Así que, a Mainz.
Pero seguramente primero debería abordar una cuestión que tal vez los acontecimientos de la carretera te hayan hecho plantearte: ¿Por qué Quitoon era capaz de escupir fuego, o de imitar a una caldera en explosión como había hecho cien años atrás, cuando había matado a la muchedumbre, mientras que todo lo que yo podía hacer algunos días era conseguir evacuar con éxito?
La respuesta está en nuestro linaje. Quitoon lo tenía, yo no. Él procedía de una estirpe de demonios cuyo pedigrí se remontaba hasta los Primeros Caídos, y la corteza más alta del Infierno siempre ha poseído poderes con los que nosotros, sencillamente, no hemos nacido. Tampoco somos capaces de aprender con facilidad lo que la naturaleza no nos otorgó.
No fue por no haberlo intentado, tanto por mi parte como por la suya. En nuestro trigésimo octavo año de viaje juntos (o por ahí), Quitoon, en plena conversación sobre el creciente número de seres humanos y la amenaza que eso suponía para nosotros, me preguntó sin venir a cuento si me gustaría que intentara enseñarme algunos de sus «trucos de fuego», como le gustaba llamarlos.
—Nunca se sabe cuándo podrías querer quemar rápidamente a alguien.
—¿Hablas de la humanidad?
—Hablo de cualquier forma de vida que se cruce en tu camino, señor B.: humana, demoníaca, angelical…
—Has dicho angelical.
—¿Ah, sí?
—Sí. ¿Ha sido un error?
—¿Por qué iba a ser un error?
—No has matado a ningún ángel, ¿verdad?
—A tres. Bueno, a dos los maté y a uno, probablemente. Como mínimo, lo dejé parapléjico.
No mentía. Para entonces yo ya conocía las pequeñas pistas (la mirada esquiva, un sutil oscurecimiento del rojo de las escamas que rodeaban su cuello) que denotaban que estaba jugando con la verdad.
No, Quitoon había matado a uno o dos ángeles, o tres, con su fuego implacable. Y nada me entusiasmaba más que la posibilidad de que me enseñara a matar como él lo hacía. ¡Demonios, vaya si lo intentó! Durante media década o más trató de enseñarme cómo arrojar mi propio fuego. Pero aquella habilidad estaba fuera de mis posibilidades y, cuanto más trabajaba para forzar a mi cuerpo a que hiciese lo que yo le ordenaba, más se rebelaba este. En lugar de alimentar fuegos letales en mis fluidos corporales y mi estómago, conseguí tener piedras en el riñón y una úlcera. Las piedras se me pasaron unos meses después tras un día y medio de horrible agonía; la úlcera todavía la sufro a día de hoy.
Así que nada de aprender «trucos de fuego». Al final Quitoon decidió que mi línea de sangre estaba tan alejada de la pureza de su linaje que los métodos que utilizaba eran sencillamente imposibles de aplicar a mi ascendencia y mi anatomía. Todavía hoy recuerdo lo que dijo cuando finalmente acordamos que era una causa perdida intentar enseñarme su talento para conflagrar.
—No importa —dijo—. En realidad no necesitas causar fuegos. Siempre me tienes a mí.
—¿Siempre?
—¿No acabo de decirlo?
—Sí.
—¿Acaso soy un mentiroso?
—No —mentí.
—Entonces siempre estarás a salvo, ¿no es cierto? Porque incluso aunque no puedas ser un incendiario por ti mismo, lo único que tienes que hacer es llamarme y yo estaré a tu lado, incinerando a tus enemigos sin tan siquiera preguntar la razón.
Así que, como he dicho, a Mainz. Incluso aunque las señales no me hubiesen servido de mucho, no me habría resultado difícil encontrar el camino: Quitoon había dejado un reguero de incendios a su paso que era tan fácil de seguir como cualquier mapa. Perdí la cuenta de las aldeas que había destruido sin dejar ni una sola vivienda habitable. Había eliminado con la misma meticulosidad granjas solitarias e iglesias.
En cuanto a la población humana, o bien yacían amontonados en las calles de los pueblos arrasados o, como en el caso de muchas granjas, los cuerpos de sus habitantes, consumidos por el fuego, yacían en hileras junto a sus ennegrecidos hogares con los miembros doblados contra sus cuerpos como fetos carbonizados. En dos de las iglesias se las había arreglado de alguna forma para persuadir a la congregación al completo de que se reunieran ante el edificio y los había incinerado allí mismo, de modo que los congregantes cayeron unos encima de los otros, estirando los brazos hacia la persona que estaba a su lado (especialmente los niños) a medida que el fuego devoraba todo signo de quienes habían sido.
Estos destrozos habían dejado desierto el paisaje que recorría. Si habían quedado supervivientes, seguro que habían huido en lugar de quedarse a enterrar a sus muertos.
Por fin, las escenas de destrucción se fueron espaciando y ya divisaba figuras en la distancia y oía el sonido de pasos. Me escondí tras las ruinas abrasadas de una muralla y observé a un batallón de hombres uniformados que marchaba liderado por un oficial a caballo cuyo rostro, oculto para sus hombres, revelaba un profundo desasosiego provocado por la humareda del cielo y aquel hedor, que yo también percibía, a humanidad quemada.
En cuanto el ansioso capitán y su batallón de soldados igual de infelices que él hubieron pasado, me levanté de mi escondite y regresé a la carretera. Un fragmento de bosque se alzaba frente a mí, pero quienquiera que hubiese construido la carretera había decidido no atravesar el denso interior. En lugar de ello, la calzada bordeaba los árboles describiendo una larga curva. No había rastro alguno de más incendios provocados por Quitoon y el motivo se hizo evidente en cuanto la carretera me condujo hasta el otro extremo del bosque: las afueras de Mainz se alzaban a tan solo unos cientos de metros. No se divisaba nada que diferenciara a aquella ciudad de las innumerables ciudades que Quitoon y yo habíamos visto. Desde luego, nada de lo que había allí llevaba a creer que se pudiese concebir algo que fuese a cambiar el mundo y, mucho menos, fabricarse. Pero, todo hay que decirlo, seguramente ocurría lo mismo en Belén en cierta época.
No apuré el paso, sino que lo aminoré a medida que me internaba en las calles, como para convencer a cualquier ciudadano de Mainz que observase mi caminar de que el poseedor de un rostro deshecho de un modo tan traumático por el fuego estaba herido por todo el cuerpo. Tu especie siente un terror supersticioso por las cosas feas y rotas; teméis que su condición os pueda infectar de algún modo.
Los ciudadanos de Mainz temerosos de Dios no eran una excepción a la regla humana: llamaban a sus hijos para que se apartasen de la calle a mi paso y ordenaban a sus perros que me alejasen de los umbrales de sus casas, aunque nunca vi un perro tan obediente como para cumplir las órdenes de su amo y atacarme.
Y si por casualidad alguno de los ciudadanos se acercaba demasiado a mí y mis obstinadas colas comenzaban a asomar por mis pantalones, tenía preparada una pequeña serie de groserías que los espantaba de un modo infalible: dejaba la boca abierta como la de un hombre que ha perdido la cordura, con la baba colgando libremente, mientras unos burbujeantes mocos gris verdoso asomaban de los postillosos agujeros que tengo en medio de la cara, donde una vez, hace muchos, muchos fuegos, estuvo mi nariz.
¡Ja! Eso te ha dado un poco de asco, ¿verdad? He captado ese pequeño asomo de repugnancia en tu rostro. Y ahora tratas de disimularlo, pero no me engañas con ese aire tan confiado, como si conocieras todos los secretos que existen bajo el Cielo. No me engañas ni por un momento. Te he estado estudiando durante mucho tiempo; puedo oler tu respiración, sentir el peso de tus dedos cuando pasas las páginas. Sé más de lo que nunca creerías que sé y mucho más de lo que te gustaría que supiese. Podría hacerte una lista de las máscaras que te pones para cubrir lo que no quieres que yo vea. Pero créeme, lo veo igual; lo veo todo: las mentiras y, con la misma claridad, la repugnante verdad que subyace tras ellas.
Ah, mientras mantenemos este mano a mano, debería decirte que este constituye el último capítulo de la historia que te estoy contando. ¿Por qué? Pues porque después de esto no hay nada más que contar. Después de esto, literalmente, la historia queda en tus manos. Me vas a conceder mi fuego, ¿verdad? Una última conflagración en una vida que ha estado plagada de ellas. Entonces se habrá terminado para los dos.
El señor B. habrá ardido (de nuevo).
De todos modos, primero tengo que contarte los secretos de la casa Gutenberg: secretos ocultos tras robustas puertas de madera normales y corrientes; y tras otra puerta, hecha de luz, un secreto incluso mayor de lo que Gutenberg pudiese haber imaginado.
Confío en que no me engañes una vez que te haya contado toda la verdad. ¿Me comprendes? Aunque es verdad que un demonio nacido de una estirpe modesta no posee aptitudes para tareas magníficas, el tiempo, la soledad y la furia pueden enseñar hasta a la más humilde de las criaturas el poder que se llega a acumular con solo vivir una larga vida y el daño que puede causar tal poder. En el infierno, los doctores del tormento llamaban a esos sufrimientos las cinco agonías: dolor, pena, desesperación, locura y el vacío.
Al haber sobrevivido durante siglos, poseo suficiente poder dentro de mí para enseñarte cada una de las cinco, en caso de que me denegaras mi llama prometida.
El aire que corre entre estas palabras y tus ojos se ha convertido en peligrosamente inestable. Y aunque cuando empezamos tú parecías creer sinceramente que tenías una plaza asignada en el paraíso y que eras intocable para la demonidad, ahora esa certeza se ha esfumado y se ha llevado consigo tus sueños de inocencia.
Puedo ver en tus ojos que no queda rastro alguno en ti de felicidad sin explotar; lo mejor de la vida ha llegado y se ha ido ya. Ya son historia aquellos días en que te recorrían repentinas inspiraciones y tenías visiones acerca de lo bien que iban las cosas y de tu lugar dentro de ellas. Ahora estás en un lugar más oscuro; un lugar que tú has elegido, conmigo como compañía. Yo, un insignificante demonio que tiene por cara y cuerpo una cicatriz que gotea, que hasta yo encuentro nauseabunda, que ha matado a los de tu clase en innumerables ocasiones y que podría matar de nuevo, alegremente, si se le presentase la oportunidad. Piensa en eso. ¿Te sorprende que el alma que una vez tuviste, el alma que te concedía aquellos momentos de inspiración que hacían tu degradante vida más fácil de soportar, haya pasado a la historia? El otro tú, el inocente, nunca habría seguido adelante con historias de parricidio y de ejecuciones y masacres al por mayor. Las habrías apartado de ti, decidido a mantener tales depravaciones y libertinajes fuera de tu cabeza.
Tu mente es una cloaca por la que corren la inmundicia, el dolor y la rabia. El rencor se refleja en tus ojos, en tu sudor, en tu aliento. Estás tan corrupto como yo, aunque henchido de un orgullo secreto por poseer un nivel ilimitado de perversidad.
No me mires como si no supieras de lo que hablo. Conoces muy bien tus pecados. Sabes las cosas que has querido y lo que habrías llegado a hacer para conseguirlas si hubieses tenido la oportunidad. Eres un pecador y si, por una desafortunada casualidad, perecieses sin haberte enfrentado al dolor que has producido, a la furia que has liberado (y que no has enmendado), es más probable que haya un sitio para ti en el inframundo que en el paraíso.
Menciono esto ahora porque no quiero que pienses que todo esto es algún tipo de juego al que puedes jugar un rato y luego dejarlo y olvidarte. No lo era al principio y créeme, desde luego que no lo será al final.
He empezado a contar en mi cabeza, más tarde te diré por qué.
Por ahora solo debes saber que estoy contando y que el final ya está a la vista. No estoy hablando del final de este libro, estoy hablando de el final como final de todo lo que conoces, es decir, de ti mismo. Eso es todo lo que podemos llegar a conocer, ¿no crees? Cuando el ritmo de la danza se detiene nos quedamos solos todos, tanto la maldita humanidad como los demonios. Los objetos por los que sientes cariño han desaparecido como por arte de magia. Estamos solos en un páramo, sopla un fortísimo viento y una gran campana anuncia la llegada de nuestro juicio.
Suficiente morbo. Quieres saber qué ocurre desde ahora mismo hasta el final, ¿no es cierto? Desde luego, desde luego. Es un placer. No, en serio.
No te he dicho que Mainz, la cuidad en la que residía Gutenberg, estaba construida junto a un río. De hecho, en ambas márgenes del mismo había fragmentos de ciudad unidos por un puente de madera con aspecto de mal construido y que seguramente sería barrido por el río si alguna vez se ponía demasiado ambicioso.
No lo atravesé inmediatamente, aunque de un solo golpe de vista quedaba claro que la mejor parte de la ciudad estaba al otro lado. Primero, di una batida a las calles y callejones de la zona más pequeña de la ciudad con la esperanza de que, si me quedaba entre las sombras y mantenía mis sentidos alerta, oiría algún rumor o alguna incoherencia provocada por el miedo; en resumen, indicios de que Quitoon trabajaba por allí. En cuanto localizase a alguien que tuviese información, sabía que resultaría bastante sencillo seguirlo hasta alguna calle tranquila, arrinconarlo y presionarlo para obtener todos los pequeños detalles. La gente solía desembarazarse de sus secretos con rapidez siempre y cuando yo les prometiese dejarlos en paz una vez que lo hubieran hecho.
Pero mi búsqueda resultó infructuosa. Desde luego que había rumores que oír, pero no eran más que las aburridas maldades de las mujeres cotillas que hay en todas partes: conversaciones sobre adulterio, crueldad y enfermedades. No oí nada que sugiriera que se estaba llevando a cabo un trabajo que cambiaría el mundo en aquella sórdida y pequeña ciudad.
Decidí cruzar el río y, camino del puente, solo me detuve para obtener comida de un vendedor de pasteles de carne y bebida de un comerciante de cerveza local. Esta última apenas se podía beber, pero los pasteles estaban sabrosos; la carne (de rata o de perro, me imagino) no estaba sosa, sino especiada y tierna. Regresé junto al vendedor de cerveza y le dije que su brebaje era asqueroso y que tenía pensado masacrarlo por no haberme advertido que no la comprara. Aterrorizado, el hombre me dio todo el dinero que tenía consigo, que era más que suficiente para comprar otros tres pasteles de carne al otro vendedor, quien se quedó totalmente perplejo de que yo, el ratero matón, hubiera regresado para hacer una compra legítima y pagara el pastel que le había robado además de comprar los otros tres.
Encantado de que le diera mi dinero, en cuanto lo tuvo a buen recaudo no dudó en invitarme a que siguiera mi camino.
—Debes de ser honesto —dijo—, pero hay algo en ti que huele mal.
—¿Mal hasta qué punto? —pregunté con la boca llena de carne y masa.
—¿No te ofenderás?
—Lo juro.
—Muy bien, te lo diré de este modo: he puesto muchas cosas en mis pasteles que probablemente harían vomitar a mis clientes si lo supieran. Pero aunque fueses el último trozo de carne de la cristiandad, aunque me fuese a arruinar sin tu carne, viviría en las alcantarillas antes de intentar hacer algo sabroso contigo.
—¿Me estás insultando? —dije—. Porque si me estás…
—Dijiste que no te ofenderías —me recordó el pastelero.
—Cierto. Cierto. —Tomé otro bocado de pastel—. El nombre de Gutenberg.
—¿Qué les pasa?
—¿Les?
—Son una gran familia. No sé mucho de ellos excepto por cotilleos sin importancia que me cuenta mi esposa. Me ha dicho que el viejo Gutenberg estaba a punto de morir, si es eso por lo que ha venido.
Lo miré desconcertado, aunque en realidad estaba menos desconcertado de lo que aparentaba.
—¿Qué te hace pensar que he venido a Mainz para ver a un moribundo?
—Bueno, simplemente he dado por hecho que como eres un demonio y el viejo Gutenberg tiene una reputación, no digo que sea verdad, solo te digo lo que Marta me cuenta, Marta es mi esposa, y dice que es…
—Espera —le interrumpí—. ¿Has dicho demonio?
—No creo que el viejo Gutenberg sea un demonio.
—¡Dios del Cielo, pastelero! No. No estoy sugiriendo que ningún miembro del clan Gutenberg sea un demonio. Te digo que yo soy el demonio.
—Lo sé.
—Esa es la cuestión. ¿Cómo lo sabes?
—Ah, ha sido por tu cola.
Volví la cara para ver lo que el pastelero veía. Tenía razón. Había dejado que una de mis colas se escapase de mis pantalones.
Le ordené que regresara a su escondite y se retiró con desdén. Entonces el zopenco del pastelero pareció alegrarse por mí por tener una cola tan obediente.
—¿Ni siquiera estás un poco asustado por lo que acabas de ver?
—No, en realidad no. Marta, que es mi esposa, dijo que había visto muchas presencias celestiales e infernales por la ciudad la semana pasada.
—¿Está bien de la cabeza?
—Se casó conmigo. Juzga tú mismo.
—Entonces no —respondí.
El pastelero parecía desconcertado:
—¿Me acabas de insultar? —preguntó.
—Silencio, estoy pensando —le contesté.
—¿Entonces me puedo ir?
—No, no puedes. Primero vas a llevarme a la casa Gutenberg.
—Pero estoy cubierto de porquería y trozos de pastel.
—Será algo que podrás contar a los niños —le dije—. Cómo acompañaste al mismísimo ángel de la muerte, al señor Jakabok Botch (señor B., para abreviar) por toda la ciudad.
—No, no, no. Te lo ruego, señor B. No soy tan fuerte como para eso. Me mataría. Mis hijos se quedarían huérfanos. Mi esposa, mi pobre esposa…
—Marta.
—Sé cómo se llama.
—Se quedaría viuda.
—Sí… —Ya veo. No tengo alternativa.
—Ninguna.
Entonces se encogió de hombros y emprendimos nuestro camino por las calles, el pastelero guiándome y yo con mi mano en su hombro, como si fuese ciego.
—Dime una cosa —dijo el pastelero con total naturalidad—. ¿Es esto el Juicio Final sobre el que nos advierte el cura? ¿El del Apocalipsis?
—¡Demonios! No.
—¿Entonces cuál es el motivo de las presencias celestiales e infernales?
—Supongo que es porque se está inventando algo importante. Algo que cambiará el mundo para siempre.
—¿El qué?
—No lo sé. ¿Qué hace ese tal Gutenberg?
—Es orfebre, creo.
Me sentía agradecido por que me guiase, aunque no por su conversación. Todas las calles de la ciudad parecían iguales: barro, gente y casas grises y negras, mucho menos lujosas que algunas de las ruinas en las que Quitoon y yo habíamos dormido mientras viajábamos.
¡Quitoon! ¡Quitoon! ¿Por qué pensaba en él y en su ausencia a cada segundo? En lugar de liberarme de la obsesión, la convertí en un juego y le recité al pastelero una lista de las cosas más notables que Quitoon y yo habíamos comido durante nuestro viaje: carne de perro, carne de gato, carne de vejiga, sopa de patata sangrienta, sopa de agua bendita con gofres, sopa de ortigas y de agujas, gachas de hombre muerto engordadas con cenizas de obispo quemado, y un largo etcétera. Mi memoria funcionó mucho mejor de lo que esperaba. De hecho estaba disfrutando de mis recuerdos y habría seguido compartiendo bocados inolvidables con él si no me hubiera interrumpido un creciente aullido de angustia procedente de las calles adonde nos dirigíamos, acompañado por el inconfundible olor a carne humana quemada. Segundos más tarde divisamos la fuente del ruido y del hedor: un hombre y una mujer envueltos en llamas de un metro de altura o más que consumían con entusiasmo sus cabezas exuberantemente peinadas, al igual que sus espaldas, sus nalgas y sus piernas. Me aparté de su camino, pero el pastelero permaneció allí mirándolos hasta que lo cogí del brazo y lo quité de en medio. Cuando lo miré vi que estaba observando la estrecha franja de cielo visible entre los aleros de las casas a cada lado de la calle. Miré en la dirección en que él miraba y descubrí que, a pesar del brillo del cielo estival, había formas que se movían sobre nuestras cabezas y que poseían un brillo aún mayor. No se trataba de nubes, aunque eran tan prístinas e impredecibles como las nubes; grupos de figuras amorfas moviéndose por el cielo en la misma dirección en que nosotros caminábamos.
—Ángeles —dijo el pastelero.
Yo estaba realmente sorprendido de que pudiera saber algo así.
—¿Estás seguro?
—Pues claro que estoy seguro —respondió, no sin un atisbo de irritación. Mira. Van a hacer esa cosa que hacen ellos.
Miré y, para mi sorpresa, los vi converger los unos en los otros hasta que todas las masas informes se hubieron convertido en una sola forma incandescente que comenzó a trazar una espiral en sentido contrario a las agujas del reloj mientras el centro se volvía aún más brillante hasta entrar en erupción, escupiendo motas de luz como una vaina a reventar. Las semillas caían revoloteando sobre los tejados de las casas donde, como copos de nieve tardíos, se convertían en nada.
—Algo de grandes dimensiones debe de estar ocurriendo —me dije—. Al final, Quitoon estaba en lo cierto.
—Ya no está muy lejos —dijo el pastelero—. ¿No podría indicarte desde aquí?
—No. Hasta la puerta, pastelero.
Sin mediar ni una palabra más, reanudamos nuestro camino calle abajo. Aunque había un montón de gente alrededor, yo ya no me preocupaba de añadir mis pequeñas notas de grosería (la boca babeante, el moco cayendo de mis fosas nasales) a mi aspecto general. No era necesario. Con el pastelero cubierto de mugre guiándome, formábamos una pareja bastante asquerosa y los ciudadanos se mantenían lejos de nosotros, agachaban la cabeza y se miraban los pies mientras apresuraban el paso.
No era nuestra presencia lo que causaba aquella sutil agitación entre los ciudadanos. Incluso quienes todavía no habían reparado en nosotros caminaban con la mirada gacha. Todo el mundo parecía saber que había ángeles y demonios compartiendo con ellos las calles y hacían lo posible por apurar sus asuntos sin tener que mirar a los soldados de alguno de los ejércitos de allá arriba.
Doblamos una esquina y caminamos un pequeño trecho hasta girar en otra. Cada vuelta nos conducía a una calle aún más desierta que la que habíamos dejado atrás. Finalmente nos internamos en una que estaba repleta de pequeños negocios: un comercio de venta y reparación de calzado, una carnicería, un proveedor de tejidos… De todas las tiendas de la calle, la única que parecía abierta era la carnicería, lo cual resultaba útil porque mi estómago seguía exigiendo alimento. El pastelero entró conmigo más movido, yo creo, por el miedo a lo que le pudiese ocurrir si lo dejaba solo en aquella calle desierta que porque tuviera un gran interés en lo que el carnicero vendía.
El lugar estaba muy mal cuidado, un montón de serrín pegoteado de sangre cubría el suelo y el aire estaba plagado de moscas.
Entonces, del otro lado del mostrador surgió una voz consternada por el sufrimiento:
—Llevaos lo que queráis… —dijo el dueño de aquella cruda voz—. Ya no me importa… nada… más.
El pastelero y yo nos asomamos al mostrador. El carnicero yacía al otro lado, sobre el serrín, con todo el cuerpo agujereado y acuchillado. Un gran charco de sangre lo rodeaba; la muerte se atisbaba en sus pequeños ojos azules.
—¿Quién ha hecho esto? —le pregunté.
—Una tortura como esta —dijo el pastelero— ha sido cosa de los de tu especie.
—No juzgues tan rápidamente —respondí—. Los ángeles tienen un genio horrible, especialmente cuando se sienten justificados.
—Los dos… os equivocáis… —apuntó el hombre moribundo.
El pastelero había rodeado el mostrador y cogió los dos cuchillos que encontró junto al cuerpo del carnicero.
—Ninguno de los dos es muy… muy útil —siguió el carnicero—. Creí que con una buena puñalada en el corazón lo conseguiría, pero no. Sangré mucho, pero seguía vivo, así que me apuñalé por todas partes en busca de algún lugar que resultara letal. Quiero decir que con mi mujer fue fácil: una buena puñalada y…
—¿Has matado a tu mujer?
—Está allí detrás —dijo el pastelero señalando a través de la puerta que conducía a la trastienda. Atravesó el umbral para echar un vistazo más de cerca—. Le ha arrancado el corazón.
—Yo no quería… —dijo el carnicero—. Quería que muriese y estuviese a salvo con los ángeles. Pero no quería cortarla en pedazos como si fuese un cerdo.
—¿Por qué ibas a hacerlo entonces? —preguntó el pastelero.
—El demonio quiso que lo hiciera. No tenía otra opción.
—¿Un demonio ha estado aquí? —pregunté—. ¿Cómo se llamaba?
—En realidad era una; se llamaba Mariamorta. Dijo que estaba aquí porque es el fin del mundo.
—¿Hoy?
—Sí, hoy.
—Eso no es lo que tú has dicho —me recriminó el pastelero—. Si lo hubiera sabido habría regresado con mi familia en lugar de pasearme contigo.
—Solo por el hecho de que un carnicero suicida diga que es el fin del mundo, no significa que tengamos que creerle.
—Tenemos que hacerlo, si es verdad —intervino alguien desde la puerta.
Era Quitoon. En algún otro lugar un miembro de la nobleza debía de yacer muerto y desnudo, porque Quitoon vestía elegantes vestimentas robadas: un conjunto escarlata, dorado y negro. Además, su larga melena negra, peinada con marcadas y lustrosas ondas, y su barba y su bigote, que habían sido recortados, realzaban su refinado aspecto.
Su nueva apariencia me turbó. Había tenido un sueño unas noches antes en el que él aparecía tal y como estaba ahora, con cada detalle, hasta la joya más insignificante de la funda de su daga. En mi sueño había una buena razón para su fabuloso aspecto, aunque no quiero hablar de ello ahora. Por algún motivo me da vergüenza, la verdad. Pero ¿por qué no? Hemos llegado tan lejos tú y yo, ¿no es cierto? De acuerdo, ahí va la verdad: soñé que estaba vestido así porque él y yo íbamos a casarnos. ¡Qué ocurrencias tiene nuestro subconsciente! Son tonterías sin sentido, por supuesto, pero cuando me desperté seguía pareciéndome perturbador.
Ahora sabía que el sueño había resultado ser profético. Allí estaba Quitoon en carne y hueso, de pie en la puerta, vestido tal y como se había ataviado en mi sueño para nuestra unión. La única diferencia era que no tenía interés alguno en el matrimonio; su mente planeaba algo más apocalíptico.
—¿No te lo dije, señor B.? —alardeó—. ¿No te dije que en Mainz estaba ocurriendo algo que acabaría con el mundo?
—¿Lo ves? —protestó el carnicero a mis pies.
—Silencio —le respondí. Pareció tomarme la palabra y murió. Me alegré. No me gustaba tener alrededor cosas sufriendo. Se había acabado; ya no tenía necesidad de pensar más en él.
—¿Quién es tu nuevo amigo? —preguntó Quitoon perezosamente.
—No es más que un pastelero, no tienes por qué hacerle daño.
—Es el fin del mundo tal y como lo conocemos, señor B. ¿Qué puede importar, en un sentido u otro, que muera un pastelero?
—No importa. No importa más que si vive.
Quitoon esbozó su perversa y brillante sonrisa.
—Tienes razón —dijo encogiéndose de hombros—, no importa. —Apartó su maliciosa mirada del pastelero y la volvió hacia mí—. ¿Qué es lo que te llevó a seguirme? —preguntó—. Creí que nos habíamos separado en la carretera y que aquel era el final de todo lo que había entre nosotros.
—Y así fue.
—¿Entonces qué ocurrió?
—Estaba equivocado.
—¿Sobre qué?
—Sobre seguir sin ti. Me pareció… me pareció que no tenía… ningún sentido.
—Estoy conmovido.
—No suenas conmovido.
—Ahora te decepciono. Pobre Jakabok. ¿Esperabas una gran escena de reconciliación? ¿Esperabas tal vez que cayésemos llorando uno en los brazos del otro? ¿Y que yo te dijese todas las cosas tiernas que te digo en tus sueños?
—¿Qué sabes tú sobre mis sueños?
—Huy, mucho más de lo que imaginas —me respondió.
Ha estado en mis sueños, pensé. Ha leído el libro de mis pensamientos oníricos. Incluso se había incluido en ellos para divertirse. Tal vez Quitoon era la razón por la que yo había soñado con aquella extraña boda. Tal vez no era la expresión de mi deseo antinatural, sino del suyo.
Saber aquello me consoló extrañamente; si el idilio de nuestra boda había sido invención de Quitoon, entonces quizá me encontraba más a salvo de su ataque de lo que había imaginado. Tan solo una mente encaprichada con alguien podría concebir una felicidad como la que yo había soñado: los árboles en flor flanqueando el sendero que conducía al punto exacto en el que contraeríamos matrimonio, la brisa agitando sus ramas perfumadas y llenando el aire de pétalos que parecían mariposas de una sola ala y que caían suavemente sobre el suelo.
Bueno, recordaría a Quitoon esta visión cuando estuviésemos solos. Lo sacaría a rastras maldiciendo y chillando de aquel cuarto que poseía en alguna parte, lleno de trajes y disfraces; el lugar donde trabajaba para tener poderes sobre mí.
Pero por ahora el único asunto urgente era evitar que mi ex amigo me prendiese fuego allí mismo. No podía evitar recordarlo mirándome mientras estaba tirado en la mugrienta acequia. Entonces no había salido de sus labios sonrisa alguna; tan solo cuatro palabras:
«Gusano, prepárate para arder», había dicho. ¿Era eso lo que estaba pensando ahora? ¿Se estaba avivando un fuego letal en el horno de su estómago, listo para ser vomitado cuando considerase que el momento era el oportuno?
—Pareces nervioso, señor B.
—Nervioso no, solo sorprendido.
—¿De qué?
—De que estés aquí. No esperaba volver a verte pronto.
—Entonces te pregunto una vez más: ¿por qué me seguiste?
—No lo hice.
—Eres un mentiroso. Un mal mentiroso. Un mentiroso terrible. —Sacudió la cabeza—. Eres un caso perdido. ¿No has aprendido nada con los años? Si no eres capaz de contar una mentira decente, entonces dime la verdad. —Echó una mirada al pastelero—. ¿O estás intentando preservar algún resquicio de dignidad por este imbécil?
—No es un imbécil. Hace pasteles.
—Ah, bueno. —Quitoon estalló en carcajadas. Se estaba divirtiendo de verdad con aquello—. Si hace pasteles, no me extraña que no quieras que sepa tus secretos.
—Son pasteles muy buenos —dije.
—Eso parece, porque los ha vendido todos. Va a tener que hacer unos cuantos más.
En ese momento intervino el pastelero, lo cual por suerte desvió la mirada de Quitoon.
—Te haré unos cuantos —le dijo a Quitoon—. Puedo hacerte pasteles de carne, pero soy más conocido por los dulces. El pastel de miel y albaricoque es el favorito de mis clientes.
—Pero ¿cómo vas a cocerlos? —preguntó Quitoon. Ya había oído antes ese tono cantarín de fascinación fingida en su voz y no era una buena señal.
—Déjalo en paz —le pedí.
—No —respondió él, con la mirada fija en el pastelero—. No creo que lo haga. De hecho, estoy seguro de ello. Me estabas hablando —dijo dirigiéndose al pastelero— de tus pasteles.
—Solo decía que me salen mejor los dulces.
—Pero aquí no puedes hacerlos, ¿no?
El pastelero parecía algo desconcertado por la obviedad del comentario. Deseé en silencio que su desconcierto lo mantuviera callado para que aquel jueguecito mortal al que Quitoon estaba jugando pudiera concluir sin heridos.
Pero no. Quitoon había comenzado el juego y no estaría contento hasta que lo acabase.
—Lo que quiero decir es que no haces pasteles fríos, ¿verdad?
—¡Dios del Cielo, claro que no! —exclamó el pastelero entre risas—. Necesito un horno.
Si se hubiera detenido ahí, aún se podría haber evitado lo peor, pero aquello todavía no había acabado. Sí, necesitaba un horno…
—Y un buen fuego —añadió.
—¿Un fuego, dices?
—Quitoon, por favor —le rogué—. Deja que se vaya.
—Pero has oído lo que quiere este hombre —replicó Quitoon—. Lo has oído de su propia boca.
Dejé de suplicar; sabía que no servía de nada. El peculiar movimiento, como una sutil sacudida que precedía al lanzamiento del fuego, se estaba produciendo ya en el cuerpo de Quitoon.
—Él quería un fuego —me dijo— y tendrá un fuego.
En aquel momento, justo cuando las llamas brotaron de los labios de Quitoon, hice algo inesperado y estúpido: me arrojé entre el fuego y su objetivo.
Ya me había quemado antes. Sabía que incluso en un día como aquel, repleto de pequeños apocalipsis, el fuego no podía causarme mucho daño. Pero las llamas de Quitoon poseían inteligencia propia y se dirigieron en el acto adonde podían causar más estragos, que eran, por supuesto, aquellas partes de mi cuerpo donde el primer fuego no me había alcanzado. Le di la espalda mientras le gritaba «¡Vete! ¡Vete!» al pastelero y me arrojé tras el mostrador, donde el charco de la sangre del carnicero era tres veces más grande que cuando lo había visto por primera vez. Me tiré sobre la sangre como si de un manantial de agua fría se tratase y rodé sobre ella. El olor era asqueroso, claro, pero no me importaba. Podía oír el satisfactorio chisporroteo de mi carne abrasada extinguiéndose en la amable aportación del buen carnicero. Unos segundos más tarde me levanté, echando humo y goteando sangre, y salí de detrás del mostrador.
Era demasiado tarde para interceder de nuevo por el pastelero: Quitoon lo había atrapado en la puerta y estaba envuelto en llamas, con la cabeza hacia atrás y la boca totalmente abierta, aunque enmudecida por su primera y última inhalación del fuego. En cuanto a Quitoon, que caminaba despreocupado alrededor del hombre ardiendo, arrancó una ambiciosa llama de la conflagración y la dejó bailar entre sus dedos un momento antes de cerrar el puño para extinguirla. Y mientras jugaba y el hombre se abrasaba, Quitoon le hacía preguntas tentándolo con la posibilidad de acabar rápidamente con su sufrimiento como premio a sus respuestas (un movimiento de cabeza para el sí y dos para el no). Lo primero que quería saber era si el pastelero había quemado alguna vez alguno de sus pasteles. Un movimiento.
—Y se pusieron negros, ¿verdad? Otro movimiento.
—Pero no sufrieron. Estoy seguro de que eso era lo que tú esperabas, ya que eres un buen cristiano.
Un nuevo movimiento afirmativo, aunque el fuego consumía con rapidez el poder de autocontrol del pastelero.
—Sin embargo, estabas equivocado —prosiguió Quitoon—. No hay nada que no conozca el sufrimiento. Nada en todo el mundo. Así que sé feliz en tu fuego, pastelero, porque…
Se detuvo y una expresión de perplejidad se dibujó en su rostro. Ladeó la cabeza, como si estuviera escuchando algo difícil de oír con el sonido de las llamas. Pero aunque el mensaje estaba incompleto, había captado su sentido general y estaba consternado.
—¡Malditos sean! —gruñó y, empujando a un lado al pastelero con indiferencia, se dirigió a la puerta.
Pero cuando llegó al umbral, una gran claridad mucho más intensa que el sol se arrojó sobre él. Vi que Quitoon se estremecía y entonces, cubriéndose la cabeza con las manos como para protegerse de una lluvia de piedras, salió corriendo a la calle.
No pude seguirlo; era demasiado tarde. Los ángeles se dirigían a aquella sórdida tienducha y todos los pensamientos sobre Quitoon desaparecieron de mi cabeza. Las presencias celestiales no estaban conmigo en carne y hueso, ni tampoco hablaban con palabras que se puedan reproducir aquí del mismo modo que he reproducido las mías.
Se movían como un campo de innumerables flores, cada una de ellas iluminada por el resplandor de miles de velas, y sus voces resonaban en el aire mientras llamaban al alma del pastelero. Vi cómo este se levantaba haciendo caso omiso de los resquicios ennegrecidos de su cuerpo (su alma tomó la forma del bebé, el niño, el joven y el hombre que había sido, todo en uno) y se dirigió a su brillante y bondadosa compañía.
¿Es necesario que te diga que no pude seguirlo? Yo no era más que un excremento en un lugar en el que la gloria estaba en movimiento y, junto a ella, el pastelero, cuya alma iluminada ya se había familiarizado con la danza de la muerte a la que había sido invitado. Él no era el único humano que había allí. Lo que la esposa del pastelero, Marta, había denominado presencias celestiales, habían recogido a otros, incluidas las dos víctimas anteriores de Quitoon, a quienes había visto arder en la calle, y también al carnicero y a su esposa. Todos danzaban a mi alrededor, indiferentes a las leyes del mundo físico, algunos elevándose hasta el techo y descendiendo en picado como pájaros jubilosos y otros moviéndose con gracia bajo mis pies en la mugre donde los muertos normalmente solían yacer hasta pudrirse.
Incluso ahora, aun con el paso de los siglos, cada vez que pienso en su beatífica luz, sus danzas y sus mudos cánticos, cada uno de ellos (luz, danzas y cánticos) unidos de un modo exquisito a una parte de los demás, mi estómago sufre espasmos y me cuesta contener las ganas de vomitar. Había una amarga elocuencia en las vibraciones que flotaban en el aire; y en la luz de los ángeles, una mezcla de elegancia y furia desgarradora. Como cirujanos armados con incandescencia en lugar de bisturís, abrieron una puerta de carne y hueso en medio de mi pecho por la que entraron sus espíritus para estudiar las incrustaciones de pecado que se habían acumulado dentro de mí. Yo no estaba preparado para tal examen, ni para la posibilidad de que se llevase a cabo juicio alguno. Quise salir de aquel lugar, de cualquier lugar donde pudieran encontrarme, o lo que es lo mismo, tal vez quise morir porque, al sentir sus voces y su luz, supe que nunca volvería a estar seguro en ningún sitio, excepto en los brazos de la inconsciencia.
Entonces hicieron algo mucho peor que tocarme con su presencia: se marcharon y me dejaron sin ellos, lo que era aun más terrible. No había oscuridad más profunda que la simple luz del día en la que me dejaron, ni sonido más desgarrador que el silencio que reinó cuando partieron.
Sentí una enorme rabia. ¡Por Dios! Nunca había albergado una rabia similar en mi interior, ni yo ni ningún demonio, lo juro; desde la mismísima Caída no había existido una furia como la que se apoderó de mí en ese momento.
Eché un vistazo a la carnicería y mi visión, como si el brillo de los ángeles la hubiera agudizado, percibía todo con una detestable claridad. Las miles de cosas diminutas que antes habrían pasado desapercibidas a mi mirada demandaban ahora el respeto de mi análisis y mis ojos no podían resistirse. Cada una de las grietas de las paredes y el techo trataba de seducirme con sus adorables detalles. Cada gota de sangre del carnicero que salpicaba las baldosas me pedía que esperase con ella mientras se solidificaba. ¡Y las moscas! Las miles de moscas insaciables que habían sido llamadas por el hedor a muerte volaban en círculos por la habitación movidas, tal vez, por algún tipo de variedad de la furia que se había apoderado de mí. El mosaico de sus ojos exigía un respetuoso estudio por parte de los míos, mientras que ellas, a cambio, me observaban a mí.
Todo lo que quedó del ser físico del pastelero fue una forma humeante y ennegrecida cuyos miembros se mantenían rígidamente pegados al cuerpo debido al calor que había tensado sus músculos. Su esencia, por supuesto, había partido con las huestes angelicales para presenciar glorias que yo nunca conocería y para vivir una felicidad que yo nunca alcanzaría.
Mientras permanecía allí, medio enloquecido, de pronto comprendí algo más doloroso que cualquier herida: yo nunca formaría parte de la clase angelical; nunca sería adorado y aclamado. Así que decidí que, si era capaz de escapar de mi vil y accidentada situación, haría lo posible por ser la peor cosa que el Infierno hubiese vomitado nunca. Sería todo lo que Quitoon había sido, pero multiplicado por mil. Sería un destructor, un torturador, una voz de la muerte en los palacios de la gente importante y buena. Sería un asesino de toda forma de adorable inocencia: bebés, vírgenes, amantes madres, piadosos padres, leales perros, pájaros cantores. Todos ellos caerían ante mí.
Toda la luz que habían arrojado los ángeles yo la convertiría en tinieblas. Sería algo más imaginario que palpable, una voz que no hablaría con palabras, sino con órdenes de las sombras; mis dos manos, estas manos que levanto ahora ante ti, llevarían a cabo felizmente sencillas crueldades que me impedirían olvidar quién fui antes de convertirme en la encarnación de la oscuridad: arrancar ojos, clavar las uñas en nervios, estrujar corazones entre mis palmas…
Vi todo esto no como lo acabo de escribir, una cosa tras otra, sino todo a un tiempo, de modo que era el mismo Jakabok Botch que había entrado en la carnicería unos minutos antes, y al momento siguiente, alguien totalmente distinto. Yo era el asesinato y la traición; el engaño, el fanatismo y la ignorancia intencionada; yo era la culpa, la codicia, la venganza; era la desesperación, la corrupción y el odio. Con el tiempo acabaría incitando a las lapidaciones a la luz de la luna y a los linchamientos a medianoche. Enseñaría a los niños a encontrar las piedras más afiladas y a los jóvenes a hacer nudos en las sogas que provocasen una muerte lenta. Me sentaría con las viudas junto a sus hogares y, contemplando cómo las llamas lamían la garganta de la chimenea, les rogaría que me dijesen qué formas había tomado El Viejo en tiempos inmemoriales, para saber qué cara tendría que poner para causar terror en las entrañas de mis futuras víctimas.
Y cuando finalmente fuese Dios, es decir, cuando la eterna rueda del ser, siempre en movimiento, siempre escogiendo, hubiese consumido todas las almas que fuesen mejores que la mía y me otorgase mi día como deidad, sabría cómo hacer perder la cordura a tu especie con las sombras de temores con los que ya ni siquiera tratarían de razonar.
¿Era posible que, en el breve espacio de tiempo transcurrido entre que las asquerosas huestes de ángeles entraran en la carnicería tras espantar a Quitoon de la puerta, reclamaran el alma del pastelero y se marcharan con él hacia una perfección incognoscible, yo me hubiese deshecho de la cosa lamentable que solía ser, un cobarde indiferente extraviado en las nubes del amor no correspondido, y me hubiese transformado en la encarnación de la abominación sin límites?
No, por supuesto que no. El Jakabok Botch que acababa de nacer había madurado en la matriz de mi rabia durante buena parte de un siglo, creciendo como el niño que llevaba dentro de mí y desafiando a toda ley racional. Y allí, en aquel sórdido lugar, con las moscas observándome, había dejado que el repugnante niño matase a su padre, igual que yo había matado al mío. Y ahora se había desatado, implacable y sin piedad.
Ahora estás hablando con esa misma criatura. El homicida, depravado, vengativo y lleno de odio instigador de asesinatos públicos y matanzas domésticas; el secuestrador, el estrangulador, la divinidad de las moscas carroñeras y su prole de gusanos; el más vil entre los viles. Me había curado, en mi nueva infancia, de la tediosa sabiduría de la edad. Me juré a mí mismo que nunca volvería a caer en aquel estado de hastío. Siempre sería así de salvaje en lo sucesivo, un niño insensato, un manantial tóxico que fluiría con poca fuerza, pero con constancia, hasta que hubiese envenenado a toda cosa viviente que lo rodease.
¿Entiendes ahora por qué realmente sería mejor para todos que hicieses lo que te pedí que hicieras desde un principio?
Quema este libro.
Ah, ya sé lo que estás pensando. Estás pensando: bueno, ya casi ha terminado esa estúpida confesión suya. ¿Qué pueden importar las pocas páginas que quedan?
Deja que te diga algo: recordarás mi petición de que llevases la cuenta de las páginas. Bueno, he contado las que quedan hasta el final de este testamento y me encuentro a ese preciso número de pasos de distancia de ti. Incluso mientras lees estas mismas palabras. Sí, ahora mismo. Estoy detrás de ti ahora mismo.
¿Acabo de sentir como tus manos agarran el libro con un poco más de fuerza? Lo he notado, ¿verdad?
No quieres creerme, pero hay una pequeña parte supersticiosa en tu constitución que es más antigua que el humano que hay en ti, más antigua que el simio que hay en ti, y no importa cuántas veces te repitas a ti mismo que no soy más que un demonio mentiroso y que nada de lo que te digo es verdad; esa parte de ti te susurra al oído algo diferente.
Dice:
«Está aquí. Ten cuidado. Probablemente lleva aquí todo el rato, caminando tras de ti». Esa voz conoce la verdad.
Si quieres una prueba, lo único que tienes que hacer es seguir desafiándome, seguir pasando las páginas, y poicada página que pases haciendo caso omiso a lo que te digo, me acercaré un paso más a ti. ¿Me comprendes?
Una página, un paso. Así hasta que se te acaben las páginas.
¿Y entonces qué?
Entonces estaré lo suficientemente cerca para tocarte y rajar tu desafiante garganta. Cosa que pienso hacer.
No creas ni por un minuto que no lo haré.
Te he traído tan lejos para que puedas ver por ti mismo cómo abandoné toda partícula de esperanza que tuve alguna vez para convertirme en la antítesis de todas las cosas que vuelven sus rostros hacia lo bueno y la luz; todas las cosas que son, como probablemente dirás a tu estúpido modo, sagradas.
Te he traído tan lejos para que puedas ver cómo aquella parte de mí que quiso querer… No, que quería, fue asesinada en una carnicería de Mainz y cómo, una vez que se hubo ido, vi lo que realmente era yo. Lo que realmente soy.
No dudes de esa voz interior que te habla de horrores. Ella conoce la verdad. Si quieres evitar que me acerque un paso más a ti, no te plantees siquiera la posibilidad de pasar una página más. Haz lo que sabes que deberías hacer.
Quema este libro.
Vamos.
¡Quema el maldito libro!
¿Qué es lo que pasa contigo? ¿Quieres morir? ¿Es eso? ¿La muerte es la respuesta? ¿Entonces cuál es la pregunta, simio? ¿Las noticias son tan malas que no puedes imaginarte levantándote mañana? Eso puedo entenderlo. Todos nosotros nos aferramos a este planeta estropeado mientras él se hunde en la oscuridad. Lo entiendo. Probablemente, mejor de lo que crees. Lo comprendo. Te gustaría vivir sin la constante caída de las sombras; sin la oscuridad acechándote justo cuando crees que todo va bien. Quieres felicidad.
Claro que la quieres. Por supuesto. Y la mereces. Así que…
No permitas que nadie sepa que te estoy diciendo esto, porque se supone que no debo hacerlo. Hemos llegado tan lejos juntos, ¿verdad?, que sé lo doloroso que ha sido para ti, cuánto has sufrido. Lo he visto en tu cara, en tus ojos, en el modo en que las comisuras de tus labios se tuercen mientras me lees.
Supón que yo pudiese mejorar eso. Supón que pudiese prometerte una vida larga y sin dolor en una casa situada en una gran colina, con un gran árbol junto a ella. La casa tiene al menos mil años de antigüedad y, cuando el viento sopla del sur, huele a naranjas y el árbol se agita como una enorme nube verde de tormenta, solo que sin relámpagos, tan solo flores.
Supón que yo pudiese decirte dónde te están esperando las llaves de esa casa, junto con todo el papeleo, claro, aguardando a que lo firmes. Puedo. Puedo decírtelo.
Y, como ya he dicho, te lo mereces. De verdad que sí. Has sufrido suficiente. Has visto el dolor de otros y has sido herido tú también. Profundamente, además, así que no te castigues por haber escogido un libro que estaba medio loco.
Tan solo era yo poniéndote un poquito a prueba. Estoy seguro de que puedes comprenderlo. Como el premio era una vida sin dolor en una casa que hasta los ángeles envidian, tenía que ser cuidadoso con mi elección, no podía dárselo a cualquiera.
Pero tú… tú eres perfecto. La casa te recibirá con los brazos abiertos y vas a pensar: aquel señor B. no era tan cruel después de todo. Está bien, me hizo pasar por el aro varias veces y me obligó a quemar aquel librillo, pero ¿qué importa todo eso ahora? Vivo en una casa que hasta los ángeles envidian.
¿Eso ya lo había dicho? Sí, ¿verdad? Lo siento. Me dejo llevar un poco cuando hablo de la casa. No existen palabras que expliquen la belleza de ese lugar. Allí estarás a salvo, incluso de Dios. Piénsalo. A salvo incluso de Dios, que es cruel, igual de cruel que seríamos todos si fuésemos Dios y no temiésemos a la muerte o al juicio.
En esa casa eres inmune a Él. No oirás ninguna voz en tu cabeza; no existen los mandamientos; no arden los arbustos sin consumirse tras la ventana. En esa casa solo estáis tú y tus seres queridos, viviendo vuestras vidas sin dolor. Todo por un precio muy razonable: una llama; una insignificante llama que quemará estas páginas para siempre.
Y de todos modos, ¿no es eso lo que desearás cuando vivas en la casa de la colina? Ya no querrás este sucio y viejo libro que te ha amenazado y aterrorizado. Es mejor que desaparezca y que lo haga para siempre. ¿Para qué recordarlo?
La casa es tuya. Lo juro por las alas del lucero del alba. Tuya. Lo único que tienes que hacer es quemar estas palabras, y a mí con ellas, para que desaparezcan de una vez por todas de la faz de la tierra.
No soy capaz de decidir si eres un suicida, un deficiente mental o ambas cosas. Te he advertido de lo cerca que estoy. Realmente no quieres sentir mi cuchillo sobre tu cuello, ¿verdad? Quieres vivir. Seguro.
Coge la casa de la colina y sé feliz allí. Olvida que alguna vez has oído el nombre de Jakabok Botch. Olvida que te he contado mi historia y…
Ah.
Mi historia. ¿Todo esto es por eso? ¿Porque el espectro de mi lastimosa vida ronda tu cavidad craneal? ¿Tienes tantas ganas de saber cómo llegué desde una carnicería de Mainz hasta estas palabras que estás leyendo que renunciarías a la casa de la colina, a su árbol agitándose y a una vida sin dolor que incluso los ángeles…?
Bah, ¿y por qué me preocupo?
Te estoy ofreciendo un trocito de Cielo en la Tierra, una vida por la que la mayoría de la gente daría su mismísima alma y lo único que haces es seguir leyendo palabras y pasando páginas, leyendo palabras y pasando páginas.
Me pones enfermo. Eres estúpido, egoísta, desagradecido. Eres escoria. ¡Muy bien, lee las malditas palabras! Continúa. Pasa las páginas hasta ver cómo te atrapan. Nada de casas en la colina, te lo contaré. Entonces será una sencilla caja de madera en un agujero en el suelo, cubierta de porquería. ¿Es eso lo que quieres? ¿Sí? Porque será mejor que comprendas que, una vez que demos por cerrado el trato, nunca lo volveré a mencionar.
Esta casa es una oportunidad única que nunca se repetirá, ¿me entiendes? Por supuesto que me entiendes. ¿Para qué sigo preguntándotelo, como si hubiese una sola cosa de las que he dicho o hecho que no hayas comprendido a la perfección? Entonces, ¿la quieres o no? Decídete. Mi paciencia se está agotando peligrosamente. No puedo perder más tiempo. ¿Me oyes?
La casa está esperando. Tres palabras más y adiós a la casa.
No
las
leas.
¿Sabes qué? Puedo ver la casa desde aquí. Señor, con qué fuerza sopla el viento hoy. Las hojas del árbol se agitan tal y como te conté. Pero las ráfagas son muy fuertes, nunca antes había sentido un viento como este. El árbol no se está agrietando, se está partiendo. No me lo puedo creer. Después de todos estos años, todas las tormentas, toda la nieve caída sobre sus ramas. Pero ya ha tenido suficiente: sus raíces están siendo arrancadas del suelo. ¡Por piedad! ¿Por qué nadie hace algo antes de que caiga sobre la casa?
Ah, claro, no hay nadie allí. La casa está vacía. No hay nadie que la proteja.
¡Señor, esto es un crimen! Mira ese árbol, cómo cae y cae y…
Ahí va la pared de la casa, agrietándose como un huevo golpeado con un martillo. Es trágico. Algo tan bonito no debería morir de este modo, sola y sin que nadie la quiera. Vaya, ahí va el tejado. Las ramas pesan tanto y son tan antiguas que ceden y ahora todo el lugar se está desplomando por el peso del árbol; todas las paredes, ventanas y puertas. Apenas puedo verlas a causa del polvo.
Bueno, en realidad no tiene sentido mirar. Se ha acabado.
Como he dicho, una oportunidad única que nunca se repetirá. Cosa que se podría decir de todos nosotros si se es un sentimental, y yo no lo soy.
En cualquier caso, se ha acabado. Y no me queda nada en los bolsillos para tentarte. Así que me temo que a partir de ahora va a haber lágrimas o nada.
Esto es todo lo que me queda por contar: lágrimas, lágrimas y lágrimas.
Cuando me fui de la carnicería, el cielo vestía un extraño abrigo de colores. Era como si alguien hubiese atrapado a la aurora boreal y la hubiese llevado a rastras hacia el sur hasta colocarla sobre aquella mugrienta ciudad como una promesa de que algo mejor ocurriría.
La odié en cuanto la vi. Como si hiciese falta que te lo diga, conociéndome como me conoces. Odié su belleza, desde luego, pero, más que nada, su serenidad. Eso es lo que provocó que quisiera trepar al campanario más alto para intentar bajarla de allí. Pero no tenía tiempo. Tenía que encontrar a Quitoon y hacerle ver en qué me había convertido tras haber estado en compañía de los ángeles, en lugar de huir de ellos como había hecho él. Toda la influencia de la crueldad y la agonía de lo divino se compendiaban ahora en mí; era un lugar en el que las moscas cuyas crías tuvieran apetito de iniquidad y destrucción podían posarse. Mi cráneo era un rostro que ocultaba escorpiones; mis excrementos eran serpientes y veneno de serpientes; en el aire en el que caminaba relucían destellos de rabia.
Quería que él viera en lo que me había convertido. Quería que supiera que a pesar de lo que él hubiese significado para mí una vez, yo me había arrancado la despiadada carne de aquel amor, si es que aquello era amor, y había alimentado con ella a los salvajes niños de Mainz.
No resultó difícil seguirle la pista. Era consciente de las señales secretas del mundo de un modo que nunca antes había experimentado. Me parecía poder ver su forma fantasmal moviéndose ante mí por las calles, volviendo la mirada mientras avanzaba como si temiese a cada paso que los ángeles le persiguieran.
Ese temor pareció haber disminuido pasado un rato. Había aminorado su marcha hasta convertirla en un paso tambaleante y, finalmente, se había detenido para tomar aliento. Ahí me separé de él y continué sin necesidad de que su fantasma me guiase. Conocía el camino.
Otros muchos parecían conocerlo también y estaban reunidos en el lugar adonde mi instinto me estaba guiando. Alcancé a verlos fugazmente mientras avanzaban entre la muchedumbre humana. Algunos dejaban a su paso enjambres de abejas negras que surgían de las colmenas de sus cabezas; otros iban desnudos con todo descaro, desafiando a los rectos y temerosos ciudadanos de Mainz a confesar que los habían visto. Otros se movían por los callejones de modos mucho más extraños. Pequeños destellos de luz serpenteaban bajo las calles cubiertas de lodo y muchas otras entidades recorrían su camino medio ocultas en las paredes de las casas que dejaba a derecha e izquierda, elevándose hasta los aleros y cayendo en picado hasta el nivel del suelo al momento siguiente. Había viajeros cuyos huesos brillaban a través de togas hinchadas de carne translúcida. Había seres sin cabeza, sin miembros, arrastrándose rumbo a aquel destino desconocido que nos llamaba a todos. Resultaba imposible emitir un juicio significativo acerca de sus clanes o procedencias. Nunca había visto seres como aquellos en los Círculos del Infierno, aunque eso no significaba nada, dado mi escueto conocimiento de aquel lugar. Tal vez eran clases altas de demonios, o clases bajas de ángeles; tal vez ambas cosas. No era algo inconcebible; aquel día, nada lo era.
Así que doblé la última esquina y entré en la calle donde Johannes Gutenberg, el orfebre más notorio de Mainz, tenía su taller.
Se trataba de un edificio corriente situado en una calle corriente y, de no haber sido por los poderes que se congregaban allí, ni siquiera habría reparado en él. Pero no cabía duda de que aquel ordinario lugar contenía algo importante. ¿Por qué si no agentes del Cielo y el Infierno se iban a enzarzar brutalmente en el tejado y en el aire que había sobre el tejado, sin dejar de alborotar, formas de sol y de sombras mezcladas las unas con las otras? Aquello no eran representaciones, sino luchas a vida o muerte. Vi a un demonio de alto rango caer del cielo con la parte superior de la cabeza rebanada por la espada de un ángel, a otro partido en pedazos por una banda de cuatro espíritus celestiales, cada uno tirando de un miembro. Había otras fuerzas combatiendo a mayor altura, ataques con rayos que saltaban de nube en nube y cuerpos desollados que descendían entre una lluvia de excrementos y oro. Los ciudadanos de Mainz se negaban de un modo obstinado a ver lo que estaba ocurriendo sobre sus cabezas. Su única concesión al hecho de que aquel día no era como los demás era su silencio al pasar ante el taller de Gutenberg. Examinaban sus embarrados pies mientras caminaban, ponían cara de falsa decisión como si su arrojo los protegiese contra cualquier tipo de lluvia, sulfúrica o seráfica.
Yo no sentía más interés que ellos por el resultado de aquellas batallas. ¿Qué me importaba a mí si el Cielo o el Infierno se llevaban el gato al agua? Yo era mi propia fuerza en aquel atestado campo de batalla: capitán, soldado y tambor en un ejército de uno.
Eso no quiere decir que no aprovechase las ventajas que me ofrecía la batalla; la primera de ellas se me presentó cuando ascendí los tres escalones de piedra que conducían de la inmundicia de la calle a la puerta del taller. Llamé con los nudillos: tres golpes limpios. La puerta permaneció cerrada. Me sentí tentado a descargar contra ella los poderes que estaban fermentando dentro de mí, poderes cuya fuerza juro que se había duplicado al doblar cada esquina mientras me aproximaba a la puerta. Pero si hacía eso, las facciones guerreras sabrían que era uno de ellos y seguro que era reclutado por el Infierno o atacado por el Cielo. Era mejor que me tomaran por un despojo humano abrasado que mendigaba en la puerta de un orfebre.
Pasado un rato volví a llamar, solo que en lugar de hacerlo educadamente con los nudillos golpeé la puerta con el puño. Y no me detuve, sino que seguí golpeando sin cesar hasta que finalmente oí que se abrían los cerrojos de la puerta, el superior y el inferior, y que esta se abría lo justo para que un hombre de unos veinticinco años se asomase y me observase con su pálido y algo pecoso rostro salpicado de manchas negras. A pesar de su pintura de guerra, la visión de mi arruinada cara hizo que me mirase horrorizado.
—No damos limosna —dijo.
Respondí con solo cinco palabras: «Yo no soy un mendigo», pero emergieron de mi interior con tal autoridad que me sorprendieron incluso a mí. Y si me sorprendieron a mí, mucho más al hombre del otro lado del umbral. Dejó caer la mano con la que había agarrado el marco de la puerta para bloquearme el paso y sus ojos grises se llenaron de dolor.
—¿Es el final? —dijo.
—¿El final?
—Lo es, ¿verdad? —insistió.
Se apartó de la puerta y, como obedeciendo al simple hecho de mi presencia en el umbral, la puerta se abrió y me permitió ver al joven que se había retirado, quien blandía un cuchillo con la mano que había mantenido tras la puerta, y el pasillo por el que corría, que desembocaba en una gran habitación bien iluminada en la que trabajaban varios hombres.
—¡Johannes! —llamó el joven a uno de los suyos—. ¡Johannes! ¡Tu sueño! ¡Dios del Cielo! ¡Tu sueño!
Al parecer, me estaban esperando.
No voy a engañarte y afirmar que no estaba sorprendido. Lo estaba, y mucho. Pero del mismo modo que había aprendido a hacerme pasar de un modo aceptable por un ser humano, no fue demasiado difícil actuar como un visitante (aunque no sabía ni me importaba si esperaban que fuese humano) cuya llegada inminente se había anticipado.
—Cierra la puerta —ordené al joven. De nuevo mi voz sonó con la fuerza de una orden que no sería desobedecida.
El joven cayó de rodillas, se volvió, pasó arrastrándose junto a mí con la cabeza y la mirada gachas y empujó la puerta.
Hasta que se cerró de golpe no reparé en lo importante que se había vuelto aquella casa, donde Gutenberg realizaba su trabajo secreto. Tal vez entonces obtendría la respuesta a la pregunta que nos preocupa a todos, si somos sinceros: «¿Por qué estoy vivo?». Todavía no tenía esa respuesta, pero las pocas palabras que había oído allí me habían provocado una sensación de aturdimiento y alegría. Aunque el viaje hasta aquel lugar había sido largo y más de una vez me había desesperado por descubrir cuál era mi propósito, allí, bajo aquel tejado, había un hombre que tal vez me liberara del miedo desgarrador a que mi existencia no tuviese propósito alguno: Johannes Gutenberg había soñado conmigo.
—¿Dónde está usted, Johannes Gutenberg? —lo llamé—. Creo que tenemos asuntos pendientes.
En respuesta a mi llamada, un hombre imponentemente alto y robusto de hombros con una gran cabeza cubierta de pelo canoso apareció ante mí. Me miró con los ojos inyectados en sangre y unas grandes ojeras azuladas, pero con asombro.
—Las palabras que pronuncia usted —dijo— son las mismas que dijo en mi sueño. Lo sé porque cuando me desperté pregunté a mi esposa qué podría querer decir con «asuntos pendientes». Creí que tal vez habíamos olvidado pagar alguna factura. Me dijo que volviera a dormirme y lo olvidara. Pero no pude. Vine aquí, al lugar exacto en el que soñé que estaba cuando usted venía, y donde estoy ahora.
—¿Y qué me decía en su sueño?
—Decía: «Bienvenido a mi taller, señor B.».
Incliné ligeramente la cabeza, como haciendo una sutil reverencia:
—Soy Jakabok Botch.
—Y yo soy…
—Johannes Gutenberg.
El hombre esbozó una breve sonrisilla. Estaba visiblemente nervioso por mi presencia, lo cual resultaba apropiado. Después de todo, no era un simple oficial del gremio de Mainz quien había llamado a su puerta en busca de cerveza y chismes. Era un sueño que había salido del mundo onírico para entrar en el de la consciencia.
—No quiero hacerle daño, señor.
—Eso es fácil de decir —respondió Gutenberg—, pero más difícil de probar.
Pensé en ello por un momento y entonces, moviéndome muy despacio para no alarmar a nadie, me incliné y cogí el cuchillo que había dejado caer el joven. Se lo ofrecí con la empuñadura por delante:
—Ten —dije—, cógelo. Y si digo o hago algo que te moleste, rebáname la lengua y arráncame los ojos.
El joven no se movió.
—Coge el cuchillo, Peter —dijo Gutenberg—. Pero no habrá necesidad de rebanar ni de arrancar nada. Él tomó su cuchillo:
—Sé cómo usarlo —me advirtió—. He matado a hombres.
—¡Peter!
—Solo le estoy diciendo la verdad, Johannes. Tú eres el que quería que esta casa se convirtiese en una fortaleza.
—Sí, es cierto —respondió Gutenberg, casi con culpabilidad—, pero tengo mucho que proteger.
—Lo sé —dijo Peter—. ¿Entonces por qué dejas entrar a esta… a esta criatura?
—No seas cruel, Peter.
—¿Matarlo sería cruel?
—No, si lo mereciese —intervine—. Si quisiese dañar a alguien o algo de lo que hay bajo este techo, pensaría que estás en tu completo derecho a rajarme de arriba abajo.
El joven Peter me miró desconcertado, abriendo y cerrando la boca como si fuese a responder inmediatamente, aunque no dijo nada.
Gutenberg, sin embargo, tenía algo que decir:
—No hablemos de muerte, ahora que tenemos a la vista aquello con lo que ambos hemos soñado.
Sonreía mientras hablaba y pude atisbar al hombre joven y feliz que había sido una vez, antes de que su invento y la necesidad de protegerlo de que lo robasen o lo copiasen lo hubieran convertido en un hombre que dormía demasiado poco y tenía demasiado miedo.
—Por favor, amigo —dije mientras me acercaba—, piense en mí como un viajero que procede de ese lugar de ensueño de donde surgió su visión.
—¿Conoce la visión que inspiró mi imprenta?
—Desde luego.
Me estaba moviendo sobre arenas movedizas, dado que no sabía si Gutenberg había diseñado esa «imprenta» suya para aplastar piojos o para planchar las arrugas de sus pantalones. Pero si de algo estaba seguro era de que no estaba en aquella casa por accidente. Gutenberg había soñado conmigo allí; había soñado hasta con las palabras que me diría y las que yo usaría para responderle.
—Sería un honor —dije— poder ver el secreto de la fortaleza Gutenberg. —Hablé como había oído hablar a los intelectuales, con cierta indiferencia, como si nada fuese realmente importante para ellos.
—El honor sería mío, señor Botch.
—Con señor B. es suficiente. ¿Y puedo llamarlo Johannes, puesto que ya nos habíamos visto?
—¿Nos habíamos visto? —dijo Gutenberg escoltándome por la primera estancia de su taller—. ¿Quiere decir que soñó conmigo como yo lo hice con usted?
—Lamentablemente, rara vez sueño, Johannes —respondí—. Mi experiencia del mundo y sus crueldades y decepciones han acabado con mi fe en esas cosas. Soy un alma que elige viajar por el mundo tras este rostro quemado sencillamente para poner a prueba el modo en que la humanidad se acerca a los que sufren.
—Va a decirme que no es muy bueno.
—Eso sería quedarse corto.
—Pero señor —respondió Gutenberg, con repentino apasionamiento—, una nueva era está a punto de comenzar. Una era que librará a este mundo de la crueldad que usted ha conocido facilitando al hombre una cura para su ignorancia, que es donde empieza la crueldad.
—Eso es mucho decir, Johannes.
—Pero usted sabe por qué lo hago, ¿no es cierto? No estaría aquí si no fuera así.
—Todo el mundo está aquí —dijo una suntuosa y demasiado articulada voz perteneciente a un hombre inmensamente obeso, un arzobispo a juzgar por el espléndido tejido de sus vestiduras y la enorme cruz con joyas incrustadas que pendía de un cuello tan gordo que se plegaba en michelines llenos de manchas por el exceso de vino. Pero su apetito por la comida y la bebida no había saciado su otra hambre, la que lo había llamado a servir al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Bajo sus pesados párpados sus ojos brillaban de un modo febril. Era un hombre enfermo de poder. Era tan blanco como la carne desangrada y su rostro estaba cubierto por un brillo de sudor que se había filtrado en su solideo escarlata y lo había oscurecido. Con una mano sostenía algo con forma de cayado hecho únicamente de oro y decorado con suficientes rubíes y esmeraldas como para comprar diez mil ovejas. Con la otra sujetaba, discretamente a un lado, un hueso de cerdo con una considerable porción de carne que todavía esperaba a ser atacada.
—Así que —continuó— la pregunta es inevitable: ¿en qué bando está usted?
Estoy seguro de que parecí aterrorizado, aunque solo fuese por unos segundos, antes de responder con la misma autoridad irrefutable que había caracterizado mis comentarios hasta entonces.
—Por supuesto que en el vuestro, vuestra excelencia ilustrísima. —Respondí con tal exceso de devoción que esperaba que el arzobispo sospechara que me estaba burlando de él. Para enfatizar la mofa, me arrodillé y le tomé la mano con que sostenía el hueso de cerdo (di toda la impresión de no haber reparado en él, de lo embargado que parecía por la oportunidad de poder postrarme ante el prelado). Como no sabía cuál de sus muchos anillos debía besar según el protocolo eclesiástico, los besé todos, el más grande dos veces. Entonces le solté la mano para que pudiese llevarse el trozo de cerdo a la boca. Todavía arrodillado ante él, alcé mi arruinado rostro y dije:
—Estoy encantado de ponerme al servicio de vuestra excelencia ilustrísima.
—Bueno, para empezar, no tiene que quedarse ahí, señor Botch —respondió—. Póngase en pie, ya ha dejado clara su lealtad. Solamente tengo una pregunta.
—¿Cuál es?
—Su desfiguramiento…
—Un accidente cuando era un bebé. Mi madre estaba arrodillada bañándome cuando contaba dos semanas de edad. Nací en Nochebuena, hacía un frío glacial y tenía miedo a que me resfriase, así que avivó el fuego del hogar para que yo me mantuviese caliente mientras me bañaba. Pero en cuanto estuve cubierto de jabón me volví resbaladizo como un pez y me escurrí entre sus manos.
—¡No! —exclamó Johannes.
Ya me había puesto en pie y me volví para decirle:
—Es verdad. Caí en las llamas y antes de que mi madre pudiera sacarme ya estaba abrasado.
—¿Completamente? —preguntó el arzobispo.
—Completamente, excelencia. No quedó parte alguna de mi cuerpo sin quemarse.
—¡Es terrible!
—Fue demasiado para mi madre. Aunque había sobrevivido al accidente, ella no podía soportar mirarme. Y antes que hacerlo, prefirió morir. Cuando tenía once años abandoné la casa de mi padre porque mis hermanos eran muy crueles conmigo y decidí recorrer mundo en busca de alguien que no se fijase en mis heridas, que sé que resultan aborrecibles para muchos, sino en mi alma.
—¡Qué historia! —exclamó otra voz, esta vez perteneciente a una mujer de formas redondas que había entrado por detrás de mí en algún momento de mi conversación con Gutenberg. Me volví y le hice una reverencia.
—Esta es mi esposa, Hannah. Hannah, este es el señor B.
—El hombre con el que has soñado —respondió Hannah.
—Hasta la última… —pareció buscar el término apropiado—: La última…
—Cicatriz —le interrumpí para quitarle hierro al asunto de mi apariencia.
—Ha sufrido mucho —dijo Gutenberg a su esposa—. Su historia debería ser contada. ¿Puedes decirle a Peter que traiga vino?
—Con todos mis respetos, ¿podría pedirle también algo de pan? —pregunté a Gutenberg—. No he comido desde que me desperté después de haber soñado con esta casa.
—Mejor que pan, le traeré lo que ha quedado del cerdo —contestó Hannah lanzando una mirada nada afectuosa al arzobispo—. Y algo de queso, además del pan y el vino.
—Eso es muy generoso por su parte —dije. No fingía gratitud; realmente estaba muerto de sed y de hambre.
—Regresaré en unos minutos —dijo Hannah, visiblemente incómoda por mi presencia, antes de marcharse a toda prisa musitando una oración.
—Me temo que mi esposa está inquieta —dijo Gutenberg.
—¿Por mi causa?
—Bueno… Para ser sinceros, usted forma parte de ello. Yo le describí cómo era usted cuando desperté de mi sueño y ahora está usted aquí, en mi taller.
—Ya le he dicho yo que no tiene nada que temer —intervino el arzobispo—. Estoy aquí para proteger esta casa de los esbirros del Maligno. Todos tienen sus trucos, claro, pero yo puedo ver a través de sus disfraces con tanta claridad como lo veo ahora mismo a usted aquí, señor B.
—Eso es tranquilizador —dije.
La conversación se apagó por un momento, durante el cual pude oír susurros tras la puerta que había al otro extremo de la habitación.
—Me habían dicho que era usted orfebre —dije.
—Lo fui. Antes de saber que había un trabajo mejor para mí.
—¿Y cuál es ese trabajo, si se me permite preguntarlo?
Gutenberg parecía turbado. Miró al arzobispo, luego a mí y a continuación miró al suelo.
—Comprendo —dije—. Ha inventado usted algo de gran trascendencia, ¿no es cierto? Algo que debe mantenerse en secreto.
Gutenberg alzó la vista del suelo y cruzó la mirada conmigo:
—Creo que lo cambiará todo —dijo con mucha suavidad.
—Estoy seguro —respondí con un suave y reconfortante tono por mi parte—. El mundo nunca volverá a ser el mismo.
—Pero hay espías, ¿sabe usted?
—Lo sé.
—Y ladrones.
—Desde luego. Por todas partes. Algo como esto, algo tan importante, atrae a los depredadores, no cabe duda. Pero usted tiene amigos.
—Menos de los que creía —respondió Gutenberg, tenso y con un lúgubre tono—. Allá donde mire hay corrupción.
—Pero cuenta también con ayuda del Cielo —dije—. He visto a ambos bandos; están en su tejado ahora mismo.
—Ambos bandos, ¿eh? —Elevó la mirada al techo por un momento.
—Sí, ambos. Lo juro. No está usted solo.
—Lo jura.
—Acabo de hacerlo. Y hay más guerreros en las calles, moviéndose por el suelo bajo los pies de la gente.
—¿Dice la verdad? —preguntó Gutenberg al arzobispo.
Antes de poder responder, su excelencia tuvo que masticar y tragar el bocado de cerdo que había mordido a escondidas. Intentó contestar con la boca aún medio llena, pero sus palabras eran incomprensibles. Así que esperamos otro minuto, más o menos, mientras vaciaba su boca por completo. Entonces dejó el hueso de cerdo en la bandeja en la que se lo habían servido, se limpió la mano y los labios con la fina servilleta que había junto a ella y terminó con un trago de vino antes de decir:
—Por su lamentable estado, este visitante tuyo sabe de lo que habla. Y sé a ciencia cierta que las fuerzas angelicales nos acompañan, reunidas como consecuencia de la petición que realicé al papa. Era inevitable que su presencia aquí despertase el interés del Caído; eso no debería sorprendernos. Y tampoco debería sorprendernos que haya enviado a sus alimañas para luchar con aquellos a los que el papa pidió que te protegieran.
—Así que ahora están luchando en el tejado de mi taller —dijo Gutenberg moviendo la cabeza con incredulidad.
—Y en la calle —añadió el arzobispo, tomando ese detalle de mi relato para mejorar el suyo. Sinceramente, dudo que aquel hombre hubiera visto en su vida alguna criatura que antes no hubiese sido condimentada y asada a su gusto. Pero, al parecer, el peso de sus ropajes, cruces y anillos dotaba de credibilidad a sus palabras.
—Nos encontramos rodeados por soldados del Señor —dijo dirigiéndose a Gutenberg—. Se trata de ángeles guerreros, Johannes, cuyo único propósito es protegerte a ti y a lo que has creado de cualquier daño.
—Y hablando de eso… —comencé.
—¡No he terminado! —me espetó el arzobispo. Un fibroso pedazo de cerdo grasiento se le escapó de la boca y aterrizó en mi mejilla. Su vulgaridad hizo que reordenase mi lista de ejecuciones: su excelencia ilustrísima el escupidor de cerdo acababa de ascender al segundo puesto, justo por debajo de Quitoon.
Quitoon. ¡Ja! Aunque había llegado allí persiguiéndolo a él, habían ocurrido y estaban ocurriendo tantas cosas que lo había olvidado por un momento, lo cual resultaba un agradable alivio. Me había pasado demasiados años pensando en él y solo en él. Siempre había estado preocupado por su comodidad, intimidado por sus ataques de ira; me angustiaba cada vez que decidía hacer una de sus escapadas y me sentía patéticamente agradecido cuando regresaba a mí. Pero, paradojas de la vida, aquella persecución final me había conducido hasta un escenario en el que se estaba representando un drama más trascendente que el amor, un escenario ideal para que el agente de la destrucción en que mis penas me habían convertido causase daño. Si tan solo una parte de lo que se decía de la creación de Gutenberg resultaba ser cierta, al destruirla (Dios, qué extraño pronunciar estas palabras, y mucho más considerar hacerlas realidad) estaría hiriendo al mundo.
Qué dulce pensamiento.
—¿Qué opina usted, señor B.?
Había perdido por un momento el hilo de la conversación mientras cavilaba sobre la destrucción y el amor. Para ganar un poco de tiempo que me permitiera pensar, repetí la pregunta:
—¿Qué opino yo? Ahora que lo pregunta, ¿qué opino yo?
—¿Cómo puede dudarlo? —dijo el arzobispo, golpeando la base de su báculo sobre las tablas desnudas del suelo del taller para enfatizar sus sentimientos—. El Diablo no ganará esta batalla.
Entonces comprendí lo que me había perdido: Gutenberg había expresado alguna duda con respecto a que la batalla que se estaba librando en los alrededores de su casa (y en el tejado, hacia el Cielo y en los cimientos, hacia el Infierno) llegase a su fin. A juzgar por su preocupado aspecto, Gutenberg no se sentía para nada seguro de que la legión angelical se alzase victoriosa. La reacción del arzobispo fue rotunda:
—No dudes del poder del Señor, Johannes —advirtió.
Gutenberg no respondió, lo cual exacerbó aun más al arzobispo, quien martilleó de nuevo las tablas del suelo con su deslumbrante báculo.
—¡Usted! —exclamó volviéndose en mi dirección y golpeando el suelo por tercera vez, por si no me había dado cuenta de que estaba siendo bendecido con su atención—. Sí, señor B., ¿cuál es su opinión sobre este asunto?
—Que estamos a salvo, vuestra excelencia. Sí, la batalla es feroz, pero se ha desatado ahí fuera. Aquí estamos protegidos por vuestra presencia; ningún soldado del Infierno osaría entrar en esta fortaleza con la sagrada presencia de vuestra excelencia ilustrísima para ahuyentarlo.
—¿Lo ves? —dijo el arzobispo—. Hasta el visitante de tu sueño lo comprende.
—Además —añadí, incapaz de resistirme a aquella diversión— ¿cómo iba a entrar? ¿Llamando a la puerta principal e invitándose a sí mismo a entrar?
Gutenberg pareció encontrar sentido a aquel razonamiento y se tranquilizó:
—¿Entonces nada puede deshacer lo que he creado?
—Nada —respondió el arzobispo.
Gutenberg me miró:
—Nada —repetí yo.
—Entonces tal vez debería mostrárselo —sugirió.
—Solo si usted lo desea —contesté suavemente.
—Lo deseo —dijo sonriendo.
Me guió a través de la habitación hasta la pesada puerta con las palabras «No pasar» talladas en la madera. La golpeó con los nudillos varias veces a modo de contraseña de entrada y la puerta, que era dos veces más gruesa que cualquier otra que haya visto en mi vida, se abrió. No alcanzaba a ver lo que había tras ella, ya que Gutenberg bloqueaba mi visión, pero percibí el aroma amargo y oleaginoso que atravesó la puerta como una ola grasienta.
—¿Qué es ese olor?
—Tinta, por supuesto —respondió Gutenberg—. Para imprimir las palabras.
Debería haber captado la advertencia que suponía aquel «por supuesto»: Gutenberg esperaba que supiera que él era mucho más que un común copiador de libros. Pero cometí un gran y estúpido error.
—¿Entonces copia usted libros? —pregunté—. ¿Qué ha inventado? ¿Una nueva pluma?
Pretendía que fuese una broma, pero Gutenberg no le encontró la gracia. Se detuvo en el último escalón impidiendo que yo descendiese más:
—Aquí no copiamos libros —dijo con un tono muy poco amigable.
Sentí el peso de la mano y los anillos del arzobispo sobre mi hombro. Iba detrás de mí y me bloqueaba la salida con el báculo y con su cuerpo.
—¿A qué vienen tantas preguntas, Botch? —preguntó.
—Me gusta aprender.
—Pero ha estado en los sueños de Gutenberg. O al menos afirma haber estado. ¿Cómo es posible que haya estado en la mente de un hombre consumido por una gran labor y no haya visto dicha labor?
Estaba atrapado, cercado por su excelencia por detrás, el genio por delante y mi estúpida boca en medio.
Fue mi lengua la que me metió en aquel pequeño lío, así que le rogué en silencio que me sacara de él.
—Supongo que está hablando de su reproductógrafo —dije. Estoy convencido de que en mis ojos se reflejó una cierta sorpresa al oír aquella rareza de seis sílabas emergiendo espontáneamente de entre mis labios.
—¿Debería llamarlo así? —dijo Gutenberg. El tono glacial que había asomado a su voz momentos antes ya se había derretido. Bajó el último escalón y se volvió para mirarme—. Estaba pensando en llamarlo imprenta.
—Sí, supongo que podría —respondí lanzando una mirada al arzobispo y mostrando un aristocrático mal humor—. ¿Seríais tan amable de retirar vuestra mano de mi hombro, vuestra enjoyada excelencia ilustrísima?
Se produjeron una serie de carcajadas apenas contenidas entre los trabajadores de la inmensa estancia que se extendía tras Gutenberg, e incluso el adusto genio permitió que la risa aflorara en sus ojos cuando oyó el modo en que me dirigía al arzobispo. Su excelencia retiró la mano, como era de esperar, no sin antes clavarme los dedos para informarme de un modo silencioso de que me estaría vigilando de cerca. Mientras tanto, Gutenberg se volvió hacia el taller y me invitó a que lo siguiera. Eso hice: bajé el último peldaño, entré en el taller y por fin pude ver el aparato que había causado todo el conflicto que se estaba produciendo alrededor, encima y debajo de la casa de Gutenberg.
El invento presentaba un remoto parecido con una prensa de uvas, pero gran parte de su construcción había sido totalmente diseñada por Gutenberg. Observé como uno de los tres hombres que se ocupaban del funcionamiento de la imprenta cogía una hoja de papel y la colocaba con cuidado sobre una cama de madera manchada de tinta.
—¿Qué está imprimiendo ahora? —pregunté al genio.
Cogió al azar una página de las doce o más que pendían sobre nuestras cabezas y que habían sido cuidadosamente colgadas de cordeles para que se secasen:
—Quise empezar con la Biblia.
—«Al principio existía la Palabra» —dije.
Por suerte para mí, Gutenberg conocía el resto de la cita, porque lo único que yo recordaba del Evangelio según Juan eran aquellas cinco palabras. Poco después de leerlas, había vuelto a tirar el libro entre la basura del Noveno Círculo, que era donde lo había encontrado.
—«Y la Palabra estaba junto a Dios» —prosiguió Gutenberg.
—La Palabra… —murmuré y, volviéndome hacia el arzobispo, dije—: ¿Creéis que se trataba de alguna palabra en concreto?
Me dedicó una mirada silenciosa y despectiva, como si responderme fuese indigno de él.
—Solo preguntaba —me disculpé, encogiéndome de hombros.
—Este es mi capataz, Dieter. Saluda al señor B., Dieter.
Un hombre joven y calvo que trabajaba en la imprenta, con las manos y el mandil decorados con abundantes manchas y huellas de tinta, alzó la vista y me saludó con la mano.
—Dieter me convenció de que deberíamos empezar con algo más modesto que la Biblia, así que estoy probando la prensa imprimiendo un libro de gramática escolar…
—¿La Ars Grammatica? —dije, tras haber atisbado aquellas palabras en la portada, que se estaba secando al otro lado del taller. (Mi visión demoníaca veía lo que la mayoría de los ojos humanos nunca habrían conseguido leer, y Gutenberg se mostró encantado de que conociese el libro.)
—¿Está familiarizado con ella?
—La estudié cuando era mucho más joven. Pero, por supuesto, la copia que tenía mi tutor era valiosísima. Y muy cara.
—Mi imprenta pondrá fin a los elevados costes de los libros, porque fabricará muchos de la misma manera, a partir de una placa con todas las letras marcadas. Al revés, claro.
—¡Al revés! ¡Ja! —Aquello me gustó por algún motivo. Alzó el brazo y tiró de otra de las hojas que se secaban sobre nuestras cabezas:
—Persuadí a Dieter de que podríamos imprimir algo que no fuese tan aburrido como un libro de gramática, así que acordamos imprimir también un poema de las Profecías Sibilinas.
Dieter escuchaba todo esto. Alzó la mirada y dedicó una cariñosa y fraternal sonrisa a Gutenberg. Resultaba evidente que Gutenberg era uno de esos hombres que inspiran devoción en sus empleados.
—Es hermoso —dije, mientras Gutenberg me daba las páginas.
Las líneas del poema eran pulcras y legibles. La primera letra no tenía una elaborada ilustración, como las que los monjes solían tardar meses en crear en sus manuscritos. Pero la página poseía otras virtudes: los espacios entre las palabras eran exactamente del mismo tamaño y el diseño de las letras hacía que el poema resultase maravillosamente fácil de leer.
—El papel parece ligeramente húmedo —observé.
Gutenberg parecía complacido:
—Es un pequeño truco que alguien me enseñó —dijo—. El papel se humedece antes de imprimir sobre él. Pero eso ya lo sabe, desde luego. Me lo dijo en mi sueño.
—¿Y tenía razón?
—Sí, señor. Tenía usted mucha razón. No sé cómo me las habría arreglado sin el regalo de su conocimiento.
—Fue un placer —dije devolviéndole la hoja con el poema y paseándome a lo largo de toda la habitación, desde donde se encontraba la imprenta hasta el lugar en el que otros dos hombres trabajaban con fervor para ordenar líneas de letras invertidas en placas de madera. Todas las partes imprescindibles de una frase (las letras mayúsculas y minúsculas, los espacios de separación, todos los números y, por supuesto, la puntuación) estaban en aquellas cuatro tablas, de modo que ambos podían trabajar sin estorbar al otro. Al contrario que Dieter y sus compañeros que trabajaban con la prensa, quienes abandonaron por un momento sus tareas para mirarnos cuando entramos e incluso se rieron cuando me burlé del arzobispo, estos dos estaban tan inmersos en su trabajo, consultando constantemente una copia manuscrita del texto en el que estaban concentrados, que ni siquiera levantaron la vista. Resultaba tan fascinante observar su labor como, probablemente, difícil realizarla. Me sentí transportado a una especie de trance mientras los miraba.
—Todos los hombres han firmado un juramento de silencio —dijo Gutenberg— así que nadie excepto nosotros debería ostentar el poder de esta prensa.
—Muy bien —respondí.
Resulta que ahora todas las revelaciones, como tales, prácticamente se han acabado; que solo me queda un secreto de cierta importancia que contar. Y por ello tal vez un alma sabia como la tuya, cansada de jueguecitos y amenazas de patio de colegio que en ocasiones han salido de mí (mea culpa, mea máxima culpa), pueda pensar que este no es un momento inapropiado para renunciar por completo al libro.
Sí, te estoy concediendo una última oportunidad, amigo. Llámame sentimental, pero no tengo demasiados deseos de asesinarte, como sabes que haré si llegas hasta la última página. Estoy mucho más cerca de ti ahora mismo de lo que estaba cuando te dije por primera vez que midieras mis pasos. Con cada página que pasas puedo oír cómo hablas entre clientes mientras la vuelves y, desde luego, puedo olerte y saborear tu sudor. Estás incómodo, ¿verdad? Una parte de ti quiere hacer lo que te he pedido y quemar el libro.
Si me permites un pequeño consejo, esa es la parte a la que tienes que escuchar. La otra, la parte que se siente rebelde y que está poniendo tu vida en peligro solamente para enfrentarse a un arriesgado reto, esa parte no es más que el testarudo niño que hay en ti, que quiere llamar tu atención, que exige que se le escuche. Eso es comprensible. A todos nosotros nos quedan resquicios en nuestra cabeza de quienes fuimos cuando éramos muy, muy jóvenes.
Pero, por favor, no escuches a esa voz. No queda nada en las próximas páginas que sea de gran interés. A partir de aquí no hay más que política del Cielo y el Infierno.
La historia humana ha finalizado. Ahora que ya sabes cuál era el misterio del taller de Gutenberg, probablemente estés pensando (y no te culpo): «¿todo esto por una imprenta? Ridículo». No, no te culparía por prender fuego a este maldito libro por pura ira, furioso por haber obtenido algo al final del viaje que resulta ser tan intrascendente. Pero no puedes decir que no te lo advertí. Solo Dios sabe cuántas veces te dije que hicieras lo más sensato y te olvidaras del libro. Pero tú insististe en esperar; me obligaste a contarte cosas, como mi extraño cúmulo de sentimientos por Quitoon, que habría preferido guardarme para mí, pero que confesé en honor a la verdad y como un todo, no como trocitos deshilvanados.
Pues bien, ahora se ha acabado. Todavía puedes quemar el libro y sentirte satisfecho por haberlo leído en su mayor parte. Ya es hora. Quedan unas pocas páginas, pero ¿para qué vas a seguir perdiendo tu valioso tiempo? Ahora sabes qué misterioso invento perseguía Quitoon, el mismo que hace posible la existencia de este mismo libro.
Al final todo vuelve al punto de partida: tú me conociste en estas páginas; aprendimos a entendernos mutuamente mientras ascendíamos desde las pilas de basura del Noveno Círculo hasta el mundo de arriba y, después, desde la explanada de Josué hasta la larga carretera por la que viajé con Quitoon. No te he aburrido con una lista de lugares a los que fuimos en busca de nuevos inventos de los que Quitoon había oído hablar. La mayoría eran instrumentos de guerra: cañones y grandes arcos, torres de asedio y arietes. En ocasiones alguna cosa bonita nos esperaba al final de una de nuestras búsquedas. Por ejemplo, pude oír cómo sonaba el primer clavicémbalo, creo que sobre el año 1390. Pierdo la cuenta; tantos lugares, tantas creaciones…
Pero en realidad la cuestión es que ahora el viaje se ha acabado. Ya no quedan más carreteras que tomar, ni más inventos que ver. Hemos regresado a las páginas en las que nos encontramos o, mejor dicho, al artefacto que fabricó esas páginas por primera vez. Al final resulta ser un círculo tan pequeño… Y yo estoy atrapado en él. Pero tú no.
Así que vamos. Adelante, mientras puedas, y ya que has visto tal vez más de lo que esperabas ver.
Y mientras te vas, rompe estas páginas y arrójalas en una pequeña hoguera. Luego dedícate a tus asuntos y olvídame.