Me estoy esforzando por ser generoso, pero me resulta difícil, Has rechazado todas las ofertas que te he hecho. No importa cuánto haya abierto mi corazón y mi alma a ti; no ha sido suficiente para satisfacerte. Más, más, siempre quieres más. No existe más que otra persona en mi vida que me haya herido tan profundamente como me has herido tú, y ese es Quitoon. Me has cambiado tanto que apenas me reconozco a mí mismo. Una vez hubo amabilidad en mí y amor sin límites. Pero ahora todo se ha ido; se ha ido para siempre. Has matado toda partícula de alegría que pudiese haber en mí, todo resquicio de esperanza y perdón. Todo ha desaparecido. Todo.
Aun así, aquí estoy, logrando de algún modo (solo el Diablo sabe cómo) tenderte la mano desde estas angustiosas páginas en un último y desesperado intento por llegar a tu corazón.
Los fuegos artificiales han terminado. Ya no hay nada que ver. Tú también deberías seguir adelante. Encuentra a una nueva víctima a la que corromper del modo en que me has corrompido a mí. No, no, retiro eso. Tú no podías saber cuánto me ha herido, hasta que punto me ha llenado de amargura tener que volver a caminar por los tristes senderos por los que caminé hasta llegar aquí, y confesar los sentimientos que me recorrían mientras yo recorría el mundo.
Mi viaje finalizó en la cárcel desde la que hablo ahora. Te he regalado muchas historias que podrás contar si se te presenta la ocasión adecuada. ¡Ay qué historias sobre almas condenadas y sobre la encarnación de la oscuridad!
Pero ahora, de verdad, ya no queda nada. Así que supéralo, ¿de acuerdo? No deseo hacerte daño, pero si sigues jugando conmigo no voy a estar dispuesto a poner fin a tu vida con una simple cuchillada en la yugular. ¡Ah, no! Primero te cortaré en pedazos. Te rebanaré los parpados para empezar, de modo que no puedas volver a cerrarlos para evitar ver cómo mi cuchillo corta sin cesar.
La mayor cantidad de cortes que he hecho en un cuerpo humano antes de que su dueño sucumbiera fue de dos mil nueve; eso a una mujer. La mayor cantidad que he hecho en un hombre antes de que muriese fue de mil ochocientos noventa y tres. Es difícil determinar cuántos cortes necesitaría para acabar contigo. Lo que sí sé es que me rogarás que te mate, me ofrecerás cualquier cosa, las almas de tus seres queridos, «cualquier cosa, cualquier cosa», dirás, «pero mátame rápido». «Déjame inconsciente», suplicarás, «no me importa». Cualquier cosa, así no tengo que ver tus entrañas moradas, venosas, húmedas y brillantes, asomando por los pequeños tajos que he hecho en tu bajo vientre. Es un error habitual que la gente suele cometer: creen que una vez que sus tripas se han desparramado alrededor de tus pies, la feliz perspectiva de la muerte está cerca. Y resulta ser falso, incluso con un débil espécimen de tu clase. Asesiné a dos papas, ambos afectados de cretinismo a causa de las enfermedades que sus actos depravados les llevaron a contraer (pero que seguían pronunciando dogmas en nombre de la Santa Madre Iglesia), y los dos tardaron un tiempo inusualmente largo en morir, a pesar de su debilidad.
¿Estás realmente preparado para sufrir de ese modo por culpa de una llama?
No ganarás nada, amigo, leyendo una palabra más.
Y aun así la lees.
¿Qué tengo que hacer? Creí que aún te quedaría algo de vida que vivir cuando hubiéramos acabado con ese libro.
Pensé que tendrías personas ahí fuera que te querrían, que llorarían por ti si yo te matase. Aunque parece que no es así, ¿verdad? Prefieres seguir viviendo esta semivida conmigo durante unas pocas páginas más y luego pagar el precio fatal.
¿Lo he entendido correctamente? Podrías apearte del tren de las almas perdidas incluso ahora, si quisieras. Piénsatelo bien. La medianoche se acerca. No me importa si estás leyendo esto a las ocho de la mañana de camino al trabajo, o a mediodía, tumbado en una playa bañada por el sol. Sigue siendo mucho, mucho más tarde de lo que piensas y está más oscuro de lo que parece.
Pero sigues indiferente ante mi deseo de ser compasivo. Aunque se esté haciendo cada vez más tarde, no te importa. ¿Existe alguna profunda razón metafísica para esto? ¿O es que eres más estúpido de lo que creía?
La única cosa profunda que oigo es el silencio.
Estoy obligado a responder a mis propias preguntas, a falta de respuesta por tu parte. Así que elijo…
Estupidez.
No eres más que un terco y un estúpido.
Muy bien, esto supera mi oferta de compasión. No pienso perder el tiempo con más gestos de misericordia, así que no me culpes cuando estés viendo cómo los contenidos de tu vejiga salen a chorro o cuando te invite a mordisquear uno de tus riñones mientras te extraigo el otro.
No te imaginas los sonidos que emitirás. Cuando te está haciendo daño de verdad alguien como yo, que sabe lo que hace, haces unos ruidos que apenas puedes creer que salgan de tu garganta. Alguna gente se vuelve chillona y estridente como un cerdo al que están sacrificando torpemente. Otros suenan como animales que luchan, como perros rabiosos que emiten gruñidos guturales y aullidos que rompen los tímpanos.
Resultará interesante averiguar a qué animal te pareces tú, una vez que empiece el trabajo con el cuchillo.
Supongo que no debería sorprenderme. A los de tu clase les gustan las historias, ¿no es cierto? Vivís de ellas. Y tú, mi pernicioso, testarudo y suicida amigo, pareces dispuesto a morir siempre y cuando averigües lo que ocurre al finalizar el asedio de la casa de Gutenberg.
¿No suena un poco absurdo cuando te lo dicen así? ¿Qué esperas averiguar? ¿Estás buscando una historia en la que estés tú? ¿Es eso?
Ay, Señor, es eso, ¿verdad? Y todo este tiempo has tenido la esperanza de que cuando encontraras ese libro obtendrías una pista sobre por qué naciste. Y por qué morirás.
Y este es ese libro, en lo que a ti respecta.
¿Tengo razón? Después de todo, tú también estás en estas páginas. Sin ti, estas palabras no serían más que manchas negras sobre papel blanco, encerradas en la oscuridad. He estado atrapado en solitario, hablando conmigo mismo, probablemente diciendo las mismas cosas una y otra vez.
«Quema este libro». «Quema este libro». «Quema este libro».
Pero en cuanto abriste el libro, mi locura se esfumó. Las visiones surgieron de las páginas como espíritus conjurados por una invocación, alimentadas tanto por la necesidad de ser escuchados que sienten todos aquellos que se confiesan, incluso los humildes como yo, como por tu propio e innegable apetito por las cosas extrañas y heréticas.
Volvamos al taller de Gutenberg y veamos, pues, qué últimas visiones puedo encontrar para ti allí, donde el aire portaba el punzante hedor de la tinta.
En toda batalla entre las fuerzas del Cielo y el Infierno llega un momento en que el número de soldados se vuelve tan enorme que deja de ser posible para la percepción de la humanidad medir el alcance de la vorágine que lucha entre sí. La fachada de la realidad se quiebra y, por mucho que la humanidad se haya empeñado en no ver lo que la rodea, sus esfuerzos son en vano. La verdad acaba oyéndose, por estridente que sea. La verdad acaba viéndose, por cruda que sea.
La primera señal de que este momento de la verdad había llegado fue una repentina erupción de gritos procedente de la calle. Súplicas de los ciudadanos de Mainz (hombres y mujeres, niños y matusalenes), que vieron como el velo que había ocultado la batalla se esfumaba en aquel preciso instante; reinó la histeria. Me alegré de encontrarme en el interior del taller en aquel momento, a pesar de que aún contaba con su grotesca excelencia, el arzobispo, además de con Gutenberg y sus empleados, como compañía.
En el instante en el que comenzó la algarabía en la calle, Gutenberg, el genio de voz suave, desapareció y dio paso a Gutenberg, el amante esposo y amigo.
—Creo que tenemos problemas —dijo—. ¿Hannah? ¡Hannah! ¿Estás bien? —Se volvió hacia sus empleados—. Si alguno de vosotros teme por su propia alma o por las de su familia, marchaos ahora y rápido, antes de que esto se ponga peor.
—No está ocurriendo nada ahí fuera —dijo el arzobispo a los hombres del taller, algunos de los cuales ya se estaban desabrochando el mandil manchado de tinta—. No tenéis que temer en absoluto por la seguridad de vuestras esposas e hijos.
—¿Cómo lo sabéis? —dije.
—Tengo mis fuentes —respondió el arzobispo. Su petulancia me repugnaba. Deseaba de veras abandonar mi aspecto humano en aquel momento y liberar a Jakabok Botch, el demonio del Noveno Círculo. Y lo habría hecho, de no haber sido porque la voz de Hannah respondió a la llamada de su marido justo entonces.
—¡Johannes! ¡Ayúdame!
Apareció en el taller por un acceso diferente al que el arzobispo, Gutenberg y yo habíamos utilizado antes; una pequeña entrada situada en el extremo opuesto de la habitación.
—¡Johannes! ¡Johannes! ¡Oh, Señor!
—Estoy aquí, esposa —respondió Gutenberg aproximándose a su jadeante y desesperada consorte.
En lugar de sentirse aliviada al ver a su marido, el terror de Hannah se volvió aun más desesperado.
—¡Estamos condenados, Johannes!
—No, querida. Esta es una casa temerosa de Dios.
—¡Johannes, piensa! ¡Si hay demonios aquí es por culpa de esto!
Se dirigió a la más cercana de las mesas en las que estaban dispuestas las letras y, utilizando el nada despreciable volumen de su cuerpo para ayudar a su fuerza natural, la volcó y las placas con los alfabetos meticulosamente ordenados se esparcieron por el suelo.
—¡Hannah! ¡Detente! —gritó Gutenberg.
—¡Es obra del Demonio, Johannes! —le respondió ella con el rostro empapado en lágrimas—. ¡Tengo que destruirla o nos enviará a todos al Infierno!
—¿Quién te ha metido esa estúpida idea en la cabeza? —preguntó Gutenberg.
—He sido yo —respondió una voz que me resultó conocida.
Y quién sino Quitoon iba a emerger de entre las sombras de las escaleras por las que había aparecido Hannah, con sus rasgos demoníacos ocultos por la capucha que portaba.
—¿Por qué has estado atemorizando a mi mujer? —preguntó Gutenberg—. ¡Siempre ha sido muy asustadiza!
—¡Esto no son imaginaciones mías! —chilló Hannah aferrándose a otra mesa en la que se alineaban los números, los espacios en blanco y la puntuación. Esta la derribó con mucha más facilidad que la primera.
—Me temo que está alterada —admitió Quitoon apresurándose a interceptar a Gutenberg, quien seguía llamando suavemente a su esposa mientras se aproximaba a ella.
—Hannah… cariño… por favor, no llores… Sabes que odio verte llorar.
Quitoon se quitó la capucha y dejó a la vista todos y cada uno de sus rasgos demoníacos. Nadie se apercibió. ¿Por qué iban a hacerlo, cuando él y sus semejantes podían verse a través de las ventanas, inmersos en una amarga batalla con sus angelicales homólogos?
A decir verdad, había miembros de los ejércitos de ambos bandos a quienes nunca antes había visto, ni siquiera en manuscritos explicados por monjes que pintaban formas de ángeles y demonios totalmente nuevas.
Criaturas masivas, algunas aladas, otras no, pero todas claramente engendradas, criadas y entrenadas para hacer exactamente lo que estaban haciendo: la guerra. Mientras yo observaba, uno de los demonios guerreros, atrapado en una feroz lucha con un ángel, agarró la cabeza de su enemigo con ambas manos y la aplastó como si de un huevo gigante se tratase. No corría sangre por la divina anatomía de aquella cosa; tan solo luz, que emergió en todas las direcciones de su cráneo roto.
Entonces el demonio guerrero se volvió y miró a través de la ventana al interior del taller. Incluso para alguien como yo, que había visto montones de enemigos con formas estrafalarias merodeando por la basura del Noveno Círculo, aquel demonio resultaba especialmente horrible. Tenía los ojos del tamaño de naranjas que le sobresalían de unos pliegues de carne color rojo intenso. Su inmensa boca era un túnel repleto de dientes afilados como agujas entre los que emergía una serpenteante lengua negra con la que lamía el cristal. Sus enormes y ganchudas garras, que todavía chorreaban luz del último ángel que habían masacrado, golpeaban el cristal.
Los empleados de Gutenberg perdieron el control y se desató el pánico. Algunos cayeron arrodillados rezando oraciones al Cielo; otros buscaron armas entre las herramientas que usaban para ajustar la prensa cuando esta se ponía testaruda.
Pero ni las oraciones ni las armas sirvieron para evitar la mirada de aquella criatura, ni para apartarla de la ventana. Aplastó su cara contra el imperfecto cristal y dejó escapar un sonido tan estridente que hizo vibrar la ventana. Entonces el cristal se quebró, se hizo añicos de repente y los fragmentos salieron disparados por el taller. Varios trozos de cristal, impregnados de baba de demonio, estaban ahora bajo su control y volaron con una precisión infalible hasta derramar sangre por el taller. Uno de los pedazos más grandes se dirigió al ojo del hombre calvo; otros dos rebanaron las gargantas de los dos hombres que se encargaban de las letras. A lo largo de los años había presenciado tantas muertes que ya no experimentaba emoción alguna ante escenas como aquella. Pero para los testigos humanos aquello suponía una invasión de horrores en un lugar en el que habían sido felices y aquella violación les hacía proferir gritos de dolor e ira frustrada. Uno de los hombres que aún seguían ilesos acudió a ayudar a la primera de las víctimas del demonio, el del ojo atravesado por el cristal. Ignorando el peligro que representaba la proximidad del asesino, el hombre se arrodilló y sostuvo en su regazo la maltrecha cabeza de su compañero. Mientras tanto recitaba con calma una sencilla oración que el moribundo, entre tics y espasmos, reconoció y trató de recitar con él. La tierna tristeza de aquella escena repugnó visiblemente al demonio, que empleó su mirada saltona para examinar todos y cada uno de los fragmentos de cristal que habían quedado suspendidos en el aire por sus poderes hasta seleccionar uno que no era ni el más largo ni el más grande, pero cuya forma denotaba fuerza.
Utilizó su poder para dirigir la punta hacia el techo y el cristal se elevó obedientemente. Mientras ascendía, se giró de modo que el extremo más afilado apuntaba hacia abajo. Supe lo que venía a continuación y quise formar parte de ello. El fragmento estaba justo sobre el hombre que se había arrodillado para arropar a su colega herido en su regazo. Ahora era él quien estaba a punto de morir. Agarré a la llorosa víctima por el cabello y volví su rostro hacia arriba justo a tiempo para que viera cómo la muerte se le venía encima. No tuvo siquiera tiempo de liberarse de mí: el cristal acuchilló su mejilla empapada en lágrimas, justo por debajo del ojo izquierdo.
El poder del demonio no había conseguido clavar el arma muy adentro, pero yo sabía que si había un momento para demostrar mi devoción por la infamia impenitente, era aquel. Sujeté la cabeza de aquel hombre contra mi estómago, agarré la esquirla de cristal sin preocuparme de que me cortara la mano y la hundí por completo en su rostro. Sus sollozos de dolor se convirtieron en gemidos de agonía mientras yo clavaba el grueso cristal bajo su ojo y empujaba su globo ocular hasta hacerlo saltar de su cuenca. Quedó colgando perezosamente del sangriento agujero que lo había alojado hasta entonces, aún sujeto por un hilillo de nervios enmarañados. Presioné la hoja contra la carne de sus sesos mientras disfrutaba de lo lindo con la música de su sufrimiento: los sollozos, los fragmentos de oración que profería, sus súplicas de clemencia. Huelga decir que estas últimas fueron desoídas tanto por mí, su torturador, como por el amante Dios en quien había puesto sus esperanzas.
Me incliné sobre él mientras removía la hoja en su sesera y le hablé. Sus gemidos se desvanecieron. A pesar de su agonía, todavía contaba con su atención:
—Soy de la demonidad —le dije—: el enemigo acérrimo de la vida, el amor y la virtud. No hay forma de negociar conmigo, no hay esperanza alguna para ti.
El hombre se las arregló para dominar las convulsiones de su mutilado rostro durante el tiempo suficiente para decir:
—¿Quién?
—¿Yo? Todos me conocen como señor…
—Botch —me interrumpió el arzobispo—. Te llamas Botch, ¿verdad? Es una palabra inglesa que significa «ruina», «desastre», «algo carente por completo de valor».
—Deberías tener cuidado, cura —dije mientras sacaba una porción considerable de materia gris y la arrojaba al suelo del taller—. Estás hablando con un demonio del Noveno Círculo.
—Mira cómo tiemblo —respondió el arzobispo, absolutamente indiferente a mi afirmación—. ¿Haces algo más aparte de atormentar a los muertos?
—¿Muertos? —Bajé la cabeza y comprobé que, en efecto, mi agonizante víctima había muerto durante el breve espacio de tiempo que yo había pasado hablando con el arzobispo. Dejé caer el cadáver y resbaló por las baldosas del suelo.
—¿Esa es tu idea del placer, demonio? Me puse en pie mientras me limpiaba la sangre de la ropa.
—¿Por qué ibas a estar interesado en mis placeres? —pregunté al arzobispo.
—Debo conocer cada una de las tretas del Infierno si quiero proteger a mi rebaño de vuestras depravaciones.
—¿Depravaciones? —repetí mirando a Quitoon—. ¿Qué te ha contado?
—Que te introdujiste en el útero de mujeres que estaban a unas horas de dar a luz y aterrorizaste a sus hijos hasta la muerte antes siquiera de que pudieran ver el cielo.
Sonreí.
—¿Hiciste eso, demonio?
—Lo hice, vuestra excelencia ilustrísima —respondí, sonriendo lo mejor que mi maltrecho rostro me permitía—. Fue mi sodomítico amigo Quitoon quien me lo sugirió. Dijo que debería estar dentro de una mujer al menos una vez en mi vida. Pero eso fueron nimiedades. Una vez, con un manual de magia negra y las entrañas de su dueño resucitamos a todos los cadáveres de un cementerio de Hamburgo y luego visitamos a cada uno de los muertos de la Tierra para decirles uno por uno que el fin del mundo estaba a punto de llegar y que debían salir de sus tumbas inmediatamente (habíamos abierto la tierra para hacérselo más fácil) y bailar. Bailar y cantar, por muy corrupto que fuese su estado.
—¿La danza de los muertos de Hamburgo fue cosa vuestra?
—Sí, desde luego. —Ahora sonreía tanto que me dolía—. ¿Has oído eso, Quitoon? ¡Sabe lo de Hamburgo! ¡Ja!
—No hay triunfo alguno en obscenidades tan detestables —rugió el arzobispo—. ¡Eres tan repugnante en alma como lo eres en cuerpo! Odiosa, asquerosa carroña. Eso es lo que eres. Eres menos que un gusano en los intestinos de un perro.
Pronunciaba su recto discurso con gran vigor, salpicándose los labios de baba. Pero había algo en él que resultaba forzado y falso. Miré a Hannah, luego a Gutenberg y finalmente a Quitoon. De los tres, el único con aspecto de creyente era Gutenberg.
—¡Reza, Hannah! —decía—. Y agradece al Señor Dios que tengamos aquí al arzobispo para protegernos.
Gutenberg volvió la espalda a la ventana a la que el demonio seguía aferrado, ya que al parecer la presencia del arzobispo le bloqueaba la entrada, se dirigió a la pared que había tras la prensa y cogió una sencilla cruz de madera. Si la habían colgado allí para proteger a los hombres que trabajaban en la prensa, no había funcionado demasiado bien; la prueba de ello se extendía en torno a los pies del impresor. Pero Gutenberg aún parecía tener fe en su eficacia.
En cuanto descolgó la cruz de la pared se produjo una explosión de violentos sonidos que procedían de todas las direcciones: cristales que se quebraban, madera que se astillaba, bisagras que eran arrancadas de los marcos de las puertas y cerrojos que se hacían pedazos en las ventanas. La casa se sacudió y los cimientos bramaron. Un estruendo parecido al de un trueno de verano estalló detrás de mí; eché un vistazo a la habitación y vi que una irregular grieta negra, como si fuese un rayo que acompañase al trueno, había aparecido en la pared que había tras la prensa. Al instante arrojó más pequeños rayos que corrían en todas direcciones, algunos atravesando el techo y otros cayendo sobre el suelo y levantando un halo de polvo de yeso mientras reducían la habitación al caos.
El polvo me hizo sentir como si tuviera trocitos de cristal bajo los párpados. Los ojos me escocían y se me saltaron las lágrimas. Traté de contenerlas pero se resistían y corrían por mis mejillas. Aquella era la clase de cosa por la que a Quitoon le gustaba burlarse de mí.
—¿Te encuentras bien, señor B.? —me preguntó, como si se preocupase realmente por mi bienestar.
—¡Nunca he estado mejor! —le espeté.
—¡Pero mira cómo se te caen las lágrimas, señor B.!
—Es por el polvo, Quitoon —respondí—, ya lo sabes.
En ese momento, Hannah, a la que su marido había enviado a por comida y bebida para sus invitados y que sin embargo había vuelto con las manos vacías y acompañada por Quitoon, comenzó a hablar, pero no había nada en su voz que recordara a la frustrada aunque obediente hausfrau que me había parecido cuando la conocí.
Era algo totalmente distinto. Sus ojos hundidos estaban clavados en el genio al que había protegido, y tenía los brazos abiertos. Durante un milagroso momento pareció que toda la habitación (cada fragmento de yeso que caía desde el techo trazando espirales y cada mota de polvo que se elevaba del suelo, cada mirada y cada latido de corazón, cada reflejo procedente de las letras de plomo desparramadas y de la prensa) era atraída hacia ella.
¡Alas! Parecía tener alas, unos exquisitos arcos de luz y polvo que se elevaban por encima de su cabeza. ¡Qué disfraz tan perfecto había elegido aquel ángel para proteger al hombre destinado a hacer algo de tal importancia! Se había casado con él para así vigilar de un modo inocente al genio de Gutenberg, al menos hasta que su gran obra estuviese lista y se girase la llave de la puerta de la historia.
No estaba seguro de que nadie más en aquella habitación estuviese viendo a Hannah como yo la veía. Sospeché que no, porque no hubo reacción alguna, ni un solo murmullo de asombro por parte de aquellos a quienes aún les latía el corazón.
—¡Quitoon! —grité—. ¿La ves?
En cuanto acabé de pronunciar esas palabras, la presencia del ángel Hannah se apoderó de mis torpes palabras y las convirtió en hebras de incandescencia nacarada que salían de mí interpretando una chamánica danza del vientre con la que celebraban su transformación de la pesada carga de la particularidad a la normalidad cósmica.
¡Demonios! Qué forma tan mediocre tiene el lenguaje de describir su propia muerte; las opciones son penosamente escasas cuando se trata de encontrar las palabras para expresar su propia destrucción. Estoy a punto de quedarme en silencio a falta de las palabras adecuadas.
En silencio. ¡Ja! Tal vez esa sea la respuesta. Tal vez debería parar de llenar las ondas con apestosas lecciones de palabras podridas que nunca se asimilan ni se comprenden. Tal vez el silencio sea la forma definitiva de rebelión; la señal verdadera de nuestro desprecio por la embustera bestia de lo alto. Después de todo, ¿las palabras no le pertenecen a él? ¿No dice eso en el evangelio que escribió el discípulo Juan (y que para mí tiene más credibilidad que los demás porque me parece que sentía por su Jesús lo que yo sentía por Quitoon)? Él comienza su relato sobre la vida de su amado diciendo:
«Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la palabra era Dios».
La palabra era Dios…
¿Lo ves? El silencio es todo lo que nos queda. Es nuestra última y desesperada oportunidad de rebelarnos contra quien tiene la Palabra.
El problema, tenga Dios las Palabras o no, es que son todo lo que tengo para contarte lo que queda. Hay un secreto por revelar y no puede hacerse con silencio. Ahora mismo nos encontramos en ese brete: unas cuantas páginas para ti y unos cuantos pasos para mí.
¿Creías que había olvidado aquella pequeña amenaza mía?
Huy, no, no, no; me he estado acercando todo el tiempo. Podría acabar con todo esto ahora mismo, con un solo…
Lo haría con rapidez. Tengo unos dedos largos y huesudos, mira, y mis garras están tan afiladas como el dolor. Te los clavaría alrededor del cuello (diez dedos afilados) con tal fuerza que se entrecruzarían en tu garganta.
Desde luego que lucharías. Todos los animales lo hacen, incluso cuando están perdidos. Si observas a un búfalo atrapado por un cocodrilo, verás que pateará y sacudirá sus pezuñas de hierro, con los ojos prácticamente en blanco, y seguirá pateando y sacudiéndose incluso cuando el reptil lo muerda por segunda vez y tenga todo el cuello de la bestia entre sus fauces. Incluso entonces, cuando ya no le queda ni una mínima esperanza.
Como si tú la hubieras tenido alguna vez.
Pobre pasapáginas.
En cierto modo me alegro de que hayas elegido leer y morir, porque siento que debo deshacerme de la carga que me supone todo lo que sé, así que ahora puedo hacerlo de una vez por todas. Entonces podré echarme en algún lugar cómodo y soñar que regreso a la explanada de Josué, pero que la gente se ha ido y el miedo se ha ido con ella, junto con el olor a hombre quemado. Y Quitoon yacerá a mi lado y volverá a crecer la hierba en el barro que nos rodea, mientras salen las estrellas…
Pero antes de nada, el secreto. Lo que te voy a contar es algo importante, el tipo de cosa que podría cambiar el mundo si el mundo escuchase.
Pero no. Los anillos de las manos de los papas son, con el paso de los años, cada vez más grandes y lustrosos, y la saliva de los labios de los hombres que besan dichos anillos (hombres que gobiernan de puertas para afuera manejados por titiriteros que permanecen en las sombras) se vuelve cada vez más tóxica y es convertida en veneno puro por las mentiras e intrigas que profieren.
Así que, ya sea yo quien conozca el secreto o ya seas tú, en realidad no importa. No cambiará nada. Tú solo deja que me deshaga de la carga que para mí supone el secreto; luego puedes quemar el libro y obtendremos lo mejor de ambos mundos, ¿no es cierto?
Pero ahora guarda completo silencio. Porque incluso aunque nadie quiera oírlo, un secreto sigue siendo un secreto; sigue teniendo poder. Tal vez sea que no ha llegado su momento. ¡Ja! Sí, es posible. Quizás hasta probable. Sí, creo que es probable: su momento todavía no ha llegado.
Pero cuando llegue, tendrás algo por lo que merece la pena vivir. ¡Imagínate lo que será levantarse por la mañana y pensar: «Sé por qué estoy vivo; tengo un propósito, un motivo para respirar!».
Imagínatelo.
Imagínate pensando eso y, mientras te lo imaginas, escucha:
Tengo un secreto que el mundo va a necesitar algún día.
¡Demonios! Qué afortunado fui por tener un padre que me odiaba, un padre que me dejó arder en aquel fuego de confesiones hasta que me convertí en una cicatriz andante. Porque si eso nunca hubiese ocurrido, nunca habría sido capaz de atravesar multitudes de humanos del modo en que lo hice. Nunca me habría atrevido a internarme en la explanada de Josué si hubiese estado de una pieza. Y sin la explanada de Josué nunca me habría encontrado con mi…
… mi…
¿maestro?…
¿amado?…
¿torturador?…
Sí, él era todo aquello, sin duda. Juro que creó cinco nuevas agonías especialmente para mí, todas ellas hechas de amor.
Por supuesto, me refiero a Quitoon. Hasta que lo conocí a él no creía que fuese posible tener un Dios en tu Cielo privado, o amar y odiar con tal intensidad. Querer que esté tan cerca que a veces deseo disolverme en él, de modo que nunca más volvamos a separarnos. Y entonces él dice algo para herirme: para herirme profunda y amargamente, la clase de herida que solo podría provocarme alguien que me conoce mejor que yo mismo.
Y cuando pienso en eso, como ahora, me doy cuenta de que el secreto que se ocultaba en la casa de Gutenberg había estado conmigo todo el tiempo.
Yo no lo vi, claro, porque estaba demasiado ocupado sintiendo lástima de mí mismo, pensando que era el único en el mundo que había amado y odiado a alguien a un tiempo. Hasta el episodio en el taller de Gutenberg no caí en la cuenta de que la contradicción que hacía que mi corazón y mi cabeza rugieran y centellearan estaba patente en todas las acciones del mundo.
El amor lo movía todo. O mejor dicho, el amor y su carencia, su desaparición, su silencio, lo movían todo. Desde la absoluta plenitud (la sensación de que todo iba bien y de que podría continuar así con solo un poco de amor) hasta un vacío tan profundo que tus huesos gemían con el solo contacto del viento. Las idas y venidas entre esos dos estados representaban el motor de todas las cosas. ¿Te parece que esto tiene sentido? No solo como palabras, sino como sentimiento. Sí, y como verdad; verdad innegable, verdad irresistible. Observo cómo tus ojos siguen las líneas de mis recuerdos y mis cavilaciones y me pregunto: ¿tú y yo estamos conectados?
Tal vez ahora solo nos tengamos el uno al otro. ¿Has considerado eso? Cierto, puede que tú tengas amigos que insisten en contarte sus insustanciales penas y dolores. Pero nunca has tenido un amigo íntimo que fuese un demonio, ¿verdad? Del mismo modo que yo nunca me he aproximado a alguien de tu especie para pedirle algo del modo en que me he aproximado a ti. Ni una sola vez he pedido nada, ni siquiera un gesto tan insignificante como una llama.
Bueno, a lo que iba: el taller. O, más concretamente, el arzobispo (que tenía, por cierto, el aliento más fétido que hubiese inhalado nunca), que me dijo:
—¡Vete ahora mismo! ¡Nada de lo que hay aquí es asunto tuyo!
—¡Él es asunto mío! —respondí señalando a Quitoon—. Y la mujer que está a su lado no es en absoluto una mujer, es…
—Está poseída por un ángel —me interrumpió el arzobispo—. Sí, ya lo veo. Y hay otro detrás de ti, demonio, por si te interesa.
Me volví a tiempo para ver la luz que derramaba otro de los hombres que trabajaban en la prensa. Manaba de sus ojos y de su boca, así como de la punta de sus dedos. Mientras lo observaba, él cogió una simple varilla metálica y la elevó con la intención, estoy seguro, de partirme la cabeza. Pero cuando estaba en lo alto, la varilla se contagió de la luz que emitían sus ojos y se convirtió en una espiral de fuego que arrojaba llamas que revoloteaban sobre nuestras cabezas como una gran nube de mariposas ardientes.
Lo extraño de aquel fenómeno atrajo por un instante mi atención y, justo en ese momento, el hombre ángel me atacó con su espada.
Otra vez fuego. Siempre fuego. El fuego había marcado todas las encrucijadas de mi vida: las agonías, las expiaciones, las transformaciones… Todo ello había sido gentileza del fuego.
Y ahora, aquella herida que el hombre ángel me infligió de un modo muy poco certero por cuestión de solo medio paso. Eso fue mi salvación: un poco más cerca y la hoja me habría atravesado desde el hombro hasta la cadera derecha, lo cual, sin duda, habría puesto fin a mi existencia. En lugar de eso, describió una línea a lo largo de mi cuerpo lleno de cicatrices, aunque de un par de centímetros de profundidad como mucho. Sin embargo, fue una herida atroz; el fuego no solo me rebanó la carne, sino también otras partes de mi cuerpo. El dolor era peor aún que el propio corte, que por sí solo habría sido suficiente para hacerme gritar.
Con mi sustancia y mi alma acuchilladas, fui incapaz de devolver el golpe. Me alejé tambaleante, doblado por el dolor, tropezando con las tablas desiguales, hasta que mi brazo topó contra una pared. Agradecí lo fría que estaba. Presioné mi rostro contra ella tratando de controlar la necesidad de llorar como un niño. Razoné que aquello no serviría de nada, porque nadie respondería; nadie acudiría. El dolor me poseyó, igual que yo a él; éramos la única compañía fiable del otro en aquella habitación. La agonía era mi única amiga verdadera.
La oscuridad se cernió sobre los límites de mi visión y mi consciencia se apagó como una vela que, a continuación, volvió a titilar vida para volver a extinguirse y, finalmente, se encendió de nuevo. Esta vez permaneció encendida.
Mientras tanto, me había derrumbado contra la pared con las piernas dobladas bajo mi cuerpo y la cara aplastada contra el muro. Miré hacia abajo. Fluidos color negro azulado y escarlata manaban de mí y corrían por mis piernas. Aparté la cara de la pared unos centímetros y vi que ambos fluidos se resistían a entrelazarse y formaban una piscina a mi alrededor.
Mis pensamientos volaron hacia Quitoon, que estaba en pie junto a Hannah la última vez que lo había visto. ¿Lo habría asfixiado el ángel con su resplandor o habría aún algo que yo, una herida andante, pudiera hacer para ayudarlo?
Ordené a mis temblorosos brazos que se alzaran, a mis manos que se abrieran y a mis palmas que se impulsasen contra la pared para apartarme de ella. Fue una dura tarea: no había ni un solo nervio en mí que quisiera jugar a aquel estúpido juego. Mi cuerpo se agitó con tal violencia que dudé que fuera a ser capaz de ponerme en pie y, mucho menos, de caminar.
Pero lo primero era comprobar el estado del campo de batalla.
Volví mi desobediente cabeza hacia el taller con la esperanza de localizar rápidamente a Quitoon y de que este estuviera vivo.
Pero no lo vi, ni a él ni a nadie más que a los que habían muerto. Quitoon, Hannah, Gutenberg y el arzobispo, incluso el demonio que se había apostado en la ventana, se habían ido. Tampoco estaban los pocos trabajadores que sobrevivieron al ataque del demonio. Tan solo quedábamos los cadáveres y yo. Y yo seguía allí solo porque me habían confundido con un cadáver más; un demonio vivo abandonado entre los humanos muertos.
¿Adonde habían ido? Dirigí mi oscilante visión hacia la puerta que conducía al lugar por el que había llegado, a través de la entrada principal, pero no oí quejas de hombres heridos ni voces de demonios o ángeles. Entonces miré hacia la puerta por la que habían entrado Hannah y Quitoon, que suponía que daba a la cocina, pero en aquella dirección tampoco se apreciaban signos de vida natural o sobrenatural.
Entonces, la pura curiosidad dotó a mi cuerpo de una fuerzo que alivió el dolor y permitió que mis sentidos se agudizaran. No me engañé a mí mismo, sabía que aquello no sería permanente, pero aprovecharía lo que se me estaba otorgando. Después de todo, tan solo había dos modos de entrar y salir, así que, eligiese el camino que eligiese, tendría al menos un cincuenta por ciento de posibilidades de encontrar a quienes habían estado allí no más de uno o dos minutos antes.
Un momento. Tal vez no había sido un minuto; no, ni siquiera dos. Miles de moscas se congregaban alrededor de la sangre que manaba del hombre al que yo había asesinado, y otros tantos miles junto a los hombres que habían sido alcanzados por los cristales voladores. Y por cada diez moscas que se alimentaban allí, había otras veinte zigzagueando por el aire en busca de un sitio donde aterrizar para comer.
En vista de aquello, me di cuenta de que había sido un error suponer que había estado semiinconsciente tan solo unos instantes. Claramente había sido mucho más tiempo, lo suficiente para que la sangre humana se hubiera coagulado un poco y para que su olor hubiera atraído la atención de todas aquellas moscas hambrientas. Lo suficiente también para que todos aquellos que representaban un papel en el drama de la imprenta de Johannes Gutenberg hubieran partido dejándome allí abandonado. El hecho de que los emisarios de Lucifer y los del Señor Dios se hubieran ido, me resultaba indiferente. Pero que Quitoon (la única alma que había deseado que me amase) se hubiera marchado cuando, incluso allí, teniendo motivos de sobra para perder toda esperanza, yo seguía anhelando que se percatase de mi devoción y mi amor por él, sí que me importaba.
—Botch —me dije a mí mismo mientras recordaba la definición del arzobispo—. Ruina. Desastre…
Me detuve en medio del reproche. ¿Y por qué? Pues porque, aunque tal vez fuese una ruina y un desastre, me las había arreglado para vislumbrar la tercera puerta del taller. El único motivo por el que lo hice fue porque alguien la había dejado abierta unos pocos centímetros. Aun así, a alguien con menor conocimiento de lo oculto podría haberle parecido que no estaba abierta, sino que se trataba de un efecto de la luz del sol, porque parecía pender en el aire, una estrecha franja de luz que se iniciaba a medio metro del suelo y se detenía a dos metros sobre el mismo.
No tenía tiempo que perder, no en mi maltrecho estado. Me dirigí directamente hacia ella. Leves oleadas de las fuerzas sobrenaturales que habían entreabierto la puerta (y creado lo que quiera que hubiese tras ella) chocaban contra mí mientras me aproximaba. Su tacto no resultaba desagradable. De hecho, parecían comprender mi decadente estado y bañaban mis heridas con bálsamo. Sus cuidados me proporcionaron la fuerza y la voluntad para llegar hasta la estrecha franja de luz y empujar la puerta. No dejé que se abriera demasiado, tan solo lo justo para colar una pierna y deslizarme (con la mayor precaución y sin la menor idea de lo que me encontraría al otro lado) a través de la abertura.
Me interné en una gran cámara más o menos el doble de grande que el taller en el que me encontraba antes. No tengo ni idea de qué tipo de espacio ocupaba, ya que la estancia que contenía la puerta era más pequeña que esta, pero esas paradojas se encuentran por todas partes, créeme. Son la regla, no la excepción. El hecho de que no las veas obedece únicamente a tus expectativas sobre el mundo.
La cámara, a pesar de ocupar un espacio inabarcable, parecía sólida. Las paredes, el suelo y el techo estaban hechos de una piedra lechosa trabajada, al parecer, por maestros albañiles, puesto que los enormes bloques se ajustaban unos a otros sin un solo defecto. Las paredes no poseían elemento alguno de decoración, ni tampoco ventanas. En el suelo no había ni una alfombra.
Lo que sí había, sin embargo, era una mesa. Una gran mesa larga con un reloj de arena en el centro, de los que se utilizaban en los tribunales para controlar el tiempo que podía hablar cada una de las partes. Sentados alrededor de la mesa en sillas pesadas, aunque bien acolchadas, se encontraban los individuos que me habían dado por muerto. El arzobispo estaba sentado en la cabecera más próxima a mí, de espaldas, mientras que el ángel Hannah ocupaba la cabecera opuesta. Le robaba luminiscencia a la perfecta piedra y se me antojó una versión de la Hannah Gutenberg que había conocido al llegar a la casa, solo que vestía ropajes de luz drapeada que se elevaban y caían en torno a ella con lentitud y solemnidad.
Había otros cinco en aquella mesa: el propio Gutenberg, sentado medio metro más lejos de la mesa que los demás; dos diablos y dos ángeles a cada lado, todos ellos desconocidos para mí, en posiciones contrapuestas, de modo que quedaban ángel frente a diablo y diablo frente a ángel.
Alrededor de la habitación, con la espalda pegada a la pared, había varios espectadores, entre ellos quienes habían tomado parte en los acontecimientos del taller. Quitoon estaba allí, de pie, en el extremo de la mesa muy cerca del arzobispo; también Peter (otro ángel oculto en el círculo de Gutenberg), al igual que el demonio que había utilizado los cristales rotos de un modo tan letal. Y el hombre ángel que me había herido. Había otros cuatro o cinco a quienes no conocía, tal vez actores cuya interpretación me había perdido.
Me había colado en la habitación secreta en medio de un discurso del arzobispo.
—¡Ridículo! —decía señalando a Hannah, al otro lado de la mesa—. ¿Pensaste por un momento que me creería que realmente tenías la intención de destruir la prensa, cuando te has metido en tantos problemas para protegerla?
Se escuchó una serie de murmullos de aprobación por parte de varios miembros de la asamblea.
—No sabíamos si íbamos a permitir que la máquina existiera o no —respondió el ángel Hannah.
—Te has pasado… ¿cuánto? treinta años haciéndote pasar por su mujer.
—No me hacía pasar por ella. Era, soy y siempre seré su mujer. Hice un juramento…
—Como miembro de la humanidad.
—¿Qué?
—Juraste matrimonio como mujer humana. Pero, desde luego, no eres humana; y en cuanto a tu verdadero género, bueno, supondría un debate muy largo y probablemente sin solución.
—¡Cómo te atreves! —estalló Gutenberg, levantándose con tal rapidez de su silla que la hizo volcar—. No pretendo comprender exactamente lo que está ocurriendo aquí, pero…
—Vamos, por favor —gruñó el arzobispo—, ahórranos el tedioso espectáculo de tu fingida ignorancia.
—¿Cómo puedes estar casado con eso —señaló al ángel Hannah con un dedo excesivamente adornado— y luego afirmar que ni una sola vez lo has visto como lo que realmente es? —Su tono de voz rebosaba repugnancia—. Si casi suda incandescencia excremental por todos sus poros…
Entonces Hannah se elevó mientras la marea de sus vestiduras ascendía y descendía:
—Él no sabía nada —dijo al arzobispo—. Me casé con él en forma de mujer y no he violado dicha forma hasta hoy, cuando he visto que el fin era inminente. Éramos marido y mujer.
—Esa no es la cuestión —respondió el arzobispo—. Por muy realista que fuera la decadencia de tus mamas con el paso de los años, eras uno de los mensajeros de Dios y seguías velando por el interés de tu Señor en el Cielo. ¿Puedes negar eso?
—¡Era su esposa!
—¿Puedes negar eso?
Se produjo un silencio. Entonces el Ángel Hannah dijo:
—No.
—Bien. Ahora estamos llegando a alguna parte.
El arzobispo tiró de su alzacuello con el dedo índice:
—¿Soy yo o hace calor aquí? ¿No podríamos poner algunas ventanas para dejar que entre aire fresco?
Al oír aquello me quedé helado, aterrorizado por la posibilidad de que alguien le tomase la palabra, abriese la puerta y me encontrase allí. Pero el arzobispo no estaba tan acalorado como para sacrificar el ambiente que había logrado con su interrogatorio a Hannah. Antes de que nadie tuviese la oportunidad de hacer algo para refrescar la habitación, solucionó el problema más radicalmente:
—Ya basta de estas malditas vestiduras —dijo. Rompió sus ropajes ceremoniales, que se rasgaron con facilidad a pesar de las incrustaciones y de su peso. A continuación se arrancó las cruces de oro que colgaban de su cuello y los anillos, aquellos incontables anillos. Lo tiró todo al suelo, donde lo devoró todo un nuevo fuego, cuyas llamas se propagaron por innumerables lugares que quedaban fuera del limitado alcance de mi vista. El veloz progreso de las llamas desintegró los falsos objetos sagrados con la misma facilidad con la que un actor destruiría su disfraz de papel pintado.
Ah, pero eso no fue todo lo que el devorador fuego se llevó por delante. También saltó de la hoguera en la que ardían los ostentosos complementos para arrancar la piel de la cabeza y de las manos del arzobispo, además de su cabello. Me sorprendió enormemente comprobar que lo que había debajo no era más que la escamosa piel con la que yo mismo me había topado una vez frente al espejo, mientras que de la base de su huesuda columna surgía una cola cuyo tamaño y virilidad sugería que hacía mucho, mucho más tiempo que era demonio que arzobispo. Se sacudía adelante y atrás con sus rayas del color de la sangre, la bilis y los huesos.
Aquello no supuso revelación alguna para ninguno de los que estaban sentados a la mesa. En los rostros de los ángeles asistentes se dibujaron unas cuantas miradas de repugnancia apenas contenida por ver al demonio desnudo, pero la única reacción audible fue la de uno de los suyos, que dijo:
—Excelencia, vuestras ropas.
—¿Qué les ocurre?
—No queda nada de ellas.
—Me tenían harto.
—¡Pero cómo va a irse así!
—¡Tú irás a por más, idiota! Y antes de que lo preguntes, sí, me volveré a poner mi rostro humano, hasta el último forúnculo de mi nariz. Aunque Demonios, qué bien sienta liberarse de ese espantoso atuendo. Me siento asfixiado dentro de esa piel. ¿Cómo lo aguantan? —La audiencia dejó que la pregunta se convirtiese en retórica—. Bueno, vete pues —ordenó a su turbado subalterno—. ¡Tráeme mi atuendo!
—¿Y qué voy a decir que ocurrió con las vestiduras que portabais, excelencia?
La estupidez de su sirviente sobrepasó los límites de la paciencia del arzobispo, quien echó la cabeza hacia atrás y al momento la lanzó de nuevo hacia delante. Un salivazo salió disparado de entre sus labios, falló su objetivo, fue a dar en la pared a menos de un cuerpo de distancia de donde yo estaba agazapado y carcomió la piedra. Pero nadie miró hacia donde yo me encontraba; en aquel momento la atención de todas las miradas de la estancia estaba centrada en el arzobispo.
—Diles que los repartí entre los miembros de mi rebaño aquejados por alguna enfermedad y, si alguien lo pone en duda, les dices que vayan a comprobarlo a los lazaretos que hay junto al río. —Estalló en una amarga carcajada, cruda y sombría. Aquel simple sonido me bastó para conferirle el odio que había sentido hacia papá Gatmuss.
Sin embargo, la evocación de viejos venenos no me hizo olvidar la peligrosa situación en la que me seguía encontrando. Sabía que tenía que retirarme de la puerta antes de que el lacayo del arzobispo se dispusiera a irse, o sería descubierto. Pero no fui capaz de retirarme del umbral hasta al último momento, por miedo a perderme alguna conversación que me ayudara a comprender mejor la verdadera naturaleza de aquel choque de voluntades divinas y demoníacas. El lacayo apartó su silla de la mesa pero, justo cuando empezaba a levantarse, el arzobispo desnudo le ordenó con un gesto que se sentara de nuevo.
—Pero pensé que queríais…
—Más tarde —replicó su excelencia pecaminosísima—. De momento debemos estar en igualdad de condiciones, si vamos a jugar.
A jugar. Sí, eso es lo que dijo, lo juro. Y en cierto modo toda esta lamentable historia se reduce a esas dos palabras. ¡Ay, las palabras! Trabajan para confundirnos. Por ejemplo, «imprenta». ¿Se te ocurre una palabra menos inspiradora? Lo dudo. Y aun así…
—Esto no es un juego —dijo el ángel Hannah con tono grave. Los colores de la piscina de ropajes en la que flotaba se oscurecieron para reflejar su cambio de humor. El azul se convirtió en púrpura, el dorado en carmesí—. Sabes lo importante que es. ¿Por qué si no te enviarían aquí tus amos?
—No solo amos —respondió el arzobispo con tono seductor—, también tenía amas. ¡Ah, y qué crueles eran! —Se llevó las manos a la entrepierna; no pude ver lo que hacía, pero ofendió visiblemente a todos los representantes celestiales—. A veces cometo deliberadamente un error punible solo para ganarme la recompensa de sus tormentos. Ellas ya lo saben, claro, deben saberlo. Pero es un juego. Como el amor. Como… —bajó el tono hasta convertirlo en un susurro— la guerra.
—Si eso es lo que quieres, demonio, eso es lo que tendrás.
—¡Vaya! Escúchate a ti misma —le reprendió el arzobispo—. ¿Dónde están tus prioridades? Y mientras meditas sobre ello, pregúntate por qué iba a querer la demonidad poseer el control sobre una máquina que hace insípidas copias de libros cuya única importancia hasta ahora residía en que se trataba de piezas únicas. No se me ocurre un motivo más absurdo que este para que las dos partes de nuestra dividida nación se agredan mutuamente. ¿Cómo se llama? —preguntó dirigiéndose a Gutenberg.
—Imprenta —dijo Hannah—. Como si no lo supieras. No engañas a nadie, demonio.
—Digo la verdad.
—¡Copias insípidas!
—¿Qué otra cosa pueden ser? —replicó el arzobispo en tono irónico.
—Suenas como si te importase —observó Hannah.
—No me importa.
—¿Entonces por qué estás dispuesto a entrar en guerra por una cosa que ni siquiera sabes nombrar?
—Te lo repito: no necesitamos comportarnos como perro y gato por lo que Gutenberg ha fabricado. No merece la pena luchar y ambos lo sabemos.
—Sin embargo no regresas a las comodidades de tu palacio.
—No es ni mucho menos un palacio.
—No es ni mucho menos otra cosa.
—Bueno, no voy a entrar en trivialidades —dijo el arzobispo, haciendo un gesto como para dejar aquella infructuosa conversación—. Lo admito: he venido aquí porque al principio sentía curiosidad. Esperaba, no sé, una especie de máquina milagrosa. Pero ahora que la veo, no tiene nada de milagrosa, ¿no es cierto? Sin ofender, herr Gutenberg.
—¿Entonces os vais? —preguntó el ángel Hannah.
—Sí. Nos vamos. Ya no tenemos nada que hacer aquí. ¿Y vosotros?
—Nos vamos también.
—Ah.
—Tenemos asuntos pendientes arriba.
—Urgentes, ¿no es cierto?
—Mucho.
—Perfecto, entonces.
—Perfecto, entonces.
—Estamos de acuerdo.
—Estamos, en efecto, de acuerdo.
Dicho lo cual, sobrevino la calma. El arzobispo se miraba sus defectuosos nudillos; Hannah se quedó en pie con la mirada perdida y la mente ausente. El único sonido que se oía era el amortiguado murmullo del tejido que rodeaba a Hannah.
Su sonido atrajo mi mirada hacia él y me sorprendió comprobar que unas líneas negras y rojas atravesaban la vestimenta, por lo demás apacible, del ángel Hannah. ¿Era yo el único de la habitación que se había dado cuenta? Era obvio que a pesar de su calmada compostura, el ángel no podía evitar que la verdad se manifestase por sí misma, aunque solo fuese durante unos segundos.
Entonces oí otro sonido, procedente tal vez del taller que había dejado a mis espaldas: era el tictac de un reloj.
Y todos seguían sin moverse.
Tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac.
Y a continuación, en el mismo preciso instante (como si estuvieran más de acuerdo que en desacuerdo en lo que a paciencia y política se refería), tanto el arzobispo como Hannah se pusieron en pie. Ambos apoyaron los puños sobre la mesa, se inclinaron hacia delante y se enzarzaron en una discusión en un tono tan altivo y furioso por ambas partes que resultaba difícil discernir sus voces. Las palabras se convirtieron en una sola, frase interminable e incomprensible:
—… Aunque por qué tú el no has sido lo sagrado ah sí puedes sagrado no es tú bien lo que espadas y este asunto estar cosechando no libros no están nosotros no trivial amarillo no hagas sangre en todo este sí acabado por completo…
Y siguieron así mientras todos los demás ocupantes de la habitación hacían exactamente lo mismo que yo: concentrar su atención en el arzobispo o en Hannah con la esperanza de descifrar lo que estaban diciendo y, así, facilitar la comprensión de lo que aportaba la otra parte a aquella locura de intercambio dialéctico. Si a alguno de los otros les estaba funcionando aquella táctica, no daban muestra alguna de ello; la expresión de sus rostros seguía siendo de frustración y desconcierto.
Tampoco el arzobispo y el ángel Hannah mostraron señal alguna de sosegar su vehemencia. De hecho, su furia fue aumentando y el poder que generaban su rabia y su recelo rompió la geometría de la habitación, que me había parecido impecable al verla. El modo en que ocurrió podría parecer una locura, pero te contaré lo mejor que pueda lo que mis ojos me contaron a mí; espero que las palabras que uso sirvan para expresar las paradojas que me veo obligado a describir.
A medida que se aproximaban el uno al otro, el diablo y el ángel, sus cabezas se hincharon una barbaridad; el espacio que les separaba el nacimiento del pelo de la barbilla medía ya más de un metro y seguía creciendo latido tras latido. Pero del mismo modo que sus cabezas crecían de forma tan grotesca, también se encogían hasta tal punto que, a mis escandalizados ojos, parecían medir apenas cinco o seis centímetros de ancho. Las puntas de sus narices distaban apenas la longitud de un dedo y las palabras que seguían vomitando emergían de sus bocas grotescamente deformadas como bocanadas de humo de distintos colores que se elevaban hasta formar una capa de palabras muertas en el techo. Aunque al mismo tiempo que tenía lugar este estrambótico espectáculo (te advertí que algunas partes de esta historia podían asemejarse mucho a los delirios de un demente), mis ojos comprobaron que ambos seguían sentados en sus asientos, inalterables, del mismo modo que habían permanecido hasta entonces.
No se me ocurre explicación alguna para todo esto, ni tampoco comprendo por qué, tras haber escuchado su vehemente discusión durante dos o tres minutos sin entender una sola frase por ninguna de ambas partes, mi cerebro comienza ahora a descodificar fragmentos de su diálogo. Huelga decir que no se trataba de una conversación casual, pero tampoco se dedicaron a escupirse amenazas mutuamente. Poco a poco caí en la cuenta de que estaba asistiendo a la más secreta de las negociaciones: el ángel y el demonio, sus especies, que una vez se habían unido en un amor celestial, eran ahora enemigas. O eso había entendido yo. A mí me habían enseñado que su odio mutuo era tan profundo que nunca contemplarían la posibilidad de instaurar la paz. Pero allí estaban, adversarios tan conocidos que eran casi amigos, trabajando para dividir el control de este nuevo poder ya que, a pesar de que el demonio afirmaba que la prensa Gutenberg no tenía mayor importancia, todos sabían que no era así. De hecho, la prensa cambiaría la concepción del mundo como tal y ambos bandos querían llevarse la peor parte. Hannah quería que todos los libros sagrados se imprimiesen bajo licencia angelical, pero el arzobispo estaba tan poco dispuesto a ceder en ese punto como ella a concederle el material impreso relacionado con el impulso erótico de la humanidad.
Gran parte de la discusión se refería a formas de escritura de las que yo nunca había oído hablar: novelas y periódicos, revistas científicas y tratados políticos; manuales, guías y enciclopedias. Comerciaban como dos de tu especie que pujan por carne de caballo en una subasta, acelerando la negociación a medida que se acercaba el cierre de alguna porción de su inmenso pacto; solo se mostraban de acuerdo cuando alguna otra parte de este reparto del botín se resolvía satisfactoriamente. No había un sistema de principios inamovibles que delimitase aquellas partes del mundo según la palabra universal que Hannah reivindicaba, pero tampoco se apreciaba una ferocidad especial en el modo en que el arzobispo luchaba por las obras por las que yo esperaba que luchase el Infierno: escritos legales, por ejemplo; u obras de doctores y asesinos que divulgaran su perversidad. El ángel combatía con vehemencia por el control de las confesiones de hombres y mujeres dedicados a la prostitución y de cualquier otro escrito diseñado para encender al lector, mientras que el Infierno luchaba con igual empeño por poseer la licencia y distribución de todos los ejemplares impresos que los autores hubiesen escrito de un modo que sugiriese que estaban en posesión de la verdad. Pero entonces, argumentaba el Infierno, ¿qué ocurría si el autor de esas obras de inventiva resultaba dedicarse, o haberse dedicado, también a la prostitución?
Y así continuaron con su toma y daca; los consejeros de cada uno de los poderes se habían acercado a la mesa y aportaban a los discursos de sus jefes sus propias condiciones y manipulaciones verbales. Se hizo referencia a sentencias previas, como el asunto de la rueda. En cuanto a la gran obra de Gutenberg (el motivo por el cual el Cielo y el Infierno se encontraban al borde de la guerra), se referían a él sin demasiado interés como «el asunto por revisar».
Mientras tanto, a medida que la discusión se complicaba todavía más, el espectáculo de las cabezas del demonio y del ángel creciendo y encogiéndose se volvía aun más elaborado; de sus hinchados cráneos emergían docenas de extrusiones delgadas como falanges que se entrelazaban unas con otras y sus elegantes ligaduras reflejaban, tal vez, la complejidad creciente del debate.
Todos seguían observándolos mientras ellos se repartían el futuro de la humanidad, pero a mí se me escapaba una gran parte de la negociación y, en general, a pesar de su gran trascendencia y todo eso, estaba empezando a aburrirme. Las fastuosas complejidades de sus cabezas entrelazadas eran otra cosa distinta. Ver cómo las cabezas entrelazadas seguían buscando nuevos modos de reflejar cada propuesta y contrapropuesta, cada negociación aceptada y rechazada, superaba a las invenciones de mi vida onírica. El proceso de debate había adquirido tal elaboración, y el entretejido de las carnes demoníacas y angelicales tal exquisitez, que ahora sus cabezas parecían un tapiz: Retrato de un debate entre el cielo y el infierno con el fin de evitar la guerra.
Allí subyacía un secreto que relegaba la prensa de Gutenberg a una mera nota a pie de página. Me encontraba ante el poder que manejaba el mundo desde las sombras en pleno funcionamiento. Lo que siempre había considerado una calamitosa Guerra invisible que se libraba en el cielo y bajo tierra y que en ocasiones invadía vuestro mundo humano, no era una batalla sangrienta, con legiones masacrándose entre ellas, sino aquella interminable puja propia de una lonja de pescado. ¿Y por qué? Porque lo que alimentaba las negociaciones era la ganancia que se obtenía de aquellos recientes descubrimientos. El ángel Hannah era indiferente al modo en que aquel «material impreso», como ella lo había apodado, podría envenenar o empobrecer las vidas espirituales de la humanidad. Tampoco al arzobispo demonio ni a sus consejeros les preocupaba poseer medios para corromper a los inocentes mediante la palabra. Lo que movía a ambos bandos era la persecución del poder de la palabra obtenido a partir de la riqueza de palabras; y aquello inspiraba maniobras de tal complejidad que la adecuada interpretación de cada diminuto fragmento de este entramado de acuerdos dependía de la interpretación de todas las demás partes. Lejos de comportarse como enemigos, los dos bandos llevaban a cabo lo que sin duda era otro contrato matrimonial entre facciones opuestas ocasionado por la creación de la prensa de Gutenberg. Dicha prensa produciría dinero y controlaría las mentes al mismo tiempo. Al menos eso fue lo que inferí de su intrincada charla.
Mis agotados ojos se desviaron hacia Quitoon y lo enfocaron en el preciso momento en que su errante mirada me encontró.
Por la expresión de sorpresa de su rostro era obvio que me creía muerto hacía tiempo. Pero pude observar que el verme vivo lo agradó y aquello me proporcionó esperanzas, aunque sinceramente no podría decirte de qué.
No, puedo intentarlo. Tal vez esperaba que el hecho de haber llegado los dos hasta allí, hasta el fin del mundo como se había concebido hasta entonces, y hasta el principio de lo que estaba por venir, por cortesía de Johannes Gutenberg, nos uniera en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la…
Nunca terminé de pronunciar estos silenciosos votos de devoción porque uno de los consejeros de Hannah, sentado junto a ella en el extremo de la mesa que quedaba frente a Quitoon, había detectado la expresión de su cara y se había dado cuenta de que un sospechoso vestigio de felicidad parpadeaba en sus rasgos.
El ángel comenzó a elevarse de su asiento para poder ver mejor aquello que Quitoon miraba con tal placer.
Quitoon, por supuesto, me miraba a mí; me miraba y sonreía del mismo modo que yo me estaba permitiendo sonreír mientras lo miraba a él.
Entonces el ángel gritó.
«Al principio existía la Palabra», dice Juan el amante de Cristo, y la palabra no solo estaba junto a Dios, sino que era Dios. Así que, ¿por qué no existe una palabra, o una frase de diez mil palabras que acierte a describir mínimamente el sonido del grito de un ángel?
Tendrás que creerme cuando te digo que gritó muchísimo y que el ruido que emanó de su garganta fue tal que todas y cada una de las partículas que había en aquella habitación se convulsionaron al oír el grito. Los ojos que habían estado observando con obsesiva devoción a los Jefes se sobresaltaron de repente por la violencia de la convulsión. E inevitablemente, varios de los que ocupaban la habitación me vieron.
No tuve tiempo de retirarme. Las entidades que llenaban la estancia eran criaturas infinitamente más sofisticadas que yo. Cuando sus miradas se volvieron hacia mí sentí su escrutinio como un doloroso golpe atestado en cada una de las partes de mi cuerpo a un tiempo, incluso en las plantas de los pies. Sus brutales miradas cesaron del mismo modo repentino en que habían comenzado. Aquello debería haber supuesto un alivio para mí pero, como consecuencia de la naturaleza paradójica de toda la habitación, la aversión de sus miradas trajo consigo su propia y extraña suerte de dolor, que sobreviene cuando cesa el daño inducido por un ser superior y se suprime toda conexión con ese ser.
Pero mi presencia allí no era tan intrascendente como podía indicar la supresión de su escrutinio: alrededor de la mesa se produjo una discusión respecto a si mi presencia allí evidenciaba o no algún tipo de conspiración contra Gutenberg y su invento y, de ser así, por parte de qué bando. Ni siquiera se molestaron en preguntarme mi versión de los acontecimientos; tan solo les preocupaba que hubiese presenciado la complicidad entre el Cielo y el Infierno. Para ellos resultaba irrelevante que hubiese presenciado el secreto o que formase parte de una gran Conspiración contra la seguridad del mismo: tenían que acallarme. El único motivo aparente de disputa era qué hacer conmigo.
Sabía que yo era el problema que se estaba debatiendo porque, de vez en cuando, oía un fragmento de diálogo relacionado conmigo y con el modo de despacharme.
—Aquí no debería derramarse sangre —decretó el Ángel Hannah.
Luego oí que alguien (¿sería el demonio a quien yo había conocido como Peter?) opinaba:
—Una ejecución no sería justa. Él no ha hecho nada.
Entonces surgieron de todas partes contraargumentos que contenían las mismas dos palabras: «¡La prensa! ¡La prensa! ¡La prensa!». Y a medida que repetían las palabras y los ánimos se caldeaban, el modo en que se expresaban resultaba cada vez menos natural. El barullo de la habitación se volvió cacofónico y adquirió el volumen suficiente para que mi cerebro se agitase contra mi cráneo.
Una contribución humana se alzó por encima del clamor de un modo más claro que las voces más potentes por el simple hecho de ser humana: cruda e indefensa. Era Gutenberg quien hablaba. Hasta más tarde no caí en la cuenta de lo que decía: expresaba su protesta por el propósito para el que se iba a utilizar su prensa, construida para divulgar nuevas de salvación.
Pero nada de lo que decía silenciaba las vociferantes discusiones que se producían alrededor de la mesa. Continuaron subiendo de intensidad hasta que cesaron de repente. Alguien había hecho una sugerencia que al parecer había sido bien recibida por la asamblea; se había tomado una decisión. Se había decidido mi destino.
No servía de nada tratar de obtener algún tipo de indulgencia de aquel tribunal, si es que era un tribunal. Estaba siendo juzgado por entidades que no sentían interés alguno por mí ni por mi punto de vista. Solo querían silenciarme sin sangre y sin culpa.
Se produjo un movimiento en el centro del entramado de negociaciones: un estallido, una iluminación. Aunque no tenía motivos para ello, creo que pensé que tal vez aquel sería el último fuego de mi vida que estaba a punto de ser…
No, que estaba siendo… …desatado.
Cuando el resplandor aumentó pude ver a Quitoon; su rostro ya no estaba conmovido por aquel fragmento de placer por mi liberación, por aquella pequeña sonrisa que suponía una recompensa tan dulce que estaría encantado de soportar diez heridas como la que tenía con tal de que me la volviese a regalar.
Pero ya era demasiado tarde para sonrisas, demasiado tarde para perdones. Las complicadas discusiones de los negociadores se habían resuelto casi por completo y la llama de sus corazones se hacía cada vez más fuerte y atraía motas de calor de los demás ángeles y demonios de la habitación.
Entonces se liberó y se dirigió a mí.
En aquel preciso instante, la puerta tras la que me ocultaba, el marco y varios bloques de piedra que lo rodeaban estallaron en sus propias llamas y me dejaron sin protección alguna ante la incandescente sentencia que me habían impuesto los negociadores.
Todo cayó a mi alrededor en forma de velos abrasadores que me impedían huir en cualquier dirección, suponiendo que hubiera poseído la fuerza y la voluntad para intentarlo. En lugar de ello me limité a esperar, resignado a mi muerte, mientras el veredicto se cernió en torno a mí. En aquel momento oí que alguien gritaba (Johannes Gutenberg de nuevo, con la voz rebosante de furia) y no cesaba de protestar, aunque seguía sin ser escuchado.
Tuve tiempo a pensar mientras las llamas crecían a mi alrededor.
¿Es que no me han castigado lo suficiente?
Y ahora te hago a ti la misma pregunta: ¿Es que no me han castigado lo suficiente?
Puedes verme con el ojo de tu mente. Puedes, ¿verdad? Rodeado de fuegos demoníacos y divinos, espirales de calor danzantes trepando a través de la trinchera de mis heridas para invadir mi garganta y mi rostro, avanzando implacables, transformando la naturaleza de mi carne, mi sangre y mis huesos.
Y una vez más, te pregunto:
¿Es que no me han castigado lo suficiente?
Por favor, di que sí. En nombre de todo lo misericordioso, dime que por fin has llegado a entender lo terribles que han sido las crueldades que me han acontecido y que merezco librarme de ellas.
No, ni siquiera lo digas. Por qué desperdiciar un ápice de energía hablando cuando podrías utilizarla para hacer lo único que esta bestia abrasada, rajada y destrozada que tienes entre manos merece.
Quema el libro.
Si es lo único que has hecho en toda tu vida por verdadera compasión, bastará para abrirte las puertas del paraíso.
Sé que no quieres pensar en ello. A ninguna criatura viviente le entusiasma hablar de su propio fallecimiento. Pero ocurrirá. Es algo tan cierto como que la noche sigue al día: morirás. Y cuando estés merodeando por ese lugar gris que no es ni el Cielo ni el Infierno, ni ningún otro sitio que la humanidad desee que forme parte de esta tierra, se te acerque algún espíritu con ropajes de bruma y luz estelar y, de su rostro apenas visible, surja una voz que suene como el viento pasando a través de una ventana rota y te diga: «Bueno, tenemos un dilema: deberías ir directo al Infierno por haber tratado con un demonio llamado Jakabok Botch. Pero me han dicho que existen circunstancias atenuantes que me gustaría que me explicases con tus propias palabras». ¿Qué le dirás?
«Ah, sí, tuve un libro que estaba poseído, pero lo regalé».
Con eso no te vas a ganar la entrada por la puerta del Paraíso. Y no pierdas el tiempo mintiendo; los espíritus de la Puerta lo saben todo. Puede que te hagan preguntas, pero ya conocen las respuestas. Quieren oírte decir: «Tuve un libro que estaba poseído por uno de los demonios más viles de la Creación, pero lo quemé. Lo quemé hasta que se convirtió en copos de ceniza gris. Y luego deshice las cenizas hasta que se convirtieron en menos que polvo y el viento se las llevó».
Esa es tu llave para la puerta del Paraíso, ahí la tienes.
Juro por todas las cosas sagradas y profanas (pues hay dos partes en el gran secreto: Dios y el diablo; la luz y la oscuridad, un misterio indivisible), juro que esa es la verdad.
¿Qué?
¿Después de todo esto sigue sin haber fuego? Te ofrezco el misterio de los misterios y mi prisión sigue fría. Fría. Igual que tú, pasapáginas. Eres frío hasta la médula, ¿sabes? Te odio. Una vez más, las palabras me fallan. Estoy aquí sentado con mi odio, desprovisto de medios para expresar mi furia, mi repugnancia. Decir que eres un excremento insulta al producto de mis intestinos.
Creí que te estaba enseñando algo sobre las obras del mal, pero ahora veo que no necesitas ningún tipo de educación por mi parte. Conoces el mal, lo conoces tan bien que lo personificas. Eres de los que se mantienen al margen mientras los demás sufren. Estás entre la multitud en un linchamiento, un rostro borroso en mi recuerdo de la gente que observa la muerte lenta dictada sobre algún pobre don nadie en nombre de la ley.
Te mataré. Lo sabes, ¿no es cierto? Iba a hacerlo con un corte rápido que te atravesase la garganta de oreja a oreja, pero ahora veo que eso es demasiado amable por mi parte. Te voy a tratar con mi cuchillo del mismo modo que tú has tratado mis páginas con tus despiadados ojos: atrás y adelante. Ya sea acuchillando o leyendo, el movimiento es el mismo: atrás y adelante, atrás y adelante.
Si se hace bien, la vida se te va, ¿no es cierto? La caliente y humeante vida se va, se desparrama por el suelo bajo tus pies. ¿Puedes imaginarte el aspecto de esa escena, pasapáginas? Como un tarro de tinta roja volcado por un torpe creador.
Y no habrá nadie que grite en tu nombre; nadie en el resplandor de la página (siempre es de día cuando el libro está abierto y siempre es de noche cuando está cerrado); nadie para expresar una última súplica desesperada mientras tú estás desnudo (desnudo y ensangrentado llegaste al mundo y desnudo y ensangrentado lo dejarás) y yo me estoy regodeando en el panorama de tu carne de gallina y en el centelleante terror de tus ojos.
Ay querido pasapáginas, ¿por qué dejaste que llegásemos a esto cuando tuviste tantas oportunidades de encender una cerilla?
Ahora todo son cortes: atrás y adelante, a través de tu estómago y tu pecho, a través del órgano del amor; por detrás, a través de tus nalgas, abriéndolas hasta que la grasa amarillo brillante se separe por su propio peso y se caiga, y antes de que la sangre haya recorrido la parte trasera de tu muslo te habré rebanado los tendones, atrás y adelante. ¡Demonios, cómo duele eso! ¡Y cómo gritas, cómo aúllas y sollozas! Al menos hasta que vuelvo a tu parte delantera y remato la faena en tu cara. Ojos. Atrás y adelante. Nariz: rebanada de un solo golpe. Boca: atrás y adelante, abriéndose como la boca de un cretino mientras la pobre criatura intenta suplicar.
¿Es eso lo que quieres? Porque es todo lo que mereces, pútrido y fraudulento cerdo sin corazón: una muerte larga y agónica y un rápido empujón al olvido en la caja más barata que encuentren tus seres queridos.
¿Eso suena bien?
¿No? ¿Te estoy oyendo protestar?
Bueno, si no te parece bien, tal vez deberías aprovechar esta última oportunidad. Vamos, cógela; aquí está, la última, la oportunidad definitiva de cambiar tu destino. No es imposible, ni siquiera ahora, ni siquiera para un pútrido y fraudulento cerdo sin corazón. Solo tienes que evitar que tus ojos sigan moviéndose y evitar que mi cuchillo haga lo mismo.
¿Y bien?
No. Ya me lo imaginaba. Todas mis charlas sobre cuchillos y ojos no te alteran, ¿verdad? Podría seguir prometiendo las cosas más crueles y oscuras hasta que me sangrase la garganta por la afonía y tú seguirías sin alterarte.
Solo quieres que termine la maldita historia, ¿no es cierto? Es como si al contártela fuese a mejorar tu vida carente de sentido.
Deja que te diga algo: no va a mejorar. Pero por si sirve de algo, te daré lo que queda y puedes pagar el precio.
El penúltimo fuego.
Se apoderó de mí de arriba abajo: de mi piel, de mis músculos, de mis huesos y hasta de mi médula. Se apropió de mi memoria y mis emociones, de mi respiración y de mis excrementos. Y lo estaba convirtiendo todo en un lenguaje común. Luego se convirtió más bien en una comezón muy profunda en el fondo de mi ser. Levanté la mano derecha y vi el proceso que se estaba llevando a cabo allí: la luz trazaba las líneas de las yemas de mis dedos y, en la capa inferior, el intrincado dibujo de mis venas y mis nervios, como si fuesen mapas de un país secreto que estuviese oculto en mi cuerpo y se hiciese visible por fin.
Pero en el momento en el que vi esos mapas, el poder que los había dejado al descubierto comenzó a deshacerlos. Los caminos trazados en ellos se erosionaron en el paisaje de mi cuerpo, las líneas de desligaron y la tracería de venas que palpitaban bajo ellas se desató. Si mi cuerpo hubiese sido de verdad un país y yo su rey déspota, las labores conjuntas del Cielo y el Infierno me habrían destronado.
¿Que si grité para protestar por tal sedición? Lo intenté. ¡Demonios, vaya si lo intenté! Pero las mismas fuerzas transformadoras que me estaban desintegrando las manos secuestraron los sonidos de mis labios y los convirtieron en códigos de brillante fuego que se precipitaron contra mi rostro, que también se descomponía en signos.
No me estaban quitando nada; lo que ocurría era que las fuerzas que me habían juzgado estaban modificando mi naturaleza.
Retrocedí dando tumbos hasta salir de la cámara de negociaciones y bajar de nuevo al taller. Pero una vez abajo, todo era igual que arriba. Mis pies ya no eran capaces de establecer un contacto normal con el suelo: igual que mis manos, brazos y rostro, estaban siendo transformados en marcas de luz.
No, en marcas no. En letras.
Y en ciertos sitios, las letras en palabras.
¡Me estaban convirtiendo en palabras!
Tal vez Dios hubiese sido la Palabra al principio. Pero al final, al menos en mi final (¿y quién más importa que uno, en realidad? Lo único que cuenta es lo de uno mismo), la Palabra estaba junto al señor B. Y el señor B. era la Palabra.
Aquel era el modo que los negociadores tenían de silenciarme sin necesidad de derramar sangre en un lugar en el que lo sagrado y lo profano se habían reunido en aquel día tan propicio.
No necesitaba que mis piernas me portasen: las fuerzas que deshacían mi anatomía me transportaban hacia la imprenta de Gutenberg, cuyo funcionamiento podía oír a mis espaldas porque su rudimentario mecanismo estaba poseído por los mismos motores, demoníacos y divinos, que me transportaban hacia ella.
Pude ver, con aquellos ojos míos convertidos en palabra, y oír desde la bóveda de mi cráneo convertido en palabra el ritmo de la prensa mientras se preparaba para imprimir su primer libro.
Recordé que Gutenberg había estado trabajando en la confección de una copia de la Ars Grammatica, un librillo de gramática que había elegido para poner a prueba su creación. Ah sí, y un poema también: las Profecías Sibilinas. Pero su modesto experimento se había detenido con la muerte o el angelical vuelo de aquellos que trabajaban en la prensa. La hoja que había visto antes había caído lejos de la prensa y ahora estaba en el suelo, olvidada. Un libro mucho más ambicioso permanecía a punto de crearse.
Este libro, el que sostienes entre las manos.
Esta vida mía, tal y como ha sido, contada a través de mi propia carne, mi propia sangre y mi propio ser. Y también aquella muerte, que no fue en absoluto una muerte, sino una condena a la prisión en la que tú me encontraste al abrir este libro.
Por un momento vi las planchas que se estaban fabricando conmigo y que pendían en el aire alrededor de toda la prensa, como si fuese fruta brillante y madura colgando de las ramas de un árbol invisible.
Entonces la prensa inició su trabajo y comenzó a imprimir mi vida. Lo diré al menos una última vez: ¡Demonios! ¡Qué sensación! No hay palabras (¿cómo podría haberlas?) para describir lo que se experimenta al convertirse en palabras, al sentir cómo transcriben tu vida y la plasman con tinta negra sobre el papel blanco. Todo mi amor, mis pérdidas y mi odio fundidos en palabras. Fue como el fin del mundo.
Y a pesar de ello, vivo. Este libro, a diferencia de cualquier otro que haya salido de la prensa de Gutenberg, o de las innumerables prensas que la siguieron, es único. Puesto que estoy tanto en la tinta como en el papel, sus páginas son proteicas.
No, lo siento. Eso ha sido un error de impresión. Esa frase que está unas líneas más arriba y que empieza con «Puesto que estoy…» no debería estar ahí. Está fuera de lugar.
¿Tinta y papel yo? No, no, eso no es cierto. Sabes que no lo es. Estoy detrás de ti, ¿recuerdas? Me acerco un paso más a ti cada vez que pasas una página. Tengo el cuchillo en la mano listo para cortarte del mismo modo…
… del mismo modo que tú lees estas páginas…
… atrás y adelante. Atrás y…
¡Cuánta sangre va a correr! Y tú me suplicarás que pare, pero yo no voy… …yo no voy… …yo no… …voy…
¡Demonios!
¡Basta! ¡Basta! No tiene sentido decir más mentiras para intentar convencerte de cosas que ni yo mismo me creo del todo, todo ello en un lamentable intento por conseguir que quemes el libro, cuando todo este tiempo has sabido (lo sabías, ¿verdad?; puedo verlo escrito en tu rostro) que te estaba mintiendo.
No estoy detrás de ti con un cuchillo a punto de rajarte. Nunca lo estuve, nunca podría estarlo. Estoy aquí y solo aquí, en las palabras.
Esa parte no era mentira. Las páginas son proteicas. Fui capaz de reordenar las palabras en las páginas que ibas a leer. Ahora son mi única sustancia y, a través de ellas, puedo hablar contigo, como estoy haciendo ahora.
Lo único que quería que hicieras era quemar el libro. ¿Era tanto pedir? Lo sé, antes de que digas nada, lo sé: yo he sido mi propio peor enemigo por contarte historias. Debería haber esparcido las palabras en todas direcciones para que ninguna frase, excepto mi súplica de que quemases el libro, tuviera sentido. Entonces tal vez lo habrías hecho.
Pero hacía tanto tiempo que unos ojos no se cernían sobre mí dispuestos a que les contasen una historia… Y tenía esa historia que contar, la de esta vida que he vivido. Y no tenía nadie a quien contárselo excepto a ti. Y cuanto más te contaba, más quería seguir contando; y cuanto más quería seguir contando, más te quería contar.
Mis propias emociones estaban divididas entre la parte que quería contar mi vida y la parte que quería ser libre.
Sí, claro, libre.
Eso es lo que me habría ganado si hubiera jugado mejor mis cartas y te hubiera convencido de que prendieras fuego a estas volátiles páginas: se habrían convertido en humo.
Y yo me habría erigido en ese humo, liberado de las palabras en las que me encarcelaron. No tenía la ilusión de que un cuerpo de carne y hueso me estuviese esperando; eso se ha ido para siempre. Pero me dije a mí mismo que podría hacer que mi vida tuviera sentido. Cualquier cosa antes que la prisión de estas páginas.
Pero no. Nunca caíste en ninguno de mis trucos; utilicé todos los engaños y subterfugios del libro, cada una de las estratagemas que conocía.
¿Querías saber cómo funciona el mal? Simplemente, haz una lista de los modos en que intenté que quemaras el libro; las seducciones (la casa con el viejo árbol), las amenazas (con que me acercaba a ti cada vez que pasabas una página), los llamamientos a tu compasión, a tu ternura y a tu empatía. Todas ellas eran causas perdidas, desde luego. Si alguna hubiese funcionado, ahora mismo no estaríamos aquí.
Pero en realidad aquí sigo, donde me encontraste, con nada por lo que vivir excepto la posibilidad de que algún día otra persona coja este libro y lo abra para leerlo. Tal vez para entonces haya ideado un señuelo mejor, algo infalible, algo que garantice mi huida.
Quizá puedas ayudarme, aunque solo sea un poco… Te he entretenido, ¿no es cierto? Pues hazme este pequeño favor: no me abandones en cualquier estante para que acumule polvo sabiendo que aún sigo en el interior, encerrado en la oscuridad.
Pásame, por favor. No es mucho pedir. Entrégame a alguien que odies, a alguien a quien te alegrarías de que cortasen en pedazos del mismo modo en que se lee una página: atrás y adelante.
Hasta entonces, ¿puedo ofrecerte un consejo? Lo que te he dicho aquí con respecto a la conspiración entre los de arriba y los de abajo tal vez deberías guardártelo para ti. Sus agentes están por todas partes y estoy seguro de que sus medios para rastrear a los herejes y a los impíos son más poderosos que nunca. Es más prudente que no cuentes a nadie lo que sabes, confía en mí. O, si no confías en mí, al menos confía en tu instinto. Ve con cuidado por los lugares oscuros y no te fíes de nadie que te prometa el perdón del Señor o un lugar asegurado en el Paraíso.
Supongo que este consejo no vale tanto la pena como para que me haya merecido un libro quemado, ¿verdad?
No, ya me lo parecía.
Entonces adelante. Cierra la puerta de la prisión y sigue con tu vida. Mi día llegará; el papel arde con facilidad. Y las palabras saben esperar.