EL AGNUS DEI

AÑO 1810

Había llorado por días, encerrada en la pieza a oscuras. Si hubiera estado abierta la ventana, hubiese podido ver la ribera del otro lado del río, el fin del terreno de la quinta que caía sobre las barrancas, las cuevas y las toscas, los islotes que aparecían cuando las aguas bajaban, y los sauzales que mecían sus ramas amorosamente, como a niñas en columpio.

No le disgustaba el paisaje, pero todavía no se acostumbraba a él. Extrañaba Alta Gracia, la casa y los campos, la sierra. Sobre todo, a su padre. Por él lloraba. Por él y por sus amigos, aquella red de familias que los rodeaban y que ahora, desgarrada la malla, estaban muertos o dispersos.

El asesinato de su padre la había expulsado del lugar donde había nacido y crecido y, habiendo perdido a su madre siendo chica, se vio obligada a refugiarse en casa de sus tías, dos ancianas enfermizas, empobrecidas y afectuosas.

Ella las oía pasar a todas horas con sus zapatos de paño que apenas si hacían ruido sobre las ásperas baldosas del corredor, hablando en murmullos, afligidas, sin atreverse a irrumpir en su desconsuelo. De vez en cuando, arrimaban la boca al tablero de la puerta mal ajustada y susurraban:

—Cayetana, hijita, ¿estás mejor?

Ella no respondía.

A veces caía en el sopor del cansancio, los ojos quemados de tanto llorar, la garganta ceñida como por un aro de metal que le recordaba el horror de un antiguo dibujo del garrote vil, entrevisto alguna vez entre las páginas de un libro de su padre.

No podía distinguir cuántos días llevaba así, interrumpida de a ratos por Cleofé, la criada india de las señoras, que de vez en cuando entraba y le daba un vaso de agua, una taza de leche tibia endulzada con miel, un puré de calabaza y papa aguachento, pues nada más que eso podía tragar. De noche le llevaba una taza de algún brebaje extraño, que le permitía dormir hasta entrada la mañana. Pero no descansaba: era un sueño negro, como si muriese por unas horas.

Ese día se distinguió de otros porque la india, al alcanzarle el agua fresca, le susurró acercando el rostro moreno, sugestivo en la media oscuridad, al de ella:

—¿Qué es lo que más deseas?

Ella, en silencio, hizo un esfuerzo por emerger de la ciénaga en que maceraba su dolor; la pregunta la obligó a pensar y cuando consiguió sacudir de la cabeza su ensimismamiento, susurró:

—Justicia.

La mujer respondió:

—No hay, m’hijita; quizá después.

—¿Después, cuándo?

—Cuando la gente no tenga miedo, cuando se vayan los que ahora mandan en Buenos Aires. Decime qué otra cosa querés con toda, con todita tu alma.

Cayetana lo pensó mientras bebía del jarro que sostenía Cleofé, porque a ella se le habían vuelto de trapo las manos. Con el último trago, dijo en tono áspero, casi viril:

—Si no puedo hallar justicia, que sea venganza, entonces.

—Si te doy la venganza, ¿saldrás de la pieza?

Ella se enderezó sobre el borde la cama y retuvo por un instante el aliento para, al fin, tartamudear, incrédula:

—¿Vas a matar a…

No podía pronunciar el nombre del asesino de su padre, así que concluyó:

—… a aquel hombre?

Cleofé se puso de pie y cruzó los brazos, las manos cobijadas en los sobacos; a Cayetana le pareció que sonreía aunque, en la penumbra, era imposible asegurarlo.

—No con mi mano —y sentándose al borde de la cama dijo en voz baja—: Conozco a alguien. Es una despenadora. —Y como la viera retraerse, se apresuró a aclarar:— No usa cuchillo; usa palabras.

La joven se reclinó contra la pared. Sintió que la opresión que anidaba en su nuca se deshacía como un terrón bajo la lluvia; después de muchos días, pudo respirar sin que la cabeza amenazara estallarle. Por un segundo, pensó que debía recapacitar, no echarse en aquel río antes de conocer su profundidad y la fuerza de su corriente. No pudo; no estaba preparada para la reflexión y la comprensión, mucho menos para el perdón.

Cleofé extendió las manos y, tomando las suyas con firmeza, la ayudó a ponerse de pie. Como si fuera médico, le ordenó bañarse y cambiarse de ropa, salir y hablar con las ancianas para que dejaran de afligirse; debía hacer un esfuerzo por comer carne y tomar mucha agua, le dijo. En un día más, debía pasear por la orilla del río hasta que su cuerpo sudara toda la amargura. Luego, debía bañarse en él, para que el agua se la llevara y la hiciera hilacha entre las piedras.

Después de eso, le mostraría qué podían hacer unas cuantas oraciones dichas por una vieja.

—Las mujeres son dueñas de las palabras —le susurró al oído—; los hombres, del cuchillo nomás.

La última frase fue dicha con un solazado desprecio.

* * *

Cleofé fue rigurosa en obligarla a cumplir las indicaciones, extendiéndolas más tiempo del que Cayetana había supuesto. Un día, por fin, le advirtió que ya estaban preparadas para llevar a cabo el conjuro que le aliviaría el rencor. Sólo faltaba, le dijo, esperar el tiempo propicio. ¿De qué dependía?, quiso saber la joven. Cleofé contestó imprecisiones, y ella, desilusionada, comenzó a pensar que todo había sido un engaño para hacerla salir de la pieza, que no había conjuro que pudiera aliviarla, que no existían mujeres que conocieran las «palabras».

Hasta que una noche sintió los dedos cálidos de la india despertándola con una suave presión sobre el latido que se anudaba en su garganta.

—Vamos —susurró—. La vieja nos espera.

Doña Mercedaria y doña Carmelita roncaban, cada una en su pieza, cuando ellas atravesaron, sin una luz, las salas, el corredor, el patio y la huerta. Embozadas, la india cargando un cesto donde había puesto un pañuelo de seda de Cayetana, que regalaría a la bruja, además de otras ofrendas —yerba, azúcar, pimentón, maíz blanco, una tira de tocino cristalizada en sal—, bajaron hacia las barrancas del río. Resbalando, tomándose de las matas espinosas para no rodar, sosteniéndose de vez en cuando de algún tala, de la rama flexible de un sauce, llegaron al bajo, donde Cleofé le vendó los ojos con una tira negra, de las que se usaban para enlutar el brazo. Adonde se dirigían, le dijo Cleofé mientras ceñía la tela de lana en la nuca, era un lugar al que nadie llegaba de día y muy pocos conocían de noche.

—Yo soy una desas —dijo con orgullo, tomándola de la mano para guiarla. Caminaron un buen rato entre las piedras, arrulladas por la corriente que se deslizaba en calma, hasta que llegaron a un lugar donde, le pareció a la joven, el río se ensanchaba, pues el sonido del agua se hizo distante y profundo. Sujetándola con fuerza, Cleofé tiró de su mano para ayudarla a trepar el barranco.

De pronto, se encontraron luchando con unos arbustos espesos y pinchudos, de aquellos que no perdían nunca las hojas.

—Vas a tener que encogerte, m’hiijita —susurró la india.

Entraron por un pasadizo estrecho, donde le quitó el trapo de los ojos. Estaban en medio de lo que a Cayetana le pareció una burbuja de oscuridad. Parpadeó cuando distinguió, en un vericueto del túnel por el que se deslizaban, un resplandor lejano. Poco después, el pasadizo se abría a una caverna convertida en santuario. Los recodos del pasaje impedían que, desde ningún punto del río, ni más alto, ni más bajo, se viera el mínimo resplandor, lo que había ayudado por años a que aquel antro, que existía vaya a saber desde cuándo, no fuera descubierto.

Una piedra que sobresalía de la pared de tierra hacía de altar, y unos huecos practicados sobre la greda contenían estatuillas de santos, los santos humildes de los pobres: San Francisco de Asís, San Roque, San José de la Buena Muerte, San Antonio de Padua, Santo Pilato, el negrito Martín de Porres, con su escobita en la mano y en compañía de sus amigos: el gato, la rata, el perro y la paloma. Hacia la oscuridad de un rincón, Cayetana descubrió otras imágenes que le produjeron escalofríos y que evitó mirar.

Desde la profundidad de la negrura, salió una mujer, vieja por la forma de moverse, por los dedos nudosos, por el vencimiento de la espalda. No podía distinguírsele el rostro, pues lo llevaba tapado con un velo negro; el color de las manos indicaba que era española más o menos pura.

Observándolas, la mujer se sobó los pulgares, como olfateando si los que entraban eran amigos o enemigos.

—Mi ahijada —señaló Cleofé, poniendo la mano sobre el hombro de la joven.

—¿Cuántos son los verdugos? —preguntó a boca de jarro la mujer.

Cayetana dijo sin vacilar:

—Tres.

—¿Qué lo que hicieron?

—Mataron a mi padre, mataron a gente buena.

—¿Toditos igual de culpables?

—Uno firmó la orden, otro ordenó la descarga. ¡El otro disparó sobre el pecho de mi padre! —levantó la voz Cayetana.

Cleofé, calmosa, la contuvo:

—Sólo Dios repartirá las culpas. Nosotros queremos justicia, la justicia que los hombres le han negado a mi ahijada, a las familias de los muertos. No queremos magia de la mala —se puso firme—, sino dejar en manos de Nuestro Señor lo que él considere justo.

La vieja recibió el canasto que le extendía la india y lo dejó sobre un banquito, mirando furtivamente bajo la servilleta. Luego, de uno de los nichos de la pared, sacó un frasco de vidrio y volvió hacia la mesa de piedra; después de sacudirlo suavemente, quitó el corcho del cuello y cubriendo la mitad de la boca de la botella con el pulgar, derramó el polvo en tres pequeñas pilas sobre la roca, mientras murmuraba y se persignaba a cada trazo que hacía. Con un escalofrío, Cayetana descubrió el brillo de un trozo de diente, una medialuna de uña: era polvo de cementerio.

Cuando taponó la botella, dejándola cuidadosamente a un lado, la joven vio que, sobre la piedra, habían quedado bosquejadas tres figuras elementalmente humanas.

La anciana, como si oficiara misa, se puso de espaldas a ellas y murmuró, canturreó, gimió, balbuceó e hizo cruces y signos raros hacia el techo, hacia el suelo, a la diestra y a la siniestra.

Cayetana la oyó rezongar en tono de maldición: «Que sus cofrades los traicionen, que sus amigos los abandonen, que sus enemigos prevalezcan contra ellos, pero que nadie los toque». Cuando acabó de musitar anatemas, sopló sobre las figuras de polvo hasta desparramarlo por la superficie del altar; luego cayó de rodillas, sosteniéndose de un palo que Cayetana no supo de dónde había sacado, y apoyó la cabeza contra la piedra. Así quedó un buen rato, como muerta, mientras Cleofé abrazaba a Cayetana.

Finalmente, la india ayudó a la mujer a levantarse, la sentó en una silla enana y le sirvió caña en un vaso, que la despenadora tomó de a tragos cortos, levantándose apenas el velo. Impresionada, Cayetana advirtió que con cada trago se iba enderezando, como si cobrara vida. Con una voz que sonaba como chasquido de agua sobre brasas, dijo:

—Si el Justo Juez decide que mueran, morirán, no por mano de hombre ni en accidente, morirán por las debilidades de su cuerpo, de las achuras principalmente. De la cabeza también puede ser.

—¿Y yo, cómo lo sabré? —preguntó Cayetana, mientras Cleofé tiraba de ella para que dejaran la cueva. Iban por el último recodo cuando oyeron de nuevo aquella voz hecha de chasquidos.

—Lo vas a oír de boca de quien no conocés.

—Vamos —apuró Cleofé a la chica—. Ya está hecho.

La luna se había ido, así que decidió no ponerle la venda. «Pero mejor que apuremos. Después del “oficio”, suele recibir a los diablos», le advirtió.

Llegaron a la quinta sin aliento, empapados los vestidos hasta mitad de las piernas. Tuvieron que sacárselos y tenderlos en los palos del corral de las cabras.

Por primera vez en semanas, Cayetana se tiró sobre la cama y se durmió sin preámbulos ni rezos. Soñó con una parte del terreno de su campo, una hondonada protegida por un montecito de durazneros y manzanos. Bajando, había varias piedras grandes. Allí solía jugar al «sarao» con sus primas. Esta vez vio un ramo de flores silvestres, frescas, sobre la piedra húmeda de lluvia o de llanto.

* * *

La revolución que había nacido en Buenos Aires en el mes de mayo había dejado en Córdoba varios muertos (más a modo de asesinatos que de enjuiciamientos) y un tendal de viudas, huérfanos y allegados sumidos en la pobreza, cuando no en la miseria, a causa de requisas, expropiaciones y despojos.

El padre de Cayetana, don Vicente Fernán García, fue una víctima, no de las más relevantes, de las fuerzas revolucionarias. Propietario de campos en Alta Gracia, había perdido la vida casi por accidente a manos de un grupo de los recién bautizados patriotas, más por reyertas de vecinos que por el hecho de ser español.

A poco de conocerse las noticias de la revolución que se había producido en Buenos Aires, un grupo de vecinos y funcionarios de Córdoba que pensaban salir de la ciudad, buscando unirse a las fuerzas españolas, entrevistó al padre de Cayetana para que se sumara a ellos. Don Vicente Fernán García no quiso seguirlos y, absurdamente, aquello que significaba si no simpatía por la nueva causa, al menos distanciamiento de la causa del rey, le costó la vida.

En los meses siguientes al rito de la cueva, cuando había conseguido superar su aflicción, Cayetana escuchaba, inmóvil en la penumbra que anidaba detrás de las puertas de la sala de sus tías, lo que se decía en las reuniones, de las que no participaba por ser tan reciente su luto. Allí, como en casa de ofendidos —pertenecían a familias criollas intrincadamente emparentadas con españoles, ahora perseguidos—, se murmuraba sobre las «instrucciones secretas» dadas por Mariano Moreno a sus generales y enviados: matar fuera de la vista de los ciudadanos, sin juicio previo, sin escuchar lo que el reo pudiera decir en su descargo; mentir, engañar, espiar y no ahorrar sangre para continuar con los altos propósitos de la Junta; enterrar los cuerpos sin ceremonias públicas ni privadas, mejor aún, en fosas sin nombres, anónimas, en medio del monte de ser posible. El enemigo debía padecerlo, al ciudadano común debían evitársele sobresaltos, porque mientras menos supiera de ello, menos sufriría por cosas que seguramente parecerían ininteligibles a sus simples mentalidades no preparadas para el nuevo régimen: la causa sagrada de los pueblos americanos.

Una vez acostada y cegada la luz de la palmatoria, la joven se preguntaba si todo aquello sería verdad; si el vuelco que había dado la ciudadanía en apoyo de la revolución era producto del deseo de liberarse de los españoles o del temor de seguir la misma suerte que los ejecutados.

Y quizá por el rito, o quizá por el rezo, Cayetana comenzó a sentir que entraba en un remanso en el que no era feliz, pero había dejado, al menos, de sentir rencor. Recordando las palabras de la hechicera, escuchaba en la calle cada vez que veía gente de otras partes, soldados o postillones, esperando oír que su padre y los amigos de su padre habían recibido justicia.

El primer anuncio le llegó en el templo de San Francisco, mientras desempolvaba manteles de misa para llevarlos a lavar. Entre dos sacudidas, oyó que uno de los carreteros, que traía cueros de cabritos del valle de Paravachasca para las mantas del convento, le decía al novicio que pulía los ornamentos sagrados:

—¿Sabe que el que se quedó con los potreros de don Fernán García ha finado? Murió de un estornudo.

—So bestia, nadie muere por estornudar —le hizo ver el fraile, que había olvidado que por allí andaba la hija del nombrado.

—No, padre, que dicen que algo se le reventó en la cabeza y le salía sangre por el hocico y por los ojos.

—¿Por los ojos?

—Quedó así, encogido de este lado y como sonso por varios días, y luego va y estira la pata.

—¿Alcanzaron a darle la extremaunción?

—Con lo justo; se ve que temía el trance, porque resistió hasta que llegó el auxilio. Terminó de besarse la estola el cura, y él se fue de un estirón.

El ruido de vidrios rotos los sobresaltó y se asomaron a la sacristía. Cayetana, acuclillada, levantaba los restos de un florero. De la palma de su mano corría sangre que goteaba sobre el suelo sin que ella hiciera nada por contenerla.

* * *

Cayetana y el coronel Albornoz se vieron poco después, y por primera vez, una tarde en que Cleofé fue a buscarla al orfanato, donde la joven ayudaba con las niñas.

Regresaban a la casa de sus tías cuando, al llegar a la esquina del convento de San Francisco, un tumulto de tropa que bajaba desde los Altos las obligó a refugiarse, inquietas pero curiosas, en el portal de una casa.

—Han de ser más porteños —dijo Cleofé entre dientes.

Buenos Aires llamaba a los ejércitos que pasaban hacia el oeste del Carcarañá «auxiliadores»; en las provincias sospechaban que venían con órdenes de reprimir, sin contar que, para disgusto de muchos, la Junta de Buenos Aires insistía en mandar al interior gobernadores del puerto y, a su vez, los Cabildos locales se dedicaban a hacerles la gestión poco llevadera.

La columna era presidida por un hombre vestido de civil, un representante elegante y de buena estampa, con el aire mundano de los de la ciudad de Buenos Aires; iba erguido a pesar del cansancio, seguro de sí, con un dejo de aburrimiento en la expresión mientras su mirada se elevaba, quizás un poco sorprendido al contemplar las torres de la Compañía de Jesús, con su aire medieval, que se elevaban sobre los techos de las casas.

Alrededor y detrás de él venía el ejército; oficiales y milicianos marchaban con aire más de conquistadores en tierra conquistada que de argentinos en país de argentinos. Sus miradas, frontales, indiferentes, lo pregonaban; la certeza de la fuerza marcada en los ademanes, en los gestos, lo atestiguaba: ellos tenían poder para adueñarse de vidas y haciendas, poder conferido por un nuevo orden que asustaba a la joven, pues revivía el dolor y el resentimiento que, junto con otros, no conseguía dejar atrás.

Entre los oficiales de la escolta iba uno, alto y apuesto, en la mitad de la treintena, con la marca de una áspera virilidad en la cara. Fijó los ojos en ella y el caballo, a un tirón del puño enguantado sobre la rienda, caracoleó, cortando el paso a los que lo seguían; el militar, al parecer impresionado, se descubrió la cabeza y, llevándose la mano al pecho, le dedicó un saludo que Cayetana eludió, clavando la vista en el suelo hasta que la caballería se internó en la plaza de armas. Ignoraba que había «herido de muerte» —como diría después el interesado— el corazón del coronel Benicio de Albornoz.

* * *

Por entonces, la vida de Cayetana se desplazaba entre la Casa de Huérfanas, la atención de sus tías y el trabajo de labores con que entretenían las tardes, interrumpidas por alguna lectura en voz alta que hacía para las ancianas. Si podía elegir, ella prefería comedias o poesía; los libros de religión, los tratados de moral y las novelas ejemplares que sus tías le seleccionaban quedaban en la mesa de la sala doméstica, donde compartían las horas muertas, para volver finalmente a la antigua, desvencijada y no demasiado nutrida biblioteca de su difunto tío abuelo.

Meses atrás, recién llegada a la ciudad, doña Carmelita la había llevado a la Casa de Huérfanas con la intención de que se distrajera preparando a un grupo de niñas para la primera comunión. Aquello fue decisivo para Cayetana: descubrió que le gustaba enseñar y cuidar de las criaturas.

Poco después, durante la Cuaresma, se había internado, junto con doña Mercedaria, en retiro espiritual. Aquellos días de encierro e introspección despertaron en ella la vocación religiosa que, más que a una mística, tendía a la necesidad de recomponer su espíritu, todavía confuso por la muerte de su padre y la posterior e impresionante muerte de su asesino.

El hecho de poder combinar un incipiente amor maternal, la desconfianza por los varones —lo que había visto de ellos no la inclinaba al romanticismo— y la tranquilidad de separarse de un mundo que le desagradaba la llevaron a añorar el hábito.

Pero, aunque mucho lo deseara, no podía recluirse aún; no podía abandonar a las ancianas, cargadas de años y de males reales e imaginarios, en el mare mágnum en que estaba inmerso el país, sin contar que le faltaba completar la dote, ahorrada de las labores de aguja que las monjas vendían para que las Álvarez Bravo no sufrieran el bochorno de que se supiera que debían ganarse la vida bordando. A Cayetana eso no le importaba, pero aceptaba el disimulo por dos razones: porque nadie les discutía el precio a las monjitas, y por no inquietar a sus tías, tan apegadas a los convencionalismos en que habían sido criadas.

* * *

Fue en ese interregno entre lo que quería hacer y lo que debía hacer, en el punto en que había comenzado a olvidar a aquel hombre que le alteraba el ánimo —sabía que había andado averiguando sobre ella—, cuando volvió a encontrarse con Benicio de Albornoz.

Tropezó con él al salir del templo de la Merced, donde había ido a encargar una misa para sus tías, acompañada, como siempre, de Cleofé. Era un amanecer tan frío que se había abrigado con la capa de su padre y cubierto la boca y la nariz con la mantilla.

Él venía por la calle, en derechura a ella, sin sombrero, el uniforme desarreglado, la camisa fuera del cinturón, la chaquetilla caída de un hombro. Llevaba el pelo rubio, algo largo, despeinado, la barba crecida y los ojos, de un azul oscuro, enrojecidos. Sostenía entre los dedos un cigarro a medio consumir y, al detenerse para darle paso, llegó a ella el olor picante del tabaco, un dejo de vino y el tufo de los humores masculinos, mezclados con el perfume barato de las mujeres de mala vida. El rostro mostraba los estragos de una noche de juerga y la bebida había vuelto erráticos sus movimientos, aunque le quedaran arrestos para doblarse con un brazo a la cintura y dedicarle una reverencia.

Cayetana apuró el paso; sólo quería alejarse de él, temiendo que la ofendiera de alguna manera, pues lo presentía violento, desconsiderado y dispuesto a conseguir lo que deseaba sin muchos miramientos.

* * *

Días después, a la tarde, el coronel se presentó en la quinta.

Estaban sentadas en la sala, al calor del brasero, cuando llamaron a la puerta. Antes de que la criadita pudiera anunciar a los visitantes, oyeron voces masculinas y ruido de botas.

Detrás de la chica, aparecieron el coronel Albornoz y uno de los sobrinos de las ancianas, José Ramón Álvarez, quien las saludó tímidamente, presentando al otro como su superior.

El muchacho tuvo que recordarles quién era y explicar varias veces el parentesco que tenía con ellas que, por ser parientes de la madre de Cayetana, descendían de viejas familias provincianas. La joven, aunque no lo miraba, sentía que el coronel se estaba impacientando ante la indagatoria de las señoras, con aquel desenterrar antepasados y corregir errores de memoria.

Doña Mercedaria se dignó finalmente recordar algo, pero su hermana, doña Carmelita, a pesar de ser más la más apocada, se había empecinado en no reconocer parentescos entre los enemigos, los «revoltosos», como llamaba a los revolucionarios.

Tomaron, por fin, asiento y les ofrecieron mate, que Albornoz se apresuró a aceptar. Se había acomodado frente a Cayetana y sus ojos se volvían constantemente hacia ella. Venía bien vestido, de chaleco azul oscuro que hacía juego con sus ojos, camisa blanca, corbatín amarillo y unos guantes color marfil apretados en la derecha, que luego, al serle ofrecido el mate, sujetó al cinturón. Aquel gesto inconsciente, de soldado, arruinó su atildamiento.

En el silencio incómodo que se hizo entre dos frases de José Ramón, doña Carmelita pareció salir de su hermetismo y preguntó como quien manotea un recuerdo en la oscuridad:

—¿Cómo están su esposa y su hija, coronel?

Desorientado en un principio, Albornoz carraspeó con fuerza y respondió con voz de bajo:

—Mi esposa murió el año pasado, de fiebres, cuando estábamos en Santa Fe. Mi hija está en casa de mi hermana, donde estoy alojado.

Las señoras murmuraron un tibio «sentido pésame».

Cayetana, que por un segundo había observado la expresión del militar, bajó rápidamente la mirada al encontrarse con sus ojos.

Cuando llegó la hora de retirarse, ni ella ni él habían cruzado palabra.

A partir de ese día, ninguno de los dos tendría paz: ella, porque al disgusto que le provocaba aquel hombre se le unía ahora la furia de sentirse acosada en su refugio. Él, porque comprendió que no había ni había habido mujer en su vida que le despertara sentimientos tan fuertes. Y el objeto de su capricho era, para su desconcierto, una joven no especialmente bella y sí indiferente a la atracción masculina. Así se lo habían hecho saber parientes y amigos, empeñados en desalentarlo.

—Es trabajo perdido tratar de conquistarla —le advirtió su hermana Luisa—. Y no sé qué tanto te atrae; es una chica tosca, criada en el campo.

—No tiene muchas opciones, según veas las cosas —replicó él con la seguridad del táctico—. Su familia es reconocidamente monárquica; han sido amigos personales de Victorino Rodríguez y de Liniers, lo que no es una recomendación en este momento y, además, están en la ruina. ¿Es que no soy, acaso, un buen partido?

—No lo dudo, pero ni las ancianas ni ella son calculadoras. Varios hay con dineros que pretenden a la chica por esa virtud.

—Pagaré novenas, entonces —masculló él, pasando el índice por el filo del bigote rubio—; convenceré a su confesor, pero me casaré con ella.

—Es difícil tener a Cristo de adversario; se le ha puesto que profesará en las teresas.

Magdalena, la hijita de Benicio, llegó corriendo, se trepó sobre las piernas del padre y le rodeó el cuello con los brazos. Albornoz, riendo, la acomodó sobre sus hombros para que el perrito de la casa no le tironeara de las faldas. Había algo que a nadie había dicho, pero que tenía muy claro: no elegiría a cualquier mujer para ser madre de su hija.

La fama del carácter violento del coronel Albornoz había quedado confirmada en los primeros días de su arribo, con el maltrato que dio a los prisioneros, algún duelo por naipes y el rumor de que había matado a un pardo, a cuchillo, en uno de los prostíbulos ribereños.

Para entonces, el apasionamiento por Cayetana se había convertido en una molestia para ella y sus tías.

En los meses siguientes, Albornoz arrastró, cada vez que pudo, al sobrino de las Álvarez Bravo a la quinta de las barrancas. A veces no veían a Cayetana, pues la joven alcanzaba a correr a su cuarto y encerrarse allí por horas, hasta que las mujeres comenzaban con las oraciones de la tarde y entonces el coronel, que se había paseado por la sala malhumorado y con las manos detrás, se retiraba enfurecido, espoleando el caballo hasta hacerlo sangrar y maldiciendo a todas las beatas.

José Ramón solía escabullirse hasta la casa de ellas aprovechando las esporádicas ausencias de su superior. Se sentaba cerca de las ventanas de la sala donde la claridad de la tarde, a través de primorosos ñandutíes, dibujaba formas curiosas sobre el piso de ladrillo y las raídas alfombras de telar.

Notaba la falta de los candelabros de plata, orgullo de sus tías, ya que se los había regalado el virrey Sobre Monte a su padre. La silla que ocupaba no ofrecía comodidad y faltaba uno de los vidrios de la ventana que daba al sur, por donde el aire se colaba dejándolos encogidos de frío. Un brasero de latón suplantaba a los de metal noble; las ancianas los daban por robados; él sabía que los habían vendido para subsistir.

El que Cayetana, por joven, y sus tías, por viejas, vivieran aquella situación lo inquietaba, además de afligirlo. Había notado cómo la gente callaba al nombrárselas, quizá porque temían lo que podría sucederles si se encontrasen inopinadamente del otro lado de la conveniencia política.

A José Ramón le gustaba su prima, pero el interés de su superior en ella lo contenía, más por no dar que hablar de la joven que por miedo al coronel, aunque la prudencia tuviera algo que ver en su actitud.

Una noche, armándose de valor, sacó el tema en la mesa familiar, preguntando a sus padres por qué nunca veía a sus parientas por la casa.

Su madre navegó en un mar de imprecisiones, pero su padre fue directo:

—La situación no es propicia para que andemos tratándonos con monárquicos. Todos saben que el padre de Cayetana…

Se hizo un silencio al recordar al muerto, y luego prosiguió:

—Tú, mejor que nadie, deberías saberlo. ¿Acaso no ordenaron ustedes los fusilamientos de La Cruz?

—Se han portado como apóstatas —intervino su madre—. Estuvieron a un tris de matar al obispo.

—Sí, sí —murmuró su padre, como reflexionando—. Orellana se salvó por un pelo.

En el tono de ambos había reproche y hasta desagrado, pero teñido de cierta discreción, como si tuvieran reservas de su lealtad a la familia, y José Ramón no supo qué contestar. Dolido, siguió comiendo en silencio. ¿Qué podía decir? ¿Repetirles los argumentos que Moreno y Castelli habían esgrimido para explicar aquellas muertes al pueblo de Buenos Aires?

—Así que, si no quieres vernos a nosotros contra un paredón por haber acogido a las que han sobrevivido a la matanza de españoles, te rogaría que no insinúes nuevamente que las recibamos. Nunca nos ha gustado meternos en política, somos criollos de pura cepa y no queremos saber nada de embanderarnos…

—… precisamente con los que han perdido la partida —concluyó su madre, como un coro griego.

—De todos modos, mis primas me dan mucha pena, y más esa joven. Creo que estás haciendo un deslucido papel abriéndole la puerta de la casa de esas pobres a un hombre incapaz de contener sus pasiones, como Albornoz; nadie ignora la catadura moral de ese miserable.

—… y tú al medio, como alcahuete —deslizó su madre, que aunque usaba menos palabras y siempre intervenía detrás de la elocuencia de su padre, era más incisiva.

—¿Y qué puedo hacer? Es mi superior.

—No sabía que entre las obligaciones debidas a tu superior estuviese la de allanarle el camino al lecho de mujeres honestas y de tu familia —machacó su madre.

Mudo ante aquella ofensa que él suponía gratuita, José Ramón tartamudeó una frase, soltando los cubiertos sobre la mesa.

—El rey ya no manda por estas tierras, pero yo sigo mandando en esta casa —lo amonestó su padre—. Recoge los cubiertos y si te desagrada escuchar verdades en respuesta a asuntos que tú mismo has planteado, te permito retirarte.

Él hizo un bollo la servilleta, se levantó de mala gana y tomó el sombrero y el bastón mientras oía a su padre decir tranquilamente:

—Acompañamos en sus aflicciones a tus tías más de lo que puedas creer. Pero hasta que no se vayan los jacobinos que quedan en el gobierno de Buenos Aires, así tendremos que seguir: han instituido el terror, la muerte, la separación de las familias. Con eso de que los españoles deben dejar el país en una semana, tu hermana no halla consuelo…

—Sólo se deportará a los solteros —lo interrumpió él.

—Que Dios te escuche y prive la razón, porque si esto se lleva a sus últimas consecuencias, tu cuñado, que es un buen hombre, deberá irse, dejándola a ella y a los niños sin protección.

—Dices que sólo a los solteros —dijo su madre llevándose la copa de vino a los labios—. Supongo que recuerdas que tu tío Eusebio, que tiene 84 años, es español y soltero. ¿A dónde irá a parar en España, sin familia que lo reciba? ¿Realmente te parece bien que al pobre viejo lo metan en un barco como si fuera una maleta y lo larguen del otro lado del océano?

—Yo…

—Pero volviendo a tu hermana; creo que, como parte que eres de este proceso, si destierran a tu cuñado deberías ayudarme a mantenerla, a ella y a sus hijos, con tu sueldo. ¿Acaso Pueyrredón y el deán Funes no te dan el ejemplo, matándoles el hambre y consiguiéndoles becas a los hijos de los que, aunque sin intervenir, aceptaron que asesinaran?

—¡No lo aceptaron en ningún momento! —repuso él con acaloramiento.

—Tampoco lo impidieron, de hecho.

—Intentaron disuadirlos; ¿qué más podían hacer?

—Lo que Ortiz de Ocampo.

—Así es como lo relevaron del mando del ejército.

—Recién me entero de que un cargo en el ejército bien vale varias vidas humanas.

Pálido, herido por las palabras y la actitud de sus padres, José Ramón dio media vuelta y salió de la casa sin saber a dónde ir y sin tener con quién compartir su desasosiego: ninguna de sus amistades, tanto monárquicos disimulados como revolucionarios confesos, escucharía con benevolencia la crónica de sus dudas.

Pensó en Cayetana y se sintió mal, y no encontró en sus reflexiones la forma de protegerla de Albornoz.

* * *

Cuando el coronel comenzaba a considerar que era cuestión de tiempo ganarse la voluntad de la joven, una tarde llegó a la quinta y la encontró cerrada. Los portones estaban con cerrojo y fue atendido por la ventana de rejas por la criadita, que le dijo enrevesadamente que las señoritas no recibían aquel día, porque doña Mercedaria está con dolor de cabeza y la niña Cayetana, atendiéndola. No valió de nada que insistiera; la chiquilla lo miraba con cara de boba, sin responder a sus preguntas, como si él hablara en chino.

Furioso, volvió a la casa de su hermana y luego de darse un baño se recortó la barba mirándose al espejo con la navaja en la mano, sintiendo que de a ratos perdía la conciencia. Finalmente se vistió con el ceño fruncido, pero sin ganas de juntarse con la familia, volvió a recostarse y mientras armaba un cigarrillo pensó con rabia en aquella muchacha que se vestía apenas dignamente y vivía en una quinta de las afueras porque habían tenido que alquilar la casa del centro para no morirse de hambre.

No tenía claro por qué Cayetana le atraía tanto. ¿Qué había en ella que llamara la atención? Quizá fuera su pelo, de un castaño que se acercaba al chocolate, una cabellera que brillaba como un casco al sol y daba a sus ojos un reflejo extraño. En la calle la usaba recogida, sin la mínima coquetería, pero cuando trabajaba al aire libre —la había espiado desde el otro lado del río, con el catalejo, y la había visto afanarse sobre la tierra como la más vil de las esclavas— solía llevarla suelta o recogida blandamente por una cinta que terminaba deslizándose por su espalda. Si hacía calor, se cubría el torso con una blusa tosca y escotada, luciendo los brazos, fuertes como los de una muchacha campesina, desnudos. La piel expuesta al sol tenía un dorado de bronce, pero el pulso se le aceleraba cuando ella, ignorando que era espiada, se agachaba y sus pechos, blancos como magnolias, desbordaban el escote y parecían a punto de reventar los ojales. Esa belleza agreste, sana, que recordaba a un ser nacido de la naturaleza, habitante de montes y de ríos, quedaba opacada cuando recibía gente, iba a misa, trabajaba con las monjas o simplemente salía a la calle. Entonces trataba de pasar desapercibida, pues la vanidad y la afectación le eran ajenas. A él le atraía aquella dualidad: la mujer que todos veían y nadie notaba; la mujer secreta que se permitía ser cuando creía que nadie la miraba.

Al encender el cigarrillo, pensó que su mayor encanto provenía de la esquivez con que trataba a todos, y de esa especie de serenidad que la envolvía, como si se reservara un lugar interior donde no podía ser alcanzada.

Con preocupación de hermana, Luisa seguía insistiendo:

—Benicio, no hagas papelones; esa chica quiere entrar al convento. Se pasa el día entre las monjas, arregla altares, hace de maestra y hasta de enfermera para las huérfanas. No tiene dónde caerse muerta, pero gasta en telas y, óyeme, ¡en cintas!, para esas infelices.

Él había replicado:

—Si su vocación es tan grande, ¿por qué anda suelta todavía?

—Porque cuida de esas viejas medio locas. ¿Qué sería de ellas si las abandonara?

Pero todo aquello que su hermana no parecía valorar demasiado, por más virtudes cristianas que fueran, a él lo encandilaba. En su vida —si dejaba de lado, y con reservas, a las de su familia— había conocido a una mujer tan sin pasiones, tan sin debilidades, tan sin ambiciones ni apetencias materiales.

Así, lo que al principio fue empeño terminó convirtiéndose en obsesión, y cuando se dirigía al cuartel bien de mañana, detenía el caballo en el cruce que iba hacia la quinta, apretado por el deseo de rondar la casa a aquella hora. Quizás, en el amanecer de la primavera, ella bajara a bañarse en el río, cubierta sólo por la bata y el lienzo que llevaría la chiquilla o la india.

Imaginar su cuerpo desnudo lo volvía loco; en las noches, especialmente cuando no había encontrado la forma de verla durante el día, sentía que iba a enfermar si no podía conseguirla. Nunca pensó en hacerla su amante, a pesar de que la situación podía prestarse a ello. Siempre la quiso por mujer.

Se desesperaba cuando lo mandaban en misiones fuera de la ciudad; ya no deseaba combatir, había dejado de aspirar a nuevos ascensos, no quería moverse de la ciudad; tenía miedo de morir en alguna misión o de volver y encontrar que ya era absolutamente imposible llegar a ella porque, a pesar de los pareceres de su hermana, a pesar de la necesidad de las tías, Cayetana había entrado al noviciado.

Los primeros días creyó que no sería difícil seducirla; luego, sólo pensaba en doblegar su voluntad. En el trasfondo de su confusión, tenía la certeza de que el amor vendría después, cuando la joven comprendiera la enormidad de su sentimiento.

Un día, en el momento en que llegaba del cuartel, su hermana, irritada, le dijo que doña Mercedaria había pasado el día anterior, acompañada nada menos que de una de las Arredondo, y que se había quejado de la atención que él prestaba a su sobrina.

—No es justo que molestes a una joven decente, sólo porque no tiene un hombre en su familia que la proteja.

—Si lo tuviera, ya se lo habría matado —replicó él mientras se quitaba la chaqueta y se dirigía a su pieza.

—¡Bárbaro, loco, más que loco! —le gritó Luisa mientras lo seguía—. La madre superiora nos ha mandado decir con el capellán del monasterio que están quejosas contigo por los comentarios que hace la gente. ¿Qué tiene que hacer un hombre hecho y derecho en esa puerta, qué tienes que ver con huérfanas y monjas?

Si aquellas interrogaciones pretendían alejarlo del orfanato, dieron un resultado contrario, pues a la mañana siguiente él se levantó, ordenó que vistieran a su hija para salir y pidió a Luisa que lo acompañara a la Casa de Huérfanas.

—Quiero que Magdalena aprenda a leer y a escribir, y que le enseñen el catecismo —fue la explicación que dio cuando esta dijo con un suspiro: «Has perdido el tino».

Magdalena lloraba en medio del jardín del orfanato, sin que pudieran consolarla, estirando los brazos hacia su padre y pidiéndole, con sus cinco años, que no la dejara allí. Las palabras cariñosas de su tía no conseguían acallarla.

Cayetana, que estaba en una de las aulas, oyó el llanto de la criatura y sintió como un golpe en el pecho. Antes de trasponer el arco que dividía los dos patios, alcanzó a distinguir la figura alta y apuesta de Benicio de Albornoz. A su lado estaba su hermana, una joven altanera con la cual solía cruzar alguna frase en las reuniones donde se pedía ayuda a las damas de la ciudad.

Como no la habían visto, se escondió detrás de la maraña de madreselvas y se enteró de que dejarían la niña desde la mañana hasta la tarde, para que tomara lecciones. De inmediato sospechó la intención del coronel y notó el disconformismo de doña Luisa, que no supuso fuera consideración hacia ella. «¿Pensará que soy poco para él?», se enfureció. «¿Creerá que intento casarme con su hermano? ¡Ya haré que vea por sus propios ojos el trato que le doy a ese loco!», se juró. Pero cuando Albornoz y su hermana dejaron el colegio, salió de su escondite para consolar a la criatura. No soportaba oírla llorar.

Le habló en voz baja, la enterneció el minúsculo lunar que la criatura tenía sobre el labio superior, y cuando tomó la mano de Magdalena —pequeña, regordeta, de un moreno claro y muy tibia—, fue como si hubiera encontrado una hija largamente perdida. Quizá la niña sintió algo parecido, porque levantó los ojos y luego recostó la cabeza sobre el hombro de Cayetana.

—¿No hay gatitos acá? —preguntó.

—¿Te gustan los gatos?

Magdalena asintió con la cabeza. Como luego lo notaría, hablaba poco cuando estaba fuera de la casa.

—Ya te encontraré uno. Siempre andan dando vueltas por el jardín.

Al otro día le consiguió un animalito esmirriado y le enseñó a darle de comer y a cuidarlo. Magdalena no lloró más, y las criadas contaron a doña Luisa que parecía muy feliz en el colegio. Cuando regresaba de allí, no paraba de hablar de Cayetana y del gato, hasta que despertó los celos de su tía, que dictaminó:

—Bueno, Benicio; parece que finalmente vas a conseguir lo que deseas. No sé si felicitarte por la idea o darte el pésame por lo que vas a recibir.

El coronel dejó pasar sus palabras. Ya creía tener la paloma en la jaula.

Se presentó varias veces en el colegio, pidiendo ver a su hija con el pretexto de que sus superiores lo enviaban a Saldan, a Tucumán, que iba a vigilar los campos de su hermana, en manos del capataz desde que el marido se le muriera.

A veces conseguía ver de lejos a Cayetana, a veces ella desaparecía corriendo por los corredores y él sólo alcanzaba a divisar la cabellera de color extraño, algo despeinada si era la última hora de las clases; a veces hasta consiguió hablarle, aunque ella no contestara ni sostuviera su mirada. Se presentaba siempre bien vestido, silencioso, tratando de dominar su carácter. Dejó de pasarse las noches en los prostíbulos, menguando las visitas sólo a su necesidad.

Luisa estaba preocupada. Lo veía llegar algo más sereno y risueño y, a veces, como veía de noche un resplandor en su pieza, lo espiaba a través de los postigos entreabiertos y lo observaba leer. ¡Leer, su hermano! Un día, en cuanto él se fue al cuartel, entró al dormitorio y revolvió hasta dar con un libro escondido entre los dos colchones. Era de un tal Juan Menéndez Valdés, y tenía el sello del negocio de Juan Pérez Bulnes, el mejor tendero de la ciudad. Había una flor seca, un pensamiento color vino, marcando un poema titulado «La noche y la soledad»:

Ven, dulce soledad, y al alma mía

Libra del mar horrísono, agitado,

Del mundo corrompido

Y benigna la paz y la alegría

Vuelve al doliente corazón llagado.

Ven, a un triste conforta,

Sublime soledad, y libre sea

Del confuso tropel que me rodea…

Hablaba de «míseros días», de «fugaces horas» que volaron y terminaba con un:

El oro fino y extremado

En sus profundas venas escondido…

¡Dios Santo!, ¿qué significaban aquellas palabras? Horrísono, venero, fugaces horas, míseros días… «Esto debe ser lo que llaman filosogía», pensó en su ignorancia. Pasó algunas páginas y dio con una tira de raso primorosamente bordado, de las que vendían las monjas; señalaba el poema titulado «A Dorila».

¡Cómo se van las horas,

y tras ellas los días,

y los floridos años

de nuestra frágil vida!

Ven, ¡ay!, ¿qué te detiene?

Ven, ven, paloma mía,

Debajo de estas parras

Do leve el viento aspira…

«Realmente se ha enamorado de esa incivil», se molestó, «que no tiene ni una vela para la buena muerte y además se da el lujo de hacerlo quedar como un patán. ¡A mi hermano, nada menos, que más buen mozo no puede ser!».

¡Y ni siquiera podía hablar con ella, pues siempre se mantenía silenciosa y distante, y seguramente la iba a hacer quedar como una entrometida! Además, no le daría el gusto de concederle tanta importancia.

¡Hija de un maturrango muerto por monárquico, de modales de rústica, de cara asoleada y sin una lonja de tierra!

Lo único que podía hacer era presentar a Benicio otras mujeres que, con celos de hermana viuda que depende del varón de la familia, había mantenido a distancia hasta ese momento.

Así lo hizo, pero fue inútil. Benicio entraba, miraba alrededor con ojos de cordero y sonrisa de zorro en gallinero, y después, haciendo una reverencia, desaparecía en el interior de la casa.

Cuando comenzó a ir a misa, su hermana, en vez de alegrarse porque su alma sería salva, se afligió, pensando que seguramente se encaminaba a la demencia.

Aquellas actitudes tan pulidas hicieron cometer un error a José Ramón, que pensando, contrariamente a doña Luisa, que el coronel se había curado de sus locuras, comenzó a presentarse, cada vez más seguido, en la quinta de las barrancas. Las ancianas veían en él un digno prometido y lo recibían con beneplácito, aunque Cayetana guardaba cierta reserva, como corresponde a quien tiene el noviciado por meta y destino.

Todas las sanas intenciones de Albornoz volaron por los aires cuando oyó a una de sus primas decir que el joven había perdido el sueño por ella.

A caballo, y seguido por un chiquillo para que se lo cuidara, se sentó a esperarlo en la escalinata de la iglesia del Pilar, el camino que habitualmente se tomaba para entrar al centro viniendo de la quinta. El templo ya estaba cerrado y sólo se veía algún movimiento en el hospital de mujeres, sobre la misma vereda, donde parpadeaba un candil. Cuando el peoncito le avisó que venía un jinete él, tirando el cigarro, se puso de pie, se acomodó el cinturón y le salió al paso, deteniéndolo con la mano en alto.

José Ramón comprendió su error, pero ya era tarde. Resignado, descendió ante su orden y lo siguió hasta la reja de la plazoleta del Pilar. Cuando llegaron allí, Albornoz se dio vuelta y tomándolo del cuello lo aplastó contra la columna. Sus dedos parecían de hierro, y el joven se sintió sofocar. Recién cuando la mirada se le enturbió y las piernas se le doblaron, Albornoz aflojó el rigor de su fuerza.

—Nunca más te presentes en la quinta. No quiero que le ofrezcas ni el agua bendita en misa, ¿oíste? La próxima vez, te mato y te tiro por los burdeles, para que hasta se avergüence de pronunciar tu nombre.

Su mano se retiró de golpe y José Ramón resbaló hasta quedar sentado en el suelo, la espalda contra el pilar. El coronel encendió otro cigarro con tranquilidad, aceptó las riendas y la fusta de manos del chico y luego lo levantó a pulso para que se acomodara en el anca del caballo. Al pasar junto a la montura de José Ramón, le largó un fustazo. El animal, encabritado, escapó al galope dejando al joven de a pie.

Dos cosas sucedieron en la vida de Cayetana aquel día; no había vínculo apreciable entre ambas, y la importancia que adquirirían en su existencia era oscura, o más bien impredecible.

La primera ocurrió a la mañana, cuando llegó a la Casa de Huérfanas y se encontró con una de las niñas mayorcitas, Valentina, quien le avisó que Magdalena estaba llorando; Magdalena preocupaba a Cayetana porque a veces recordaba la muerte de su madre y se ponía melancólica, así que siguió a Valentina hasta un patio alejado, mitad jardín, mitad huerto, hacia la parte de la casa que esperaba por reparaciones. En aquel edificio había oficiado, muchos años antes, el convictorio del Colegio Monserrat.

La huérfana estaba bajo una mata de plantas, y cuando ella, con murmullos reconfortantes, la sacó de allí y la alzó, su pelo rizado olía a hojas de geranio. Después de besarla y de muchas preguntas, quedó claro que el motivo de su desconsuelo era que se le había perdido el gatito.

Con paciencia, seguida por las criaturas, Cayetana comenzó la búsqueda susurrando el «michi, michi» con que lo llamaban. Magdalena, con el pulgar en la boca, señaló con la otra mano una puerta clausurada que Cayetana nunca había traspuesto. Valentina tradujo:

—Dice que se metió ahí.

Asomándose por las rendijas del portoncillo, Cayetana espió a través de la madera toscamente claveteada. Delante de sus ojos se extendía un yuyal donde un sendero apenas se insinuaba; al fondo se veía una construcción en ruinas, todo rodeado de un silencio y una quietud que le produjeron aprensión. En el muro del fondo, una puerta comunicaba con el exterior. Había pasado muchas veces por la calle, frente a ella, pero nunca la había visto abierta. Seguramente estaba clausurada. Después de un momento de duda, les ordenó:

—Valentina, sujeta a Magdalena. Quédense aquí, no sea que haya pericotes y las muerdan, ¿entienden?

Las niñas asintieron y ella desató el tiento que sostenía el tablero a la jamba. A su derecha vio un palo largo y, tomándolo, se adelantó entre las matas apartándolas con él, tanteando el suelo, temiendo dar con un pozo ciego. A varios metros de la ruina se detuvo, observándola. Supuso que era una de las primeras capillas que construyeron los jesuitas, y que por algún motivo había sido abandonada al levantar la última, que todavía estaba en uso, aunque ya sin la Virgen de los Estudiantes.

El recelo, sin embargo, no detuvo su curiosidad, y se adentró en ella. El lugar era, más que oscuro, sombrío; un árbol había crecido buscando la luz y salía por un hueco en el tejado. Los restos de un altar que daba la espalda al poniente, una pila sencilla de agua bendita llena de escombros, unas pocas y pequeñas imágenes abandonadas en los huecos de la pared: Santa Ana, San Joaquín, Santa Lucía… Eran tallas ingenuas, hechas por artesanos indígenas, menospreciadas; se dolió por la creciente atracción de las cosas traídas del otro lado de los mares. Pensaba en llevárselas cuando oyó al gatito maullar lastimeramente, como si estuviera encerrado.

Llamándolo con suavidad, cruzó la puerta mal calzada de lo que fuera la sacristía y al abrirla oyó el maullido viniendo de las profundidades de la tierra. El techo había cedido, y como era mediodía y tenía el sol sobre la cabeza, distinguió claramente la puerta-trampa en el suelo. El gatito se había escurrido entre las tablas carcomidas y, al parecer, no atinaba a subir. Metió la pértiga en el aro que servía para abrir la tapa, que se levantó después de dos intentos mostrando un cubículo de piedra, una escalera de madera y un fondo de escombros. Alcanzó a ver al animalito tres metros más abajo, arqueado y expectante. Metió el palo cuidadosamente, para no asustarlo, y tanteó el suelo; parecía firme. Presionó después, con fuerza, sobre los peldaños de madera y decidió arriesgarse. Cruzó entonces la pértiga sobre la boca de entrada, por si tenía que sostenerse de ella, y descendió con cuidado. El gato retrocedió bufando y se resguardó en una especie de recodo. Cuando Cayetana consiguió atraparlo con el pañuelo, para que no la arañase, vio que, apenas a un paso de donde estaba parada, el suelo había cedido y caía en un hueco que se perdía hacia una profundidad incalculable. Un agua negra y estática le devolvió su rostro como en un espejo ahumado.

Apretando el animal contra el pecho, dio media vuelta y subió los escalones aferrándose a los maderos. Cerró la trampa rápidamente, como si algo desconocido y horrendo pudiera surgir del agua estancada y atraparla.

Cubrió el hueco entre los tablones con ladrillos, para que no volviera a meterse el gato, y corrió hacia el otro patio. Con el corazón en la garganta, entregó a Magdalena el animalito todavía envuelto en su pañoleta y le dijo que buscaran a la negra Belén para que le diera leche.

Cuando la madre María de San José le preguntó «¿Dónde andabas?», Cayetana, sin siquiera pensarlo, contestó:

—Buscando el gato de Magdalena —y calló dónde había estado y lo que había visto.

El segundo hecho sucedió horas después, cuando volvía de haber visitado a una anciana a la que solía asistir llevándole comida o acompañándola al hospital de mujeres que atendían los frailes betlemitas.

En la helada tarde invernal, envuelta en un tosco pañolón de telar, pensaba en las imágenes de la vieja capilla del convento. Le molestaba que estuvieran descuidadas y abandonadas y pensó que sería agradable dedicarse a restaurarlas. Pero el recuerdo del pozo de la sacristía le enfrió la idea. Un paso en falso, un terrón que cediera en la maraña de raíces que sostenía el suelo de la cripta, y ella se hubiera hundido sin remedio en el túnel anegado.

Aún ensimismada, oyó que un caballo la seguía al trote; se detuvo y se volvió, alerta pero sin miedo. El caballo tenía jinete; el jinete era el coronel Albornoz, y ella se endureció, dispuesta a enfrentarlo. Él tiró de las riendas y desmontó a cierta distancia.

Cayetana, consciente de que nunca le había dirigido la palabra, pensó que era un extraño momento aquel para hacerlo por primera vez, cerca del río, en descampado, con el aire que helaba las manos y la luz del día que menguaba.

«¿Por qué no me dejará en paz?» se preguntó, furiosa. «¿Acaso su hermana no le presentará mujeres más lindas, que se vistan con mejores ropas, que tengan más dinero del que podré tener alguna vez?». Luego pensó: «¡Qué estúpida soy! Lo que quiere de mí no es un noviazgo, es…». Ni siquiera podía ponerlo en palabras y, descompuesta de indignación, retrocedió para aumentar la distancia que los separaba.

—¿Por qué insiste en molestarnos? —le echó en cara, harta de soportarlo y pensando que si cruzaban unas frases el hombre terminaría por entender que debía dejarla en paz, puesto que ella no pensaba ceder.

—No es mi intención…

El tartamudeo de él, inadmisible en el hombre hecho y derecho que era, la envalentonó.

—¿Y se puede saber cuál es su intención? Si es que puede decirla sin ofenderme.

—No tengo la menor intención de ofenderla; quiero… que sea mi esposa.

El tono de voz del coronel, emocionado, con un algo de humilde claudicación, hizo que Cayetana, aunque no estaba predispuesta a conmoverse, sintiera que se le aflojaban las piernas.

—No deseo casarme. Voy a entrar de monja en las carmelitas —dijo, y retrocedió, pues él, como si hubiera olido su turbación, había dado un paso hacia ella.

—Usted no está hecha para la clausura —dictaminó.

—Cuánto me conoce —replicó Cayetana con ironía.

Se hizo un silencio que ella, años después, recordaría atenuado solamente por el sonido que subía del río.

Él, en cambio, sólo distinguió el viento que la hacía temblar, así que soltó las riendas, se quitó la capa y en dos zancadas acortó la distancia que los separaba, dispuesto a ponérsela sobre los hombros.

Cayetana volvió a retroceder, y mostró el palo que solía llevar cruzado a la cintura para defenderse de perros vagabundos o desconocidos inoportunos.

—No tengo frío.

—¿Y por qué está temblando, si es que puede decírmelo sin comprometerse? —la remedó él.

—Usted me pone mal, ¿acaso no lo sabe? Ni siquiera puedo estar tranquila en casa, con usted presentándose a cualquier hora. ¿Cree que no lo he visto pasearse por la orilla del río, mirando lo que hago? ¿Por qué no se busca otra mujer? Yo no pertenezco a su clase. Su hermana no me aprobará nunca.

—Yo no necesito la aprobación de mi hermana. ¿Usted sí?

—¿Para qué la necesitaría? No pienso casarme. Si las monjas aceptaran a mis tías de beatas y a mí de donada, les daría cuanto tengo para quedarme en el convento y no ver a un hombre de uniforme por el resto de mi vida.

—¿Qué tiene que ver mi uniforme con todo esto? —se exasperó él.

—¡Ustedes mataron a mi padre!

—No los militares. Fue un desgraciado civil a quien Dios se dignó llevar en pocos meses. No tuve nada que ver con eso y si la hace feliz, sepa que el que firmó las ejecuciones ha muerto en alta mar.

Hizo una pausa, y aclaró:

—Moreno murió hace meses, en realidad, pero recién ahora nos hemos enterado.

El palo escapó de la mano de la joven y, en medio de una especie de silencio interior, pensó: «Funcionó; la bruja tenía razón» y recién cuando el coronel, aprovechando su conmoción, dio dos pasos hacia ella, pareció volver en sí.

—Sé que usted ama a mi hija. ¿Por qué no podría amarme a mí? —dijo él, conciliador.

—Es inútil; voy a tomar los hábitos.

El carácter de Albornoz estalló sin que pudiera controlarlo.

—¡Qué hábito ni qué demonios! —gritó—. ¡Usted sabe que terminará casada conmigo, con la cabeza en la misma almohada y comiendo en la misma mesa, y no metida en esa ratonera de beatas!

Cayetana, aún perturbada por el recuerdo del rito de la cueva, fue terminante:

—Pues no podrá impedirlo.

Dio media vuelta, contenta de haberle hecho frente, pero el coronel levantó el brazo con el que sostenía la capa y se la pasó sobre la cabeza, sujetándola como quien enlaza a un animal arisco. Antes de que pudiera liberarse, la joven se encontró inmovilizada. Con una habilidad que hablaba de su experiencia en esos lances, Albornoz le rodeó la cintura y los hombros, la volvió hacia él y, sosteniéndola con la mano abierta por el cuello, la besó impetuosamente.

Aunque paralizada en el primer momento, ella lo rechazó hasta conseguir que él la soltara y, después de un segundo de vacilación, intentó alejarse. El coronel la retuvo apretándole el brazo, pero cuando distinguió el brillo de las lágrimas en su rostro, opacado por la luz crepuscular, se sintió confuso y aflojó los dedos, dejándolos resbalar hasta la muñeca de la joven.

—Perdóneme; no sé cómo pude…

Ella se desasió, se enredó en la falda y se alejó hacia la quinta. El coronel Benicio de Albornoz la siguió, llevando el caballo por la brida, hasta que, seguro de que había entrado a la casa, montó para regresar al centro de la ciudad. Recién cuando tomó las riendas para acortarlas se dio cuenta de que apretaba algo en la mano: era un escapulario de plata. La cadena se le había enredado entre los dedos durante el forcejeo con Cayetana y sus eslabones se habían separado.

Por primera vez en su vida, pensó mientras cabalgaba hacia la casa de su hermana, no se sentía satisfecho de haber conseguido lo que quería, sino un miserable. Al acostarse, aquella noche, cerró los eslabones con una pinza y pasó la cadena del Agnus Dei por la cabeza, cubriendo el escapulario con la palma de la mano, sobre el pecho, durante unos instantes. Luego decidió que, de encerrarse ella en el monasterio, saltaría los muros de las carmelitas para llevársela a algún lugar del cual no pudiera escapar.

Poco le duró la tranquilidad, pues de pronto, por una súbita enajenación, la imaginó en brazos de otro, perdiéndose entre el claroscuro que la luna pintaba sobre los corredores del monasterio, quizás hacia algún lugar secreto donde hacer el amor no fuera un simple pecado, sino un sacrilegio.

Lleno de una furia irracional, echó los brazos atrás y se prendió de la cabecera de la cama hasta que le dolieron las articulaciones y tuvo que aflojar los puños. Se pasó con fuerza ambas manos por el pelo y luego, respirando más pausadamente, las cruzó sobre la cintura. Tendría que vigilarla; quizá su castidad, su desapego por los varones, sólo se debieran al amor por un hombre que la satisfacía en plenitud. Ese hombre no podía ser un pazguato como José Ramón, tenía que ser alguien nimbado de otros atractivos, como los que confieren el misterio y las prohibiciones. Quizás el amor de Cayetana por los claustros sólo fuera una pasión vedada, ilícita, por un cura.

* * *

La joven se levantó al día siguiente sintiendo en el cuello, donde la mano de Albornoz la había tocado, una opresión, una especie de ardor, como si la hubiera marcado a fuego. Cuando se miró al espejo, pensando ver la señal de sus dedos, encontró el trazo bermellón, despellejado, que la cadena del Agnus Dei, al ser arrancada, había dejado sobre su piel: aquel maldito le había arrebatado el escapulario y ahora no sabía cómo ni cuándo podría recuperarlo.

Se volvió taciturna y comenzó a trabajar con una dedicación que rayaba en lo obsesivo: no quedaba yuyo en la huerta ni en los alrededores de la casa, pues tomaba la azada y lastimaba el suelo sin piedad, quitando piedras, abriendo surcos.

Cleofé, que la observaba con preocupación, le advirtió que estaba malgastando tiempo y esfuerzo, que era mal mes para sembrar. La joven murmuró algo que a ella le sonó como «Ya verás», y la india se llevó un buen sobresalto cuando notó que, contra todas las leyes naturales, lo que Cayetana había sembrado fuera de estación comenzaba a crecer.

A solas, preocupada por la chica, caviló que algo había sucedido y ella lo ignoraba. Quizá pasó aquella tarde en que la joven llevó al Hospital de la Caridad a la vieja que vivía por los mataderos, cuando no pudo acompañarla porque tuvo que quedarse a atender las visitas de las señoras, pues la criadita faltaba hacía días.

Mientras repasaba los sucesos, Cleofé comenzó a recordar cosas, tales como que Cayetana había vuelto nerviosa y se había encerrado en su pieza sin querer probar ni un plato de sopa. ¿Qué podía haber pasado?

Recordó también haber oído el sonido del galope de un caballo —un galope tranquilo, no el desaforado del que huye— y haber distinguido, en el crepúsculo, la figura de un hombre alejándose. ¿Y si el coronel Albornoz había pasado del dicho al hecho? ¿Podría haber sido tan bruto como para haberle puesto las manos encima? ¿Habría ocultado Cayetana semejante ofensa? ¿O sería que, después de hablar a solas, algo había cambiado en la voluntad de la joven? Pocos, poquísimos hombres conocían el poder de la palabra para invocar lo que duerme en la oscuridad, pensó, pero casi todos, especialmente cuando estaban emperrados de ardor, tenían la capacidad de usar la voz, que no mataba, que no atraía espectros, pero que volvía de miel la entraña de cualquier mujer.

Mientras tendía sobre los arbustos las sábanas para que se secaran, cuidando de que estuvieran lejos del salpicar de tierra de la azada, se volvió, alertada por un instinto dormido, y miró hacia el río. Hacía rato que sabía que alguien las espiaba desde la otra orilla; su ojo de india y de serrana no había pasado por alto el destello de una hebilla o un botón de metal entre las matas que crecían entre lo alto de las barrancas, el resoplido aburrido de un caballo, que se oía sobre la respiración del agua, o la brasa anémica de un cigarrillo, más bien adivinada en la tarde que caía sobre el sauzal lejano. Siempre había sospechado que era el coronel Albornoz, aunque a veces pensaba que muy bien podía ser el sobrino de las señoras.

Pero ahora, mientras sacudía las fundas hasta dejarlas tirantes y sin arrugas para mejor plancharlas luego, vio que el coronel estaba a caballo en el borde más despejado de la barranca, no escondiéndose, sino mostrándose sin tapujos. De vez en cuando desmontaba, pateaba unas ramas y oculto detrás del caballo espiaba sobre el asiento de la montura, haciendo que la ajustaba. Luego, paciente como los animales cazadores, cruzaba los brazos sobre la silla, apoyaba el mentón sobre ellos y miraba fijamente hacia la quinta, con sus ojos de tigre, por lo amarillos. Cleofé alivió la inquietud que le producía aquel hombre con un sacudón del cuerpo.

Cayetana trabajaba duramente, regando con agua de aljibe la huerta, donde ya comenzaban a despuntar algunas flores sobre las desnudas ramas de los frutales. La figura vigilante parecía preocuparla y, a cada rato, mientras hacía las labores de la casa, la india la veía asomarse a comprobar si el hombre estaba todavía allí. Cuando no se presentaba, Cleofé, sin siquiera cruzar una palabra con ella, averiguaba, y por el cochero de doña Luisa se enteraba de que lo habían mandado en alguna misión. Luego, como al pasar, dejaba caer en los oídos de la joven: «Hoy no estaremos vigiladas; parece que al hombre lo han mandado a Tucumán».

Al tiempo, la figura a caballo aparecía nuevamente, paciente y al acecho, mostrándose con total tranquilidad. Cuando llegó la primavera, ya no vestía la chaqueta del uniforme sino una camisa amplia, de anchas mangas, que solía usar desprendida casi hasta la cintura, con una faja sujetándola al pantalón ceñido. Nunca calzaba la bota de campo, sino la alta, la que usaba la oficialidad del ejército.

«Tiene buen cuerpo», pensó la india la primera vez que lo vio así vestido. Ella desconfiaba de los uniformes, que quitaban y ponían músculos, disimulando con hombreras, entretelas y cinturones. Pero así, casi en cuerpo… «Buen padrillo ha de ser», se dijo, y miraba a la asediada. Lindos hijos tendrían esos dos, si Cayetana pudiese olvidar su enojo. ¿Y quién podía saber si todo aquel raro comportamiento se debía justamente a eso, a que se le iba esfumando la rabia y todavía no sabía vivir sin detestarlo?

* * *

Alguna vez, siendo chica, Cayetana había visto a uno de los esclavos de la casa de su padre, un moreno joven y hermoso, sinvergüenza, decidor y bromista, besando golosamente a una de las mulatas.

Todo lo presenció sin intención cuando volvía del gallinero, después de recoger los huevos de las nidadas, y se había sentido sorprendida —y al mismo tiempo asqueada— del estado de embobamiento que aquello había producido en la chica. ¿Qué era eso de juntar boca con boca? ¿Su madre no le había advertido que no debía poner los labios en los vasos, en las tazas, en los cubiertos donde otros los habían puesto antes? ¿No era que se debían lavar las cosas con esmero para recién llevarlas a la boca?

Más desconcertada quedó cuando, poco después, oyó cómo la muchachita besada respondía a la negra mayor, que denunciaba al pícaro como engañador de corazones.

«Y qué», dijo la chica con desenfado. «Ya me puso la yerra con el beso; ahorita soy tan suya como la yegua pinta es del señor».

¿Cierto sería, entonces, que un beso tenía semejante poder? Nunca lo hubiera creído, pero algo había cambiado entre ella y el coronel, y donde antes estaban el resentimiento y el desprecio, ahora había confusión y angustia.

Él, por su parte, presentía que ella terminaría por ceder: ya no se escondía para espiarla. Había cruzado el río y a menos de una cuadra de la quinta montó el asedio: bajo un frondoso tala, sus ayudantes habían armado una carpa, con una mesa y un banquillo afuera. Allí recibía notas y disponía de una petaca con pluma, tinta y papel para contestarlas. Hasta tenía un peoncito que le cuidaba el caballo, le asaba el churrasco y le cebaba mate.

—Bueno; al menos sabemos que no vendrá nadie a jorobarnos —dijo Cleofé, porque se decía que soldados enfermos, todavía no reincorporados, pero lo bastante sanos como para salir del hospital, andaban robando en las quintas de las afueras: Buenos Aires no giraba los sueldos desde hacía meses y estaban hambreados.

Era verdad, recapacitó Cayetana. ¿Quién se atrevería a molestarlas, sabiendo que aquellos eran los dominios de un hombre temido por sus subordinados y famoso por su mal genio?

—Lo único que falta es que nos eche una meada en la entrada, como hacen los perros, para que los otros no se aventuren —deslizó la india en voz baja para no decir guasadas que ofendiesen los oídos de las viejas.

Fue como habérselo insinuado al diablo, pues aquella tarde oyó el grito sofocado de Cayetana y cuando, en puntas de pie, espió sobre su hombro, vio al coronel de espaldas, a no más de veinte metros de la pirca de entrada, abotonándose la cintura del pantalón.

—¿De veras lo hizo?

—No sé, cuando me asomé, se estaba acomodando los tiradores —dijo Cayetana, roja de vergüenza.

—¿De frente o de espaldas?

—De espaldas, qué te creés. No es tan bestia.

—Yo digo, si quiere alardear con la achura que anda ofreciendo…

—¡Como si yo pensara en él! —estalló la joven, con la voz en sordina para que sus tías no se dieran cuenta.

Iba a salir a increparle su comportamiento, pero se detuvo. ¿Cómo decirle que lo había visto en aquel menester?

¿Qué hacer, pues, con tanta confusión? ¿Contarles a sus tías, decírselo al confesor, comentárselo a la madre María de San José, pedirles consejo? No, se dijo. ¿Qué consejo podían darle dos ancianas castas, una monja virgen, un varón continente, que presumiblemente jamás habían conocido sentimiento entre hombre y mujer?

Una de sus ofuscaciones era que casi no se atrevía a ir hasta el centro. Extrañaba a Magdalena, y cuando Albornoz no se presentaba a su apostadero de la quinta, bajaba hasta el convento haciendo el camino por etapas, observando que no estuviera emboscado en alguna tapera, en algún monte de quebrachitos.

La niña la recibía con los brazos abiertos y ella le hacía cariños, más efusivos cuando las otras criaturas no miraban, para que no sintieran celos ni tristeza por ser menos queridas. Debía cuidarse también de las monjas, que no veían con buenos ojos tanta blandura en el trato con huérfanas y educandas.

El amor que Cayetana sentía por Magdalena hizo que una tarde, sabiendo que el coronel estaba de viaje, se atreviera a llevársela hasta la quinta, comprando el silencio de la niñera con unas monedas.

Magdalena encantó a las ancianas, correteó por dentro y por fuera, se metió con los perros, la ayudó a recoger verduras de la huerta y huevos de los ponederos, trepó a un árbol y su niñera tuvo que subir a rescatarla.

Les convidaron chocolate y unas colaciones algo secas, y todo fue una fiesta. Luego, Cayetana las acompañó hasta mitad del camino, y la niñera y Magdalena siguieron hacia el centro con Cleofé. El último pedido de la niña, que había pasado los brazos por el cuello de Cayetana, que la llevaba alzada, fue decirle al oído: «¿Me das la pastorcita?».

La «pastorcita» no era otra que una imagen de la Divina Pastora, vestida de granate con cuello de encaje. Lucía un gran sombrero de ala ancha, flexible, y en la mano llevaba el cayado, con una campanilla que tintineaba si se la sacudía. A sus pies estaban echadas dos ovejas y en el regazo, apretándolo contra su cuerpo, sostenía un corderito. Calzaba sandalias de oro.

Era el más preciado recuerdo que Cayetana guardaba de su madre, pues ella misma la había vestido poco antes de morir, usando el encaje de su traje de bautismo.

Volvió a la quinta pensando en cómo conformar a la criatura sin desprenderse de la imagen, y el recuerdo de las tallas de la capilla vieja del convictorio le iluminó el pensamiento.

Se propuso rescatar alguna a la mañana siguiente para convertirla en una pastorcita que la niña pudiera guardar para siempre. Con amargura pensó que Albornoz se casaría seguramente antes que después, y que ella, entonces, no podría ver más a Magdalena. «Quizá sí», se consoló. «A lo mejor la dejan hasta que sea más grandecita en el colegio y si me meto a monja, podré verla todos los días».

La posibilidad de perderla le enfriaba la vocación.

* * *

Las monjas habían llevado a las niñas a la clase de labores y Cayetana aprovechó esos minutos de libertad para entrar en el predio de la capilla abandonada. El día estaba nublado y todo lo risueño que prestaba el sol a la ruina en su primera visita había desaparecido. En la desolación de la nave, le pareció que los santos estaban tristes, como rezumando la melancolía de las cosas que agonizan.

Pensó en recoger todas las imágenes, pero las religiosas podrían notarlo; más le valía llevárselas de a poco, y observar, entre tanto, si alguien tomaba cuenta de ello.

Recorrió con los ojos cada una de las tallas y una santa desconocida le llamó la atención: estaba sentada, vestida con hábito monjil, y sujetaba un cayado con su mano derecha; se notaba que en la otra había sostenido algo, quizás un libro, pero la talla estaba rota. Mientras pensaba que bien podía agregarle un corderito faldero, buscó la manera de identificarla y bajo el manto, en la parte de atrás vio, borroso, un nombre: era Santa Mónica, la madre de San Agustín.

Aquella serviría. Rápidamente la metió en el profundo bolsillo del delantal y tomó un San Ignacio de Loyola, santo que, desde la expulsión de la orden, casi nadie tenía a la vista. Sabía de muchas familias que habían convertido al fundador de la Compañía de Jesús en San José, en San Antonio de Padua, y hasta en Santo Domingo de Guzmán. Ella admiraba a San Ignacio, sus tías rogaban por la vuelta de los jesuitas…

Salía de las ruinas cuando, sobresaltada, vio al padre Inocencio, consejero de las monjas, que venía hacia ella.

—¿Qué hace acá, Cayetana?

No había en su tono reconvención, sino una leve curiosidad. Cayetana se detuvo con el corazón en la boca, la estatua de San Ignacio en la mano. El religioso se acercó a ella y volvió a preguntar, más intrigado aún:

—¿Qué lleva en la mano?

La joven, a modo de respuesta, le mostró la estatuilla.

—Un trabajo muy tosco —dijo el padre Inocencio, examinándola—; seguramente por eso lo abandonaron. Pobre santo; tan altas que estaban sus acciones y tan bajo que las han precipitado los príncipes del mundo. Nadie quiere tener ahora santos de la Compañía. Hasta han arrumbado a Francisco Javier. ¿Y qué piensa hacer con él?

—Restaurarlo. Mis tías eran devotas de San Ignacio, pero mi tío abuelo era fiel de los dominicos y quemó todas las imágenes y estampas de la Compañía cuando los echaron. Pensé en hacerles un regalo.

Y curiosa a su vez, le preguntó:

—Y usted, ¿a qué ha venido?

—Las hermanas están preocupadas por una filtración que han descubierto en las últimas celdas; se están inundando.

—Hay un pozo en la sacristía vieja —le confirmó ella—. Venga usted; se lo mostraré.

Entraron en la capilla y ella le señaló la trampa de madera.

Ninguno de los dos sabía que uno de los primos del coronel Benicio de Albornoz, que había trepado al techo de la Casa de Ejercicios para espiar a las jóvenes novicias, vio a Cayetana, seguida por el cura, perderse en el desmantelado oratorio. «Escurrirse», fue la palabra que empleó cuando, satisfecho de la frustración que despertó en su primo, le contó lo que había descubierto.

Desde que su esposa había muerto, no había tenido el coronel Albornoz noche más amarga y sentimientos menos resignados.

Cayetana, ignorante del malentendido y de las consecuencias que traería, se quedó levantada hasta tarde trabajando en Santa Mónica, empeñada en convertirla en una Pastora que hiciera feliz a Magdalena.

Mientras pulía el báculo de madera de avellano, aspiraba el olor de las pinturas que usaría para las manos y el rostro. En comunión con su alma, canturreaba en voz baja.

Sobre un almohadón, las piedras semipreciosas y las monedas agujereadas que cosería al ala del sombrero de la Virgen parecían salidas de un cuento oriental.

* * *

Dos días pasó el coronel Albornoz rumiando su despecho, lleno de celos y alimentando intenciones mortales. Una mañana que venía del Cabildo, sin darse cuenta enfiló hacia el convento de las Carmelitas; quería encontrarse con el consejero de las monjas, el que se había «escurrido» con Cayetana, según palabras de su primo, en la derruida capilla del otrora convictorio del Monserrat.

No tenía claro qué iba a hacer si daba con el cura, al cual no recordaba haber visto nunca, pero sus intenciones oscilaban entre interrogarlo y golpearlo.

Tuvo un instante de lucidez y pensó que, si quería llegar a algo con ella, debía poner freno a sus desbordes. Ya había dejado de escandalizar en los burdeles, había reducido la bebida y peleaba con los juegos de azar. Sin embargo, el peor problema, comenzaba a ser consciente de ello, era su carácter.

Al acercarse al templo, vio en la plazoleta de las tumbas a un sacerdote que hablaba con una beata. Por dos frases que escuchó, comprendió que era el director espiritual de la comunidad y, desconcertado, se encontró observando a un hombre mayor, regordete y con una calva seráfica. Su hábito lucía pulcro, pero raído, y llevaba los zapatos atados con cordones distintos.

Se detuvo a encender un cigarrillo para reponerse del desconcierto. Y mientras cobijaba la llama del viento y aspiraba con fuerza para encender la brasa del tabaco, una especie de risa lo sacudió. Tenía que estar loco. Una joven como Cayetana, con varios hombres de buena familia, todos fuertes y apuestos, rondándola, no podía tener amores con aquel pobre cura de aldea que rezumaba cansancio, bondad y cierta desesperanza en toda su persona.

Sin que pudiera impedirlo, se le escapó una carcajada y se ahogó con el humo del cigarro. Pensó en su primo y se prometió venganza mientras volvía sobre sus pasos. El cura y la devota le clavaron la mirada y alcanzó a escuchar que la mujer murmuraba: «Es el coronel Albornoz, el que…».

Ya en paz, dio algunas vueltas por los lugares donde habitualmente se juntaba a jugar al truque con sus camaradas. Era casi de noche cuando llegó a casa de su hermana y la encontró en compañía de un delegado del Segundo Triunvirato, nombrado a principios de aquel mes. Se apellidaba Agüero y había estudiado con él en el Colegio de San Carlos, cuando su familia vivía en Buenos Aires.

Después de los saludos y las bromas habituales sobre compañerismos pasados, el delegado le comentó:

—Un amigo, el capitán García de la Fuente, me pidió que hiciera unas gestiones por él. Parece que tenía un familiar en Córdoba, en Alta Gracia, a quien algún loco mató hace dos años; sus parientes españoles le han pedido que encuentre a su única hija. Ustedes deben conocerla; se llama Cayetana y su padre era don Vicente Fernán García.

Como aquello tomara de sorpresa a Luisa y Benicio, ambos guardaron un discreto silencio.

—Quieren que la joven se traslade a España; uno de sus tíos llega a Montevideo a mitad de noviembre con la intención de llevarla consigo, y yo y mi mujer nos hemos comprometido a acompañarla hasta Buenos Aires. Seguramente ustedes podrán indicarme dónde hallarla. Dicen que vive aquí, en la ciudad, con unas tías.

—No hallará la casa a esta hora —reaccionó Luisa—. Viven en las afueras. Mañana, si le parece bien, pongo el coche a disposición de usted.

—En realidad, mañana al alba debo seguir viaje a Mendoza. Cuando regrese me encargaré del asunto —repuso el delegado.

Benicio sacó dos copas y sirvió jerez para ambos. Al entregarle la bebida, lo intimó:

—Cenarás con nosotros. Conozco de sobra la comida de la fonda; es pésima. Luisa, haz que agreguen otro plato a la mesa. Salud.

Mientras atendía a Agüero, sólo pensaba en que tenía unos días de gracia para resolver su situación con Cayetana.

* * *

San Ignacio fue presentado primero en sociedad, pues su arreglo no era tan drástico. Observando sus facciones ascéticas, la trágica expresión de los ojos, doña Carmelita y doña Mercedaria se sintieron conmovidas por el trabajo de Cayetana, que había dulcificado la dureza del tallado rústico.

—¿Y la Pastora?

—Ya casi está lista. Este es su vestidito —y levantó una prenda de terciopelo carmesí adornado con un trozo de cinta de orifrés desechado por las monjas.

El armazón del sombrero estaba listo, fabricado en alambre de oropel; lo revestiría de tela damasquina y alrededor del ala le colgaría medallas, monedas y las piedras de colores. Hasta había conseguido una campanita de plata para el cayado.

—Ve los corderitos —sonrió Cleofé, pasando el dedo moreno sobre el lomo de los animales a medio tallar—. Se va a poner contenta la niñita.

Como era la hora de rezar el rosario, ayudaron a la joven a guardar todo dentro de una caja de madera.

La criadita estaba encendiendo las candelas en la sala donde se acomodaban por las tardes a orar, cuando tocaron brevemente a la puerta.

Cleofé, alertada por la hora, se asomó por la ventana del frente y Cayetana alcanzó a ver a un muchacho cuchicheando con ella.

Al cerrar la ventana, la india se le acercó, preocupada.

—Era el chico del peón; dice que el coronel Albornoz ha andado bebiendo por todas las pulperías que hay desde la plaza hasta el cruce del río.

—¿Y a nosotras qué nos importa? —respondió Cayetana—. Si tenemos suerte, el caballo lo tirará por la barranca y se quebrará una pierna.

—Es que viene a llevarte.

—¿Se pensará que soy una ternera que se va a dejar arrear? —Se enfureció la joven y, como se sintieron cascos de caballos en la cuesta que subía hacia la casa, se detuvo a escuchar.

—No viene solo —le advirtió la india.

Las voces de varios hombres las inmovilizaron. La del coronel dominaba a las otras, ordenándoles quedarse afuera y no intervenir.

El silencio de adentro contrastaba con sus gritos y sus juramentos, hasta que un golpe terrible casi desgoznó la puerta de entrada.

—Pero… ¿qué hace? —tartamudeó Cayetana, sobresaltada. Las ancianas habían corrido a encerrarse en el dormitorio y la criadita había desaparecido debajo de la mesa.

Cleofé especuló:

—Está tratando de voltearla con la grupa del caballo.

—¿Voltear la puerta? ¿Voltear la puerta de mi casa? ¡Cómo se atreve ese loco!

Y gritando con un enojo desconocido para su carácter, corrió al que fuera el dormitorio de su tío buscando un arma.

Las manos le temblaban, más que de miedo, de furia, mientras oía los crujidos de la madera que cedía y de los hierros que desgarraban los clavos.

—Lo voy a matar, lo voy a matar —murmuraba entre dientes, revolviendo cajones de escritorio, petacas y cajas repletas de cosas en desuso, sin encontrar el trabuco que siempre andaba tirado por algún lugar de la habitación.

Oyó la puerta ceder con el último astillarse de la madera, los herrajes destrozados. El ruido de los cascos del caballo dentro de la casa la obnubiló, y la voz del coronel nombrándola, con un tono más desgarrador que amenazante, la obligó a buscar otra arma. Recorrió la habitación con los ojos, y en un rincón vio el sable herrumbrado de su difunto tío abuelo, lo tomó con las dos manos y lo levantó sobre su hombro.

Albornoz había desmontado, y el caballo, asustado y encabritado, se pisaba las riendas y tropezaba con los muebles, intentando escapar. La criadita, más aterrada que el animal, salió de bajo la mesa y abriendo la puerta que daba a la galería de atrás escapó hecha un solo grito.

El animal sintió la corriente de aire, olfateó, relinchó y arremetió hacia la salida. A su paso dejó una agonía de vidrios y tiestos rotos. Sus relinchos podían oírse barranca abajo, abriéndose paso entre los matorrales. Unos minutos después, oyeron las voces de los hombres del coronel tratando de atraparlo.

Albornoz se acercó con paso inseguro a Cleofé, que era la única que permanecía en calma, y tomándola por los hombros —no se sabía si para impedir que escapara o para sostenerse de ella— preguntó por Cayetana.

—Está buscando el trabuco. Quiere matarlo a usté.

El coronel pareció dolido ante la confesión, como si no mereciera ser tratado así, y al distinguir la luz de la palmatoria en la habitación que estaba frente a él, entró tomándose del marco de la puerta mientras murmuraba: «¿Cayetana, Cayetana?».

—Quédese donde está —dijo ella, con el sable en alto.

A la luz del candil, su pelo revuelto parecía la cabellera de una de las Gorgonas. El coronel sintió el golpe de las emociones en algún lugar, sobre su cintura, al contemplar a aquella muchacha alta, fuerte, hermosa y sin miedo que se atrevía a encararlo. Ante su actitud amenazante, observó la hoja de acero y preguntó, recuperando parte del juicio:

—¿Y eso para qué?

—Para darle en la cabeza si no sale de mi casa —aclaró ella sin asomo de duda.

A él pareció hacerle gracia aquello, y mientras sonreía y movía la cabeza, como si dudara de la intención de la joven, Cayetana descubrió sobre la consola el trabuco que, ante los últimos asaltos de los soldados a las quintas, las señoras habían dejado a mano por si ella o Cleofé se atrevían a usarlo.

Albornoz lo vio al mismo tiempo, y cuando Cayetana soltó el sable y manoteó hacia el arma, él se lanzó contra ella, con la intención de impedírselo. Su borrachera se iba esfumando, pero aún no calculaba bien las distancias; ambos cayeron al suelo de una manera torpe, él tratando de desarmarla, ella, de ponerse de pie y librarse de sus manos, grandes y fuertes, que la iban inmovilizando.

Cleofé se acercó con un palo y golpeó la espalda del hombre sin muchas ganas, como si no quisiera lastimarlo. Él, con un gruñido, alcanzó a esquivarla. Cayetana consiguió incorporarse, pero Albornoz la sujetó de la falda y la joven cayó nuevamente al suelo. El arma se disparó.

Primero se oyó el estruendo, luego los gritos de las ancianas encerradas y, por último, el humo y el olor a pólvora hicieron toser a las mujeres.

Los hombres del coronel, que hasta entonces no habían intervenido, se hicieron sentir con un estrépito de cascos sobre los ladrillos de la entrada, mientras exclamaban: «¿Qué fue, qué fue? ¡Coronel! ¿Está bien?».

—Me has dado —dijo el coronel, perplejo, a la joven, como si hubieran estado enredados en un juego rudo, pero juego al fin.

La claridad del candil pareció menguar cuando él retiró los dedos del costado, manchados de sangre, y se los mostró a Cayetana con un ademán pueril. Insinuó una mueca, entre sonrisa y disgusto, y cayó al suelo con lentitud, primero de rodillas, luego de costado, finalmente boca arriba, los brazos extendidos.

En el silencio consternado, Cleofé se agachó hacia el caído y murmuró:

—Creo que lo mataste.

Le contestó el ruido del trabuco en el suelo, y la voz de Cayetana, gritando: «¡Ah, Dios, no quise hacerlo; quería asustarlo, nada más…!».

Fue lo último que escuchó el coronel antes de que la oscuridad le cegara el entendimiento.

Uno de sus hombres entró, vio lo que pasaba, llamó a los otros y con una manta que les alcanzó Cayetana, que no dejaba de sollozar, hicieron una angarilla y lo llevaron al Hospital de San Roque.

* * *

—Siempre supe que esa muchacha sería su perdición. Por suerte, parece que sus parientes de España han mandado a buscarla.

Doña Luisa, pálida, recibía a sus amigas en la sala, sin privarse de hablar mal de aquella monárquica que se le había atragantado. Ni se le pasaba por la cabeza pensar que Cayetana no tenía claro aquello de realistas y revolucionarios, que lo que trastornaba a la joven era el asesinato del padre en nombre de esa revolución, la injusta y terrible muerte de varios hombres de bien, y las tragedias familiares que habían quedado como una triste secuela, en nombre de las diferencias políticas.

Los corredores olían a remedios, las voces, apagadas, rebotaban blandamente sobre las paredes fustigadas con cal, los médicos entraban y salían y los frailes betlemitas se turnaban para cuidar al herido.

En el despacho del coronel, compañeros de regimiento y oficiales de la superioridad se reunían a preguntar por su estado, a tomar caña o ginebra holandesa, mientras intercambiaban noticias de los últimos acontecimientos: la prisión y el juicio a Juan José Castelli, la voz de la revolución, que agonizaba, mientras esperaba ser llevado a los tribunales, acallado por un cáncer de lengua.

En el dormitorio, Benicio de Albornoz conversaba con fray Mariano del Rosario, mientras contemplaban un objeto de plata abollado: era el Agnus Dei de Cayetana, que él guardaba colgado al cuello desde aquella tarde en que, sin proponérselo, se había quedado con él en las manos. Ya herido, una negra, supersticiosa, le había agregado un cordón de seda rojo.

—Si bien vemos, esto fue lo que le salvó la vida: aquí resbaló la bala, y en vez de seguir hacia el corazón, rozó la costilla, se la quebró, y le atravesó limpiamente el brazo, sin castigarle el hueso. Es casi un milagro. Si usted hubiera estado en otra posición al producirse el disparo, le hubiera dado en medio del corazón.

—Debe existir algo de poesía en la justicia: ella me baleó y ella misma me salvó.

—Dicen que una persona que salva la vida de otra debe hacerse cargo de ella mientras viva —sonrió el fraile.

—Hágaselo saber a la señorita de Fernán García —respondió Albornoz, satisfecho, recostándose sobre las almohadas.

Menos grave de lo que parecía, trataba de sacarle el mayor provecho a la circunstancia. Y tomando en cuenta el temor de su hermana de que le pasase algo, le exigió que fuera por la joven a la quinta de la barranca y le comunicara que quería hablar con ella antes de morir. Su mayor inquietud era que Agüero llegara de Mendoza, en viaje hacia Buenos Aires, y Cayetana lo siguiera sin que él pudiera impedirlo.

Unos días después Luisa le contestó que las Álvarez Bravo no habían querido ni recibirla, pero la verdad era que estaba determinada a que la joven no pisara su casa, por más que sufriera Benicio y llorara Magdalena.

De todos modos, la inquietaba haber visto a la india de las viejas conversar con su cochero, y aunque le había prohibido al hombre hablar con ella, no podía controlarlo cuando holgazaneaba por los corrales municipales.

Calmó su conciencia pensando que, de haber querido ver al moribundo, Cayetana se hubiera presentado con cualquier pretexto en su umbral.

* * *

Magdalena había sido retirada del colegio porque doña Luisa había tenido una discusión con la madre María de San José, que se había negado de plano a separar a la joven de la institución.

—Es mi mejor maestra; no pienso dejarla afuera sólo porque al coronel se le puso entre ceja y ceja entrar a la casa por la fuerza. El caballo hizo de las suyas adentro; sé que rompió una ventana, les tiró abajo el Niño Alcalde y asustó a las señoras casi hasta matarlas. Sin contar que lo que pretendía su hermano de usted era robarse a la joven. Si bien se mira, Cayetana debería ser ejemplo, como cualquier santa que sufriera martirio por preservar su virtud.

—Pues la señorita de Fernán García está bien sana y mi hermano agoniza.

—Dios sabe a quién ampara. En cuanto a que agoniza…

La expresión de la religiosa fue un tanto irónica o, al menos, descreída.

—Me llevaré a Magdalena —retrucó doña Luisa, molesta.

—No pensamos impedírselo.

Magdalena, que había llorado cuando su padre y su tía la llevaron por primera vez a la Casa de Huérfanas, lloró más al salir. Se aferró a la cadena del aljibe, a los picaportes, a las rejas del cancel mientras clamaba por Cayetana; pretendió llevarse el gato, pero doña Luisa sentenció que era un animal asqueroso y lleno de pulgas, se lo arrancó de los brazos y lo tiró en el pasto. Magdalena clavó las uñas en la mano de su tía y cuando ella le soltó una palmada en las mejillas, le mordió el dedo meñique.

La sacudieron de lo lindo pero al llegar a la casa, la chiquilla estaba tan fuera de sí que sus alaridos se habían vuelto desgarradores. El escándalo atrajo a los criados que andaban por la calle, mientras los vecinos pispeaban desde las ventanas, contemplando cómo Magdalena, alzada en brazos por una de las negras, arrancaba el encaje del cuello de su tía, se prendía a su peinado y pateaba a quien se pusiera a su alcance, sin distinguir esclavas de dueñas.

El fraile del San Roque, que venía a atender a Albornoz por las mañanas y a entretenerlo con una mano de naipes, salió a la calle y advirtió a la señora que le diera a la criatura lo que pidiese, porque sus gritos habían alterado de tal forma al coronel, que él se lavaba las manos por el colapso que podía sufrir. El herido había intentado levantarse, y no sería raro que la costilla astillada le perforara el pulmón y lo dejara inválido de por vida.

Ese fue el momento en que doña Luisa tuvo que hacer concesiones y mandar a las criadas y a la niña al convento, a buscar el gato.

Mientras se limpiaba los arañazos de la cara y de los brazos, juró que, una vez que su hermano mejorara, le pediría que se fuera a vivir a otro lado, pues no podía soportar a Magdalena.

Si él moría, la dejaría con las huérfanas, que se diera el gusto la caprichosa de quedarse con Cayetana; seguro que la goda aquella la criaría a su imagen y semejanza: como a una campesina tosca y sin maneras. Pero terminó diciéndose: «¡Ojalá el amigo de Benicio se la lleve de una vez y la fleten para España! Ahí terminarán nuestros tormentos y volveremos a ser la familia que éramos antes de que ella apareciera para agriarnos la vida».

* * *

Después del berrinche del día anterior, Magdalena volvió a la docilidad de siempre. Ahora se sentaba al lado de la cama del padre con el gato en brazos, parloteaba sobre cuentos de animales, de la visita a casa de Cayetana y de las promesas de su maestra de regalarle una Pastora vestida por ella.

El coronel la interrogó cariñosamente y después de pensarlo le dijo:

—¿Quieres ver a Cayetana?

La niña asintió con la cabeza.

—Apuesto a que si ella supiera que estás enferma vendría a verte.

—Pero no estoy enferma.

—Qué lástima. Si estuvieras enferma, yo haría que te armen la cama acá, a mi lado, y avisaríamos a tu maestra que quieres verla. A lo mejor ya terminó de vestir a la Pastora.

A la hora de comer, la criada fue por doña Luisa: la niña no quería alimentarse porque le dolía la panza y el coronel, preocupado, había ordenado que le armaran un catre al lado de su cama.

* * *

Lo primero que supo Cayetana del estado del coronel fue que su relicario le había salvado la vida.

—Dice el cochero que duerme con él en la mano —le comentó Cleofé.

Cayetana cerró los ojos y agradeció a Dios el milagro. Ya no intentaba mentirse más: se sentía atraída por aquel hombre de una forma confusa, pero no por eso menos obsesiva.

Sus tías habían recibido una nota del delegado Agüero, donde explicaba que, a la vuelta de Mendoza, pasaría a hablar con ellas para concertar lo que indicaba la carta firmada por un García de la Fuente, uno de los parientes montevideanos del padre de Cayetana.

Cuando las ancianas le leyeron la misiva, donde familiares desconocidos para ella le decían que la llevarían a España para sacarla de todos los problemas que la muerte de su padre pudiera haberle acarreado, Cayetana se levantó, inquieta, y bajó hasta el río sin atender los llamados. Allá abajo la vio Cleofé, sentada entre los juncos de la orilla y tirando piedras al agua. Bien sabía ella lo que ataba a la joven: temor a partir hacia tierras y gentes desconocidas, dolor de dejar a las ancianas y a su preciado trabajo con las monjas… y la imposibilidad de olvidar a aquel hombre que, al pasar de verdugo a fusilado, había terminado por seducirla. Con que el coronel se portara un poquito bien, nomás, se dijo la india, ella aflojaría. «Un empujoncito nada más le hace falta», pensaba con una sonrisa ladina.

Junto al agua, Cayetana pensaba que no quería irse tan lejos, y menos para ponerse en manos de parientes con los cuales no sabía si congeniaría. ¿Y si fueran como sus tíos Álvarez, los padres de José Ramón, agrandados, presuntuosos, indiferentes a lo que no fuera su propia conveniencia? ¿Qué iría a hacer entre ellos, ya sin posibilidad de retorno?

Además, pensó mientras con una ramita escribía en la arena «Benicio», no quería irse a ninguna parte hasta estar segura de que el coronel Albornoz estaba totalmente curado.

Se desesperaba por preguntar personalmente por él, pero no deseaba enfrentarse con doña Luisa: ya sabía del escándalo que había armado en la Casa de Huérfanas, y se le partía el corazón al pensar en la aflicción de la niña, en que la había llamado a gritos, en que las negras de los Albornoz decían que no pasaba día sin que pidiera verla.

Cuando retornó a la quinta, sin decir una palabra sacó sus cajas y canastos de labores y llevó a la mesa la imagen de vestir. La Divina Pastora estaba casi lista, y varias señoras habían peregrinado hasta la quinta sólo para ver el trabajo de restauración que Cayetana había llevado a cabo.

Una de sus tías se sentó a su lado con un suspiro. La otra se ajetreaba por la habitación, a su espalda. Ella, en silencio, cosió las últimas monedas al sombrero de la Virgen y luego de mirar largamente la imagen pintó un lunar sobre el labio superior, a semejanza del que tenía Magdalena.

Mientras estudiaba la mejor forma de entregarle el regalo —quería hacerlo por propia mano—, el ayudante de Albornoz se detuvo a hablar con Cleofé en la fuente del Pilar, y le dijo que hacía unos días que la niña estaba enferma.

* * *

El día de San Judas Tadeo, 28 de octubre, una mañana risueña luego de dos días de fuertes vientos que habían desatado infinidad de dolores de cabeza, doña Luisa oyó que un coche se detenía en la puerta. Era mañana de visitas, y varias amigas habían llevado un pan de San Roque para su hermano, con la intención de que su ingestión lo pusiera de pie.

La verdad era que Benicio andaba ya por el patio, malhumorado por la apretada faja que le ceñía las costillas, aunque, por suerte, la herida del brazo cicatrizaba bastante rápido. Decaído y melancólico, sin embargo, el rostro se le volvía sombrío cuando pensaba en que Cayetana era una roca que su grito no partiría. La última esperanza había sido la enfermedad de Magdalena, pero ni eso había dado resultado.

Harto de estar en la habitación, cavilaba, con un cigarro en la mano, en que mejor sería darse por curado y comenzar a hacer su vida normal, cuando una de las negras apareció a los saltos y susurró, medio ahogada:

—Ahí vino, está en la puerta.

Y como Benicio, sin entender, tiró el cigarro, la chica repitió apresuradamente:

—Es ella, coronel, que viene a traerle la Virgen a la niña Madelita.

—Busca a mi hija; dile que no recibirá su Pastora si no está en cama en un santiamén —susurró Albornoz, y lo más rápido que pudo se echó sobre el colchón y se tapó con una manta hasta la barbilla. El movimiento brusco había repercutido en las costillas y un auténtico dolor se le clavó en la expresión.

La criada volvió a entrar, esta vez sin llamar; arrastraba a Magdalena mientras le iba quitando la ropa, y alcanzó a sacarle los escarpines antes de acomodar varias almohadas a su espalda.

Al poco rato oyeron los pasos del lacayo de doña Luisa que guiaba a las visitas, puesto que la dueña de casa, tras un frío recibimiento, no consideró oportuno acompañarlas en persona.

Cuando la puerta se abrió, en la habitación en penumbras, donde la criada había alcanzado a encender un candelabro, entró no Cayetana, sino doña Mercedaria. La desilusión de Albornoz cedió paso a una profunda satisfacción; la joven, que seguía a su tía, se detuvo en la puerta un momento mientras observaba con desconfianza la habitación al notar que allí estaba también su enemigo, el hombre al que ella casi había matado. Llevaba un bulto en brazos, envuelto en una mantilla, pero su vacilación desapareció cuando oyó la voz de Magdalena que la llamaba con entusiasmo.

Mientras saludaba con una leve inclinación al herido, que descansaba en la cama adoselada, se adelantó hacia el catre de la niña, dejó la imagen en una mesita próxima y la abrazó.

—Estaba enferma pero ya me curé —dijo Magdalena con ingenua sinceridad.

—Te traje la Divina Pastora para que te cuide —contestó la joven, despejándole la frente de rizos.

La mulata arrimó un sillón para doña Mercedaria y una silla para Cayetana mientras revoleaba cojines, alcanzaba vasos de agua y ofrecía mate a las visitas, pues el amor del coronel y de su hija por la «monárquica» y el desdén y la furia que sentía doña Luisa por aquella joven sin fortuna tenían entretenidos a todos los criados, a quienes la historia les parecía muy digna de ser cantada, al son de una vigüela, en las pulperías de la ribera.

Cuando Albornoz consiguió que se retirara, ordenándole que trajera unas tazas de chocolate, la escena quedó configurada con doña Mercedaria sentada frente a él, sus dedos prendidos con fuerza a un bolso informe y apolillado, y Cayetana de espaldas a ellos, sentada en la silla y acodada en el alto catre donde Magdalena desenvolvía con torpeza la imagen de la Pastora.

—Tiene un lunarcito como el tuyo; mirá, justo acá, sobre el labio.

Ambas hablaban en susurros, la criatura haciendo a un lado el cabello que rodeaba la oreja de Cayetana para verter quién supiera qué secretos en su oído.

El coronel, inquieto, casi sin poder respirar por la emoción de tener tan cerca a la mujer que amaba, clavaba de vez en cuando los ojos en doña Mercedaria, que no le quitaba la vista de encima. Sobresaltándolo, la señora dijo en un tono bajo que parecía querer escapar a la atención de la joven:

—¿Ama usted a mi sobrina?

Aunque la pregunta le resultaba totalmente inesperada, él no tuvo que pensarlo.

—Con toda mi alma —y sin querer, hizo el gesto melodramático de posar la mano derecha sobre su corazón.

—¿Cree poder hacerla feliz?

Con lenguaje militar, él contestó seriamente:

—Será mi objetivo por el resto de mis días.

—¿Está dispuesto a abandonar su vida de pecados?

—Ya la he abandonado.

—¿Y a domar su carácter?

—Cuento con que ella me ayudará, es una mujer fuerte.

Cayetana, de pie, había tomado en brazos a la niña. Con ella se volvió a preguntar por la salud del coronel.

—Estoy mucho mejor. De hecho, me levanto de a ratos —contestó Albornoz, incapaz de volver a mentirle. Sus ojos azules, que ella había conocido risueños, prepotentes, crueles y burlones, tenían la expresión de un perro que sabe que ha cometido excesos y se esperanza en que su amo no será demasiado riguroso al castigarlo.

Pero la mirada de la joven se había dulcificado y hasta mostraba una preocupación que él no hubiera podido esperar. Con un nudo en el pecho, sacó la mano de bajo las colchas y la extendió tímidamente hacia ella; el cordón rojo del Agnus Dei chorreaba por su muñeca como un hilo de sangre. Ella palideció.

—Quería devolvérselo. En realidad, no sé cómo…

Cayetana dejó a Magdalena en el suelo, se acercó y tomó el relicario. Lo contempló un instante, pensando: «Decía verdad Cleofé, duerme con él».

Sopesó con la mirada el rostro duro, ahora aguzado de sombra, dolor y desazón. Desenredó el cordón carmesí de la cadena, constató el nudo, y acercándose a él se lo pasó por la cabeza. Su pecho le rozó el brazo, y una sensación de desmayo debilitó al coronel. Los dedos cálidos de la muchacha se lo acomodaron dentro de la camisa, sobre el corazón que latía, desbocado. Con tranquilo ademán, tomó la mano de Albornoz, que descansaba sobre las sábanas, y como era mujer de pocas palabras, se la llevó a los labios y la rozó superficialmente.

La criada entró con el chocolate, intuyó que algo importante se había decidido, y sin mucho protocolo dejó la bandeja a los pies de la cama, arrimó la silla de la joven, y no perdió ni una palabra, ni un gesto, para luego poder inventar mejor lo que contaría en el fogón.

—No me gusta la carrera militar —declaró Cayetana, con voz suave pero firme—. Los hombres están siempre fuera de casa y una tiene que amañárselas sola.

—Pensaba renunciar. Esta herida me lo permite.

—Me gusta vivir en el campo.

—Justamente, tengo una tierra por el lado de Agua de Oro, que colinda con la de los Maldonado…

—¿Un chocolatito, niña?

Cayetana lo agradeció.

—Sé que su familia ha mandado por usted, con la intención de llevarla a España —se atrevió a murmurar el coronel, sabiendo que era la prueba de fuego.

—No me iré de Córdoba. Estoy muy bien aquí, especialmente ahora que voy a casarme —fue el epitafio a la propuesta de los García de la Fuente.

La negrita pensó con picardía: «Esta vez, doña Luisa cae fusilada de rabia».

Y tocante a fusilamientos, al día siguiente, mientras doña Carmelita y doña Mercedaria ayudaban a Cayetana a elegir un buen género para el vestido de boda, un hombre que hablaba con el tendero dijo como al pasar:

—En la galera de hoy me llegó correspondencia de Buenos Aires. ¿Sabe que ha muerto Juan José Castelli? Parece que tenía cáncer de lengua. ¡Qué ironía!, ¿verdad? El mejor orador de la revolución.

El dueño de la tienda era un manchego rotundo, de pocas palabras y a veces hasta desagradable. Iba a contestar que se alegraba —se había salvado de ser deportado por la Primera Junta debido a que estaba casado con una criolla y tenía siete hijos—, pero el fuerte instinto comercial del que siempre se había ufanado lo llevó a callar. Conocía a las tres mujeres que, sentadas a un costado, observaban las telas que su esposa extendía; también eran monárquicas, e íntimamente se alegró de saber que ellas —la joven había levantado la cabeza al escuchar el nombre de Castelli— sentían lo mismo que él.

Afuera, un grupo de infantes cordobeses y sanluiseños, al mando de José Ramón Álvarez, marchaba hacia el Cabildo, de donde saldrían para el Alto Perú. José Ramón distinguió a sus tías y las saludó, desde la montura, con una afectuosa sonrisa. Al ver a Cayetana, se descubrió la cabeza y la inclinó respetuosamente: ya sabía que iba a casarse con el coronel, y por eso había solicitado aquella plaza, lejos de Córdoba.

La mayor de las ancianas se inclinó a susurrar algo a la otra, al reparo de su abanico, y las frases «… es una pena» y «¡qué le vamos a hacer!» seguidas por otra que murmuraba «… peor hubiera sido que se la llevaran» se desvanecieron para la prometida del coronel Albornoz que, con el ceño fruncido, parecía recapacitar sobre algo borroso e inasible.

Cuando los infantes se perdieron calle abajo, una nube de polvo se posó sobre el mostrador y ella, como en sueños, dibujó sobre la madera cenicienta de tierra unas letras.

El cliente que había traído la noticia se retiró y el tendero, acercándose a las señoras, vio lo que Cayetana había escrito; mientras sacaba de la caja los rollos de puntillas, pronunció varios nombres.

—Concha, Liniers, Allende, Moreno, Orellana, el buen señor don Rodríguez…

Con la inicial de cada uno de aquellos nombres se formaba la palabra que alguien, anónimamente, había dejado tallada en un árbol del Monte de los Papagayos. Era una protesta muda a las primeras muertes políticas del país.

La palabra que había dibujado Cayetana era CLAMOR.

* * *

Carta del delegado del Segundo Triunvirato, don Josué de Agüero, fechada en Córdoba, a mitad de noviembre del año 1812, al capitán Antonio García de la Fuente, en Montevideo:

«… y ya ves que me ha sido imposible cumplir con lo encargado, pues tu prima, que es una joven bella y muy seria, ha tomado estado de casada con el coronel Benicio de Albornoz. No creas que ha sido una cosa imprevista; al parecer, el coronel había perdido el tino por ella, y finalmente, después del accidente que sufrió mi amigo, ella ha decidido aceptarlo.

»Como él es viudo, y tu prima reacia a toda figuración, la boda se santificó en la casa de sus tías, una hermosa quinta que da sobre el río. Asistí a ella, algo desconcertado, pero lo que vi es tan halagüeño como para tranquilizar a toda tu familia: él es de excelente cuna, respetado en el ejército, hombre de recursos y tierras y la ama profundamente. De su primer matrimonio tiene una hijita que está muy apegada a Cayetana, y es notable el cariño que impera entre ellos tres.

»Si piensas que es un matrimonio de razón por parte de ella, como muchos dicen, te equivocas; no hay más que observarlos para comprender cuánto se aman. Me invitaron a acompañarlos a visitar unas tierras que mi amigo tenía improductivas, a varias leguas de la ciudad, y Cayetana nos acompañó a caballo. Mientras recorríamos la vieja huerta, abandonada por años, como toda la propiedad, sin que mediara espontánea curiosidad de mi parte, pude verla, entre la espesa vegetación, abandonarse un instante al abrazo de su marido. Cuando levantó el rostro hacia él, comprendí que iban a besarse, así que les di la espalda y regresé hacia los caballos. No sé si sería la claridad del sol que iba en descenso, pero ella parecía bañada en un resplandor de oro y cobre…».