CÓMO SE DESANGRAN LOS EXPOLIADORES
Locke elevó la vista hacia los árboles. El viento se agitaba entre las copas, y la conmoción de las ramas cargadas sonó como el río en plena creciente. Se trataba de una entre miles de representaciones. La primera vez que había llegado a la selva, le había asombrado la multiplicidad de bestias y flores, el implacable desfile de la vida. Pero ya había aprendido. Esa diversidad germinativa era una impostura: la jungla fingía ser un jardín natural. No lo era. Allí donde el ingenuo intruso veía sólo un brillante despliegue de esplendores naturales, Locke lograba reconocer que se gestaba una sutil conspiración en la cual cada cosa era el reflejo de alguna otra. Los árboles, el río; un capullo, un pájaro. En el ala de una mariposa, el ojo de un mono; en los lomos de una lagartija, los rayos del sol sobre las piedras. Vueltas y vueltas en un vertiginoso círculo de representaciones; una galería de espejos que confundía los sentidos y que, con el tiempo, llegaba a carcomer la razón. Fíjate en nosotros —pensó ébriamente mientras estaban de pie, alrededor de la tumba de Cherrick—, también estamos dentro del mismo juego. Vivimos, pero representamos a los muertos mejor que los muertos mismos.
El cuerpo estaba cubierto de costras cuando lo elevaron para meterlo en un saco y conducirlo hasta aquel miserable trozo de terreno, detrás de la casa de Tetelman, para darle sepultura. Había una media docena de tumbas. Todas de europeos, a juzgar por los nombres rudamente grabados a fuego en las cruces de madera, muertos por el calor, las víboras o la añoranza.
Tetelman intentó decir una breve plegaria en español, pero el rugido de los árboles y la algarabía de los pájaros, que regresaban a sus moradas antes de que cayera la noche, la ahogaron. Al cabo de unos instantes, se dio por vencido y todos regresaron al fresco interior de la casa, donde Stumpf estaba sentado, bebiendo brandy y mirando con expresión vacía la mancha oscurecida de los listones del suelo.
En el exterior, dos de los indios domesticados de Tetelman echaban con las palas la fértil tierra de la selva sobre el saco de Cherrick, ansiosos por acabar con el trabajo y marcharse antes del anochecer. Locke los observaba desde la ventana. Los sepultureros no hablaban mientras trabajaban; se limitaban a llenar la tumba poco profunda y a aplanar la tierra lo mejor que podían con las plantas de los pies, duras como el cuero.
Las patadas asestadas al suelo adquirieron un ritmo. A Locke se le ocurrió pensar que quizá fuera el mal efecto del whisky barato; conocía a pocos indios que no bebieran como cosacos. Tambaleándose un poco, comenzaron a bailar sobre la tumba de Cherrick.
—¿Locke?
Locke se despertó. Un cigarrillo brillaba en la oscuridad. Cuando el fumador le dio una calada y la brasa ardió con más intensidad, de la noche surgieron las facciones gastadas de Stumpf.
—Locke, ¿estás despierto?
—¿Qué quieres?
—No puedo dormir —repuso la máscara—, he estado pensando. Pasado mañana llegará el avión de suministros que viene de Santarém. En unas cuantas horas podríamos estar allí. Lejos de todo esto.
—Claro.
—Quiero decir para siempre. Lejos de esto —insistió Stumpf.
—¿Para siempre?
Con la colilla del cigarrillo, Stumpf encendió otro antes de comentar:
—No creo en las maldiciones. Al menos me parece que no creo en ellas.
—¿Quién ha hablado de maldiciones?
—Tú viste el cuerpo de Cherrick. Lo que le ocurrió…
—Hay una enfermedad…, ¿cómo se llama…? —dijo Locke—. Ya sabes, esa enfermedad que no permite que la sangre coagule bien.
—Hemofilia —contestó Stumpf—. No tenía hemofilia, y lo sabemos. Lo he visto arañarse y cortarse cientos de veces. Y se curaba como tú y yo.
Locke atrapó un mosquito que le había aterrizado sobre el pecho y lo estrujó entre el pulgar y el índice.
—De acuerdo. ¿De qué murió, entonces?
—Viste las heridas mejor que yo, pero tengo la impresión de que se le rompía la piel en cuanto lo tocaban.
—Eso es lo que parecía —asintió Locke.
—Tal vez sea algo que se le contagió de los indios.
—Yo no he tocado a ninguno —aclaró Locke, captando su idea.
—Ni yo. Pero él sí, ¿te acuerdas?
Locke se acordaba, no resultaba fácil olvidar escenas como aquélla, por más que lo intentara.
—Dios —dijo en voz baja—. ¡Qué jodida situación!
—Me vuelvo a Santarém. No quiero que vengan a buscarme.
—No van a hacerlo.
—¿Cómo lo sabes? Metimos la pata en ese punto. Pudimos haberlos sobornado. Obligarlos a abandonar esas tierras de otra manera.
—Lo dudo. Has oído lo que dijo Tetelman. Son territorios ancestrales.
—Puedes quedarte con mi parte del terreno —le dijo Stumpf—. No quiero saber nada más.
—¿Hablas en serio? ¿Lo abandonas todo?
—Me siento sucio. Somos expoliadores, Locke.
—Será tu fin.
—Lo digo en serio. No soy como tú. En realidad, nunca he tenido estómago para estas cosas. ¿Me comprarás el tercio que me corresponde?
—Depende del precio.
—Lo que quieras darme, te lo dejo por lo que quieras dar.
Concluida la confesión, Stumpf volvió a la cama; se recostó en la oscuridad y terminó el cigarrillo. No tardaría en amanecer. Otro amanecer en la selva: un intervalo precioso, demasiado breve, antes de que el mundo comenzara a sudar. Cuánto odiaba aquel lugar. Al menos no había tocado a ninguno de los indios, ni siquiera se había acercado a ellos. Fuera cual fuese la enfermedad que le transmitieran a Cherrick, él no se habría contagiado. En menos de cuarenta y ocho horas estaría en Santarém, y de allí se iría a alguna ciudad, cualquier ciudad, a la que la tribu no podría seguirlo. Ya había cumplido con su penitencia, ¿no?, había pagado por su codicia y su arrogancia con la peste que llevaba en el vientre y los terrores de los que no volvería a separarse. Que fuera aquello castigo suficiente, rogaba, y antes de que los simios comenzaran a anunciar el día se sumió en el sueño del expoliador.
Un escarabajo con el caparazón parecido a una piedra preciosa, atrapado debajo de la red antimosquitos de Stumpf, giró en círculos decrecientes y zumbones buscando una salida. No logró hallarla. Exhausto por la búsqueda, planeó sobre el hombre dormido y fue a posarse sobre su frente. Vagó sobre ella, bebiendo de los poros. Bajo su paso imperceptible, la piel de Stumpf se abrió y se rompió, formando un sendero de diminutas heridas.
Habían llegado al caserío indio a mediodía; el sol era como el ojo de un basilisco. Al principio creyeron que el lugar estaba desierto. Locke y Cherrick se habían internado en el recinto de chozas, dejando en el jeep a Stumpf, que padecía un ataque de disentería, para que no le diera de lleno el calor. Cherrick fue el primero en ver al niño. Era un crío con el vientre hinchado, de unos cuatro o cinco años, que llevaba la cara cubierta de gruesas bandas pintadas con el tinte rojo sacado de la planta del urucú. Había salido de su escondite para espiar a los invasores; la curiosidad lo había vuelto temerario. Cherrick se quedó inmóvil, igual que Locke. De las chozas y del refugio de los árboles que rodeaban el recinto de moradas fue saliendo el resto de la tribu, de uno en uno, a mirar, igual que el niño, a los recién llegados. Si en sus rostros anchos, de narices chatas, había algún asomo de sentimiento, Locke no logró captarlo. Aquella gente —pensaba en cada indio como parte de una sola y miserable tribu— le resultaba imposible de descifrar; su única habilidad residía en el engaño.
—¿Qué hacéis aquí? —inquirió. El sol le quemaba la nuca—. Estos terrenos son nuestros.
El niño seguía mirándolo a la cara. Sus ojos almendrados se resistían a temerle.
—No te entienden —le dijo Cherrick.
—Tráeme al alemán. Y que él se lo explique.
—No puede moverse.
—Tráemelo hasta aquí —dijo Locke—. Aunque se haya cagado en los pantalones.
Cherrick retrocedió hasta el sendero, dejando a Locke en medio del círculo de chozas. Locke miró de portal en portal, de árbol en árbol, intentando calcular cuántos eran. No habría más de tres docenas de indios; las dos terceras partes eran mujeres y niños, descendientes de los grandes pueblos que en una época habían vagado a millares por la cuenca del Amazonas. Ahora, aquellas tribus estaban casi diezmadas. Estaban arrasando y quemando la selva en la que antaño prosperaran durante generaciones; por sus cotos de caza avanzaban velozmente las autopistas de ocho carriles. Todo lo que consideraban sagrado —lo salvaje, el lugar que ocupaban en este sistema— era pisoteado y violado: eran exiliados en su propia tierra. Aun así, se negaban a rendir homenaje a sus nuevos amos, a pesar de los rifles que traían consigo. Sólo la muerte los convencería de su derrota, reflexionó Locke.
Cherrick encontró a Stumpf despatarrado en el asiento delantero del jeep, con sus descoloridas facciones más decaídas que nunca.
—Locke quiere que vayas —le dijo, sacudiéndolo para sacarlo del sopor—. El villorrio sigue ocupado. Tendrás que hablar con ellos.
—No puedo moverme —gimió Stumpf—. Me estoy muriendo…
—Locke te quiere vivo o muerto —le explicó Cherrick.
El temor que Locke les inspiraba, temor del que nunca hablaban, era quizá una de las pocas cosas que tenían en común; eso y la codicia.
—Me siento fatal —dijo Stumpf.
—Si no te llevo, vendrá él mismo a buscarte —le indicó Cherrick.
Era un argumento irrefutable. Stumpf lanzó una desesperada mirada al otro hombre, asintió con la cabeza enorme y dijo:
—Está bien, ayúdame.
Cherrick no tenía ninguna gana de tocar a Stumpf. El hedor de su enfermedad era insoportable; era como si el contenido de sus tripas le rezumara a través de los poros; su piel tenía el lustre de la carne rancia. A pesar de todo, tomó la mano tendida. Sin ayuda, Stumpf habría sido incapaz de recorrer los cientos de metros que separaban el jeep del recinto de chozas.
Allá adelante, Locke gritaba.
—Date prisa —le urgió Cherrick, tirando de Stumpf para bajarlo del asiento delantero y conducirlo hasta donde Locke vociferaba—. Acabemos con todo esto de una vez.
Cuando los dos hombres llegaron al círculo de chozas, la escena no había variado mucho. Locke miró a su alrededor en busca de Stumpf.
—Tenemos invasores —le dijo.
—Eso veo —repuso Stumpf, agobiado.
—Diles que se vayan de nuestras tierras. Diles que esto es nuestro territorio, que lo hemos comprado. Sin inquilinos.
Stumpf asintió sin mirar a los ojos enfurecidos de Locke. En ocasiones lo odiaba tanto como se odiaba a sí mismo.
—Vamos… —lo instó Locke.
Con un ademán indicó a Cherrick que soltara a Stumpf. Cherrick obedeció. El alemán se tambaleó con la cabeza inclinada. Tardó unos segundos en elaborar su discurso, luego alzó la cabeza y pronunció unas cuantas palabras mustias en mal portugués. La declaración fue recibida con las mismas expresiones impasibles que la actuación de Locke. Stumpf volvió a intentarlo, reordenando su inadecuado vocabulario para despertar una luz de entendimiento entre aquellos salvajes.
El niño al que tanto habían divertido las cabriolas de Locke miraba ahora fijamente a este tercer demonio; de su rostro se había borrado la sonrisa. Éste no era tan cómico como el primero; éste estaba enfermo y se le veía macilento: olía a muerte. El niño se tapó la nariz para no inhalar la maldad que despedía.
Stumpf escrudriñó a su audiencia con la vista nublada. Si habían entendido y fingían aquella impasible incomprensión, era una actuación sin mácula. Derrotadas sus limitadas habilidades, aturdido, se volvió hacia Locke.
—No me entienden —le dijo.
—Vuelve a decírselo.
—Creo que no hablan portugués.
—Díselo de todos modos.
—No tenemos por qué hablar con ellos —comentó en voz baja Cherrick, al tiempo que amartillaba el rifle—. Están en nuestras tierras. Y tenemos derecho a…
—No —dijo Locke—. No hay necesidad de dispararles. No, si podemos convencerlos de que se vayan pacíficamente.
—No saben lo que es el sentido común —insistió Cherrick—. Míralos. Son animales. Viven en la mugre.
Stumpf había vuelto a intentar comunicarse con ellos; esta vez acompañó sus palabras titubeantes con unos gestos dignos de compasión.
—Diles que tenemos que trabajar —le sugirió Locke.
—Lo hago lo mejor que puedo —replicó Stumpf, irritado.
—Tenemos papeles.
—No creo que eso pueda llegar a impresionarlos —replicó Stumpf con un cauteloso sarcasmo que el otro hombre no captó.
—Diles que se vayan. Que busquen otro terreno que ocupar. Observando cómo Stumpf intentaba traducir estos sentimientos en palabras y al lenguaje de los signos, Locke empezó a repasar las alternativas que le quedaban. Una de dos: o los indios —los txukahamei o los achual o cualquiera que fuera la maldita tribu— aceptaban sus exigencias y se marchaban, o tendrían que echarlos a la fuerza. Como Cherrick había dicho, estaban en su derecho. Tenían papeles de los organismos de desarrollo; tenían mapas en los que se señalaba la división entre un terreno y el siguiente; contaban con todas las autorizaciones, desde las firmas hasta las balas. No tenía un vivo deseo de derramar sangre. El mundo seguía demasiado lleno de liberales de sangrante corazón y de sentimentalistas de ojos tiernos como para hacer del genocidio la solución más conveniente. Pero en anteriores ocasiones se habían utilizado las armas, y volverían a utilizarse, hasta que el último indio sucio se hubiera puesto un par de pantalones y hubiera dejado de comerse a los simios.
A pesar de la batahola de los liberales, las armas tenían su encanto. Eran rápidas, y absolutas. Una vez emitidos sus discursos breves y agudos, no había peligro de que se produjeran ulteriores protestas, no dejaban lugar a que al cabo de diez años algún indio mercenario que hubiera encontrado un ejemplar de Marx en alguna cuneta pudiera regresar exigiendo sus territorios tribales, con petróleo, minerales y todo lo demás. Una vez desaparecidos, era para siempre.
Sólo de pensar en ver muertos a esos salvajes de rostros colorados, a Locke le empezó a picar el dedo con el que apretaba el gatillo: sintió una comezón física. Stumpf había terminado de repetir su discurso sin resultados. Gruñó y se volvió hacia Locke.
—Voy a vomitar —dijo.
Tenía la cara pálida y brillante; el resplandor de su piel hacía que sus dientecitos parecieran sucios.
—Tú mismo —repuso Locke.
—Por favor. Tengo que acostarme. No quiero que ellos me vean.
—No te moverás hasta que te hagan caso —le informó Locke, negando con la cabeza—. Si no nos hacen caso, verás algo por lo que merecerá la pena que vomites.
Mientras hablaba, Locke jugueteó con la caja del rifle, y pasó la uña rota del pulgar por las muescas que llevaba grabadas. Había por lo menos una docena; cada una representaba la tumba de una persona. La selva ocultaba el asesinato con mucha facilidad, parecía incluso que perdonara el crimen de una forma enigmática.
Stumpf se apartó de Locke y volvió a escrutar a los mudos circunstantes. Había tantos indios, pensó; y, aunque llevaba pistola, era un tirador inepto. Suponiendo que arremetieran contra Locke, Cherrick y él mismo, no lograrían sobrevivir. Y sin embargo, al mirar a los indios, no lograba encontrar ninguna señal de agresión. Antaño habían sido guerreros. ¿Ahora? Eran como niños castigados, enfurruñados y obstinadamente estúpidos. En una o dos de las mujeres quedaba algún rastro de belleza; su piel, aunque mugrienta, era delicada, y tenían los ojos negros. De haber estado en mejores condiciones de salud, sus desnudeces le habrían excitado, se habría sentido tentado de estrujar entre las manos aquellos cuerpos relucientes. Tal como estaban las cosas, su fingida incomprensión no hacía más que irritarlo. En medio del silencio, parecían como de otra especie, misteriosos e indescifrables como mulas o pájaros. ¿Acaso no le habían dicho en Uxituba que muchos de ellos ni siquiera ponían nombre a sus hijos, que cada uno de ellos era como una extremidad de la tribu, anónimo y por lo tanto inamovible? Al ver en cada par de ojos la misma mirada oscura, lo creía. Creía que no se estaban enfrentando a tres docenas de individuos, sino a un sistema fluido de odio hecho carne. Se echó a temblar sólo de pensarlo.
Por primera vez desde que aparecieran los hombres blancos, uno de la tribu se movió. Era un anciano; se notaba que tendría unos treinta años más que el resto de la tribu. Iba desnudo, igual que los demás. La carne mustia de sus piernas y sus tetillas parecía cuero bronceado; aunque sus ojos pálidos indicaban que estaba ciego, su paso era perfectamente seguro. Cuando estuvo frente a los intrusos, abrió la boca —las encías consumidas carecían de dientes— y habló. Lo que salió de su enjuta garganta no era una lengua hecha de palabras, sino de sonidos, una mezcla confusa de sonidos de la selva. Aquella manifestación no presentaba un modelo discernible, era simplemente una muestra —apabullante, a su manera— de personificaciones. Aquel hombre rugía como un jaguar, chillaba como un papagayo; en su garganta albergaba el sonido de la lluvia al mojar las orquídeas y el aullido de los monos.
Los sonidos asquearon a Stumpf. La selva lo había enfermado, deshidratado, exprimido. Y aquel hombre enjuto de ojos reumáticos le estaba vomitando a la cara aquel asqueroso lugar entero. El crudo calor reinante en el círculo de chozas hizo que a Stumpf le latiera la cabeza, y mientras escuchaba el clamor del sabio tuvo la certeza de que el anciano acomodaba el ritmo de su tonta perorata a los latidos que él mismo sentía en las sienes y las muñecas.
—¿Qué dice? —inquirió Locke.
—¿A qué te parece que suena? —repuso Stumpf, irritado por la estúpida pregunta de Locke—. Son sólo ruidos.
—El desgraciado nos está maldiciendo —comentó Cherrick. Stumpf se volvió para fijarse en el tercer hombre. Cherrick tenía los ojos desorbitados.
—Es una maldición —le dijo a Stumpf.
Locke se echó a reír, indiferente ante la aprensión de Cherrick.
Apartó a Stumpf de un empellón y quedó encarado con el viejo, cuya perorata cantada bajó de tono, hasta hacerse melodiosa. Cantaba el crepúsculo, pensó Stumpf: aquella breve ambigüedad entre el día feroz y la noche sofocante. Sí, era eso. En la canción logró captar el ronroneo y el arrullo de un reino somnoliento. Tan persuasivo resultaba que deseó tenderse allí mismo y ponerse a dormir. Locke rompió el hechizo.
—¿Qué estás diciendo? —escupió casi en la cara tortuosa del indio—. ¡Habla con cordura!
Pero los sonidos nocturnos prolongaron su susurro, como un torrente ininterrumpido.
—Ésta es nuestra aldea —intervino otra voz.
El hombre hablaba como para traducir las palabras del anciano. Locke se volvió abruptamente para localizar a quien había hablado. Era un joven delgado, cuya piel pudo haber sido dorada en otra época.
—Nuestra aldea. Nuestra tierra.
—Hablas inglés —le dijo Locke.
—Un poco —repuso el joven.
—¿Por qué no me contestaste antes? —inquirió Locke.
Su furia se exacerbó al notar el desinterés reflejado en el rostro del indio.
—No me correspondía —repuso el hombre—. Él es el más viejo.
—¿El jefe, quieres decir?
—El jefe está muerto. Toda su familia está muerta. Éste es el más sabio de todos…
—Entonces dile…
—No hace falta decirle nada —le interrumpió el joven—. Te entiende.
—¿También habla inglés?
—No —repuso el otro—, pero te entiende. Eres… transparente.
Locke captó a medias que el joven intentaba insultarlo, pero no estaba del todo seguro. Lanzó una mirada asombrada a Stumpf. El alemán sacudió la cabeza. Locke concentró su atención en el joven.
—De todos modos, díselo. Díselo a todos. Esta tierra es nuestra. La hemos comprado.
—La tribu siempre ha vivido aquí —fue la respuesta.
—Pues ahora ya no —le dijo Cherrick.
—Tenemos papeles… —intervino Stumpf suavemente, con la esperanza de que el enfrentamiento acabara pacíficamente—, papeles del gobierno.
—Nosotros estábamos aquí antes que el gobierno —repuso el muchacho.
El viejo había dejado de hablar como la selva. Tal vez haya llegado al comienzo de un nuevo día y por eso se detiene, pensó Stumpf. El anciano se alejó, indiferente a la presencia de los inoportunos visitantes.
—Dile que vuelva —exigió Locke, apuntando al joven con el rifle. El ademán no ocultaba ambigüedad alguna—. Oblígalo a que diga a los demás que tienen que irse.
El muchacho no pareció impresionado por la amenaza del rifle, y se mostró claramente reacio a darle órdenes a uno de sus mayores, por más que existiera un imperativo. Se limitó a observar cómo regresaba el anciano a la choza de la que había salido. En el recinto, los demás comenzaron a retirarse. Al parecer, la retirada del viejo había sido la señal de que se había acabado la fiesta.
—¡No! —rugió Cherrick—. No estáis escuchando.
El color de sus mejillas había aumentado un tono, y su voz, una octava. Avanzó con el rifle en alto.
—¡Maldita escoria!
A pesar de su histeria, perdió audiencia rápidamente. El anciano había llegado a la puerta de su choza, y dobló la espalda para desaparecer en el interior; los pocos miembros de la tribu que mostraban algún interés por los hechos observaban a los europeos con un aire de lástima por su locura. Aquello enfureció aún más a Cherrick.
—¡Escuchadme! —aulló. El sudor le perlaba la frente cuando volvió la cabeza a una de las figuras en retirada, y luego a otra—. ¡Escuchadme, bastardos!
—Tranquilo… —le dijo Stumpf.
Aquello desató a Cherrick. Sin advertencia alguna, se llevó el rifle al hombro, apuntó hacia la puerta abierta de la choza en la que había desaparecido el anciano y disparó. De la copa de los árboles adyacentes salieron volando unos pájaros; los perros pusieron pies en polvorosa. Del interior de la choza salió un gritito, que no se parecía en nada a la voz del anciano. Al oírlo, Stumpf cayó de rodillas, sosteniéndose el vientre, abatido por los espasmos. Con la cara sepultada en el suelo, no logró ver la diminuta figura que salió de la choza y trotó a la luz. Cuando levantó la cabeza para mirar y vio cómo el niño de la cara roja se agarraba el vientre, abrigó la esperanza de que sus ojos mintieran. Pero no mintieron. Lo que fluía entre los deditos del niño era sangre, y lo que se reflejaba en su cara era la muerte. Cayó sobre la tierra batida, ante el umbral de la choza, se retorció y murió.
En una de las chozas, una mujer comenzó a sollozar calladamente. Por un instante, el mundo giró sobre la cabeza de un alfiler, exquisitamente equilibrado entre el silencio y el grito que debía romperlo, entre la tregua contenida y la atrocidad que iba a desencadenarse.
—¡Maldito bastardo! —murmuró Locke dirigiéndose a Cherrick. Le tembló la voz al emitir la condena—. Apártate. Stumpf, ponte de pie. No esperaremos. Levántate y síguenos o te quedas aquí.
Stumpf continuaba mirando el cuerpo del niño. Conteniendo los sollozos, se incorporó.
—Ayúdame —suplicó.
Locke le tendió el brazo.
—Cúbrenos —le ordenó a Cherrick.
El hombre asintió, mortalmente pálido. Algunos de los de la tribu se habían vuelto a contemplar la retirada de los europeos; a pesar de la tragedia sus expresiones eran más inescrutables que nunca. Sólo el llanto de la mujer, probablemente la madre del niño muerto, reptó entre las figuras silenciosas, lamentando su pena.
El rifle de Cherrick tembló mientras vigilaba la cabeza de puente. Había echado sus cálculos; si se producía una colisión de frente, tenían pocas probabilidades de sobrevivir. Pero incluso ahora que el enemigo se retiraba, entre los indios no se produjo ningún movimiento. Sólo quedaban los hechos acusadores: el niño muerto, el rifle caliente. Cherrick se arriesgó y miró por encima del hombro. Locke y Stumpf ya estaban cerca del jeep, y los salvajes todavía no se habían movido.
Entonces, cuando volvió la mirada hacia el recinto de chozas, fue como si la tribu respirara al unísono un único y sólido aliento; al oír aquel sonido, Cherrick sintió que la muerte se le encajaba en la garganta como la espina de un pescado, demasiado profunda como para quitársela con los dedos, demasiado grande como para defecarla. Esperaba ahí, alojada en su anatomía, incontestable, inapelable. El movimiento que se produjo ante la puerta de la choza lo distrajo de aquella presencia. Dispuesto a volver a cometer el mismo error, empuñó el rifle con más fuerza. El anciano había vuelto a aparecer. Pasó por encima del cadáver del niño, que yacía donde había caído. Cherrick volvió a mirar por encima del hombro. ¿Seguro que habían llegado al jeep? Stumpf había trastabillado y Locke tiraba de él para que se pusiera en pie. Al ver al anciano avanzar hacia él, Cherrick dio un cauteloso paso atrás, seguido de otro más. Pero el viejo no tenía miedo. Atravesó a paso rápido el recinto de chozas y se colocó tan cerca de Cherrick, con el cuerpo vulnerable como siempre, que el cañón del rifle se le hundió en el vientre arrugado.
En sus manos había sangre, lo bastante fresca como para resbalarle por los brazos cuando exhibió las palmas ante Cherrick. Cherrick se preguntó si habría tocado al niño al salir de la choza. Si lo había hecho, había sido gracias a un asombroso juego de prestidigitación, porque Cherrick no había visto nada. Truco o no, el significado de la exhibición resultaba claro: lo estaban acusando de asesinato. Cherrick no estaba dispuesto a amilanarse. Devolvió la mirada al anciano, contestando a su desafío con más desafío.
Pero el viejo bastardo no hizo nada, se limitó a mostrarle las palmas sangrantes, con los ojos anegados de lágrimas. Cherrick sintió que volvía a crecer en él la ira. Hundió un dedo en las carnes del viejo.
—No me asustas —le dijo—. ¿Me entiendes? No soy un imbécil.
Mientras hablaba, creyó ver un cambio en las facciones del viejo. Era un reflejo del sol, o la sombra de un pájaro, no cabía duda, pero bajo la corrupción de la edad se podía ver un parecido con el niño muerto ante la puerta de la choza: la boca pequeñita sonreía incluso. Entonces, con la misma sutileza con la que había aparecido, la ilusión se desvaneció.
Cherrick retiró la mano del pecho del viejo y entrecerró los ojos para protegerse de otros espejismos. Y reemprendió la retirada. Apenas había dado tres pasos cuando algo, a su izquierda, salió de su escondite. Se dio la vuelta, levantó el rifle y disparó. Un cerdo moteado, al huir de una manada que estaba pastando alrededor de las chozas, fue alcanzado en el cogote por la bala. Trastabilló sobre sí mismo y cayó de cabeza en el polvo.
Cherrick volvió a apuntar al anciano. Pero éste no se había movido, excepto para abrir la boca. De su paladar salió el mismo sonido del cerdo agonizante. Un chillido ahogado, lastimero y ridículo que acompañó a Cherrick por el sendero que conducía al jeep. Locke tenía el motor encendido.
—Sube —le ordenó.
Cherrick no necesitó que lo animasen, y se lanzó al asiento delantero. En el interior del vehículo hacía un calor abrasador y olía a los fluidos corporales de Stumpf, pero era más parecido a un refugio seguro que el lugar donde habían estado en la última hora.
—Era un cerdo —le dijo Cherrick—. Maté un cerdo.
—Ya lo vi —repuso Locke.
—Ese viejo bastardo…
Dejó la frase sin terminar. Se miró los dos dedos con los que había tocado al anciano.
—Lo toqué —murmuró, perplejo por lo que veía.
Las yemas de sus dedos sangraban, aunque el sitio donde había tocado al viejo estaba limpio.
Locke pasó por alto la confusión de Cherrick, hizo marcha atrás para dar la vuelta y se alejó del villorrio por un sendero en el que, durante la hora que habían permanecido allí, parecía haber vuelto a crecer la maleza.
En el pequeño establecimiento ubicado al sur de Averio no abundaba la civilización, pero contaba con la suficiente. Allí había caras blancas y agua limpia. Stumpf, cuyo estado había empeorado durante el viaje de regreso, recibió tratamiento por parte de Dancy, un inglés con los modales de un conde privado de sus privilegios y cara de filete aplanado. Sostenía que en sus tiempos sobrios había sido médico, y aunque no tenía pruebas de su título, nadie puso en duda su derecho a tratar a Stumpf. El alemán deliraba en ocasiones con violencia, pero Dancy, cuyas manos estaban cargadas de pesados anillos de oro, manifestaba un positivo deleite al cuidar a su agitado paciente.
Mientras Stumpf desvariaba debajo de la red antimosquitos, Locke y Cherrick permanecieron sentados en la oscuridad iluminada por una lámpara y bebieron. Luego narraron la historia de su encuentro con la tribu. Fue Tetelman, el dueño del almacén, quien tuvo más que decir cuando la historia hubo concluido. Conocía bien a los indios.
—Hace años que vivo aquí —dijo, dándole nueces al mono sarnoso que saltaba sobre su regazo—. Sé cómo piensa esta gente. Por sus actos pueden parecer estúpidos, incluso cobardes. Pero os aseguro yo, que entiendo de esto, que no son ni lo uno ni lo otro.
Cherrick lanzó un gruñido. El mono azogado lo miró con ojos glaucos.
—Ni siquiera intentaron atacarnos —explicó Cherrick—, aunque había diez de ellos por cada uno de nosotros. Si eso no es cobardía, ¿qué es entonces?
Tetelman se repantigó en la silla chirriante, echando al animal de su regazo. Tenía el rostro arrebolado y ajado. Sólo sus labios, constantemente humedecidos con la bebida, tenían un cierto color; parecía una vieja prostituta, pensó Locke.
—Hace treinta años —dijo Tetelman—, todo este territorio les pertenecía. Nadie lo quería; ellos iban adonde querían, hacían lo que les apetecía. En lo que a nosotros, los blancos, respectaba, la jungla era sucia y estaba llena de enfermedades: no queríamos saber nada de ella. La verdad es que en cierto sentido teníamos razón. Es sucia y está llena de enfermedades; pero también cuenta con reservas que codiciamos profundamente: minerales, quizá petróleo, poder.
—Pagamos por esas tierras —le explicó Locke; los dedos le temblaban en el borde quebrado de la copa—. Es todo lo que tenemos.
—¿Pagaron por ellas? —se burló Tetelman. El mono parloteaba a sus pies, al parecer tan divertido por aquella afirmación como su dueño—. No. Sólo pagaron para que alguien hiciera la vista gorda y ustedes pudieran apropiarse de las tierras por la fuerza. Pagaron por tener derecho a engañar a los indios de la mejor forma que se les ocurriera. Eso es lo que sus dólares han comprado, señor Locke. El gobierno de este país está contando los meses que faltan para que la última tribu del subcontinente sea borrada de la faz de la tierra por gente como usted. De nada sirve hacerse el inocente ultrajado. Llevo aquí demasiado tiempo…
Cherrick lanzó un escupitajo al suelo desnudo. Tetelman y su perorata le habían encendido la sangre.
—¿Y para qué vino a parar aquí, si es usted tan listo? —inquirió al comerciante.
—Por la misma razón que usted —repuso Tetelman llanamente.
Tetelman posó la mirada sobre los árboles que había más allá del terreno ubicado detrás del almacén. Sus siluetas se agitaban contra el cielo; sería el viento o las aves nocturnas.
—¿Y cuál es esa razón? —inquirió Cherrick, controlando a duras penas la hostilidad.
—La codicia —respondió Tetelman mansamente, sin dejar de observar los árboles.
Algo correteó por el bajo tejado de madera. El mono que yacía a los pies de Tetelman escuchó con la cabeza erguida.
—Creí que aquí me haría rico, igual que usted. Me concedí un plazo de dos años. Como mucho, tres. De eso hace ya veinte largos años. —Frunció el ceño; fueran cuales fuesen los pensamientos que le surcaron los ojos, no cabía duda de que eran amargos—. La selva te devora y luego, tarde o temprano, te escupe.
—A mí no —dijo Locke.
—Claro que sí —dijo Tetelman volviendo los ojos hacia él. Estaban húmedos—. La destrucción está en el aire, señor Locke. Puedo olerla.
Dicho esto, se volvió a mirar por la ventana.
Lo que estaba en el tejado tenía ahora compañía.
—No vendrán aquí, ¿verdad? —dijo Cherrick—. ¿No nos seguirán?
La pregunta, formulada casi en un suspiro, suplicaba una respuesta negativa. Aunque se esforzara, Cherrick no lograba apartar de su mente las escenas del día anterior. No era el cadáver del niño lo que tanto le perseguía, de eso no tardaría en aprender a olvidarse. Era el anciano —con su rostro cambiante, iluminado por el sol— y las palmas levantadas como para mostrar un estigma, eso era lo que no lograba olvidar.
—No se preocupe —le dijo Tetelman, con un cierto tono de condescendencia—. De vez en cuando viene uno, quizá dos, a venderme algún papagayo, o unos cuantos cacharros, pero nunca han venido en grupos grandes. No les gusta esto. Para ellos es la civilización, y los intimida. Además, serían incapaces de lastimar a mis invitados. Me necesitan.
—¿Lo necesitan? —inquirió Locke.
¿Quién podría necesitar a esta piltrafa de hombre?
—Utilizan nuestras medicinas. Dancy se las proporciona. Y de vez en cuando les damos mantas. Como le dije, no son tontos.
En la habitación contigua, Stumpf había comenzado a aullar. La voz consoladora de Dancy intentaba conjurar el pánico. Era evidente que no lo lograba.
—Su amigo está muy mal —dijo Tetelman.
—No es mi amigo —repuso Cherrick.
—Se pudre —murmuró Tetelman para sí.
—¿Qué se pudre?
—El alma. —Aquella palabra sonó completamente fuera de lugar en los labios de Tetelman brillantes por el whisky—. Es como la fruta, ¿sabe? Se pudre.
En cierta manera, los gritos de Stumpf le dieron fuerza a la observación. No era la voz de una persona sana, en ella había una cierta podredumbre.
Para apartar su atención del alboroto del alemán, más que por verdadero interés, Cherrick preguntó:
—¿Qué le dan a usted a cambio de las medicinas y las mantas? ¿Mujeres?
Aquella posibilidad divirtió abiertamente a Tetelman, que se echó a reír; sus dientes de oro brillaron.
—No me sirven para nada —dijo—, he padecido la sífilis durante demasiados años. —Chasqueó los dedos y el mono se encaramó a su regazo—. El alma no es lo único que se pudre.
—¿Qué es lo que saca de ellos a cambio de los suministros? —preguntó Locke.
—Chucherías —respondió Tetelman—. Jarras, cuencos, felpudos. Los norteamericanos me los compran y los vuelven a vender en Manhattan. Todo el mundo quiere comprar cosas de las tribus extinguidas. Memento morí.
—¿Extinguidas? —dijo Locke.
La palabra tenía un sonido seductor; a él le sonaba a vida.
—Claro —dijo Tetelman—. Ya están acabados. Si no se los cargan ustedes, ellos lo harán por sí mismos.
—¿Suicidándose? —inquirió Locke.
—A su manera. Se desmoralizan. Lo he visto en muchas ocasiones. Una tribu pierde sus tierras, y junto con la tierra se va su apetito por la vida. Dejan de cuidarse. Las mujeres no quedan preñadas; los hombres jóvenes se dan a la bebida; los viejos se dejan morir de hambre. En uno o dos años es como si no hubieran existido nunca.
Locke se bebió el resto de la copa, brindando en silencio por la fatal sabiduría de esos pueblos. Sabían cuándo morirse, cosa que no podía decirse de alguna gente que había conocido. Al pensar en el deseo de muerte de aquellos indios se sintió absuelto de los últimos vestigios de culpa. ¿Qué eran las armas en sus manos, sino un instrumento de la evolución?
Al cuarto día de haber llegado al almacén, la fiebre de Stumpf disminuyó, muy a pesar de Dancy.
—Lo peor ha pasado —anunció—. Dejen que descanse un par de días más y podrán volver al trabajo.
—¿Cuáles son sus planes? —quiso saber Tetelman.
Locke observaba la lluvia desde el porche. Eran cortinas de agua que descendían de unas nubes tan bajas que rozaban las copas de los árboles. Luego, tan de repente como había llegado, el aguacero desapareció, como si alguien hubiera cerrado un grifo. Asomó el sol; la selva lavada volvía a humear, a retoñar, a prosperar.
—No sé lo que haremos —repuso Locke—. Quizá consigamos ayuda y volvamos a nuestras tierras.
—Hay ciertas formas —dijo Tetelman.
Cherrick, que estaba sentado junto a la puerta para beneficiarse de la escasa brisa disponible, tomó el vaso que su mano apenas había abandonado en los últimos días y volvió a llenarlo.
—No más armas —dijo.
No había tocado el rifle desde el día en que llegaran al almacén; en realidad, sólo tenía contacto con la botella y la cama. Su piel parecía estar perpetuamente erizada.
—No hace falta utilizar armas —murmuró Tetelman.
La frase quedó en el aire como una promesa no cumplida.
—¿Deshacernos de ellos sin armas? —inquirió Locke—. Si quiere decir que hemos de esperar a que mueran de muerte natural, no soy tan paciente.
—No —replicó Tetelman—, podemos ser más rápidos.
—¿Cómo?
—Con ellos me gano la vida —le contestó Tetelman echándole una mirada indolente—. Al menos en parte. Me está usted pidiendo que provoque mi propia quiebra.
«No sólo parece una vieja prostituta —pensó Locke—, sino que piensa como una vieja prostituta».
—¿Cuánto cuesta su información? —preguntó.
—Una participación en lo que encuentre en sus terrenos —respondió Tetelman.
—¿Qué podemos perder? —inquirió Locke, asintiendo con la cabeza—. Cherrick, ¿estás de acuerdo en darle una participación?
Cherrick asintió encogiéndose de hombros.
—De acuerdo —dijo Locke—, hable.
—Necesitan medicinas —le explicó Tetelman— porque son muy susceptibles a nuestras enfermedades. Una plaga decente puede diezmarlos prácticamente de la noche a la mañana.
Locke meditó al respecto sin mirar a Tetelman.
—Caerían de un solo golpe —prosiguió Tetelman—. Prácticamente no tienen defensas contra ciertas bacterias. Como nunca tuvieron que crear resistencias contra ellas… La gonorrea. La viruela. Incluso el sarampión.
—¿Cómo? —inquirió Locke.
Otro silencio. Más allá de la escalera del porche, donde acababa la civilización, la selva se henchía para ir en busca del sol. En el calor líquido, las plantas florecían, se pudrían y volvían a florecer.
—He preguntado que cómo —repitió Locke.
—Con mantas —respondió Tetelman—, con las mantas de los muertos.
Poco antes del amanecer del día en que Stumpf se recuperó, Cherrick se despertó de repente, arrancado de su reposo por una pesadilla. Afuera, todo estaba oscuro como la pez; ni la luna ni las estrellas aliviaban la profundidad de la noche. Por el reloj de su cuerpo, que su vida de mercenario había adiestrado hasta adquirir una exactitud impresionante, supo que no tardaría mucho en amanecer, y no tenía ganas de volver a apoyar la cabeza y dormir. Porque en sus sueños le esperaba el anciano. Las palmas levantadas, la sangre brillante no era lo único que acosaban a Cherrick. Eran las palabras que en sueños surgían de la boca desdentada del anciano lo que le producían el sudor frío que ahora le cubría el cuerpo.
¿Qué decían esas palabras? No lograba recordarlas, pero lo deseaba; quería arrastrar los sentimientos hasta conducirlos a la vigilia, para poder diseccionarlos y desecharlos por ridículos. Pero no lograba recordarlos. Se quedó tendido sobre su miserable camastro, la oscuridad lo envolvía con demasiada fuerza como para moverse; de repente, las manos ensangrentadas estaban allí, frente a él, suspendidas del techo. No había ningún rostro, ni cielo, ni tampoco la tribu. Sólo las manos.
—Estoy soñando —se dijo Cherrick, pero no era tan tonto como para aceptarlo.
Y entonces, la voz. Su deseo se había hecho realidad; oía las palabras que había oído en sueños. Casi ninguna tenía sentido. Cherrick yacía en su camastro, como un recién nacido que escucha a sus padres hablar pero incapaz de comprender el significado de la conversación. Era un ignorante; saboreó la acritud de su estupidez por primera vez desde la infancia. La voz le hizo temer las ambigüedades de las que nunca había hecho caso, los susurros que su vida gritona había hecho inaudibles. Se esforzó por comprender, y no se sintió del todo frustrado. El hombre hablaba del mundo, y del exilio del mundo; hablaba de cómo destruye lo que uno trata de poseer. Cherrick luchó, deseando poder detener aquella voz para pedirle explicaciones. Pero se apagaba ya, escoltada por los gritos salvajes de los papagayos, por las voces roncas y llamativas que surgían de repente, por todas partes. A través de la malla de su red antimosquitos, Cherrick logró ver el cielo relumbrar tras las ramas de los árboles.
Se sentó en la cama. Las manos y la voz habían desaparecido, y con ellas todo, excepto un murmullo irritante de lo que casi había logrado comprender. Mientras dormía, había arrojado la única sábana y ahora se miraba el cuerpo con disgusto. Tenía la espalda, las nalgas y la parte trasera de los muslos doloridas. Había sudado demasiado sobre esas sábanas toscas, pensó. No era la primera vez en los últimos días que recordaba una pequeña casa en Bristol, la que en algunas época había sido su hogar.
El ruido de los pájaros le llenaba la cabeza. Se arrastró hasta el borde del camastro y apartó la red antimosquitos. Al tocarla, el tosco material de la red le restregó la palma de la mano. La soltó y maldijo por lo bajo. Hoy también sentía en la piel unas ansias de ternura, las mismas ansias que experimentara desde el día en que llegara al almacén. Incluso las plantas de los pies, apretadas contra el suelo por el peso de su cuerpo, parecían sufrir al tocar cada nudo y cada astilla. No veía la hora de alejarse de aquel lugar.
Un cálido hilillo le surcó la muñeca y le llamó la atención; se sorprendió de ver un pequeño surco de sangre bajarle por el brazo desde la mano. Tenía un corte en la yema del pulgar, donde la red antimosquitos le había arrancado la carne. Sangraba, aunque no copiosamente. Se chupó la herida y volvió a sentir esa sensibilidad extraña en el tacto que sólo la bebida abundante adormilaba. Escupiendo sangre, empezó a vestirse.
La ropas fueron como latigazos en la espalda. La camisa, endurecida por el sudor seco, le raspaba los hombros y el cuello; era como si sintiera los hilos aplastarle las terminaciones nerviosas. Por la forma en que lo raspaba, la camisa parecía hecha de tela de saco.
Oyó a Locke moverse en la habitación contigua. Terminó de vestirse con cuidado y fue a reunirse con él. Locke estaba sentado ante la mesa, junto a la ventana. Estudiaba con atención un mapa de Tetelman y bebía una taza de amargo café que Dancy gustaba de preparar, y que tomaba con una gota de leche condensada. Los dos hombres tenían poco que decirse. Desde el incidente de la aldea había desaparecido todo intento de simular amistad o respeto. El único hecho que los mantenía unidos era el contrato que habían firmado con Stumpf. En lugar de desayunar con whisky, cosa que Locke había considerado como un síntoma más de su declive, Cherrick se sirvió una taza del vomitivo brebaje de Dancy y salió a contemplar la mañana.
Se sentía raro. Había algo en el amanecer de aquel día que le provocaba una profunda inquietud. Conocía los peligros de cortejar temores infundados, e intentó prohibirlos, pero eran incontestables.
¿Sería sólo el agotamiento lo que esa mañana lo hacía tan dolorosamente consciente de sus muchos malestares? ¿Por qué si no iba a sentir con tanta fuerza la presión de sus ropas malolientes? El roce del borde de la bota contra el hueso del tobillo, la rítmica raspadura que le producía el pantalón en la pierna cuando caminaba, incluso el arañazo del aire que bullía alrededor de su cara y sus brazos expuestos. El mundo presionaba contra él —al menos era ésa la sensación—, presionaba como si quisiera eliminarlo.
Se le acercó una enorme libélula gimiente, con sus alas iridiscentes, y fue a chocar contra su brazo. El dolor de la colisión le hizo soltar el tazón. No se rompió, pero rodó hasta el porche y se perdió en la maleza. Enfadado, Cherrick apartó de él al insecto de un manotazo, y una mancha de sangre sobre el antebrazo tatuado señaló la defunción de la libélula. Se limpió. La sangre volvió a manar del mismo sitio, plena y oscura.
No era sangre de insecto, sino la suya propia. De algún modo, la libélula le había provocado un corte, pero no había sentido nada. Irritado, observó con más detenimiento la piel perforada. Le herida no era importante, pero sí dolorosa.
En el interior de la casa, oyó hablar a Locke. Vociferaba y le describía a Tetelman lo inútiles que eran sus compañeros de aventuras.
—Stumpf no está hecho para este tipo de trabajos —dijo—. Y Cherrick…
—¿Qué tienes que decir de mí?
Cherrick entró en la miserable estancia, limpiándose un nuevo flujo de sangre que le brotaba del brazo.
—Eres paranoico —repuso Locke sin molestarse en mirarlo a la cara—. Paranoico, y no eres digno de confianza.
—Sólo porque maté a un indio mocoso —adujo Cherrick, que no estaba de humor para soportar las impertinencias de Locke. Cuanto más se limpiaba la sangre del brazo lastimado, más le dolía—. Tú no tuviste cojones como para hacerlo por ti mismo.
Locke no se molestó en apartar la vista del mapa que estaba examinando. Cherrick se acercó a la mesa.
—¿Me has oído? —preguntó.
Para añadir fuerza a la pregunta, dio un puñetazo en la mesa. Con el impacto, la mano se le abrió. La sangre saltó en todas direcciones, manchando el mapa.
Cherrick aulló y se apartó de la mesa; la sangre le salía a borbotones de la raja enorme que se le había abierto en el costado de la mano. Se le veía el hueso. A través del tumulto del dolor que le bullía en la cabeza, logró oír una voz suave. Las palabras eran inaudibles, pero sabía de quién eran.
—¡No te escucharé! —gritó, sacudiendo la cabeza como un perro con una pulga en la oreja. Retrocedió tambaleándose hasta llegar a la pared, pero el más leve contacto le produjo otra agonía—. ¡No voy a escucharte, maldita sea!
—¿De qué rayos está hablando? —inquirió Dancy, apoyado en el marco de la puerta.
Los gritos lo habían despertado y sostenía todavía las Obras completas de Shelley, sin las cuales Tetelman había confesado no poder dormir.
Locke reformuló la pregunta a Cherrick, que estaba de pie, con los ojos desmesuradamente abiertos, en un rincón del cuarto; de entre los dedos le manaba la sangre e intentaba vanamente restañar la herida de la mano.
—¿Qué estás diciendo?
—Él me habló —repuso Cherrick—. El viejo.
—¿Qué viejo? —inquirió Tetelman.
—Se refiere al de la aldea —aclaró Locke. Y dirigiéndose a Cherrick, preguntó—: ¿Es a él a quien te refieres?
—Quiere echarnos. Exiliados. Igual que ellos. ¡Igual que ellos!
El terror de Cherrick escapaba rápidamente al control de cualquiera y, por supuesto, al suyo propio.
—Tiene una insolación —dijo Dancy, sin perder su manía de diagnosticar.
Locke sabía que no era así.
—Vamos a vendarte la mano —le dijo, acercándose lentamente a Cherrick.
—Lo he oído… —murmuró Cherrick.
—Te creo. Tranquilízate. Ya saldremos de ésta.
—No —repuso el otro—. Nos sacarán de aquí. Todo lo que tocamos. Todo lo que tocamos.
Daba la impresión de que iba a desmoronarse, y Locke se acercó para sostenerlo. Cuando sus manos tocaron los hombros de Cherrick, la carne se partió debajo de la camisa, y de inmediato las manos de Locke se empaparon de rojo. Las apartó, consternado. Cherrick cayó de rodillas, y éstas se convirtieron en nuevas heridas. Se miró la camisa y los pantalones manchados.
—¿Qué me está pasando? —lloriqueó.
—Deja que te ayude —dijo Dancy acercándose a él.
—¡No! ¡No me toques! —suplicó Cherrick, pero no se podía rehusar que Dancy prestara su ayuda sanitaria.
—Ya, tranquilízate —dijo, en su mejor estilo de enfermero.
Al sujetarlo Dancy, que sólo pretendía levantarlo para que no estuviera apoyado sobre las rodillas sangrantes, se le abrieron nuevos cortes donde lo tocaba. Dancy sintió cómo brotaba la sangre bajo sus manos y cómo se le arrancaba la carne del hueso. La sensación superó incluso su gusto por la agonía. Al igual que Locke, abandonó al hombre perdido.
—Se está pudriendo —murmuró.
El cuerpo de Cherrick se había roto por una docena de sitios o más. Intentó incorporarse y, tambaleante, volvió a venirse abajo; la carne se le abría cada vez que tocaba la pared, o una silla o el suelo. No había ayuda posible. Los demás sólo podían estar allí, como espectadores de una ejecución, esperando los últimos estertores. Incluso Stumpf se había levantado de la cama para ver a qué se debían tantos gritos. Se apoyó en el marco de la puerta; la cara, demacrada por la enfermedad, era toda incredulidad.
Un minuto más, y la pérdida de sangre derrotó a Cherrick. Se desplomó y quedó boca abajo, despatarrado en el suelo. Dancy se acercó a él, se agachó junto a su cabeza.
—¿Está muerto? —preguntó Locke.
—Casi —repuso Dancy.
—Podrido —dijo Tetelman, como si la palabra explicara la atrocidad que acababan de presenciar.
En la mano llevaba un crucifijo grande, tallado rudamente. Parecía artesanía india, pensó Locke. El Mesías crucificado en el árbol tenía ojos endrinos y estaba indecentemente desnudo. A pesar de los clavos y las espinas, sonreía.
Dancy tocó el cuerpo de Cherrick, dejando que brotara la sangre bajo su mano y le dio la vuelta; se inclinó hacia la cara aterrada. El hombre agonizante movía los labios de forma apenas perceptible.
—¿Qué estás diciendo? —inquirió Dancy, y se acercó aún más para captar las palabras del hombre.
De la boca de Cherrick salía una baba llena de sangre, pero ningún sonido.
Locke se acercó, y apartó a Dancy. Las moscas ya revoloteaban alrededor del rostro de Cherrick. Locke puso su cabeza con cuello de toro a la vista de Cherrick.
—¿Me oyes? —inquirió.
El cuerpo gruñó.
—¿Me reconoces?
Otro gruñido.
—¿Quieres darme tu parte de la tierra?
El gruñido fue más suave esta vez, casi un suspiro.
—Tenemos testigos —le informó Locke—. Di simplemente que sí. Te oirán. Sólo di que sí.
El cuerpo hacía lo que podía. Abrió la boca un poco más.
—Dancy… —dijo Locke—. ¿Ha oído lo que dijo?
Dancy no pudo disimular el horror que le producía la insistencia de Locke, pero asintió.
—Eres testigo.
—Si no queda remedio —dijo el inglés.
En el fondo de su cuerpo, Cherrick sintió la espina de pescado con la que se había atragantado la primera vez en la aldea; se retorció una última vez y acabó su vida.
—¿Ha dicho que sí, Dancy? —inquirió Tetelman.
Dancy sintió la proximidad física del bruto que estaba arrodillado a su lado. No sabía lo que había dicho el hombre muerto, pero ¿qué importaba? De todos modos, Locke se quedaría con las tierras, ¿o no?
—Dijo que sí.
Locke se puso de pie, y fue a servirse otra taza de café.
Sin pensarlo, Dancy posó los dedos sobre los párpados de Cherrick para sellar su vacía mirada. Bajo la más ligera de las presiones, los párpados se partieron y la sangre tiñó las lágrimas que habían manado, allí donde antes habían estado los ojos de Cherrick.
Lo enterraron hacia el anochecer. Aunque durante el calor del mediodía el cuerpo había estado en la parte más fresca de la tienda, junto con los comestibles, cuando lo metieron en el interior de una loneta para ser enterrado ya había empezado a descomponerse. Por la noche. Stumpf le había ofrecido a Locke el último tercio de los terrenos, que fue a engrosar la parte de Cherrick; Locke, el realista de siempre, había aceptado. Las condiciones, que eran punitivas, se elaboraron al día siguiente. Al anochecer de aquel día, tal como Stumpf había esperado, llegó el avión de suministros. Locke, aburrido ya de las desdeñosas miradas de Tetelman, también había decidido volver a Santarém, donde se emborracharía para borrarse la selva del cuerpo durante unos días, y volver renovado. Tenía la intención de comprar provisiones frescas y, si podía, contratar a un chófer y un tirador de confianza.
El vuelo fue ruidoso, incómodo y aburrido; los dos hombres no intercambiaron palabra durante todo el trayecto. Stumpf mantenía los ojos fijos en las zonas de selva que iban sobrevolando y que aún seguían en pie, aunque el paisaje varió muy poco de una hora a la siguiente. Un panorama verde oscuro, roto de vez en cuando por la relumbre del agua, o una columna de humo azul que se elevaba aquí y allá, donde despejaban el terreno; y poco más.
En Santarém se separaron con un solo apretón de manos, que dejó dolorido cada nervio de la mano de Stumpf y que le produjo un corte en la carne tierna entre el pulgar y el índice.
Santarém no era Río, reflexionó Locke mientras se dirigía a un bar del sur de la ciudad, dirigido por un veterano de Vietnam al que le gustaban los espectáculos ad hoc con animales. Uno de los pocos placeres seguros de Locke, de los que nunca se cansaba, consistía en observar a una nativa, de rostro muerto como una torta fría de mandioca, entregarse a un perro o un burro a cambio de unos cuantos dólares mugrientos. En su mayoría, las mujeres de Santarém eran tan insípidas como la cerveza, pero Locke no tenía buen ojo para apreciar la belleza del sexo opuesto: lo único que le importaba era que sus cuerpos funcionaran razonablemente y no estuvieran enfermos. Encontró el bar y se dispuso a pasar la noche intercambiando indecencias con el americano. Cuando se cansó —poco después de medianoche—, compró una botella de whisky y salió a buscar una cara contra la que apagar su calentura.
La mujer estrábica estaba a punto de acceder a determinado pecadillo de Locke, al que se había negado resueltamente hasta que la embriaguez la persuadió y abandonó la escasa esperanza de dignidad que poseía, cuando llamaron a la puerta.
—¡Joder! —protestó Locke.
—Sí —dijo la mujer—. Joder. Joder.
Al parecer, era la única palabra que sabía en inglés. Locke no le prestó atención y, borracho, se arrastró hasta el borde del manchado colchón. Volvieron a llamar a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó.
—¿Senhor Locke? —dijo la voz desde el pasillo; al parecer se trataba de un niño.
—¿Sí? —dijo Locke. Había perdido los pantalones entre la maraña de sábanas—. Sí, ¿qué quieres?
—Mensagem —repuso el niño—. Urgente. Urgente.
—¿Para mí?
Había encontrado los pantalones y empezó a ponérselos. La mujer, nada descontenta de la separación, lo observaba desde el cabezal de la cama, jugueteando con una botella vacía. Locke se abrochó al mismo tiempo que iba desde la cama hasta la puerta: una distancia de tres pasos. Abrió. A juzgar por la negrura de sus ojos y el lustre peculiar de la piel, el niño que estaba en el oscuro pasillo parecía de ascendencia india. Llevaba una camiseta con la marca Coca-Cola.
—Mensagem, senhor Locke… —insistió el niño—, do hospital.
El niño miró a la mujer que yacía en la cama. Sonrió de oreja a oreja al observar sus cabriolas.
—¿Del hospital? —inquirió Locke.
—Sim. Hospital «Sacrado Coraçao de María».
No podía ser otro que Stumpf, pensó Locke. ¿A quién más conocía en este rincón del infierno, que acudiera a él? A nadie. Desde su altura miró al lascivo niño.
—Vem contigo —le dijo el niño—, vem contigo. Urgente.
—No —dijo Locke—. No voy. Ahora no. ¿Me entiendes? Más tarde. Más tarde.
—Tá morrendo —le informó el niño encogiéndose de hombros.
—¿Se muere? —preguntó Locke.
—Sim. Tá morrendo.
—Que se muera. ¿Me entiendes? Vuelve y dile que no iré hasta que esté listo.
—E meu dinheiro? —inquirió el niño, volviendo a encogerse de hombros, cuando notó que Locke iba a cerrar la puerta.
—Vete al infierno —repuso Locke, y le cerró la puerta en la cara.
Dos horas más tarde, después de un desmañado acto sexual exento de pasión, cuando Locke abrió la puerta, descubrió que, para vengarse, el niño había defecado en el umbral.
El hospital «Sacrado Coraçao de María» no era un lugar para caer enfermo; mientras recorría los sucios pasillos, Locke pensó que era mejor morirse en la propia cama, en compañía del propio sudor, que ir a parar allí. El olor del desinfectante no lograba tapar del todo el hedor del dolor humano. Las paredes estaban impregnadas de él; formaba una capa grasienta sobre las lámparas, daba brillo a los suelos sin lavar. ¿Qué le habría ocurrido a Stumpf para ir a parar allí? ¿Una pelea de taberna, una discusión con algún chulo por el precio de una mujer? El alemán era lo bastante idiota como para meterse hasta el cuello por algo tan insignificante.
—¿Senhor Stumpf? —inquirió a la mujer de blanco con la que se encontró en el pasillo—. Busco al senhor Stumpf.
La mujer negó con la cabeza y señaló en dirección al hombre de aspecto atormentado que se encontraba al fondo del pasillo, y que se había detenido un momento para encender un pequeño cigarro. Le soltó el brazo a la enfermera y abordó al hombre. Estaba envuelto por una apestosa nube de humo.
—Busco al senhor Stumpf —le dijo.
El hombre lo observó, interrogante.
—¿Es usted Locke? —preguntó.
—Sí.
—Ah —dijo y le dio una chupada al cigarro. La causticidad del humo expelido era capaz de provocar la recaída del paciente más duro—. Soy el doctor Edson Costa —le informó el hombre, tendiéndole la mano húmeda y fría—. Su amigo ha estado esperándole toda la noche.
—¿Qué le pasa?
—Se ha lastimado el ojo —respondió Edson Costa, abiertamente indiferente al estado de Stumpf—. Y tiene unas erosiones menores en las manos y la cara. Pero no quiere que nadie se le acerque. Él mismo se ha medicado.
—¿Por qué? —preguntó Locke.
El doctor se mostró perplejo. Y repuso:
—Paga para que lo pongamos en una habitación limpia. Paga mucho. De modo que lo meto en una. ¿Quiere verlo? Quizá pueda llevárselo.
—Quizá —dijo Locke, sin entusiasmo.
—La cabeza… —dijo el doctor—. Tiene delirios.
Sin más explicaciones, el hombre salió a considerable velocidad, dejando tras de sí un reguero de humo de tabaco. Después de dar varias vueltas, salió del edificio principal, atravesó un pequeño patio interior y llegó a una habitación con una mampara de cristal en la puerta.
—Aquí está su amigo —le dijo el doctor, y tirando la colilla, agregó—: Dígale que si no me paga más, mañana tendrá que irse.
Locke espió a través de la mampara de cristal. La habitación de color blanco mugriento estaba vacía, excepto por la cama y una mesita, y estaba iluminada por la misma luz mortecina que maldecía cada centímetro de aquel miserable establecimiento. Stumpf no estaba en la cama, sino en cuclillas, en un rincón del cuarto. Tenía el ojo izquierdo cubierto por una venda abultada, sostenida en su sitio por otra, enrollada alrededor de la cabeza.
Locke lo observó durante un buen rato antes de que Stumpf se percatara de que lo estaban mirando. Levantó la cabeza lentamente. El ojo sano, para compensar la pérdida de su compañero, parecía haberse hinchado al doble de su tamaño natural. Reflejaba terror suficiente como para él y su hermano gemelo; en realidad, reflejaba terror como para una docena de ojos.
Cautelosamente, como un hombre cuyos huesos fueran tan frágiles que temiera que un soplo imprudente fuera a destrozarlos, Stumpf se incorporó apoyándose en la pared y se dirigió a la puerta. No la abrió, sino que se dirigió a Locke a través del cristal.
—¿Por qué no viniste? —inquirió.
—Estoy aquí.
—Pero antes —dijo Stumpf. Tenía la cara despellejada, como si le hubieran dado una paliza—. Antes.
—Tenía cosas que hacer —replicó Locke—. ¿Qué te ha pasado?
—Es verdad, Locke —dijo el alemán—, todo es verdad.
—¿De qué estás hablando?
—Tetelman me lo dijo. Los desvarios de Cherrick. Eso de que somos exiliados. Es verdad. Quieren echarnos.
—Ahora no estamos en la selva —le dijo Locke—. Aquí no tienes nada de qué temer.
—Claro que sí —dijo Stumpf; el ojo estaba más abierto que nunca—. ¡Claro que sí! Lo vi…
—¿A quién?
—Al anciano de la aldea. Estuvo aquí.
—Es ridículo.
—Estuvo aquí, maldita sea —insistió Stumpf—. Ahí donde estás tú ahora. Me miraba a través del cristal.
—Has estado bebiendo demasiado.
—Le ocurrió a Cherrick y ahora me ocurre a mí. Hacen que sea imposible vivir…
—Yo no tengo ningún problema —dijo Locke soltando una risotada.
—No dejarán que escapes —le dijo Stumpf—. Ninguno de nosotros escapará. Hasta que les demos una compensación.
—Tienes que abandonar la habitación —le informó Locke, no dispuesto a soportar más tonterías—. Me han dicho que tienes que irte de aquí mañana.
—No —repuso Stumpf—. No puedo irme. No puedo.
—No tienes nada que temer.
—El polvo —dijo el alemán—. El polvo que hay en el aire. Me cortará. Me entró una mota en el ojo, sólo una mota, y en seguida me empezó a sangrar como si no fuera a parar nunca. Apenas puedo acostarme, porque es como si las sábanas estuvieran llenas de clavos. Las plantas de los pies me duelen como si fueran a partírseme. Tienes que ayudarme.
—¿Cómo? —inquirió Locke.
—Págales la habitación. Págales para que pueda quedarme hasta que consigas un especialista de Sao Luis. Luego vuelve a la aldea. Locke. Vuelve y díselo. Diles que no quiero las tierras. Diles que ya no me pertenecen.
—Volveré, pero cuando sea hora.
—Tienes que ir deprisa —suplicó Stumpf—. Diles que me dejen en paz.
De repente, la expresión de la cara parcialmente cubierta cambió. Stumpf miró más allá de Locke, al espectáculo que había en el fondo del corredor. De su boca, laxa por el terror, salieron palabras apenas audibles:
—Por favor.
Perplejo ante la expresión de aquel hombre. Locke se volvió. El corredor estaba desierto, a excepción de unas gruesas polillas que hostigaban la bombilla.
—No hay nada allí —le dijo, regresando a la puerta del cuarto de Stumpf.
En el cristal reforzado con alambre de la ventana estaban las huellas claras de dos palmas ensangrentadas.
—Está aquí —dijo el alemán, mirando fijamente el milagro del cristal sangrante.
Locke no tuvo que preguntar a quién se refería. Levantó la mano para tocar las marcas. Las huellas de las manos, aún húmedas, estaban de su lado del cristal, no del de Stumpf.
—Dios mío —murmuró.
¿Cómo pudo nadie haberse deslizado entre él y la puerta, dejar sus huellas y volver a escaparse otra vez en el breve instante que había tardado en darse la vuelta? Desafiaba todo razonamiento. Volvió a mirar corredor abajo. Seguía desierto. Sólo la bombilla, que se columpiaba levemente, como embestida por una brisa pasajera, y las alas de las polillas, susurrantes.
—¿Qué está pasando? —inquirió Locke en un susurro.
Embelesado por las huellas de las manos. Stumpf apoyó ligeramente la punta de los dedos en el vidrio. Al tocarlo, de sus dedos manó la sangre, y unos hilillos bajaron por el cristal. No apartó los dedos, sino que se limitó a mirar fijamente a Locke con la desesperación reflejada en el ojo.
—¿Lo ves? —preguntó con voz muy queda.
—¿A qué estás jugando? —inquirió Locke, también con voz muy queda—. Tiene que ser un truco.
—No.
—No tienes la enfermedad de Cherrick. No es posible. No los tocaste. Así lo acordamos, maldita sea —dijo ardientemente—. Cherrick los tocó, nosotros no.
Stumpf observó a Locke con algo parecido a la pena reflejada en el rostro.
—Nos equivocamos —dijo suavemente. Los dedos, que había apartado del cristal, seguían sangrando, y la sangre le bajaba por el anverso de las manos y los brazos—. Locke, esto no es algo que puedas derrotar o someter. Se nos escapa de las manos. —Levantó los dedos ensangrentados y su propio juego de palabras le hizo sonreír—. ¿Lo ves?
La calma repentina y fatalista del alemán asustó a Locke. Tendió la mano, aferró el picaporte y lo meneó. La habitación estaba cerrada con llave. La llave estaba en el lado de adentro, en el sitio en que Stumpf había pagado para que estuviera.
—No entres —le dijo Stumpf—. No te acerques a mí.
Su sonrisa se había desvanecido. Locke apoyó el hombro contra la puerta.
—He dicho que no te acerques a mí —gritó Stumpf con voz chillona.
Se alejó de la puerta en el momento en que Locke se abalanzaba contra ella. Al ver que no tardaría en ceder, dio el grito de alarma. Locke no le prestó la menor atención, sino que continuó abalanzándose contra la puerta. Se produjo el sonido de la madera al astillarse.
En alguna parte, allí cerca, Locke oyó la voz de una mujer que había acudido en respuesta a los gritos de Stumpf. Daba igual; agarraría al alemán antes de que llegara algún tipo de ayuda, y entonces, por Dios que le borraría de la cara a aquel bastardo hasta el último vestigio de sonrisa. Volvió a lanzarse contra la puerta con renovado fervor, una y otra vez. La puerta cedió.
En el interior del antiséptico capullo de su habitación, Stumpf sintió la primera punzada de aire sucio del mundo exterior. No fue más que una ligera brisa que invadió su santuario provisional, pero llevaba consigo toda la basura del mundo. Hollín y semillas, escamas de piel desprendidas de miles de cueros cabelludos, pelusas, arena y pelos, el polvillo brillante del ala de una polilla. Motas tan diminutas que el ojo humano sólo alcanzaba a vislumbrar en un haz de blancos rayos de sol; todas ellas, motas diminutas y remolineantes, inocuas para la mayoría de los organismo vivos. Pero para Stumpf aquella nube fue letal; en segundos, su cuerpo se convirtió en un campo de heridas diminutas y sangrantes.
Chilló y corrió hacia la puerta para volver a cerrarla de un golpe; fue como si se hubiera lanzado a una lluvia de pequeñas cuchillas que, una por una, fueron lacerándolo. Empujando contra la puerta para impedir que Locke entrase, las manos heridas se rompieron. Ya era demasiado tarde para impedirle el paso. El hombre había abierto la puerta de par en par, y había entrado; con cada uno de sus movimientos levantaba oleadas de aire que cortaban a Stumpf. Locke aferró al alemán por la muñeca. Al hacerlo, la piel del alemán se abrió como tocado por un cuchillo.
Detrás de él, una mujer lanzó un grito horrorizado. Locke se dio cuenta de que Stumpf ya no estaba en condiciones de retractarse por haberse reído, y lo soltó. Adornado con cortes en todas las partes del cuerpo expuestas al aire y con otras heridas que fueron formándosele. Stumpf retrocedió, enceguecido, y cayó junto a la cama. El aire destructor seguía despedazándolo cuando cayó; cada uno de sus agonizantes estertores despertaban nuevos torrentes que lo hicieron pedazos.
Ceniciento, Locke se apartó del lugar donde yacía el cuerpo, y salió al corredor tambaleándose. Lo bloqueaba un grupo de curiosos; se hicieron a un lado cuando lo vieron acercarse, demasiado intimidados por su corpulencia y por la mirada enloquecida que llevaba en el rostro como para hacerle frente. Volvió sobre sus pasos a través del laberinto perfumado de enfermedad, atravesó el pequeño patio y entró en el edificio principal. Brevemente vio a Edson Costa que salía en su persecución, pero no se quedó para dar explicaciones.
En el vestíbulo, que a pesar de la hora estaba atestado de víctimas de uno u otro tipo, su mirada hostil se posó en un niño pequeño, acunado en el regazo de su madre. Al parecer se había lastimado en el vientre. La camisa, excesivamente grande, estaba manchada de sangre; tenía el rostro empapado de lágrimas. La madre no levantó los ojos cuando Locke avanzó entre la multitud. Sin embargo, el niño sí lo hizo. Alzó la cabeza como si hubiera sabido que Locke estaba a punto de pasar y sonrió, radiante.
En la tienda de Tetelman no había nadie que Locke conociera; toda la información que logró sacar a la fuerza a los obreros contratados, en su mayoría tan borrachos que no podían siquiera tenerse en pie, fue que sus amos habían partido hacia la selva el día anterior. Locke persiguió al más sobrio del grupo y lo persuadió con amenazas de que lo acompañara hasta la aldea en calidad de traductor. No tenía una idea clara de cómo haría las paces con la tribu. Lo único de lo que estaba seguro era de que tendría que demostrar su inocencia. Argüiría que, después de todo, no había sido él quien disparara el tiro letal. No cabía duda de que había habido disensiones, pero no le había causado ningún daño a la gente. ¿Cómo podían ellos, en conciencia, conspirar para hacerle daño? Si deseaban castigarlo, no iba a negarse a sus exigencias. En realidad, ¿acaso no obtendrían una satisfacción en ello? Últimamente había visto demasiado sufrimiento. Quería que lo liberaran de él. Cualquier cosa que le pidieran, siempre que estuviera dentro de lo razonable, lo cumpliría, cualquier cosa con tal de no morir igual que los otros. Incluso estaba dispuesto a devolverles las tierras.
El viaje fue muy ajetreado y su arisco acompañante se quejaba con frecuencia y de un modo incoherente. Locke hizo oídos sordos. No había tiempo que perder. Su ruidoso avance —el motor del jeep se quejaba ante cada nueva acrobacia que se le exigía— hizo revivir a la selva por los cuatro costados, y sonó un repertorio de chillidos, lamentos y aullidos. Era un lugar urgente, hambriento, pensó Locke; y por primera vez desde que pusiera el pie en este subcontinente, lo odió con todo su corazón. Aquel lugar no le daba a uno ocasión de encontrarle un sentido a los acontecimientos; a lo más que se podía aspirar era a que se le concediera a uno un rincón donde respirar por un momento entre un escuálido florecer y el siguiente.
Media hora antes del anochecer, exhaustos por el viaje, llegaron a las afueras de la aldea. El sitio no había cambiado nada en los escasos días que habían permanecido alejados de allí, pero el círculo de chozas se notaba claramente desierto. Las puertas estaban abiertas; los fuegos comunales, siempre encendidos, eran un cúmulo de cenizas. No había ni niños ni cerdos que se volvieran a mirarlo mientras atravesaba el recinto. Al llegar al centro del círculo, se quedó inmóvil; buscó a su alrededor alguna pista de lo ocurrido. No encontró nada. La fatiga lo volvió audaz. Reuniendo sus desperdigadas fuerzas, gritó hacia la maleza:
—¿Dónde estáis?
Dos guacamayos rojo brillante, de alas irregulares, salieron volando y chillando de los árboles, en el extremo opuesto de la aldea. Poco después, una figura surgió de la espesura de jacarandás y balsas. No era uno de la tribu, sino Dancy. Se detuvo antes de dejarse ver del todo; al reconocer a Locke, una amplia sonrisa le surcó el rostro, y avanzó hacia el recinto. Detrás de él, el follaje tembló cuando los demás se abrieron paso. Estaba Tetelman, y unos cuantos noruegos dirigidos por un tipo llamado Björnström, a quien Locke había visto brevemente en el almacén. La cara, bajo un mechón de pelo descolorido por el sol, era igual que la langosta hervida.
—Dios mío —dijo Tetelman—, ¿qué está haciendo aquí?
—Eso mismo le pregunto yo —repuso Locke, irritado.
Con un ademán, Björnström ordenó a sus tres compañeros que bajaran los rifles y se adelantó con una sonrisa conciliatoria.
—Señor Locke —dijo el noruego, tendiéndole la mano enguantada de cuero—, me alegra volver a verle.
Locke bajó la vista y con disgusto observó el guante manchado; con una mirada de autoadmonición, Björnström se lo quitó. La mano que quedó al descubierto era prístina.
—Discúlpeme —le dijo—. Estuvimos trabajando.
—¿En qué? —preguntó Locke.
La acidez estomacal fue subiendo lentamente hasta depositársele en la garganta.
—Esos indios —repuso Tetelman lanzando un escupitajo.
—¿Dónde está la tribu? —preguntó Locke.
—Björnström dice que tiene derechos sobre este territorio… —intervino nuevamente Tetelman.
—¿Dónde está la tribu? —insistió Locke.
El noruego jugueteó con el guante.
—¿Les dieron dinero para que se fueran? —inquirió Locke.
—No exactamente —repuso Björnström.
Su inglés era impecable, como su perfil.
—Que venga —sugirió Dancy con cierto entusiasmo—. Dejad que lo vea con sus propios ojos.
—¿Por qué no? —dijo Björnström asintiendo con la cabeza—. No toque nada, señor Locke. Dígale a su porteador que se quede donde está.
Dancy ya se había dado media vuelta y se dirigía hacia la espesura: Björnström hizo lo mismo, escoltando a Locke por el recinto, hacia un corredor abierto en medio del denso follaje. Locke apenas lograba seguirles; a cada paso, sus piernas se mostraban más reacias a continuar. A lo largo del sendero, el suelo estaba bien apisonado. Sobre la tierra húmeda había un mantillo de hojas y flores de orquídeas pisoteadas.
Habían cavado una fosa en un pequeño claro, a unos cien metros de recinto. La fosa no era profunda, ni tampoco muy grande. Los olores mezclados de la cal y la gasolina tapaban los demás aromas.
Tetelman, que había llegado al claro delante de Locke, se abstuvo de acercarse al borde de la excavación, pero Dancy no se mostró tan melindroso. A grandes zancadas rodeó el extremo más alejado de la fosa y con el dedo le hizo señales a Locke para que se fijara en su contenido.
La tribu ya se estaba pudriendo. Yacían donde los habían arrojado, en un amontonamiento de pechos, nalgas, caras y piernas; sus cuerpos salpicados, aquí y allá, de manchas negras y púrpura. En el aire, encima de los cuerpos, las moscas se agolpaban en una confusa nube.
—Una lección —comentó Dancy.
Locke no logró apartar la vista, mientras Björnström se dirigió al otro costado de la fosa, para unirse a Dancy.
—¿Son todos? —preguntó Locke. El noruego asintió.
—De un solo plumazo —dijo, pronunciando cada palabra con una precisión perturbadora.
—Las mantas —dijo Tetelman, indicando el arma asesina.
—Pero tan deprisa… —murmuró Locke.
—Es muy eficaz —dijo Dancy—. Y difícil de probar. Incluso en el caso de que alguien pregunte.
—Las enfermedades son algo natural —observó Björnström—. Quizá podamos trabajar juntos.
Locke ni siquiera intentó responder. Los otros miembros del grupo noruego habían apoyado sus rifles en el suelo y se disponían a continuar con el trabajo: del solitario montón, junto a la fosa, sacaron los pocos cuerpos que quedaban por arrojar junto a sus congéneres.
Entre la maraña, Locke logró ver a un niño y a un viejo al que los enterradores estaban recogiendo. El cadáver daba la impresión de carecer de articulaciones cuando lo balancearon por encima del borde del agujero. Cayó dando tumbos por la leve pendiente y quedó boca arriba, con los brazos estirados a ambos lados de la cabeza, en un gesto de sumisión, o de expulsión. Se trataba del anciano al que Cherrick se había enfrentado. Las palmas de sus manos todavía estaban rojas. En la frente tenía un limpio agujero de bala. Al parecer, la enfermedad y la desesperación no habían sido del todo eficaces.
Locke se quedó mirando mientras arrojaban el siguiente cuerpo a la fosa común, y a un tercero que le siguió.
Björnström se paseó por el extremo más alejado de la fosa y encendió un cigarrillo. Sus ojos se encontraron con los de Locke.
—Así es la vida —dijo.
Detrás de Locke, Tetelman habló.
—Creímos que no volvería —dijo, intentando quizá justificar su alianza con Björnström.
—Stumpf ha muerto —dijo Locke.
—Mejor, menos para dividir —comentó Tetelman, acercándose y poniéndole una mano sobre el hombro.
Locke no respondió; se limitó a mirar fijamente los cadáveres, a los que estaban cubriendo de cal; lentamente fue advirtiendo el calorcillo que le bajaba por el cuerpo desde el punto en que Tetelman lo había tocado. Asqueado, el hombre había quitado la mano, y se quedó mirando la creciente mancha de sangre de la camisa de Locke.