ONCE

1

Rory estaba en el pasillo y miraba fijamente a Julia, a su Julia, la mujer que una vez había jurado amar y respetar hasta que la muerte los separara. En aquel momento, no le había parecido una promesa muy difícil de cumplir. Ya no recordaba durante cuanto tiempo la había idolatrado, soñando con ella por las noches y pasándose días enteros componiéndole poemas de amor de fogosa ineptitud. Pero las cosas habían cambiado y él había aprendido, mientras las observaba cambiar, que los mayores tormentos a menudo eran los más sutiles. Últimamente, en ciertas ocasiones hubiera preferido morir aplastado por caballos salvajes antes que sentir ese escozor de sospecha que había degradado tanto su alegría.

Ahora, mientras la miraba, parada al pie de la escalera, le resultaba imposible siquiera recordar cómo habían sido los buenos tiempos. Todo era duda y suciedad.

Por una cosa estaba contento: se la veía preocupada. Tal vez eso significaba que estaba a punto de hacerle una confesión: indiscreciones que ella dejaría escapar y que él le perdonaría en un mar de lágrimas y comprensión.

—Pareces triste —dijo él.

Ella vaciló y luego dijo:

—Es difícil, Rory.

—¿Qué cosa?

—Tengo tanto que contarte…

Su mano, vio él, se aferraba de la barandilla con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos como la leche.

—Te escucho —dijo él—. Cuéntame.

—Creo que quizás… quizás sería más fácil si te lo mostrara… —respondió ella y, después de esas palabras, lo llevó arriba.

2

El viento que asolaba las calles no era cálido, a juzgar por la forma en que los transeúntes se levantaban los cuellos y bajaban el rostro. Pero Kirsty no sentía el frío.

¿Era su compañero invisible el que no permitía que el frío se le acercara, encapuchándola con ese fuego que los antiguos habían conjurado para quemar a los pecadores? Era eso, o era que estaba demasiado asustada para sentir nada.

Pero no se sentía así; no estaba asustada. Lo que sentía en sus entrañas era mucho más ambiguo. Había abierto una puerta —la misma puerta que el hermano de Rory— y ahora caminaba con los demonios. Y, al final del viaje, tendría su venganza. Encontraría al que la había desgarrado y atormentado, y le haría sentir la misma impotencia que ella había debido soportar. Lo observaría retorcerse. Más aún: lo disfrutaría. El dolor la había convertido en una sádica.

A medida que avanzaba por la calle Ludovico, miraba a todos lados, buscando señales del Cenobita, pero no estaba en ninguna parte. Intrépida, se aproximó a la casa. No había ideado ningún plan; se barajaban demasiadas variables. Por empezar, Julia podía estar ahí adentro. Y, si así era, ¿hasta dónde estaba implicada en todo este asunto? Era imposible creer que pudiera ser una observadora inocente, pero tal vez había actuado por terror a Frank; los minutos siguientes podrían proporcionarle la respuesta. Tocó el timbre y esperó.

Julia abrió la puerta. Tenía una tira de encaje blanco en la mano.

—Kirsty —dijo, en nada perturbada por su aparición, aparentemente—. Es tarde…

—¿Dónde está Rory? —fueron las primeras palabras de Kirsty. No eran las que había tenido intención de pronunciar, pero le brotaron espontáneamente.

—Está aquí —replicó Julia con calma, como si buscara apaciguar a una niña maniática—. ¿Pasa algo?

—Me gustaría verlo —contestó Kirsty.

—¿A Rory?

—Sí…

Puso un pie en el umbral sin esperar que la invitaran. Julia no opuso objeción, pero cerró la puerta a sus espaldas.

Recién ahora, Kirsty sintió frío. Se quedó parada en el pasillo, tiritando.

—Te ves horrible —dijo Julia sin rodeos.

—Estuve aquí esta tarde —explotó Kirsty—. Vi lo que sucedió, Julia. Vi.

—¿Qué había que ver? —fue la respuesta; su seguridad era inexpugnable.

—Ya sabes.

—No sé, en serio.

—Quiero hablar con Rory…

—Por supuesto —contestó—. Pero ten cuidado con él, ¿quieres? No se siente muy bien.

Llevó a Kirsty al comedor. Rory estaba sentado a la mesa; tenía un vaso con alguna bebida alcohólica en la mano, una botella a su lado.

Extendido en la silla adyacente, estaba el vestido de bodas de Julia.

Al verlo, Kirsty reconoció la tira de encaje que Julia llevaba en la mano: era del velo de novia.

Rory tenía una apariencia mucho más que desmejorada. Tenía sangre seca en la cara y en el borde del cuero cabelludo. La sonrisa que le dedicó era cálida, pero fatigada.

—¿Qué pasó…? —le preguntó Kirsty.

—Ya está todo solucionado, Kirsty —dijo él. Su voz apenas llegaba a ser susurro—. Julia me contó todo… y está todo solucionado.

—No —dijo ella, sabiendo que no era posible que conociera toda la historia.

—Viniste esta tarde.

—Así es.

—Fue algo inoportuno.

—Tú… tú me pediste… —Echó un vistazo a Julia, que estaba parada en la puerta, y luego volvió a mirar a Rory—. Hice lo que pensé que tú querías que hiciera.

—Sí. Lo sé. Lo sé. Lo único que lamento es que te hayamos metido en este asunto terrible…

—¿Sabes lo que hizo tu hermano? —dijo ella—. ¿Sabes a quién invocó?

—Sé lo suficiente —replicó Rory—. Lo importante es que ya terminó.

—¿Qué quieres decir?

—Te resarciré de cualquier cosa que él te haya hecho.

—¿Qué quieres decir con «ya terminó»?

—Está muerto, Kirsty.

(… entrégamelo vivo, y puede que decidamos no despedazarte el alma.)

—Lo destruimos, Julia y yo. No fue muy difícil. Pensó que podía confiar en mí, ¿sabes?; pensó que podía creer en alguien de su misma sangre. Bueno, no podía. Yo no soportaría que un hombre así continuara viviendo…

Kirsty sintió que algo se le retorcía en el vientre. ¿Los Cenobitas ya habían clavado sus garras en ella, desgajándole los intestinos?

—Has sido muy buena, Kirsty. Corriendo un riesgo tan grande, volviendo aquí…

(Había algo junto al hombro de Kirsty.

Dame tu alma —le dijo.)

—Iré a las autoridades cuando me sienta más fuerte. Trataré de encontrar el modo de hacerles entender…

—¿Lo mataste tú? —dijo ella.

—Sí.

—No te creo… —masculló ella.

—Llévala arriba —le dijo Rory a Julia— y muéstrale.

—¿Quieres ir a ver? —inquirió Julia.

Kirsty asintió y la siguió.

En el pasillo de arriba hacia más calor que abajo y el aire era grasoso y gris, como el agua mugrienta después de lavar los platos. La puerta de la habitación de Frank estaba entreabierta. La cosa que estaba en el piso de madera, en medio de un revoltijo de vendas rotas, aún humeaba. Era evidente que tenía el cuello roto: la cabeza estaba caída oblicuamente sobre los hombros. Lo habían desollado de la cabeza a los pies.

Kirsty apartó la mirada, sintiendo náuseas.

—¿Satisfecha? —preguntó Julia.

Kirsty no respondió, sino que abandonó la habitación y salió al pasillo. Junto a su hombro, el aire estaba inquieto.

(—Perdiste —dijo algo, cerca de ella.)

—Ya lo sé —murmuró ella.

La campana había comenzado a sonar —llamándola, seguramente— y se oía un alboroto de alas cercanas, un carnaval de aves de carroña. Se apresuró a bajar por la escalera, rezando por que no la alcanzaran antes de que llegara a la puerta. Si le arrancaban el corazón, que Rory no tuviera que verlo. Que la recordara fuerte, con una sonrisa en los labios, no con una súplica.

Detrás, Julia le dijo:

—¿Dónde vas? —Cuando no oyó respuesta, continuó hablando—. No le cuentes nada a nadie, Kirsty —insistió—. Rory y yo podemos manejar esto…

Su voz hizo que Rory abandonara el vaso. Apareció en el pasillo. Las heridas que Frank le había infligido parecían más graves de lo que Kirsty había pensado. Tenía el rostro amoratado en una decena de lugares y la piel del cuello llena de surcos. Cuando Kirsty se le acercó, él estiró la mano y la tomó del brazo.

—Julia tiene razón —dijo él—. Deja que nosotros informemos, ¿sí?

Había muchas cosas que quería decirle en ese momento, pero el tiempo no dejaba espacio para ninguna de ellas. En su cabeza, la campana sonaba cada vez más fuerte. Alguien le había enroscado los intestinos alrededor del cuello y tiraba para ajustar el nudo.

—Es demasiado tarde… —le murmuró a Rory, y le apartó la mano.

—¿Qué quieres decir? —preguntó él, mientras ella cubría los pocos metros que la separaban de la puerta—. No te vayas Kirsty. Todavía no. Dime qué quisiste decir.

Ella no pudo evitar ofrecerle una mirada, girando la cabeza, esperando que él no viera en su rostro toda la pena que sentía.

—Está bien —dijo él dulcemente, aún esperando consolarla—. En serio. —Abrió los brazos—. Ven con papá —dijo.

La frase no sonaba bien en boca de Rory. Algunos hombres nunca llegaban a madurar lo suficiente como para ser papás, por más niños que engendraran.

Kirsty apoyó una mano en la pared para no perder el equilibrio.

No era Rory el que le hablaba. Era Frank. De algún modo era Frank…

Se aferró a la idea, a pesar del estruendo de las campanadas, cada vez más fuertes, tan fuertes que su cráneo parecía a punto de partirse en dos. Rory seguía sonriéndole, con los brazos extendidos. También estaba hablando, pero ella ya no podía oír lo que le decía. La tierna carne de su rostro formaba las palabras, pero las campanadas las ahogaban. Estaba agradecida de que así fuera: de ese modo era más fácil desafiar a la evidencia de lo que le decían sus ojos.

—Sé quién eres… —dijo de pronto, sin estar segura de si sus palabras eran audibles o no, pero segura hasta la médula de que eran ciertas. Lo que estaba arriba era el cadáver de Rory, tirado sobre las vendas desechadas de Frank. Ahora, la piel usurpada estaba casada con el cuerpo del hermano, después de celebradas las bodas de sangre. ¡Sí! Eso era.

Los lazos que le rodeaban el cuello se estaban cerrando; quizás solo disponía de unos momentos antes de que se la llevaran. Desesperada, comenzó a volver sobre sus pasos, atravesando el pasillo en dirección a la cosa que tenía la cara de Rory.

—Eres tú… —dijo ella.

El rostro le sonrió, sin perder el ánimo.

Ella estiró la mano y le lanzó un zarpazo. Perplejo, Frank retrocedió un paso, pero se las ingenió para evitar que lo tocara. Las campanadas eran intolerables: le hacían papilla las ideas, convirtiendo su cerebro en polvo a fuerza de sonar. Al borde de la locura, volvió a buscarlo con las manos, y esta vez él no pudo esquivarla. Le rasgó la mejilla con las uñas, y la piel, tan recientemente injertada, cayó como si fuera de seda. La carne inundada de sangre que estaba debajo se dejó ver en todo su espanto.

Detrás de ella, Julia gritó.

Y, de repente, las campanadas ya no se oían en la cabeza de Kirsty. Se oían en toda la casa, en todo el mundo.

Las luces del pasillo intensificaron su brillo hasta encandilarla y luego —al sobrecargarse los filamentos— se apagaron. Hubo un breve periodo de total oscuridad en el que oyó un quejido que pudo haber salido de sus propios labios, o no. Después, fue como si en las paredes y el piso comenzara a chisporrotear unos fuegos artificiales. El pasillo bailaba. En un momento parecía un matadero (las paredes se volvían de color escarlata), en el siguiente parecía un tocador de señora (celeste pólvora, amarillo canario), en el siguiente parecía el túnel de un tren fantasma, todo velocidad y fuegos repentinos.

Gracias a una luz fulgurante, vio que Frank se le acercaba, con el rostro descartado de Rory colgándole de la mandíbula. Esquivó su brazo extendido y, agachándose, corrió hasta la sala. Advirtió que lo que le apretaba el cuello había aflojado un poco la presión.

Aparentemente, los Cenobitas se habían dado cuenta del error cometido. Pronto intervendrían, seguro, y acabarían con toda esta comedia de confusión de identidades.

No se quedaría a ver cómo se llevaban a Frank, tal como había pensado hacerlo; ya había tenido bastante. En vez de quedarse, huiría de la casa por la puerta trasera y lo dejaría en manos de los Cenobitas.

Su optimismo duró poco. Los fuegos artificiales del pasillo iluminaron brevemente el comedor, delante de ella, y fue suficiente para que pudiera advertir que ya estaba embrujado. Algo se movía en el suelo, como las cenizas antes del viento, y las sillas corcoveaban en el aire. Kirsty podía ser inocente, pero las fuerzas que se habían desatado aquí eran indiferentes a tal trivialidad; percibió que avanzar un paso más sería como tentar a las atrocidades.

Su vacilación volvió a ponerla al alcance de Frank, pero cuando estaba por atraparla los fuegos artificiales del pasillo se apagaron y ella logró escabullirse, escudándose en la oscuridad. La tregua fue demasiado breve. En el pasillo ya florecían nuevas luces y Frank ya se lanzaba otra vez tras ella, cortándole el paso hacia la puerta del frente.

¿Por qué no se lo llevaban, por Dios? ¿No los había traído hasta aquí, como les había prometido, y lo había desenmascarado?

Frank se abrió la chaqueta. En el cinturón tenía un cuchillo ensangrentado… sin duda, el instrumento de desollar. Lo sacó y apuntó hacia Kirsty.

—De ahora en más —dijo Frank, mientras la acechaba— soy Rory… —Ella no tenía más remedio que retroceder; a cada paso que daba, se alejaba cada vez más de la puerta (de la escapatoria, de la cordura)—. ¿Me entiendes? Ahora soy Rory. Y nadie se va a enterar de la verdad, nunca.

Los talones de Kirsty aterrizaron al pie de la escalera; de pronto, sintió otras manos sobre ella, manos surgidas de entre los barrotes de la barandilla que se apoderaron de puñados de su pelo. Giró la cabeza y miró hacia arriba. Era Julia, por supuesto, con el rostro laxo, pleno de pasión consumada. Le retorció la cabeza, exponiendo su cuello al cuchillo de Frank que ya se acercaba, destellando.

A último momento, Kirsty estiró los brazos por encima de la cabeza, aferró a Julia del brazo y, de un tirón, la arrancó de su puesto en el tercer o cuarto escalón. Ambas perdieron el equilibrio y el control de sus respectivas víctimas. Julia lanzó un grito y cayó; su cuerpo quedó entre Kirsty y la embestida de Frank. El filo del cuchillo estaba demasiado cerca para que Julia pudiera esquivarlo: la hoja penetró en su costado hasta el mango. Julia gimió y luego salió corriendo por el pasillo, con el cuchillo aún clavado.

Frank apenas pareció darse cuenta. Sus ojos, una vez más, estaban pendientes de Kirsty y brillaban de horrendo apetito. Ella no tenía a dónde ir, salvo arriba. Mientras los fuegos artificiales seguían explotando y las campanadas seguían sonando, comenzó a ascender los escalones.

El torturador no salió en su búsqueda inmediatamente, según pudo apreciar. Las súplicas de auxilio de Julia lo habían desviado hacia el sitio donde ella se encontraba, a medio camino entre la escalera y de la puerta principal. Le sacó el cuchillo del cuerpo. Julia gritó de dolor y Frank se acuclilló junto a su cuerpo, como si fuera a atenderla. Ella levantó un brazo hacia él, buscando ternura. Como respuesta, él le levantó la cabeza, pasándole una mano por debajo. Cuando sus rostros estaban a unos centímetros de distancia, Julia pareció darse cuenta de que las intenciones de Frank estaban muy lejos de ser honorables. Abrió la boca para gritar, pero él le selló los labios con los suyos y comenzó a alimentarse. Julia dio puntapiés y manotazos en el aire. Todo fue en vano.

Apartando la mirada de ese espectáculo de depravación, Kirsty ascendió en cuatro patas hasta la cima de la escalera.

El primer piso no ofrecía ningún escondite que se preciara de tal, por supuesto, y tampoco había una ruta de escape, salvo que saltara por alguna ventana. Después de haber visto el magro consuelo que Frank acababa de ofrecerle a su amante, quedaba claro que el salto era la alternativa más favorable. Podía romperse todos los huesos del cuerpo al caer, pero al menos privaría al monstruo de más alimento.

Al parecer, los fuegos artificiales se estaban apagando; el pasillo estaba sumergido en una humeante oscuridad. Más que caminar, avanzó a los tropezones, tanteando la pared con la punta de los dedos.

Abajo, oyó que Frank volvía a ponerse en movimiento. Había terminado con Julia.

A medida que subía por la escalera, repitió la misma invitación incestuosa:

Ven con papá.

A Kirsty se le ocurrió que la persecución estaría proporcionando no poco divertimento a los Cenobitas, que probablemente la estaban observando y que no actuarían hasta que quedara una sola presa: Frank. Ella no era más que un juguete que usaban para su placer.

—Bastardos… —resopló, y esperó que la oyeran.

Ya casi había llegado al final del pasillo. Más adelante estaba la habitación que usaban de depósito. ¿Tendría una ventana accesible, como para que ella saliera? Si así era, saltaría, y al caer los maldeciría a todos ellos… a todos. A Dios y al Diablo, y a todo lo que existiera entre uno y el otro, los maldeciría y no albergaría ninguna esperanza, salvo la de que el cemento le diera una muerte rápida.

Frank estaba llamándola de nuevo, casi en la cima de la escalera. Kirsty giró la llave en la cerradura, abrió la puerta del depósito y entró.

Sí, había una ventana. No tenía cortinas y la luz de la luna se derramaba a través de ella en un haz de belleza indecente, iluminando el caos de muebles y cajas. Avanzó trabajosamente entre el desorden, hasta llegar a la ventana. Estaba abierta cinco o diez centímetros y trabada con una cuña, para airear la habitación. Puso los dedos debajo del marco y trató de levantarla sólo lo suficiente para poder salir, pero el marco estaba podrido y sus brazos no estaban a la altura de la tarea.

Rápidamente, se puso a buscar algo que sirviera de improvisada palanca, mientras una parte de su mente calculaba con frialdad el número de pasos que le faltaban a su perseguidor para atravesar el pasillo. Menos de veinte, concluyó, mientras sacaba una sábana de una de las cajas de madera, descubriendo en su interior a un hombre muerto que la miraba con ojos desorbitados. Estaba roto en una decena de lugares: los brazos destrozados y doblados sobre sí mismos; las piernas plegadas, tocándole la barbilla.

Cuando estaba a punto de gritar, oyó a Frank en la puerta.

—¿Dónde estás? —inquirió éste.

Kirsty se apretó la cara con la mano para detener el alarido de repulsión. Al mismo tiempo, el picaporte se movió. Se agachó y se escondió detrás de un sillón tumbado de lado, tragándose el grito.

Se abrió la puerta. Oyó la respiración de Frank, levemente dificultosa; oyó el hueco ruido de sus pasos en el piso de madera. Después, el sonido de la puerta cerrándose de nuevo. Un clic. Silencio.

Contó hasta trece y luego espió desde el escondite, esperando a medias todavía verlo ahí dentro, a la espera de que ella saliera a la luz. Pero no, se había ido.

El haberse tragado el aire que había acumulado para el grito provocó un desafortunado efecto colateral: hipo. El primero, tan inesperado que no tuvo tiempo de sofocarlo, sonó fuerte como el chasquido de una pistola. Pero no oyó que los pasos volvieran por el pasillo.

Al parecer, Frank ya estaba fuera del alcance auditivo. Al volver a la ventana, rodeando la caja que servía de ataúd, el segundo hipo la sobresaltó. En silencio, regañó a su estómago, pero fue en vano. Llegó un tercero y un cuarto, inesperadamente, mientras ella luchaba otra vez por abrir la ventana. Ése también era un esfuerzo inútil: la ventana no tenía intenciones de ser complaciente.

Brevemente, consideró la posibilidad de romper el vidrio y de gritar auxilio, pero pronto descartó la idea. Antes de que los vecinos se hubieran despertado, Frank ya estaría comiéndole los ojos. De modo que retrocedió hasta la puerta crujiente y la abrió una fracción. Hasta donde sus ojos podían interpretar las sombras, no había señales de Frank. Con cautela, abrió la puerta un poco más e ingresó nuevamente en el pasillo.

La oscuridad era algo vivo que la asfixió con sus lóbregos besos. Avanzó tres pasos sin incidentes, luego cuatro. En el quinto (su número de la suerte), su cuerpo asumió una actitud suicida: se le escapo un hipo. Su mano, demasiado lenta, no logró llegar a la boca antes de que saliera el ruido.

Esta vez no pasó desapercibida.

—Ahí estás —dijo una sombra, y Frank salió del dormitorio para impedirle el paso.

Gracias a lo que había comido parecía más vasto, tan ancho como el pasillo, y despedía un fuerte olor a carne.

Sin nada que perder, Kirsty gritó hasta ponerse azul, al tiempo que él se acercaba.

Su terror no amedrentó a Frank. Cuando sólo unos pocos centímetros separaban su cuerpo del cuchillo de él, Kirsty saltó a un costado y descubrió que el quinto paso la había dejado justo delante de la habitación de Frank. Entró por la puerta abierta, tropezando. Como un rayo, él la siguió, graznando su deleite.

Kirsty sabía que en este cuarto había una ventana; ella misma la había roto, apenas unas horas antes. Pero la oscuridad era tan profunda que era lo mismo que tener los ojos vendados, no había un solo vislumbre de luna que alimentara la vista. Frank estaba igualmente perdido, según parecía. La llamaba, buscándola en esa boca de lobo; hendía el cuchillo en el aire y el gemido de la hoja acompañaba sus gritos. Atrás y adelante, atrás y adelante. Alejándose paso a paso del sonido, los pies de Kirsty se enredaron en el revoltijo de vendas que estaba en el suelo. Al minuto siguiente, se cayó. Pero no se desplomó sobre el piso de madera, sino sobre el grasoso bulto del cadáver de Rory. Lanzó un aullido de terror.

—Ahí estás —dijo Frank. De pronto, sintió que las cuchilladas estaban más cerca, a centímetros de su cabeza. Pero no las oía. Tenía los brazos alrededor del cuerpo que había debajo suyo y la proximidad de la muerte no era nada comparada con el dolor que ahora sentía, tocándolo.

—Rory —gimió, contenta de tener ese nombre en los labios cuando llegara la puñalada.

—Exacto —dijo Frank—. Rory…

De algún modo, el robo del nombre de Rory era tan imperdonable como el robo de su piel, o eso le dictaba su aflicción. Una piel no era nada. Los cerdos tenían piel, las serpientes tenían piel. La piel era un tejido de células muertas que se caían, crecían y volvían a caerse.

Pero el nombre… El nombre era un hechizo que conjuraba recuerdos. No permitiría que Frank lo usurpara.

—Rory está muerto —dijo ella. Las palabras la aguijonearon, pero con esa sensación punzante surgió el fantasma de una idea…

—Silencio, nena… —le dijo él.

Supongamos que los Cenobitas estuvieran esperando que Frank pronunciara su propio nombre. ¿Acaso el visitante del hospital no había dicho algo sobre una confesión de Frank?

—Tú no eres Rory… —dijo ella.

—Nosotros lo sabemos —fue la respuesta—, pero nadie más lo sabe…

—¿Quién eres, entonces?

—Pobre chica. ¿Ya estás perdiendo la razón, no? Que bien…

—¿Quién, entonces?

—… porque así es más seguro.

¿Quién?

—Silencio, nena —dijo él. Se arrojó hacia ella en la oscuridad, acercando la cara a pocos centímetros—. Todo saldrá mejor que mejor…

—¿Sí?

—Sí. Aquí está Frank, nena.

—¿Frank?

—Exacto. Soy Frank.

Y después de decirlo descargó el golpe asesino, pero ella lo oyó venir en la oscuridad y lo esquivó. Un segundo después, la campana comenzó a sonar de nuevo y la lámpara desnuda que colgaba en medio del cuarto parpadeó y se encendió. Con la luz, vio a Frank junto a su hermano; el cuchillo estaba clavado en la nalga del muerto. Mientras trataba de extraerlo, Frank volvió a posar sus ojos en Kirsty.

Sonó otra campanada, Frank se levantó y se habría abalanzado sobre ella… de no haber sido por la voz.

Pronunció su nombre con ligereza, como llamando a un niño para ir a jugar.

—Frank.

El rostro de Frank cayó por segunda vez en la misma noche. Un gesto de estupor recorrió rápidamente su semblante y luego, pisándole los talones, llegó el horror.

Lentamente, se dio vuelta para mirar al que había hablado. Era el Cenobita de los anzuelos centelleantes. Detrás de él, Kirsty vio otras tres figuras cuyas anatomías eran verdaderos catálogos de la desfiguración.

Frank miró brevemente a Kirsty.

—Tú hiciste esto —dijo.

Ella asintió.

—Vete de aquí —le dijo uno de los recién llegados—. Esto ya no es asunto tuyo.

—¡Puta! —chilló Frank—. ¡Perra! ¡Tramposa, puta de mierda!

La descarga de furia la siguió mientras caminaba hacia la puerta. Cuando su palma se cerró sobre el picaporte, oyó que él se le venía encima, se dio vuelta y descubrió que lo tenía a menos de treinta centímetros de distancia, que el cuchillo estaba a un pelo de su cuerpo. Pero Frank estaba inmovilizado, era incapaz de avanzar otro milímetro.

Le habían clavado garfios en la carne de los brazos y las piernas; otros se le hundían en la carne del rostro. Adosadas a los garfios, unas cadenas, que ellos mantenían bien tirantes. Se oía el sonido suave que producían los ganchos al atravesar cada vez más los músculos de Frank gracias a la resistencia que éste oponía. Tenía la boca abierta de tan estirada, surcos abiertos en el cuello y el pecho.

Se le cayó el cuchillo de entre los dedos. Expulsó un último insulto incoherente dedicado a Kirsty y su cuerpo comenzó a temblar, perdida la batalla contra aquellos que lo reclamaban para sí. Centímetro a centímetro, tiraron de él hasta llevarlo de vuelta al centro de la habitación.

Vete —dijo la voz del Cenobita. Ella ya no podía verlos; ya habían desaparecido detrás del aire moteado de sangre. Aceptando la invitación, abrió la puerta, mientras Frank, a sus espaldas comenzaba a gritar.

Al ingresar al pasillo, vio que desde el cielorraso caían cascadas de polvo y yeso. La casa gruñía desde el sótano hasta las tejas. Tenía que irse pronto, lo sabía, antes de que los demonios se liberaran y empezaran a sacudir ese lugar hasta hacerlo pedazos.

Pero, aunque disponía de poco tiempo, no pudo evitar echarle un rápido vistazo a Frank para asegurarse de que ya no la perseguiría más.

Había llegado al límite: tenía garfios clavados en una decena de lugares o más; Kirsty vio con sus propios ojos que en su cuerpo se abrían en canal nuevas heridas. Exageradamente extendido, bajo la solitaria lámpara, con el cuerpo estirado al máximo de su resistencia y aún más, lanzaba agudos gritos que podrían haberle inspirado lástima si no lo hubiera conocido mejor.

Súbitamente, los alaridos se interrumpieron. Hubo una pausa. Y luego, en un último acto de desafío, Frank volteó su pesada cabeza y la miró fijamente, clavándole unos ojos de los que había desaparecido toda frustración y toda malicia. Posados en ella, resplandecían como perlas en medio de la carne podrida.

Como respuesta, las cadenas se estiraron un centímetro más, pero los Cenobitas no consiguieron arrancarle más alaridos. En vez de gritar, Frank le mostró la lengua a Kirsty y luego se la pasó por los dientes, en un gesto de impenitente lascivia.

Entonces se abrieron las costuras.

Las extremidades se le separaron del torso y la cabeza de los hombros, en medio de una oleada de calor y de astillas de hueso. Kirsty cerró la puerta de golpe, al mismo tiempo que algo chocaba contra ésta del otro lado. La cabeza, supuso.

Acto seguido, bajó la escalera con paso vacilante, y había lobos que aullaban desde las paredes, y un estruendo de campanadas, y en todos lados —espesando el aire como una humareda— fantasmas de pájaros heridos, cosidos entre sí por las puntas de las alas, para siempre incapaces de volar.

Llegó al final de la escalera y comenzó a caminar por el pasillo, rumbo a la puerta delantera, pero cuando estaba a un tris de alcanzar la libertad oyó que alguien la llamaba.

Era Julia. Había sangre en el piso del pasillo, marcando un rastro que partía del sitio donde Frank la había abandonado y que conducía al comedor.

—Kirsty… —volvió a llamarla. Era un sonido tan lastimero que, a pesar del aire ahogado de alas, no pudo evitar ir hacia él, atravesando la puerta del comedor.

Los muebles eran rescoldos humeantes; las cenizas que había entrevisto formaban una alfombra de olor pestilente. Y allí, en medio de esa devastación doméstica, estaba sentada la novia.

Gracias a una extraordinaria fuerza de voluntad, Julia se las había ingeniado para ponerse el vestido de bodas y ajustarse el velo en la cabeza. Estaba en medio de la mugre, con el vestido sucio. Pero igual se la veía radiante; más hermosa, por cierto, por el contraste con las ruinas que la rodeaban.

—Ayúdame —dijo, y recién entonces Kirsty se dio cuenta de que la voz que había oído no provenía de debajo del profuso velo, sino del regazo de la novia.

Y ahora los copiosos pliegues del vestido se estaban apartando, y ahí estaba la cabeza de Julia: descansando sobre un almohadón de seda teñido de escarlata y enmarcada por una cascada de cabello castaño rojizo. Privada de pulmones, ¿cómo podía hablar? Y, sin embargo, hablaba…

—Kirsty —dijo, suplicó y suspiró, y luego se puso a rodar en el regazo de la novia, como si quisiera desalojar a la razón.

Kirsty pudo haberla auxiliado, pudo haberse apoderado de la cabeza para arrancarle los sesos, si no hubiese sido porque el velo de la novia comenzó a convulsionarse y luego a levantarse, como tironeado por dedos invisibles. Debajo del velo, una luz parpadeó y se hizo más brillante, y más brillante todavía, y con esa luz, una voz:

Soy el ingeniero —suspiró. Nada más.

Después, los rizados pliegues se elevaron más y la cabeza que estaba debajo del velo adquirió el brillo de un pequeño sol.

Kirsty no esperó a que el resplandor la cegara, sino que retrocedió hasta el pasillo —los pájaros ya eran casi sólidos, los lobos ya estaban casi dementes— y se arrojó por la puerta delantera al mismo tiempo que el cielorraso del pasillo comenzaba a ceder.

La noche vino a su encuentro… una oscuridad limpia. Respiró, tomando ávidas bocanadas de aire, al tiempo que abandonaba la casa a la carrera. Era la segunda vez que partía de esa manera. Que Dios la ayudara a conservar la cordura si alguna vez existía una tercera.

En la esquina de la calle Ludovico, miró hacia atrás. La casa no había capitulado ante las fuerzas desatadas en su interior. Ahora estaba silenciosa como una tumba. No, más silenciosa.

Al darle la espalda, se chocó con alguien. Exhaló un grito de sorpresa, pero el apresurado transeúnte ya estaba alejándose a paso vivo en la angustiosa media luz que precedía a la mañana. Cuando la figura estaba por trascender las fronteras de la solidez, miró hacia atrás y su cabeza fulguró en la penumbra: un cono de fuego blanco. Era el Ingeniero. Kirsty no tuvo tiempo de apartar la vista: una vez más, la figura desapareció instantáneamente, dejándole una imagen residual en los ojos.

Recién entonces, Kirsty se dio cuenta del propósito de la colisión. Le había vuelto a entregar la caja de Lemarchand, que ahora descansaba en su mano.

Sus superficies habían sido inmaculadamente reensambladas y lustradas todavía más. Aunque no la examinó, estaba segura de que en la caja no quedaban rastros de las pistas que podían llevar a su solución. El próximo descubridor viajaría por sus caras sin mapa. Y hasta que llegara ese momento… ¿la habían elegido a ella como guardiana? Aparentemente, sí.

La hizo girar con la mano. Por el más tenue de los momentos, le pareció ver fantasmas en la laca. El rostro de Julia, el de Frank. Volvió a girarla para ver si Rory también estaba prisionero ahí dentro, pero no. Dondequiera que estuviese, no era allí. Quizás existía otro enigma que, al ser resuelto, permitía ingresar al lugar donde él estaba alojado. Tal vez un crucigrama cuya solución abriría el cerrojo del jardín del paraíso, o un rompecabezas cuya culminación permitiría el acceso al País de las Maravillas.

Iba a esperar y a observar, como siempre había esperado y observado, con la esperanza de que, algún día, se toparía con ese enigma. Pero si éste no llegaba a revelarse no se afligiría demasiado, por miedo a que ni el ingenio ni el tiempo tuvieran la habilidad de resolver el enigma de cómo reparar un corazón destrozado.

F I N