EL terror se reflejaba en las desorbitadas pupilas que se clavaban en las suyas. ¡Pingo! Le dolían los dedos de la mano izquierda. Sus uñas se clavaban en el amondongado cuello. Se amorataba el cachetudo rostro. Sólo el penoso respirar rompía el silencio. Sacó el cuchillo mientras apoyaba con fuerza la rodilla sobre el pecho del yaciente inutilizando sus movimientos.
Sentía ganas de orinar.
Los cristales de las ventanas trepidaron como si una granada hubiera estallado en la plaza.
—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!
La multitud vociferaba con frenesí.
—¡Pendejos! —pensó.
¿Aprenderían algo algún día? No; eran una caterva de vergajos. Quizá sus hijos serían más instruidos. Quizá los hijos de sus hijos tendrían algo de civilizados. No podía retroceder. ¡Adelante!
¡Eran una caterva de vergajos!
—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre! —seguían aullando.
Quería orinar. Le dolía el vientre. Tenía que concluir con aquello. Le daba asco. Apoyó el cuchillo en la garganta y lentamente lo fue hundiendo en la carne blanca y sebosa. Se sintió nervioso. La carnaza cedía y el cuchillo no hendía. Hizo un movimiento brusco. Un surtidor de algo caliente y viscoso brotó inundándole la mano y el brazo. Un olor acre llenó sus narices. Aspiró. ¿Qué le recordaba?..., ¡estúpido! Era olor a sangre. Evocó... En San Rafael, cuando niño, olió un día así, el día en que le dejaron matar el cerdo. Miró el cuello que acababa de herir. Igual que el marrano. El cuchillo se mantenía enhiesto y la sangre brotaba abundante. ¡Asco!... ¿Asco o belleza?
Sí; como en San Rafael. El mismo estertor, las mismas convulsiones, todo igual. Que fuera puerco o que fuera hombre, ¿qué más daba? ¡Matar!
Las ventanas parecían reventar.
—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!
¿Qué diría Mariana si lo viera ahora? Nada, Mariana era fuerte. Una mujer como se debe ser. Estaba seguro que hasta para pudrirse bajo la tierra lo había hecho fuertemente, apestando con fetidez. Sus blancos muslos... ¿qué?... ¡carroña! No, Mariana no se hubiera asustado. Y... aquella jovencita de Taruca, ¿cómo se llamaba?... ¡Julia! Esto es; Julia Jiménez. ¡Lástima de muchacha! Era linda, pero pavitonta. Una pelada. No lo supo comprender. Incluso se sintió ofendida. Total porque cuando estaba dispuesta a convertirse en una coya, él todavía pensaba en Mariana y no vibraba a su lado. ¡Estúpida! Soltó una carcajada.
Un violento movimiento del cuerpo que oprimía bajo el suyo, le hizo reaccionar. Por el enarcamiento de la columna vertebral adivinó que tenía los talones clavados en el suelo. Comprendió que era el último estertor. Mejor. Todo concluido. Le había dado asco hacerlo, pero...
—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!
Recordaba a aquella Julia. No fue fácil llevarla al altozano. Acarició su cuerpo. Ella se desabotonó la blusa. Él pensaba en Mariana.
—Me tratas como un objeto. Bésame.
La besó de mala gana. Ella se levantó de sus rodillas donde estaba sentada, se ciñó la chambra y se alisó el pelo.
—¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre?
Lo miró con rostro arrebolado. En sus pupilas había rencor.
Él insistió.
—No es desprecio. No es que no me gustes. Debes comprender.
—Lo entiendo perfectamente.
Volvió la espalda y desapareció por el sendero. Él no hizo el menor movimiento para retenerla. Quizás era mejor así. ¡Necia!
¿Por qué se había acordado ahora de aquella Julia Jiménez?... Quizá la blanca carne, la sangre roja; sus blancos pechos, sus labios rojos. Y... algo que no le gustaba haber hecho.
—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!
No sentía ya palpitaciones bajo su cuerpo. Sólo aquellas terribles ganas de orinar. ¿Qué esperaba? Todo estaba concluido. Se incorporó. El cuerpo yaciente, bañado en sangre, no se movía. Sintió los brazos doloridos. Llevaba mucho tiempo sin hacer ejercicio. Los músculos parecían endurecidos. Tendría que hacer gimnasia. ¿Gimnasia? ¿Para qué? Debía conservar el cuerpo para el futuro. ¿El futuro? Rió.
No hay más futuro que hoy... ¡afortunadamente!
Abrió el balcón. Como una bocanada de aire caliente, el rugido de la multitud irrumpió en la estancia.
—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!
Cuando asomó el cuerpo sobre la baranda, la masa atronó el espacio con sus aullidos.
—¡Tigre! ¡Libertador! ¡Salvador! ¡Patriota! ¡Padre del pueblo!
Gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
—¿Qué queréis?
Miles de voces clamaron.
—¡Salazar! ¡El traidor! ¡El asesino! ¡Salazar!
Levantó sus manos manchadas de sangre y un alarido brotó de la frenética multitud.
—¡Tigre! ¡Patriota! ¡Libertador!
Un aquelarre.
Penetró nuevamente en el despacho. Arrastró a la víctima por los pies y la elevó a fuerza de brazos por encima de la baranda.
—¿Lo queréis? —gritó.
—¡Sí! —clamaron.
Arrojó el cadáver. No hizo ruido al caer. No llegó al suelo. Miles de manos tiraron de él destrozándolo. Bestias hambrientas. Cerró las ventanas. ¡Asco!
Sentía ganas de orinar.
Escupió y voceó golpeando la mesa con el puño.
—Y, ¿quién soy yo?
—El Presidente, Excelencia.
—Y, ¿quién dicta las órdenes?
—El Gobierno las formula y Su Excelencia las ratifica.
—¿El Gobierno? —soltó una carcajada—. ¿Quién es el Gobierno?
—El grupo de patriotas que ha derrocado a Salazar y elevado al poder a Juan Tigre.
—¿Quién ha dicho que yo tenga un Gobierno?
—Yo, Excelencia.
—Y, ¿quién sois vos?
—El Jefe del Gobierno.
—¿Quién te nombró gallo?
El Coronel Salamanca, Jefe del Estado Mayor Central y cabeza del Gobierno por propia convicción, enmudeció ante el repentino tuteo. Se contuvo.
—Creo que Su Excelencia recordará la aprobación que dio anteayer a mi lista de Gobierno.
—Anteayer aún no era Presidente.
—¡Excelencia! ¿Y la palabra empeñada?
—¡Monsergas!... Léeme otra vez la lista.
El Coronel sacó el índice del bolsillo y empezó la lectura.
—Asuntos Exteriores, Rodrigálvarez. Hacienda, Bermúdez. Construcciones y Carreteras, Pérez Rodríguez. Ejército, yo. Aire, mi hermano Luis. Marina, Palanca...
—¿Quién es Palanca?
—Hilario Palanca, el azucarero.
—Y, ¿qué mierda sabe de barcos un azucarero?
—Recuerde su Excelencia que...
—¡Es un camaján! Para la armada quiero un marino, como para el cementerio quiero un sepulturero.
—¡Pero, Excelencia!
—Sigue con la lista.
—Agricultura, Matasalla.
—¿Matasalla? ¿Un odontólogo?
—Insisto en recordar a Su Excelencia que no sólo con armas y diatribas se ganó la revolución. Estos ciudadanos de la Unión Patriótica expusieron su peculio. A cambio, exigen el cumplimiento de las promesas.
—Aquí sólo exijo yo... yo y esta bestia que se llama pueblo.
Salamanca dudó un momento. Luego se enfrascó nuevamente en su letanía. Su Excelencia el Señor Presidente no le prestaba atención. Pensaba. Sabía que aunque no le gustara tenía que ceder a las imposiciones de aquellos hacendados. Los odiaba. No porque fueran ricos y él no tuviera plata. Al fin había sido siempre más feliz que ellos. Tuvo sus montañas, sus bosques, sus caballos y su libertad. Ahora era además el Presidente. No los odiaba por acaudalados. No podía aborrecer al león por el hecho de ser más fuerte que él. Pero no debía dejarse patear. Lo descartarían con su dinero, como quitaron de en medio a Salazar. Él no mató al Presidente con su cuchillo. Los doblones acabaron con él. Sus manos estaban manchadas de sangre, pero las de ellos, de oro. Al fin la sangre huele mejor que el metal. Tenía que hacer algo para imponerse o lo cercarían hasta estrangularlo.
El Coronel Salamanca seguía leyendo con voz monótona su lista. Tenía la cabeza inclinada. Una mosca paseaba curiosa por su reluciente calva...
Una mosca paseando por la calva. Aquel era día de recuerdos.
Una mosca paseando por la calva...
Fue años atrás. Muchos años atrás. Casi tantos como podía recordar.
San Rafael. Agosto. Un sol vertical que derretía los sesos.
—¿Qué hacemos, Antonio?
—No lo sé. Dejadme pensar.
—Dicen que ya llegan.
—Los esperaremos. Dejadme pensar.
—Los que piensan mucho... ¡mierda! Jamás hacen nada.
—¿Qué quieres?
—Actuar; cepillarlos.
—Nos ponemos contra la ley.
—No hay ley; sólo Salazar.
—¡Salazar!...
Y cada día así. Todos venían a él. Todos le pedían consejo. Todos le culpaban en cuerpo y alma. Si la milicia asesinó a Carracuca y quemó la hacienda; Antonio el responsable por no actuar. Si el sargento violó a la hija de Hortensia; Antonio el responsable por no actuar. Si a Juan el Cojo le requisaron los caballos y lo dejaron en la miseria; Antonio el responsable por no actuar. Él no quería verse en la gallera. Tenía otras ideas: Constitución, legalidad, derecho... Pero le dieron pelea y a picotazos acabaron con él. Fueron los suyos, sus leales, los que le llevaron por aquel camino. No intervino en el asesinato del Brigada. Pero lo pagó.
Él no quería pelea.
Él no quería verse en la gallera.
¡Ah, sí!, una mosca sobre la calvicie del Coronel Salamanca. Otra mosca se paseó sobre la marfileña calva de Antonio. Fue en San Rafael. Muchos años atrás. Tenía un pañuelo atado por debajo la mandíbula para evitar la trágica mueca. Bastante siniestra era la muerte. En sus manos un crucifijo. Cuatro hachones olían a resina quemada. Todos estaban allí. Todos sus amigos. Los que lo llevaron por aquel camino. Pero él no los veía. Estaba inmóvil en una caja. Una mosca se paseaba por su calva.
—¡Huele ya a cadáver, para que sepa que has muerto, para que sepa que te han asesinado!
La mano de la madre cayó estrepitosamente sobre su mejilla. Aquellos eran los recuerdos; la mosca, la bofetada. Después, todo era confuso. El Sargento gritaba:
—¡Largo de aquí! ¡Fuera todo el mundo! Si vais a convertir un acto de justicia en una manifestación antigubernamental, os cuelgo a todos. ¡Esta carroña era un rebelde, un traidor!
Entonces fue cuando saltó. Entonces fue cuando le clavó las uñas en el rostro.
—¿Lo visteis? Parecía un tigre.
—Sí —respondieron a coro las viejas celestinas—. Talmente un tigre.
Así fue. Lo llamaron Tigre; Juan Tigre.
Él no lo recordaba claramente. Sólo la bofetada y la mosca paseando sobre la calva fría de su padre, con la misma tranquilidad que esta mosca paseaba ahora por la calva del Coronel Salamanca.
Tigre. El nombre pesaba y bajo la gravitación, sus movimientos se volvieron felinos. En San Rafael, era Tigre. Aquel apodo había calado en sus entrañas. Fuera de allí, seguía siendo Juan Lozano, el hijo de Antonio Lozano, el cabecilla rebelde.
La segunda vez fue la definitiva. Lo mandaron al Norte. Tenía que estudiar. Tenía que ser médico. Odiaba la medicina. Sólo quería caballos y amplios horizontes para galopar.
No podía adaptarse a aquella vida de estudios, horarios y reglas. El país era poderoso, pero no con el poder de su fibra. El idioma era extraño. La técnica lo inquietaba y sólo ella imperaba en estudios y prácticas. El corazón no existía. ¿Médico sin entrañas o curandero con corazón? Por ella, por la vieja lo hizo. Quería apartarlo del ambiente de San Rafael. No quería que lo llamaran Tigre, ni que en él vieran al sucesor de su padre. Sufrió demasiado con su muerte.
—¡Llamadlo Juan, por favor! ¡No lo llaméis Tigre!
Y fue precisamente en el Norte donde el nombre tomó cuerpo, donde consolidó su fuerza sobre él y donde marcó su destino. Se sentía incómodo. Un día le quitaron la novia. La sangre le hirvió. Avanzó hacia el ladrón lentamente, con pasos medidos al ritmo de los latidos del corazón. Sus dedos se extendían y se contraían con movimiento instintivo de garra. No fue derecho a él, sino dando un rodeo. Silencio expectante en cien bocas. Tensión. Todos estaban asustados. Jamás habían visto un hombre con tal calma, pero tan seguro de sí mismo y tan dispuesto a llegar a un fin sin alardes. Fue una voz femenina, temblorosa...
—Look at him, just like a tiger!
¡Tiger! ¡Tigre! La palabra retumbó en su cabeza como un cañonazo.
¡Pobre vieja que rezaba en San Rafael!
Ya todo era inevitable.
¡Fue Juan Tigre!
El Coronel Salamanca tosió.
—¿Es la misma lista de anoche?
—Sí, Excelencia, la misma.
—Bien. Tendré que repasarla con calma. Déjala aquí. Mañana te daré a conocer mi decisión.
—Me permito recordar a Su Excelencia que a las doce está convocado el primer Consejo de Ministros.
—Ven por mi despacho a las once. Nada más. Puedes retirarte.
—Si Su Excelencia me permite...
—¿Qué? Habla claro. Seguramente no será nada bueno.
—No, no tiene importancia, pero Su Excelencia me había prometido... un ascenso.
—Exactamente; el generalato. Dime, Salamanca, ¿de qué te servirá ser General? ¿Mayores honores en tus funerales?
Soltó una carcajada.
—El honor de servir a la Patria con la más alta graduación.
—¿A la Patria o a la faltriquera?
—No comprendo cómo Su Excelencia puede bromear conociendo mi honorabilidad y mi intachable honradez.
—Coronel; no dudo, nadie duda de tus manos limpias. Bien; el nombramiento irá mañana al Consejo de Ministros. Puedes retirarte.
Se recostó en el sillón. Era grande pero incómodo. Sentía el alto respaldo a su dorso como una amenaza. Sin duda era más confortable su silla de paja, bajo el porche de la casa de su vieja en San Rafael. Pero era el Presidente. Tenía veintiséis habitaciones para su uso en el Palacio. ¡Extravagante! Toda la vida vivió en una sala, donde apenas una raída cortina lo separaba del comedero. Del suelo de madera roída, a pisar alfombras. Una vez las había probado, tendrían que luchar fuertemente para conseguir que dejara de hollarlas. Todo lo que le rodeaba era bronce y mármol. La cama tenía dos escalones para subirse a ella. No se parecía a su catre. Se dormía mejor en aquel. Especialmente cuando vivía Mariana.
Era el día de su triunfo. Era el día de su victoria y se sentía triste. Le faltaba Mariana. Ahora la volvía a querer. Ahora que ya todo era inútil. Sin duda había sido la única mujer en su vida. La amó a pecho abierto, hasta que le obligaron a casarse con ella. ¿Por qué sería aquello? Nunca más la había podido querer con aquella pasión desbordada que sentía antes de que el cura les echara las bendiciones. Él no quería casarse. Ella sí. Era fuerte, pero también tenía debilidades estúpidas de mujer. El pueblo decía... El pueblo murmuraba... Él no podía opinar, no podía usar de su derecho. ¿Por qué? Porque defendía la libertad. Era su esclavo. Para salvaguardarla debía encadenarse a ella. Era el cabecilla, el héroe de un pueblo en rebeldía. Por aquel entonces ya vivía escondido en las montañas. Cuanto más miserable era la vida que llevaba, más se convertía en un personaje de leyenda, en el deseado libertador engendrado en calenturientas mentes. Lo imaginaban sobre un blanco caballo, las pistolas colgando del cinto, encaramándose a los riscos, cubriéndose del sol con la mano mientras oteaba el horizonte. ¡Hermoso! Le hubiera gustado ser así. Había sido así en la imaginación del pueblo, lo que era tanto como serlo auténticamente. ¿La verdad?; vivía en un establo donde por las noches se recogía el rebaño. Dormía sobre la paja —como las bestias— tirado en el suelo con Mariana. No se afeitaba ni se cortaba el pelo. Olía a ajos, sudor y miseria. Pero Mariana lo quería. Él no; no la podía ya querer. Se la impusieron. El héroe no podía convivir con una mujer. Debía estar casado con ella según los ritos de la Santa Madre Iglesia. La historia era más hermosa así. Y después de diez años de quererla, de compartir el lecho, se casó. La noticia corrió secretamente de boca en boca.
—¡Juan Tigre se ha casado con Mariana, con una hija del pueblo! ¡Aleluya!
Ya tenía la leyenda lo que quería. Él había perdido.
Se sintió gradualmente menos dichoso. La quiso, pero de otra manera. Era su propiedad. No estaba a su lado como durante tantos años, por propia voluntad y libre elección, sino por un contrato matrimonial. Se sintió menos y menos feliz. No desgraciado, pero mucho menos satisfecho. Como si una mala enfermedad le fuera corroyendo las entrañas. Ella hacía todo lo imaginable para tenerlo risueño, pero ya no lo conseguía. La imagen de la obligación los separaba. Se volvió déspota. Veía sus esfuerzos para seguir adelante, para salvar el matrimonio, pero nada podía hacerse. Y sin embargo, a su manera, la quería. Lo supo el día de su muerte y lo sabía ahora, solo y poderoso, bajo los artesonados y las bóvedas presidenciales.
La vieja también la quería. ¡Lástima que no llegó a saber que se habían casado! Le hubiera agradado. Estaba seguro de que ésta había sido su intención al llevarla a casa. De no ser así, no podía comprender que aquella mujer fuerte, más fuerte que las raíces de los robles, le dijera aquel día:
—Tú tienes que estar fuera todo el día, Juan, y yo, sola, tengo miedo.
—¿Miedo? ¿Temor usted, madre?
—Sí, hijo; temor. También los espíritus fuertes sentimos debilidades. La diferencia está en que solamente las experimentamos una vez en la vida.
—¿...?
—Cuando la vida se acaba.
—¿Qué quiere decir, madre?
—Sólo nos impone la llegada de la muerte.
—Y, ¿por qué hablar ahora de la muerte?
—Porque espera tras la cancela.
—¡Tonterías!
—No son tonterías, Juan. Jamás estuve enferma. Jamás me quejé. Hasta para parirte a ti lo hice sola y en el monte. Sabía que no iba a morir y sufrir no me importaba. Padecer es vivir la vida con toda su intensidad. Rehuir el dolor sería cobardía. Pero ahora es distinto. Ahora me voy.
—Pero, ¿cómo dice usted esto, madre? Ayer estuvo todo el día trabajando y hoy la oí trajinar por la casa con las claras del alba.
—Yo no acabaré postrada semanas en un lecho. Yo terminaré como he vivido, luchando, improvisadamente.
—Y dentro de muchos años.
—No; hoy.
—¡Calle!
—No, Juan; no grites. Te alteras porque sabes que es verdad. Yo nunca me equivoqué.
—Pero, ¿por qué se va a morir hoy?
—Estoy cansada, Juan; muy cansada. Agotada de vivir. Marchita de emociones. Gastada.
—¡Esto son simplezas!
Lo esperaban en el monte. Allí se iba a reunir con los delegados de Payanibo, de Chucla y de Quintanilla. Empezaba ya a fraguarse su poder. No podía faltar. Lo de madre, ¡manías! Y sin embargo... La miró en el fondo de los ojos. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Supo que era verdad. Madre no mentía. Nada en su hechura lo denotaba, pero en sus pupilas reinaba la muerte.
—Me quedaré. No iré al monte.
—No, Juan; es tu obligación. Te esperan en el carrascal.
—No iré. No la entiendo, madre. Siempre renegó de que me convirtiera en el cabecilla. De la reunión de hoy saldrá el Jefe. Si no voy, no lo seré, Mejor para usted.
—Tienes que ir. Tienes que ser el jefe.
—¿Por qué este cambio de actitud?
—Un día le dije a tu padre que no fuera a una reunión. Tenía miedo. Sabía que lo nombrarían jefe. Fue. Años más tarde murió por aquella decisión.
—¿Entonces...?
—Ves a la reunión, Juan. Eres su hijo. Padecí a su lado, pero era su destino. No podía torcerlo. Hubiera acabado con él. Sufrí y me siento orgullosa de ello. No se pueden combatir los destinos de Dios. No me arrepiento de haber padecido por él. Pero quería que tu derrotero fuera distinto. Ya lo ves. Nada puedo hacer. Serás jefe como él. Dios no ha querido darme la paz soñada contigo, pero en su bondad se me lleva para que no te vea, para que no sufra nuevamente.
—Si sabía que iba a seguir este camino, ¿por qué me dejó volver del Norte? ¿Por qué no me obligó a quedarme allí y ser médico como quería?
—Deseaba que así fuera. Pero comprendí que este deseo era tentar a Dios, era contradecir su designio. Sabía que serías cabecilla, ¡lo sabía!
—¿Desde cuándo?
—Desde el día que naciste. Jamás habían visto en San Rafael un muchacho tan descomunal. Desfiló todo el pueblo para admirarte. Alguien dijo: “Parece que Natalia se haya acostado con un gigante en vez de con su marido.” Entonces lo supe. Sí, me había acostado con un gigante y de él sólo podía nacer un jefe. Vete, Juan; llegarás tarde.
—No; no quiero dejarla sola.
—Vendrá Mariana.
—¿Quién es Mariana?
—La hija de Lucrecio.
—¿Lucrecio tiene una hija?
—Sí. Estudió en Guapaigo desde la muerte de su madre. Ahora vino a pasar una temporada con él. Ayer estuvo aquí de visita. Es una linda pelada. Y culta. Me asistirá. Vete.
—No quiero irme.
—¡Vete! Es la última orden que te doy.
Cogió el sombrero, salió al patio, montó de un salto en el caballo y lo lanzó al galope.
Cuando subía la cuesta, se cruzó con alguien que venía en sentido contrario. Siempre recordaría la amplia mirada de aquellos ojos pardos. Iban a ser su vida.
Espoleó el caballo y rompió a cantar.
¡Distintas reuniones!
En el monte; sudoroso, traje campero, pistolas y espuelas, hombres de rugosa piel quemada por el sol, dos horas después del amanecer.
En el Palacio Presidencial; afeitado y perfumado, levita, botonadura de oro, hombres gordos de suave piel y manos pulidas, las doce del mediodía.
En el monte:
—Tenemos que luchar, tenemos que vencer aunque nos cueste la vida. Es nuestro deber para con la Patria.
En el Palacio Presidencial:
—Conviene estudiar en primer término medidas de seguridad para proteger nuestras personas que tan valiosas son para la nación en estos momentos.
En el monte:
—¿La vida? ¡Qué importa! La libertad por encima de todo. El porvenir de nuestros hijos, de todos los hombres que aran esta santa tierra.
En el Palacio Presidencial:
—Si es necesario privaremos de libertad a todos los que representen una amenaza. Nuestro interés lo exige. La vida económica del país puede depender de ello.
En el monte:
—Todo el dinero que podamos ir recogiendo, todo lo que ganemos con nuestro sudor, irá a un fondo común; al fondo de donde saldrá la libertad de la Patria.
En el Palacio Presidencial:
—Es imprescindible que el contrato con la British Fruit Company sea renovado en condiciones más ventajosas. Nuestro amigo y ministro, Doctor Palanca, se alegrará de ello, ¿verdad? Es también conveniente expropiar los pozos petrolíferos de la American Oil Corporation y dejar que los exploten los patriotas. Hemos pensado en constituir una fuerte empresa nacionalizada, la Compañía Nacional de Petróleos y Derivados, S. A. Proyectábamos ofrecer la presidencia del Consejo de Administración a Su Excelencia.
En el monte:
—¡Venderé mis tierras! ¡Venderé mis caballos! ¡Sacaré los ahorros de la vieja! ¡Trabajaré de noche!
En el Palacio Presidencial:
—Con el cinco por ciento del presupuesto, el Ministro se dará por satisfecho. Debemos aumentar el impuesto sobre el consumo de agua. Reduciremos el interés de los Valores Públicos. Aumentaremos los dividendos de la Azucarera de Guanatoa, de las Industrias Alimenticias, S. A., de la Comercial de Cafés y Especias...
¡Mierda!
No podía decir por qué estaba contento. Siempre soñó con ser jefe. Ahora lo era.
Nunca había pensado en la mirada de unos ojos pardos. Ahora no se apartaban de su imaginación.
Espoleaba el caballo. Tenía prisa en llegar para... para decirle a madre que ya era el sucesor de Antonio Lozano y que se sentía orgulloso de ello. Sí, era por aquello por lo que sentía presteza... ¿Quién sería? Jamás vió unos ojos como aquellos. ¿Quién podía ser? El corazón le golpeaba duro dentro del pecho. Lo presentía, lo sabía, era ella, ella, ella. No podía ser de otra manera. Mariana. Repetía aquel nombre que sólo oyera pronunciar una vez en boca de su madre. Solamente sabía que era hija de Lucrecio, que se había educado en Guapaigo, que tenía los ojos pardos y que madre la escogió para asistirle en su muerte. Tenía que ser ella, ¡tenía que serlo! Ella; ¡la mujer!
Los ojos pardos; Mariana; su corazón golpeando. El caballo volaba.
—Debemos ir a la baja del precio del azúcar.
—Esto no puede hacerse.
—Debe hacerse. Nos convertiremos en los dueños del mercado mundial.
—¿Qué dirá Cuba?
—Su Excelencia tiene poca experiencia en estos asuntos.
—De acuerdo; pero, ¿qué dirá Cuba?
—Más que hacia Cuba conviene mirar hacia nuestras arcas.
—Producir una baja del azúcar significa arruinar a centenares de productores y dejar a miles de personas sin trabajo, y en la miseria.
—No podemos ocuparnos de todas las gentes de todas las naciones. Nuestros intereses están antes que nada.
—¿Y el Tratado Azucarero Panamericano?
—Los tratados son papel mojado si se actúa con habilidad.
—Se juega con el honor nacional.
—El honor nacional es la nación.
—¡No lo puedo tolerar!
—Su Excelencia no comprende aún a fondo los problemas de Estado. Yo he sido varias veces ministro y...
—Con Salazar, ¿verdad?
—Perdone Su Excelencia la interrupción, pero creo que al igual que el Doctor Palanca pensará que este asunto puede quedar sobre la mesa hasta el nuevo Consejo. Así tendremos ocasión de estudiarlo con más calma. Si su Excelencia me permite, le expondré algunos de los asuntos que me parecen verdaderamente importantes y primordiales.
—Adelante, señor Wolf.
—Creo que sobre lo que tenemos que tomar una decisión, es sobre la disminución de los aranceles aduaneros que gravan la importación de maquinaria agrícola.
—Señor Wolf..., si no me equivoco, presidís una empresa de tal índole, ¿no es verdad?
—Así es, Excelencia. Naturalmente que mi proposición no viene influenciada en absoluto por tal cargo. Mi única idea es conseguir que la agricultura del país se modernice y alcance un más alto nivel de rendimiento. Esto produciría una notable mejora en nuestra balanza de exportación y elevaría la vida media del campesino. Vos nacisteis en el campo, Excelencia, y más que nadie podéis conocer la envergadura y la perentoria necesidad de solucionar el problema.
—Comprendo perfectamente lo que pretendéis, señor Wolf.
Madre no se equivocó. No se equivocaba nunca. Allí estaba para dar fe de ello.
No podía llorar. Era Juan Tigre. Quedó inmóvil y cayó de rodillas.
La mano se posó sobre su hombro. La voz dijo:
—Vamos, Juan, tienes que descansar.
No la miró. Ahora le daba miedo verse en la mirada parda.
Sabía que era de aquel color la que estaba clavada en su espalda. Lo había llamado Juan. Sólo madre lo llamaba así. Para todos era Tigre. Sólo para madre y para ella, Mariana, era Juan.
Caía un sol abrasador sobre la plaza. La fuerte luz los deslumbró al salir de la semioscuridad del templo. Ella le sujetaba la mano. Durante la ceremonia se la tuvo cogida. Y él no había mirado aún los ojos pardos. No había levantado los suyos del suelo desde que vio a la muerta. Le daba lo mismo. Sabía que los pardos ojos esperarían, esperarían hasta cuando fuera necesario. Sabía que cuando se sumergiera en ellos, empezaría nueva vida.
De la capital, de los pueblos, de los villorrios, de las laderas, de los valles, de todas partes habían venido gentes. Las calles estaban atestadas de carretas y los establos repletos de animales. Las fondas no tenían cabida para aquella avalancha humana. Los figones daban salida a los alimentos de baja calidad, a precio de oro. Nadie chistaba. Nadie protestaba. Por primera vez se sentían todos unidos alrededor de un jefe, de un jefe triste. Todos estaban tristes. Respeto. Silencio. Nadie se quejaba del calor, del catre, ni de la nauseabunda comida. Nadie se acordaba del cansancio ni de las horas cabalgadas. Sólo importaba Juan Tigre. Juan Tigre y su pena. Era el dolor de un pueblo, de un pueblo saturado de esperanzas.
El cura entonó el cántico con voz rota. Los monaguillos le siguieron estridentemente. Los hombres se descubrieron e inclinaron la cabeza. Las mujeres runrunearon.
—Dios te salve, María...
—Santa María, madre de Dios...
Rara combinación de olores; incienso y sudor. El balanceante Crucifijo se recortaba sobre el añil del cielo. Jadeaban los portadores. Restalló el látigo.
—¡Mula, adelante!
Chirriaron las ruedas.
Susurraron las viejas...
—Dios te salve, María...
—Santa María, madre de Dios...
Arrastrando los pies empezaron a avanzar los hombres mirando al suelo. Juan también miraba al suelo. No había contemplado aún los ojos pardos.
El carromato daba tumbos por el empedrado. Parada. Sujetaron el ataúd con una correa.
Sollozos de mujerucas. Sucios pañuelos negros cubriendo cabezas canosas y llenas de caspa. Miradas de reojo.
—Dios te salve, María...
—Santa María, madre de Dios...
La cuesta era empinada. El Cristo se balanceó alarmantemente. Parada. Cambio de portadores.
¡Adelante!
El cura insistió en su desafinado canto. Los monaguillos armaban un escándalo infernal.
Las mujeres salmodiaban con voz nasal.
Los hombres parpadeaban.
Juan presionaba la mano que sostenía la suya. Suspiró. Hacía calor.
—Dios te salve, María...
—Santa María, madre de Dios...
La verja del cementerio chirrió.
—Tendré que avisar al sepulturero —pensó el párroco.
—Tendré que engrasar la puerta antes de que me diga nada el cura —discurrió el sepulturero.
El Crucifijo se balanceó nuevamente. Parada.
—¡Fuera de aquí este perro! —gritó el sacerdote—. ¡No quiero perros en el cementerio!
Los monaguillos corrieron tras él arrojándoles pedruscos.
El can aulló lastimeramente y se alejó con el rabo entre las piernas.
—Dios te salve, María...
—Santa María, madre de Dios...
—¡Cuidado! Afloja por aquel lado.
—Así... despacito, sin balancearlo.
—Bien, ya está. Puedes empezar sepulturero.
La tierra caía sobre la madera del ataúd. Ruido siniestro a cada palada.
—Requiescat in pace —concluyó solemnemente el sacerdote.
El enterrador clavó la cruz en el suelo.
Con runruneo de colmena la gente se fue alejando.
Juan volvió a presionar la tibia mano que no lo había dejado. Levantó la vista y se sumergió en el suave color pardo.
La sabía.
Había empezado nueva vida.
El Doctor Camargo se levantó pausadamente y con gesto reposado solicitó silencio.
—Creo que llegó el momento grave de la reunión.
—Pero, los impuestos sobre la maquinaria agrícola...
—El precio del azúcar...
—La expropiación de los pozos petrolíferos...
—¡Callarse todos!
Silencio.
—Dejad que hable el Ministro de Justicia.
—Gracias, Excelencia. Como decía, el momento grave ha llegado. Dejemos los ascensos, los honorarios, el petróleo, el azúcar y todo lo demás. El asunto que me obliga a tomar la palabra es por el momento el más trascendente. No se trata de comerciar con productos, sino con vidas humanas. Excelencia; de acuerdo con lo convenido junto con los demás señores Ministros, en reunión celebrada anoche, le ruego tenga a bien leer esta lista.
El Presidente pasó los ojos aburridamente por el papel. Osorio, Juvenal, Garriga, Matos... los conocía. A unos, personalmente. A otros, por referencias. Antiguos colaboradores de Salazar.
—¿Qué ocurre con esta lista?
—Ruego a Su Excelencia se sirva firmar las sentencias.
Juan Tigre cogió el pliego de documentos. No se entretuvo en los considerandos ni en los resultandos. Sólo la frase con que terminaban todos ellos, brillaba ante sus ojos: “condenado a la última pena”.
—¿Qué significa esto?
—¿Que qué significa? No entiendo la pregunta.
—¿Qué son estos papelotes?
—Las sentencias, Excelencia.
—¿Las sentencias? Son sentencias de muerte, Camargo.
—Sí, Excelencia, de muerte. Todos los Ministros coincidieron en que lamentándolo profundamente, no tenemos más remedio que acabar de una vez para siempre con esta partida de traidores.
—Pero una sentencia presupone un juicio anterior a ella.
—Esto les decía yo.
—Ruego al Doctor Pellicer tenga la bondad de abstenerse de intervenir. Estos asuntos no son de competencia del departamento de Educación.
—El Doctor Pellicer está en la razón.
—¡Pero Excelencia! ¿Cómo va a enjuiciar claramente el problema un hombre de la avanzada edad del Doctor? Pellicer sabe que cuenta con todos nuestros respetos ante la labor ímproba de educación que ha realizado durante años, pero no comprende a fondo la necesidad de este asunto.
—¿Cuándo se realizaron los juicios, Camargo?
—No hemos creído necesario realizarlos. El resultado hubiera sido el mismo y sólo reportan gastos y tiempo. Nuestro país sufre ya un exceso de burocracia y papeleo y hemos pretendido eliminarlo, para ir a lo práctico y efectivo.
—¿Y, quién soy yo?
—Tenemos la seguridad, Excelencia, que un asunto aprobado por el Gobierno en pleno, merecerá sus plácemes.
—¡Mis plácemes! —rió—. ¿Sabéis lo que es matar, Camargo?
—Pues...
—¡Mentecato! Yo sí que lo sé. Yo os lo puedo contar. Yo he matado.
—Mayor motivo para que Su Excelencia no tenga reparos en firmar estas sentencias.
—¡Huevones! ¿Creéis que se puede seguir matando, asesinando, así, con toda tranquilidad y cubriéndose con el hipócrita gesto de la justicia?
—Su Excelencia acaba de decir que él lo ha hecho.
—Sí, tengo las manos manchadas de sangre. He matado, pero en lucha abierta. Uno, diez, cien, ¡lo mismo da! Pero di el pecho. También podían haber acabado ellos conmigo.
—El Pres... Salazar no tenía armas.
—No, no las tenía. Por ello no lo maté; lo asesiné. ¿Lo oís? ¡Lo asesiné! Sé lo que es matar y sé lo que es asesinar. Tuve que hacerlo. El pueblo lo exigía.
—El pueblo también exige la muerte de sus colaboradores.
—¡Falso! El pueblo está satisfecho. Vieron a Salazar muerto y se repartieron como fieras sus despojos. Todos aquellos hombres que se disputaban el cadáver y competían en cometer procacidades profanándolo, fueron a dormir por la noche borrachos. Hoy se han levantado serenos. Hoy se dan asco a sí mismos. Hoy no quieren saber nada de sangre. Hoy quisieran borrar la brutalidad de ayer. Quisieran a Salazar muerto, pero lejos del recuerdo de su bestialidad. Hoy les da asco la carne muerta y su propia carne, la sangre que los manchó y la sangre que corre por sus venas. La fiera está ahíta. No quiere más muerte. Ella manda.
—¡Son enemigos del régimen y hay que eliminarlos!
—¡Son una constante amenaza para la paz!
—¡Son una cuadrilla de rufianes!
—¡Hay que matarlos!
—¡Hay que acabar con ellos!
—¡Nuestras vidas y nuestras haciendas peligran!
—¡¡¡No habrá más muertes!!!
Así empezó. Se acababan de conocer, pero estaban enamorados. Enamorados de tiempo atrás, de años, de siglos, de los siglos de los siglos. Y sin embargo, se acababan de conocer. Pero estaban enamorados. Amaban por primera vez. Cuando el tiempo transcurriera, se irían queriendo cada día más, pero sería otra cosa. Ahora el cariño era así, sin saber por qué, fluido, de repente. ¡Era maravilloso! Sabían que ya no podrían despedirse, que necesitaban oir su jadear próximo, que necesitaban acariciarse los labios, que necesitaban sentir la belleza cerca. Y se besaron. Besos en el rostro, en el cuello, en las orejas, en la nuca, en la boca. Pero sin violencia; suavemente. No era la pasión desbordada de la carne; era más profundo, más verdad. Eran hermosos. Eran jóvenes. Y se amaban. Se sentían seducidos. Cuando ella detuvo su mano, él no insistió. La sintió muy mujer con su gesto y el querer creció en su pecho. Sabía que ella lo deseaba, pero aún no.
Era hermosa. Veinte años. El pelo negro le caía por la espalda en una larga trenza. Se la deshizo y bañó su rostro en aquella melena. Ella miraba al cielo y sonreía. Sabía que el amor vendría. Le latía el corazón al percibirlo en los ojos de Juan. Y pese a ello, él la había obedecido. Lo quería más y más.
Eran jóvenes, hermosos y estaban enamorados.
—Considere Su Excelencia la opinión de la mayoría absoluta del Gobierno.
—Considere primero el Gobierno el parecer del Presidente.
—Lamento, Excelencia, que estemos en desacuerdo. Pero los Ministros mantenemos nuestro punto de vista.
—Y yo el mío. ¡No habrá más muertes!
—El Gobierno apoyó y obtuvo el ascenso al poder de Su Excelencia. Tenemos unos derechos adquiridos y estamos dispuestos a hacer uso de ellos.
—¿Qué derechos y qué pretendéis hacer?
—Esto se acordará en reunión posterior. Le convendría a Su Excelencia recordar lo pactado.
—Debo insistir en que cuanto hablé y dije antes de ser Presidente, debe echarse al olvido si ahora está en contra de los intereses de la nación. La máxima autoridad del país, puede anular disposiciones cuando se le antoje.
—¿Y la Constitución?
—¿La Constitución? ¿Sabéis bien lo que habéis dicho, señor Ministro, precisamente vos y a las pocas horas de un golpe de Estado?
—Sin nosotros no ocuparías este sillón.
—Sin mí, tampoco vosotros los vuestros. Si la revolución hubiera abortado, nadie sabría quién la organizaba de bajo mano y todos vosotros seguiríais en las gerencias de la Azucarera, la Petrolera y la Agrícola. Sólo Juan Tigre estaría balanceando su cuerpo colgado de un poste. Jugasteis vuestro dinero. Yo aposté la vida en la empresa. ¡Soy el Presidente! No os conviene echarlo en saco roto, Doctor Camargo.
—Concretando los puntos de vista, pese a la unanimidad de criterio del Gabinete, no pensáis seguir nuestro consejo.
—No hay tal unanimidad. Yo estoy al lado del Presidente.
—Debo repetiros, Doctor Pellicer, que es mejor que os mantengáis al margen de este asunto. Formáis parte de un Gobierno y vuestro criterio debe ser el nuestro.
—Tenía la impresión que la revolución se llevó a cabo en defensa de la libertad.
—La libertad bien entendida, Doctor, tiene también sus pegas y sus trabas.
—¿Incluso tratándose de vidas humanas?
—Sí, aun así. El interés de la comunidad está por encima de todo.
—Entonces, ¿por qué se me obligó a escribir artículos en defensa de los derechos del hombre cuando actuábamos en la clandestinidad?
—Era necesario levantar el espíritu del pueblo.
—Y ahora es necesario mantenerlo.
—Lamento, Doctor Pellicer, que su sentir no coincida con el nuestro. No podemos permitir disparidades de criterio en el seno del Gobierno a partir del primer día. Si su opinión no es la nuestra, creo que lo mejor y menos peligroso para todos, sería pensar en su renuncia.
—¡No quiero que el Doctor Pellicer dimita! Lo quiero a mi lado. Es una orden, Pellicer. ¡Nada de dimisiones! La discusión proseguirá mañana. Señores, se levanta la sesión.
Los Ministros fueron saliendo.
—Doctor Pellicer, un momento, por favor.
—Excelencia.
—Quédese un rato. Necesito hablar con usted.
Tenía un sueño inquieto. Se despertó y encendió un cigarro. Le dolía la cabeza. La ceniza cayó sobre las sábanas. Levantándose se acercó a la ventana. La noche del trópico era tórrida. Ni un átomo de brisa. El humo ascendía perezosamente desde la luciérnaga que brillaba en la punta de su cigarro...
Evocaba...
La llevó en brazos. Parecía no pesar nada. La recostó a la sombra de unos árboles.
—No —dijo ella con voz tenue.
Pero él sabía que era sí.
La acarició suavemente. Luego, con brusquedad. La besó sobre los labios hasta que la sintió vibrar. Lentamente la desvistió. Ella cubrió su desnudez con las manos. Nunca había sido tan maravilloso. La tenía fuertemente abrazada contra sí. Su respiración era profunda. Era delicada y fuerte a la vez. Sintió que las afiladas uñas se clavaban en su espalda, tratando de hacerle daño. Fue absoluto y hermoso.
Miraron la luna que ascendía lentamente. Ya no sentía vergüenza de su desnudez.
—Mariana, Mariana, Mariana —repetía él como una letanía.
—Te he amado casi hasta la muerte. No sabía que podía ser tan hermoso.
—Te quiero, Mariana.
—Y yo a ti.
Era verdad. Era fácil quererse. Eran jóvenes, hermosos y estaban enamorados.
Se recostó contra su pecho. Él sentía los labios y el caliente aliento contra su cuello. La estrechó nuevamente.
—Juan... te entregué mi virginidad.
—Sigues siendo virgen.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando se ama de verdad, siempre es la primera vez.
—¿Es verdad?
—Ya lo averiguarás.
—¿Cuándo?
—Pronto.
Salamanca fue quien le comunicó la noticia.
—Lo lamento, Excelencia. Era una gran persona y hubiera prestado excelentes servicios a la causa.
—¿Está detenido el conductor?
—Desgraciadamente se dio a la fuga.
—¿No dices que dos de tus hombres pasaban casualmente por allí y presenciaron el accidente?
—Sí, Excelencia, pero el automóvil no se detuvo y nada pudieron hacer.
—¿Por qué no dispararon?
—Hubiera causado alarma entre el vecindario. Esto no es conveniente a los pocos días de consolidada la revolución.
—Quiero a ese hombre.
—Se hará lo posible para detenerlo, pero no contamos con ningún dato más que el color del automóvil.
—¿Dónde está el cadáver?
—He creído conveniente instalar la capilla ardiente en el Paraninfo de la Universidad Central. He pasado también nota a todos los colegios para que mañana den vacación a los alumnos. La asistencia de todos los estudiantes de la capital al entierro, será un acto altamente emotivo.
Juan Tigre no apartaba su penetrante mirada del rostro del General.
—Hemos pensado también que podríamos dar el nombre de Avenida del Doctor Pellicer a la calle de San Antonio.
—Muy hermosa la idea, Salamanca, y muy tierna. Digna de una persona de delicado corazón y tan desconsolada como vos por la desgracia. Espero que los demás Ministros estarán también muy condolidos, ¿no es así?
—Muy afectados, Excelencia; muy afectados.
Juan Tigre no se atrevió a reir.
Allí estaba el libro, sobre la mesa. Lo redactó el Doctor Pellicer en la clandestinidad: “Historia de una tiranía”. Sus ojos iban recorriendo las líneas, mientras con los dedos doblaba nerviosamente las hojas.
“El 23 de febrero, cuando el pueblo tremolaba de entusiasmo ante la liberación que representaba el advenimiento al poder de Fulgencio Salazar, los nuevos Ministros, dueños de la autoridad y la economía del país, empezaron a tejer sus redes alrededor del Presidente, su presunta víctima.”
Juan Tigre dejó el libro sobre la mesa y encendió un cigarro. Su vista seguía fija en las blancas páginas.
“El 29 del mismo mes, Su Reverencia el Cardenal Primado sufrió un ataque y expiró la misma noche sin haber recobrado el conocimiento. Le asistieron el Doctor Acebal, a la sazón Ministro de Sanidad y sus dos ayudantes. No se publicó parte facultativo sobre las causas de la muerte. Días más tarde se habló de envenenamiento y se rumorearon los nombres de Urita y Meléndez, ministros de Salazar. La sesión del Gabinete fue agitada y sólo Martínez Raso estuvo al lado del Presidente e insistió en que se llevara a cabo una investigación. Aquella noche se declaró un incendio en la residencia del Ministro, en el que pereció Martínez Raso y toda su familia. Afortunadamente para él, el Presidente contaba con el apoyo del pueblo, por lo que el fuego no prendió el Palacio Presidencial.”
Juan Tigre arrojó el libro al suelo con gesto impaciente. Dió dos chupadas al cigarro y escupió. Estaba apagado.
—¡La concha de tu madre!
Bostezó. Una arruga de preocupación cruzaba su frente. Se levantó y dio una patada al libro que fué a parar al lado de la puerta. Al intentar abrirla quedó en la rendija, obstruyéndola. Lo cogió y tiró violentamente de él. El volumen se desgarró y las páginas volaron por la habitación. El Presidente las contemplaba. En su mano había quedado una hoja rota. La acercó a sus ojos y leyó:
“Era ya el quinto año de la dictadura de Salazar y a fe que el Presidente había aprendido bien la sanguinaria lección que le enseñaron sus Ministros. Era ya el tirano. Aquella noche firmó las sentencias que acababan con Urita y con Cabello, los dos últimos Ministros que quedaban de aquel primer Gobierno. No habían podido con él. Con sus mismas armas se había convertido en el déspota absoluto del país.”
Juan Tigre dejó caer la hoja lentamente y quedó contemplando su rizado y caprichoso vuelo. Sonrió y se fue a dormir.
Así aconteció y así se fue desarrollando; suavemente. Quien pasara por el sendero del altozano al atardecer, podía ver una figura de mujer sentada al borde del camino, con la mirada perdida en el horizonte. Al poco, se oía el rudo galopar de un caballo. Ella se incorporaba violentamente y con ambas manos se oprimía el pecho, como si quisiera contener los latidos del corazón. Día tras día, en aquel mismo instante, una ligera palidez invadía su rostro y una fiebre de amor abrillantaba sus ojos. El jinete descabalgaba y la recibía en sus brazos. Se besaban largamente. Cada día era sí. Él la levantaba en vilo y la dejaba delicadamente sobre la grupa del potro.
Un día ella se puso la mano sobre el vientre y le dijo algo al oído. Rieron juntos y felices. El caballo inició su rítmico andar, con delicadeza, como comprendiendo la ventura que transportaba.
Era fácil quererse; eran jóvenes, hermosos y estaban enamorados.
Una bandera.
Sí, una bandera era lo que querían hacer de él. Enarbolarla al viento cuando conviniera levantar entusiasmo y cerrarla en un arcón cuando resultara inútil. Pero ¡no!, no lo consentiría. Sabía que tenían el dinero, sabía que era poderosa la fuerza del oro. Pero él debía dominarla y la dominaría. Ahora intentaban hacerle creer que su opinión era importante. Pero estaba a la vista que pretendían manejarlo todo ellos. No se sentía sorprendido ni desilusionado. Conocía bien a sus Ministros. Se sentía enfurecido. Lucharía. Toda la vida lo había hecho. Acabaría con ellos, sí, ¡acabaría con ellos! ¿No lo hizo Salazar? ¿Entonces? Al fin, el Ex-Presidente nada de superior a él había tenido. También Salazar era un hombre que se bajaba los pantalones cuando una necesidad se lo exigía.
¡Era tan reconfortante recordar el pasado!
Sabía que aquello no hacía más que amollentar su espíritu que ahora necesitaba ser más duro y acerado que nunca. Pero en el agrio ambiente de la lucha en que se desenvolvía, no podía por menos que descansar en los recuerdos.
Era una tarde otoñal, cuando se siente la nostalgia de lo que se va, la melancolía de la despedida, el morir un poco que es siempre un adiós. Pero aquel año no lo sentía Tigre así. Aquel otoño no era un adiós porque llevaba en sus brazos nueva vida.
Savia de su tronco germinaba la semilla en vientre ajeno. Depositó suavemente a Mariana bajo los árboles, cerca de la orilla. Miró su vientre y sonrió. Desde que lo sabían, siempre era así. Aquel vientre que se abultaba de día en día, era su vida y su confianza.
—¿Qué piensas?
—Nada y todo.
—Juan, no me hables en enigma.
—Nada, porque nada puedo pensar, porque todas mis ideas están en ti, porque mi razón se niega a forjar otra cosa. Todo, porque el universo, la vida, el amor, están bajo estas membranas y un día saldrán a la luz.
—Sí, un día no muy lejano saldrá a flor. No tengo miedo. Lo deseo.
—Sé que no tienes miedo.
—Tengo fe. El que me creó no puede dejarme sola cuando a través de mí repite el milagro de la creación. ¿Crees sinceramente en Dios, Juan?
—Creo con todas mis fuerzas.
—¿Te parece hermoso el mundo?
—Me parece digno del amor de Dios.
—¡Hermoso amor!
—Sólo por este amor se mueve el universo. Sin él, no tendrían motivo ni sentido nuestras existencias. Todo se rige por el amor que Dios nos infundió; amor de padre, amor de hijos, amor de hermanos, amor de amigos, amor de enemigos...
—¿Amas a tus enemigos?
—Los odio.
—¿Entonces?
—El odio no es más que una nueva expresión del amor, una fuerza que eleva necesita otra fuerza —la gravedad— que la compense. Si sólo una de ellas existiera se produciría el desequilibrio y en consecuencia la muerte. Una fuerza que empuje, necesita de la fuerza del roce que la frena. La fuerza centrífuga necesita de la fuerza centrípeta para permanecer. El odio no es más que la compensación del amor, lo que le da equilibrio y existencia. Es amor negativo, pero aún amor. Cuando adquiere demasiada intensidad se podría imponer al amor constructivo y crear la desarmonía. Entonces Dios nos enseñó el perdón que actúa de válvula reguladora.
—¿Eres capaz de perdonar?
—No soy yo quien perdona. El mismo odio es quien lo hace aparecer cuando se encuentra en un desequilibrio agudo que podría provocar la muerte.
—Y si no aparece, ¿sobreviene el aniquilamiento?
—Fuerzas en desequilibrio son siempre igual a caos.
—A veces pienso que me da miedo esta vida, estas pasiones que tendrá que sufrir y soportar nuestro hijo. A veces siento que sería mejor que no naciera. No quiero que sufra.
—Es lo más importante que puede hacer en la vida; sufrir. Si su existencia sólo se compusiera de alegrías y de triunfos, no le valdría la pena vivirla. Sufriendo de verdad es únicamente como algún día podemos sentirnos felices. Lo importante es no querer apartar el sufrimiento, no tenerle miedo. Abrirle la puerta y afrontarlo cara a cara, serenamente. Él es verdadera vida en toda su intensidad. No tengas miedo, amor, de que nuestro hijo sufra, porque sufrir para él será vida. El no sufrir, sería un limbo en la tierra.
—Sí, Juan, como tú digas.
—¿Qué piensas que es la revolución, Salamanca?
—La revolución no es, Excelencia; fue. Ahora somos un Gobierno constituido. Debemos abandonar esta palabra, revolución, que tiene una sonoridad provisional e inestable.
—No, amigo, no; me gusta el vocablo. El destino de los pueblos americanos situados debajo del trópico de Cáncer, y marcados con el estigma de fuego del Ecuador, es la revolución, desde que se levantaron contra las clases de nobles criollos descendientes directos de las históricas casas peninsulares.
—Preferiría llamarlo Golpe de Estado.
—No ¡revolución! La gesta libertadora de América, que es base y fundamento de todas las posteriores, se amamantó en la revolución francesa. El Contrato Social fue su madre, como lo fue de todos los movimientos políticos europeos de su época. Nuestras revoluciones son las primeras luchas de hijos contra padres. Aquellas sublevaciones trajeron al mundo una nueva raza. Un linaje que venía con su escolta de defectos y virtudes, engendro de tres castas que se fundieron al brillar de los aceros, al correr de la sangre y al tam-tam de los tambores en las noches del Trópico. Una raza que trataba de imperar por derecho propio, pero que se debatía en su mediocre constitución mental. Religiosa hasta el fanatismo como el abuelo castellano, indolente como el ascendiente negro y con la pasividad atávica de la influencia indígena. Los apellidos salidos de los palacios y los presidios de la península formaron un solo bloque social elevado, mientras se iniciaba su corrupción ante el empuje de las ideas francesas. El nuevo pueblo inició su vital lucha hacia las posiciones claves del panorama político. La estructura racial empezó a menguar blasones a los escudos de familia y un siglo más tarde, los pergaminos yacían abandonados en los desvanes.
Los nobles que perdieron sus riquezas, se esforzaban por tornar a la vida de antaño y se inclinaron hacia las derechas, respaldados por el recuerdo de la tradición española y la Iglesia, gigantesco baluarte de la cultura en estas tierras. La clase mestiza, inteligente, inquieta, sanguinaria, imperiosa en su empuje triétnico, liberal por derecho, hija del suelo y con una tradición que comenzaba a estructurarse un siglo atrás, unió sus ideales a una izquierda ya superada por la revolución rusa en 1917, internacional en ideas difíciles de mantenerse en un punto medio entre la aristocracia y el pueblo. Años y años, ambos partidos han estado dando palos de ciego en el panorama político de las naciones americanas.
El izquierdismo liberal gobernó hasta el momento en que un nuevo microbio, fruto espúreo del Trópico, vino a corroer sus bases: el caciquismo.
—No me parecen muy oportunas sus palabras, Excelencia.
—¡Cállate, camaján! Estoy disertando. Prosigo: Este nuevo descubrimiento de la ciencia política, germen de destrucción, se ha ido cultivando lentamente en la colonia bactérica de las fanáticas creencias del pueblo y de las aberraciones políticas. Esta izquierda que colinda peligrosamente con los predios de Carlos Marx, se dio a endiosar personajes del pueblo, estos mismos que enardecemos a las masas con discursos vibrantes y cálidos, sin el menor sabor dialéctico de las academias, pero que usamos porque los sabemos llenos y rebosantes de emoción vulgar y de fuerza. Y van creciendo y agigantándose como ídolos paganos, con el cuerpo de plomo y los pies de barro.
—¡No parecéis pintar un porvenir muy risueño!
—¡Pega la lengua al paladar, huevón! Que sea yo el Presidente, no significa que no pueda ver el panorama como si gozara de ubicuidad. El caciquismo nació en las provincias, donde los hombres han engreído a los hombres y los han convertido en semidioses de un pueblo, gracias a sus mentes calenturientas. El resultado es que el pueblo ha sido dominado. El pueblo es un problema de ignorancia y es fácil acabar con esta fiera que no sabe cómo usar el arma que sostiene entre las manos. La horda ha perdido la batalla. La oligarquía, antes desacreditada por nosotros —por los cabecillas— ha vuelto a su imperio y ha buscado apoyo en una nueva fuerza: el Ejército. Hemos desorientado al pueblo. Les damos armas y los lanzamos hermanos contra hermanos, obsesionados por nuestra demagogia. En nuestros países la ignorancia de las masas, siempre las lleva a su trágico fin. Un pueblo desorientado, vicioso, ignorante, lleno algunas veces de valor y de cobardía otras. Un pueblo que adula y ensalza al cabecilla hoy y lo derriba y arrastra mañana.
Aquí está el ejemplo de uno de nuestros vecinos, que enardecido por una juventud universitaria, se lanza al fuego del dictador. Y otro que cuelga de un farol al Presidente que sólo meses antes vitoreaba estrepitosamente. Y aquel otro, que mira cómo una turba de soldados ambiciosos se disputan la banda presidencial a balazos. Y aun otro que después de ver muerto al líder del pueblo, enciende la república y pisotea los mismos altares que ayer adoraba de rodillas. Reacciones clásicas de la masa latinoamericana. Éste es el terreno propicio al advenimiento de mi herejía. ¡Pueblo cansado de ti mismo, que inclinas la cerviz ante quien te adula! ¡Tribu analfabeta, armada hasta los dientes, que has tomado el destino de Latinoamérica, dejando los ideales sin esperanzas!
¡Sálvese quien pueda!
Hubiera querido consagrar todos sus días, sus horas, sus minutos, a adorar a Mariana. Pero el deber lo apartaba con frecuencia de ella. Ambos sufrían. Era el jefe, era Tigre y toda la naciente esperanza de un pueblo estaba depositada en él. No podía defraudarlos. Reuniones y más reuniones; San Rafael, Acayona, Pinar, Taruca y cien más. Hombres sedientos de una sangre que creían quiméricamente apagaría su sed. Horas y horas sobre la silla de su caballo, cabalgando de sol a sol, para que todos pudieran ver de cerca y hablar con el jefe que les inspiraba confianza. El sordo barbullear de un volcán cuya erupción se barrunta por el negro penacho de humo que lo corona. Pronto debía tener lugar la gran reunión, la que acabaría de unir todos aquellos dispersos deseos de insurrección; la asamblea de Guapaigo. Él sabía lo que aquello era, lo que representaba; la lucha, el correr de la sangre, el aniquilamiento de todo lo estructurado, el soltar la cadena que aprisionaba el aullante perro de presa y azuzarlo para el ataque. A veces le asustaba tal responsabilidad. En su mano estaba provocar la hecatombe. Sentía miedo.
Mariana era fuerte. Mariana lo comprendió.
—¿Por qué no hablas de tu desasosiego con el señor cura?
Mariana tenía razón. Era una mujer sensata. Habló con el cura.
Aquella noche parecía más tranquilo. Más tranquilo y más firme.
—¿Hablaste?
—Sí.
—¿Qué te dijo?
—Hablé yo primero.
—¿Qué le dijiste?
—Le expuse el problema así: los científicos, incluso los ateos, conceden cierto orden al universo. Un gigantesco y complejo orden para que la mente del hombre la escale hasta donde pueda llegar. Coincidió conmigo. Cuando lo tuve bien respaldado con la idea, le solté el trancazo. Le dije que lo que yo estaba haciendo era intentar destruir este orden. Que trataba de distorsionar todo lo estructurado sin saber de cierto si podría volver a construir sobre ruinas.
—Y ¿qué te dijo el buen padre?
—Me puso en una posición en la que tuve que conceder que si había un orden en el universo, yo formaba parte de él. Que mi pretendido desorden no era más que una parte del eterno orden. Que todo lo demás era presunción.
—Esto significa que haces bien.
—No mencionó la palabra bien, ni la palabra mal.
—¿Cuál mencionó?
—Derecho. Derecho a intentar hacer algo por mis semejantes. No me dijo si era un buen o un mal derecho. Sólo esto; que era un derecho. Pero que si creaba un genio dentro de una caja debía poseer siempre la llave para encerrarlo nuevamente cuando fuera necesario.
—¿Tienes la ganzúa?
—No, nadie la puede tener.
—¿Vuelves grupas?
—Sigo adelante. Tengo derecho.
—Pero, ¿y la llave?
—No hay seguridad de nada. Hay que probarlo para saber qué ocurre. Sólo así ha progresado el mundo.
—Eres fuerte, Juan. Podrás.
—Sí, podré.
Transcurrió una semana...
La apariencia no podía ser más tranquila. Nada se movía en aquella calle sobre la cual pesaba la noche del trópico. Sólo el desgarrado lamento de un mendigo rasgó el silencio con su lastimero son.
—¡Una caridad, por el amor de Dios!
Sobre el pavimento de la callejuela, se inició un rítmico y duro golpear.
El gallofrero enmudeció y aguzó el oído.
El métrico golpeteo seguía creciendo. Los inquietos ojos del pordiosero trataban de rasgar la oscuridad. Parecía el paso castrense de un grupo de hombres.
—¡Una caridad, por el amor de Dios!
Dobló la esquina una compacta formación. Eran soldados. El desvalido se levantó atropelladamente del suelo. Lanzó un fuerte silbido. Cogió las muletas, se las cargó al hombro y se lanzó corriendo a todo correr, calle abajo.
En el callejón vecino, una vieja desgreñada y tripona, estaba sentada en la acera, rasgueando monótonamente una decrépita guitarra. Más de una hora había permanecido allí entonando siempre la misma machacona cantinela.
El silbido perforó la noche.
—¡Ricardo! ¡Ricardito! —gritó la abuela saliendo de su postración.
Un chaval apareció en el umbral.
—¡Ya! ¡Corre!
El rapaz echó a correr como si le hubieran nacido alas en sus roñosos pies. Dobló un par de esquinas y penetró en un portal del cual salía luz. Abrió la puerta de un golpe. El tufo acre de la taberna y el humo que enviciaba la atmósfera, le obligaron a detenerse un instante. Avanzó entre las mesas y se acercó al mostrador.
—¡Ya, Don Julián, ya!
—¿Ya? —interrogó el bodeguero.
—Sí, por la calle de las Enramadas.
—Bien, vete a casa.
Don Julián dejó la jarra de vino que estaba llenando.
Se dirigió hacia el fondo de la taberna. Chirrió la puertecita. Crujieron los carcomidos escalones. Llegó al recodo y empujó una nueva puerta. A la luz de unos velones, una treintena de hombres discutían acaloradamente.
—... hay que actuar, ¡actuar inmediatamente!
—¿Qué pasa, Julián? Te dije que no quería interrupciones.
—Sí, Tigre, pero vienen. Ya están pasando Enramadas.
—Alguien nos ha traicionado. ¡Cochinos chivatos!
—Tenéis que salir en seguida.
—¿Por dónde?
—Por la puerta trasera. Seguidme.
Se levantaron los hombres atropelladamente y se dirigieron hacia la puerta. Algunas sillas cayeron derribadas. En todas las pupilas había fiereza. Las manos apretaban las culatas de las pistolas.
La cálida humedad de la noche les azotó el rostro.
—Salid uno a uno. Torced a la izquierda y en la primera bocacalle separaros en direcciones distintas. ¡Suerte!
El primer hombre asomó la cabeza y salió al oscuro callejón. Un brillante fogonazo y el silbido de una bala pasó entre sus cabezas.
—¡La concha de su madre! Estos gallos nos tienen rodeados.
—¿Qué hacemos?
—Hay que salir, cueste lo que cueste. Nos culearán si nos quedamos aquí. ¡Adelante!
El compacto grupo de hombres salió a la calle. Los fogonazos iluminaban la noche. Los estampidos de las armas se fundían con las blasfemias. Cayó uno retorciéndose de dolor. Y otro. Y otro. Los demás seguían adelante. Llegaron hasta la esquina y como rebaño desbocado se lanzaron en distintas direcciones.
El seco restallar de los disparos se fue perdiendo en la noche.
La primera sangre insurrecta había manchado las losas de Guapaigo.
La teoría era una cosa. La práctica algo completamente distinto. Él había creído que lo podía hacer y que su popularidad crecería como la espuma. Ahora comprendía que era un absurdo. El día anterior lo publicó por primera vez toda la prensa; el Presidente quería mantener contacto directo con el pueblo. Los jueves, de doce a una, recibiría a todo el que quisiera exponerle sus problemas personales.
Era jueves. A las nueve de la mañana la Guardia Presidencial tuvo que intervenir. Miles de personas estaban estacionadas ante el Palacio.
Salamanca se oponía al procedimiento.
—¿Qué es lo que el pueblo puede decirle a Su Excelencia de lo cual no se pueda enterar por un medio más digno, a través de los señores Ministros?
—Quiero estar en contacto con ellos. Esto basta.
—Tendremos que poner un control para identificar a todo el que entre.
—¿Por qué?
—La seguridad personal de Su Excelencia.
—De mi seguridad sé cuidar bien yo.
—Puede entrar cualquier partidario de Salazar y la vida de Su Excelencia es preciosa.
—Os es preciosa ahora, porque no tenéis aún consolidadas vuestras posiciones. Más adelante os importará un carajo. Seguramente desearéis que entre un tipo así y me descerraje de un tiro.
—¡Excelencia!
—¡Basta de comedia! Que entre el primero.
—¿No permitiréis que por lo menos los cacheemos para comprobar que no lleven armas?
—¡No! Si hay un balazo será para mí.
La teoría era una cosa. La práctica algo completamente distinto.
Entró el primero. ¿Qué quería? Un empleo en el Gobierno.
Entró el segundo. ¿Qué quería? Dinero.
Entró el tercero. ¿Qué quería? Resolver una venganza personal.
Entró el cuarto. ¿Qué quería? Dinero.
Entró el quinto. ¿Qué quería? Una injusta concesión minera.
Entró el sexto, el séptimo, el octavo... y así hasta el vigésimo. ¿Qué querían? Dinero, un permiso de importación, dinero, una licencia para drogas, dinero, un negocio sucio, dinero... Así uno y otro. Todos igual.
El Presidente se pasó la mano por el sudoroso rostro.
—¿Quedan muchos?
—Cientos.
—Estoy cansado. Sólo recibiré uno más. Que pase.
—Bien, Excelencia.
Era un muchacho joven. No tendría más allá de los veinticinco años. Una mirada firme y dulce a la vez. Tigre lo miró con agrado.
—¿Qué se le ofrece?
—Permita Su Excelencia que me presente. Mi nombre es Dionisio Pellicer.
—Bien, expóngame el problema con brevedad.
—¿No le dice nada mi nombre?
—¿Cómo dijo que se llamaba?
—Pellicer, Dionisio Pellicer.
—Pellicer... Pellicer... conozco varios.
—Mi padre fue su Ministro... ¡Breve Ministerio!
—¿Cómo? ¿Eres hijo del Doctor Pellicer?
—Sí, el fallecido Ministro de Educación fue mi padre.
—Bien, muchacho, me alegro de conocerte. En seguida que te vi, comprendí que algo en ti me era familiar y me gustaba. Pero..., me parece raro.
—¿Raro? ¿El qué, Excelencia?
—Raro que seas hijo de Pellicer.
—¿Por qué?
—No sabía que tuviera hijos. Jamás me solicitó un buen empleo en el Gobierno con mucho dinero y poco trabajo, para nadie.
—Mi padre no era de esta fibra.
—Tienes razón. Era un gran hombre.
—¿También usted sabe que lo asesinaron?
—¿Asesinaron? ¿Quién te hizo creer tal cosa?
—Nadie específicamente; sólo el mismo presentimiento que se lo hizo sospechar a usted.
—Eres atrevido y juegas fuerte.
—Soy sincero.
—Me places ¿Qué puedo hacer por ti?
—Nada especial.
—Entonces, ¿a qué viniste?
—Quería conocerlo, ver cómo era. Gracias. Adiós.
—Espera. No quiero que te vayas. Tenemos que hablar.
—¿De qué?
—De ti. ¿A qué te dedicas?
—Aún no lo sé.
—¿Algún proyecto?
—Quizá.
—¿Cuál?
—Seguir las huellas de mi padre.
—No.
—¿No? ¿Por qué?
—Tienes demasiado temperamento, demasiado nervio. La enseñanza requiere paciencia y mansedumbre.
—Quizá sea así, pero lo intentaré.
—Puedes actuar en otros campos con éxito.
—Por ejemplo...
—Déjame pensar... ¡en el Ejército!
—¿En el Ejército? Le dije que pretendía seguir las huellas de mi padre. Nada más lejos de él que el espíritu castrense.
—Y sin embargo, tú lo tienes.
—¿Por qué?
—Por tu decisión.
—Me parece más importante la labor de la enseñanza.
—Puedes desarrollarla en el Ejército.
—No entiendo.
—Los soldados tienen un espíritu envarado. Un intelectual entre ellos les podría ayudar a humanizarse. Necesito de ti, como necesitaba de tu padre.
—¿De mí? ¿Qué puedo hacer?
—Te nombraré Coronel. Te mezclarás con ellos. Me tendrás al corriente de lo que ocurra. Necesito amigos.
—No me tienta la vida de milicia.
—¿Ni si con ello se te ofreciera la ocasión de vengar a tu padre?
—Mi padre no me enseñó de venganzas. Él hubiera perdonado.
—¿Ni si con ello te ofreciera ocasión de consagrarte a batir el cobre por los ideales que defendía el Doctor Pellicer?
—¿Cree que podría hacerlo?
—Sí. ¿Qué contestas?
—No sé lo que mi padre me hubiera aconsejado.
—Que te sacrificaras por los ideales.
—Sí, posiblemente éstas hubieran sido sus palabras.
—¿Entonces?
—¿...?
Extrañas formas y raros colores se debatían luchando en su mente. Se sentía débil y fuerte a la vez. Por más esfuerzos que hacía no lograba exacta conciencia de dónde estaba ni de lo que ocurría. Una avalancha roja se le venía encima. Trató de gritar, pero no podía articular palabra. Su garganta estaba reseca. En su imaginación aparecían las áridas estepas de la meseta de Putaca con sus sedientas tierras. Se sentía yermo. Entonces llegó el agua. Cantidades fabulosas de agua; arroyos, torrentes, cascadas, ríos, inundaciones. Todo azul. El frescor era agradable, pero sintió frío. Frío en los músculos. Frío en los huesos. Frío en las entrañas. No sabía dónde estaba ni qué sucedía. Nuevamente intentó gritar. Le pareció que por fin su garganta cedía y podía emitir un gemido. Así era. De su agalla había salido un quejido.
En un rincón de la habitación, un grupo de personas cuchicheaban gravemente.
—Parece que vuelve en sí. ¿Qué opina, Doctor?
—Ya se lo dije antes. La herida sólo afecta los músculos del hombro y no tiene importancia. Lo único grave es la fractura de la base del cráneo. Fué una verdadera mala suerte que al caer en el callejón, a la salida de la asamblea, lo hiciera de espaldas. Hasta dentro de unas horas no podremos dictaminar de una manera definitiva.
—Pero, Doctor, ¡tiene que salvarlo! Es nuestro jefe. El pueblo tiene fe en él y lo idolatra. Si muriera, todo se vendría abajo como un castillo de naipes. Aún recuerdo cuando mataron a su padre. Fue el aborto de una incipiente rebeldía. No se puede repetir la historia. Es nuestro jefe y lo necesitamos.
—Se hará todo lo que se pueda. Recen, recen mucho. Yo volveré por la noche si me es posible. No se lo aseguro porque temo que la policía sospecha de mis ideales y me siguen los pasos. Si descubrieran que cuido a Tigre, sería no solamente fatal para él sino para mí y para todos ustedes. Tengo que tomar precauciones.
—Bien, Doctor, pero intente volver a poco que pueda.
—Lo haré. Recuerden lo que les dije; recen mucho, que Dios puede más que nosotros.
—Así lo haremos.
Todos salieron para acompañar al esculapio. Sólo Lucía quedó en la habitación. Su cuerpecito de adolescente temblaba coma una hoja. Se acercó al lecho y pasó su mano por la sudorosa frente del herido. Sus grandes ojos azules se clavaron en aquel rostro con ansia infinita, con adoración. Se dirigió a un rincón de la alcoba. Sobre una cómoda ardía una lamparilla a los pies de una tosca Virgen. Cayó de rodillas y mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas, rezó, rezó con todo el fervor de sus dieciséis años.
Los espirales de humo que se desprendían de los olorosos cigarros habanos formaban perezosas volutas que apenas se movían. El tintineo de las copas daba musicalidad al ambiente y trataba de luchar estérilmente en deseo de belleza, contra las roncas y profundas voces y carcajadas de los cuatro asistentes a la reunión.
—Bien, Salamanca, esto queda en sus manos.
—Lo intentaré, pero ya saben que es terco y más desde que ocupa el sillón presidencial. Los que jamás tuvieron, cuando gozan de algo, se vuelven insoportables.
—Ni que lo diga, Salamanca, ni que lo diga.
—Todo lo que huela a negocio que pueda favorecer a uno de nosotros, en vez de aprobarlo como sería lo más lógico, lo impugna in continenti. No entiendo quién cree que es.
—Muy sencillo: el Presidente.
—Un Presidente que sin nuestro apoyo estaría aún en las montañas perseguido como una alimaña.
—Dejemos las divagaciones. Nosotros lo llevamos al poder porque nos interesaba. Ahora somos los dueños del país y sólo nos falta organizarnos para evitar lo que no nos convenga. La unión hace la fuerza.
—Él es el hombre fuerte.
—Un hombre fuerte que tiene los pies de arcilla.
—Sus pies son el pueblo que hoy por hoy lo adora.
—Hoy por hoy, pero...
—¿Pero?
—No será muy difícil mudar el pellejo de la cábila cuando queramos. Es algo que está en nuestras manos.
—Y que por ahora no conviene tocar.
—Coincido plenamente con el Doctor Palanca.
—Todos coincidimos.
—Sí; las cosas siguen su camino por la vereda conveniente.
—En el fondo es honrado, lo que ya es algo.
—Hay que reconocerlo.
—No entiendo a qué vienen estos elogios. ¿No somos todos íntegros? Somos gentes del Ejército, del comercio y de las finanzas que actuamos en bien del país y de sus habitantes.
—Sin embargo, señor Wolf, se dice algo por ahí que no os favorece mucho.
—¿Qué calumnia cuentan?
—No, nada especial.
—Tengo derecho a saberlo.
—Negocios personales censurables.
—¿A qué se refieren, Doctor Camargo?
—Salamanca fue quien trajo la información. Él se lo expondrá.
—Dígame de qué se trata, Salamanca.
—Se refiere a la compra de cierta finca.
—La gente no sabe de qué se trata.
—Nosotros tampoco.
—¿Está intentando acusarme, Salamanca?
—No. Estoy intentando saber algo que indirectamente nos afecta a todos y debemos conocer para defender la posición del Ministro cuando se tercie. Dicen que compró usted una finca valorada en medio millón y que a las veinticuatro horas trapicheó la mitad de ella, por los mismos quinientos mil.
—Esto es una falsedad y una calumnia.
—¿Qué fue, pues, lo ocurrido?
—Se lo explicaré, Salamanca. No porque considere que esté obligado a dar cuenta de mis asuntos familiares y financieros, sino para evitar roces que podrían ser nefastos entre nosotros. Miembros de mi familia han constituido una sociedad ganadera a todas luces lícita y legal. Una de las razones que más me empujó a alentarles en la empresa fue el recordar los dolores de cabeza que siempre han pasado todos los Ministros y la necesidad imperiosa de conseguir que los miembros de la familia hagan negocios permitidos y privados, fuera de las actividades oficiales. Esta sociedad compró una hacienda y luego vendió la mitad de ella a un precio que a nadie importa. Para su tranquilidad le diré que no se vendió a ningún departamento del Gobierno, sino a particulares. No veo en ello nada inmoral ni ilegal, sino una prueba de buena fe por mi parte.
—¿Quién compró esta media finca?
—Luis Becerra.
—¿Luis Becerra? Es raro.
—¿Raro? ¿Por qué?
—Todos sabemos que es hombre entendido en cuestiones agrícolas.
—Por ello precisamente la compró.
—Por ello no debió comprarla. Sé muy bien lo que vale.
—¿Desde cuándo os interesan las cuestiones agrícolas, Salamanca?
—La verdad es que jamás me interesaron.
—Entonces, ¿de dónde sacasteis la información que parecéis poseer?
—Rumores...
—¿Rumores o husmeos?
—¡Por favor, Wolf!
—Esto digo yo, ¡por favor, Salamanca! Metamos cada cuál las narices en lo nuestro y vivamos en paz.
—Bien, sólo era con la buena intención de evitar comentarios que no conviene se divulguen.
—Por ahora no habrá rumores. Más adelante tendremos que tomar precauciones. Pero en estas fechas —como todos los Gobiernos recién ascendidos al poder— se nos ha concedido una tregua de crédito, hasta ver lo que pasa.
El General Salamanca se incorporó.
—Bien, señores, les dejo. Nos veremos mañana en el consejo. Yo me encargaré de presentar al Presidente la moción que discutimos anteriormente. Buenas noches.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
La puerta se cerró tras Salamanca.
—¿Qué opinan ustedes del descaro de este hombre?
—No se encalabrine, Wolf. Como él mismo dijo, el que nada ha tenido, cuando lo tiene, se vuelve insoportable.
—¡Habráse visto desgraciado! ¡Meterse conmigo! Y él, precisamente él, que sólo ha comido rancho toda su vida.
—Pero ahora es primer ministro.
—Porque a las finanzas no les convenía ocupar tal puesto.
—Exacto. Y nos sigue conviniendo mantenerle en el cargo. Sólo sabe de cañones y es el muñeco del pim-pam-pum que recibe como Primer Ministro todos los mojicones del Presidente. Esta es la situación que nos interesa. Dejemos que sea el payaso sobre el cual Su Excelencia descargue sus coces y su furia.
Cuando la luz se hizo en su mente, todo era confuso y turbio. Trató de serenarse para coordinar ideas y lo consiguió. Lo último que recordaba era el oscuro callejón, el jadear de los hombres que corrían a su lado, el latigazo de fuego en el hombro y... cerrazón. El tacto le demostró que yacía sobre un camastro.
Sin duda estaba herido. Pero ¿dónde? ¿En manos amigas o enemigas? No quería abrir los ojos. Era importante que al tiempo que lo hiciera sus facultades mentales trabajaran perfectamente sincronizadas por si las gentes entre las que se hallaba no eran leales al movimiento revolucionario. Durante un largo lapso de tiempo, trató de saltar como un gimnasta de idea en idea, para comprobar la agilidad de su cerebro. Cuando tuvo la seguridad en sí mismo, entreabrió los párpados. Momentáneamente le pareció estar solo en la alcoba. Al poco divisó en la semioscuridad una figura femenina. No estaba en la cárcel. No estaba en un hospital. Dedujo que estaba en manos amigas.
—Usted..., oiga...
Lucía se volvió encendidamente y se acercó al lecho. La aleluya y la ansiedad se pintaban en su rostro.
—¿Cómo estás?
—¿Dónde estoy?
—¿Cómo te encuentras?
—¿Qué ha pasado?
—¿Te sientes mejor?
—¡Maldita! ¡Cállate y contéstame!
—Sí, como digas, Tigre.
—¿Dónde estoy?
—En casa. Estás seguro.
—¿En casa de quién?
—De mi padre, Torcuato, el barbero.
—Sí... recuerdo que estaba en la reunión.
—Sí.
—¿Es grave mi herida?
—No, pero debes descansar.
—Tengo que marcharme. Me buscarán.
—No te pueden encontrar.
—Pueden sospechar de Torcuato y venir aquí.
—Aunque vinieran no te cogerían.
—¿Por qué?
—Tendrían que matarme para llegar a ti.
Juan Tigre guardó silencio. ¿Tanto le quería aquel pueblo?
Levantó los ojos y vio las lagunas azules de Lucía acechándole. Comprendió que no era sólo la pasión política por el jefe la raíz de aquellas palabras. Sintió una rara sensación al ver aquellos ojos.
—¡Chingado! —se gritó a sí mismo reaccionando.
Intentó moverse. Le dolía el hombro y la cabeza. Se quejó.
—¿Puedo hacer algo por ti?
—Dejarme tranquilo.
Aquellos ojos claros, compasivos, estaban alterando sus nervios. Suponía lo que ocurriría a continuación. Le iba a brindar ayuda y protección. ¡Torpe! Sabía que lo haría. Era inevitable.
—Necesito ayuda, Tigre. Tienes que ayudarme. ¿Quieres por favor hacerlo?
Quedó en suspenso. No acostumbraba a equivocarse y aquella pelada acababa de demostrarle su error.
—¡Me emputa esto! No te entiendo.
—¡Protégeme, Tigre!
—No seas necia. Sé muy bien lo que pretendes; ayudarme, darme la sensación de que puedo hacer algo.
—No, no digas esto.
—Si no es así, explícame en qué puedo ayudarte, herido e inválido.
—Es...
—¡Dilo ya, boba!
—Perdona. Lo único que no quería era enojarte.
Se levantó y se alejó lentamente hacia la ventana. Su silueta se recortaba. Era una niña, pero sus tempranas y apretadas formas de incipiente mujer, daban una armonía lúbrica al contraluz.
Tras Salamanca desfiló el honorable azucarero Doctor Palanca. Sólo quedaron en la habitación el señor Wolf y el Doctor Camargo.
—Me siento disgustado, Doctor, muy quejoso.
—No lo tome por la tremenda, amigo Wolf.
—Creo que Salamanca no debería ni haber insinuado una cuestión de esta índole. Es de un mal gusto extremado.
—Salamanca es un pobre pendejo. Bien lo sabe usted.
—Pero Palanca tampoco salió en mi defensa.
—Entre nosotros de nada tenemos que defendernos.
—Pero Palanca...
—Palanca, ¿qué?
—Debería haber roto una lanza por mí. Este gallo tampoco tiene la conciencia inmaculada.
—Dígame, amigo Wolf, ¿insinúa o afirma?
—No hago más que recoger —como hizo Salamanca— la vox populi.
—Me interesa que me cuente de qué se trata.
—Creo que lo conoce usted bien.
—No entiendo.
—El ingenio azucarero de Chalanas.
—¿Sugiere que hubo algo sucio en aquello?
—Repito que me limito a escuchar la voz del vulgo.
—¿Y qué dice el pueblo?
—Que el juez encargado del remate había sido bruscamente cambiado al insistir en que la opción empezara en los cinco millones. Y... el cambio es de la jurisdicción de usted, ¿no es así? El nuevo Juez nombrado por el Ministerio de Justicia, bajó la opción a un millón.
—Su recta moralidad creería que éste era el canon razonable.
—Se podría resumir así, si no diera la casualidad que después de la nueva opción, se remató al precio de un millón siendo único postor el Doctor Palanca.
—¿Qué tengo yo que ver con ello? Fue un negocio legal.
—Me gustaría indagar la legalidad de este asunto, de la misma manera que ustedes investigaron lo del negocio de mis familiares.
—No sería muy difícil ahorrarle el trabajo poniéndole en antecedentes de cómo marchó este trato.
—Hágalo por favor. Me parece interesante.
—Cualquier día que tengamos un rato.
—¿Por qué no ahora?
—Pues...
—¿Por qué no?
—Si insiste...
—Insisto.
—La anterior empresa propietaria del ingenio, se declaró en disolución por quiebra. El Doctor Palanca, reunido con otras personas interesadas, compró los créditos y las acciones en su totalidad. Se pagaron algunas deudas y apareció Palanca como propietario del ingenio en su totalidad con créditos y acciones. Como durante años hubo cosas churretosas en el negocio, y se había abusado de las gentes que allí trabajaron, se acordó que era necesario sacarlo a remate, con mucha mayor razón por tratarse del negocio de un Ministro, que exigía plena claridad. Palanca podía no haberlo hecho, pero su honrada conciencia hubiera quedado intranquila porque evidentemente muchos acreedores resultaban engañados. Si Palanca fué el único postor, no se debió a otra cosa más que a la urgencia de poner en marcha nuevamente el ingenio, lo que obligó a una convocatoria muy breve. Estoy seguro de que después de esta explicación, sus dudas ante las calumnias, quedarán aclaradas.
—Sí, Doctor, tan aclaradas como las suyas sobre la adquisición de la hacienda de mis familiares.
El Doctor Palanca, y el señor Wolf se volvieron a arrellanar en sus butacas y chuparon ampulosamente sus cigarros.
La convalecencia de Juan Tigre avanzaba lentamente. La herida física cicatrizaba. El traumatismo del espíritu, provocado por la guadaña de su aislamiento y de su inutilidad en tan difícil momento, se agrandaba y se emponzoñaba de día en día. Sus nervios estaban en constante tensión. Su irritabilidad a flor de piel. Cualquier cosa lo exacerbaba y lo sacaba de quicio. La Junta Revolucionaria había acordado —para su protección— guardar el más absoluto silencio sobre su escondite. Ni tan siquiera Mariana fue informada, por más que insistiera en ello Tigre. Tenía sus razones. Endrinas sombras lo rodeaban. Negras opacidades que eran blancas y virginales; los brazos de Lucía, los labios de Lucía, los senos de Lucía.
Todos y todo lo irritaba. Un día descubrió que sólo la niña sosegaba sus asperezas. Le pidió permaneciese a su lado un rato. Luego más de un rato. Más adelante unas horas. En un momento a todas horas. Aquella adolescente tenía el poder de calmar sus arrebatos y de alejar sus intranquilidades. Los reemplazaba con deseos. Muy tenues al principio, pero más y más imperiosos cada día. Rogó que le trajeran a Mariana para desahogar en ella sus distorsionadas fuerzas temperamentales. No se la quisieron traer.
Tenían miedo y él también sentía pavor. Aprensión y dolor de conciencia por lo que estaba ocurriendo y él quería evitar. Luchaba, pero cada día más débilmente.
Desde que un día descubrió que al amanecer la chiquilla bajaba a lavarse al pozo, debajo de su ventana, sólo se le aparecía aquella virginal desnudez. Se dijo a sí mismo que aquello no podía, no debería estarle ocurriendo. Pero era como luchar contra la corriente del gran río. El deseo entró en el campo sigilosamente, desconocido, inesperado. Destruyó el equilibrio, el pensamiento, el sentido común. No le dejaba argumentar consigo mismo. Sabía que Lucía no jugaba con su baraja. Se sentía fuera de lugar cuando la veía de cerca, mirándole con inocente pero irreprimible admiración. ¿Admiración o deseo? Él no lo sabía. Sólo sabía que Lucía también desconocía lo que era. Pero era algo. Lucía penetraba en su sangre y no podía apartarla. Tigre sentía debilidad. Pero nada podía hacerle.
—Buenos días, Tigre. ¿Cómo has descansado?
—Bien. Déjame salo.
—Tigre... ¿Por qué eres tan brusco conmigo?
—Perdona. Ya sabes que estoy nervioso.
—Perdóname a mí que soy quien te irrito. No te enfades conmigo.
Se acercó tanto que Tigre sintió como el pulso le latía en sus sienes. Apretó las manos.
—Bésame en señal de perdón.
La mirada azul que en él se clavaba era cándida. Sin duda era inocente. Pero el cuerpecito de la chiquilla palpitaba. Ni ella misma sabía por qué, pero temblaba como una hoja que el viento se esfuerza y presiente arrancará con un nuevo soplido.
Tigre puso sus brazos alrededor del talle. Dudaba. Se dijo que la besaría como un hermano mayor.
La besó.
En honor al buen juicio, es mejor que nunca ningún primogénito sienta lo que Tigre sintió en aquel momento. Y ella, ¡coya!, susurraba lastimeramente.
—¡Abrázame, Tigre! ¡Tenme prieta! ¡Cuídame! ¡No me dejes!
—Protesto. Me opongo enérgicamente.
—Baja la voz, Salamanca, baja la voz.
—Lo siento, Excelencia, pero debo insistir en mi condenación.
—Pataleo inútil.
—¡Pero esto es improcedente!
—¿Qué hay de lógico y procedente en una revolución?
—¿Insistís en usar el término revolución?
—Insisto. Me gusta.
—Bien, Excelencia, pero el asunto que me incomoda es completamente ilegal.
—¿Qué es legalidad, Salamanca?
—Pues... pues... ¡eso!
—Tú lo has dicho: eso. Y eso, es lo que conviene, lo que yo ordeno. ¿Entendido?
—Pero así, sin preparación, sin pasar por la Academia, de la noche a la mañana nombrado Coronel de nuestro glorioso Ejército, ¡es intolerable! ¿Qué dirá el Cuerpo?
—¿No eres tú su ministro? Pues a ti te toca acallarlos. ¿Qué preparación tienen la mayoría de los Ministros? ¿Qué preparación tengo yo para ocupar la Presidencia de una nación? Y sin embargo...
—Pero el Ejército es distinto.
—Todo es cuestión de vestirlo con un uniforme. El espíritu se lo comunicará el mismo paño y los entorchados.
—Lo siento Excelencia, pero no puedo aceptar la idea de este nombramiento.
—Ni debes admitirla. Lo hice yo y esto basta. El decreto está firmado. Se le otorga la categoría de Coronel, a Don Dionisio Pellicer; firmado y rubricado.
—¡Nunca será un militar el hijo de un maestro escuela como Pellicer!
—El hijo de un gran hombre, Salamanca, no lo olvides. De uno de los pocos hombres justos que ha tenido el país. Quizá el espíritu militar de su hijo, sea precisamente el del nuevo ejército, el de un grupo de hombres de armas, en el que descansará la tranquilidad de la patria.
—Sigo manifestando mi disconformidad.
Y Su Excelencia el Presidente, perdió un poco la calma y mandó a su Primer Ministro a hacer algo a la luna, algo que siempre ha sido considerado una imposibilidad biológica.
Finalmente le traían a Mariana. Por fin se vería libre de pesadillas. Mariana lo llevaría lejos de allí. Otra vez a las montañas. El agua fresca de los torrentes lavaría sus pensamientos.
—Adiós. Adiós, Lucía. ¿Dónde estás, mozuela? ¿Dónde estás, zagala? Quiero verte. Quiero decirte adiós... no, no te lo diré. Será mejor así. ¡Lucía!
En el umbral estaba Lucía.
—¿Qué quieres?
—Sé que hoy viene Mariana. Sé que hoy te alejarás. Quiero decirte adiós.
—Me dirás, con Dios, cuando me vaya. Aún faltan unas horas.
—No; te lo diré ahora, y luego marcharé a correr los montes sola. No quiero que otros vean mi pena.
—Bien..., adiós, Lucía.
Nunca podía decir cómo ocurrían las cosas con la muchacha. La tenía en sus brazos. Su mano derecha resbaló. No la bajó intencionadamente, pero resbaló. Tenía la cabeza apoyada contra su pecho. Sintió como una explosión dentro de sí. Apartó las manos de la llena firmeza donde se apoyaban. Temblaba. No era una mujer para tratarla así, ni era el momento de hacerlo. Lucía parecía ignorar lo que estaba ocurriendo, no sabía, no paraba mientes en que fuera eso. Y él pensaba en otra cosa que no era la pena de la muchacha.
Hablaron. No mucho ni con gran sentido; pero hablaron. La seguía rodeando con sus brazos. Ella volvió el rostro hacia él, tierna la mirada, entreabiertos los labios. Nadie los empujó. Se besaron. Nunca él había besado. Ahora lo sabía. Fué devastador. Y amaba lo que estaba ocurriendo. No era una seducción. Era algo más real y verdadero. Dijo algo, y no le salió lo que pretendía. Su voz temblaba.
Juan se apartó. Ella lo atrajo hacia sí. Dijo en un suspiro:
—A nada siento miedo cuando me tienes en tus brazos. No te muevas.
Y para cerciorarse de ello, le cogió la mano y se la puso nuevamente donde la había tenido.
Juan dijo:
—Yo siento miedo.
—Tú nunca puedes sentirlo.
—No me engaño. Tengo terror a hacer un falso movimiento.
—No puede haber ningún falso movimiento.
—Está mal.
—Nada tan maravilloso puede ser malo.
La tensión crecía.
—¡Juan! ¡Juan! ¡Juan!
Se incorporó violentamente derribando a Lucía.
—¡Dios es bueno!
—¡Juan! ¡Juan! ¡Juan!
Era la voz de Mariana. Corrió como un loco atravesando el patio.
—¡Juan! ¡Juan! ¡Juan!
La voz salía de la habitación. Empujó la puerta. Un paraíso encima de un volcán. Todos los sueños salvajes de un hombre, reunidos y realizados en un instante supremo. Lo quimérico siendo realidad. Los tambores de la selva retumbando dentro del pecho. El todo en lo humano.
—¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Te quiero! Te quiero tanto que hasta duele. Mátame, mátame con un cuchillo, mátame porque te quiero.
—Hay otras armas para matar.
Lo besó fieramente.
—¿Mujeres? ¡Bah, tonterías!
—Insisto en que la prostitución está introducida en los cuarteles, en que las coyas parecen mandar más que los generales, en que en vez de una institución militar, las casernas son un relajo.
—Son hombres y hay que dejarlos.
—Son soldados y ante todo tienen un Dios y una Patria a quien servir. La mayoría de ellos siguen esta vida y costumbres por contagio. Quiero iniciar un movimiento de austeridad y tengo la seguridad de salir adelante. Que unos cuantos sean unos chingados pendejos, está echando a perder la moral de todo el Ejército. Nadie ha tenido la hombría de oponerse a ellos. Pero estoy seguro que si uno levanta la bandera, los demás lo seguirán. El Ejército tiene nobleza e ideal. Son los caballeros defensores de la Patria y cuatro camajanes no pueden destruir este espíritu.
—Coronel Pellicer, mis plácemes. Veo que hablas ya como un soldado de cuerpo entero.
—Hablo como un hombre de bien. Si el camino de la vida me llevó inesperadamente a usar un uniforme, quiero dignificarlo y ponerlo a la altura que le corresponde, donde debe estar.
El Presidente soltó una carcajada.
El Coronel pareció desorientado.
—¿Puedo saber, Excelencia, qué hay de chistoso en esto?
—No te molestes, Dionisio. Me río de mí mismo. Me carcajeo con alegría al comprobar mi audacia y pupila. Acerté escogiéndote. Desde que te vi, percibí en ti un colaborador firme y leal. Me gustas. Creo que harás cosas buenas y confío en ti.
—Gracias, Excelencia.
—Incidentalmente; no me gusta que me llames Excelencia. Eres de las pocas personas en quién tengo confianza y prefiero que me llames Tigre.
—Bien, Tigre.
—Volviendo al asunto, ¿qué pretendes?
—Que la prostitución sea abolida de una manera absoluta de los cuarteles y que se publique una orden condenando la presencia nocturna de mujeres en las casernas.
—Deberá ser Salamanca quien firme. Es un asunto de su incumbencia.
—Salamanca se niega a ello. Este es el motivo que me obliga a venir a su Ex..., a ti, Tigre.
—¿Salamanca se niega a ello? Bien, bien, me place. Entonces firmaré personalmente un decreto hoy mismo.
—Gracias, Tigre.
—Y ahora que este asunto quedó zanjado, dime en un terreno de amigo, ¿por qué odias tanto y te preocupas de tal manera por estas mujerucas?
—Todas las mujeres, aunque sean mujerucas, son dignas de respeto.
—Te complicas la vida, Dionisio. ¿Sabes cuál es mi divisa con ellas desde hace años?; ámalas, acuéstalas, y déjalas.
—¿Piensas lo mismo del recuerdo de Mariana?
—Mariana... no, ella fue distinta.
—Todas son distintas a los ojos de quien las sabe ver y las sabe querer.
—Quizá tengas razón, pero dejemos esto... ¿Un cigarro?
Ya volvía a estar en las montañas, en sus montañas. Sentía el jadear del caballo bajo la presión de sus rodillas. Sentía la caricia del brazo de Mariana apretando su cintura. Se volvió a mirarla. Ella sonrió. Siempre sonreía. Y todo se volvió hermoso ante su sonrisa; los árboles, los ríos, las laderas, la noche...
—Pronto llegaremos.
—Tengo miedo, Juan, miedo de que nos descubran.
—Entraremos por el camino viejo. No habrá vigilancia allí.
—¿Por qué no lo dejamos? Podemos ir más adelante, cuando la obsesión de tu captura se haya calmado.
—No; tengo que ir ahora. Quiero ir. Tiene que ser hoy.
—Pero no comprendes que todo el pueblo está ocupado por los esbirros. No entiendes que en cada esquina de San Rafael hay un fusil esperando a Juan Tigre...
—Menos en el camino viejo.
—¿Por qué en el camino viejo no?
—Porque madre se cuidó de ello. Sabe que voy a verla. Sabe que mi primer acto al recobrar la libertad de movimientos, será ir a rezarle. No puede abandonarme cuando a ella voy. Está sentada a la diestra de Dios y tiene buen palique para convencer al Señor de que me deje arrodillarse ante su sepultura y llamarla en voz baja, tiernamente; madre, madre mía querida.
11 de Marzo. Primer aniversario de la victoriosa revolución.
Le molestaba el alto cuello del uniforme.
El pueblo en la calle. Entusiasmo. Entusiasmo sin sinceridad. Un año... ¡es un año!
Los entorchados le entorpecían los movimientos. No sabía qué hacer con el espadón.
Sin embargo, aunque el frenesí de aquel primer día triunfal estuviera apagado, el aire de fiesta, las bandas de música, las banderas y gallardetes, la paga extraordinaria decretada por el Gobierno, producían su efecto y la gente sonreía satisfecha.
El Presidente saludaba a derecha e izquierda, mientras murmuraba entre dientes.
—¡Majaderos!
No, no todo había marchado como se prometió, pero... ¡qué día más hermoso! Era prematuro juzgar. Aún era tiempo de creer en promesas. El de la derecha gritaba. El de la izquierda le seguía. El de atrás levantaba la voz ¿Por qué no?
—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre! ¡Padre del pueblo! ¡Libertador!
Hacía calor. ¡Lo que daría por quitarse la guerrera y los arreos! Los Ministros, levita y chistera, parecían monos de circo.
El himno nacional. Silencio. Respeto. Hay que descubrirse.
—¡Viva Tigre!
—¿Me quieren o son hipócritas?
—Os adoran, Excelencia.
—Salamanca; estoy cansado de tus estupideces.
—Pero, Excelencia...
—¡Calla, camaján!
—Intento solamente daros placer.
—¡Anda y bésame el culo!
La infantería. Flamantes uniformes. ¡Cómo brillan las bayonetas! ¡Es airosa la música militar! El corazón latía. No sabemos por qué.
—Aquí, señor Embajador. Por favor, tome asiento a mi lado.
—Es un honor.
—El honor es para mí al sentirme apoyado por la gran nación amiga.
¡Tararíiii!... ¡Tararíiii!
—¡Ya llegan! ¡Ya llegan!
—¡La caballería!
—¡Qué hermosura!
—¡Qué caballos tan limpios!
—¡Mira, mira los blancos, qué preciosos son!
—¿Sabes qué me recuerda siempre esto?
—Cuando limpiabas el estiércol en tu casa.
—No seas prosaico. Me recuerda las palabras del poeta, “ya viene el cortejo, ya se oyen los claros clarines...”
—¡Hay que ver lo que sabe Pancho!
—Pronto aparecerá en el cielo el símbolo de la ayuda que la Gran Potencia está dispuesta a darnos.
—Con la seguridad de que haréis buen uso de ella, Excelencia. Nos complace ser generosos con el amigo leal.
Rumor. Runruneo. Trueno. Explosión.
—¡Míralos!, ¡Míralos! ¡Parecen un milagro! Uno... dos... tres... cuatro... cinco... seis... Dicen que corren más que la luz.
—¿Qué dices? No te oigo. ¡Vaya escándalo que arman!
—¡Qué corren más que la luz!
—¿Más que la luz? Que el sonido, huevón, ¡qué el sonido!
—Bueno, pues que el sonido. Por esto los llaman de a chorro.
—¿Qué tiene que ver el sonido con el chorro?
—Pues... no sé. Algo tendrá que ver, porque los llaman de a chorro.
—Magnífica parada, Excelencia. El Ejército ha demostrado una disciplina y una marcialidad admirables.
—Gracias, señor Embajador. Espero que aún lo produzca mejor cuando vayamos recibiendo todo el nuevo material previsto en el Tratado. Por cierto que necesitaría aclarar algunos puntos que elevó a mi jurisdicción el Ministro de Comercio. Mañana os recibiré a las cinco.
—De acuerdo, Excelencia.
—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!
—Por la escalera de atrás, Excelencia. Allí la policía mantiene el cordón y podéis llegar al coche.
—No; saldré por aquí. Quiero pasar entre la gente. Se lo merecen.
—Es peligroso, Excelencia. No hay protección.
—¿Protección? No me hagas reír, Salamanca. Míralos, óyelos.
—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!
Lo vio. Lo presintió. Lo llevaba retratado en el rostro. Pero era tarde... ¡era tarde para retroceder!
Uno... dos... tres, fogonazos.
Lo sabía. Lo presentía. Tenía que ser así. Aquellos ojos inyectados de sangre, rezumaban odio. Y, sin embargo, no retrocedió.
No podía retroceder. Aunque las balas le atravesaran el pecho, debía seguir adelante. Demostrar que era invencible. Oyó silbar los proyectiles rozando su cabeza. Vio desplomarse una mujer lanzando un chillido, mientras los ojos le saltaban de las órbitas y una mancha roja aparecía entre ellos.
Pero no parpadeó.
Supo demostrar que era invulnerable.
—Pero Juan, esto es un establo de ganado. Aquí no puedes quedarte.
—Aquí debo permanecer por el momento. Me buscarán por todas partes menos en un redil. Ahora márchate a San Rafael. Coge el caballo. Galopa todo lo que puedas y cuando llegues, diles a Arcadio y a Miguel que ya estoy aquí, y que les espero a todos mañana por la noche. Adviérteles que vengan por distintos caminos para que nadie pueda sospechar. Date prisa.
—No; no quiero irme. No quiero dejarte solo en estas sierras. No hay alma viviente aquí cerca. Tengo miedo.
—Oye, Mariana, escucha, amor, ¿no comprendes que es precisamente lo que conviene, que no haya ser viviente en las cercanías? ¿Por qué crees que escogió la Junta este rincón del mundo? Para que nadie sospeche y yo esté con ello a salvo.
—Sí, pero... ¡esta soledad!
—Es mejor esta soledad que la solitud de una celda o el abandono de un cuerpo muerto balanceándose en el extremo de una soga.
—Quiero quedarme contigo, Juan. Tengo miedo de que te ocurra algo estando solo. Moriría de pena, especialmente ahora.
—No te preocupes, amor. Faltan aún tres meses. Por aquellas fechas ya las cosas estarán más tranquilas. Aunque sólo sea por unas horas podré bajar a San Rafael para coger a mi hijo en brazos y darle la bienvenida al mundo. Ahora márchate.
—No, Juan; ¡déjame quedar! Viviremos los dos aquí. Estando juntos, esta soledad se convertirá en un cielo. ¡Déjame quedar!
—¿Recuerdas cuántas veces te hablé de la admiración que sentí siempre por madre?
—A mí también me fascinó durante las pocas horas que la conocí.
—¿Recuerdas el encanto que te produjo cuando te hablé de cómo se sacrificó por padre, porque supo comprender y respetar el que fuera jefe?
—Sí, recuerdo.
—¿No deseas que tu hijo te admire y que siempre hable de ti como yo hablo de ella?
—Lo deseo.
—Entonces, márchate.
—Bien, Juan, me iré.
—Espera... ¿no oyes ruido?
—Sí... parece el galopar de un caballo.
—Alguien se acerca. Escóndete aquí detrás, entre el heno.
—¿Qué vas a hacer, Juan?
—Calla.
—Juan; dame una de tus pistolas.
—¿Qué pretendes?
—Estar a tu lado para todo y en todo.
Tigre le puso las manos sobre los hombros y se miró en sus pupilas. Por un momento la arruga de preocupación que cruzaba su frente desapareció y en su boca nació una sonrisa.
—¡Eres de la raza de madre! Toma el revólver.
—Gracias. Te quiero.
—¡Silencio!
Sólo la contenida respiración y el correr de las ratas, quebraban la mudez del redil. En el exterior, el ruido de los cascos del caballo martilleaba la tierra. Más cerca... más cerca... más... Tigre levantó el revólver y encañonó la puerta. El caballo se había detenido.
Se oyó un susurro.
—¡Tigre!...
Juan apretó los dientes y apoyó el dedo en el gatillo.
—Tigre... Tigre... soy yo... Arcadio.
Los músculos se aflojaron. La tensión cedió. Los revólveres se inclinaron hacia el suelo.
—Arcadio ¿qué pasa? ¿Cómo viniste sin aviso?
—¡Ah, estás aquí! ¿Y Mariana?
—Está conmigo.
—¡Gracias a Dios! Llegué a tiempo.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué ocurre?
—Temía que de acuerdo con lo convenido, estuviera ya galopando hacia San Rafael y hubiera cogido otro sendero distinto al que usé yo.
—Iba a marcharse ahora. Me alegro que hayas venido. Así no se irá sola. La noche es muy oscura.
—Venía precisamente a avisarla para que no bajara a San Rafael por ahora.
—¿Qué sucede?
—Sospechan que sabe dónde estás y la buscan.
—¿Lo ves, Juan? Me quedaré aquí contigo.
—Calla. Explícame lo ocurrido.
—Han registrado la casa. Se llevaron a Lucrecio.
—¡Padre! ¿Qué le ha ocurrido?
—De momento nada. Le condujeron a Guapaigo. Dijeron que lo pondrían en libertad en cuanto apareciera su hija.
—Tendrás que ir, Mariana. Tu padre es viejo y no resistiría el régimen de cárcel.
—No, no iré. Todos tenemos que poner algo por la causa y él también. Mi deber está al lado del hombre que amo. Por él dejaré padre y madre. Lo dicen los Santos Libros. Me quedaré contigo.
—¿Estás segura de lo que haces? ¿No te arrepentirás?
—Estoy segura. Me quedo.
—Bien. Márchate, Arcadio, no vayan a sospechar con tu ausencia. Avisa a todos que mañana a medianoche, estén aquí. Tendremos consejo.
El galopar del caballo se fue perdiendo en la lejanía. Tigre volvió a entrar en el redil. Mariana había improvisado un lecho. Se acercó y la besó en la nuca.
—Gracias, Mariana.
—¡Te quiero!
La estrechó entre sus brazos. La besó en la boca. Perdieron el equilibrio y juntos cayeron sobre el fresco heno. En la atmósfera flotaba un algo que indicaba que todo iba a ser maravilloso, que era imposible decirse buenas noches. Se cogieron las manos. Se besaron nuevamente, violentamente. Estaban envueltos en una nube mágica. No había inocencia porque ambos irradiaban seducción.
Eran como dos gatos en la oscuridad de la noche.
La confusión era terrible. El único que aparentaba calma y lo miraba todo con una sonrisa irónica de mofa en los labios era la escogida víctima; Su Excelencia el Presidente.
Gritos, carreras, órdenes, voces, la de Salamanca por encima de todas.
—¡A él! ¡A él! ¡Prendedle!
El Presidente no se había movido de sitio. Estaba satisfecho. Había probado al pueblo su entereza. Seguía el espectáculo con deleite. Se divertía.
La gente empujaba y se arremolinaba tratando de protegerse de la carga que daba la policía. En un abrir y cerrar de ojos un cordón de agentes rodeaba la persona del Presidente.
Un sargento voceó.
—¡No temáis, Excelencia! Nuestros pechos están aquí para recibir las balas a vos destinadas. ¡Viva Tigre!
Le llegó el tufo a vino que salía de debajo aquel mostacho.
—¡Huevón! —gritó Su Excelencia soltando una carcajada.
—¡Lo tienen!
—¡Lo han detenido!
—¡Lo traen!
—¡Lo arrastran!
—¡Maldito!
—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre!
—¡Perro! —gritaba congestionado Salamanca—. ¡Cocorro! ¡Asesino! ¡Criminal! ¡Te voy a culear, víbora!
—Calma, General, calma. Es a mí a quien trataba de asesinar.
—De ahí proviene mi indignación, Excelencia.
El Presidente soltó una nueva carcajada. Paradoja; nunca en su vida se había reído tan a gusto, ni se había sentido tan satisfecho.
—Que lo traigan aquí. Quiero hablar con él.
La policía abrió paso. Lo traían arrastrando. Lo dejaron a los pies de Su Excelencia. Salamanca, sin poder contener su indignación, escupió con buena puntería encima de su testuz.
—¡Perro!
—¡Dije calma, Salamanca! —insistió enérgico el Presidente. Bajó los ojos hacia el asesino. Su ropa estaba destrozada y en el suelo sobre el cual yacía, una mancha de sangre se iba extendiendo.
—¡Levántate!
El hombre alzó la cabeza e intentó incorporarse en esfuerzo inútil. Su rostro estaba bañado en sangre. En su mirada había terror. Terror y vileza. Era una cucaracha.
—¿Por qué lo hiciste?
Un gemido salió de sus labios. Rompió en sollozos. Salamanca no podía contener su cólera.
—¡Camaján! ¡Traidor!
—¡Que te calles, Salamanca! ¿Por qué lo hiciste?
La voz era débil. Sólo los muy cercanos lo oyeron:
—... miseria... dinero...
—¿Quién te ofreció dinero?
Las pupilas del infeliz recorrían alocadas el grupo de personas que lo rodeaba. En ellas reinaba un pavor rayano a la locura.
—... no... nadie...
—¿Quién te ofreció dinero?
Todo su cuerpo temblaba. Su rostro tenía una palidez de cadáver.
—No puedo..., no puedo...
—¡Dilo, camaján! Aunque seas un chingado, hijo de cien padres, si hablas soy capaz de tener misericordia de ti, ¡huevón!
—Fue...
Sus ojos seguían corriendo desorbitados el grupo.
—Fue...
La indignación de Salamanca era incontenible.
—¡Hijo de perra!
El Presidente se dio cuenta, pero llegó tarde para evitarlo. El movimiento de Salamanca fue rapidísimo. Sonaron dos estampidos. Ambas balas penetraron con seco chasquido en la frente del infeliz. Una sobre la sien izquierda. La otra por el ojo opuesto. Se mantuvo un momento erguido sobre los brazos. Una convulsión agitó su cuerpo.
Se desplomó.
Las once de una noche negra y cerrada.
Lo hizo mal. Sabía que debía haber marchado antes, cuando el primer quejido, cuando el primer dolor. Ahora era tarde. Ir a San Rafael y volver, aparte del peligro que entrañaba para él, le llevaría dos horas galopando muy ligero. Y dos horas eran mucho. Nunca hubiera creído que fueran tanto. Jamás los minutos habían sido tan lentos. Ella no se quejaba, pero la palidez de su rostro, y las ojeras que los rodeaban, le dolían a Tigre.
—¿Cómo te sientes?
—Bien, Juan, no te preocupes. Duele, pero es natural. No temas; la naturaleza es sabia y Dios me ayudará.
Las doce de una noche en que empezaba a llover.
Retenía los gemidos, pero no podía evitar las contracciones de los músculos. Intentaba sonreir pero la sonrisa se trocaba en mueca. Un sudor frío perlaba su frente. El semblante de él estaba bañado en una transpiración húmeda y cálida.
Se levantó y echó más leña al fuego. La arropó con la raída manta.
—¿Tienes frío?
—No, siento calor.
—Pues estás helada.
—No sé. No sé muy bien lo que tengo.
—¡Animo, Mariana, todo irá bien!
—Sí, Juan, todo irá bien.
La una de la madrugada, cuando los relámpagos y los truenos batían con furia el espacio.
Su rostro se crispó. Una terrible convulsión sacudió su cuerpo. La piel se amorataba. Se mordió los labios con desespero, tratando de contener el gemido. Pero no pudo. No pudo hacerlo. Era más fuerte que su voluntad. Un desgarrador chillido rasgó la noche. El eco lo devolvió envuelto en el rumor de la tormenta.
Tigre tenía las palmas de las manos ensangrentadas. Sus uñas se clavaban fieramente en ellas. ¿Qué podía hacer? ¡Nada! ¡Dios mío! ¿Hasta cuándo?
—¿Cómo puedo ayudarte, amor?
Ella jadeaba con los ojos cerrados. Parecía inconsciente. Tigre la tocó asustado.
—¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo asistirte?
Lentamente la respiración volvió a su pecho. Entreabrió los ojos.
—¿Ayudarme? Sé valiente, Juan, sé valiente.
Las dos de la madrugada, cuando la furia del vendaval desatada, parecía predecir el fin del mundo.
Ya le había perdido el respeto al dolor. Ya no pensaba en voluntad, ni en entereza. Ya no razonaba. Todo era rojo. Todo era dolor; el vientre, los brazos, los riñones, la nuca, las piernas. Dolor era el respirar, el mirar, el gemir, el oir, el tocar. Dolor, dolor, dolor. Gemidos, sollozos, quejidos, chillidos estridentes, todo a la vez, todo confundido, todo revuelto. Mansedumbre, impotencia, rabia, fuerza, debilidad. Una blanca espuma salía por la comisura de sus labios. Las lágrimas bajaban torrencialmente por su rostro.
Tigre, con la cabeza entre las manos se debatía en su impotencia y rezaba, rezaba desesperadamente.
Las tres de la madrugada, cuando la fuerza del vendaval cedió y renació la calma. Una calma lóbrega y muda, con chasquido de ramas que se quiebran exhaustas después de la lucha y tintineo trágico de negras gotas de agua que perezosamente resbalan de las hojas al suelo con ruido opaco.
Habían pasado los dolores. Calma. Calma que abría las puertas a la desolación. Las pupilas, hundidas en sus violáceos marcos y abrillantadas por la fiebre, recorrían el redil. Se posaron en Juan. Se posaron en la tenue lucecita que iluminaba la estampa de Ramón Nonato. Se posaron en el vientre y allí se detuvieron con extrañeza, con incertidumbre, con temor, con miedo, con terror. Chilló. No era dolor, no; era falta de dolor. El peor de los dolores; la desolación. Se palpó el cuerpo. Removió la manta. Clavó sus uñas en la paja.
—¿Dónde está el dolor, mi compañero?
Negra desolación de su ausencia.
—¡Juan! ¡Juan! ¡No duele!
—No sé..., no sé qué decirte ni qué pensar.
—¿Dónde está el dolor, Juan?... ¡Lo quiero!
—No, déjalo. Descansa un poco.
—No, Juan, no, ¡que venga! Esta paz es el desamparo, es la muerte. ¡Juan, que venga el dolor!
Las cuatro de la madrugada, cuando el horizonte se teñía de gris frío y acerado. El momento desesperado del no llegar del día. La escarcha todo lo cubría. Pero... un cuervo graznó.
Las mejillas cadavéricas se tiñeron de púrpura. Algo se había movido bajo la manta. Como si le retorcieran los intestinos. Un grito salió de sus contraídos labios. Un grito salvaje de horror y de alegría. El grito de la hembra que siente va a alumbrar. El temblor agitó su cuerpo. La fiebre subió. Gritó, babeó, aulló, escupió. ¡Ya se acerca! La nueva vida se aproxima. Le temblaban las ingles que se separaban en movimiento ciego e instintivo para liberar al hijo, igual que lo hicieron para fecundarlo. Se crisparon sus manos. Rugió la bestia.
Tigre se debatía en su desespero.
—¡Juan! ¡Ríe! ¡Llora! ¡Ya se acerca! ¡Ha vuelto el dolor! ¡Ya viene, Juan, ya viene!
Estalló en una histérica carcajada.
Las cinco de la mañana, cuando el sol apuntaba en el horizonte y el mundo parecía dorado.
La cabeza le colgaba del camastro. No veía lo que ocurría. Sólo sabía que estaba pariendo. El dolor era inaguantable, pero lo deseaba. No quería perder conciencia del momento. De su cuerpo, de sus entrañas, estaba saliendo la vida.
—¡Más, Mariana, más! —gritaba Tigre con desespero.
Un grito. Un bufido de sangre bañó el pecho y el rostro de Tigre.
—¡Ya está, Mariana, ya está! ¡Quieta y aguanta! ¡Yo te ayudaré!
Un tirón salvaje y una masa gelatinosa salió a presión.
—¡Un hijo!
Las seis de la mañana, cuando los pájaros se calentaban al sol y las últimas gotas de rocío se fundían y saltaban alegremente formando corros que cantando iban a encontrar el juguetón y recién nacido torrente.
La paja estaba limpia. El sol iluminaba las vigas de madera que formaban el techo del redil. Tres respiraciones ritmaban acompasadamente: Mariana, Tigre y el niño, dormían.
—Todo está preparado, Tigre.
—¿Te fue difícil localizarlos?
—Sí, pero lo conseguí. Dime, ¿por qué haces esto?
—Te lo explicaré. Tú eres mi amigo, Dionisio, y el único que puede comprenderme. Este hombre que intentó asesinarme no lo hizo por impulso propio, ni porque me odiara a tal extremo. Ya lo oíste; él mismo confesó que hubo dinero por en medio.
—¿Quién puede haberle pagado?
—Salamanca lo mató en el momento en que íbamos a saberlo. Pero yo me enteraré. Lo sabré aunque tenga que interrogar y registrar el país entero.
—¿Tienes sospechas?
—Sí.
—¿Quién?
—Lo averiguarás cuando yo. ¿Está todo listo?
—Sí; dejé el coche en la puerta trasera. ¿Por qué quieres salir por allí?
—Pellicer, a veces eres torpe. Si salimos por la puerta principal, antes de cinco minutos estarán todos los dignos Ministros de mi Gabinete enterados.
—Creo que deberían estarlo.
—No seas huevón. Si se confirma lo que sospecho, me darás la razón y..., ¡muy raras veces me equivoco, Coronel!
Todo parecía calmado. La fiebre de la búsqueda había ido cediendo. El rumor que cientos de bocas insurrectas habían puesto en circulación, por acuerdo de la Junta Revolucionaria, empezaba a surtir su efecto. Juan Tigre había fallecido a consecuencia de las heridas recibidas al salir de la clandestina reunión de Guapaigo. Lo habían enterrado secretamente. El plan fue estudiado y previsto concienzudamente.
Una mañana alguien visitó al Sargento Jefe de Puesto de San Rafael. Le relató que por la noche, a eso de las tres, desde su casa oyó pasos y rumor de gentes. Se asomó a un ventanuco que daba al cementerio. Un grupo de personas gemían y rezaban en baja voz, como si temieran ser oídos. Aquello era raro. Escuchó con atención y percibió claramente la tierra que caía sobre la madera de un ataúd. Era muy extraño. Nadie entierra a un compadre a las tres de la madrugada. Por ello había venido a ver al sargento.
El teléfono era un gran invento. Siempre lo repetía el sargento Melaza.
—¿Cuatro horas de demora con Guapaigo?
—Sí, cuatro horas, por lo menos.
—Oiga, señorita, esto es una conferencia oficial. Necesito hablar con el Palacio Presidencial inmediatamente.
—Será difícil, señor.
—Soy el Sargento Jefe del Puesto de San Rafael y tengo que hablar con la Secretaría del Gobierno. ¿Me entiende? Quiero la conferencia inmediatamente. Si no me la da en seguida, déjeme tomar nota de su nombre y ya veremos lo que ocurre. ¿Entendido?
Le pusieron la conferencia.
Media hora más tarde, acompañado de un cabo y seis números provistos de picos y palas, subían hacia el cementerio.
Todo estaba previsto. Alguien asomó a la puerta de la rectoría y gritó:
—¡Padre Jacinto! ¡Padre Jacinto! ¡Ahí van!
El venerable sacerdote hizo un acto heroico de sacrificio: dejó el chocolate y los picatostes a medio consumir y cogiendo el manteo, se dirigió a grandes zancadas al cementerio.
Cuando el sargento y sus hombres llegaron allí, el Padre Jacinto, aún jadeante y sudoroso, los esperaba.
—Buenos días os dé Dios, sargento Melaza.
—Buenos días, Padre.
—¿Qué os trae por aquí, sargento?
—Como siempre, el cumplimiento del deber.
—¿Qué deber os puede acercar a este camposanto?
—Vengo a desenterrar algo que enterraron ayer.
—¿Desenterrar? No entiendo.
—Esta madrugada dieron sepultura a alguien aquí y debo sacarlo al sol para reconocer de quién se trata.
—¿Desenterrar un muerto? ¡Estáis loco, sargento!
—Loco o no, lo voy a hacer. Son órdenes.
—Pero, ¿no sabéis que para proceder a una exhumación necesitáis un permiso especial del juez y otro parroquial?
—Para enterrar también son necesarios permisos, ¿no es verdad?
—Así es, sargento.
—Entonces, ¿cómo no lo exigisteis a los enterradores de anoche?
—Que yo sepa, nadie fue enterrado sin mi permiso.
—¿Lo juraríais?
—Lo juro.
—¿Juraríais simplemente que nadie fue enterrado?
—Es muy reprobable jurar. Ya lo hice una vez y basta.
—Lo siento, Padre, pero tengo que ir adelante en el cumplimiento de mi misión.
—¿Y si yo me opusiera?
—Debería hacerlo por la violencia.
—Protestaría ante el Cardenal Primado por esta violación.
—El Cardenal Primado se las entendería con el Secretario de la Presidencia. Éste no es asunto mío. Yo me limito a cumplir órdenes. Déjeme paso franco, Padre.
—Nada puedo contra la violencia, pero estáis cometiendo una profanación ante la ley de Dios y la ley de los hombres.
—De la ley de los hombres ya se ocuparán los poderes oficiales en Guapaigo y respecto a la ley de Dios, confío en que me recomendaréis a Él, Padre Jacinto.
La carcajada del sargento fue coreada por sus compañeros. Era un superior.
La expedición militar recorrió detenidamente el cementerio, inspeccionando las sepulturas una por una. Por fin, se detuvieron en el rincón más alto de la necrópolis. Allí, la tierra parecía recién movida. Una cruz clavada en aquel campo rezaba: “J. T.”.
—¡Este es nuestro hombre! ¡A cavar aquí!
Durante media hora los picos y las palas trabajaron activamente. El ataúd fue sacado de la fosa.
—¡Abridlo! —gritó el sargento, mientras el venerable Padre Jacinto, unos pasos atrás, musitaba letanías.
Levantaron la tapa. Un tufo putrefacto se esparció por la atmósfera. El sargento Melaza se tapó las narices con un pañuelo. Instintivamente retrocedió un paso. Pero... ¡era el deber! ¡Y luego decían que las pagas eran elevadas! Volvió a acercarse y se arrodilló al lado del ataúd. Levantó el pañuelo que cubría el rostro del difunto. Una expresión de asco y repelencia se pintó en su cara.
—¡No hay quien lo reconozca! Cabo Pérez, apunta. “El que suscribe, don Eleuterio Melaza Fernández, Sargento Jefe del Puesto de San Rafael de Putaca, certifico: Que habiendo procedido, según órdenes recibidas, a la exhumación del cadáver que según parece fue enterrado esta madrugada en el cementerio municipal de San Rafael de Putaca, observo en él las siguientes características:
”Primera: que el susodicho cadáver resulta inidentificable, por tener el rostro destrozado por dos heridas que podrían ser de arma de fuego.
”Segunda: que aparenta medir un metro con setenta centímetros y pico, con un peso aproximado de ciento sesenta y cinco libras.
”Tercera: que parece que el susodicho cadáver lleva varios días en tal condición, a juzgar por la peste que echa.
”Cuarta: que registrados sus bolsillos no se encuentran en ellos más papeles que la fotografía de una mujer de edad, que si manchada y difícil de reconocer, bien pudiera ser la de Natalia Lozano, a quien el que suscribe conoció en vida.
”Quinta: que se encuentran en el ataúd dos pistolas en cuya culata hay grabadas las iniciales J. T.
”Sexta: que en el anular izquierdo del susodicho cadáver hay un anillo de oro en el sello del cual aparece grabado un tigre.
”Séptima: que la fotografía, las pistolas y el sello, se retiran del ataúd, para ser mandados a la autoridad que corresponde, según órdenes recibidas.
”Octava: que se procede nuevamente a enterrar el susodicho cadáver al que Dios de eterno descanso.
”Lo que firman para dar fe de veracidad, el Sargento Jefe del Puesto y dos testigos.
”Sargento Jefe del Puesto de San Rafael de Putaca. Firmado: Eleuterio Melaza Fernández.
”Cabo del Puesto de San Rafael de Putaca: Antonio Pérez Martínez.
”Reverendo Cura Párroco de San Rafael de Putaca. Firmado: Jacinto Arenas Pueyo.”
No cabía duda. ¡Juan Tigre estaba muerto!
La expresión que se pintó en el rostro del anciano fue de preocupación. En el de la viejecita, de terror.
—No se asusten. Vengo en son de paz.
—¡Pero..., pero esto es una farsa! Faustino, no los creas, no es verdad.
—Abuela, está usted muy impresionada. Cálmese, por favor y déjeme hablar con su marido.
—Sí, Herminia, calla y déjame llevar este asunto a mí. Señor; quizá lo que nos dice sea verdad. Más le diré: me parece recordar su rostro, que he visto en las gacetas, ya que de otra manera no podría ser, pues ni Herminia ni yo salimos jamás de casa. Sin embargo, mi vista no es muy buena y no estoy seguro de acertar. Por ello le pido, como a hombre de bien que soy, que si todo esto es una mofa, considere el daño que nos hace y tenga compasión de unos ancianos que están pasando por el terrible trance de haber perdido a su único hijo, a su solitaria esperanza.
—Señor Gómez, le digo y le repito que soy el Presidente Tigre. Mi acompañante es el Coronel Pellicer, mi hombre de confianza. Nuestra visita no obedece a una mofa, sino a un asunto muy serio. Hablar claramente puede beneficiar a ambas partes.
—Bien, señor Presidente, le creo.
—¡No lo creas, Faustino, es un engaño, otro embuste! Mataron a Gregorito y ahora nos quieren matar a nosotros.
—Cállate, esposa, y déjame a mí. Adelante, señor Presidente o quien quiera que seáis.
—¿Ustedes son padre y madre de Gregorio Gómez, no es así?
—Así es.
—¿Qué saben de su hijo?
—Lo que dice toda la ciudad. Nosotros no podemos creer que él intentara asesinar al Presidente, pero sí sabemos que lo mataron a él.
—Yo soy el hombre a quien su hijo intentó asesinar. Sin embargo, no lo culpo. No era responsable.
—Señor, cada vez entiendo menos todo este embrollo y le ruego sea breve. Estamos muy trastornados.
—Lo comprendo. Seré conciso. Quiero solamente hacer constar que en mi opinión personal, su hijo no hizo nada por perversidad, sino empujado por alguien. Él fue sólo la mano ejecutora. El cerebro criminal fue otro. Todo lo que pueda usted aclararme, servirá para desenmarañar los hechos y devolver la reputación a la memoria de su hijo.
—Estoy dispuesto a colaborar para que así sea.
—Bien; contésteme concisamente y a conciencia a mis preguntas. ¿Qué clase de hombre era Gregorio?
—Para nosotros, el mejor.
—¿Hombre de acción?
—No, tímido. Algo retrasado fue en sus estudios. Pero era muy bueno y no fue culpa suya.
—¿Por qué?
—De pequeñito tuvo una meningitis. Su cerebro quedó algo lisiado.
—¿Era un neurótico?
—No, era normal. Sólo de vez en cuando tenía épocas taciturnas.
—¿Bebía?
—Pues... alguna vez. Cuando tenía sus épocas melancólicas.
—¿Volvía borracho a casa?
—De vez en cuando.
—¿Disponía de dinero?
—Cuando trabajaba en la fábrica de la luz, sí. Luego, cuando lo dejó, no.
—¿Por qué dejó el trabajo?
—Una patraña.
—¡Dígame cuál!
—¡...!
—Recuerde que hablando no hace más que ayudar a la rehabilitación de su memoria.
—Dijeron que durante los descansos, se jugaba y que él había introducido el juego allí.
—¿Era verdad?
—No.
—Pero a él le gustaba el juego.
—Sí.
—¿Perdía mucho?
—Toda nuestra hacienda se fue tras ayudarlo.
—¿Últimamente, disponía de dinero?
—Andaba muy mal. Bebía mucho. Yo no podía darle más porque nada me quedaba. Pero era bueno. Sólo su enfermedad lo llevaba por aquel camino.
—¿Andaba inquieto en los últimos tiempos?
—Sí.
—¿Le dijo por qué?
—Tenía una deuda grande que debía pagar.
—¿Seguía así los días finales?
—No; había cambiado.
—¿En qué aspecto?
—No lo sé, pero tenía plata. Me regaló este reloj y a su madre una manta. Como le dije, era muy bueno.
—¿Tiene idea de dónde sacó el dinero?
—... Pues... no...
—¿Seguro?
—Un señor le mandaba recados con frecuencia. Él no dijo nunca nada, pero creo que deberían tener algún negocio que les marchaba muy bien.
—¿Tiene idea de quién era este personaje?
—No; nunca me dijo nada.
—¿No podría usted deducir?
—No, señor. Le ruego que cese su interrogatorio. Estoy fatigado.
—Si yo le prometiera que en vez de ir a una fosa común, les entregaría el cadáver de su hijo, ¿recordaría usted algún dato sobre este señor?
—¿Está usted comerciando con el cadáver de mi hijo?
—Estoy tratando de ayudarles a recuperarlo y a dignificarlo.
—¿Me devolvería el cuerpo de verdad?
—Prometido.
—Lo siento, señor, pero poco puedo ayudarlo. La única indicación que le podría dar, es que por algo que se le escapó un día a Gregorito, sé que este señor era persona muy principal. Creo que era un General. Es todo lo que puedo decirle.
—Gracias. Me basta.
—Faustino, no deberías haberlo dicho. Nos están engañando. No nos devolverán a Gregorito.
—Señora, lamento que no me haya creído. Ahí fuera está mi coche y detrás de él hay una ambulancia. Allí está el cadáver. Queda en sus manos.
—¡Hijo! ¡Gregorito! ¡Dios, ayúdanos!
—Cálmate, Herminia. Ahora sé, que sea o no sea el Presidente, es usted un caballero. Gracias, señor.
Juan Tigre ha muerto. Muerta la cabeza, extinta la revolución. Era el destino de los Lozano. Antonio murió; la revolución fracasó. Ahora sería lo mismo. Juan muerto; la revolución fracasada. Por el momento podemos estar tranquilos.
Juan Tigre no ha muerto. Viva la cabeza, cada día más fuerte la revolución. Se rompe el destino de los Lozano. La muerte de Antonio quebró una insurrección. La vida de Juan mantiene otra. Tigre vive; la revolución triunfará. Por el momento podemos estar tranquilos.
Unos creían una cosa. Otros sabían la otra. Pero para ambos bandos, era mejor que Juan Tigre estuviera difunto y así siguiera hasta el día de la resurrección de la carne para los primeros, hasta el día que conviniera resucitarlo, para los segundos.
—¡En este país de vergajos, chingados y pendejos, nada se puede hacer con honestidad!
—Me permito recordar a Su Excelencia que la honestidad debe representarla la cabeza visible de la nación.
—¿Estás intentando recriminar mi actuación, Salamanca?
—En favor de Salamanca, debo hacer constar que el Gobierno en pleno le respalda.
—No hablo con vos, Palanca. Lo hago con el General y es él quien debe contestarme.
—Yo no puedo recriminar personalmente nada al Presidente, pero sí solidarizarme con la idea del Doctor Palanca y del Gobierno.
—¿Por qué hablas de solidarizarte con la idea de otros? ¿No te atreves a confesar que el iniciador del movimiento eres tú?
—El promotor fue el Gobierno en pleno, que enterado de que habíais visitado y ofrecido ayuda a los padres del pingo que intentó daros muerte, se ha sentido ultrajado e injuriado de que ni tan siquiera nos pusieseis en antecedentes de vuestras intenciones.
—¿Hubierais aceptado mis planes, de conocerlos de antemano?
—Rotundamente, no.
—Entonces, ¿para qué hubiera servido referirlos?
—¡Para conocer nuestra opinión y reconsiderando el asunto cancelar la idea!
—Esta vaina me interesaba. Hubiera ido igualmente adelante.
—¿Pese a la oposición del Gobierno?
—El Gobierno ya me está culeando.
—¡Excelencia!
—Repito que me está culeando y habrá que pensar en algo.
—No os entiendo.
—Ya lo iréis interpretando.
—Preferiría que lo aclararais ahora.
—Y yo me alegraría de que en este momento me dijerais cuál hubiera sido vuestra actitud personal en oposición a mi plan y el porqué de ello.
—El asesino que intentó mataros, era un magnífico y justo motivo para dar un escarmiento al pueblo y a los posibles brotes de rebelión que puedan surgir en el futuro contra el régimen.
—¿No creéis que ya son bastante las continuas detenciones y condenas que os voy dejando realizar para que os sintáis sosegados, Salamanca?
—Acabáis de aceptar que vos las autorizáis.
—Las tolero porque sois una manada de lobos que necesitáis corderos para devorar. Si no los tuvierais, os destrozaríais entre vosotros mismos. Mientras os doy carnaza, os tengo a todos unidos en un manojo.
—¿No creéis, Excelencia, que habláis de manera harto ofensiva e imprudente?
—No me importa lo que penséis, Wolf. En el fondo sois una partida de camajanes y me tenéis miedo. Sabéis que el pueblo aún me quiere y por ello os duele que cometa actos como el de esta mañana que redundan en beneficio de mi popularidad y en desprestigio vuestro. Pero considerad de una vez para siempre esto: el pueblo, hoy por hoy, está conmigo y yo soy El Presidente. ¿Comprendido?
Aquella mañana, Arcadio sonreía cuando descabalgó frente a la puerta del redil.
—¿Qué noticias traes, Arcadio?
—Buenas, Tigre, muy buenas. ¿Dónde está Mariana?
—Aquí estoy. ¿Cuáles son las novedades?
—Lucrecio está en el pueblo.
Mariana abrazó a Tigre.
—¡Dios, gracias!
—¿Cómo ha sido?
—Recuerda que estás definitivamente muerto. Incluso han identificado tu cadáver.
—¿Salió todo bien?
—A pedir de boca. Estos camajanes tragaron el anzuelo. Muerto Tigre, no les importa ya encontrar a Mariana. Por ello Lucrecio ha sido puesto en libertad.
—¿Podré verlo?
—Naturalmente. Incluso, si a Tigre le parece bien, creemos que deberías dejarte ver por el pueblo.
—¿Pensáis que es prudente?
—Hemos discutido el asunto y queremos someterlo a tu aprobación. Tú estás muerto. Esto nos conviene y nos favorece. La persecución y la idea de abortar una insurrección blandeará con ello. Nos moveremos con más libertad. Los fieles a nuestra causa saben la verdad. Volverás a aparecer en escena, como el ángel del castigo, el día que todo esté madurado. Su sorpresa no tendrá límites y será la primera arma de nuestra victoria. Sin embargo, conviene que no sospechen la verdad por ningún medio. La ausencia de Mariana despertaría desconfianzas. Aún su desaparición de estos días, las puede estar ya moviendo. Pero tenemos una buena coartada a mano: el chiquillo. Mariana estuvo ausente del pueblo porque andaba pariendo y su eclipse nada tuvo que ver con Tigre. Ahora regresa con su hijo entre los brazos y una terrible pena en el corazón. Su retoño ya no tiene padre. Por ello, siempre su rostro expresará congoja. Por ello siempre irá vestida de negro. Dolor por el que fue, por su hombre, por el jefe muerto.
—Bien urdido.
—Pero yo no quiero marcharme, Juan. ¡Soy tan feliz aquí, contigo y el niño!
—Escúchame bien y de una vez para siempre, Mariana. Nosotros podemos querernos, amarnos como nadie lo haya hecho en el mundo, pero desde el día en que por primera vez te miraste en mis ojos, desde el día en que por primera vez me dijiste que me querías, sabías quién era y cuál iba a ser tu destino. Soy el jefe de un pueblo en rebeldía y a él me debo. No solamente yo, sino también tú e incluso nuestro hijo. Los grandes ideales, exigen grandes sacrificios. No es nuevo esto para ti. Lo sabías y me quisiste. Ahora debe seguir todo igual. Cuando más cerca esté la libertad de mi pueblo, más se aleja nuestra autonomía personal. Soy un instrumento de la revolución y miles de hombres esperan el libre albedrío de mis acciones y resoluciones. No podemos ser egoístas. Debemos afrontar las circunstancias y anular nuestros deseos, que aunque a nosotros nos puedan parecer lo más importante, cuando los equiparas a los ideales de redención de todo un pueblo, se convierten en mezquinos y egoístas. Esta es la verdad, Mariana. No sólo debes querer el hombre, sino respetar al jefe y acatar sus decisiones.
—Te quiero y te obedeceré siempre —susurró quedamente Mariana.
—Le he mandado a buscar, Pellicer, para un asunto de suma gravedad.
—A la orden de usted, mi General.
—¿Usted es militar?
—Así lo creo, aunque es la primera vez que oigo tal expresión en boca de usted.
—Viste un uniforme y esto le honra y le basta. Sigamos; yo soy su ministro, ¿verdad?
—Así es, mi General.
—No tiene usted gran conocimiento de la milicia y por ello no le puedo hacer plenamente responsable de su indisciplina.
—¿Indisciplina? No comprendo.
—Quizá no comprenda, pero quien le mandó hacerlo, sí que comprendía y muy bien.
—Sigo sin entender.
—En el Ejército existen unas jerarquías y un conducto reglamentario al cual todos debemos atenemos. Usted se lo ha saltado a la torera. Nada tengo que decir en contra de que usted acompañara al Presidente en su visita de esta mañana. Era una orden. Pero sí tengo que señalarle que su manera de proceder fue completamente errada.
—Ponga esto claro, por favor, mi General.
—Cuando se desea hacer algo en la milicia, se procede a solicitar permiso, por conducto reglamentario, o sea al Jefe superior.
—Yo sólo recibo órdenes del Presidente.
—Y mías, Coronel, o ¿no recuerda que soy su Ministro?
—Es la primera vez que me habla usted así. Quisiera recordarle que siempre que intenté colaborar o ponerme a sus órdenes, sus palabras fueron de desprecio hacia el maestrillo, que si no recuerdo mal ha sido el epíteto predilecto con que se ha dignado señalarme. Con ello y con las órdenes del Presidente, me creía relevado de estos formulismos de trámite.
—Aquí es donde se pasó de listo. Su espíritu no será muy militar, pero viste un uniforme y debe respetarlo. Para acompañar al Presidente esta mañana en su visita, debería haberme pedido permiso a mí.
—El Presidente no parecía opinar lo mismo.
—Opine lo que opine el Presidente, es así. Al fin y al cabo, él es un recién llegado, mientras las ordenanzas militares llevan muchos años en vigor. Sin embargo, repito, que por las circunstancias que concurren en usted, no es tan responsable como lo sería un militar de Academia. Me inclino, pues, a ser indulgente.
—Nunca me ha tenido usted gran afecto, General. ¿Puedo saber a qué se debe este cambio de actitud?
—Pues..., a veces nos equivocamos y yo soy de los que tratan de enmendar mis errores. De momento no creí que se pudiera hacer un soldado de usted, pero empieza a cambiar mi parecer. Tengo que reconocer que en algunos casos ha realizado una buena labor.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, en limpiar los cuarteles de prostitución. Ésta fue una diligencia personal suya.
—Realizado, no solamente sin su aprobación, sino contra su voluntad.
—Repito que no soy testarudo y que no me duele reconocer mis gazapos. En aquello estaba desacertado y me lo han demostrado los resultados. La moral media del Ejército ha crecido al sanear las casernas. En el fondo estoy satisfecho de usted y hasta le diré que un poco orgulloso.
—Gracias, General.
—No me dé las gracias. No hago más que justicia.
—Lo aprecio y especialmente viniendo de usted.
—Y yo me siento en esta ocasión complacido en hacerlo. Coronel Pellicer, ¿quiere aceptar mi mano y mi amistad?
—Gracias, General.
—Creo que podemos hacer grandes cosas en colaboración, y espero que su talento nos beneficiará a todos y que su categoría y prestigio dentro del Ejército irá en aumento de día en día.
—Gracias, General.
—¿Una copa para celebrarlo?
—¿Otra copa? Bien, bien, amigo Pellicer. Y dígame, ¿qué es lo que se habló en casa de los padres del chingado ese que maté tan en justicia?
—¡No tiene ni que mencionarlo! Lo comprendo perfectamente. ¿Otra copa?... Nada, nada, Pellicer, de mi boca no saldrá una palabra. Soy un fiel servidor del Presidente, pero soy también un amigo de usted. No tema. Nadie sabrá lo que hemos hablado sobre la entrevista de esta mañana. ¿Vale un último brindis?... ¡Por nuestra amistad!
Mariana volvía a residir en San Rafael, con su padre, con su hijo, pero sin el hombre que amaba. Sólo alguna noche, cuando Arcadio le traía el mensaje, salía protegida por la oscuridad, pegada al cuello de su caballo hacia el redil. Y allí..., allí amaba delirantemente. Paroxismo que jamás hubiera creído que existiera en el mundo. Con las claras del día, finalizaba la dicha y nuevamente bajaba al pueblo, los ojos arrasados de lágrimas y la pena oprimiéndole el corazón.
En San Rafael no hablaba, no reía, siempre vestida de luto, era la imagen de la amante que perdió su ídolo. La gente sentía compasión por ella. Sólo de vez en cuando alguna furtiva mirada en ojos amigos, acompañada de un amago solapado de sonrisa, le indicaba que los leales sabían la verdad. Ésta la asustaba, pero la reconfortaba.
Mariana era hermosa. Esto lo sabían todos. Pero cuando se habían dado verdadera cuenta de ello era en aquellos tiempos. Su rostro de dolorosa, su cuerpo envuelto en negros crespones, jamás como en aquel momento sus ojos parecieron profundos, su tez suave y sus formas rotundas y pletóricas. La viudedad y la maternidad, la habían rodeado de un pujante halo de atracción. Ella no había hecho nada para conseguirlo ni para conservarlo, pero sabía que estaba ocurriendo. Se lo decía la mirada de los hombres. Se lo confirmaba el murmurio de voces que levantaba a su paso entre los corros de solteras envidiosas y casadas susurronas. Se sentía preocupada por ello. Quería ser bonita, hermosa, la más bella, pero para él, para Juan. Sólo para su hombre. Las miradas de los demás la herían y algunas incluso la asustaban. Se lo repetía una y otra vez a Juan.
—Tengo miedo, Juan, tengo miedo de vivir en San Rafael, tan lejos de ti. Me miran de una manera que me sobrecoge. Parecen fieras que quisieran devorarme. Hay lujuria y deseo en sus ojos. Déjame volver al redil contigo, amor.
—Sabes bien que esto no es posible, por ahora. Debes ser valiente, Mariana. Todos debemos ser valientes y luchar. Nada temas en el lugar. Allí están Arcadio, Manuel, Pancho y otros tantos amigos que aunque no te des cuenta, te vigilan y velan por ti.
—Aunque ellos lo hagan con la mejor buena intención, hay instantes en que no les es posible vigilarme. Son esos momentos los que me asustan.
—¿Qué momentos? ¿Cuándo?
—Cuando estoy fuera del alcance de sus ojos y de su ayuda.
—No sé a qué te refieres, pero no deberías ir sola a sitios apartados.
—No son sitios lejanos, Juan. Cuando me amilano es cuando estoy en mi propia casa.
—No te entiendo, Mariana.
—Cuando estoy encerrada en casa con padre y el niño, nadie me vigila porque me creen segura. Entonces es cuando siento miedo de este hombre.
—¿De quién?
—De él. Padre es viejo y él me mira con un gesto que hace temblequear mis rodillas. Quiero huir a mi alcoba, para que no se dé cuenta de ello. Entonces me grita y me ordena quede allí.
—Pero ¿quién te grita?, ¿quién te ordena?
—Melaza.
—¿Melaza?... ¿El sargento?
—Sí, el sargento.
—Pero, ¿qué hace Melaza en la casa de tu padre? ¿Quién le franquea la puerta?
—Tenemos que desatrancársela. Tiene una orden.
—¿Una orden?
—Sí, una autorización para entrar en nuestra casa siempre que necesite interrogar o investigar algo. Últimamente parece ser que todos los días, al anochecer, tiene algo que fisgonear y aparece.
—Pero, ¿qué clase de orden es y cuál es el móvil de sus indagaciones si yo consto como muerto?
—Cuando pusieron en libertad a padre, lo hicieron bajo la condición de libertad vigilada. El encargado de custodiarle es el sargento Melaza. Por lo menos una vez cada semana, debe padre presentarse en el cuartel. Pero él puede también venir a casa para hablar con padre cuando le dé la gana. Lo hace todas las noches y no tenemos más remedio que abrirle las puertas y tratar de ser amables. Una palabra suya bastaría para que padre volviera al penal de Guapaigo y esta vez el viejo no lo resistiría. ¡Tengo miedo, Juan; tengo miedo!
Y Mariana no jugaba una absurda comedia de mujer histérica; sentía verdadero espanto.
—Perfectamente de acuerdo, Excelencia. Pero debe tener en cuenta el esfuerzo que realiza mi país para arrancar al suyo del atraso en que se debate.
—Señor Embajador; como siempre, está usted usando unos términos de cuya exactitud está convencido. Sin embargo, la palabra atraso, no tintinea muy bien a oídos de un hombre que ame a su tierra.
—Perdone, Excelencia, si usé un vocablo algo duro. Me refería a la diferencia de nivel entre sus gentes y las de nuestro pueblo.
—Hay indudables diferencias, pero, ¿en mejor o en peor?
—¡Usted bromea, Excelencia! Sólo debe estudiar la depuración de nuestros medios técnicos y compararlos con la forma rudimentaria de los suyos. Desgraciadamente su pueblo, como muchos otros, no está aún a la altura del nuestro, ni en técnica, ni en higiene, ni en educación cívica, ni en muchos otros aspectos.
—¿Llama usted adelantos verdaderos a un puente metálico, a una máquina lavadora y a un hombre sin sangre en las venas? ¿Cree usted sinceramente que unas piedras sobre el río, un montón de porquería en el patio de una casa y un hombre apasionado que sienta hondamente sus emociones y las exteriorice, le ponen en un nivel moral inferior?
—Estas consideraciones, señor Presidente, son ya de índole distinta. Me refería estrictamente a que donde nosotros intervenimos, la salubridad pública, las instalaciones industriales, y todo lo que redunde en beneficio del nivel de vida, siempre ha prosperado.
—Yo conozco su patria, señor Embajador. Estudié en ella cinco años. Cinco largos años que viví soñando y añorando la fuerza temperamental de mis gentes. En nombre de la libertad se colgaban en todas partes letreros que rezaban “Prohibited”. En nombre de la moral se destrozaban familias autorizando divorcios. En nombre de la civilización, los grandes “trusts” comerciales imponían su criterio. En nombre de la igualdad de derechos, se arrinconaba a los indios aborígenes en reservas inhóspitas. En nombre de la democracia se apaleaba a gentes de otras razas y se les negaban los elementales derechos humanos. Nuestro atraso y nuestro salvajismo, nos ha llevado a no poder evitar en muchos casos estos mismos defectos. Pero si alguna defensa tenemos, es que nuestras lacras son de corazón, no de cerebro; son producto del impulso, no de la meditación. Usted sabe que el crimen cometido en un momento de arrebato no es bajo ningún concepto punible como el delito premeditado. Nuestra crueldad es ardiente; de sangre. La de ustedes fría, de mente.
—Estas consideraciones merecerían ser discutidas largamente, pero nos desviamos del curso de nuestros asuntos.
—Bien, volvamos a ellos. Mi Ministro de Comercio me apunta el balance desfavorable que representa para nosotros la importación de más algodón. Somos un país poco industrial y no podemos consumir tales cantidades.
—Siento tener que informarle que esperamos exportar a ustedes, durante el próximo semestre, muchos miles de balas más.
—No podemos admitirlas.
—Recordemos que según nuestro acuerdo, la ayuda está sujeta a limitaciones. La generosidad de mi país, bien merece unos sacrificios. Nuestros grandes industriales, nuestros hombres de clase media, e incluso nuestros obreros, pagan religiosamente con sus altos impuestos estas ayudas y soportes a naciones atrasadas. Lo hacen generosamente. Justo es que se compense lanzando a los mercados los artículos que ellos producen, para que puedan seguir pagando sus tributos.
—Y como consecuencia de ello, los países necesitados nos vemos ayudados y confortados con que nos manden materiales necesarios, envueltos en partidas de algodón que no consumiremos, maquinaria que no tenemos medios de usar o la absurda bagatela de unas partidas de lápices pintalabios.
—Siento, Señor Presidente, que toméis esta posición. No hace muchos días, alguien en el Senado apoyaba una moción que propugnaba el cese de la ayuda exterior. Basaba sus argumentos en que los pueblos a los que auxiliamos espléndidamente parecen no apreciar el esfuerzo de nuestro contribuyente y que era quizá llegado el momento de empezar a cansarse de mantener a tantas gentes de caridad.
—Creo que nuevamente usa usted una palabra bastante dura. Nadie hace caridades a nadie. Ninguno acepta limosnas. Crecieron muchas yerbas desde que murió Don Quijote. Ustedes protegen un pueblo, porque les interesa su mercado, del cual vive el contribuyente de su país. Deje de imaginar caridades generosas, que si ustedes mandan dinero y ayudas, es también —sin negar su altruismo— para fortalecer su posición en el mundo. Es para que el día que llegue el gran conflicto, sean los pechos jóvenes de estas naciones ayudadas, los primeros que se vean atravesados por las balas. Ustedes dan plata, pero compran con ella la mejor sangre joven. Recuerde este punto, señor Embajador.
—No quisiera en ninguna forma haberle molestado.
—No se preocupe, que sabemos apreciar su ayuda y como a tal queremos considerarla. Solamente cuando un Senador se levanta para hablar de caridad, se nos ofusca un poco la mente y contestamos con lenguaje duro, pero sincero. Creo, sin embargo, que su pueblo no siente así y en consecuencia el mío tampoco queda reflejado en mis palabras.
Mariana sentía miedo. Tigre, aquella noche, también.
Por ella. Por Mariana. Solo en el redil, daba vueltas en el jergón, verificando una y otra vez lo que ella le dijera. Le pareció tan monstruoso, que se daba cuenta de que no reaccionó a tiempo ni en forma. Quedó tan confuso que las soluciones que dio al caso, meditándolas, le parecieron absurdas. ¿Qué resolvió?... Se limitó a calmar los temores de la muchacha tratando de infundirle entereza y confianza. ¿Bastaba con esto? No. Pero había tomado otras medidas; le dijo que avisara a Arcadio para que subiera a verle al amanecer. Sí; esto era mucho más seguro. Poner en antecedentes a Arcadio y que él velara. Que fuera, si era necesario, todos los días a casa de Lucrecio al anochecer, cuando aparecía por allí el sargento Melaza. Con ello, Mariana estaría salvaguardada. No había peligro. Arcadio era un gallo con mucha pinta y muchos pelendengues. Era adicto y podía tener plena confianza en él. Mañana, cuando subiera, le daría las órdenes oportunas y así, él y Mariana estarían más sosegados. Hubiera querido que fuera ya de día para resolver el asunto. Había pensado decirle a Mariana que se lo contara ella directamente, pero... ¡no era cosa de mujeres! Mariana era discreta, especialmente de sus intimidades. No le hubiera gustado tener que revelar a otro hombre lo que le confió a él. Era mejor tal como lo tenía proyectado. Él se lo explicaría a Arcadio en cuanto apuntara el alba. Seguramente a esta hora, Mariana ya le había dicho que lo esperaba al amanecer. Mariana... ¡era buena!, ¡era fuerte!, ¡era bonita! La hembra que sigue al macho por donde quiera que vaya. Nunca había visto a una mujer con tanta fibra. Ahora que vivía otra vez en su intimidad, la imagen de Lucía había desaparecido de su mente, como cera que se derrite al contacto del fuego. Sólo Mariana era tan fuerte, que ni el agua ni el fuego hacían mella en ella. Seguramente una vez habló con Arcadio y le dio su mensaje, habría ido hacia casa a cuidar al niño, a su hijo. Allí estaría ahora, meciendo la cuna. Dulce imagen...
Como si un relámpago rasgara la noche negra. Como si todos los truenos estallaran al unísono. Como si repentinamente le clavaran garfios ardientes en medio del corazón, la idea irrumpió en su cerebro y lo dejó en un instante agarrotado de terror; Mariana estaba ahora en casa y era después del anochecer, la hora en que el sargento la visitaba. Se dijo con súbito desespero: ¡Ahora está allí! Trató de calmarse. No debía preocuparse. Durante semanas había sido así y jamás ocurrió nada. ¿Por qué algo malo tenía que suceder hoy? Era absurdo pensarlo. Calma, Tigre, calma. Pero... ¿por qué volvía a él la idea? ¿Por qué sentía turbación? ¿Por qué tenía el horrible presentimiento de que aquel era un día negro?
—¡Lógica, ven en mi ayuda!
La lógica era sorda.
—¡Mariana! —gritó con desespero—. ¡Amor! ¿Qué te está ocurriendo? ¡Mariana! ¡Mariana! ¡Mariana!
Lo presentía. Todo era sombrío. Todo era confuso. ¡Y él no podía evitarlo! Estaba ocurriendo y, ¡él, lejos en las montañas! Nada podía hacer.
—¡Mariana! ¡Mariana! ¡Mariana!
Con delirio de locura arrojó la manta que lo cubría. Se levantó y descalzo, medio desnudo, echó a correr ladera abajo, hacia el valle, hacia San Rafael.
—¡Mariana! —seguía gritando—. ¡Mariana! ¡Mariana mantente! ¡Mariana, ya vengo!
Corría como un poseso, con rabia, con desesperación. Y sin embargo, algo en el corazón le decía que todo era inútil, que llegaría tarde.
Así era. Por mucho que trotara, aquella vez Juan Tigre, llegaba tarde.
¿De qué podían acusarle? ¿Por qué se fijaban en lo malo en vez de en lo bueno que había realizado?
Perezosamente se recostó en el sillón presidencial.
Si intentaran sacar un balance, estaba seguro que sería favorable. Naturalmente que esto lo sabía él. El pueblo no se enteraba de muchas cosas. La censura sólo dejaba pasar las noticias constructivas y a ellas se les daba todo el bombo y platillos convenientes. Pero, ¡el pueblo no comprendería nunca la gran labor que realizaba! Aunque levantara un hospital que salvara la vida de mil enfermos, bastaba que en la calle muriera un desgraciado de inanición, para que la gente comentara la vida perdida y olvidara las mil salvadas.
—¡Vergajos! ¡Huevones!
¿Por qué no lo querían comprender? El arqueo era netamente próspero para él.
—Vamos a ver...
Cogió un papel.
Escribió: “Política Exterior; firmamos el tratado con la Gran Potencia. Ésta se muestra amiga e interesada en mantenerme en el poder. Nos han dado un sitio en las Naciones Unidas. Mantenemos relaciones amistosas con todos los países y aceptables con los del otro lado del telón de acero.”
Pensó: La Gran Potencia me apoya para asegurarse la colaboración perfecta del país, cosa que les sería difícil bajo un régimen democrático y liberal.
—Pero esto lo sé yo. El pueblo no.
Escribió: “Construcciones y Carreteras; en año y medio he construido los pantanos de Guataquita y Castarella. He iniciado las obras de la térmica de Putaca. La autopista de Guapaigo a la frontera está adelantada. El aeropuerto de la capital y los de Quintanilla y Marao han sido modernizados y puestos al día. El material de ferrocarril es nuevo y los trenes no demoran como antes.”
Pensó: La idea de los pantanos fue de Salazar y yo no tuve más que inaugurarlos. La autopista la sufraga la Gran Potencia para poder extraer los productos de la selva. Los aeropuertos son inútiles, pues en nuestro país aún imperan las caballerías. Los ferrocarriles han costado un precio capaz de destrozar la balanza más sólida.
—Pero esto lo sé yo. El pueblo no.
Escribió: “Educación; se han construido tres escuelas públicas en la capital y siete en los Estados. El porcentaje de analfabetos disminuye.”
Pensó: el proyecto del anterior Gobierno era construir ciento cincuenta escuelas. Los maestros tienen sueldos de hambre. Seguimos con un cincuenta por ciento de analfabetos.
—Pero esto lo sé yo. El pueblo no.
Escribió: “Sanidad; se combaten las epidemias de fiebre amarilla y del cólera con éxito. Se han construido dos sanatorios antituberculosos y uno para leprosos.”
Pensó: las estadísticas mienten. Nada o muy poco hemos adelantado frente a las epidemias. Los sanatorios han importado el doble de lo que lógicamente deberían haber costado y el dinero ha desaparecido. Para entrar en ellos es inútil intentarlo si no se tiene un buen padrino que ocupe un puesto en el Gobierno. No hace falta ser pobre ni estar enfermo, sino tener amigos influyentes.
—Pero esto lo sé yo. El pueblo no.
Escribió: “Finanzas; la balanza comercial está estabilizada. Hay algunas deudas que se irán compensando. Se desvalorizó la moneda porque pareció oportuno ante la falta de confianza que inspiraba en el exterior, consecuencia del Gobierno Salazar.”
Pensó: la deuda exterior crece terroríficamente. Confío en que la Gran Potencia tendrá la generosidad de condonarla como ha hecho con otros países. La desvalorización se hizo sin saber a ciencia cierta a qué llevaría. La dictó el pánico.
—Pero esto lo sé yo. El pueblo no.
Escribió: “Ejército, Marina y Aire; el ejército ha crecido en número de hombres en filas y en solidez y el material se ha modernizado.”
Pensó: nos regalan armas para asegurarse nuestras costas. Hay más hombres en activo, pero la Intendencia no puede dar más suministro.
—Pero esto lo sé yo. El pueblo no.
Escribió: “Justicia; en los últimos meses han disminuido en un tanto por ciento apreciable las condenas políticas. El Tribunal Supremo es el verdadero rector constitucional del país.”
Pensó: la disminución representa exactamente un dos por ciento. El Tribunal Supremo, en su raíz, soy yo.
—Pero esto lo sé yo. El pueblo no.
Escribió: “Trabajo; el número de parados ha decrecido de quinientos a trescientos mil. El trabajo se ha elevado de nivel.”
Pensó: miles han sido obligados a escoger entre la muerte por inanición, la cárcel, o el trabajo en las minas de Alfalfa, ¡un infierno!
—Pero esto lo sé yo. El pueblo no.
Se recostó nuevamente en el sillón. Estaba cansado. No quería seguir. Repasó la lista y se dijo:
—Dos pantanos, una térmica, una autopista, tres aeropuertos, ferrocarriles, diez escuelas, disminución del porcentaje de analfabetos, reducción de las epidemias, tres sanatorios, balanza comercial estable, más Ejército, armas nuevas, menos condenas, autoridad del Tribunal Supremo, menos parados, más trabajo... ¿Qué más quieren estos camajanes? Si se creen que yo hago milagros, están equivocados.
—¡Mierda!
Vio su sombra en la lejanía. Ella subía la ladera sin poder gritar; un nudo en la garganta y los ojos arrasados por las lágrimas. A media cuesta se encontraron. A media pendiente cayeron uno en brazos del otro. Se besaron. Se estrujaron desesperada y patéticamente, como si fuera la primera vez; como si fuera la última vez.
—¡Te lo decía, Juan; te lo decía! —clamaba Mariana, con el rostro escondido en su hombro.
—¡Amor, te quiero, te quiero! —repetía Tigre con acento desesperado.
—Sabía que ocurriría. Lo sabía. Te pedí ayuda y no me ayudaste. Te pedí protección y no me protegiste. Mátame ahora. Sacrifícame para que no tenga que sufrir la vergüenza de mirarme en tus ojos. Mátame, Tigre. Es tu obligación.
—Te quiero, Mariana.
—Sólo soy una sombra. Mariana ha muerto esta noche. No quiero vivir. Quiero irme lejos, muy lejos...
Reinó un silencio exasperante.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó Tigre con voz tenue.
Mariana no se atrevió a mirarle. Sabía que cuando su voz bajaba de tono, en sus pupilas aparecía un trágico fulgor. Sabía que en él reinaba la bestia, la muerte.
—¿Cómo ocurrió?
Silencio.
—¿Qué hizo Lucrecio?
—Padre está muerto.
—¿Muerto?
—Sí; lo mató. Intentó oponerse a los designios de aquel bruto y con una silla lo derribó. Lo vi caer con la cabeza partida. No exhaló ni un gemido.
Había un temblor en la voz de Tigre cuando preguntó:
—Y... ¿el niño?
—El niño está bien. Dormía arriba.
—Y... ¿tú?
—¡Mírame! —gritó cayendo de rodillas.
Tigre la apartó de sí y la contempló con detenimiento. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de su aspecto. Sintió que algo muy hondo le nacía dentro, algo que fue invadiendo sus músculos como un hormigueo, hasta alcanzar la yema de sus dedos. Sus manos empezaron a contraerse y a extenderse, en un movimiento inconsciente, con el ritmo felino de las garras.
Mariana tenía los ojos clavados en el suelo. Su faz trasmudada. Sus ropas destrozadas. Su pelo desgreñado. La sangre coagulada denotaba dónde habían sido arrancados los mechones.
Las pupilas de Tigre eran negras, negras de desesperó, negras de odio. Sus dedos seguían moviéndose como las zarpas de la fiera. El sudor perlaba su frente. Con movimiento lento, muy lento, casi de rito litúrgico, se agachó y pasando el brazo por el sobaco de la mujer, la ayudó a levantarse. Su voz resonó en la noche, hueca, profunda, grave.
—Lucrecio ha muerto. Tú... ¡Vámonos!
Mariana se dejó llevar inconscientemente. No fue hasta que hubieron andado unas docenas de pasos, cuando percibió que no se encaminaban al redil.
—Juan, ¿dónde vamos?
Tigre no contestó. No hacía falta. Ella lo sabía. Un temblor agitó su cuerpo. ¡No podían ir al pueblo! Miró a Tigre. En sus pupilas percibió que todo era inútil.
¡Iban a San Rafael!
El Coronel Pellicer se sentía incómodo. Tenía confianza en Tigre, lo apreciaba profundamente, pero aquella conversación lo incordiaba. Incluso un ligero tinte de bochorno coloreaba sus mejillas.
—Por lo que sé de ti, Pellicer, tu comportamiento hasta la fecha, estuvo siempre de acuerdo con tu estructura moral. ¿A qué se debe el cambio?
—No hay tal cambio. Es natural que el hombre sienta atracción hacia la mujer.
—Sí, pero los hombres de tu fibra sienten una efusión limpia y organizada. Por lo que he oído, no son estos tus sentimientos ahora. No es que yo quiera empujarte al casorio. ¡Dios me libre! Pero sí a que organices tus sentimientos. En el matrimonio encontramos una curiosa paradoja; si verdaderamente quieres casarte, no tienes que hacerlo; y si tienes que hacerlo, más valdría que no lo hicieras.
—Ella es distinta. Ella me quiere.
—Todas nos quieren, pero son egoístas. No es amor desinteresado. Nos aman para ellas.
—No caben egoísmos. Es demasiado niña para que su espíritu se haya curtido a ellos.
—¿Es joven?
—Sí.
—Insisto en saber si piensas casarte.
—Las circunstancias lo aconsejarán.
—Te vendo una sugestión. Si no te casas con ella, déjala, apártala, Dionisio. Si amante es lo que persigues, arrímate a mujer madura. El hacer desgraciada a una mujer joven te traerá frecuentes remordimientos de conciencia, ninguno de los cuales te vendrá por haber hecho feliz a una mujer mayor. El tacto y la inteligencia, son más duraderos que la diversión y la belleza.
Cruzaron las primeras casas del arrabal.
—Vete ahora a casa.
—Y... ¿tú?
—Vete ahora a casa.
—¿Qué vas a hacer, Juan?
—Vete ahora a casa.
—No, Juan; no quiero dejarte. Te siento en peligro.
—¡Obedece!
—Juan; estás a salvo porque todos te creen muerto. No destruyas en un momento lo que habéis planeado y realizado con tanto esfuerzo. Tú siempre dijiste que la causa era lo más importante. ¿Por qué antepones ahora a ella tu condición de hombre?
—Vete ahora a casa.
—Déjame por lo menos avisar a Arcadio y a los otros.
—Vete ahora a casa.
Mariana desapareció por el oscuro callejón. Tigre tomó otro aún más sombrío. Dobló una esquina. Luego otra. Ya veía la luz de la taberna. Detuvo el paso. Sus movimientos se volvieron lentos, más precavidos. Asomó la cabeza por la ventana y con la vista recorrió las gentes que entre humo, bebían, parloteaban, discutían y reían blasfemando. Sus ojos tropezaron con él. Un ligero temblor agitó sus párpados. Una arruga se formó en la comisura de sus labios. Crueldad expresaba su rostro. No era el hijo de Antonio Lozano. No era el Juan de madre. Era Tigre. Y estaba al acecho de su presa. Se resguardó en el quicio de una puerta y esperó. Sentía placer en la espera.
Uno a uno fueron saliendo de la tasca. Cada vez que la puerta se abría y al contraluz se recortaba una silueta, su corazón latía con violencia. Después, volvía la negrura de la noche y la calma. Así una y otra vez. Pero no podía durar. Sabía que no duraría. Y, una de las veces, acabó la espera. La odiosa silueta se recortó en el umbral.
—¡A las buenas noches!
—¡Hasta mañana, sargento!
—¡Buenas noches!
—¡Ir con Dios!
El grupo se disgregó. Tigre se deslizó tras la sombra que perseguía, que le tenía obsesionado. Cruzaban las calles desiertas. Pero aún no era el momento. Entre la última casa del pueblo y el cuartel, corría un largo trecho solitario. Aquel era el sitio escogido. Había un establo al lado del camino. Allí sería. Los pasos del sargento Melaza resonaban sobre los guijarros. Los pasos de Tigre eran silenciosos. Fue acortando distancias. Veinte pasos. Diez pasos. Contuvo la respiración. Cinco pasos. Tres pasos. Un paso...
—¡Buenas noches, sargento!
Con rápido movimiento cortó el gesto de Melaza. La pistola voló por el aire y fue a caer al borde del camino.
—No me esperabas, ¿verdad?
Los ojos del sargento parecían salírsele de las órbitas. El terror paralizaba su garganta.
—No, no soy un fantasma. Soy Juan Tigre en persona. ¿No lo creéis?
Lanzó una carcajada. Con terrible ímpetu su mano cayó sobre el rostro del sargento.
—¿Me dais crédito ahora?
Sus carcajadas eran aterradoras en el silencio de la noche. Los grillos habían enmudecido. Las estrellas no parpadeaban. La respiración de Melaza, más que tal, era un ronquido.
—Tenemos que ajustar cuentas, Melaza. ¿Me entiendes?... ¡Habla!
Su mano volvió a caer sobre el mofletudo rostro. El sargento se tambaleó y se desplomó.
La bota de Tigre se clavó en sus riñones. Exhaló un quejido, pero no habló. No podía hablar. El horror tenía inmovilizada su lengua.
—¡Levántate, chingado! ¡Adelante, camaján! ¡Andando, pendejo!
A patadas, obligó al infeliz a levantarse. Había ahora interrogación a la par que pánico en sus pupilas.
—Aquí; métete en este establo. Es un buen sitio para hacer balance contigo.
Penetraron en la caballeriza. Dos mulas levantaron las orejas curiosas y piafaron nerviosamente. El sargento estaba quieto en medio del establo. No podía dar un paso más. Las piernas no le obedecían.
—¡Adelante, pingo!
Melaza no se movía. Tigre descolgó una horca de coger paja y la lanzó contra sus nalgas. Fue un golpe sordo. Con un desgarrador quejido el sargento se desplomó de bruces. Tigre se acercó.
El horcajo se mantenía enhiesto. La sangre brotaba a raudales. Cogió el mango y tiró de él fuertemente. Un alarido de dolor salió de la garganta del herido.
—¡Por fin te volvió el habla, vergajo!
Nuevamente estallaron sus sonoras carcajadas. Nuevamente las mulas se movieron nerviosas.
—¿Qué dices ahora, viejo cocorro? ¿Por qué no te sientes hombre como cuando atacaste a Mariana? Te doy miedo, ¿verdad? Ahora más que cuando creíste que era un fantasma. Sabes que te voy a culear y... ¡no te equivocas!
Sus ojos despedían fuego. Parecía el ángel del mal. Un incontenible temblor agitaba su cuerpo.
Recogió la horca del suelo y la levantó sobre su cabeza.
Un grito de impotencia resonó dentro del establo.
—¡No! ¡No! ¡Piedad!
—¿Piedad?
Otra carcajada y un salivazo en pleno rostro.
—¡Tigre! ¡Espera! Razona... Te arrepentirás si lo haces... Yo creo que podemos llegar a un acuerdo... Estoy indefenso... Así no se mata a un hombre... Piénsalo, Tigre... Podemos entendernos... Podemos llegar a una avenencia.
—Sí, podemos llegar a un pacto. ¿Qué me ofreces tú?
—No te perseguiré. No diré a nadie que te vi. El que estás vivo será un secreto como lo ha sido hasta ahora. Te ayudaré en tus planes. Me uniré a tu causa. Tendrás en mí una valiosa ayuda. Créeme, Tigre; créeme y no me mates. Muerto, de nada te sirvo; vivo, puedo ser un valioso cooperador y una ayuda eficaz. Piénsalo, Tigre. Medítalo antes de matarme, y... ¡ten compasión!
—Tu parte en el trato es servir a mi causa; ser un traidor a la tuya. Eres un cuzo, Melaza; un repugnante perro sarnoso. Pides una compasión que no tuviste con mi hembra, ¡chingado! Pero me das pena. Te veo tan vil y tan aterrorizado, que voy a tratar un convenio contigo.
—Gracias, Tigre; sabía que eras bueno y justo en el fondo. Por ello te quiere el pueblo. No es frecuente poder realizar un trato entre hombres.
—¿Entre hombres? —nueva carcajada—. ¿Entre hombres? ¿Qué es ser hombre? ¿Abusar de una mujer indefensa después de haber asesinado a su padre? ¿Demostrar la fuerza del macho con una mujer vencida? ¿Es esto ser hombre?
Los ojos del sargento recorrían el establo en busca de una inútil ayuda. Tragaba saliva dificultosamente.
—Tigre... por favor... No sabes lo que dices... Ten compasión por lo que más quieras... ¡piedad!
El temblor agitaba violentamente el cuerpo de Tigre. Descargó un golpe con el mango de la horca sobre la cabeza del sargento, que cayó de espaldas sangrando, semiinconsciente. Con una cuerda le ató los brazos y las piernas. Luego, cogió un cubo de agua y se lo echó por encima de la cabeza, Melaza volvió en sí.
—Me vas a matar, Tigre. No tienes compasión. Eres una bestia, una fiera, un tigre.
—No, no te preocupes. No seré yo quien lo haga. No quiero rebajarme tanto.
Ante los ojos horrorizados del sargento, se acercó a una de las mulas, y la desunció del pesebre. La llevó cerca de donde yacía Melaza o lo poco que de él quedaba. Cogió la cuerda, ató un extremo a los pies de Melaza y sujeto el otro a la cola del animal.
—¡No! ¡No! ¡No!
Abrió la puerta del establo. Levantó el horcajo y con fuerza dejó caer sus púas sobre la grupa de la mula. El estridente relincho apagó el desgarrador grito de dolor de la víctima. Se levantó una nube de polvo, de coces y de paja. El animal salió galopando alocadamente al camino, arrastrando a su víctima.
Juan Tigre quedó apoyado en el quicio de la puerta, gozando de su venganza, con una sonrisa feroz en los labios. Pero su corazón latía, latía de horror.
Oyó como el galopar del animal se perdía en la noche. Trató de verlo en la oscuridad. Había desaparecido en la negrura.
Pero en su trayectoria había quedado algo. Un bulto en medio del camino. Tigre anduvo lentamente. Se detuvo cuando llegó junto a él. Con el pie lo empujó hasta que el cuerpo quedó boca arriba. Escupió.
—¡Es una lástima! ¡No quería matarlo!
Era Nochebuena y estaba solo. Entre artesonados, alfombras, oro y poder, y sin embargo, solo. Cuánta desolación en la palabra solo. Ni un corazón que latiera por él. Ni una lágrima en los ojos de una mujer. Ni una arruga en la frente de un hombre. Ni una sonrisa en los labios de un niño. Solo. Mariana ya no estaba. Los amigos, los compañeros de peligro, los que de verdad le quisieron; muertos, corrompidos o enemigos. Su hijo, el único que podía quererlo sin móviles políticos ni razones de interés, lejos e ignorándole. Lo había querido así. Su padre sobrellevó el ser jefe. Él había sufrido el mismo destino. Ahora comprendía a madre y no quería que a su hijo le ocurriera otro tanto. Por ello lo tenía lejos. Por ello prohibió a los frailes, a todo el mundo, que le dijeran quién era su padre. Para Tonio, él no era más que algo tan simple, pero tan hermoso, como un padre. Un padre que trabajaba lejos, que tenía que viajar constantemente y que sólo de uvas a peras asomaba por allí para traerle obsequios y cariño. Así quería que lo viera su hijo; así quería que lo quisiera; como a Juan Lozano, como a su padre.
Era Nochebuena y estaba solo. Terrible soledad de la riqueza. Sabía cuántos y cuántos lo envidiaban y hubiera permutado el sitio. Y sin embargo, estaban equivocados. Estaban solos y eran pobres. Pero la soledad de la pobreza tiene más calor que la soledad de la opulencia. Podían andar por la calle sin rumbo, tiritando de frío, pero yendo donde sus pasos los llevaran. Podían entrar en un tabernuco y beberse un vaso de vinacho barato. Nadie les negaría un ¡felices Navidades! Sólo él debía sentirse sujeto y prisionero, ligado y sin voluntad propia, porque él era el señor y amo del país. Por ello, en esta Nochebuena se sentía solo y desamparado. Ni madre, ni mujer, ni amigos, ni tan siquiera Juan Lozano, ni aun Juan Tigre; sólo Su Excelencia el Presidente. Y se sentía frío y solo.
Bebió una copa. Y otra. Y la tercera. Las horas transcurrían lentamente. Otra copa y más y más... Ya no sabía cuántas: ¡Qué carajo importaba! Quedó amodorrado en el sillón. Despertó. ¿Qué hora era? ¡Lo mismo daba! Otra copa. Estaba borracho. ¡Sí! ¿Quién se escandalizaba? ¿Por qué no les horrorizaba que estuviera solo? Estaba ebrio; sí, ¡mierda! Sentía mal sabor en la boca, sabor a fondo de jaula de pájaros. ¡Estúpida idea! Jamás había lamido el fondo de una jaula de pájaros. Y sin embargo, éste era el sabor que sentía en la boca.
La lengua gorda y con sabor a fondo de jaula de pájaros, y... ¡estaba solo!
Tigre agarró los pies del mutilado cadáver y lo arrastró nuevamente hacia el establo. Meditaba.
—No quería matarlo. No me gusta matar. Es pecado. Pero... ¡se ha muerto! Era una bestia. Era una alimaña. No merecía otro fin. Se lo di. Pero no quería matarlo. Era sólo un escarmiento. Se ha muerto. El mundo no ha perdido nada. Mi conciencia no ha ganado nada. ¿Remordimientos?... ¡psche! Se borrarán fácilmente. Basta pensar en Mariana y en lo que con ella hizo. ¿Qué opinará Dios? ¿Pecado o justa venganza? Seguramente, pecado. Pero... ¡no quería matarlo! Un accidente. Aunque parecía fuerte, fue débil y no resistió la prueba. No me pesa... ¡Maldita conciencia! No quería matarlo... pero se ha muerto. ¿Qué debo hacer ahora? Por deseo, arrojarlo a los puercos. Pero... es un cadáver. Respeto. Lo enterraré y le pondré una cruz encima. No; será mejor...
Lo acarreó entre la paja y las defecaciones de las caballerías. El aspecto del apuesto sargento Melaza, era repulsivo. Así es la condición humana; arrogancia, majeza, donosura, y de repente, en un instante, náuseas y fetidez.
Sacó la mula del pesebre y le colocó los arreos. Levantó el cadáver y lo cruzó sobre el lomo del animal. Las piernas, los brazos y la cabezota, que ahora parecía descomunalmente grande, pendulaban trágicamente. Cogió las bridas de la bestia y se alejó lentamente.
La luna había asomado entre las nubes. ¡Curiosidad femenina! La noche era, en aquella hora, clara. Pero sus sombras se volvían más fantasmagóricas y más oscuras. Sentía frío. Aceleró el paso. Una hora más tarde pisaba las losas de Marakatuka, la ciudad muerta. Los monumentales templos proyectaban largas y negras sombras. El espíritu de aquellos sabios indios que siglos antes de la gesta colombina, crecían, sufrían y estudiaban allí, parecía revivir esta noche al olor de la sangre fresca.
Miró atrás y vio la enorme cabeza del cadáver bamboleándose acompasadamente. Pensó que era una lástima que no hubiera jíbaros en los alrededores. Magnífica pieza aquel cabezorro para reducir. Tenía gracia la idea. Dar la cabeza a los indios jíbaros y que se la devolvieran reducida, para guardarla en su habitación, sobre la cómoda. Que todos la vieran y aprendieran. Verla y aprender él mismo. Era curiosa la idea. Pero ¡no había indios jíbaros!
Siguió adentrándose entre las ruinas. Subió las escalinatas del gran templo. Los enormes bloques de piedra parecían fríos y azulados a la luz de la luna. Y sin embargo, vivían. Percibía en ellos el latido de los corazones indios. Allí estaba lo que buscaba: la losa del sacrificio. Sus antecesores hacían sobre ella las inmolaciones humanas. Aquella enorme roca, que frente a él se levantaba, fue en un tiempo la imagen del dios Sol. Pero ya no existían los dioses del Terror, sino un Dios de Amor. Hoy, llevaba sobre los lomos de la mula una víctima del odio y su sitio estaba allí, cerca de los terroríficos dioses paganos.
Pausadamente fue recogiendo leña y hojas secas. Las depositó sobre el altar. Luego, encima, el cadáver.
—¡Dioses, a vosotros os lo entrego!
Prendió fuego a la seca madera. Se levantó una columna de negro humo. Tosió y se apartó. El dios del Fuego llegaba. Sopló el viento y la fogata envolvió la pira, ágil, devoradora.
Aún veía el cadáver, pero... pronto dejó de verlo. El humo y el fuego lo envolvían todo. Los dioses indígenas consumían su víctima y agradecían el sacrificio. Pero él no tenía aquellos dioses. Él tenía otro dios. Un Dios de amor. No se atrevía a mirar al cielo. Cayó de rodillas. Le dolía el alma. Su Dios era misericordia y él había sido sordo. Era la vida que se imponía, el terrible ensañamiento de la existencia. No queremos matar; queremos amar, pero viene la guerra, la revolución, el odio, y matamos. Quería rezar y le daba vergüenza. Murmuró muy quedo.
—Yo no quería matarlo..., pero ¡se ha muerto!
La banda del Regimiento de la Guardia Presidencial soplaba a pleno pulmón el himno nacional. El Presidente, levita y chistera, escoltado por el Ministro del Ejército, pasaba revista a la fuerza que rendía honores. El resto del Gobierno, agrupado en un corro, miraba la ceremonia complacidamente. La multitud vitoreaba. Las banderas tremolaban al viento. Trepidaron los cuatro motores del gigante del aire. Todo el tráfico en el Aeropuerto Internacional de Guapaigo había sido suspendido mientras duraba la ceremonia. Su Excelencia el Presidente de la República emprendía viaje de cortesía y amistad, para estrechar lazos a la vecina y hermana República.
Era una hermosa mañana. Todo brillaba al sol. El oro, los colores, la música. Todos sonreían. Todos estaban contentos. Su Excelencia por gozar de sus primeras bien merecidas vacaciones. Los Ministros, por gozar de su primer bien merecido período de estar sin ver y sin aguantar a Su Excelencia. Sólo un hombre parecía taciturno y grave; el Coronel Pellicer. Él y el Embajador de la República hermana, acompañaban a Su Excelencia en el que sería sin duda triunfal viaje. Pero Pellicer parecía intranquilo. El Presidente se dio cuenta de ello.
—¿Te asusta volar, Coronel?
—No... ¿por qué?
—Pareces preocupado.
—Son otras cosas que me inquietan. Ya te dije que prefería no salir del país en este momento.
—¡Tonterías!
Su Excelencia se estaba despidiendo del Gobierno. La banda soplaba ahora un irreconocible himno Nacional de la nación hermana. El Embajador estaba horrorizado.
Salamanca se acercó:
—¡Cuando queráis, Excelencia!
—Bien. Voy.
—Os deseo un feliz viaje.
—Y yo una feliz estancia, Salamanca. Espero que no encontraréis a faltar demasiado a mi persona y que todo marchará en orden.
—Haremos todo lo que podamos para demostraros que nuestra labor merece plácemes, Excelencia. Deseo que el viaje sea un éxito. Verdaderamente es muy interesante ligar estrechamente las relaciones y los intereses de todas las Repúblicas americanas para hacer un frente común.
—Un frente común... ¿contra quién?
—Nunca se sabe cómo evolucionarán las circunstancias políticas. Todos nuestros países deben estar agrupados junto con la Gran Potencia para prevenirlo. ¿No lo creéis así, señor Embajador?
—Tanto mi país como el vuestro, sienten esta solidaridad con las naciones hermanas de raza, para luego unirse conjuntamente a la Gran Potencia, que si pertenece a otro grupo étnico, no corresponde a otro continente. Por ello los ideales de libertad y democracia, son comunes. Estoy seguro que este viaje de Su Excelencia a mi país, redundará en beneficio de todos y de la paz.
La banda sopló más fuerte.
¡Viento!
Había vencido al enemigo. Había aplastado a la alimaña. Y, sin embargo, cuando cruzó el umbral de la puerta de Arcadio, era un hombre derrotado. Había ganado la partida. Había perdido la partida.
Arcadio, a medio vestir, quedó atónito de sorpresa al verlo apoyado en el quicio del pórtico.
—¿Tú? ¿Qué haces aquí?
Tigre no respondió. Dio unos pasos vacilantes y se desplomó en una silla.
—¡Tigre! ¿Qué haces? ¿Qué es esto?
Lo sujetó por los hombros y lo zarandeó.
—¡Contesta, por Dios!
—Está muerto.
—¿Muerto? Pero, ¿quién?
—Melaza.
—¿Lo has... matado tú?
—Lo até a una mula y se murió.
—No te entiendo.
—Lo mismo da. Está muerto. Tenía una mueca repulsiva en el rostro. Los dioses están complacidos.
—Pero, ¿qué dices? Divagas, Juan.
—Quizá...
—¿Sabes lo de Lucrecio?
—Sí. ¿Sabes lo de Mariana?
—¿Qué ocurre con Mariana?
—Si no lo sabes, mejor.
—Pero, ¿qué sucede?
—Nada. Por este nada murió el sargento.
—Cuéntame lo ocurrido.
—No importa. Hay que actuar.
—¿Dónde está el cadáver?
—Lo quemé.
—¿Quemado?
—Sí. Lo dejé en las ruinas del Marakatuka.
—¿A qué hora sucedió?
—Un par de horas atrás. Lo encontrarán a faltar quizá esta noche, pero no hallarán los restos hasta mañana si tienen suerte.
—Bien. Esto nos deja durante unas horas las manos libres. Debes marchar inmediatamente hacia el redil.
—No. Tengo que ver a Mariana.
—No será posible. Ella no puede venir aquí. Todo el pueblo sabe ya la muerte de Lucrecio y se congrega en su casa. Sería sospechoso que ella se ausentara en este momento. Mañana después del entierro subirá al redil conmigo.
—No. Quiero verla ahora.
—¿Pero no comprendes que es una locura? Lucrecio muerto, el sargento muerto, tú en San Rafael...
—Quiero ver a Mariana ahora.
—Pero, ¿cómo?
—Te acompaño a su casa.
—¡Estás loco!
—Quizá. Pero yo no quería matarlo. Se murió. Esto es todo.
—Tigre; soy tu lugarteniente. Te he obedecido ciegamente. Di todo lo que tenía por tu causa. Sólo me queda la vida y también la entregaré si es necesario. En nombre de todo ello, te pido que por una vez me obedezcas tú a mí; vete al redil.
—No. Voy contigo a casa de Mariana.
—Pero, ¿no comprendes que está allí todo el pueblo congregado?
—Entraré por el establo.
Arcadio sabía que todo era inútil. Emprendieron el camino por los más tortuosos y oscuros callejones. Saltaron la tapia.
—Quédate aquí. Yo entraré.
Tigre quedó solo en la noche. No le gustaba la soledad. No sentía miedo, no... pero... no le gustaba estar solo. Aparecieron dos sombras. Mariana se abalanzó a sus brazos sollozando.
—¡No llores, Mariana! No llores. Todo se acabó. Todo concluyó. Ya no debes tener miedo.
—¡Es atroz esto, Juan! Me lo contó Arcadio. Te descubrirán. Nos descubrirán. ¿Qué debemos hacer?
—Lo primero, serenarse —dijo Arcadio.
—Jamás estuve más sereno.
—Luego tomar decisiones.
—Ya las tengo tomadas.
—Tú no estás hoy en condiciones para ello.
—¿Quién es el jefe?
—Perdona. ¿Qué dispones?
—Quedaré aquí toda la noche. Quiero estar cerca de Mariana.
—Pero... te pueden descubrir, amor.
—Me quedaré en el corral. Mañana emprenderemos el camino hacia el redil, Mariana, el niño y yo. Los buscarán a ambos en cuanto descubran lo que queda de Melaza.
—Bien; pero preferiría veros partir en seguida.
—No es posible. Mariana debe asistir al velatorio de su padre.
—Pero, tú...
—Esperaré a Mariana.
—Como mandes, pero me parece expuesto.
—Son órdenes.
—Bien.
—En cuanto amanezca darás una vuelta por las cercanías del cuartel para ver si percibes algo anormal. Nos conviene saber si sospechan. Entonces determinaremos la hora de la marcha y cómo realizarla. Hasta que descubran los restos, no debemos preocuparnos.
—De acuerdo.
Las horas transcurrían lentas. El día parecía atemorizado de mostrarse en el horizonte. Tigre y Mariana estaban abrazados. Dentro de la casa, las viejas pasaban el rosario ante el cadáver de Lucrecio.
Cuando el sol empezaba a levantarse, regresó Arcadio.
—¿Qué noticias traes?
—Lo buscan. Han dado la alarma. Hay algo que nos favorece; no tienen la menor idea de lo que haya podido ocurrirle. Hablé con el Padre Jacinto. Contamos con él. Dentro de una hora vendrá con el cortejo y a media mañana Lucrecio habrá recibido cristiana sepultura. Podéis salir de aquí antes de tres horas. Con suerte, no habrán descubierto nada.
—Bien. Prepara los caballos y vente en cuanto termine el entierro.
—Conforme. ¡Suerte!
El Padre Jacinto cumplió como los buenos. Echó las bendiciones en un periquete y antes de media mañana, la tierra cubría al infeliz Lucrecio y una cruz marcaba su sepultura.
Cuando el sol llegó el cenit, los caballos estaban dispuestos en el patio.
Por la puerta delantera entró un monaguillo echando el bofe. Arcadio lo detuvo en el mismo umbral.
—¿Qué buscas?
—A ti te buscaba, Arcadio.
—¿Qué ocurre?
—Me manda el Padre Jacinto. Está muy excitado. Me encargó que te buscara por todo el pueblo y te dijera esto; ya está. Lo encontraron. Darse prisa.
—Bien.
—¿Qué quiere decir? No lo entiendo.
—Ni falta que te hace, mocoso. Vete para tu casa y no digas nada a nadie.
—Me parece que hay unos cuantos majaretas en este pueblo hoy.
—Calla y obedece.
Cinco minutos más tarde, Tigre daba las últimas instrucciones.
—Tú caminarás un centenar de pasos delante de nosotros. Si no ves nada irregular, sigue el sendero. Si te detienes y vuelves la cabeza, será señal de alarma y retrocederemos. ¿Conformes?
—De acuerdo.
—¡Andando!
Arcadio salió el primero. Detuvo el caballo. Dio un vistazo a izquierda y derecha. Clavó las espuelas y emprendió un trote ligero. Un momento más tarde apareció en la puerta el grupo. Tigre cabalgaba el primer animal y llevaba entre los brazos un bulto que apretaba amorosamente. En su mano izquierda llevaba la brida del otro caballo cuyo jinete era Mariana. Pusieron las monturas a trote siguiendo a prudencial distancia a Arcadio.
La salida del pueblo se realizó sin tropiezo. Había demasiada excitación, habían ocurrido demasiadas cosas en el curso de unas horas, para que nadie se dedicara a fisgonear los callejones traseros, perdiéndose lo que ocurría en la plaza Mayor.
Pronto los caballos enfilaron el camino de las laderas y del trote se pasó al galope. Tigre empezaba a sonreír.
Todo salía bien. Seguía como siempre teniendo suerte.
Arcadio, sin embargo, no parecía tan optimista y una arruga de preocupación cruzaba su frente. Su inquisitiva mirada recorría constantemente el horizonte en todas direcciones. Hasta que estuviera en el redil, no se sentiría tranquilo.
Después de hora y media de cabalgar, todo parecía predecir el éxito de la expedición. A nadie habían visto en el camino y nadie los había podido ver a ellos. Pronto llegarían a la cima y Arcadio podría volver al pueblo para saber lo que ocurría allí.
Cuando sólo una loma les ocultaba ya la vista del redil, Arcadio detuvo el caballo. Se volvió haciendo una señal de parada y avanzó nuevamente con grandes precauciones. Tigre esperó hasta que lo perdió de vista tras el montículo. Luego, pese a la señal de espera, inició el camino hacia la loma. Cuando la coronó, se detuvo. Su vista recorrió el valle. Todo parecía tranquilo. El redil se divisaba en el fondo de la barrancada. Vio a Arcadio que seguía adelantando con cautela. Quedó a la expectativa. De repente el caballo de Arcadio se levantó de manos violentamente, mientras el jinete trataba de sujetarlo. Una décima de segundo más tarde, comprendió el motivo. A su oído llegó el retardado estampido de unos disparos. El potro se encabritaba. Oyó sus relinchos. Arcadio luchaba desesperadamente por dominar la montura. El caballo emprendió una carrera desenfrenada. Las detonaciones crepitaron en sus oídos. Provenían del redil. ¡Estaban descubiertos!
Como fulminado por un rayo, el caballo de Arcadio se desplomó. Tigre vio al jinete salir lanzado a considerable distancia. En la puerta del redil, aparecieron uniformes.
—¡Toma el niño! —gritó Tigre, dándoselo a Mariana— ¡Corre deshaciendo el camino! ¡Galopa todo lo que puedas!
—Pero, ¿y tú?
—Te alcanzaré. ¡Corre!
—Juan, escucha...
Su voz se perdió. Tigre, volcado sobre el caballo, lo espoleaba con rabia. Se dirigía en línea recta hacia el caído. Tenía puestos sus cinco sentidos en la situación. Arcadio se había arrastrado hacia su caída montura, que a juzgar por la inmovilidad, estaba muerta. Había desenfundado sus revólveres y hacía fuego manteniendo al enemigo a raya. Tigre vio que volvía la cabeza y se daba cuenta de que iba a por él. Contaba con la pequeña ventaja de que al parecer, los soldados no se habían dado cuenta de su presencia, ocupados como estaban en hacer fuego sobre Arcadio. El muchacho se defendía bravamente y sus revólveres vomitaban fuego. Si no le metían una bala entre ceja y ceja, les sería difícil acercarse pues el trecho que los separaba estaba al descubierto.
Las distancias se acortaban. Oyó silbar una bala rozando su cabeza. Se habían percatado de su presencia. No podía perder un segundo. Afortunadamente parecía existir una comunicación telepática entre jefe y lugarteniente. Pese a lo apurado de las circunstancias, Arcadio había adivinado las intenciones de Tigre. Vació nuevamente sus pistolas y de un salto, se lanzó tras unos arbustos, hacia los cuales se dirigía el caballo. No ofrecían protección contra las balas, pero sabía que era su única salvación. En movimiento perfectamente sincronizado, como si centenares de veces lo hubieran ensayado, en cuanto Tigre estuvo a una distancia prudencial, Arcadio se incorporó y echó a correr en su misma dirección. Sin un gesto de aviso, sin un grito, sin una orden, cuando el caballo pasó velozmente por su lado, se agarró al cuello del bruto y mientras Tigre lo ayudaba a sujetarse, se encaramó a la montura. Todo fue tan rápido, tan perfecto, que la sorpresa dejó pasmados a los soldados, que por un momento suspendieron el fuego. Antes de que reaccionaran, el potro con sus dos jinetes sobre la grupa, se alejaba rápidamente. Tigre y Arcadio no habían dicho una palabra. No hacían falta discursos. Los dos hombres y el bruto, se identificaban perfectamente. Cuando alcanzaron la loma, Tigre miró hacia adelante. Una nube de polvo en la lejanía lo tranquilizó respecto a Mariana. Volvió la cabeza. Los soldados, repuestos de la sorpresa, habían sacado los caballos de donde estuvieran escondidos y montaban en ellos precipitadamente. Algunos corrían ya por la ladera, iniciando la persecución. Tigre rió.
—¡Camajanes! ¡A ver si me alcanzáis!
Volvió a reir estrepitosamente. Arcadio sabía por qué reía; tenía miedo. Dos caballos, tres personas y un niño, no podían salir adelante en la fuga. Los alcanzarían. Aquello sería el fin. Por ello reía Tigre, porque sabía la verdad, porque sentía miedo.
Galopaban tras el nimbo de polvo que marcaba el camino de Mariana. Tigre tenía las carrilleras apretadas y la vista fija en la mancha que les precedía. Pensaba rápidamente. Siempre había sido pronto en sus decisiones y ahora la vida dependía de ello. Debía hacer algo. La fuga planteada de aquella manera, estaba condenada al fracaso. Esto lo sabía él y lo sabían sus perseguidores.
—¡La concha de vuestra madre! —murmuró con rabia entre dientes.
Sentía algo húmedo, caliente, viscoso, que se le pegaba al pecho. Bajó la vista. Una gran mancha de sangre se extendía por su camisa. No se había dado cuenta de que estaba herido. Respiró profundamente. No sintió punzada de dolor. Entonces reparó en que la espalda de Arcadio estaba también empapada en sangre. El contacto había manchado su camisa.
—¡Estás herido! —gritó.
Arcadio no respondió. Volvió la cabeza y con doloroso esfuerzo sonrió. Tigre apreció la terrible palidez de su rostro. Perdía mucha sangre. Pero no podían detenerse. Trató de sujetarlo entre sus brazos. Al muchacho se le acababan las fuerzas visiblemente.
Pronto alcanzaron a Mariana, que había detenido el caballo y los esperaba. Los vio venir y se dio cuenta de la situación. Descabalgó y cuando llegaron a ella, había hecho trizas su falda y arrancando la camisa de Arcadio le envolvió apretadamente el pecho. Tigre había retrocedido unos pasos y oteaba el horizonte. Gritó.
—¡Date prisa, Mariana! ¡En cuanto asomen por la loma, tenemos que cabalgar nuevamente, esté como esté Arcadio!
Mariana trataba por todos los medios de cortar la hemorragia. La sangre seguía fluyendo a borbotones a cada aspiración del muchacho. Sin interrumpir su trabajo, gritó:
—¿Qué haremos Juan? ¡Nos alcanzarán! ¡Nunca podremos escapar con el niño y Arcadio!
—¡Déjame las decisiones a mí! ¡Date prisa!
Seguía escrutando el horizonte.
—¡Ahí vienen! ¡Monta en seguida!
Nuevamente cabalgaron todos y emprendieron frenética y desesperada carrera. Tigre miraba a Arcadio, cuya cabeza se balanceaba. Sólo se sostenía en la montura por la fuerza con que los brazos del jefe lo atenazaban.
—Arcadio, ¿me oyes?
Un gemido le indicó que así era. Siguió gritando:
—Sólo tenemos una solución: tratar de ganar la frontera. Lo intentaremos por el atajo de Atura. Ellos no lo conocen. Nos dará ventaja.
La voz de Arcadio era muy débil.
—No podremos hacerlo... el camino es muy duro... los caballos van demasiado cargados... ¡No llegaremos!
—Lo intentaré. Es la única posibilidad que tenemos.
Seguían galopando. Tigre volvía la cabeza de vez en cuando y se daba cuenta de que la distancia de sus perseguidores se acortaba.
—¡Chingados! ¡Pendejos! ¡Arcadio, ¿me oyes?
—... Sí... te oigo...
—Tienes razón. No llegaremos. Arcadio, ¿cómo te sientes?
—No te preocupes por mí.
—¿Cómo te sientes?... ¡Contesta!
—... Bien...
—¡No mientas! ¿Te sientes agonizar?
—No sé...
—¡Dímelo! ¿Te sientes morir?
—Sí... me siento morir.
—Dijiste que darías la vida por mí y por la causa. ¿Lo mantienes?
—Sí... ¿Qué piensas?
—Es el único plan posible. Tú eres la víctima. ¿Te echas atrás?
—No... Puedes ordenar.
—Déjame reflexionar. Ya te daré instrucciones.
Arcadio se inclinó nuevamente sobre el cuello del caballo. Se debilitaba por momentos.
—¡Arcadio! ¡No te mueras ahora! ¡Te necesito!
Con esfuerzo el muchacho levantó nuevamente la cabeza y la movió indicando que había comprendido. Los caballos corrían entre los bosques, por las barrancadas. Sus perseguidores les pisaban los talones. Arcadio había perdido completamente la noción de lo que estaba ocurriendo. La cabeza colgaba sobre el pecho.
—¡Arcadio, no te mueras aún!
Ante ellos aparecieron las ruinas de Marakatuka. El valle se estrechaba. Quien viniera por aquel camino debía forzosamente pasar entre los dos torreones en ruinas que un día protegieron la entrada de la ciudad sagrada. Tigre gritó:
—¡Mariana! ¡Sigue adelante atravesando las ruinas! Detrás del Gran Templo verás una vereda empinada. Encarámate por ella. Espolea el caballo si se asusta, pero, ¡súbela! Yo te alcanzaré.
El caballo de Mariana se perdió entre las ruinas. Tigre volvió el suyo hacia las escalinatas. Tropezando, resbalando, el animal empezó a subirlas. Usaba las espuelas y la fusta con rabia. Todo dependía de aquello. Él no tendría fuerzas para subir al agonizante hasta la cumbre de la atalaya. Sólo el caballo podía hacerlo. Y el bruto, entre traspiés y caídas, lo iba consiguiendo. Coronaron la cima. Tigre descabalgó. Cogió a Arcadio en brazos y lo llevó hasta el borde del torreón. Se dominaba la entrada de las ruinas. Un par de pistolas cerraban completamente el camino que atravesaba Marakatuka. El cuerpo de Arcadio cayó pesadamente al suelo. Tigre lo incorporó, lo sacudió, lo abofeteó. El muchacho entreabrió los ojos.
—¿Comprendes lo que quiero? Mantenlos a raya aquí. Yo alcanzaré la frontera. Vive para darme tiempo.
De un salto montó sobre la cabalgadura. Vio que Arcadio sacaba con esfuerzo sus pistolas y las apoyaba en el antepecho. Descolgó las suyas y se las arrojó a los pies.
—¡Te harán falta!
Arcadio levantó la cabeza y trató de sonreírle por última vez al jefe.
—¿No querías morir por mí? ¡Te doy ocasión! ¡Muere, Arcadio!
Pasó por la piedra del sacrificio. Escupió.
Alcanzó a Mariana unas millas más allá.
—¿Y Arcadio?
Por toda contestación golpeó con su fusta la grupa del caballo de ella. Emprendieron el galope. Coronaron la cima. Tigre detuvo el caballo. Escuchó. Del fondo del valle subía rumor de disparos. Arcadio vivía y cumplía con su deber. Era provechoso tener gente leal. Mariana lo miraba ansiosamente.
—¿Y Arcadio?
—¡Piensa ahora en tu hijo! ¿Ves el río? Es la frontera. ¡Adelante!
Emprendieron nuevamente la desenfrenada carrera.
Sin incidentes llegaron al río. Tigre metió el caballo en el agua sin aminorar la marcha. Mariana lo siguió. Cuando llegaron a la otra orilla, Tigre se detuvo y escuchó. Ya no se oían disparos. Mariana miraba interrogativamente.
—¿Qué hacemos? ¿No proseguimos?
—No hace falta. Somos libres. El río marca la frontera.
—¿Y Arcadio?
—Murió...
No se atrevía a mirarse en los ojos de Mariana. Estaba a salvo. Mariana también. Y el niño. El amor estaba inmune. La muerte lo hizo. La muerte lo consiguió. Libertó el amor.
Murmurando a media voz, como si hablara consigo mismo, dijo:
—El amor es violento. No; es la muerte la que es violenta. El amor es suave como la brisa. No; es la muerte lo que es suave. Quizá sean lo mismo.
Tampoco era la levita una prenda muy común ni cómoda para el Presidente Ontoria. Le sentaba embarazosa. Especialmente aquella banda púrpura que se había cruzado sobre el pecho. Y además, ¡los guantes! ¿De qué carajo servían aquellos instrumentos ridículos? Por ello, al llegar al Palacio Presidencial se alegró profundamente de poder abandonarlos.
La recepción en el gran Aeropuerto Nacional había sido apoteósica. Se sentía satisfecho. El Presidente de la República hermana —según le manifestara— quedó profundamente impresionado. Un dolor de cabeza que se quitaba de encima. Sin embargo, no todo concluía allí. Faltaba lo peor; la imposición de condecoraciones y ¡los discursos! Estaba cohibido. El Presidente Tigre tenía la delantera de llevar ya cerca de dos años en el poder y con ello práctica en estos menesteres. Para él era muy distinto. No habían transcurrido tres meses desde el golpe de Estado que lo llevó a la Presidencia. Confesaba que aún sentía en la boca sabor a rancho. Sólo unos meses antes, no hubiera podido imaginar su posición actual. Tenía que reconocer que el poder proporcionaba placeres, pero en muchas ocasiones se acordaba con nostalgia de los reclutas que instruía cuando era simple brigada en el Ejército. Después, todo ocurrió tan rápido que ni él mismo se había dado cuenta exacta. Su actividad en la contrarrevolución. Las proposiciones que le hicieron. Los empujones que le dieron. La toma del cuartel de artillería. Las aclamaciones de sus tropas primero, del pueblo más tarde. Los abrazos de sus superiores. Su orgullo hinchándose. Sus primeras ambiciones de poder. Sus primeras órdenes. Sus primeras ejecuciones. Nuevas y más fervientes aclamaciones. Su conversación con el Vicepresidente Doctor Pita. El pueblo empujándole. Los Generales sonriendo protectoramente. Su decisión final —¿suya o de Severiana, su esposa?—. Su alocución desde el balcón del cuartel. Su marcha triunfal hacia el Palacio Presidencial. Los aplausos. Los vítores. La primera banda que le impusieron. Su juramento ante el Congreso. Y, ¡ya está! Un sueño. Unas semanas y todas las riendas en su mano. Al principio lo dudó, pero ahora no le cabían vacilaciones; era un hombre inteligente. Más clarividente que los hombres comunes. De no ser así, ¿cómo podía explicarse su ascensión al poder y al sitio que ocupaba? Era el primer personaje de la nación. Le gustaba la frase. También era de Severiana. Valía mucho su mujer y le había ayudado de verdad. Pero, ¡estos discursos! Sin embargo, no tenía más remedio que afrontar las circunstancias. Afortunadamente el Jefe de Protocolo había arreglado las cosas para que el primero en hablar fuera su huésped. Allí estaba, delante de él, rodeado de personajes y batido por los destellos de las cámaras de los reporteros, repartiendo sonrisas y apretones de manos. El jefe de Protocolo le hizo una discreta seña. Con sonrisa complaciente, Tigre adelantó unos pasos dirigiéndose hacia él.
—Señor Presidente, Señores Ministros, Jerarquías y Autoridades que nos acompañáis en este brillante día; yo no soy un orador. Soy hombre de acción, un luchador. Sin embargo, hoy, con el corazón turbado y henchido de satisfacción, quiero decir unas palabras. Lenguaje de emoción y de agradecimiento. De emoción por encontrarme pisando tierra hermana, tierra de una de estas repúblicas de la gran América, a las que nos unen los ideales y finalidades comunes. Agradecimientos, por el gran, por el fraternal recibimiento que se me ha dispensado en este hermoso país.
Aplausos; sonrisas; tosecillas discretas.
—Hoy más que nunca, siento en el corazón esta solidaridad que nos une, que apiña las voluntades de los pueblos americanos. Esta asociación que hace de nosotros un bloque unido, un bloque firme en defensa de los ideales comunes de la libertad, la democracia y la paz.
Más aplausos; más sonrisas; más tosecillas discretas.
—Me complace haber aceptado la invitación para visitar este noble país hermano, que siempre, pero muy especialmente desde que se ve regido por la justiciera y experta mano de Vuestra Excelencia, se ha convertido en un verdadero paladín de los ideales americanos.
Más y más aplausos; más y más sonrisas; más y más tosecillas discretas.
—Los pueblos de Latinoamérica, desde aquella gloriosa gesta del gran libertador Bolívar, emprendieron una ruta gloriosa, como glorioso es su destino. Por ello, a nosotros nos incumbe mantener la unión, este bloque, este destino glorioso que se apoya en la libertad, la democracia y la paz.
Más, más y más aplausos; más, más y más sonrisas; más, más y más tosecillas discretas.
—Nuestro deber como americanos y como patriotas, debe llevarnos a defender con tesón y hasta la última gota de sangre, estos ideales comunes. El camino emprendido por nuestras naciones fraternas, es el camino de la verdad, la fe y la nobleza. No defraudemos a nuestros pueblos ni al mundo entero que tiene la mirada puesta en nosotros. Luchemos para obtener firmes y positivos resultados en defensa de los sagrados ideales de la humanidad.
Más, más, más y más aplausos; más, más, más y más sonrisas; más, más, más y más tosecillas discretas.
—En este día en que el corazón se siente alegre, porque está henchido de entusiasmo y de fe en el destino de los pueblos americanos, quiero tener el gran honor, el inmerecido honor, de imponer a Su Excelencia la Banda y el Collar de la Orden de las Estrellas, máximo galardón que mi nación concede a los grandes paladines de la libertad, la democracia y la paz.
Aplausos desbordantes; sonrisas amplias; tosecillas liberadas y fuertes.
Abrazos. Imposición de Banda. Abrazos. Imposición de Collar. Abrazos. Etc., etc.
El Presidente Ontoria se adelantó:
—Señor Presidente; señores Embajadores; Ministros de mi Gobierno; Jerarquías y Autoridades; la emoción me embarga, pero me siento en la obligación de contestar a las magistrales palabras henchidas de emoción y de amor patrio, que Su Excelencia acaba tan elocuentemente de pronunciar. Seré breve, porque mi especialidad no es la oratoria, sino la acción directa. Sin embargo, no quiero dejar pasar esta ocasión, sin adherirme plenamente a las palabras de Su Excelencia. Habéis sabido expresar en ellas, toda la fe y el anhelo de nuestros pueblos, que juntos y unidos, caminan gloriosamente en defensa de los ideales comunes de la libertad, la democracia y la paz.
La gente jamás se cansa de aplaudir, sonreír y toser discretamente.
—Hoy más que nunca sentimos vivamente estos ideales tan conmovedoramente descritos por Vuestra Excelencia y en este día glorioso para nuestro país, por haber tenido el honor de daros la bienvenida en él, quiero ratificar una vez más, mi fe en los gloriosos destinos de nuestras naciones.
Aplausos; sonrisas; tosecillas discretas. Aparece algún que otro disimulado bostezo.
—En este día, nuestra nación entera, Autoridades y pueblo, unidos por una sola fe y un solo entusiasmo, se reúnen en mi persona para que en nombre de todos ellos os diga ¡bienvenido, Señor Presidente!
Arrecian aplausos, sonrisas y tosecillas.
—Yo no soy un poeta, pero me atrevo a afirmar que hoy el sol brilla más que nunca y el cielo es más azul y ello es por el milagro de esta fe común que nos alienta y hace rebosar nuestros corazones de alegría, en presentimiento de un brillante futuro latinoamericano.
Todos los ruidos se vuelven ensordecedores.
—Excelencia; hacedme el honor de aceptar la Medalla de la Orden de Bolívar, preciado galardón con que mi país quiere demostrar su agradecimiento hacia vos, por vuestra lucha en defensa de la paz, la democracia y la libertad.
Aplausos desbordantes; sonrisas amplias; tosecillas liberadas y fuertes.
Abrazos. Imposición de Medalla. Abrazos. Etc., etc.
Nada o casi nada estaba hecho. Desorganización. No quedaba más remedio que volver a crear. Empezar de nuevo. La trama truncada, él en país extraño, Arcadio muerto... Sí, ¡Arcadio muerto! Era difícil hacerse a la idea. Pero estaba muerto. Bien muerto. Lo sabía él. Lo dejó agonizando, luchando por defenderle la vida. No sentía remordimientos. No los podía sentir. Era el jefe. Todo debía claudicar ante esta idea. La vida de Arcadio, su propia libertad... ¿Por qué? Porque él era un esclavo de su posición. Pues si él no podía gozar de la condición de criatura humana, con libertad de pensar y de actuar, ¿por qué no debían también sacrificarse los demás, cada cual en el papel que el destino les impusiera? Arcadio no había hecho nada sobrehumano, nada heroico. Había, simplemente, cumplido con su deber, como él cumplió el suyo, dejándolo allí muriendo. No se podían sacrificar los ideales por unas consideraciones de orden sentimental. Arcadio debía morir si con ello salvaba al jefe. Y él era el jefe. Arcadio estaba muerto. No, no estaba muerto. La muerte no es una cosa instantánea que viene así y... ¡se acabó! Arcadio había muerto y no había muerto a la vez. No hay fin al morir.
Se sentía fatigado aquella noche. Arrellanado en una butaca, fumaba el último cigarro mientras cambiaba impresiones con el Coronel Pellicer.
—Magnífico todo, ¿verdad Dionisio?
—Sí.
—No pareces sentir gran entusiasmo.
—No lo siento.
—¿Por qué?
—¡Pamplinas!
—Todo son pamplinas. Esto no lo es más que otras cosas.
—Siento repulsión; apesta.
—Hasta la podredumbre tiene buen olor si nos favorece.
—Bien, dejémoslo.
—Como quieras. ¿Qué te parece el alojamiento?
—Si fuera verdad, fastuoso y perfecto.
—¿Qué quieres decir? El palacete es muy hermoso. Lo acaban de habilitar para huéspedes ilustres y me hacen el honor de inaugurarlo conmigo.
—¿Se te ocurrió pensar en quien debía ser su dueño?
—No. No se me ocurrió. Con seguridad es propiedad del Gobierno.
—Sí, propiedad del Estado. Lo construyó y lo habitaba una persona. Se equivocó. Fue enemigo político de Ontoria. Lo mandaron asesinar y la casa fue confiscada. ¡Propiedad del Gobierno!... ¡Asco!
—Se perdona más fácilmente una maldad que una idiotez. El dueño de esto la cometió. Se puso contra Ontoria. Si no hubiera sido tan torpe, hoy sería quizá Ministro. No puede uno equivocarse. Los yerros se pagan y algunas veces muy caros.
—¿Habéis oído hablar de algo que se llama derechos del hombre?
—Sí, en los libros. En la vida sólo existe el acertar o el equivocarse. Alejandro Magno fue un gran hombre porque dio en el clavo. Adolfo Hitler fue un majadero porque se equivocó. Si inviertes los términos, Alejandro sería recordado como un pervertido y el Canciller del Reich, como uno de los más grandes hombres de la historia.
—Sigo pensando de otra manera.
—Tenía la impresión, querido Dionisio, que habías adelantado bastante en el camino de endurecerte y hacerte un hombre. No me hagas pensar ahora que me engañé.
—Hay cuestiones con las cuales no puedo transigir. Es más fuerte que yo.
—Quieres decirme dónde trazas la línea divisoria entre lo bueno y lo malo, entre lo moral y lo inmoral, y con qué potestad te juzgas para trazar esta separación.
—Las verdades siempre son verdades.
—Menos cuando vienen nuestros descendientes y descubren que todo era un mito, una absurda patochada. La luz se propaga por ondas. Ésta es una verdad científica que no admite dudas. Entonces llega Planck, formula la teoría de quantum y todo se viene abajo. ¡Ya encontramos la verdad! ¿Permanece? No. Alguien demuestra fenómenos de luz que no pueden ser totalmente quanta, sino ondas. ¿Podemos tener fe absoluta y ciega, en la constante de Planck?... Newton nos dijo: la tierra gira alrededor de su órbita y en torno al sol. El sol se mueve dentro de un sistema estelar. El sistema estelar se desplaza dentro de la Vía Láctea. La Vía Láctea evoluciona con relación a otras galaxias. ¿Dónde está el punto fijo sobre el cual gira todo esto? Tenemos que encontrar un elemento absolutamente estacionario. Newton va hacia la teología. Lo inconmovible es el espacio. El espacio es la esencia de Dios. ¿Conformes? Verdad. ¡Quién discute a Newton! En el universo hay un medio invisible en el cual evolucionan las estrellas y a través del cual la luz viaja como las vibraciones en un pastel de gelatina. Es la verdad. ¡Ah, perdón! En Berna, un estudiante de veintiséis años, rechaza la teoría y no admite la existencia del éter. Se llama Einstein. La velocidad de la luz es constante, sin importar el movimiento de la tierra, constante con respecto al movimiento de cualquier sol, cualquier luna, estrella, meteoro o sistema moviéndose en el universo. De ahí deduce y asegura que las leyes de la naturaleza son iguales para todos los sistemas de uniforme movimiento. Teoría de la Relatividad. ¿Verdad? Ambición sí. Querer demostrar todos los problemas del abismo que separa el macrocosmos del microcosmos. ¿Dónde está la verdad? ¿Cuántas veces ha mudado? ¿Cuántas veces cambiará?
La frontera no lo refugió. Se lo advirtieron y apresuradamente tuvo que dejar el país. Extradición. ¿Dónde ir? ¡La Gran Potencia!
Allí fue. Allí lo esperaban. Se seguía con interés su movimiento. Salazar era un hombre fuerte, demasiado poderoso. Estaba ligado con tratados de todas clases, pero no convenía desconsiderar a un jefe rebelde, popular y querido entre el pueblo. Algún día podía ser útil. Oficialmente se le ignoraba. Se decía que sí a Salazar. Extraoficialmente se le facilitaban las cosas. Inmediato contacto con los exilados. Trabajo de organización. Relación clandestina con los grupos de Guapaigo, Quintanilla, Taruca y todo el país. Emisarios y mensajes cruzando carreteras, montañas, mares y aires.
Primer aviso: no se permitirán actividades políticas en el país hospitalario. Segundo aviso: se ve el movimiento con simpatía, pero ¡por favor, discreción!
El dinero empezaba a fluir. Ya no era el cabecilla insurrecto, escondido en las montañas, sino el exilado político. Consideración. Respeto. La rebeldía empezaba a cambiar de un motín de desarrapados en algo más consistente; en un movimiento político organizado. Surgieron cargos. Secretario Particular. Secretario de Asuntos Políticos. Secretario para las Relaciones con la Gran Potencia. Secretario para Atenciones y Cuidados a los Refugiados. Secretario para el Servicio de Información y Propaganda. Y, ¡Tesorero! Se ganaba en organización. Se perdía en fe y en entusiasmo. Éste sólo lo sentían con sinceridad, los que aún luchaban en las montañas. Los exilados eran más sensatos, convenía preverlo todo. Era necesario crear ambiente. No había prisa. El dinero no faltaba. La vida en el país extranjero, era interesante. Se adquiriría experiencia. Las cosas debían hacerse con calma y meditándolas. ¿Quién sentía impaciencia? ¡Ah, los guerrilleros en las montañas! ¡Una pandilla de desgraciados! Patriotas, esto sí, grandes patriotas. Pero poco en la sesera. Sólo veían tiros, gritos y arrebatos. No comprendían las razones políticas, los motivos verdaderamente trascendentales. Calma; ante todo serenidad y organización. Aquella era la clave del éxito. Con brutalidades y violencias nada se consigue. Con sentido político, todo se obtiene. Rebajar los entusiasmos desmedidos y mal organizados, para encauzarlos y despertarlos en el momento oportuno. Y, no era aún tiempo conveniente. Todo llegaría. ¡Paciencia!
Mariana tenía lo que quería, lo que durante tanto tiempo había deseado; Juan, el niño, un hogar y paz sin peligro constante. Nada le faltaba. El país era excepcional. Todo mecanizado. Calefacción. Aire acondicionado. Gas. Electricidad. Máquina para lavar ropa. Máquina para secar. Máquina para limpiar suelos. Máquina para hacer salsas y batidos. Máquina para lavar platos. Máquina para depilarse. Máquina para música. Máquina para ver cine, en casa.
La lavadora daba vueltas batiendo la ropa. ¡Una maravilla! Mariana recordaba el cantarín riachuelo donde lavaba en San Rafael.
La secadora lanzaba chorros de aire caliente. La ropa lista en seis minutos. ¡Ingenioso! Mariana recordaba sus albas sábanas tendidas sobre la verde hierba del prado.
Sobre la blanca cocina hervían los pucheros. No hacía falta encender el gas. La luz piloto siempre en marcha. ¡Una preciosidad! Mariana recordaba las llamas lamiendo el culo de la negra olla, el alegre crepitar de las secas ramas, y el olor a resina quemada.
El aire acondicionado cerraba el paso al calor. ¡Asombroso! Mariana recordaba sus abanicos, especialmente aquel de los pájaros y las rosas que le regaló Juan.
Tigre usaba la máquina de afeitar eléctrica. Un minuto ¡ya está! ¡Un primor! Mariana recordaba cómo le entraba el agua por las mañanas para afeitarse. ¡Que no esté demasiado caliente, amor! ¡Que no esté demasiado fría, cariño!
La radio, la televisión, el cine. ¡Magnífico! Mariana recordaba las notas de la prima y del bordón. Mariana recordaba el acontecimiento de ir una vez al año a ver los titiriteros.
¿Queda sitio para sentir, reír y llorar? ¡Aún no se ha inventado la máquina!
El Coronel Doménech interrumpió la conversación.
—Excelencia... ¿Todo a su gusto?
—Gracias, Coronel. Todo en orden.
—Me siento complacido con ello. Si algo necesitáis, no tenéis más que pedirlo.
—Os agradezco el interés.
—Es mi deber. He tenido el honor de ser nombrado ayudante personal de Su Excelencia durante su estancia aquí y ansío que todo marche de acuerdo con sus deseos.
—Gracias, Coronel. Todo discurre como decís.
—No dudéis en pedir... cuanto necesitéis.
—Nada necesito por ahora.
—¿Estáis seguro, Excelencia?
—No entiendo.
—Quisiera que os sintierais como en vuestra casa. No tengáis reparos. Cualquier necesidad será cubierta.
—¿Insinuáis...?
—Me limito a sugerir... Su Excelencia comprende, ¿verdad? Todo con la mayor discreción. La reserva más absoluta. Uno es hombre y comprende...
—No sabía que además de ayudante os habían investido con la dignidad de alcahueta.
—¡Excelencia! Era sólo una sugerencia con la que trataba de facilitar ciertos puntos que son en ocasiones delicados.
—¡Dejadme dormir!
—Como digáis, Excelencia.
—¡Buenas noches, mal burdelero!
La vida era fácil en el nuevo país. Los días, los meses, el primer año, transcurría plácidamente. Nada les faltaba. Quizá era precisamente esta carencia de faltar algo, esta escasez de lucha, el origen de aquel desasosiego que Mariana sentía. No vibraba como en San Rafael. Las emociones se ahogaban en la holgura. Juan tampoco era el mismo. No sabía por qué, pero no era el mismo. Quizá no tenía él la culpa. Quizá la responsabilidad recaía sobre la manera de vivir del país. Salía por la mañana y no regresaba hasta el anochecer. Trabajo y reuniones. Comía sola con el niño. ¡Qué pena! Juan regresaba cansado. Quería leer el periódico. Quería ver el programa de la televisión. No quedaba tiempo para nada más. Muchas veces, ni tan siquiera para fijar un momento sus pupilas en las de ella y dejar que los labios se rozaran. En San Rafael lo tenía menos, pero era más suyo. Tenía interés por su hijo, pero Mariana sufría porque le parecía observar que no lo quería como en San Rafael. Incluso cuando bebía lo hacía de distinta manera. En el pueblo, libaba con los amigos, bromeando y riendo hasta que se caían de las sillas completamente borrachos. Entonces ella lo llevaba a la cama. Ahora no se emborrachaba en casa. No sabía dónde lo hacía. Pero no era cerca de ella. Borracheras silenciosas, como escandalosas fueron las de San Rafael. Incluso decía cosas absurdas sobre la embriaguez. En el pueblo, sólo le interesaba beber y más beber, cuando quería emborracharse. Jamás lo comentaba. No buscaba causas ni orígenes. Ahora era distinto. Un día le dijo algo como:
—¿Sabes lo que ocurre con el whisky? Tomas un trago y te sientes otro hombre. Pero entonces el nuevo hombre, también necesita un trago. Y así, prosigues hasta que te caes.
No lo acabó de entender, pero él lo dijo así.
Lo tenía todo; Juan, el niño, un hogar, paz sin peligro constante y... pensaba en San Rafael.
Las cosas que tenemos, pronto las olvidamos. No es lo mismo con las que no tenemos.
No había faltado nada. Todo fue programado y realizado de acuerdo con el plan previsto. Visitas a las fábricas visitables. Visita a las obras públicas —o lo que es mejor y más bonito— a las maquetas de lo que serán tales trabajos cuando terminados, ¡quién sabe! Botadura de un buque. Inauguración de una autopista. Descubrimiento de una lápida que daba el nombre de Avenida del Presidente Tigre, a la antes Avenida del 2 de Febrero, antes Avenida de los Mártires del 11 de Julio, antes Avenida del Congreso, antes Avenida del 7 de Octubre, antes Avenida de la Libertad, antes Avenida de la Reina.
Pero aquel día, era la fecha verdaderamente grande; discurso en el Congreso. Las fuerzas vivas de la nación rendían un homenaje, tributo de admiración, a Su Excelencia el Presidente de la nación hermana.
La Guardia Nacional, uniforme de gran gala, aguardaba a la puerta del palacete. Caballos lustrosos, aceros brillantes, capas azules, casacas rojas, plumeros en los cascos, bombo y platillos. Bismarck hubiera firmado sin dudar un momento.
Himno Nacional. El Presidente Tigre apareció en el umbral. Sobre su pecho brillaba la condecoración de la Orden de Bolívar. Carro descubierto. La Guardia Nacional cerró la formación alrededor del vehículo de Su Excelencia. La multitud apiñada en las aceras, aclamaba al héroe.
—¡Tigre-Ontoria! ¡Tigre-Ontoria! ¡Tigre-Ontoria!
Avenida de las Américas, Plaza de la Constitución, Avenida del 4 de Enero, Avenida de Antonio Pejigal (?), Plaza de Armas y por fin, el Congreso.
La Cámara entera en pie. Los Diputados vitoreaban a ambos Presidentes. Los aplausos se prolongaron diez minutos —la prensa aseguró que veinte— hasta que el Decano, con sonrisa benévola y gesto comprensivo, pidió silencio:
—Excelencias; señores diputados; como Presidente de esta Cámara, tengo el honor, el gran honor de dar la bienvenida en ella a nuestro ilustre huésped, al insigne señor Presidente de la república hermana, de la nación amiga... etc...., etc.
Ovación estruendosa. Moción aprobada por unanimidad. Su Excelencia el Presidente Tigre, se levantó solemnemente para pronunciar su importante discurso. La prensa insistía en asegurar que los ojos del mundo entero estaban pendientes de aquellos momentos.
Ligera deglución de agua. Carraspeo para aclarar la voz, y...
¿El discurso? ¿Para qué? ¿No sabemos ya todos lo que dirá?... Pues, sí, exactamente esto.
¡Vamos a dejarlo!