigo, ¿sabías algo del movimiento que se gestaba?

—Sí.

—No me avisaste porque estabas complicado en el asunto, ¿verdad?

—No; no quise entrar en ello. Solamente les prometí silencio.

—¿Te amenazaron con matarte si hablabas?

—Sí; pero esto no tiene importancia. Callé porque lo había jurado.

—Te creo. Dame los nombres.

—Los desconozco.

—Si estuviste en la trama, debes saberlos.

—Sólo dos de los complicados me hablaron. Pero nada me dijeron de quienes formaban la conjura.

—Bien. ¿Quiénes fueron los que te hablaron?

—Palanca y Wolf.

—Me lo suponía. ¿Y... Salamanca?

—No sé nada ni tengo la menor idea de si estaba en el asunto.

—No fuiste leal conmigo, pero ahora me ayudas. Sería absurdo tomar represalia contra ti. Peor; sería una sandez. Me sirves y me servirás aún mucho. Cuando lleguemos no quiero que digas a nadie lo que hemos conferenciado. Ello les hará suponer que mantienes tu promesa de silencio. Quizá vengan a verte y consigas averiguar algo.

—No cuentes conmigo.

—Creo que me porto noblemente y merezco este servicio.

—Te traicioné a ti por no traicionarlos a ellos. Ahora los he vendido. No quiero repetir el juego.

 

El hombre espera que la mujer lo quiera por tal, no porque ella sea mujer y no tenga nada mejor que hacer. Ann Jo lo quería por hombre. Lo admiraba. Ella ni tan siquiera había pensado en sentirse mujer. Sólo percibía la presencia de Tigre. Por ello, pese a sus creencias, pese a la firmeza suave de su carácter, no pudo evitar que ocurriera lo que ocurrió. Porque Ann Jo lo quería. Lo admiraba. Sólo él existía. Cuando se dio cuenta de lo acontecido con claridad, mientras daba vueltas en su cama sin poder dormir, buscando solución al problema, no pensó en sí misma, ni en sus deseos y necesidades de mujer. Todas sus ansias estaban en Tigre y en lo que a él atañía. Sabía que esta relación no iba a ser beneficiosa para él. Tigre era feliz con Mariana, su hijo, y un pueblo que lo adoraba. El introducirse en aquella vida, no podía más que perjudicarlo y hacerlo sufrir. Y ¡esto no! Todo menos esto. No quería que Tigre padeciera. Pero... ¿y ella? ¡Bah, que importaba ella! Sufriría; sí, sufriría. Éste había sido siempre su destino; dolor y más dolor. Sólo que ahora sería más penoso pero más fácil a la vez. Lloraría por Tigre. Lejos, pensaría en él y su tormento le parecería noble y bueno, porque daría tranquilidad a la vida del hombre amado. Lejos... sí, había dicho, lejos. Tenía que marcharse. Sería mejor. Alejarse de Tigre. Alejarse del amor. Fundirse en la soledad. Hundirse en la pena. Pero sentir que alguien, en algún sitio, apreciaba su sacrificio. Sentir que su dolor no era vano. Que él, Tigre, sería feliz. ¡Qué pena que todo fuera así!

¡Qué pena!

 

Salamanca esperaba en el aeropuerto. En pocos minutos le puso en antecedentes de lo ocurrido. Pero al Presidente, le tenía ahora esto sin cuidado. Lo que quería saber eran nombres. ¿Quiénes fueron? ¿Dónde estaban? Su estupor no tuvo límites, al oir la respuesta de Salamanca.

—El promotor y responsable, tuvo su inmediato castigo. Fue pasado por las armas en el mismo momento de ser apresado.

—Pero, ¿quién era?, ¡huevón!

—El General Prada.

—¿Qué? ¿Cómo dices? ¿Prada? ¡Esto es una asnada y te voy a culear si pretendes mofarte de mí en este momento!

—No hay burla, Excelencia. No es el instante oportuno para ello.

—Entonces, repite la bufonada que has dicho.

—Solamente le di a Su Excelencia el nombre del responsable, del traidor.

—¡Repítelo, pendejo!

—El General Prada.

El Presidente estalló en ruidosas carcajadas. El General Salamanca no sintió absolutamente ningún regocijo, ni le hizo la menor gracia la risotada de Su Excelencia. En aquella circunstancia no presagiaba nada bueno.

—Salamanca, eres un chingado y crees que me vas a trastear, pero estás equivocado.

—No pretendo trastear a nadie. El responsable y cabecilla de la sublevación fue Prada. Esto es todo.

—Prada fue quien redujo el motín en el cuartel de Barranco.

—Ahora soy yo quien os pregunta de dónde sacasteis esta información.

—Fue la que me dieron antes de despegar.

—Y supongo que querréis informaros concienzudamente de la verdad de lo ocurrido. Os daré detalles.

—Vamos a oir tu versión.

—Mi versión es la de vuestro Primer Ministro, de un hombre que os es leal como lo ha demostrado en un momento tan crítico como éste, en que la vida y el poder de Su Excelencia estaban en peligro.

—¡Menos tonterías, huevón, y dime lo que sea!

—Anoche el General Prada, trató de levantarse en rebeldía, apoyado por algunos oficiales, los más antiguos. El resto de la oficialidad, permaneció fiel a Su Excelencia y empeñó fiera lucha contra los rebeldes. Se portaron como leones. Habrá que recompensarles de alguna manera. Parecía al principio que llevaban las de perder. Me comunicaron lo que ocurría. Inmediatamente acudí al lugar de lucha y me puse al frente de los leales. Pronto dominamos la situación y después de varias horas de combate, tomamos por asalto el cuartel.

—¿Qué ocurrió con Prada?

—Yo estaba tan encalabrinado por la indignación ante el salvaje e inhumano intento de sublevación contra la persona de Su Excelencia, que no pude contenerme y sin más explicaciones le atravesé la cabeza de un balazo.

—Es la segunda vez, Salamanca, que atraviesas la cabeza de una persona con quien me interesa hablar. La próxima vez que ocurra, seré yo quien te la atraviese a ti, camaján, para ver lo que se aloja en tu sucia sesera.

—Ésta no es manera de tratar a un hombre que acaba de jugarse la vida, por vuestra causa.

—¡Déjate ahora de majaderías! Sigue.

—Voy ahora a poneros al corriente de las medidas que he tomado, aparte de declarar inmediatamente la ley marcial en todo el territorio nacional, y de haber suspendido las garantías constitucionales. En primer lugar...

—Acaba con lo de Barranco.

—No hay más que contar.

—Quiero saber más. ¿Quiénes eran los otros que se unieron a Prada?

—Ya os lo dije; los oficiales veteranos.

—Quiero interrogarlos inmediatamente.

—Estando declarada la ley marcial, he procedido esta madrugada a su ejecución.

—¡Pendejo! ¡Chingado! ¿Qué has hecho?

—Cumplir con mi deber. Acabar cuanto antes con los traidores.

—Era yo quien debía tomar decisiones.

—Estando vos ausente, me hice cargo del poder y cumplí según el dictado de mi leal conciencia.

—¡Eres un vergajo! Pero un día arreglaremos cuentas.

—Sí, Excelencia, un día lo haremos.

—¿Cuántos asesinaste?

—Procedí a la justa ejecución de veintisiete traidores. Podéis agradecérmelo. La sublevación quedó abortada y vos seguís siendo Presidente, gracias a ello.

—Veintisiete vidas, son muchas vidas.

—Os ahorré el trabajo. Acabé con la última rata asquerosa de la sublevación.

—¿Todos los complicados han sido ejecutados?

—Todos, Excelencia.

—¿Cuántos Ministros quedan en mi Gobierno?

—¿Ministros?... No entiendo.

—¿Cuántos Ministros fueron traidores y por ello, pasados por las armas?

—Ninguno. El Gobierno ha estado apretadamente unido alrededor de la figura de Su Excelencia.

—Salamanca, no seas pingo. No intentes culearme. Sé que hay Ministros traidores. Me consta. Quiero sus nombres.

—No creo, Excelencia, que desde un país vecino, alejado, podáis estar mejor informado que yo.

—Pues lo estoy.

—¿Queréis decirme a quienes consideráis traidores?

—Me consta que por lo menos dos Ministros estaban complicados. Quiero el nombre de los demás.

—Y ¿quiénes son los que tenéis por seguros?

—No los podrás ayudar, Salamanca. Lo pasarán muy mal. Tan mal como el para ti traidor General Prada.

—¡Excelencia! No tolero ironía sobre la veracidad de mis afirmaciones.

—Ni yo tolero que los asesinaras a todos, para que yo no pudiera hablar con ellos.

—Insisto en que cumplí con mi deber al ejecutar a esta manada de perros tiñosos. Y ahora reclamo saber el nombre de los Ministros, que por unos rumores sin fundamento, insistís en considerar perjuros.

—Bien, te lo diré; el Doctor Palanca y el señor Wolf.

—¡Mentira! ¡Falso! Son dos hombres leales y de honor. Puedo responder por ellos.

—Y, ¿quién responde por ti, General?

—Mi lealtad está harto probada.

—Gracias a la desaparición de Prada y de sus compañeros, ¿no es así?

—Gracias a la sangre derramada en la lucha.

—Menos memeces, General. Ahora verás cómo soluciono yo estas cosas. Acompáñame a realizar una visita de cumplido a estos señores ministros.

—Como mandéis, Excelencia. Voy a comunicar antes con el Ministerio para informaros de las últimas novedades.

El General Salamanca penetró en el edificio terminal del Aeropuerto. Se encerró en un despacho y descolgó el teléfono. Buscó dos números. Llamó al primero:

—¿El doctor Palanca? ¡Urgente!...

La conversación fue breve, pero terminante. Sonrió al colgar el teléfono. Lo levantó y marcó el segundo número. Dudó un momento. Alguien respondió:

—¿Dígame?... ¿Quién es?

Salamanca seguía dudando. Por fin murmuró en voz baja:

—¡Bah, es un majadero!

Colgó el aparato.

 

Cuando la volvió a ver, avanzada la mañana, bajo el impulso del deseo, sintió tentación de acercarse a ella y estrecharla entre sus brazos. Pero se contuvo, o lo contuvo algo imperceptible que emanaba de su figura. Se limitó a mirarla en silencio. Vestía una falda y una blusa. Amplio escote en los hombros, que se hundía quizá innecesariamente entre sus altos senos. La blusa estaba rellena, repleta de Ann Jo. Se acercó.

—No te aproximes —dijo ella secamente.

Tigre se detuvo confuso. Ella prosiguió:

—Me voy. Te esperé para decírtelo. Tuve intención de dejarte una carta, pero no soy cobarde. Te aguardé.

—¿No me quieres?

—Más que a nada en el mundo.

—No te comprendo.

—No hace falta. Me comprendo a mí misma.

—¿Cuándo te vas?

—Ahora.

—¿Dónde?

—No sé.

—¿Te puedo acompañar?

—A la estación.

—¿Qué tren coges?

—Uno.

—¿Sabes bien lo que haces?

—Perfectamente. Siento el frío del cuchillo en las entrañas.

—Y, ¿pese a ello...?

—Por ello.

Salieron juntos. Ambos callaban. Sabían que debían callar. Estaban separados. Debían estarlo.

El silencio era más fuerte que las palabras. Más elocuente y más peligroso. Era un absurdo mantenerlo. Más valía hablar de algo, de una intrascendencia. En aquella pausa, se estaban diciendo a gritos sus pensamientos y sus deseos.

Él lo rompió:

—Dios hizo el amor...

—No blasfemes.

—¿Querer es pecado?

—Para nosotros sí.

—¿No existe el perdón?

—Con el arrepentimiento.

—Hay tiempo para todo.

La cogió violentamente entre los brazos y la besó una y mil veces.

La besó.

 

No llevaba escolta. No la quiso. Podía alarmar la caza. Salamanca tenía los ojos fijos en el Coronel Pellicer. Éste no levantaba los suyos del suelo. El Presidente se daba cuenta del juego. Se sentía alegre. Los tenía en un puño y jugaba con ellos a placer.

El automóvil paró frente a la casa del señor Wolf. Sin esperar a que le abrieran la puerta, Tigre saltó del vehículo y penetró en el portal. Salamanca y Pellicer lo siguieron. El criado dudó un momento entre el cumplimiento de su deber y el obstruir el paso al Presidente de la República. Tigre empujó violentamente la puerta y penetró vociferando:

—¡Wolf! ¡Wolf! ¿Dónde estás, cerdo?

En lo alto de la escalinata que daba al zaguán, apareció una mujer de mediana edad, ajamonada, pero bien parecida.

—¿Qué hay? ¿Qué ocurre? ¡Oh, Excelencia!

—¿Dónde está el camaján de Wolf?

—Un momento, Excelencia. Le avisaré en seguida. Está en el baño.

—Voy yo mismo.

Subió los peldaños de dos en dos y antes de que la señora Wolf reaccionara de su sorpresa, abrió de un patadón la puerta del dormitorio. El desorden que imperaba le indicó que acababan de saltar de la cama. Vio sobre la mesita de noche una dentadura postiza y un bisoñé. Rió.

—¡Vaya con Wolf!

Por la entreabierta puerta del baño, se oía un canturreo. La abrió y penetró. Detrás de él lo hicieron Salamanca, Pellicer y la señora Wolf, completamente atemorizada. Tigre apenas podía contener las carcajadas. La escena era de un ridículo extraordinario. Tres hombres y una mujer, contemplando una bañera situada en el centro de la habitación, cuajada de espuma, y emergiendo de ella, la calva y brillante cabezota del Ministro. Su mirada era completamente atontada, tal estupor sentía. Sus labios se entreabrieron con asombro, dejando ver la negra cavidad de su desdentada boca. Salamanca y Pellicer se mantenían serios. La señora Wolf hipaba. El Ministro tartamudeó.

—Pero..., pero... Excelencia...

El Presidente no pudo contener las carcajadas. Nunca en su vida había reído tan a gusto.

—¡Idiota! ¡Sal de la bañera, Popea!

El señor Ministro seguía atónito y sin acertar a reaccionar ni a obedecer.

—Excelencia, pero..., pero...

Las carcajadas de Tigre eran estruendosas. Recogió un cepillo de largo mango, que yacía en el suelo y con gesto grotesco, andando de puntillas, llegó hasta la pila y quedó allí, en cuclillas, mirando a Wolf y sonriendo.

—Óyeme, Wolf...

—Decidme, Excelencia.

Levantó el cepillo y golpeó la calva del Ministro. Estalló en nuevas risotadas. Se incorporó, llevándose las manos a los riñones. Le dolían de tanto reir. Wolf seguía mirando a los presentes, sin saber lo que ocurría. Por fin pudo formular una pregunta:

—Pero..., pero..., ¿qué sucede? ¿Qué es esto?

—¡Levántate, huevón, y sal de aquí!

La transición de la carcajada al grito de furia, fue violenta y trágica. En aquel momento, Wolf sintió que algo le ocurría. Temblaba. El miedo se había apoderado repentinamente de él.

—¡Sal de aquí inmediatamente!

—Bien..., Excelencia... ahora mismo... ¿Queréis, por favor, dejarme solo un instante? Estaré listo en un momento.

—¿Sientes pudor de que veamos tus vergüenzas? ¡Chingado! ¡Levántate antes de que te mate a patadas y te despanzurre envuelto en pompas de jabón!

El Ministro tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para incorporarse. El tembleque de sus piernas era violentísimo. Tigre no sentía ya ganas de reir. La cólera lo dominaba. El Ministro salió de la pila cubierto de espuma. Sus fláccidas y blancas carnes le colgaban por todas partes. El enorme vientre le llegaba hasta las ingles. Sus piernas eran escuálidas y zambas. Nadie hubiera podido sospechar que eran capaces de sostener aquel corpachón. Resbaló y a no ser por Salamanca que lo sostuvo, hubiera dado con sus huesos en el suelo.

—¡Así, sí, sostenle, Salamanca, sostenle como siempre! ¡De poco le servirá esta vez!

La señora Wolf salió del cuarto sollozando. Aquella tragicomedia era demasiado para su sensibilidad. Sabía que su marido era algo extremadamente grotesco cuando la ausencia de ropa dejaba al descubierto sus marchitas carnes. Ello le servía de excusa para justificarse ante sí misma de sus adúlteros amores con Nájera, el secretario del señor Ministro. Pero de esto al espectáculo que estaba contemplando, había un abismo. Una cosa era reírse del aspecto de la desnudez de su marido, cuando contemplaba el vigoroso y musculado cuerpo de Luisito Nájera y otra era el verlo sometido a aquella humillación. ¡Era repelente e inhumano!

Empujado por la vigorosa mano de Tigre, salió el marido, tropezando, tosiendo, lamentándose. Iba envuelto en un albornoz. La espuma cubría aún su cuello y su cabeza.

—¡Camaján! ¡Vergajo! ¡Huevón! —gritaba el Presidente.

—Excelencia, no tengo idea de lo que ocurre, pero os ruego que antes de proseguir, me dejéis por lo menos situarme y ponerme en forma de reaccionar debidamente y tratar de comprender.

—¿Qué queréis, pendejo?

—Un momento, Excelencia..., ¡por favor!

Tigre hizo un gesto de impaciencia, pero no de negación. El Ministro fue precipitadamente hasta la mesita de noche, sacó la dentadura del vaso de agua en que se remojaba, y se la alineó. Luego cogió el bisoñé. No acertaba a encontrar la parte delantera.

—¡Menos coqueterías! —gritó Tigre.

Pese a lo trágico de las circunstancias, la señora Wolf no pudo por menos que pensar en cómo se reiría Luisito cuando le contara la escena.

Wolf trató de recuperar su dignidad. Con la terraza cubierta y los colmillos en su sitio, se sintió más sereno y más tranquilo. Aspiró profundamente y dijo:

—¿Puedo preguntar a Su Excelencia, a qué se debe esta salvaje intromisión en los rincones más privados de mis lares?

El Presidente escupió. A la señora Wolf le dio un escalofrío y se sintió muy próxima a desvanecerse al contemplar con repugnancia el verdoso escupitajo sobre la alfombra, que para colmo de males, era nueva.

Tigre se acercó a su Ministro. Instintivamente, Wolf retrocedió un paso. Nada había de tranquilizador en el gesto de Su Excelencia. Se detuvo. Habló.

—Nunca me fié mucho de ti. Desde aquel primer Consejo de Ministros —que aún recuerdo— me di cuenta de la clase de alimaña que eras. Sin embargo, eres de los pocos Ministros que he tenido siempre en mis distintos Gabinetes. Sabía que eras idiota y por ello me interesabas. Pero no podía imaginar que lo fueras tanto como para cometer la estupidez de traicionarme. Creí que sólo eras papanatas. Además, me has resultado torpe. Pagarás tus majaderías. ¡Las pagarás caras!

—Excelencia..., debo hacer constar que no tengo idea de lo que habláis. Exijo...

—¡Calla!

—Exijo, porque tengo derecho a ello, que se me dé una explicación.

—La explicación la oirás cuando hable la acusación en tu juicio. Quedas detenido. Te dejaré en tu casa hasta el día del veredicto. Si intentas huir, mis hombres que estarán de guardia en el jardín permanentemente, dejarán tu apolíneo cuerpo como un colador. ¿Entendido? Quédate en casa y así podrás vigilar de cerca a la coya de tu mujer. Aún te hago un favor.

—¡Pero... Excelencia...!

El estruendo del portazo apagó el final de la frase.

 

Transcurrieron los días. Transcurrieron las semanas. Transcurrieron los meses. Ambos sabían que aquello tenía un fin. Ambos se justificaban antes su escrúpulo y su deber, con el próximo final al que estaba condenado su querer. Y el fin llegó. Regresó Mariana. Le avisaron inmediatamente. No tuvo que decírselo a Ann Jo. Lo comprendió al mirar su rostro. La corta felicidad de su vida había concluido. Se acercó a él. Puso los brazos alrededor de su cuello.

—Te he querido mucho, Juan. Más que a nada en el mundo. Querer no puede ser pecado. Sentir pasión sí lo es. Por ello te quise más aún. Porque siempre acataste mis prejuicios, siempre respetaste mi cuerpo. Llegó la hora de separarnos.

—Sí, llegó la hora.

—No quiero que nunca más llames a mi cancela. Supimos salvar el escollo, pero quizá no lo venceríamos la segunda vez. No vuelvas, Juan, no vuelvas.

 

Ordenó que lo llevaran inmediatamente a casa del Doctor Palanca. Sonreía pensando en otra escena parecida a la que acababa de concluir. Sería divertido. Pellicer seguía taciturno y silencioso, pensando también en una escena parecida a la que acababa de consumarse. Sería lamentable. Sólo Salamanca no pensaba que sería divertido ni lamentable, porque sabía que la escena que acababa de terminar, no se repetiría.

Su primera sorpresa fueron las palabras de la sirvienta que les abrió la puerta.

—Buenos días, Excelencia. La señora espera su visita. Lo recibirá inmediatamente. Su Excelencia puede pasar al salón.

Tal como le anunciara la doncella, en el salón lo esperaba Doña Petronila Palanca, vestida de gran gala, según correspondía a su rango y con todos los arreos de orfebrería brillando en su apogeo.

El Presidente inclinó ligeramente la cabeza.

—Excelencia, tomad asiento, por favor.

Tigre dio una mirada a su alrededor.

—Señora, vengo a despachar inmediatamente, y no es momento para cortesías. ¿Dónde está Palanca?

—Mi señor marido no os podrá recibir.

—¡La concha de su madre! ¿Quién creyó que es?

—¡Excelencia, estáis delante de una dama!

—¡Que venga Palanca!

—Mi esposo está ausente.

—¿Dónde está?

—No lo sé, Excelencia. Salió hace una hora.

—¿Dónde está este papanatas?

—Insisto en que habláis con una señora.

—¡Dónde está es lo que quiero!

La señora de Palanca se tapó los oídos, mientras sus ojos miraban altaneramente y sus labios expresaban desprecio.

—¡Grosero!

Muy dignamente se levantó, arrojó a los pies del Presidente un sobre que tenía en la mano y salió con paso de reina ultrajada.

Tigre miró la carta que había caído a sus pies. Grandes caracteres rezaban: “Para Tigre”.

—Salamanca, dame este sobre.

El General obedeció. Tigre rasgó el sobre. Los años le habían servido de mucho. La experiencia le había enseñado que con frecuencia conviene esconder las emociones y los sentimientos. Ahora sabía hacerlo. Nadie hubiera adivinado lo que en su interior ocurría, viendo su impasible aspecto, mientras leía:

“Señor Presidente. O mejor: Presidente a secas. O mejor aún: Tigre. Si creías tenerme, te equivocaste. Siempre fui más listo que tú, y ya lo ves, esta vez, la última, también lo he sido. El pájaro voló. Cuando leas esto, estaré a salvo en la Embajada de un país amigo. Amigo mío, se entiende. Tú no tienes amigos. Por ello tu país tampoco los tiene sinceros, ni los tendrá mientras un inepto y un déspota como tú lo rija. Pero antes de marcharme, al dejar de formar parte de tu abominable conjura, quiero decirte la verdad de lo que de ti pienso y he pensado desde el momento en que te conocí: ¡Eres un solemne majadero!

Afectísimo, tu ex Ministro, Hilario Palanca.”

Cuando salieron de la casa de Palanca, el Coronel Pellicer seguía en su tesitura seria y silenciosa. El Presidente se había adherido a ella. Era Salamanca quien sonreía.

 

Mariana lo supo en seguida. Apenas arribada se dio cuenta, lo presintió. No en vano la mujer posee esta maravillosa intuición, creada por los siglos que lleva pensando muy poco. Mariana era una mujer de cuerpo entero. Una hembra, no una histérica. No se amedrentó. No pretendía que Tigre fuera perfecto. Lo sabía cargado de faltas. Por ello lo quería. No era tortuosa Mariana. Gustaba de sujetar el toro por las astas.

—Juan, dime la verdad, ¿qué ocurrió?

—No sé a qué te refieres.

—Te he contado lo que observé y mi impresión sobre lo que ocurre en nuestra patria. Cuéntame tú ahora lo sucedido aquí.

—No comprendo.

—Una cosa no te perdonaría: el engaño. Ya sabes que no me asusto. Te quiero. ¿Qué ocurrió?

Tigre mantenía silencio. Le dolía dañar a una persona de tal lealtad. Sabía que tenía que hablar, pues el peor dolor para Mariana sería presentir que le escondía algo.

—¿Te da miedo? ¿Quieres que te ayude?

Tigre hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—Es curioso que los hombres que tenéis el valor a prueba, seáis tan cobardes en ocasiones. Siempre me ha admirado ver cómo un soldado que se bate en las trincheras fieramente, tiembla ante la agujita con la que le vacunan contra el tifus.

—No quedó lastre, Mariana. ¿No crees que es mejor dejarlo?

—Prefiero saber toda la verdad. Una sombra nos separaría. ¿Quién fue?

—Ann Jo.

—Me sorprende. La creía de otra fibra. Esperaba que hubiera sido una mujer fuerte, temperamental, apasionada, capaz de entregarse totalmente y de manera absoluta, sin temer las consecuencias. Ann Jo, parecía... una buena muchacha.

—Lo es. No hubo nada de lo que piensas.

—Lo siento. Hubiera preferido algo violento y volcánico. Los grandes males tienen grandes remedios. Los males pequeños, al aplicarles remedios pequeños, no dejan la conciencia tranquila. Queda la inseguridad de haberlos extirpado. Gracias por habérmelo dicho.

—Mariana...

—¿Qué?

—No sé qué decirte.

—No digas nada. Es mejor. Déjame manejar a mí la trama. No será la primera vez que el sexo débil proteja al fuerte, ni será la última. Nuestra fuerza es nuestra debilidad.

 

—Bien sabéis que no acepté formar parte de la conjura, por lo que poco podía informar al Presidente sobre ella.

—Sin embargo, Pellicer, insisto en que los dos nombres que Tigre sabía, los conoció a través de vos.

—Esta es responsabilidad que acepto. Recordad, Salamanca, que al no entrar en la conspiración, no estaba obligado por ningún voto.

—Comprendo vuestras razones, Pellicer. Y sin embargo, ¿no presentís ahora que hubiera sido mejor callar?

—Quizá.

—Puedo corregiros y afirmar que, con seguridad es así. Nos traicionasteis y pese a ello, os acabo de poner al corriente con todo detalle de lo que ocurrió y lo que es más, de lo que ocurrirá. ¿No os parece extraño que después de la experiencia habida con vos, haya puesto en vuestras manos todos los proyectos y las consignas del golpe de Estado?

—Lleváis un fin.

—Así es. ¿Sabéis por qué lo hice, Pellicer? Sois un caballero. Sé que os repugnó denunciar a los Ministros y sé que por nada en el mundo repetiríais la experiencia. Quizá no nos ayudéis, pero tengo la seguridad de que no nos venderéis. El movimiento está en marcha. Por los datos que os he dado, podéis juzgar que todos los cabos están atados y que este pequeño fracaso inicial no compromete la acción. Tiene demasiada envergadura y demasiada fuerza ya para que nadie la detenga. No os exijo que me contestéis en el acto. Pero pensadlo. Vuestra posición puede ser verdaderamente brillante bajo el nuevo régimen. He pensado ofreceros la cartera que más os puede complacer, la que os permitirá seguir las huellas de vuestro padre: Instrucción Pública.

—No me interesan las escuelas.

—Habéis cambiado mucho, Pellicer.

—Dicen que mudar de opinión es de sabios.

—Bien contestado, Coronel. Más vale jugar las cartas boca arriba. Sois ambicioso. No lo sabíais y lo habéis descubierto en cuanto el poder y el mando os enseñaron su brillo. No es crítica. Todo lo grande en el mundo lo hicieron hombres que tenían ambición, y hasta codicia. No os ofenda la palabra. Suena mal, pero se acostumbra uno a ella. Proporciona muchas cosas que uno estuvo deseando toda la vida inútilmente.

—¿Qué pretendéis de mí?

—Colaboración.

—Ya os dije que no estaba dispuesto a traicionar a Tigre. Es mi amigo.

—No digáis una palabra tan desagradable como traición. Decid más bien que vais a defender una causa noble y a ayudar a derribar una tiranía. Os sentiréis más cómodo.

—Insisto en que estoy al lado de Tigre. Sin embargo, podéis tener la tranquilidad y la seguridad de que nuestra conversación no trascenderá. Es todo lo que puedo deciros...

—... ¡Por ahora...!

 

Desde que supo la verdad, Mariana se sentía preocupada. Era un terreno desconocido para ella. Dulzura, delicadeza y demás... ¡pamplinas! Con una mujer de enjundia, se atrevía a pelear y a vencer. Pero sabiendo que era Ann Jo, todo era distinto. Era una gringa. Mariana se confesaba que desconocía el paño. Además era buena. Esto le constaba y complicaba más aún las cosas. En lucha abierta, de mujer a mujer, tratándose de probar quién era más hembra, a nadie ni a nada temía. Pero... ¡aquella gringa! No sabía cómo manejarla. Se sentía desorientada. Sabiendo que era bondadosa, que era bonita, se convenció de la absoluta necesidad de actuar. Si hubiera sido una real hembra, hermosa, mala, más aún, perversa, no la hubiera temido. Sabía que tarde o temprano ella misma estrangularía la pasión que hubiera podido despertar en Juan. Cuanto más se propusiera no perderlo, con más seguridad lo perdería. Pero con Ann Jo era distinto. Tenía la convicción de que la muchacha había decidido no ver más a Juan. Sabía que estaba dispuesta al sacrificio. Y era aquello lo que la amedrentaba. Precisamente aquello lo que temía.

Le costó dar el paso, pero haciendo un esfuerzo, cruzó el umbral.

Cuando se vieron frente a frente, ambas comprendieron cuán distintas eran y la profundidad del abismo que las separaba. Pero ambas entendieron a Juan.

—Usted dirá en qué puedo servirla.

—Supongo que sabe quién soy.

—Sí, Mariana.

—¿Intuición?

—No. Lo lleva retratado en el rostro.

—¿Desafío?

—No. Siéntese, por favor, y abandone la tensión.

Mariana se sentía más y más intranquila. Sí, aquello era lo que temía, lo que la asustaba: bondad, cariño, nobleza.

—Presentía que vendría a visitarme.

—Si presiente también lo que vengo a decirle, me ahorrará muchas palabras.

—Quizá..., pero me gustaría que me lo dijera. Quedará más sosegada y yo también. Cuando en la vida nos equivocamos es conveniente que nos acusen, que nos hagan ver nuestra culpa. Es la mejor lección para que no vuelva a ocurrirnos. Adelante, por favor; me avergüenza mi posición y quiero sentirme humillada. Sé que lo merezco y estoy dispuesta a sufrirlo.

Mariana sabía muy bien lo que tenía que decir y tenía reaños para escupirle a la cara todo y mucho más. Pero ahora, no sabía cómo empezar. No le salían las palabras.

Silencio. Mariana comprendía que perdía terreno. Cuando Ann Jo empezó a hablar, sintió una terrible ira al ver cómo le arrebataban las riendas. Ninguna mujer lo había hecho, pero aquello era distinto. La llevaban a un terreno desconocido.

—No sienta compasión de mí... Veo que es usted buena. Venía cegada, y dispuesta a decir lo que pensaba. Ahora se arrepiente. Tiene usted un gran corazón y cuando ve a la víctima dispuesta al sacrificio, a su natural benevolencia le repugna herir. Sin embargo, amiga... ¿Puedo llamarla así? ¿Me lo permite?

El silencio se volvía negro.

—Amiga mía; como le decía y sin que con ello pretenda paliar mi falta, quiero hacerle constar para su tranquilidad que nada irreparable ocurrió entre nosotros. Me fui del lado de Juan tal como llegué a él. Ya que no podía detener el impulso de mi corazón, detuve el de mi cuerpo. Él actuó de la misma manera. Es un hombre de verdad y la quiere. No lo dude, Mariana, amiga mía, la quiere.

Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Ann Jo, mientras hablaba.

—¡Lagarta! —estalló inconteniblemente Mariana— ¡Coya! ¡Ñoñeces y más ñoñeces! ¡Mojigata! ¿Qué pretende?, ¿enseñarme cómo es Juan, cómo actúa mi hombre, cómo reacciona mi macho? ¡Hipócrita! Aparenta bondad y es buena. Ahí está el mal. Cree que sufre, que se inmola. Usted no sabe lo que es sufrimiento, ni tiene idea de lo que es sacrificarse. No es bastante hembra para ello. Es simplemente una mujer extraordinariamente femenina. Yo soy más; soy la varona, la que se defiende, la que lucha por el hombre hasta donde sea. Usted no puede saber lo que es esto. Usted sólo ha sufrido como las flores que se consumen delicadamente en un búcaro. Yo he penado como las bestias, babeando, con la sangre brotando de mis heridas abiertas, heridas de amor, ¿me entiende? ¡heridas de amor! Usted no sabe de esto. Usted sólo ha rozado el amor con un tacto suave de ala angélica. Yo lo he sentido en los músculos, en los huesos, en las entrañas. Usted no sabe lo que es llorar. Usted no sabe del dolor de parir un hijo sin asistencia, y sentir la alegría de aquel dolor porque es para el hombre amado. Usted no sabe lo que es vivir en un establo en las montañas. Usted no sabe lo que es ir vestida con harapos y lavarse en las torrenteras. Usted no sabe lo que es sentir las manos desgarradas arrastrando fajos de leña y quemadas por las chispas de la fogata. Usted no sabe lo que es dormir sobre la paja, oler a ajos, a estiércol y pese a ello, amar. Usted no ha estado ni tan siquiera borracha de vino barato. Usted no ha estado nunca verdaderamente enamorada. Usted no sabe lo que es acostarse con un hombre. Usted es una pobrecilla, buena muchacha. Estoy segura que es de las que aún conserva su primer carnet de baile. ¡Usted no sabe, no puede saber lo que es querer!

 

No negaba que el poder y la gloria lo habían transformado. Tanta adulación y tanto recreo de oídos, había despertado su egolatría. Sin embargo, no era un ciego testarudo. Tenía memoria. Recordaba cómo pensaba cuando era el jefe en rebeldía. Evocaba sus propósitos y sus proyectos el día que por primera vez subió aquella escalinata como Presidente de la República. Sabía que había defraudado. Se había engañado a sí mismo. ¿Dónde estaba aquella nobleza y aquella justicia que aspiraba imponer en el país? ¿Nobleza y justicia? ¡Bah, boberías! ¿Quién era noble? ¿Quién era justo? Ahora comprendía a Salamanca y a todos los demás. ¡Qué ridículo les debía parecer en un tiempo el bisoño Presidente con sus ideas puritanas! Llegaba incluso a comprender a Salazar. Lo mató y ahora lo entendía. Casi lo admiraba. Volvió a leer aquel libro del Doctor Pellicer: “Historia de una tiranía”, que tanto le sublevara cuando primero lo estudió. ¡Cuán distinto le pareció en esta ocasión! A la segunda lectura le sacó verdadero provecho al texto. Utilidad e ideas. La vida transcurre, día a día, mes a mes, año a año y se impone. Sí, eso es. Se impone la vida. Y ¿qué somos nosotros ante este desconocido poder? Ridículos caballeros contra monstruosos molinos. Más tarde aprendemos que en vez de empuñar lanza y adarga, es mejor creer en los molinos y a ser posible, ser molineros. A veces las cosas ocurren y no aprendemos la lección. Otras sí. Y Juan Tigre la había aprendido.

Sonrió y estampó firma y rúbrica.

Era la sentencia de muerte del Ex-Ministro señor Wolf.

 

Reinaba la tranquilidad. Las aguas habían vuelto a su cauce. El peligro se había alejado. Sin embargo, la calma parecía terriblemente sombría y desoladora. Nada había ocurrido. Era mejor así. Mariana jamás lo volvió a mencionar. Siguió queriéndole con fuego e intensidad. Tigre tampoco pronunció más el nombre.

Transcurrió el tiempo, pero el dolor desolado, el dolor de conciencia no se mitigaba. Crecía de día en día. La vida burocrática de jefe exilado, sin lucha, sin problemas, reblandecía el espíritu duro de Tigre. Lo sabía bien; Ann Jo no vino a fortalecer sino a amollentar su fuerza.

Y un día resolvió que aquello no podía seguir. Llamó a Mariana.

—Dime, Mariana; ¿qué opinas de este país?

—¿En qué aspecto?

—En todos.

—No sé. Es tan nuevo siempre, pese al tiempo que en él llevamos, que no me atrevo aún a formular un parecer.

—Bien; a mí tampoco me gusta. He tomado una decisión.

—¿Cuál?

—Nos vamos.

—¿Irnos dónde, Juan?

—Volvemos a la patria.

—Juan, ¿sabes lo que dices?

—Perfectamente. Esta tranquilidad, esta paz, esta organización, están acabando con mi espíritu sedicioso que tanto voy a necesitar. Salazar tranquilo, yo aquí; todo promete eternizarse. Nos vamos.

—Es peligroso, Juan.

—Lo sé. ¿Te asusta dejar las comodidades y volver otra vez a la vida clandestina y dura de las montañas?

—Viviremos sobre nuestro suelo, Juan. ¡Cuántas veces le he pedido a Dios que te iluminara con esta idea!

—¿Sabes los peligros que correremos?

—Tú amas el peligro. Yo te amo a ti. ¿Hay algo más hermoso que el amor y el peligro aunados?

 

Un enemigo menos... muchos enemigos más. Aceptaba ya plenamente la idea. Durante largo tiempo quiso ser ciego a la posibilidad de tener adversarios. Sentía un raro pudor a confesárselo. Representaba admitir que cometía errores. Sin embargo, la fracasada insurrección de Barranco había roto aquel pudor y ahora podía admitir sin reservas que los tenía. Cuando aceptó aquello, respiró liberado de un peso que soportaba sabiéndolo absurdo. ¿Qué importaba, pues, que el fusilamiento de Wolf trajera odios? El problema era tener enemigo. Una vez se tiene, lo mismo da uno que mil. Es cuestión de hombría. A más moros, más ganancia, dijo alguien. Una única cosa se imponía: desenterrar, como fuera, hasta las más profundas raíces de la insurrección. Aplastarlos como a gusanos. Movilizó todas las fuerzas del país. Mantuvo el estado de sitio. La policía actuaba sin descanso. Prometió recompensas —y con repugnancia las dio— a aquellos que fueron traidores con sus amigos. Una vez cogió el primer hilo de la trama, la fue desenmarañando paciente pero implacablemente. Su sed de venganza no tenía límites. No la tendría hasta que llegara a la cabeza de la insurrección. Y él sabía dónde estaba la cholla. Por ello llovían los castigos y las recompensas. Quería la prueba que le permitiera aplastar la alimaña. Y la obtendría, sí, ¡la obtendría!

 

La llegada de Tigre, secreta para quienes debía serlo, difundida entre los leales, fue tal como había previsto, un poderoso acicate para todo y para todos. Una explosión de entusiasmo sacudió las filas adictas y sus vibraciones conmovieron todo el país. Desde las más altas esferas, hasta las cabañas, corrió un temblor de entusiasmo irreprimible. Para todos, el horizonte se despejó y los huesos crujieron en un presentimiento de futuro. Se le podían pedir los sacrificios más duros a aquel pueblo subyugado, deseoso de hacerlos, de liberarse, de triunfar y de... vengarse. Por mucha discreción que se pusiera en el asunto, no se pudo evitar que la convulsión de entusiasmo hiciera trepidar el suelo bajo las plantas de Salazar, como un seísmo. Se aumentaron las precauciones y se soltaron todos los sabuesos para localizar dónde se escondía el escorpión venenoso que pisaba la tierra propiedad de la camarilla que ostentaba el poder. Sin embargo, los rebeldes, eran campesinos y gentes de montaña y nadie podía llegar a los rincones que ellos conocían. Y allí escondían a Tigre. Desde el pico de las cordilleras, donde sólo anidan las águilas, mandó aquel mensaje de fe y de amor patrio que hizo vibrar y latir violentamente tantos y tantos corazones dormidos por la ausencia y la falta de actividad. La ola que levantó el manifiesto fue tan encrespada que los arrastró a todos, incluso al propio Tigre. Sentía que sus músculos se tensaban en un desesperado deseo de lucha. Comprendió cuán acertada fue su idea al regresar. Todos sus problemas personales, sus preocupaciones, desaparecieron como por arte de magia. Sólo una palabra recapitulaba sus pensamientos y sus deseos: ¡Revolución! Volvía a ser el hombre de las montañas, el cabecilla, el jefe. Sintió nuevamente el peso de la responsabilidad sobre sus hombros, esta carga que la vida cómoda en el país extranjero había ido lentamente atenuando. Se sacudió con bravura las últimas cadenas que lo sujetaban a la vida holgada y burocrática. Se arrancó la corbata. Desgarró sus camisas de seda. Arrojó a la torrentera sus zapatos de charol. Se calzó botos y colgó de su cinto las pistolas. Volvía a ser él. Volvía a sentirse Juan Tigre, el hijo de Antonio Lozano, el cabecilla asesinado, y de Natalia, la brava mujer que con su sacrificio dejó franco camino a su destino. Sus dedos se contraían nuevamente con movimiento de zarpa. La fe y la fuerza volvían a él. Deseos de lucha, de sangre, de victorias. Ni él mismo comprendía de dónde manaba aquel caudal de fervor y de coraje que lo embargaba. Sus fieles —reunidos a su alrededor— se sentían contagiados por el huracán de pasión. ¿De dónde salía aquel torrente de potencia? Era algo misterioso, algo indescifrable: era Tao.

—Sí, Tao. Tao es lo que me arrebata y me guía.

—Pero, ¿qué es Tao?

—Todo; nada. Ni la misma sabiduría de Lao-Tzé pudo definirlo. Tao es el principio de todo y el fin de todo. Para ser un hombre justo hay que sentir Tao. Pero Tao no es la senda, ni la razón, ni el mundo, ni Dios; no es nada. No se puede aprender de Tao si no se sabe de él. El que sabe, no dice. Y el que dice, no sabe. El que quiere aprender no lo hará del que ignora, pero tampoco del que conoce, porque nada hay que enseñar. Y, sin embargo, este Tao del que nada podemos penetrar, es lo básicamente importante en la vida. Debemos creer en Tao. Nada se debe aprender cuando se tiene Tao. Todo está en nosotros. Todo está contenido en él.

Y la gente no comprendía, pero el entusiasmo brillaba en todos los ojos, mientras los cuchillos temblaban de impaciencia, enterrados bajo el polvo.

 

La policía escudriñaba todos los rincones, deteniendo, maltratando, avasallando a quien se le ponía por delante. La consigna era tajante: averiguar, encontrar, encarcelar, a costa de lo que fuera. No había ley, ni derecho, ni razón. A ello se mezclaron venganzas personales, odios familiares, envidias y ambiciones. Pero no había mano que los detuviera. Si se podía aportar alguna información, algún dato, eran bien recibidos. Se arrestó a cientos de personas hasta tener que habilitar nuevas cárceles. Se requisó, se incautó, se robó. La acción del Presidente Tigre era implacable. Quería los cabecillas de la insurrección, costara el precio que costara. Los asuntos de Gobierno quedaron relegados a segundo término. El primero en ser recibido cada mañana, era el Jefe Superior de la Policía Nacional.

—¿Qué novedades?

—Seguimos trabajando.

—¿Algo positivo?

—Un depósito de armas localizado.

—Buena labor, Monreal. ¿Importante?

—Creo que sí, pero no tengo aún la información completa.

—¿Dónde?

—En un colegio religioso.

—¿Un colegio religioso, dijiste?

—Sí, Excelencia. En un pueblo de la sierra.

—¿Qué acción se ha tomado?

—Ordené al Capitán Gonzalo proceder, de acuerdo con las consignas, a la detención de los responsables.

—¿Los religiosos?

—Exactamente. Aunque lleven hábito, son traidores. También he procedido a la incautación, en nombre del Gobierno, del edificio del Colegio y del Convento adjunto.

—No me gusta tropezar con la Iglesia.

—Vuestras órdenes son seguir adelante a costa de lo que sea.

—Sí, así es. No te recrimino. Solamente preferiría que no hubiera ocurrido.

Nuevas informaciones fueron llegando de diversos departamentos. No había tiempo para pensar en aquel problema concreto. Todo debía gobernarse por la misma ley. Sin embargo, el Presidente se sentía intranquilo aquella mañana.

Entró uno de sus secretarios.

—Excelencia, sé que el procedimiento no es común, pero uno de los detenidos que ayer trasladaron a Guapaigo, insiste en entrevistarse con Su Excelencia. Afirma que es amigo vuestro desde hace muchos años.

—Si es amigo, no lo recibiré. En este momento me veo obligado a no acordarme de nadie ni de nada. El bien de la nación lo exige. ¿Cómo se llama?

—No lo sé, Excelencia. No le tomé declaración. Sólo dijo que le entregáramos esto.

El Presidente cogió la fotografía que le daba su secretario. Su rostro no expresó la más mínima emoción. Pero en su interior, en su conciencia —si aún tenía conciencia— el golpe fue demoledor. Ya había presentido que algo malo le ocurriría aquella mañana.

—¿Por qué fue detenido el hombre que entregó esto?

—No lo sé. Como os dije, no he visto el sumario.

Su Excelencia volvió a mirar la fotografía. No podía contener los latidos de su rebelde corazón. ¿Dónde estaba su dureza? No podía haber rigor, cuando los ojos de madre estaban clavados en él. ¿Cuántos años hacía que no había pensado en ella? Y sin embargo, madre perdonaba. Lo veía en la sonrisa que le dirigía desde la fotografía. Un retozo de bondad, pero de tristeza. Su padre, erguido, orgulloso, la sujetaba por el brazo. ¡Buen mozo había sido el viejo! Entre ellos, cabellos rizados, trajecito planchado y una gran banda cruzándole el pecho, estaba él. Sí, recordaba la fecha. Evocaba el momento. Fué el día en que le dieron la medalla de aplicación y comportamiento en la fiesta de fin de curso. ¡Qué orgullosos se sentían los padres y qué envarados se mantenían en el retrato, cogiéndole cada uno por una mano! Le hubiera producido una terrible indignación admitirlo, pero el escozor que sentía en los ojos, eran lágrimas que pugnaban por salir. Y ¿aquel frailecito? Lo miró con detenimiento. Recordaba: era Fray Agustín, su maestro. ¡Qué joven se le veía! La última vez que lo vió —dos años atrás cuando fue a dejar en el pensionado a Tonio, su hijo— era ya un hombre maduro. Pequeña configuración física, pero gran corazón el del pobre Fray Agustín, Fray Agustinín, como le llamaban entre los chavales. ¡Cuántos años!

—Excelencia, ¿qué disponéis?

—Ah, perdón... ¿Quién dijiste que dio esto?

—Me lo trajeron de las celdas del sótano.

—Que suban en seguida al hombre que entregó esta fotografía.

El Presidente dejó sobre la mesa todos los asuntos pendientes. Paseó por la estancia. Encendió un cigarro. No tiraba. Le ocurría esto con frecuencia cuando se sentía nervioso. Lo arrojó al suelo.

—¡La concha de tu madre!

Regresó el secretario. Con él venía un hombre, un fraile, o mejor, un frailecito. Siempre fue pequeño Fray Agustinín, pero ahora estaba reducido a la mínima expresión de hombre. Tigre se acercó. Dudaba. Sólo dos años habían transcurrido desde la última entrevista. No era posible que aquel viejecito encorvado y esquelético fuera Fray Agustín. No puede un hombre consumirse con tal rapidez. El religioso levantó la vista. Una mirada dulce —que a Tigre le dolió— se posó en él y una sonrisa asomó a los labios del anciano. Aquella expresión disipó toda duda: era Fray Agustín.

—¿Te extraña? No me hubieras reconocido, ¿verdad, Juanito?

El Presidente se revolvió inquieto hacia su secretario.

—Bien. Gracias, Manero. Puede retirarse. Si lo necesito ya lo llamaré. Que no me interrumpan.

Manero salió cerrando la puerta tras sí. Fray Agustín seguía sonriendo. El Presidente se sentía cada vez más incómodo. Quiso decir algo, pero no supo qué. Se acercó a la ventana y quedó meditando junto a ella. No se volvió cuando el religioso empezó a hablar pausadamente:

—No esperabas verme aquí y en estas circunstancias, ¿verdad, Juanito?

—¡A la mierda con Juanito! ¡Soy el Presidente de la República!

—Perdón.

Reinó un silencio. Si dolían las palabras a los oídos de Tigre, el silencio era aún más pungente. Se revolvió y gritó:

—¿Qué quiere de mí?

El monje bajó la cabeza y murmuró en voz baja.

—De usted nada, Excelencia. Creía que podría hablar con el hombre que un día fue Juanito, mi discípulo y mi amigo. Lo siento. Veo que Juanito murió. Para averiguarlo mandé la fotografía de sus padres que guardaba como oro en paño entre los recuerdos más queridos. Veo que todo ha sido inútil. Ni la memoria de Antonio y Natalia, aquellos nobles seres, puede ya ablandar su corazón. Perdone, Excelencia.

¡Otra vez el recuerdo de madre y padre! Sentía dolor en el corazón. ¡Maldito fraile!

—Con vuestro permiso, Excelencia, me retiraré y regresaré a mi celda. Gracias por haberme recibido.

Tigre estaba sobre ascuas.

—¿Qué quería? ¿Para qué vino a verme?

—No es usted a quien venía a ver, ya se lo dije.

—¡Menos paparruchas! ¡Maldito fraile! Si hubiera encontrado aquí a... Juanito, ¿qué le hubiera pedido?

—Pedir, nada. Sólo lo hubiera ayudado a corregir una equivocación, a enmendar un error.

—Entiendo que está usted detenido, ¿por qué?

—Acusación injustificada.

—¿De qué se le inculpa?

—Tenencia ilícita de armas en el convento. No es verdad.

—¿Conque es usted el detenido por ocultar un depósito de armas?

—No había tal depósito. Todo son figuraciones.

—¿Figuraciones de quién?

—Del Capitán Gonzalo. Es ahora el Jefe del Puesto en San Rafael. No nos quiere. Es ateo. Desde que llegó, no ha cesado de crearnos dificultades y de hacernos la vida imposible. De lo que es la vida para nosotros ahora, puede enterarse por mi aspecto.

—Pero encontraron armas en el convento. Esto es una prueba irrefutable.

—Sí, encontraron armas. Dos mosquetones y una pistola. Una de las escopetas era aquella vieja arma que conservábamos como a curiosidad, la de la culata de nácar, ¿recuerdas? Tú habías tirado al blanco con ella cuando niño. La otra era la del guarda. Y la pistola era un recuerdo. La dejó allí una vez que pernoctó en el convento, huyendo de sus perseguidores, un gran hombre, un noble cabecilla que se llamó Antonio Lozano. Éste es el depósito de armas que encontraron. ¡Ah!, se me olvidaba; no teníamos balas.

El Presidente se volvió nuevamente hacia la ventana.

—No puedo derogar una orden. No puedo desmentir a uno de mis capitanes leales. Si él lo hizo, bien hecho está. No puedo ayudaros.

—Ni yo os lo pediría jamás. Para nosotros sois un desconocido. Sin embargo, si algún día este olvidadizo llama a nuestra puerta, siempre encontrará yacija, comida y amor.

—No tendré ocasión de hacerlo. El convento ha sido incautado y así seguirá. Es propiedad del Gobierno.

—Bien, Excelencia. Sólo una cosa más quisiera añadir.

—No. No me hables de Tonio. Sé lo que me vas a decir; que él estudia en el colegio y que ahora no podrá cursar porque no hay colegio. No me preocupa. De momento, con seguridad se ha hecho cargo de él mi prima Dalía. No me inquieta. Sé que los frailes sois testarudos. Si no tenéis colegio ni convento, improvisaréis uno, aunque sea en un terrizo. Os conozco. Por ello no me intranquilizan los estudios de Tonio. Nuevamente daréis lección a los muchachos y pese a que yo os he perjudicado, aceptaréis al mío sin reparo. ¡Esto es lo que me colea de vosotros! ¡Maldito perdón que siempre tenéis a flor de labios! ¡Me meo en él! Y ahora, váyase y no me moleste más.

Fray Agustín salió en silencio.

—¡Manero!

—Aquí estoy, Excelencia.

—Que dejen en libertad a este hombre.

—Bien, Excelencia, como ordenéis.

El Presidente intentó encender otro cigarro con el mismo resultado del anterior. Lo aplastó contra el cenicero.

—¡La concha de tu madre!

 

Antonio Lozano tuvo aquel raro poder de los cabecillas, que logra que las gentes se sientan unidas con fe a su alrededor. Su hijo había heredado la rara cualidad. Indeterminado donde residía, este poder de despertar la confianza y el entusiasmo, era algo innato en él. El magnetismo que fluía de aquel hombre enardecía los corazones. La opresión de Salazar no era solamente sentida por un grupo determinado, sino por todas las esferas sociales y los elementos más diversos. Los intentos de Tigre —si bien los mejor encauzados— no eran los únicos en el país. Sin embargo, nadie tenía por sí solo bastante fuerza para liberarse del yugo. La lucha en pequeños grupos era un verdadero suicidio. El regreso de Tigre lo cambió todo. Su presencia hizo el prodigio. Lo conocían, sabían su historia y lo que había hecho por la libertad, y todos vislumbraron un rayo de esperanza con su regreso. Supieron que sólo él era capaz de unificar las distintas partidas rebeldes, tan diferentes en condición e ideas. Pronto llegaron los primeros grupos. Los campesinos del Sur que se habían batido en desesperada e inútil batalla de liberación. Más tarde, se entró en contacto con el grupo del Sindicato Metalúrgico y Ferroviario que por tres veces intentara estéril y sangrienta huelga. Así, una tras otra, las fracciones rebeldes se fueron uniendo alrededor de la figura de un jefe, dando con ello consistencia y cohesión al movimiento revolucionario. Tigre acogió a todos, los alentó a todos y todos, en cuanto hablaron con él, en cuanto se miraron en sus duras pupilas, tuvieron fe y se hermanaron bajo su estandarte.

Tigre tenía noticias de la existencia de un grupo en Guapaigo que reunía elementos imprescindibles para la causa. Según sus informaciones lo integraban dos factores básicos para el éxito: el dinero y el Ejército. Comprendió la importancia de ello y a través de uno de sus lugartenientes, entró en contacto. Se acordó una secreta entrevista de tanteo. Aquella fue la primera vez que se vieron frente a frente Juan Tigre y el Coronel Salamanca.

 

No era ya un deseo de libertad lo que sentía aquel pueblo; era una necesidad. Una urgencia vital y orgánica. Tigre se había tambaleado con la insurrección de Barranco y aunque había vuelto a estabilizarse, aplastando, al caer sobre su pedestal, vidas y haciendas, una cosa estaba demostrada: no era infalible. Los mismos que creyeron en su invulnerabilidad aquel 11 de marzo, años atrás, cuando las balas del atentado no lo alcanzaron, veían ahora cuán equivocados estaban. Tigre era un hombre como otro. El tirano que parecía dominar todos los recursos de fuerza del país, había estado cerca de sucumbir. Bien era verdad que al fin su imperio se había impuesto una vez más. Lo demostraba con detenciones y matanzas. Pero había oscilado. Si esta vez no se derrumbó, lo que convenía era que el empujón fuera más brioso la próxima. Y este intento debía realizarse pronto, inmediatamente, antes de que se enfriaran los entusiasmos y los deseos de venganza. Esto lo sabía el pueblo y lo sabía el cabeza invisible de la insurrección. Eran las palabras que en aquel momento estaba pronunciando en la clandestina reunión de los rebeldes.

—No podemos perder un momento. Un día puede ser vital para la causa. El pueblo tiene aún sabor a sangre fresca en la boca. Debemos actuar antes de que este sabor se les vuelva amargo. Lo único que la masa necesita son promesas y olor a pólvora. No saben exactamente lo que ocurrió en Barranco. Llevamos el asunto con sutileza y habilidad y logramos confundir a todos sobre las intenciones del General Prada. De lo único que están seguros es de que el régimen de Tigre lo fusiló. El momento es propicio. El terreno está abonado. El fruto maduro. El movimiento de Barranco nos falló porque no todos los disconformes estábamos de acuerdo. Hoy es distinto. La sangre derramada días atrás, no ha sido estéril. Ha servido para que las distintas ramas de patriotas viniéramos a reunirnos hoy aquí, para tomar decisiones y actuar unidos. Señores, amigos, patriotas, ¡el momento ha llegado!

Un murmullo de aprobación acogió las palabras del General Salamanca. Los doce hombres presentes iniciaron el debate ultimando detalles.

—El Doctor Palanca —en el extranjero— sólo espera la señal. Los aviones con material bélico saldrán para acá en cuanto reciba la consigna. Uriarte garantiza que pondrá en la calle a las masas obreras al amanecer. Todos los Jefes de las unidades de Tierra, Mar y Aire están preparados. Hay que evitar, en lo posible, la lucha cruenta. De acuerdo con lo previsto, yo marcharé con los denominados de este Comité, al frente de las unidades acorazadas, hacia el Palacio Presidencial, a las seis de la mañana. Procederé a la detención de Tigre. ¿Todos de acuerdo?

Murmullo de aprobación. Una voz se levantó.

—Creo que aún hay cabos sueltos.

—¿Cuáles?

—Tigre es perspicaz. Tiene todos sus hombres en la calle. Faltan aún veinticuatro horas para el golpe. Si por cualquier indiscreción —cosa posible en un movimiento de tal envergadura y que compromete a tanta gente—, el Presidente se enterara de algo, durante las horas que faltan, le sobra tiempo para arrestar a unos cuantos de los aquí presentes y desarticular con ello el alzamiento.

—He previsto también esta posibilidad.

—¿Qué solución le dais?

—Un día, Tigre tuvo muchos amigos. Hoy está solo. Sin embargo, quizá encontraremos a alguien en quien aún tendría confianza.

—¿Quién?

—El Coronel Pellicer.

—No lo creo. Sabe que en cierta manera estuvo al corriente de lo de Barranco y no le advirtió de ello.

—Creo tener un plan perfecto que no chocará con la acertada advertencia de usted y que sin embargo nos permitirá sentirnos seguros durante las últimas horas.

—Deseamos conocerlo.

—Bien. Un momento, por favor.

El General Salamanca salió. Un instante más tarde regresó acompañado del Coronel Pellicer.

—Señores; el Coronel, como ustedes verán, está enterado de la reunión. No me preocupa. Sé que es un hombre de honor como lo demostró al no denunciar anticipadamente lo de Barranco. Creo que es el hombre que nos hace falta. No conoce los detalles de la operación. Sólo sobre alguno de ellos debe estar informado para el buen cumplimiento de su misión. Coronel, ¿estáis dispuesto a actuar de mediador en este conflicto, tal como dijisteis?

—Sabéis que veo con simpatía el movimiento, pero Tigre es mi amigo y no pienso traicionarlo.

—No se os pide una traición, sino una intervención para evitar derramamiento de sangre, posiblemente entre ella la de Tigre.

—Estoy dispuesto a colaborar bajo estas condiciones.

—Escuchadme bien. Quiero que repitáis al Presidente lo que os voy a decir y lo que estáis viendo. No tengo que mencionaros que el Golpe de Estado tiene el éxito asegurado de antemano. Basta que miréis los rostros de los presentes. Los conocéis a todos. Son bien reputados. Representan los poderes económicos, obreros y militares del país. Luchar contra nosotros es suicidio. No quiero que le déis a Tigre nombres, pero sí que le hagáis ver que todo el poder de la nación está con nosotros. Una vez le hayáis expuesto la situación y la fuerza del grupo insurrecto, quiero que en nuestro nombre le digáis que por encima de todo deseamos evitar la lucha cruenta. Por ello, antes de lanzar a la calle nuestras fuerzas y quitarle el poder por la violencia, le ofrecemos una honorable solución. Queremos, exigimos de una manera absoluta y sin paliativos que, alegando motivos de salud, o de lo que crea conveniente, por su propia voluntad, renuncie a la Presidencia de la República. Que ceda el paso a las nuevas generaciones de patriotas. Todo ocurrirá sin la menor violencia si él se aviene a realizarlo así. Le garantizamos que no se le dañará personalmente. Un avión lo esperará, dispuesto a llevarlo al país que él disponga. No podremos respetar sus propiedades rústicas ni urbanas por estar enclavadas en el territorio nacional, pero no nos oponemos en absoluto a que lleve con él todos sus efectos personales, incluyendo joyas, acciones, obras de arte o lo que sea. Es más, el Gobierno se compromete a pasarle una pensión en el país donde resida, que le permita vivir holgadamente. Las condiciones, como véis, no pueden ser más generosas. Puede si quiere contestar inmediatamente o tomarse un tiempo prudencial para pensarlo. Podéis anunciarle que estamos deseosos de que todo ocurra con paz y tranquilidad. Nuestro plazo es de una semana. Concretamente: hoy es día nueve de mayo, y queremos la contestación antes del próximo día dieciséis a esta misma hora. ¿Alguna pregunta, Coronel?

—No; habéis expuesto con claridad vuestra condición de traidor.

—Pellicer: sé que sois impulsivo y no os tomo a mal. No es la primera vez que me ocurre con vos. Pese a vuestras palabras —dictadas por una lealtad que admiro como a hombre de honor que soy— sigo pensando en vos para el desempeño de un importante cargo en el nuevo Gabinete. Quedamos a la espera de vuestras noticias. Os deseo éxito en vuestra misión.

Cuando el Coronel Pellicer salió de la habitación, Salamanca se volvió nuevamente hacia los reunidos.

—Señores: no puede este plan presumir de honestidad, pero el fin justifica los medios. Soy el primero en sentir repulsión hacia esta clase de actividades, pero el bien de la patria exige y está por encima de consideraciones personales. Creo que con la entrevista, dejo contestada la pregunta que se me hizo. Las veinticuatro horas que nos quedan, no ofrecen ahora peligro. Si algo llega a oídos de Tigre, sabrá que tiene una semana de tiempo para detener gente y asesinar. Nada hará, pues, esta noche. Las horas que restan las podemos emplear con tranquilidad y sin peligro, en ultimar los pormenores. Mañana, señores, será un glorioso amanecer para esta tierra. ¡Viva la Patria inmortal!

 

De aquella reunión salió un consolidado grupo insurrecto que contaba con el pueblo, el entusiasmo y la lealtad de Tigre y las armas y el dinero de Salamanca. Éste comprendió inmediatamente que la popularidad de Tigre era el elemento definitivo para la victoria. Sus ambiciones de ser el jefe, el primer personaje del país, eran sólidas, pero entendió que no era hombre popular ni grato. Más valía no precipitarse y escalar el camino con paciencia, pero con seguridad. Retroceder un paso en aquel momento, podía representar adelantar muchos en el futuro. Por ello se avino, no sólo a unir sus fuerzas a las de Tigre, sino a cederle el sitio de jefe de la insurrección y después del triunfo, la Presidencia de la nación. Luego, todo vendría por sus pasos. Contaba con un importante factor: la inexperiencia de Tigre y su buena fe.

La posición de Tigre quedó con ello definitivamente consolidada. Ahora de verdad era el cabecilla, el jefe que soñó con horror madre antes de morir.

 

Tigre no podía dar crédito a lo que oía. Su amigo Dionisio Pellicer se había vuelto loco. ¿Qué clase de desatinos estaba hablando? ¡Insurrección! ¿Cómo podía aquello ser posible cuando todas las riendas del poder estaban en su mano? ¡Bah, Pellicer deliraba!

—Insisto, Tigre, en que es tal como te dije. Y además muy en serio.

—¡Majaderías!

—He estado allí. Los he visto y oído. He reconocido a la mayoría de ellos. No hay duda, Tigre, son fuertes. No podrás vencerlos.

—¡Los aplastaré!

—Habrá aplastamiento, pero la víctima serás tú.

—¡Eres un traidor asqueroso! ¡Estás vendido a ellos! Ya no te acuerdas que todo me lo debes a mí, que fui quien te hizo un hombre. ¡Eres un perro desagradecido!

—No estoy unido a ellos. Te soy fiel. Actúo sólo de mediador para evitar derramamiento de sangre.

—Si me eres fiel cómo pretendes, dime sus nombres.

—Empeñé mi palabra.

—¡Eres un renegado! ¡Te compraron!

—No estoy con ellos, pero si sigues por este camino, me vas a obligar a convertir esta verdad en una mentira.

—Dime solamente el nombre del cabecilla.

—No puedo faltar a mi palabra.

—Te lo diré yo. Sé muy bien que el jefe es uno de mis hombres. El que cuando la unión de nuestras fuerzas para derribar a Salazar, ya pretendía mi puesto que sólo le arrebató mi mayor popularidad. No hace falta que me lo digas, ¡huevón! Sé muy bien que el cabecilla no es más que Salamanca.

El Coronel Pellicer guardó silencio.

—Voy a dar órdenes para que sea detenido inmediatamente.

—Es un absurdo.

—¿Un absurdo?

—En primer lugar no lo encontrarás. Es astuto y estoy seguro de que habrá tomado precauciones después de haber hablado conmigo.

—Lo encontraré aunque deba escudriñar hasta el último palmo de tierra del país.

—Hay una manera más cómoda de localizarlo.

—¿Cuál?

—Aceptar sus condiciones.

—¡Camaján! ¡Traidor!

—No te exaltes, Tigre, y escúchame. Tu intención es localizar y arrestar a Salamanca cuanto antes. Si lanzas tus sabuesos tras él, no solamente asustas la caza imposibilitando su captura, sino que te cierras todas las puertas. Tengo un plan.

—¿En qué consiste?

—Te lo dije; aceptar sus condiciones.

—¿Estás loco, Pellicer?

—Creo que veo las cosas mucho más serenamente que tú en este momento. ¿Quieres escuchar mi proyecto?

—Habla.

—Es sencillo y elemental. En ello radica su éxito. A nadie se le ocurrirá que de tan fácil manera se pueda tender una trampa.

—¡Exponlo ya!

—Tú quieres a Salamanca encarcelado. Pues bien, déjame verlo y hablándole en nombre tuyo aceptar en principio sus proposiciones, pero...

—¿Pero?...

—Pero sujetas a algunos cambios que quieres imponer, referentes a tu seguridad personal Debido a ello pides una entrevista antes de dar una respuesta definitiva. Yo transmito el mensaje y regreso con Salamanca para la conferencia y para la mazmorra si allí es donde lo quieres encerrar.

El Presidente meditaba.

—Bien... ¿qué contestas?

—En principio la idea parece aceptable, pero...

—¿Pero qué?

—No me fío.

—No tienes necesidad de fiarte. No eres tú quien se mete en la boca del lobo, sino él.

—No me entiendes. En quien no confío es en ti.

—¿En mí? No puedo obligarte a creerme. Tampoco acaban de darme crédito ellos. Estoy acostumbrado. Siempre por culpa tuya o suya, nadé entre dos aguas. Sin embargo esta vez no tienes más solución que echarte en mis brazos. De otra manera estás perdido.

—Eres un vanidoso, Dionisio. Hoy te crees alguien verdaderamente importante en el país, cuando nunca has dejado de ser una mierda. ¿Me entiendes? ¡Una mierda!

—A ti nunca te disgustó el olor a defecación. Ahora debes aguantarlo a la fuerza. Es tu única posibilidad. No tienes otra solución.

El Presidente sabía que era así. Aún podía dominar a los rebeldes. Tenía una semana. Con seguridad alguno de los jefes del Ejército le sería leal. Había hecho muchos favores. Si detenía a Salamanca, estaba seguro de que podía contar con el apoyo de parte de los militares. Si bien lo odiaban a él, odiaban más aún a aquel Coronel, que se convirtió en su Ministro. Sí, alguien lo apoyaría. Pero, ¿quién?... ¿Vázquez?... ¿Pérez Soria?... ¿Lagartara?... ¿Albiñana?... sí, o... ¿no? Debía saberlo. No podía lanzarse a la aventura sin tener la seguridad de con quién contaba. Tenía que hablar con ellos. Pellicer estaba en la razón. No podía arrestar a Salamanca aquella noche, exponiéndose al fracaso de no encontrarlo y sin saber qué opinaba el Ejército. Si estaban a su lado, nada ocurriría con la detención, pero si estaban vendidos al enemigo, aquello sería la chispa que prendería el fuego.

—Bien; acepto tu plan.

—Me alegro. Creo que es la única solución y la única esperanza. Sé aún dónde puedo encontrar a Salamanca. Voy a llevarle tu proposición.

—No. Tengo que esperar.

—¿Esperar hasta cuándo?

—Por lo menos cuarenta y ocho horas. El tiempo que necesito para hacer algunas gestiones y realizar diversas consultas.

—No se puede perder el tiempo. Una vez resuelto, hay que actuar inmediatamente.

—No puedo proceder hasta dentro de un par de días.

—Imposible esperar.

—¿No acabas de traerme un mensaje según el cual me dan plazo de una semana?

—Pese a ello hay que actuar.

—¿Por qué?

—Conozco a Salamanca. No se puede confiar alegremente en su palabra.

—Explícate.

—El mensaje que me dio y te retransmití, puede ser sincero o puede no serlo. Es más, tengo mis dudas, casi seguridad de que el golpe lo planean para mucho antes del vencimiento del plazo. Quizá para hoy mismo. Hay que troncharlo sin tardanza.

—No puedo detener ahora a Salamanca. Tengo que saber con quién cuento antes de hacerlo. Cuarenta y ocho horas me darán tiempo de cotejarlo y ganar gente para mi causa, si es necesario.

—Quizá esta demora te sea fatal.

—Tengo que exponerme.

—Debes actuar. ¿Es que no comprendes el peligro?

—Me permito hacerte observar, Pellicer, que por el momento el Presidente aún soy yo y de mí proceden las órdenes.

—Estás equivocado, Tigre.

—¡Cállate, vergajo!

—Insúltame si quieres, pero te pasas de listo y pagarás el no seguir mi consejo.

—¡Te ordeno que te calles!

—¡Eres un chingado, Tigre!

—¿Qué dices? ¿Olvidas con quién hablas? ¿No sabes que soy el Presidente y que una palabra mía puede acabar contigo?

—Eres tan estúpido como para hacer algo así. Y pese a ello, sigo manteniendo mi criterio. Debes actuar hoy.

—Esperaré cuarenta y ocho horas. No lo entiendes. Por ello te perdono. No lo puedes comprender. ¡Yo no soy culpable de que tengas el cerebro en el ano!

 

Fue entonces cuando le obligaron a desposarse con Mariana. Hasta aquel momento no había sido más que un deseo del pueblo. Una ilusión sentimental de la gente que querían ver en su héroe al hombre de buena ley. Pero cuando se convirtió en el gran jefe, en el único paladín, fue ya una imposición. Un mandato del Coronel Salamanca y su camarilla. Cuando se avecinaba la libertad de su raza, él perdía la suya. Sabía que aquél había sido siempre uno de los secretos anhelos de Mariana. No se escondía que tenía derecho a ello. Pero aquella compañera fiel y fuerte, al tiempo que dócil y consciente de sus deberes de mujer, jamás levantó la voz para tratar de imponer algo a su dueño. Sólo cuando después de la reunión en que le forzaron a tomar tal decisión se lo anunció, vio lágrimas en sus ojos. Era la primera vez que Tigre veía llorar a aquella recia mujer, tan segura de sí misma. En aquel momento dio por bien empleada su renuncia a la libertad personal. Prácticamente aquella cesión no representaba nada, ya que su vida con ella le había impuesto las mismas obligaciones y deberes que de haber existido el matrimonio. Era solamente el sentir una atadura que lo traía a mal traer.

El pueblo fue dichoso con la noticia. Corrió de boca en boca como un reguero de pólvora.

—¡Juan Tigre se ha casado con Mariana, con una hija del pueblo! ¡aleluya!

Pero aquel día Tigre se sintió menos feliz. Ya no estaba Mariana a su lado por pura voluntad y cariño. Lo estaba por obligación, por deber de esposa. Todo había cambiado. Aquel día la miró nuevamente, como si fuera otra mujer. Y se dio cuenta de que en el borde de los ojos y en la comisura de los labios, multitud de pequeñas arruguitas empezaban a aparecer. La vida había sido dura con ella. Los vientos, las montañas y los sufrimientos, habían dejado huella. Los pechos le caían. Los pezones tenían un color parduzco. El vientre era prominente y lacio. Descubrió que un vello negro y recio cubría sus piernas. Cuando en el lecho le ofreció su desnudez, Tigre sintió la carne blanduzca y flácida bajo la presión de sus dedos. Era blanca, lechosa y las violáceas venas se perfilaban en sus muslos y piernas. Se volvió de espaldas mientras murmuraba:

—Ponte un camisón para dormir.

 

De no haberlo sorprendido durmiendo, las cosas hubieran salido de otra manera. Tenía suficientes pelendengues y muchos más. Sin embargo, no fue culpa suya. Estaba rodeado de cobardes, de cagones. Tenían armas, incluso metralletas y morteros. Habían sido escogidos entre los mejores. Y sin embargo..., ¡gallinas! Cobraban mejores sueldos que nadie y se llamaban, pomposamente, Escuadrón de la Guardia Presidencial. Pero... ¡capones! No dispararon ni un tiro aunque sólo fuera para justificarse. Depusieron las armas, en cuanto la primera unidad acorazada apareció al mando del General Salamanca, en la plaza de la Constitución. Eran un amasijo de hijos de mala madre. Todos estaban allí y nadie lo despertó. Sí, lo despertó alguien; Salamanca. Fue un despabilarse absurdo. Al principio creyó que soñaba. El Ministro zarandeándole y gritando:

—¡Levántate, camaján! ¡Llegó tu hora!

En aquel momento, una idea iluminó su cerebro; el vaticinio de Pellicer. ¿Sería posible? Levantó la vista. La mirada de Salamanca estaba clavada en él. Había en ella una expresión de desprecio y orgullo que asqueó a Tigre. Su sonrisa era una mezcolanza de crueldad y de mofa. ¡Tenía que ser un sueño!

—¡Levántate, pendejo! ¡Se acabó la buena vida!

No cabía duda. Abrió la boca para hablar. La fusta de Salamanca le cruzó el rostro. Sintió un vivo dolor. Un terrible furor lo invadió. Con arranque de toro bravo se lanzó del lecho y abalanzándose, clavó su cabeza en el estómago de Salamanca. El golpe fue inesperado y el Ministro, tambaleándose, cayó de espaldas. Tigre se incorporó con rapidez.

Vio las bocas de las armas que avanzaban hacia él. El odio se reflejaba en todas las pupilas. No era una pesadilla. Era, ¡la insurrección! Pellicer tenía razón. Su mirada recorrió la habitación buscando una tabla de salvación, un rostro amigo. No lo encontró. Todos respiraban hiel. Cerró los ojos tratando de coordinar ideas. Al abrirlos, toda la trágica realidad se hizo clara en su cerebro. Las tragedias tienen su faceta amargamente cómica. Vió la escena. Comprendió su ridiculez y sintió asco. Allí estaba él, el Presidente, rodeado de hombres armados hasta los dientes, en camisón de dormir y con la cabeza cubierta por un gorro terminado en una borla. Jamás se había dado cuenta de cuán ridículo era dormir con un gorro que terminara en un madroño. Ahora lo comprendía. Pero no valía la pena de pensar en ello. Sin embargo, sentía ganas de reír. La sonora carcajada estalló en su boca como un fruto podrido que revienta. El dolor la cortó. Salamanca se había incorporado con la ayuda de dos colegas y su fusta volvió a cruzarle el rostro. La carcajada se convirtió en rugido. Escupió sangre. Su violenta reacción fue cortada por las manos que lo sujetaron reciamente, clavando las uñas en su carne.

—¿Qué significa esto? ¡Chingados! ¡Pendejos! ¡Cabrones! ¡Dejadme!

Entonces, fue Salamanca quien soltó la carcajada.

—¡Cálmate Presidente, funesto Presidente! ¡Cállate si no quieres que te mate aquí mismo, como una rata, como tú hiciste con Salazar!

—¿Quién eres tú, huevón, para hablar así al Presidente de la Nación?

—¡Al ex, al ex, por favor! El Presidente soy yo, ¿me entiendes, vergajo? Se acabó tu despotismo. La hora de la libertad ha llegado. Las campanas lo claman gozosamente a través de nuestra tierra. ¡Muerte al tirano! ¡Viva la libertad!

 

Se sentían unidos. El movimiento estaba en marcha y esta vez no podía fracasar. Tenían armas, dinero y fe. Vibraban con entusiasmo y sinceridad. Los únicos escollos consistían precisamente en refrenar aquellos arrebatos e impaciencias. Debían actuar con serenidad y meditar cada peldaño con calma. No convenía errar ni en el más mínimo detalle. Las dificultades se iban superando lenta pero firmemente. En un solo punto reinaba la oscuridad. En las intenciones de Salazar. Desconocían si el tirano tenía noción de la envergadura de la conjura que lo amenazaba. Salazar era desconfiado y estaba rodeado de personas de su crédito. No se puede ir a la caza de una fiera sin conocer sus costumbres y movimientos. Y allí residía la flaqueza de la insurrección; en no haberse podido infiltrar en la intimidad del opresor. Necesitaban con urgencia, imprescindiblemente, escalar esta familiaridad y llegar a la raíz de sus pensamientos. La empresa era difícil y arriesgada. Una y otra vez estudiaron las listas de los colaboradores del déspota, tratando de hallar un resquicio. Pero esto parecía imposible. Por ambición, por conveniencia, por dinero o por amenaza, todos sus cooperadores le eran adictos. Ninguno se avendría a traicionarlo. Lo más probable era que los traicionara a ellos. Se invirtieron horas y horas en la discusión de aquello sin llegar a un acuerdo. Parecía absolutamente imposible encontrar la solución. La única persona con quien podían contar en el Palacio Presidencial, era con Carmona, un Jefe de Negociado. Sin embargo... aquello podía ser una idea. No tenía ningún contacto personal con el Presidente, pero merecía consideración el que su departamento fuera el de Personal. A través suyo se podía tratar de introducir a alguien cerca del Presidente. Se convino una reunión.

—Es imposible, completamente absurdo.

—Y sin embargo, tiene que ayudarnos.

—No puedo. Mis simpatías están con ustedes, pero soy un hombre honrado, pacífico y padre de familia con siete hijos. Mi deber es pensar en ellos antes de escuchar la voz de mis ideales y creencias políticas.

—Precisamente por ellos es por quien debe usted ayudarnos. Dígame, Carmona; una vez conoció la potencia de la insurrección en ciernes, ¿cree que Salazar se podrá mantener en el poder?

—Creo que la victoria está con ustedes.

—Considere su posición en cuanto el Presidente sea derribado. ¿Cómo quedará usted?

—Tal como estoy. Soy un hombre cumplidor de mi deber. Mis ideas propias nada tienen que ver con mis actos. He servido a varios regímenes durante más de treinta años como a funcionario del Gobierno y jamás he sido removido de mi sitio. Creo que ello es prueba de mi repugnancia en mezclarme en asuntos políticos. Quiero seguir la misma senda.

—En el actual momento el interés de la patria y del pueblo, no pueden admitir posiciones tibias. Hay que estar con nosotros o contra nosotros. ¿Daría usted hospitalidad a un amigo que supiera se relacionaba con su esposa? ¿Tendría en su negocio a un empleado a sabiendas de que no sentía el menor interés ni entusiasmo por la empresa? Usted puede haber estado treinta años vegetando en su cargo, pero con franqueza, amigo, esto no me parece una cosa heroica y menos cuando el pueblo se ve aplastado por la tiranía y la patria necesita de los hombres honrados imponiéndoles los mayores sacrificios. Esta vez las cosas no podrán rodar de la misma manera que hasta ahora. Amigo o enemigo. No puede haber indiferentes. Piénselo bien y considere su deber, que no es otro que el bienestar de sus siete hijitos.

Carmona estaba en un callejón sin salida. Sabía que tenían razón. La revolución tenía todas las posibilidades de triunfar. Pero él no servía para traicionar ni para espiar. Aunque quisiera ayudarlos no podía.

—Ustedes no tienen idea del control que el Presidente lleva sobre todos los asuntos.

—Estoy seguro de que como Jefe de Personal y basándose precisamente en esta lealtad hacia el poder constituido que usted alegó, su palabra es escuchada.

—No se trata solamente de atender a mi consejo y recomendación. Después de aceptada mi proposición en principio, la policía procede a una investigación del sujeto y sus antecedentes que, créame, no resistiría una persona que ustedes nos recomendaran. Se necesita un historial tan absolutamente apolítico, o tan políticamente favorable a Salazar, que representa para nosotros un verdadero problema cada vez que debe tomarse nuevo personal. El hombre que ustedes designaran sería rechazado en el informe policíaco y con ello se comprometería mi posición. Compréndalo, por favor.

—Lo que comprendo perfectamente es que nos niega usted su colaboración. Lo lamento. Me duele especialmente por estas criaturitas inocentes.

Carmona sabía que estaba condenando a sus hijos a la miseria. ¡Tantos años de batallar por ellos y ahora todo iba a convertirse en cenizas! Sus esfuerzos se esfumaban. Pero... ¿cuál era la solución?

—Creo que debemos dar por concluida la entrevista.

—Sin...

Se levantó lentamente. Quedó un momento dudando, como ausente. Volvió a sentarse.

—Sin embargo...

Tigre y Salamanca cambiaron una sonrisa.

—Sin embargo, ¿qué?

—Sólo una posibilidad remota de ayuda se me ocurre.

—¿Cuál?

—Una mujer.

—¿Una mujer?

—Sí, una mujer. Las mujeres no tienen importancia. Salazar no las aborrece; simplemente las desprecia y las ignora. Pero es imprescindible tener allí algunas empleadas para taquigrafía, mecanografía y demás menesteres propios. La investigación que se lleva a cabo con ellas es mucho más trivial ya que no tienen acceso a ningún asunto secreto.

—Entonces no nos serviría de nada.

—Esto sería ya cuestión de la persona que mandaran. Una vez introducida, de su habilidad personal dependería hasta dónde pudiera llegar. Créame, es la única posibilidad.

—Es una posibilidad, pero, ¿de dónde sacar esta mujer? Debe ser persona inteligente, atractiva si es posible y completamente fiel a nosotros. ¿Quién podría ser esta mujer?

—Yo.

Mariana acababa de penetrar en la habitación.

 

Aplacaron su furia. Sí, consiguieron acallarla. Estaba agotado, exhausto. Las fuerzas y el temperamento que lo sostuvieron en los últimos tiempos, eran puro nervio. Repentinamente se derrumbó; se rompió. Jamás había sido vencido, jamás se opusieron a sus deseos ni a sus órdenes. Ahora lo había hecho. Habían acabado con él. Ya no peleaba. Ya no trataba de engañarse. Lo habían rematado. Aunque le devolvieran lo que le quitaron, aunque nuevamente lo elevaran a la Presidencia, no podría aceptar el cargo, ni podría llevar aquel peso sobre los hombros. Estaba roto. Se había creído invencible, infalible, casi inmortal. La realidad le demostraba que era un hombre como otro cualquiera. Durante años, una mirada suya fue una orden. Ahora ni los alaridos ni el pataleo le servían. ¡Mierda! Otro se sentaba en su sillón. Él no tenía ni una silla. Sólo el camastro sobre el cual estaba reclinado. Le dolía algo muy profundo. No sabía lo que era, pero dolía cruelmente. Los primeros momentos fueron lancinantes. Pero el sufrimiento alivia en muchas ocasiones. Se rebeló con furia, luchó, golpeó, escupió, pero lo sujetaron y lo esposaron. Eran muchos y él sólo uno. Sólo uno. Solo.

Fue una lucha desesperada en la que se sintió poseído por Angra Manyu, el mal espíritu. Pero de nada le sirvió rebelarse. Lo ataron codo con codo y, a empujones, lo sacaron del Palacio Presidencial. Se burlaron de él. Le escupieron en el rostro como a Cristo. ¡No!... Se arrepentía de haber pensado aquello. Era una blasfemia la idea. No, como a Cristo, no. Aquél fue un justo. Él también había sido justo... o no tan justo... o injusto. ¿Qué importaba? Era otra cosa y discurría de otra manera. Cristo puso la mejilla y él contestó al insulto con denuesto, al salivazo con escupitajo, el golpe con coz. Y sin embargo, fue vano y absurdo. Lo dominaron. Lo rompieron. Eran muchos y él sólo uno. Sólo uno. Solo.

¿Y Arcadio? ¿Y Mariana? ¿De qué sirven los muertos? Corrupción y fetidez. Ellos se van y ¡que se las compongan como puedan los vivos! Sí, se van lejos, tan lejos que jamás lo volvemos a encontrar. ¿El alma? ¡Al infierno con ella! Él no vería jamás el alma de los suyos. Quizá ellos estuvieran juntos, pero su camino era otro. Había luchado, pero eran muchos y él sólo uno. Sólo uno. Solo.

Un catre, un ventanuco con rejas y un tintineante carcelero. ¿Por qué habían dejado penetrar allí su memoria, sus recuerdos, sus pensamientos? ¿Por qué no le habían matado? ¡Miserables! Ni esto supieron hacer. Querían tenerlo entre rejas. Querían humillarlo. Él no había sido tan cruel con Salazar. Se limitó a asesinarlo. Entonces lo querían. Sí, el pueblo lo adoraba. Pero ahora... ahora eran muchos y él sólo uno. Sólo uno. Solo.

Y reclinado en el camastro, todo en él sollozó. Todo excepto los ojos. No tenía lágrimas. Aquel llanto lo dejó vacío. Un vacío que le llegaba hasta las plantas de los pies.

Eran muchos y él sólo uno. Sólo uno. Solo.

 

Largas horas de controversia trajo aquel asunto. Tigre debía admitir que su esposa reunía todas las condiciones necesarias para ocupar el puesto; inteligencia, atracción, fidelidad y temple. Sin embargo, se resistía a dar el consentimiento. Era demasiado aventurado.

—Estás equivocado, Juan. Es peligroso pero yo soy la persona indicada, la única que tiene todas las condiciones necesarias. ¿Por qué te empeñas en dudar? ¿Tienes miedo?

—Sí.

—¿De qué?

—De perderte.

—Juan, tú defiendes una causa y mantienes vivo el ideal de un pueblo. Si consideras que todo debe sacrificarse a ella, no te puedes negar a dar el ejemplo. Tienes miedo de que te dañen. Esta posición no es más que egoísmo. ¿No exiges al pueblo que sufra por el triunfo de la revolución? ¿Cómo te presentarás ante él si no has sabido tú mismo dar la pauta? Es peligroso pero debemos tener fe. Nada ocurrirá. Nada, si estamos unidos por esta creencia y este deseo de victoria.

Así proseguía la discusión diariamente. Los colaboradores estaban al lado de Mariana, y Tigre perdía visiblemente terreno cada día que transcurría y el asunto era puesto a debate. Al fin tendría que capitular. Las semanas se sucedían y nada se resolvía, pendientes todos de aquella decisión. Por fin un día cedió. Todo se preparó con el máximo cuidado y discreción. Se arregló una documentación falsa. Se llegó incluso a falsificar con la colaboración de los patriotas, una partida de nacimiento y una fe de bautismo, en San Rafael.

Un día, todo dispuesto, Mariana partió.

—Sé valiente, Juan. Nada ocurrirá...

Sonreía entre lágrimas.

 

Iba a golpear la puerta con el aldabón, pero se contuvo. Pasó la mano por su sudorosa frente y se apoyó en el quicio, respirando cansinamente. ¿Llamaría? ¿Tendría valor para hacerlo? Días antes, había insultado a Fray Agustinín. Tenía que echarle mucha enjundia ahora para llamar a su puerta en las circunstancias en que se encontraba. Pero, ¿qué hacer? ¿Dónde recurrir? No tenía amigos. Nadie lo quería. Parecía un apestado. El único leal que le quedaba —Dionisio Pellicer— lo acababa de perder definitivamente.

Parecía absurdo todo lo que acababa de ocurrir en las últimas horas. Tan rápido que apenas se había dado cuenta de ello. Estaba cansado. Muy cansado. Tenía ganas de morir. Ni esto le dejaron hacer. Tumbado en su camastro de la celda, deseaba fervientemente la hora suprema. Se mantenía completamente inmóvil. Quizá al verlo tan quieto, la Parca lo creería terreno abonado y penetraría en él. No se revolvió ni cuando oyó que el carcelero abría la puerta. Alguien penetró. Tigre siguió pasivo, con los ojos cerrados. Percibió el respirar de una persona cerca del catre. Permaneció inalterable. La voz de Pellicer le pareció más grave y más sonora que nunca. Jamás se había fijado que tuviera una voz tan hermosa.

—Te he sido fiel, Tigre, siempre hasta hace unas horas. Te advertí y no me creíste. No seguiste mi consejo... porque tenía el cerebro en el ano. Ya lo ves; has sufrido tu castigo. Aquellas palabras tuyas agotaron mi ya exhausta paciencia para contigo, y tu tiranía pudo más que mi fidelidad. Entonces vi claro que jamás sacaría nada defendiéndote y ayudándote. Eres un déspota. Eres un desgraciado.

Tigre seguía con los ojos cerrados.

—Pese a tu inmovilidad, sé que me escuchas. Anoche comprendí que nada podía hacer. Nada ganaría, más que insultos y desconfianzas a tu lado. Resolví pasarme netamente al enemigo. Si hubieras sido mi amigo, contigo hubiera luchado hasta el fin. Pero eres un ególatra. Tú y sólo tú. Bien, así será; tú y sólo tú. Yo cambio de camisa. Estoy con la oposición. Se me considera y estima. Tengo un puesto en el nuevo Gabinete; soy Ministro de Instrucción Pública.

Un ligero parpadeo agitó los ojos de Tigre. Siguió inmóvil.

—Era el último leal que te quedaba. Lo has perdido. Lo apartaste de tu lado como a todos, uno tras uno, por tu ambición de ser el señor y dueño absoluto. Ello fue la causa de que te dejaran colaboradores, intelectuales, militares, letrados, el mismo pueblo y al fin, yo. ¡Ya está! Lo conseguiste. Tu ambición ha tenido su premio; la soledad. Pero a ella se agregó algo que tú no esperabas; la derrota.

Tigre había doblado las manos encima del pecho. Parecía un difunto.

—Y sin embargo, soy agradecido. Sé que soy un hombre importante en el país y no olvido que sin tu apoyo no pasaría de maestro de escuela. Recuerdo aquella primera entrevista. No valoraste mis méritos ni mis circunstancias. Me apoyaste simplemente porque te agradé. No hubo razones ni causas. Sólo una atracción amistosa. Hoy te desprecio, Tigre, y sin embargo no puedo negar que me ocurre como te ocurrió a ti aquel primer día; eres un hombre que me agrada. Un tirano, un asesino, pero hacia el que me siento atraído. Y en el fondo te odio como todos. Tanto me agradas y tanto te odio, que no quiero estar ligado a ti por ninguna atadura. Me hiciste quien soy. Fue un gran servicio. Ojo por ojo, diente por diente, y en paz. Te devuelvo el favor y me considero libre de toda obligación hacia ti. Es arriesgado, pero he hilvanado cuidadosamente la trama. Escucha con atención mis instrucciones...

Durante un buen rato, el Coronel Pellicer habló; minutos, rutas, consignas, colaboradores, todo estaba estudiado hasta el más mínimo detalle.

—¿Has comprendido? Pues adelante, ¡sígueme!

El Coronel desenfundó el revólver y se acercó a la puerta de la celda. Tigre no había abierto aún los ojos. Como un autómata, al conjuro de las palabras de Pellicer, se levantó del camastro y lo siguió. Estaba como narcotizado.

Todo era confuso; disparos, gritos, pisadas de hombres, órdenes musitadas en voz baja, más disparos, un coche que arrancaba a endiablada velocidad, los baches de la carretera, el chirriar de los neumáticos en los rápidos virajes, la parada, la mano que le empujó fuera del coche...

El aire fresco que le azotó el rostro le devolvió conciencia de la realidad. Se frotó los ojos. Era de noche. Miró a su alrededor. Estaba solo. El viento soplaba. Sentía frío. Sin saber dónde ni cómo, emprendió el camino. Al amanecer se orientó. Vió unos pueblos en la lejanía. Supo que estaba en la provincia de Limón, al pie del Monte Picudo. Su cerebro trabajaba mecánicamente. No quería sentir ni vivir. No existe el peligro ni la persecución para quien no tiene deseos de subsistir. Sólo pensó que quería acabar donde empezó: en San Rafael.

Se echó a la sombra de unos árboles y durmió todo el día.

Caminó toda la noche.

Durmió todo el día siguiente.

Caminó toda la siguiente noche.

Durmió todo el día siguiente.

Caminó toda la siguiente noche.

Al amanecer, cruzó las primeras casas de San Rafael. Se dirigió a la de madre. Con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, contempló lo que de ella quedaba. Aún humeaban las ruinas. ¡Odio desencadenado!

Ahora estaba apoyado en el quicio de la puerta de Fray Agustinín. Dejó caer el picaporte. Silencio. Nuevamente golpeó. Pasos detrás de la puerta. Chirriar de goznes y un frailecito joven preguntando.

—¿Quién llama?

—Quiero ver a Fray Agustín.

—Fray Agustín duerme.

—Despiértalo.

—¿Quién le diré que pregunta?

—Dile que soy... Juanito.

A juzgar por la rapidez, Fray Agustinín debía dormir vestido. Se paró en el umbral. Se santiguó. Sonrió.

—Pasa, Juanito, te esperaba.

 

Las noticias de Mariana no llegaban con la regularidad que era de desear. No siempre le resultaba fácil entrar en contacto con los agentes de Tigre en Guapaigo. Era sumamente peligroso. Debía hacerlo tomando todas las precauciones. Aquello demoraba con frecuencia los informes. Tigre se impacientaba. En más de una ocasión se arrepintió de haber autorizado la misión.

Algunas veces llegaba a sus manos un billete caligrafiado por ella. Siempre decía lo mismo; que lo quería más que nunca, que toda su vida eran él y Tonio, que pronto volvería, que no se preocupara por ella y otra vez que lo quería más que nunca.

Pasaron las semanas y cayó el primer mes. Luego el segundo, Tigre deseaba que regresara, pero Salamanca —encargado de mantener contacto con ella en Guapaigo— se oponía terminantemente. La labor que estaba realizando aquella mujer era excepcional y sobrepasaba las más optimistas predicciones. Entró como auxiliar en el Archivo. Trabajó tenaz y acertadamente. En poco tiempo se ganó la estima de sus compañeros y superiores. La sección del Archivo que estaba siempre más al día y en orden, era la de la Secretaría Particular de Su Excelencia el Presidente. El jefe de aquel departamento, un muchacho joven y lánguido, que debía su sitio a ciertas concomitancias habidas entre su madre y Su Excelencia, empezó a entrar con frecuencia por el Archivo. Más tarde, en lugar de trasladarse él, mandaba que le subieran los expedientes a su despacho. Cuando era Mariana quien los subía —y ella procuraba que fuera el mayor número de veces posible— acostumbraba a hacerla sentar un rato para charlar de lo que fuera. Era un pobre muchacho tímido y apocado. Aunque cada día se hacía el propósito de llevar la conversación por el camino de la intimidad, cuando tenía a Mariana delante, se le formaba un nudo en la garganta y se le iban de la memoria las floridas frases que preparara la noche anterior. Aquellos diálogos acostumbraban, pues, a seguir senderos vulgares y carentes de interés. Pero él quería conservarla allí un rato y ella estaba más que dispuesta a hacerlo en un despacho separado solamente por un tabique del de Su Excelencia el Presidente Salazar. Durante aquellos diálogos, todo el trabajo quedaba interrumpido, los papeles se apilaban encima de la mesa del secretario. El primero en darse cuenta de que algo raro ocurría fue el propio Salazar. Cuando en dos o tres ocasiones sorprendió a su amanuense en amable coloquio con Mariana, supo la causa y origen de la lentitud con que marchaban los asuntos de secretaría. Así conoció Mariana al Presidente. Él la miró y quedó complacido de su aspecto. ¡No tenía mal gusto el mochuelo de su secretario! Sin embargo el trabajo era el trabajo. Así se lo dijo. Entonces, el lánguido chupatintas le confesó su tierno amor por Mariana. Alegó que si la tuviera todo el día a su lado no debería perder las horas en charla. Se sentiría más feliz y más acompañado. Esto le daría nueva actividad.

Mariana fue trasladada a la Secretaría Particular de Su Excelencia.

 

Aquello era precisamente lo que no podía resistir, lo que le ponía enfermo; la bondad, y la caridad. Por ello dudó mucho, antes de llamar a la cancela de Fray Agustinín. Todo aconteció tal como había previsto. Ni una palabra de reproche, ni un gesto de desagrado, ni un sermón, ni tan siquiera un consejo. Como si nada hubiera ocurrido. Como si siguiera siendo el Presidente o Juanito el niño. Ni un comentario sobre las circunstancias salió de la boca de los religiosos. Aquello era lo que no podía soportar, lo que le ponía encolimado. Mil veces hubiera preferido recriminaciones y gritos. Pero sólo oía palabras bondadosas y rezos.

Al cuarto día de estar allí, ocurrió algo que lo alarmó si bien no lo amedrentó. No vibraba ya para sentir miedo. Durante la noche alguien llamó a la puerta de la mansión. Se oyeron durante largo rato pasos y runruneo de conversaciones. Luego, silencio.

Fue por la mañana cuando Fray Agustinín se lo dijo. La policía estuvo allí por la noche. Lo buscaban y barruntaban que estaba en San Rafael. Aquella vez los pudo convencer de que no sabían nada de él y evitó que registraran la casa donde provisionalmente se albergaban desde la incautación del convento. Sin embargo, el Capitán Gonzalo era ateo. No los quería. Seguramente aprovechando la ocasión de la fuga de Tigre, los importunaría al máximo posible con registros e interrogatorios. Estaba seguro de que volvería aquel mismo día. Tenían que sacarlo de allí inmediatamente. Media hora más tarde, dos frailes salían por la puerta trasera de la mansión cruzando el huerto. Era verano y el sol estaba alto. Parecía raro que en aquel caluroso mediodía uno de los frailes llevara la capucha calada. Y era verdad que resultaba incómodo y asfixiante, pero Tigre no se atrevía a desencapucharse. El camino era duro y empinado. Tras cuatro horas de marcha llegaron a la ermita. Estaba enclavada en la ladera del Monte Xalap. Desde ella se dominaba el extenso valle con San Rafael al fondo. Estaba en ruinas. No se celebraba culto en ella desde hacía incontables años. No ofrecía ninguna molicie, pero sí seguridad.

Cuando quedó solo se apoyó contra la pared de la pequeña capilla. Era un hombre acabado. Se sintió nuevamente con deseos de que viniera pronto la muerte. Estaba derrotado. Estaba roto. Estaba agotado. Durmió.

Por la mañana le dolía todo el cuerpo. Eran duras las losas del suelo. Sin embargo, aún tenía que dar gracias por tener aquel techo. Se le ocurrió rezar. Empezó una oración. No tardó mucho en llegar a un punto donde no recordó cómo rodaba. ¡Imbécil! Rió. Su risa era amarga.

Salió a pasear. La mañana era clara y soleada. Miró hacia el fondo del valle, hacia San Rafael. Sobre la colina se divisaba el cementerio del pueblo... allí donde reposaba Mariana. ¡Bah, recuerdos absurdos!

Cerca de la ermita había una pequeña alberca. Llegó hasta ella. Vio su imagen reflejada en el agua. Pensó en alta voz:

—Tienes una cara infernal, compadre. Necesitas un afeitado. Necesitas un corte de pelo. Necesitas una cara nueva. Necesitas una vida nueva, compadre. ¿Sabes dónde se puede adquirir una nueva vida? ¡Maldito! No; no lo sabes. No sabes ni tan siquiera dónde encontrar una copa en este puerco rincón. Un hombre debe saber crearse una valva como el caracol o un caparazón como la tortuga, para protegerse contra el mundo. Tú no has sabido hacerlo. Eres un huevón. La única protección en este momento sería una copa. Cuando se está borracho nada duele demasiado. ¡Eres un chingado!

Allí empezó y allí acababa.

Juan Tigre volvía a estar en las montañas.

 

La labor de Mariana resultaba cada día más fecunda e interesante. Cuando más valiosa la información que conseguía, más fácil le era obtenerla. La admiración que por su persona sentía el lánguido secretario, crecía al ritmo de su confianza. Mariana sacaba buen partido de ello. Se fué introduciendo con cautela y prudencia. Llegó un momento en que todos los asuntos de la secretaría pasaban por sus manos. Salamanca recibía informes que aumentaban de interés de día en día. Se sentía entusiasmada y no cesaba de comunicarle las buenas noticias a Tigre. Éste, era más escéptico respecto a los resultados. Pero no podía negar que se estaban consiguiendo cosas, tan importantes que podían incluso truncar el ritmo de los acontecimientos.

Mariana jugaba bien las dos barajas. El infeliz secretario no sabía muy bien qué pensar. Sin embargo, no era soberbio. Reconocía humildemente que su mollera no daba mucho de sí. Llegó a la conclusión de que la conducta de Mariana era normal en una mujer. Era él quien no comprendía la mentalidad femenina. Verdad que aquello se lo ratificaba el hecho de que jamás mujer alguna —con la natural y lógica excepción de su madre— había parado mientes en él. Mariana, en cambio, parecía verdaderamente interesada, incluso insinuante. Pero en otros momentos lo miraba fríamente, y le reclamaba cosas en un tono autoritario, de orden, que lo desconcertaba. Naturalmente que su poca experiencia no le permitía comprender si aquello era táctica y coquetería femenina o que se estaba divirtiendo con él. Lo positivo fue que Mariana gobernó aquel bufete. Y lo que es más, nunca marcharon los asuntos tan en orden ni tan al día como en aquellos tiempos. El Presidente se dio cuenta de ello y no tardó en comprender que todo se debía a la labor de aquella mujer.

Salazar —muy contrariamente a lo que le ocurría a su secretario— era hombre versado en asuntos de sayas. Mariana no era ya ninguna niña, pero su aspecto era arrogante y el Presidente se placía en contemplarla. Empezó a llamarla de vez en cuando a su despacho para dictarle algún informe. Aquello fue creciendo en ritmo ascendente hasta que un día Mariana vio cumplido su deseo y objetivo; fue nombrada secretaria particular de Su Excelencia el Presidente.

Sin embargo, algo la preocupaba; una cierta mirada que algunas veces había sorprendido en el Presidente. Juraría que leía un algo que muy bien pudiera ser desconfianza. En muchas ocasiones, Salazar, durante conferencias y reuniones, la hacía salir del despacho. Y era precisamente en aquellos momentos cuando más la hubiera interesado estar presente.

Pese a ello, la información que mandaba continua y extensamente a Salamanca, era de primer orden. Aquella labor les estaba facilitando de tal manera las cosas que sobre seguro el golpe podría darse mucho antes de lo previsto. Semanalmente remitía Salamanca su informe de actividades y novedades a Tigre. Adjuntaba copia de las notas que recibía de Mariana. Copia de todas las postillas, menos de una. Aquella no se la quiso mandar. Temió que Tigre se asustara y obligara a Mariana a regresar a su lado. La nota decía:

“Hoy no adjunto como de costumbre informe. Estoy asustada. Le ruego, Salamanca, que lo ponga en conocimiento de mi marido y le pida instrucciones sobre lo que debo hacer. Siempre he creído descubrir un fondo de recelo en Salazar hacia mí. Desde ayer tengo la seguridad. He comprobado que me hace seguir. De momento y hasta que encuentre un medio seguro, dejaré de mandarle noticias. Creo que están sobre mi pista. Nada me dice, pero su amabilidad desusada durante estos últimos tiempos y en la cual creo descubrir un fondo de sarcasmo y de ironía, unida a la seguridad de que espían mis movimientos, me tiene amilanada. Por favor, informe a Juan. Tengo miedo. Espero sus noticias con impaciencia. M.”

—¡Bah, tonterías! las mujeres son asustadizas —dijo Salamanca para sí.

Rompió la nota.

 

Contra lo que él mismo creía, la vida de Juan Tigre no concluía allí. La muerte no vendría pacíficamente tal como anhelaba. Nada en él podía ser tranquilo. Ni la hora suprema. Todo tenía que llegar con brutalidad. Y Tigre aún tenía que morir y aún tenía que amar. ¿Amar? Sonrió. Sonrió al recordar el sueño. Él, un hombre maduro, casi viejo, gastado, derrotado, sucio y hambriento, no podía ya querer ni ser querido. La muerte no le dejaría tiempo para ello. Más temprano o más tarde, lo encontrarían y lo matarían. ¿Cómo ocurriría? Quizá un tiro en la nuca, quizá colgado de un árbol, quizá un cuchillo en las entrañas... Sintió horror ante la idea, como si el frío acero penetrara ya en su abdomen. Todo aquello —la muerte— por un camino u otro llegaría. Por ello no podía creer lo que sus ojos veían cuando ella apareció sonriendo y tendiéndole los brazos abiertos.

La reconocía pero no sabía quién era. Comprendía que la había querido, pero no podía recordar cuándo ni dónde. Y ella seguía avanzando, más amplia su sonrisa, más abiertos sus brazos. De una cosa se sentía seguro; aquello continuaba siendo su sueño.

No, no era una quimera. La caricia de los brazos alrededor de su cuello y el suave calor de los labios sobre los suyos, lo despertó a la realidad.

Sintió que un nudo se le formaba en la garganta y haciendo un esfuerzo, murmuró quedamente:

—¡Lucía!

 

Comprendió en seguida que algo grave ocurría. El semblante de Salamanca no dejaba lugar a dudas.

—¿Qué hace usted aquí?

—Tengo noticias importantes.

—Es arriesgado venir a verme. Pasado mañana tenemos reunión. Podía haber esperado.

—Lo que me trae no puede esperar.

—¿Qué ocurre, Salamanca?

—Un accidente.

—¿Un accidente? No lo entiendo. ¿Quién?

—Mariana.

—¡Lo sabía! ¡Sabía que ocurriría!

Los alaridos salieron espontáneos, e incontenibles de la boca de Tigre. Salamanca no se atrevía a hablar.

—¿Dónde está?

—La he traído conmigo.

—¿Está... muerta?

—Quizá más valdría que así fuera.

—¡Quiero verla!

—Cálmese, Tigre. Su excitación no hará más que lacerarla. No quería venir. Tenía intención de desaparecer.

—Pero, ¿qué ha sucedido? ¿Está herida?

—Peor, Tigre. Hay momentos en que los hechos deben afrontarse con valentía. La ayudará mucho y créame, necesita apoyo.

—¿Dónde está?

—Ahí fuera. He entrado primero para advertirle. Por favor...

Las últimas palabras se perdieron. Tigre había salido precipitadamente de la cabaña. En cuanto cruzó el umbral de la puerta dejó de correr. Dejó de andar. Quedó clavado en el suelo. Hasta su respiración pareció detenerse. Su mirada cobró una luz siniestra, de odio. El dolor, la rabia, agitaron su cuerpo.

Se acercó lentamente. Ella permanecía inmóvil, envuelta hasta la cabeza en un negro y tétrico manto. El rostro pálido. Un desgarrador gesto en la boca. Las lágrimas resbalando por sus mejillas.

No dijo una palabra. Tigre abrió los brazos. Mariana no se movió. Sólo el lloro daba fe de que no era una estatua. La envolvió en sus robustos brazos y la besó en la frente. El cuerpo de Mariana se sacudía estremecido por los sollozos.

Pero no habló.

Tigre inició un gesto para apartar el negro manto que cubría su cabeza. Con rápido ademán ella lo detuvo. La miró con sorpresa. En sus pupilas reinaba la desesperación, el delirio, la muerte.

Pero no habló.

—¿Qué ocurre? —gritó Tigre.

Ella seguía inmóvil. Bruscamente Tigre arrancó el pañolón. Inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. Las lágrimas de Mariana caían torrencialmente. Tigre comprendió. Su cabeza era una redonda esfera sin una sola guedeja de cabello.

Pero no habló.

—¡Malditos! —gritó Tigre fuera de sí—. ¿Quién te lo hizo?

Pero no habló.

—¿Quién te lo hizo? ¡Quiero saberlo! ¡Habla o también te mataré a ti!

Pero no habló.

Entreabrió la boca. Entonces Tigre supo por qué no hablaba; no tenía lengua.

 

Fue un amor tardío. Un amor que no lo hizo vibrar. No podía conmoverlo como antes, como cuando su ruta era ascendente. Ya no era el cabecilla, ni el triunfador, sino el deshecho, el derrotado. Comprendía y apreciaba el gesto de Lucía. Cuando todos lo abandonaban, cuando huían de él como de un contagiado, o lo perseguían como perros de presa, ella —después de años de no verlo— no lo había olvidado. Lo había encontrado. Pretendía ayudarlo y consolarlo. Sí, comprendía el gesto y lo apreciaba, pero... ¡no podía amar! Ni tan siquiera podía hablar. Porque, ¿cómo iba a decirle que ya no quería ser jefe, ni tan siquiera hombre? No le era posible admitir las cosas que hay que creer para ser un jefe, o tan sólo un hombre. ¿Cómo iba a decirle que cuando la miraba a ella o a cualquiera, le veía los intestinos y olía la gangrena? ¿Cómo iba a decirla que sentía compasión por ella, por él y por todos?

Le dolía romper su fe y sus ilusiones. Aquella chiquilla que un día se enamoró de él, le había sido fiel. Ningún hombre se acercó a ella. Toda su vida fue consagrada al recuerdo del hombre que pronto escaló una posición inaccesible para la niña. Y la niña se hizo mujer. Pero no dejó de amarle y de seguirle en un lejano pensamiento. Y el día que lo supo solo, abandonado, triste y perseguido, indagó, escudriñó, adivinó su madriguera. Era hermosa aquella fidelidad. Pero a Tigre le dolía. Era una docilidad de can. Y sin embargo..., Lucía era feliz. Lo decían sus ojos. Lo proclamaba su sonrisa. Lo cantaba su voz. ¡Era dichosa! Y quería que él también lo fuera.

—¿Por qué te torturas, Tigre? ¿Por qué te repites una y otra vez tu historia? ¿Para convencerte de que te equivocaste? ¿Por qué no recuerdas cómo luchaste tantos años, contra una partida de asesinos y cómo arriesgaste la vida en la empresa, sólo por la casi utópica conclusión de que algo importante y bueno podía realizarse? Pasas las horas cavilando sobre estos últimos sucios tiempos, de los cuales es mejor no hablar. ¿Por qué no recuerdas tus triunfos en lugar de tus derrotas, si todo es pasado?

Era feliz.

—Lucía —murmuró él quedamente mientras la rodeaba con sus brazos de manera paternal.

—No hagas esto.

—¿Qué?

—No lo hagas así.

Se movió suavemente y se echó sobre la hierba. Tiró de él y lo obligó a recostarse a su lado. Sus frescas manos le acariciaron la frente, y sus dedos se enterraron en el cabello de Tigre. Sus pulgares le acariciaron los párpados y le cerraron suavemente los ojos. Acercó la boca a su oído y le susurró, no palabras, sino sonidos, murmullos, suspiros. Era una melodía suave, como la brisa marinera soplando dentro de las caracolas.

—Lucía...

Ella lo besó suavemente. Él no se movía. Permanecía pasivo, bebiendo la juventud de su boca. Los suaves labios le recorrieron la frente, los ojos, las orejas, el cuello y nuevamente la boca. Cuando Tigre la acarició, se incorporó violentamente. Quedó de rodillas a su lado, oprimiéndose el corazón y acariciándose las arreboladas mejillas.

—Me gustaría pasear.

Sin esperar respuesta, se puso en pie y echó a andar. Tigre la siguió. Caminaban por un empinado sendero. ¿Dónde iban? ¡Hacia la cumbre! ¡Hacia el fin!

Cuando llegaron a la cima, miraron hacia abajo y sonrieron. ¡Qué lejos estaba todo! Se cogieron las manos. Por un momento no existía más que aquello; ellos, la cumbre, el cielo. Seguían con las manos enlazadas, mirándose, sonriendo. Se buscaban y se encontraban sin preguntas ni respuestas. No eran necesarias. Nada era necesario. Tigre le desabrochó la blusa lentamente, botón a botón. Cuando acarició su piel, ella tembló. Empinándose sobre la punta de los pies, lo besó nuevamente...

Descendieron lentamente de la cumbre, cogidos de la mano. No hablaban. Pensaban. Por fin ella dijo:

—Querer el esfuerzo más que el premio, puede ser amor. La alegría de hacer algo no por la recompensa final, sino por la alegría misma, puede ser amor. Amor contiene en sí todo el premio. El amor hace todas las cosas hermosas. El amor da paz. Un corazón encendido de amor, no puede errar.

—Lo mismo da —concluyó Tigre.

 

Se había desplomado de rodillas, el cuerpo sacudido por los sollozos. Tigre se hincó a su lado y la amparó con el brazo. La obligó a levantar el rostro. Mariana quiso decir algo. Sólo una gutural y desgarradora queja salió de su garganta. A través de sus amoratados labios, Tigre vio la movediza y fresca carne recién herida. Un aliento fétido lo envolvió. Era una gusanera. Sintió asco y repugnancia. Se levantó.

Salamanca contemplaba la escena en silencio.

La voz de Tigre tenía un sonido profundo y lúgubre.

—¿Cómo ha sido?

—No lo sé. Llegó así a mi casa. Fué una imprudencia. Puede haber levantado sospechas. Debería haber tomado precauciones...

La mirada de Tigre brillaba siniestramente y su mano resbaló hacia la culata del revólver. El Coronel prosiguió precipitadamente:

—Intenté averiguar qué era exactamente lo ocurrido y cómo había sido desenmascarada. Llamé a Carmona.

—¿Y...?

—Carmona fué fusilado al amanecer.

—¿Le había dicho alguien que existía peligro?

—No. Sólo...

—¡Hable!

—En una de sus últimas notas, mencionó ella que tenía ligeras sospechas de que algo raro ocurría.

—¿Qué medidas tomó?

—Iba a comunicárselo a usted. Desgraciadamente los acontecimientos se me anticiparon.

—Salamanca, ¡es usted un chingado, pendejo, hijo de mala madre!

Fue la primera vez que lo insultó. Pero no la última.

 

Lucía intentaba llenar su vida..., pero no lo conseguía. Sólo ella, la que se sacrificaba, obtenía verdadero alivio y consuelo. Tigre no sentía. Era un cuerpo muerto que actuaba y pensaba como una máquina. El amor no pudo arrancarlo de aquel pasmo. La fe tampoco, pese a que Fray Agustinín lo intentó con su mejor deseo y voluntad. Era un organismo que no vibraba a estimulantes. Intentaron un nuevo recurso, el único que les quedaba. Si con ello no reaccionaba, Tigre era un hombre acabado. Y no reaccionó. Su faz no se inmutó ni su voz se alteró cuando vio llegar al religioso llevando de la mano a Tonio. Había crecido el muchacho en los últimos dos años. Fue lo único que se le ocurrió pensar. Ni el más mínimo deseo, ni el menor impulso agitó su cuerpo. El niño no era nada para él. Nada era nada.

—Juanito, es tu hijo.

—Sí.

—¿No vas a abrazarlo?

—Sí.

Lo hizo maquinalmente. El muchacho tampoco se conturbó. Aquel hombre barbudo, sucio, despeinado, no excitaba su imaginación. Su padre era alguien lleno de fuerza y poder, que gritaba órdenes y daba puñetazos sobre las mesas. Aquel que tenía delante no era su padre. Ni tan siquiera era un hombre. Lloraba. Sí, él lo vio; lloraba. Un hombre no llora. Su padre menos. Aquel hombre no era su padre. Tenía las mismas facciones, la misma voz, pero no era él. ¿Por qué no daba órdenes? ¿Por qué no vestía un uniforme con dorados galones? ¿Por qué ni tan siquiera llevaba un sable?

¡Aquel hombre no era su padre!

 

Fue una imprudencia bajar a Guapaigo. Todos lo decían. Pero bajó. No había poder humano que lo retuviera allí, asistiendo a la agonía de Mariana con los brazos cruzados. Necesitaba actuar. Necesitaba luchar. Necesitaba ahogar su dolor en sangre, en venganza. Era una imprudencia. Todos lo decían. Pero bajó. Era un hombre con suerte. La suerte hay que buscarla apostando fuerte. Él apostó fuerte y ganó. La presencia del cabecilla en la capital, levantó nuevos entusiasmos y llenó de estímulo a los conspiradores. Asuntos que se iban resolviendo con lentitud, se precipitaron. La fiebre de Tigre hizo presa en todos los corazones rebeldes. No era el deseo de venganza de un hombre, sino de un pueblo. Todos sentían el dolor de Tigre y la indignación les nublaba la vista y el entendimiento. Se dejaba la prudencia y las precauciones con que se actuara hasta la fecha y se procedía prácticamente a la descarada. Pero Tigre era un hombre con estrella. Ésta también arropó a sus colaboradores. A veces ocurrían cosas verdaderamente raras. Cuando se conspiraba en la oscuridad, la policía gubernamental obtenía pista y lograba descubrir contubernios. Ahora que se actuaba casi a la luz del día, parecía que no se dieran cuenta de nada. Se trabajaba delante de sus mismas narices, pero tan cerca que no podían enfocar sus ojos al objetivo. Aquello provocaba que se procediera aún con más libertad. Una cadena; cuanto más se acercaban, menos los veían.

Todos los que asistieron a aquella reunión de la Junta Revolucionaria, sabían que de ella saldría una decisión importante y definitiva. Así fue; se fijó una fecha.

 

No se equivocaba Fray Agustín. El Capitán Gonzalo no los quería. Detestaba a los frailes. Sabía de su afinidad con Tigre. No perdía la esperanza de cogerlos con las manos en la masa y tener motivo y justificación para acabar con ellos de una vez para siempre. Pronto se dieron cuenta los religiosos de que la vigilancia se estrechaba a su alrededor. Un día se dejó de ir al monte a llevarle la pitanza a Tigre. Era muy arriesgado. Pocas jornadas más tarde, nuevamente ocurrió lo mismo. El cerco de vigilancia se estrechaba cada vez. Más adelante fueron dos días que se faltó a la cita. Luego, tres. Los hombres del Capitán Gonzalo acechaban las puertas del caserón de los frailes, prácticamente veinticuatro horas al día.

Se tenía que buscar otra solución. Era necesario llevar alimentos a Tigre. En lo alto del monte apenas había una mala raíz que llevarse a la boca. Allí sólo reinaba la roca dura y el viento. También las lágrimas. Si no resolvían aquella situación, Tigre tendría que morirse de hambre o bajar de la cumbre, lo que significaba acabar de un balazo. Debían encontrar arreglo. Se buscó. Se halló. Lucía no era conocida en San Rafael. Nadie la vio jamás allí. En vez de subir los monjes, bajaría ella todos los días a buscar la comida. El camino era largo, duro y empinado, pero Lucía si bien no muy fuerte de constitución física, tenía la desmesurada firmeza del querer.

Con lo que no contaban era con que Lucía, además de fuerte de espíritu y de enamorada, era bonita. Los santos varones no habían caído en cuenta de aquel detalle. El Capitán Gonzalo sí. Por algo era aficionado al mujerío. Pronto llamó su atención aquella muchacha que todas las mañanas aparecía en el pueblo para evaporarse como si la tragara la tierra al atardecer. La siguió. Cuando empezó a escalar el empinado atajuelo, le dio un dolor en el costado y abandonó la empresa. Al día siguiente mandó dos números de su compañía a lo mismo. Pero Lucía subía tan rápidamente la ladera, impulsada por el estímulo de ver al ser amado, que pronto la perdieron de vista.

Todo aquello empezó a parecerle harto sospechoso al Capitán Gonzalo. Hizo averiguaciones. Pidió informes a Guapaigo. Llegó a la conclusión de que allí había algo encerrado. Mandó a los dos mejores andarines de sus fuerzas a que siguieran el rastro. Pero también a ellos les dio el esquinazo Lucía. Sin embargo, aquella vez la muchacha se dio perfecta cuenta de que la rondaban y los dos hombres comprendieron que ella los había visto, en cuanto echó a correr por el sendero. Saltó una barrancada y se perdió en el bosque. No pudieron encontrar la pista. Se la había tragado la tierra.

El Capitán Gonzalo se mostró enfurecido. Ya no le cabía la menor duda. Aquella muchacha huía de la policía. Y ¿qué podía obligarla a ello? El nuevo Presidente, el General Salamanca, le había mandado informes según los cuales se recelaba que Juan Tigre no había pasado la frontera, sino que estaba refugiado en los montes, cerca de San Rafael. Todas las batidas que hizo dar el capitán por los alrededores, resultaron vanas. Sin embargo, cuando le llegaron de la capital las referencias solicitadas sobre quién era la muchacha y cuales sus simpatías políticas, ya no tuvo duda. Estaba en combinación con Tigre. Decidió averiguarlo al día siguiente.

A la hora en que Lucía acostumbraba a bajar al pueblo, aparcó su coche en la plaza mayor y esperó a que apareciera. Poco más tarde la muchacha asomó por una bocacalle y avanzó hacia donde estaba el vehículo sin prestarle atención.

—¡Hola!

Lucía lo miró con extrañeza y volviendo la cabeza hizo ademán de seguir su camino. El capitán saltó del carruaje y se plantó delante de ella, brazos en jarras.

—He dicho hola.

Lucía hizo un gesto para pasar por su lado. El Capitán le cortó el paso y la sujetó por el brazo. Ella le miró con indignación:

—¡Suélteme!

—He dicho hola.

—Lo oí, pero no lo conozco.

—Ya me conocerás.

—¡Suélteme, tengo prisa!

—Yo, no.

—Déjeme, tengo mucho que hacer.

—Lucía, este es tu nombre, ¿verdad?

—Sí, es mi nombre. ¿Quién se lo dijo?

—No importa. ¿Tienes prisa?

—¡Suélteme!

—No te preocupes. Te llevaré en el coche.

—Gracias. Prefiero andar.

—Llegarás tarde. Sube.

—Estoy bien aquí.

El Capitán Gonzalo bajó la vista hasta su revólver. Ella siguió la dirección de su mirada.

—¿Sabes qué es esto?

—Sí, su hombría.

—Bien. Sube al vehículo.

—Estoy bien aquí.

—Quizá crees que bromeo. No me chanceo. ¿Subes?

—Cuando me apetezca. En este momento no es así.

El Capitán sonreía, mitad divertido, mitad torvo. Sacó la pitillera y le ofreció un cigarrillo.

—Gracias, no fumo.

—¿Quieres mil pesos?

—Qué trata de comprarme.

—Una palabra. Es fácil. Mil pesos son mucho dinero.

—No bastante.

—Dos mil. Cubren muchos gastos.

—No tengo gastos.

—Cinco mil.

—Es agradable ofrecer dinero de los otros, ¿verdad?

—No te estarás poniendo insolente conmigo, ¿verdad? No lo hagas. Me siento muy nervioso. Vamos a ver..., ¿dónde estábamos?

—En cinco mil pesos.

—Es verdad. ¿Conforme?

—No hay negocio.

El Capitán Gonzalo hizo un gesto de impaciencia. Sin embargo, refrenó sus impulsos.

—Bien; lo intentaremos desde otro ángulo. Sólo quiero charlar un momento con él. Nada ocurrirá.

—¿Ocurrirle a quién?

—Pongamos las cartas boca arriba. No me gusta en ciertos momentos la chanza. Quiero hablar con Tigre. Sólo tienes que ponerme en contacto con él.

—Aunque quisiera no podría. No sé dónde está.

—¿Estás segura?

—Sí. ¿Por qué iba, precisamente yo, a saber dónde está el Ex-Presidente?

—¿Me lo dices?

—No.

El Capitán empuñó el revólver y la empujó hacia el vehículo.

—¡Sube!

Lucía trepó. El Capitán dio la vuelta, siempre revólver en mano y se sentó tras el volante. Enfundó el arma.

—No intentes nada estúpido. Una bala corre más que unas piernas.

Puso el carruaje en marcha.

—Tú mandas.

—¿Dónde quiere ir?

—Tigre.

—¿Dónde está esto?

—Fuera de la ciudad. Por algún rincón de las montañas.

El vehículo seguía el sendero por donde Lucía acostumbraba a salir del pueblo. El Capitán reanudó la conversación:

—Me gustaría saber dónde vamos.

—Le dije que no lo sabía.

—¿No tienes idea?

—El bosque es muy tupido.

—Quizá no esté en el bosque.

—Quizá no.

—¿Probamos la montaña? Seamos precisos: el monte Xalap.

—¿Qué hay en Xalap?

—Fieras.

—¿Algo más?

—Cazadores, ¡estúpida! Los cazadores cazan fieras.

—¿Le gusta cazar?

—Sí. He estado en Xalap, pero nunca maté una fiera.

—Quizá era de noche.

—Puede ser. O quizá las fieras están lejos de los caminos.

—¿De qué habla?

El Capitán, con parsimonia, desenfundó nuevamente el revólver. Siguió hablando.

—Es solitario el monte Xalap. Nadie se entera de nada. Son cinco mil pesos. Además, me gusta la montaña, especialmente aquel rincón. Es pacífico y sólo se oye el ruido de los torrentes y el trino de los pájaros.

—Poético. Talmente como si hubiera estado allí. Si lo conoce, ¿por qué quiere más?

—Nunca estuve. Sólo te conté cómo era. A poca distancia de aquí empieza el camino. Dejaremos el vehículo. Será un agradable paseo.

Era verdad. El camino concluía. Allí debían empezar la cuesta. Lucía comprendió que si quería hacer algo, debía actuar inmediatamente, antes de que parara el vehículo.

Fue tan rápido que el Capitán Gonzalo no comprendió de momento lo que ocurría. Cuando reaccionó era tarde. A velocidad endiablada iban hacia un corpulento árbol. Tuvo que tirar el revólver y sujetar con ambas manos el volante para evitar el encontronazo. La celeridad era tal que el Capitán no podía ni perder el preciso instante que hubiera necesitado emplear en golpear a la muchacha y sacar aquel pie que pisando con toda su fuerza, mantenía el suyo apretando el acelerador a fondo. Otro grueso árbol se les venía encima. Intentó vanamente levantar el pie del pedal. La muchacha cargaba todo su peso sobre él. Dio la vuelta al volante con todas sus fuerzas. El vehículo se inclinó peligrosamente. Mantuvo el equilibrio un segundo. Los disparó como dos proyectiles. Con terrible estrépito se despeñó por la barrancada. Dos cuerpos rodaron por el suelo. Uno quedó inmóvil. El otro se levantó de un salto y corrió hacia los árboles.

Lucía se perdió en el bosque.

 

No pensaba regresar, por el momento, a San Rafael. Ya nada tenía que hacer allí escondido. Era arriesgado estar en Guapaigo, pero era su sitio, junto al peligro, y atizando el fuego de la rebeldía. A San Rafael sólo le ligaban unas consideraciones de orden sentimental. Era algo que tenía la obligación de olvidar en aquel momento. El día que volviera al lugar, sería con todos los honores del vencedor.

Su actividad en Guapaigo, ultimando detalles del golpe revolucionario, era extraordinaria. Siempre se vio obligado a cursar órdenes a través de emisarios. Por primera vez trabajaba en contacto directo con sus colaboradores. Aquello hacía hervir su sangre y latir su corazón con más fuerza. La revolución corría por sus venas y residía en sus músculos. La fiebre de proceder le consumía. Todo había desaparecido para él y nada tenía importancia más que la insurrección.

Sin embargo —contra lo que esperaba— volvió a San Rafael. Fue una decisión rápidamente tomada, en cuanto se lo comunicaron. Mariana agonizaba y lo llamaba. Tenía que ir a su lado. Era su mujer. Era la fidelidad.

Sintió que le dolía el corazón y que las entrañas se le estremecían cuando vio aquel cuerpo que un día fuera la bella Mariana, tiritando, envuelto en mantas, la cabeza cubierta con un pañolón, las carnes consumidas por la fiebre, los ojos hundidos mirándole con ansiedad. Aquella era la obra de Salazar. El odio le daba escalofríos.

En los ojos de Mariana vivía el tormento de no poder hablar. Ni tan siquiera para despedirse, diciéndole por última vez que lo quería. Tigre acarició el rostro y la besó. Tuvo que hacer un esfuerzo para ello. Aquella boca y el fétido aliento que despedía, le repelían. Pero lo hizo. Mariana sonrió y apretó su mano. La sonrisa descompuso a Tigre. La boca se entreabrió con ella, dejando al descubierto su mutilación. Pero Tigre soportó firme y sonrió a su vez. Era su hembra y todo lo dio por él. No podía dejarla cuando se iba. El cuerpo se consumía. Moría por amor. Por amor hacia él. Nada podía hacerse. No quería vivir. Quería desaparecer del mundo. Morir por su ideal. Dejar el recuerdo grato. No podía admitir la idea de proseguir la vida arrastrando su miseria. Cuantas cosas le dijo Tigre, cuanto consuelo trató de darle, fueron escuchados en aquel desolador silencio. Su mirada se consumía en una fiebre de agradecimiento. Pero no quería vivir.

Toda la noche veló Tigre a su lado.

Murió al amanecer.

 

La vigilancia se estrechó, no solamente en el atajo del monte, sino en el poblado. Llegaron tropas de refuerzo. Se controlaba el movimiento de todos los habitantes de San Rafael. Más que un pueblo campesino, parecía una plaza tomada militarmente. La gente se sentía inquieta y alborotada. Todas las conversaciones giraban alrededor de lo mismo.

—La ocupación del pueblo no cesará hasta que encuentren a Tigre.

—Aseguran que está escondido cerca de aquí.

—¿No nos hizo ya bastante daño cuando era Presidente? ¿Por qué nos lo sigue haciendo ahora?

—Criamos entre nosotros una víbora.

—Si estuviera en mis manos lo estrangularía.

—Arrastrarlo es lo que se merece.

—Debemos colaborar con la tropa.

—Hay que encontrarlo.

—¡Muerte al tirano!

Todos especulaban sobre dónde podía estar escondido el Ex-Presidente. Sólo uno lo sabía: Tonio, el niño. No había querido admitir, cuando lo vio, que aquel hombre era su padre. Le pareció poco importante. Ahora las circunstancias habían cambiado. Volvía a ser un personaje. En todas las bocas estaba su nombre. El tema alimentaba todas las conversaciones. La idea reinaba en todos los cerebros. Todos se espiaban en busca del secreto. La policía vigilaba todos los rincones, incluso en el colegio, entre los niños. Nadie sabía nada. Sólo él poseía la verdad. Su padre volvía a ser alguien. Se equivocó en el monte; aquel hombre era verdaderamente su progenitor. Una figura legendaria y buscada por todos. Él sabía lo que tantos intentaban averiguar. Sólo él conocía el secreto. ¡Qué estúpidos eran sus compañeros de colegio! Se pasaban el día haciendo necias suposiciones sobre el paradero de Tigre. Uno de ellos, se atrevió, incluso, a afirmar que él conocía el enigma. ¡Imbécil! Pero el muchacho seguía presumiendo de su habilidad de deducción. Aquello exasperó a Tonio.

—Eres un tonto. No tienes idea de lo que hablas.

—Lo que te ocurre a ti es que me tienes envidia.

—¿Envidia de ti, chiquillo?

—Sí, envidia de que yo sepa dónde se esconde Tigre y tú no.

—Eres un bobo y no lo sabes.

—¡Vaya con el sabiondo! ¿Lo sabes tú?

—Mejor que tú.

—Mentira. ¿Te apuestas algo?

—Una docena de canicas.

—Hecho. Dinos dónde está.

—No, tú primero.

—Tú primero. Fuiste el que dijiste que sabías mejor que yo dónde estaba. Te toca a ti.

—No, a ti.

—Bien; Tigre se ha largado y está en la China, escondido para que no lo encuentren. Allí hay la gran muralla y detrás de ella se ha parapetado con ametralladoras y cuando vayan a detenerlo los matará a todos. La muralla de China es invencible y siempre el que la tiene es el más poderoso del mundo.

Los muchachos abrieron los ojos con asombro y admiración. A Tonio se le escapó la risa. Todos se volvieron hacia él. El muchacho que había hablado dijo:

—¡No me gusta que hagan burlas de mí!

—Eres un memo. Has dicho una tontería de niño. No eres más que un crío.

—¡Vaya con el hombre!

—Soy mayor que tú. Mi cumpleaños es el tres de agosto.

—Pero esto no significa que sepas mejor que yo dónde está escondido Tigre.

—Lo sé porque lo he visto.

Todas las miradas se clavaron en él con asombro. Tonio gozaba con aquella popularidad que le daba el conocer el secreto.

—Dínoslo, Tonio.

—Tonio, ¿dónde está?

—Eres muy listo, Tonio.

—Eres un tíazo si lo sabes, Tonio. Cuéntalo, Tonio.

—Lo diré a los que sean mis amigos.

Todos se sintieron incondicionales en aquel momento.

—El que me dé cinco canicas, es mi amigo.

Al instante sus bolsillos se llenaron de canicas. Tonio las acariciaba con alegría. Los rostros interrogantes, estaban fijos en él.

—Bien, os lo diré. Tigre se esconde en las ruinas de la ermita de Santa Águeda, en el Xalap.

 

La muerte de Mariana fue la puntilla, el acicate que precipitó el desenlace de los acontecimientos. Tigre dejó aparte todas las consideraciones de orden, legalidad y no derramamiento de sangre, que siempre guiaron el planteamiento del movimiento revolucionario. Lo mismo le daba que muriera uno que quinientos, que las víctimas fueran enemigos o leales, que le tacharan de prudente o de sanguinario. Quería el triunfo a costa de lo que fuera. Quería ofrecer como póstumo homenaje a Mariana aquella victoria. Su sacrificio no debía ser estéril. Ya no sentía compasiones ni misericordias. Sólo rencor. Se trocaron los proyectos. En el primer esbozo, la señal de rebelión se debía dar con un atentado contra la vida de Salazar. Muerto el Presidente, el movimiento estallaría y sería accesible hacerse con el poder. Aquello, pese a la oposición de gran parte de los colaboradores, fue variado. No habría atentado. No moriría Salazar rápidamente, y sin darse cuenta, bajo el efecto de una explosión. No lo quería muerto; lo necesitaba vivo. Sería él quien le sacara la savia lentamente del cuerpo, gota a gota, suspiro a suspiro, dolor a dolor. Pagaría la muerte de Mariana con justicia. Pero la justicia la tomaría por su mano. Tenía que ser así. Era para él una necesidad física y absoluta. Sentía deseos de ver sus manos manchadas de sangre asesina. El presentimiento hacía que le temblaran de gozo, mientras se contraían como las garras.

Todo se activaba a marchas forzadas. Un acontecimiento vino a variar nuevamente los proyectos, cuando el plan general —si bien muy adelantado— estaba aún inmaduro. Se actuaba tan a la descarada, que la policía de Salazar localizó un filón; Salamanca fue detenido y acusado de alta traición. El aldabonazo repercutió en todos los corazones. Se dejó de pensar con la cabeza para seguir solamente los impulsos. Todo lo planeado quedó en suspenso. El empuje del pueblo gobernó los acontecimientos. Y la masa lanzada a la calle es sanguinaria, cruel e iracunda. Pero nadie podía controlarla. Tigre no podía dominarla. Ni quería.

Las campanas tocaron a rebato.

 

Tigre se sentía impaciente. El sol estaba muy cerca del horizonte, pronto a desaparecer. Lucía no había regresado aún. Desde el día del incidente con el Capitán Gonzalo, no había vuelto a ir al pueblo a por la comida. De noche, uno de los frailes dejaba la cesta conteniendo los alimentos en una gruta a media ladera. Ella bajaba cuando era de día a recogerla. No exhibiéndose por San Rafael evitaba que la espiaran. Por otra parte, aunque descubrieran las escapadas nocturnas de los religiosos, esto sólo los guiaría hasta la cueva que distaba muchas millas de la madriguera. Si dejaban alguien allí en espera de que bajara Lucía o Tigre a recoger la cesta, podía ser divisado por ellos, ya que por el camino que ellos venían, a larga distancia se dominaban los alrededores.

Pero aquella tarde Tigre se sentía nervioso. La muchacha no recogió la cesta por la mañana, pues antes de llegar a la covacha le pareció ver una sombra en las cercanías. Regresó a la cumbre. Por la tarde intentó nuevamente el viaje. Hacía ya más de dos horas que marchara sin que hubiera dado señales de vida. Por ello, cuando la vio aparecer sonriente y cargada con la canasta, suspiró aliviado. Preguntó:

—¿Alguna novedad?

—No, ninguna. Seguramente lo que me pareció que se movía esta mañana, sería algún cazador. Tomé muchas precauciones para acercarme, pero no observé nada anormal. La cesta estaba en su sitio y todo parecía tranquilo.

—Tardaste mucho.

—Tomé también cautela a la subida. Por dos o tres veces me pareció oír ramas que crujían y agitar de hojas.

—No hace viento.

—Lo sé. Por ello me detuve e incluso di algún rodeo.

—¿Y...?

—Nada. Seguramente sería algún conejo. Todo parecía estar en calma...

Lucía había interrumpido repentinamente la frase.

—¿Qué te ocurre?

—¡Schsss...!

Tigre guardó silencio y escuchó con atención. Sí, hubiera jurado que se había oído algo. Como si un objeto contundente tropezara con una roca del camino. Trató de escudriñar la oscuridad que ya se extendía sobre la cordillera. Silencio.

Iba a hablar nuevamente cuando el sonido se repitió. Instintivamente se llevó la mano al cinto para sacar su revólver.

Palpó en vacío. Recordó que cuando bajó al camino para ver si Lucía llegaba, dejó el arma en la ermita. Hizo un signo acallando a la muchacha e indicándole que lo siguiera, echó a andar hacia las ruinas. Abrió con precaución la desvencijada puerta del santuario y cogiendo la mano de Lucía tiró de ella hacia adentro. Volvió a cerrar rápidamente. Quedó un rato a la expectativa mirando por una rendija. Susurró:

—Queda aquí vigilando por esta grieta. Voy a por el revólver.

Se volvió. La capilla estaba sumida en la oscuridad. Conocía el camino, pero tropezó con un carcomido banco. El ruido retumbó lúgubremente por la bóveda. Avanzó con precaución. Nuevamente el sonido tronó por la cúpula. Tigre se detuvo. Aquella vez no había sido él quien tropezara con un banco.

Gritó:

—¡Quién está aquí!

No fue un ruido, sino un estrépito de varios bancos que caían derribados. Los haces de luz se dirigieron hacia él, mientras una voz imprecaba:

—¡Juan Tigre! ¡En nombre de la ley, quedas detenido!

 

Con ruido de trueno que se acerca restallando, de río desbordado que se aproxima barboteando, de crepitante incendio que avanza rugiendo, el pueblo, la masa, sin una orden, sin una consigna, se lanzó a la calle. La detención de Salamanca fue la gota que derramó la desesperación de aquellas gentes. No pensaron ni reflexionaron si era suicidio o éxito. Todas las manos asieron con fuerza rifles, pistolas, hoces, cuchillos y hasta palos. Los cerebros se tiñeron de rojo y en las bocas restallaron los gritos como latigazos:

—¡Muerte al tirano!

—¡Viva Tigre!

Las noticias empezaron a llegar primero confusas, luego más embrolladas aún, a la casa donde Tigre tenía su clandestino cuartel general. Reinaba la desorientación. No se sabía qué decisiones tomar. Se habían perdido las riendas y el control del movimiento.

A los primeros avisos de que la muchedumbre salía a la calle, Tigre despachó emisarios a los puntos claves con toda urgencia para que contuvieran la impaciencia hasta la llegada de sus órdenes. Todo fue inútil. Pronto supo que sus embajadores habían sido arrollados por la multitud enfurecida.

Minuto a minuto las noticias eran más y más angustiosas. Los manifestantes recorrían las calles alocados de fervor. En la Plaza de la Constitución, su furor les había llevado a asaltar las tiendas y establecimientos de lujo. La fuerza pública había abierto fuego inútilmente contra aquella masa suicida. Se pisaba el cadáver del amigo, del hermano, pero nadie se detenía ante la amenaza de las bocas de los fusiles. El número de muertos aumentaba terriblemente. Nada atajaba a aquel pueblo lanzado a una lucha a muerte. Cada caído parecía hacer crecer el entusiasmo de quien le seguía. Pronto se convencieron las tropas de que ni con ametralladoras ni con fusiles se podía detener aquella avalancha. Empezaron las deserciones. Algunos soldados volvieron las armas contra sus oficiales y se unieron al pueblo.

Tigre era el único que mantenía la serenidad en el cuartel general de los insurrectos. Por un momento sintió que iba a la deriva como todos, pero pronto se hizo cargo de la situación. Sabía que nadie, ni él, detendría al pueblo. Optó por esperar el desarrollo de los acontecimientos. Si la victoria les sonreía, irían a buscarlo. Si el triunfo les negaba su retozo, nadie podría cargar sobre sus espaldas la responsabilidad del fracaso. De hora en hora, más y más soldados se pasaban a los rebeldes y pronto empezaron las deserciones entre la oficialidad. A media mañana, reunido con su junta, seguía con pasión la marcha de los acontecimientos. La victoria les sonreía. No se equivocó. Lo fueron a buscar.

Como un rumor de lejano mar embravecido, aquel murmullo fue aumentado y creciendo. Tigre se incorporó:

—Amigos; creo que llegó el momento. ¡Vamos!

El zumbido de la multitud estalló como un huracán en cuanto Tigre apareció en el umbral de la puerta.

—¡Tigre! ¡Libertador! ¡Patriota! ¡Padre del pueblo!

Tigre empuñó una bandera y poniéndose a la cabeza de la masa empezó a avanzar. El pueblo lo seguía atronando el espacio con sus gritos, sus aullidos, sus cantos y sus blasfemias.

La bandera tremolaba. Las gargantas enronquecían. La sangre hervía.

Se dirigían a la cárcel.

—¡Viva Salamanca! ¡Viva el mártir!

Tigre sabía que no habría lucha. Las noticias que le llegaban de la guarnición de la cárcel eran buenas. Se había unido a los insurrectos. Una conmoción, una ola irresistible. Cuando cruzaron la plaza de la Cárcel, supieron que era verdad. Toda la Guardia estaba en la puerta y al frente de ella el Coronel Salamanca. El entusiasmo llegó a la apoteosis. A un gesto de Tigre, ambos grupos se detuvieron a pocos metros de distancia. Entonces, con toda solemnidad, Tigre avanzó unos pasos hacia Salamanca y en el centro de la plaza los dos hombres se abrazaron.

La cúspide del delirio se alcanzó cuando alguien envolvió a los dos hombres enlazados, en la gloriosa bandera de la Patria.

 

Una profunda arruga de preocupación cruzaba la frente del Capitán Gonzalo. Golpeaba furiosamente el teléfono. Los rugidos de la multitud enfurecida le llegaban a través de las ventanas.

—¡Señorita! ¡Señorita! ¡Le dije que era urgentísimo! Corte todas las conferencias y comunicaciones con Guapaigo y deme inmediatamente la línea. ¡Es una orden!

Los pedruscos comenzaron a golpear la fachada del edificio. Pronto, uno de ellos, rompiendo el cristal, penetró silbando peligrosamente en la habitación. El Capitán Gonzalo seguía desgañitándose:

—¡Señorita! ¡Señorita! ¡La conferencia!

Por el cristal roto se filtraba el aullido de la multitud, haciendo casi imposible oir lo que se hablaba. El Capitán, tapándose el oído libre con la mano, peroraba excitadamente a través del aparato.

—Sí, Excelencia, sí, lo tengo..., ya se lo dije; en el Ayuntamiento... Sí, no se reconcoma, está en buenas manos y bien encerrado... No, no se preocupe, Tigre no dará más guerra... Se lo dije, necesito más fuerzas... ¿Cómo?... No, no es por él. Lo tengo atado como un cordero. Es el pueblo... ¿qué?... ¿Cómo?... Sí, parecen dementes y es difícil mantenerlos a raya... Sí, bien, haré lo posible, pero necesito refuerzos... ¿Entusiasmo? Es poco, ¡locura!... Pero quieren a Tigre. Pretenden destrozarlo entre sus manos... Haré lo posible, pero la gente está excitadísima y no cesa de aullar reclamando su cabeza... Bien, intentaré decírselo, pero mucho me temo que no me hagan caso... Sí, sé bien cuál es mi obligación y cumpliré con mi deber... ¿Cómo? ¿Un delegado?... Bien, Excelencia, de acuerdo, pero que salga inmediatamente... No, por carretera serían demasiadas horas y no creo poder mantener a raya al pueblo tanto tiempo... ¿En avión?... Conforme, esto será mejor. Le ruego disponga todo para que salga inmediatamente... Sí, Excelencia, no se preocupe. Haré todo lo posible para mantener el orden hasta la llegada de su delegado. Pero por favor, ¡prisa!... Bien, Excelencia, de acuerdo... A sus órdenes, Excelencia.

El Capitán Gonzalo colgó el receptor. La multitud seguía clamando:

—¡Muerte al tirano!

 

Hasta los árboles en sus raíces y los edificios en sus cimientos, temblaban ante el empuje del entusiasmo. No eran sólo Tigre y Salamanca quienes se abrazaban, sino el pueblo: soldados e insurrectos, viejos y jóvenes, blancos y mestizos; todos se unían en un abrazo patriota, fraternal y lleno de odio. El griterío atronaba el espacio. Las cigüeñas huían atemorizadas de los tejados.

—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!

Tigre agitaba los brazos y sonreía. Era el día de su victoria. Sin embargo, su sonrisa era amarga. En aquel momento, más que en ningún otro, recordaba a Mariana.

—¡Tigre! ¡Patriota! ¡Libertador!

Parecían esquizofrénicos. Alguien dio la voz:

—¡Muerte al tirano!

Mil alaridos corearon:

—¡Muerte!

Como un remolino humano, la gente se revolvió e inició un movimiento para caminar hacia la Avenida de Salazar. Tigre comprendió que debía actuar si no quería perder nuevamente el control de la masa. De un salto se encaramó a un banco y, gesticulando, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Pueblo de Guapaigo! ¡Patriotas! ¡Hermanos! ¡Ha llegado el día de la libertad!..., pero debéis seguirme..., obedecer las consignas..., actuar con criterio y unidad...

Sus voces se perdían entre cánticos, arrastrar de pies y gritos:

—¡Muerte al tirano!

Tigre seguía insistiendo:

—¡Patriotas! ¡Hermanos en la lucha!...

Nadie lo escuchaba. Se sintió arrancado del banco. Lo llevaban en hombros. Lo condujeron hasta la cabeza del grupo, mientras los aullidos seguían atronando el espacio:

—¡Muerte!

 

Sentía el coraje y el furor de las fieras, del tigre, encerrado tras los barrotes de su calabozo. Y sin embargo, sabía que era el único sitio donde podía estar. El único rincón donde su pellejo estaba a salvo. Se lo traía a la memoria el aullido de la multitud que le llegaba tamizado por las gruesas paredes. Sabía que no habría compasión, que no habría misericordia. Pero deseaba una muerte digna: ser fusilado. Si el pueblo le podía poner la mano encima, lo destrozaría. Por ello, toda su esperanza estaba puesta en la llegada del delegado del nuevo Gobierno. En sus manos se le garantizaba una muerte legal. Salamanca no lo asesinaría por la espalda. Un día fue su colaborador, su amigo y estaba seguro de que le daría un fin honorable. Tenía toda la confianza puesta en aquel comisionado.

Por ello quedó mudo de sorpresa y de asombro cuando lo vio entrar. No podía adivinar si lo que veían sus ojos le sería favorable o adverso.

En la celda acababa de penetrar el Coronel Dionisio Pellicer.

Reinó un largo silencio. El Coronel fue quien lo rompió:

—Bien, Tigre; nos volvemos a encontrar.

—Sí, Dionisio y me alegro. En este momento me complace sinceramente. Sé que has sido y eres mi amigo. Me ayudarás.

—Eres una víbora, Tigre, un perro asqueroso...

—¡Pellicer! ¡Cuidado con lo que hablas!

El Coronel soltó una carcajada. Tigre lo miró con atención. No, aquel no podía ser Pellicer, su amigo. Aquella sonrisa sarcástica y cruel, aquella mirada fría y dura, no eran de Dionisio.

—¡Dionisio! ¿Qué te ocurre?

—Nada, Tigre. Sólo reía. Es cómico verte ante mí, humillado. ¡No hay compasión, tirano!

—¿Ya no recuerdas cuánto hice por ti?

—Sí, recuerdo. Pero también evoco cómo te devolví tus favores, como te advertí del peligro que se cernía sobre ti y te burlaste de mí. Recuerda que te dije que era la última ayuda que te prestaba cuando colaboré a tu huida de Guapaigo. Lo demás era asunto tuyo. Ya ves el resultado; te dejaste atrapar como una rata. Ahora no pienso ni quiero favorecerte más.

—Óyeme, Dionisio, escúchame un momento. ¿Es que la amistad no significa nada para ti?

—¿La amistad? ¿Qué es eso?

—¡Cómo has cambiado, Dionisio!

—Sí, he cambiado. Son los cargos que ostento, el trabajo, la categoría, los honores y los placeres del mando y la riqueza... ¿Te parezco hipócrita y engreído?... ¡quizá! Tú sabes bien por experiencia lo que es eso. Tú también lo fuiste. Pero ya lo ves; los tiempos cambian. Un día se vuelve la tortilla y lo de arriba abajo, lo de abajo arriba. ¡Es la vida! Curioso. Ahora la tuya está en mis manos. ¿Me entiendes? ¡En mis manos! ¡Miserable! Pagué mi deuda contigo cuando te ayudé a huir de la cárcel. Ahora no me ata a ti más que el deseo de hacerte purgar todas las humillaciones que me infligiste a mí y a todos, cuando eras el terrible dictador.

—¿Vas a... matarme?

—Desgraciadamente no puedo hacerlo con mis manos. Vengo como delegado del Gobierno para conducirte a la capital. Allí se te dará muerte con toda solemnidad. A gran tirano, gran muerte. Será divertido. Verás cómo te ríes, ¡camaján!

—¿Cuándo salimos?

—En cuanto lleguen los refuerzos. No creí que la situación fuera tan apurada. Vine en un avión para regresar contigo, pero visto lo amotinado que está el pueblo, no me atrevo a sacarte a la calle con las tropas de que disponemos aquí. He pedido refuerzos a Guapaigo y en cuanto lleguen te escoltarán hasta el aparato. Si caes en manos de la plebe, no doy un peso por tu pellejo.

—Bien.... Dionisio; ¿puedo pedirte un favor?

—¡No hago más favores, vergajo!... ¿De qué se trata?

—De Lucía.

—¿Quién es Lucía?

—Es una historia muy larga. Además no tiene interés. Te bastará saber que ha sido la única persona que me permaneció fiel.

—Seguramente una lagarta.

—Me ha sido adicta y ha estado conmigo hasta el último momento en las montañas.

—¿Qué quieres obtener para ella?

—Quiero que me prometas dejarla en libertad sin que le ocurra nada.

—¿Dónde está?

—Detenida en este mismo edificio. No sé en qué rincón, pero aquí. Nos trajeron juntos.

—Comprobaré cuáles son los cargos que contra ella se formulan.

—Dionisio, soy un hombre condenado, prácticamente un cadáver. Atiende, por favor, este último ruego.

—Así me gusta verte, Tigre; rogando y suplicando en el suelo, como los perros.

—Puedes humillarme. Ya no me importa. Pero haz caso a mi petición, por favor. Por la memoria de aquel santo varón que fue tu padre; ten compasión y prométeme que nada le ocurrirá a Lucía y que podrá marchar en paz.

El Coronel Pellicer guardó silencio. Caminó hasta la puerta. Sin volverse, dijo:

—Conforme. Te lo prometo.

Salió.

Fuera, la multitud seguía chillando cada vez con más frenesí:

—¡Muerte!

 

—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!

La multitud ladraba con entusiasmo:

—¡Muerte al tirano! ¡Muerte a Salazar!

La plebe aullaba con odio:

—¡Hermanos en la lucha! ¡Patriotas! ¡Escuchadme...!

Tigre vociferaba inútilmente sobre los hombros de sus entusiastas. No le oían. No podían oírlo. No querían oírlo. El entusiasmo y la ira reinaban en sus cabezas y en sus corazones.

—¡Patriota! ¡Libertador! ¡Padre del pueblo!

—¡Abajo Salazar! ¡Muerte al traidor!

Tigre ya no gritaba. Estaba convencido de la inutilidad de sus esfuerzos. Sólo siguiendo el movimiento de la masa podía, en un momento oportuno, recobrar su dominio sobre ella.

Seguían por la Avenida de Salazar.

Los gritos, el entusiasmo, el olor a sudor y a polvo habían emborrachado a Tigre. Como los demás empezó a vocear. Como a los demás el entusiasmo le fue arrebatando mientras agitaba la bandera. Más que a los demás el odio le mordía el corazón.

Llegaron ante el Palacio Presidencial.

 

Pasaban los minutos. Cayó una hora. El tiempo parecía transcurrir perezosamente. Las saetas del reloj apenas se movían. Tigre seguía atentamente todos los sonidos que del exterior procedían. La impaciencia lo devoraba. Esperaba con ansiedad oír el ruido de botas y sables que le dieran a comprender que los refuerzos habían llegado para conducirlo al avión y luego a Guapaigo. Pero el auxilio no llegaba. El ruido de la multitud crecía. Un sudor frío perlaba su frente. Los alaridos que llegaban a sus oídos le daban escalofríos.

—¡Muerte al tirano! ¡Abajo Tigre!

¡Y las tropas no llegaban!

—¡Pellicer! ¿Dónde estás, Pellicer?

El sargento que guardaba la puerta lo miró con una expresión de socarronería. Escupió.

—¡Dionisio! ¡Que venga Pellicer!

Los rugidos cegaban su voz.

—¡Muerte a Tigre! ¡Abajo el tirano!

Fue como un estampido de cañonazo. Tembló todo el edificio. Tigre palideció. El sargento se movió inquieto. Un soldado entró precipitadamente.

—¡Mi sargento, venga en seguida! ¡Empiezan el asalto!

Nuevamente retumbó la descarga. Tigre comprendió que no era pólvora. Era simplemente madera contra madera. Se repitió el ruido, esta vez seguido de chasquidos. Con una viga estaban golpeando la puerta del edificio en un intento de forzarla. Una y otra vez se repitieron los golpes. Cada vez los chasquidos de la madera que se astillaba eran más fuertes. A cada golpe el alarido de la multitud aumentaba. Tigre se sentó. Sus piernas temblaban y se negaban a sostenerlo.

—¡Muerte a Tigre!

—¡Pellicer! ¡Dionisio! ¡Que venga el Coronel!

El clamor de la masa apagaba su voz.

Una bocanada de aire caliente lo azotó. Los gritos retumbaron en el patio. Luego en la escalera. Luego en el pasillo.

Entraron de espaldas, tratando inútilmente de contener la turba, el sargento y seis soldados. Tigre gritó con desespero:

—¡Pellicer! ¡Socorro!

Fue todo rápido. El sargento cayó hacia atrás, la cabeza partida por el hacha que se mantenía aún enhiesta y clavada en su cráneo. Los soldados lo vieron desplomarse. No resistieron más. Apartándose dejaron el paso franco a la turba. Las blasfemias y los insultos llenaron la viciada atmósfera.

Tigre cerró los ojos. Cien manos lo agarraron y empezaron a tirar de él. Trataba de no escuchar los rugidos. Era una danza macabra. Los salivazos le azotaban el rostro. Le tiraban de los cabellos. Lo arrastraban por el suelo. Cada escalón que subían era un terrible golpe en la espalda. Estaba medio inconsciente de dolor y de miedo. El orín mojaba sus pantalones y resbalaba por sus piernas.

¡Ya lo tenían fuera! ¡Ya iban a acabar con él, a destrozarlo! Los gritos de la masa eran ensordecedores y pese a ello lo oyó. Sí, lo oyó estridente, agudo, rasgando el rugido de la multitud como un afilado cuchillo. Fue un chillido pavoroso de hembra herida, de mujer alocada. Abrió los ojos y miró en la dirección de donde había partido el grito. Ya no podía pensar. Ya no podía sentir. Las lágrimas nublaban sus ojos. Pero la vio. Allí estaba, aferrada desesperadamente a los barrotes del balcón. Allí estaba su fiel Lucía, el pelo enmarañado, el rostro herido y las ropas desgarradas dejando al descubierto sus senos. En sus ojos reinaba la desesperación. Con esfuerzo, Tigre gritó:

—¡Pellicer, ayúdame!

El Coronel Dionisio Pellicer apareció en el balcón detrás de Lucía. Pero nada podía hacer. Nada podía ayudar. Debía primero acabar de abrocharse los pantalones.

 

La Guardia Presidencial identificada con los insurrectos, se había encargado de retener al Presidente en su guarida. Cuando Tigre llegó a la puerta del Palacio, unió sus entusiasmos a los del pueblo. No era ya la impecable milicia de las paradas militares y las escoltas presidenciales. Los uniformes sucios; las gorras ladeadas; los ojos llenos de rencor y de entusiasmo; las bocas vomitando vítores y blasfemias.

El Presidente Salazar estaba en su despacho, sentado en su sillón. No se movió cuando penetró Tigre en la estancia. No podía hacerlo. Estaba atado.

—¡Soltadlo! —ordenó Tigre.

Cumplieron la orden.

—¡Dejadnos solos! —prosiguió.

Obedecieron.

Tigre quería consumar su venganza solo, con sus propias manos y gozando de ella. Salazar proseguía sedente. El pánico no lo dejaba moverse. Su rostro estaba lívido y descompuesto. Tigre se situó frente a él, espatarrado y con los brazos en jarras. Su mano cayó con fuerza sobre el rostro del Presidente, que aterrizó en el suelo con estrépito. Tigre reía. Salazar se arrastró hacia él y abrazándose a una de sus piernas, gimió:

—¡Compasión, Tigre! ¡Ten misericordia! Soy un hombre viejo, acabado y ya no tengo más aspiraciones. No me mates. No ganarás nada con ello. No tengo ya ambiciones políticas ni de mando. Mi vida pública concluyó. No me quites la vida. Te lo suplico. Te lo imploro. Si quieres, si esto satisface tu vanidad, haré pública declaración. Ante todos me humillaré y te pediré perdón, reconociéndote como a único Presidente, como el mejor. Hazme caso y no me mates...

Tigre sonreía cruelmente.

—Es una gran idea. Ahora hazme un favor, Salazar: olvídala.

—¿Qué vas a hacer conmigo?

—La solución, en el capítulo tercero. Sólo que no hay tercer capítulo.

Era el placer de la venganza. No era ya un hombre. Era un tigre.

El terror se reflejaba en las desorbitadas pupilas que se clavaban en las suyas. ¡Pingo! Le dolían los dedos de la mano izquierda. Sus uñas se clavaban en el amondongado cuello. Se amorataba el cachetudo rostro. Sólo el penoso respirar rompía el silencio. Sacó el cuchillo mientras apoyaba con fuerza la rodilla sobre el pecho del yaciente, inutilizando sus movimientos.

Sentía ganas de orinar.

Los cristales de las ventanas trepidaron como si una granada hubiera estallado en la plaza.

—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!

La multitud vociferaba con frenesí.

—¡Pendejos! —pensó.

Quería orinar. Le dolía el vientre. Tenía que concluir con aquello. Le daba asco. Apoyó el cuchillo en la garganta y lentamente lo fue hundiendo en la carne blanca y sebosa. Se sintió nervioso. La carnaza cedía y el cuchillo no hendía. Hizo un movimiento brusco. Un surtidor de algo caliente y viscoso brotó inundándole la mano y el brazo. Un olor acre llenó sus narices. Aspiró. ¿Qué le recordaba? ¡Estúpido! Era olor a sangre. Ahora evocaba. En San Rafael, cuando niño, olió un día así; el día aquel en que le dejaron matar el cerdo. Miró el cuello que acababa de herir. Igual que el marrano. El cuchillo se mantenía enhiesto y la sangre brotaba abundante. ¡Asco! ¿Asco o belleza?

Sí, igual que en San Rafael. El mismo estertor, las mismas convulsiones, todo igual. Que fuera puerco o que fuera hombre, ¿qué más daba? ¡Matar!

Las ventanas parecían reventar.

—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!

Un violento movimiento del cuerpo que oprimía bajo el suyo le hizo reaccionar. Por el enarcamiento de la columna vertebral adivinó que tenía los talones clavados en el suelo. Comprendió que era el último estertor. Mejor. Todo concluido. Le había dado asco hacerlo, pero...

—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!

No sentía ya palpitaciones debajo de su cuerpo. Sólo aquellas terribles ganas de orinar. ¿Qué esperaba? Todo estaba concluido. Se incorporó. El cuerpo yaciente, bañado en sangre, no se movía. Abrió el balcón. Con una bocanada de aire caliente, el rugido de la multitud irrumpió en la estancia.

—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!

Cuando asomó su cuerpo sobre la baranda, la masa atronó el espacio con sus aullidos.

—¡Tigre! ¡Libertador! ¡Salvador! ¡Patriota! ¡Padre del pueblo!

Gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

—¿Qué queréis?

Miles de voces clamaron:

—¡Salazar! ¡El traidor! ¡El asesino! ¡Salazar!

Levantó sus manos manchadas de sangre y un alarido brotó de la frenética multitud.

—¡Tigre! ¡Patriota! ¡Libertador!

Un aquelarre.

Penetró nuevamente en el despacho. Arrastró a la víctima por los pies y lo elevó a fuerza de brazos por encima de la baranda.

—¿Lo queréis? —gritó.

—¡Sí! —clamaron.

Arrojó el cadáver. No hizo ruido al caer. No llegó al suelo. Miles de manos tiraron de él por todas partes destrozándolo. Bestias hambrientas. Cerró la ventana. La fiera tenía carne. ¡Asco!

Sentía ganas de orinar.

 

No tuvo agonía. Cuando le pasaron la cuerda alrededor del cuello no era más que un pelele, un pellejo, una masa de carne sanguinolenta. Lo habían arrastrado más de una milla.

Allí quedó. En medio de la plaza, suspendido del roble cuya sombra le cobijara tantas veces siendo niño, balanceándose trágicamente. No; no era trágico; era cómico. La gente reía. Todo era alegría. Canciones, aplausos, y carcajadas. Unos chiquillos montándose unos encima de los otros, tiraban de sus pies y lo empujaban bamboleándolo. La gente aullaba de entusiasmo.

Se rompió la cuerda. Reinó la desilusión. ¿Terminó la diversión? No. Alguien gritó.

—¡A destrozarlo!

—¡Viva! —gritaron cientos.

Otro dijo:

—¡Las entrañas; vamos a ver qué tiene en las entrañas!

—¡Maldad!

—¡Serpientes!

—¡Sangre de brujas!

—¡Lagartos!

—¡Veneno!

—¡Escorpiones!

—¡Vamos a verlo!

Brilló el cuchillo y la afilada hoja penetró en el abdomen. No salió sangre. No quedaba sangre. Con gesto de consumado matarife, alguien desgarró la piel. Los intestinos, rosados y dulzones, quedaron al descubierto. Una masa gelatinosa.

Los gritos de la multitud llegaron al frenesí Uno metió las manos y levantó un puñado de sanguinolentas entrañas. Se las arrebataron de las manos. Se las pasaron de unos a otros, riendo ferozmente. Las rasgaron. Las pisaron. Las arrastraron.

¿Qué contenían?

Defecaciones y podre.

Igual que las entrañas de los vivos.