APÉNDICE: APOSTILLAS

Para «Retrato de dama sin nombre»

Las mujeres de la fundación

La fundación de la ciudad de Córdoba presenta connotaciones que la diferencian de otras ciudades de lo que luego sería el territorio argentino.

Uno de estos hechos aludía a que sus fundadores eran hidalgos de casas reconocidas, que sabían leer y escribir en español, y algunos en latín; que venían con ellos sus mujeres, sus hijos, aun los pequeños; que en esa caravana de mujeres, venían también jóvenes casaderas.

Se habían preocupado, además, de traer un maestro para los niños y casi todos, hombres y mujeres, poseían libros y obras de arte, algunos artículos suntuarios y plantas, no sólo de utilidad, como la vid, el olivo, la higuera, sino también de flores, como los famosos gajos de rosas de Blas de Rosales.

Entre las mujeres, se destacaban:

Doña Luisa Martel de los Ríos, panameña, se casó siendo muy joven con Garcilaso de la Vega, padre del Inca Garcilaso; al enviudar, contrajo matrimonio con don Gerónimo Luis de Cabrera, el fundador de Córdoba, con el que tuvo cinco hijos; a la muerte de este, con Rodríguez de Villafuerte, del cual vivió separada.

Fue mujer de mucho carácter y, además, empresaria de molinos y haciendas, que luchó ante las cortes de España por limpiar el nombre de su esposo, injustamente acusado y vilmente ejecutado por Abreu. Murió en paz cuando consiguió legar a sus hijos la memoria de su padre, sin mancha alguna que pesara sobre la honra de los Cabrera.

Fueron pocos los vecinos que, como los Osorio, la apoyaron en esa lucha.

La india María, mujer del maestre de campo Hernán Mejía Mirabal, tuvo con él varias hijas naturales, que fueron reconocidas por el padre. Estas hijas, al casarse con hombres relevantes de la conquista, fundaron familias principales, como la de los Tejeda, la de los Deza y la de los de la Cámara. María Mejía, como se la llamaba, entendía mucho sobre hierbas y medicina, y se destacaba por su sabiduría. Ya anciana, era consultada en cosas de importancia por su yerno, el famoso capitán Tristán de Tejeda, que estaba casado con su hija Leonor Mejía Mirabal.

Doña Ana Mejía, hermana de doña Leonor, se casó primeramente con don Pedro de Deza, contador de la Real Hacienda, y después con Alonso de la Cámara. Por mercedes concedidas a uno y otro, se formó la estancia de Jesús María.

La hija de Leonor y del capitán Tristán de Tejeda, llamada también Leonor, fundó el monasterio de Santa Catalina; su hermano Juan fue el padre del poeta Luis de Tejeda que figura en el cuento «Aquesta confusa tierra». Entre ambos fundaron los dos primeros monasterios de clausura del país: Leonor, el de Santa Catalina de Siena (o de Sena, como figura en antiguos manuscritos), y Juan, el de las Carmelitas Descalzas.

Mujer de importancia fue doña Juana de Abreu, viuda de Pedro Arballo de Albornoz, que residía con su hija, doña Jerónima, bajo el amparo del capitán Blas de Rosales. Entre sus posesiones se menciona un óleo de la Magdalena y un retablo de madera dorada con imágenes de la Verónica.

Doña Jerónima de Albornoz, su hija, casó primero con el capitán Jerónimo de Bustamante, después con Juan Díaz Caballero y por último con el capitán Diego Celis de Quiroga. No pudo fundar un monasterio, como era su deseo, pero años después profesó en el de Santa Catalina de Siena.

Estefanía de Castañeda era hija de Diego de Castañeda; se unió en matrimonio con el escribano Juan Nieto, hombre de gran fortuna. Viuda, volvió a casarse, esta vez con Alonso Nieto de Herrera. En su segunda dote matrimonial figura la primitiva estancia de Alta Gracia.

Isabel de Rosales y su hermana Ana eran dos de las varias hijas naturales del capitán Blas de Rosales. Ana fue esposa de Diego de Cáceres y, al enviudar, tuvo un hijo natural con Damián Osorio. Casó por segunda vez con el capitán Francisco de Escobedo.

A estos nombres hay que agregar los de doña María de Ardiles, Mencía de Contreras, doña Catalina Díaz de Cárdenas, Luisa Martín del Arroyo, doña Ana Lozana, Ana de Mojica, doña Isabel de Salazar, Constanza de Lugo, Isabel Nadal, doña Catalina de Cabrera, doña Catalina de Bustos, doña Ana Caballero, doña Rengifa de Vargas; las Gonzáles, Isabel y María Francesa; las Monforte; la otra María de Mejía…

Y con ellas, otras damas sin nombre.

OBRAS CONSULTADAS:

Lucía Gálvez
Las mujeres de la Conquista.
Mabel Pagano
Malaventura: Vida de Luisa Martel de los Ríos.
Carlos N. Andrés
Córdoba la Llana.

Para «Aquesta confusa tierra»

Sobre la época, el poeta y la ciudad

Durante el siglo XVII, Córdoba exhibió una intensa vida social, cultural y económica, regida por un profundo sentido religioso —a pesar de ostentar el índice más alto de nacimientos naturales e ilegítimos del país— y por costumbres ceremoniosas. Era también Plaza de Armas, sede de la Real Aduana de Puerto Seco y, antes de morir el siglo, también del Obispado del Tucumán. Sus construcciones privadas, religiosas y públicas eran lujosas para la época, con muros de cal y canto, techos de teja y pisos embaldosados.

Córdoba destacaba por contar con colegios de prestigio, una universidad considerada entre las mejores del mundo, el Real Convictorio de Monserrat, cuatro conventos de frailes y dos monasterios de monjas, por entonces y hasta mucho más adelante, únicos en el país.

El comercio de mulas dejaba grandes dividendos que se exteriorizaban en algunas manifestaciones suntuarias que se enumeran en el cuento, datos tomados del libro La vida suntuaria en Córdoba (siglo XVII), del historiador Carlos Luque Colombres.

En ella nació Luis de Tejeda, el primer poeta argentino, en 1604. La familia de Luis de Tejeda era una de las más ricas y antiguas de la provincia. Por su padre, tenía sangre indígena, pues este era nieto de la famosa India María, mujer respetada por su sabiduría, que aparece brevemente en «Retrato de dama sin nombre». Por parte de su madre, emparentaba con Santa Teresa de Jesús.

Luis estudió con los jesuitas, y desempeñó los más altos cargos públicos y militares. Luchó contra los piratas holandeses y participó en las guerras calchaquíes, la más cruenta tentativa de los nativos por librarse de los españoles.

Fue hombre de extremos, tironeado entre el misticismo y los escándalos amorosos. Sedujo a mujeres casadas y varias veces estuvo a punto de morir en lecho y en terreno ajenos, por duelos o emboscadas, debido a su fama de donjuán. Entre sus amores, sin embargo, se destaca la historia de Ana Bernal de Mercado, a quien recuerda hasta el fin de sus días.

Ana Bernal pertenecía a una familia empobrecida y desprestigiada, y sus tempestuosos amores con don Luis terminaron luego de un sonado escándalo cuando un enamorado de Ana intentó matarlo en el mismo dormitorio de la joven, aunque sólo salió herido. Para escapar de la ira de su padre, Luis y su hermano, que se había casado secretamente con la hermana de Ana, se entregaron presos en el Cabildo.

La joven tuvo una muerte fulminante y prematura, que algunos estudiosos sospechan fue a causa de un aborto que la madre le obligó a provocarse. Él la recuerda en su obra El peregrino en Babilonia bajo el pseudónimo de «Anarda». El episodio de la tormenta que abre las puertas de la cárcel para que él pueda acudir a su velatorio, la disputa con la madre de ella, la intervención del franciscano, son sucesos reales.

Los padres de Luis trataron de encauzar su vida casándolo con una jovencita de buena familia, Francisca de Vera y Aragón, con la cual tuvo varios hijos y a la que amó tibiamente; la inexperta esposa no fue capaz de contener el carácter violento de Luis, ni tampoco su sensualidad exacerbada.

Al morir su mujer, cayó preso varias veces. Por entonces, los Tejeda y los Cabrera —descendientes del fundador de la ciudad— andaban dándose de estocadas por la calle, lo que puso de nuevo a Luis en peligro de ser encarcelado. Evitó esto ingresando al convento de Santo Domingo, para obtener inmunidad, y permaneció en él hasta su muerte, en septiembre de 1680.

Nunca tomó las órdenes, pero adoptó el hábito y siguió las reglas monásticas. Como acto de contrición, quemó sus escritos anteriores, conservando sólo los místicos.

Luis de Tejeda pudo haber inspirado a Enrique Larreta para La gloria de don Ramiro (algunos creen que así fue), y en El laberinto, Manuel Mujica Lainez le dedica la trama del capítulo titulado «El poeta cordobés». Prudencio Bustos Argañaraz, más recientemente, recrea de modo novelesco su vida en Laberintos y escorpiones.

Tejeda fue admirado por sus conocimientos: versificaba en varios idiomas, entendía el griego, el latín y el hebreo, lo que le facilitaba la lectura de poetas y filósofos antiguos y de las Sagradas Escrituras. Además de las artes de la guerra, sabía matemáticas, medicina, jurisprudencia, filosofía, teología, mitología y oratoria.

Frecuentó a Juan Bautista Daniel, pintor noruego, afincado en Córdoba, amante o esposo de Isabel de la Cámara, mujer de mucho abolengo y de una independencia inusitada para su época; con Daniel, Luis adquirió nociones de dibujo, pintura y música. La arquitectura la aprendió con los jesuitas, conocimiento que aplicó en la obra del convento de las carmelitas fundado por su padre.

Luis de Tejeda y Guzmán fue el ideal enciclopédico de su tiempo. Si en vez de dedicarse —víctima de las tendencias literarias que esclavizan a cada época— a escribir estrofas y estrofas que mostraran el debido arrepentimiento de su vida violenta y pecaminosa; si en vez de cultivar una poesía mística que no lo destacaba entre otros autores, hubiera conservado, en vez de quemarla, parte de su obra —presumiblemente erótica—, hoy contaríamos con una crónica vívida y veraz de la Córdoba monacal y licenciosa del siglo XVII, con sus pecados y virtudes.

Doscientos años después, al final de su vida, Echeverría reconocería el mismo imperativo social, que lo había impulsado a crear casi toda su obra poética, dejando de lado su más profundo anhelo: escribir relatos como el casi insuperable El matadero.

OBRAS CONSULTADAS:

Luis de Tejeda y Guzmán
El peregrino en Babilonia.
Doctor Carlos Luque Colombres
La vida suntuaria en Córdoba (siglo XVII).
Prudencio Bustos Argañaraz
Laberintos y escorpiones (vida novelada de Luis de Tejeda).

Para «Tú, que te escondes en los rincones oscuros de las escaleras»

Los negros de Yucat

Alfredo Furlani, en «Apuntes para una historia de Yucat», advierte que en lengua nativa, la palabra «yucat» deriva de «yucay», que significa mentira, apariencia, burla. Así, Yucat pasa a señalar un lugar escondido, difícil de ver o de hallar, en este caso, entre las barrancas cercanas al río Tercero.

Allí, por mercedes concedidas, levantó su estancia uno de los principales generales de la fundación de Córdoba, don Lorenzo Suárez de Figueroa; luego, por casamientos y herencias, terminó en manos del adinerado portugués Juan López Fiusa que, al final de su existencia, ya viudo de una hija de Figueroa, y sin herederos, la donó a la orden de Nuestra Señora de la Merced. Dice la crónica: «(En 1698)… buscó (López Fiusa) el apacible sosiego de los claustros para prepararse a bien morir», y se presentó en las puertas del convento modestamente vestido, a pesar de su riqueza, con dos esclavitos, Manuel e Ignacio, para que le cuidaran. Solicitó entrar como aspirante y se avino a obedecer y a vivir en la pobreza.

Los frailes redentoristas se hicieron cargo de la estancia, que padeció incontables altibajos, aunque, a diferencia de otros establecimientos de la época, ha pertenecido por trescientos años a los mercedarios, que todavía la administran.

Es una realidad social que los negros de las órdenes religiosas vivían mejor, durante la Colonia, que los blancos pobres y los indios libres: estaban protegidos incluso ante la ley, recibían comida, abrigo, vestimenta, sacramentos, instrucción, atención a sus enfermedades, medicamentos y sepultura.

Ha quedado documentado que los frailes encargados de la estancia de Yucat dedicaron dinero no sólo para estas necesidades, sino también para proveer de «lujos» —azúcar y tabaco, entre otras cosas— a sus esclavos, en contravención a lo que la Iglesia pensaba de esos «vicios».

Muchos esclavos aprendían oficios que les permitían ganarse la vida fuera del convento: entre los mercedarios, hallamos a los negros José Cabrera, que era maestro de barbería, sangrador y «médico», además de tocar muy bien el arpa; Pablo Lorca, maestro de arpa y violín; Tomás Moyano, maestro de órgano y de zapatería; José Romero, maestro de ladrillo y teja…

Con la pobreza del amo, sobrevino la emancipación de hecho, y las «rancherías» de los conventos se convirtieron en albergue casi gratuito para ellos. Algunos, reputados de artistas, o huérfanos criados con cariño por la comunidad religiosa, fueron enterrados dentro de las iglesias, privilegio sólo concedido a gente de relevancia o de las antiguas familias.

Alrededor de la capilla de la estancia, una de las más hermosas de la provincia, perduran enormes algarrobos con más de trescientos años de existencia.

Sobre las echadoras de langostas

Desde muy antiguo se creyó que algunas personas tenían el poder de predecir, a veces por una tonalidad en el horizonte, otras por un sonido que sólo ellas escuchaban, la llegada de la langosta. Como estas predicciones se cumplían casi siempre, se llamaba rápidamente a las «echadoras de langostas», que seguían un ritual para alejarlas o, de no ser posible, para detenerlas en los límites de un campo.

En Duendes en Córdoba, dice Azor Grimaut: «Me supo referir don Félix Pereyra, hombre muy informado sobre costumbres y supersticiones, que antiguamente, en las iglesias, se organizaban oficios diversos contra la plaga, y que, como resultado, la langosta moría atacada de una gusanera celestial».

En un principio, para que los santos no se molestaran porque elegían a uno y desechaban a otros como protectores, se hacía una ceremonia pública, donde se escogía un nombre por sorteo. A través de los siglos, como protectores de plagas de insectos, fueron consagrados Santa Olalla, los santos Tiburcio y Valeriano, San Francisco Javier, Santa Teresa de Jesús, y algún otro.

Pero el pueblo confiaba, sobre todo, en el poder de San Benito, famoso por luchar contra el demonio. Se invocaba al santo, cuando llegaban las mangas de langostas, mediante oraciones, versos y entierros de estampas.

Las personas que conocían el ritual de detener las plagas eran consideradas por el pueblo llano como seres nimbados de poderes sobrenaturales, y hasta la Iglesia terminó por aceptarlas.

Pero también eran temidas porque, si se les despertaba el resentimiento, podían, como las llamadoras del viento o las que formaban las tormentas de granizo, llevar la desolación y la ruina al campo que detestaban.

OBRAS CONSULTADAS:

Alfredo Furlani
«Apuntes para una historia de Yucat».
Azor Grimaut
Duendes en Córdoba. Actas capitulares, libro I.
Don Manuel Vela y Olmo
El Alma al pie del calvario (año 1846).
La Biblia
Cantar de los Cantares.

Para «Amutay, amutay, tripa Huecufú»

Los prisioneros ingleses recluidos en el interior de la Argentina

A pesar de que las tropas británicas, bajo el mando de Beresford, habían sido derrotadas en tierra, pendía sobre el Virreinato del Río de la Plata la amenaza de una gran flota llegada del Cabo de Buena Esperanza. Sir Home Popham, que estaba al mando de la operación, decidió bloquear el Río de la Plata y ocupar Maldonado. Contaba con que Inglaterra terminaría por mandarle refuerzos.

En esas circunstancias, el Cabildo de Buenos Aires ordenó que los prisioneros ingleses capturados en batalla, o en el momento de la rendición, fueran recluidos en las provincias del interior del país, desde donde les costaría mucho llegar a la costa y unirse a la contraofensiva que Gran Bretaña preparaba. De esa manera, fueron remitidos en grupos, con poca comunicación entre ellos, a Santiago del Estero, Tucumán, San Luis, Salta, La Rioja, Catamarca y Córdoba.

En el caso de Córdoba, un contingente fue internado en San Ignacio de Calamuchita, una estancia que había pertenecido a los jesuitas —expulsados en 1767—, tan extensa en tierras que a su dueño se le llamaba «El Rey del Suelo».

La prisión era abierta, con escasa vigilancia, y no lo pasaban mal los internados; algunos llegaron acompañados por sus mujeres, y casi todos los oficiales tenían servidores. Viajaban con el equipaje completo, puesto que no se lo habían requisado y, extrañamente, tampoco se los despojó de sus armas: no sólo conservaron las de filo, como sable o espada, sino también las de fuego. Entre las pocas prohibiciones que les impusieron estaba la de no permitirles andar a caballo, con la intención de dificultarles cualquier intento de fuga.

Uno de estos oficiales, Alexander Gillespie, escribió un libro, Buenos Aires y el interior, donde, a pesar de sus críticas, deja entrever la casi generalizada buena voluntad de los criollos para con ellos. Y muchos, al ser liberados, dejaron cartas de despedida agradeciendo lo bondadoso del trato, los obsequios y favores que habían recibido en nuestro país. En su opúsculo Los prisioneros ingleses en Córdoba, dice Rafael Garzón: «Algunos vecinos hasta renunciaron a cobrar lo adeudado por el costo de alimentación y el transporte de los prisioneros», pues estos estaban a cargo de los vecinos y de una pequeña guardia que se hacía responsable de las idas y venidas de los británicos.

Los ingleses establecieron vínculos con familias de clase alta, pero también con esclavos y pardos libres, que hubieran podido, por ignorancia o por dinero, informarles del escaso armamento con que contaban las autoridades para defenderse. Sin embargo, no hubo nada que lamentar, pues no se concretó ninguno de los descabellados planes que podrían haber hecho los prisioneros.

Consta en documentación de la época que «la plebe del otro sexo les demostraba una inclinación muy apasionada y deshonesta», pero también las señoritas de la sociedad se sintieron atraídas por ellos, ya que se celebraron varios matrimonios. Cuando iban a ser repatriados, veintidós de ellos solicitaron permanecer en Córdoba, como John Pullen, casado con Rafaela Ávila; John Ross, con Justa Vega; James Cooper, con Teresa Cáceres; John Esley, con Manuela Tissera; Thomas Wilson, con Ana Arias de Cabrera; Thomas Kaemms, con Agustina Alfonso, y otros. Lo mismo sucedió en Buenos Aires y en el resto de las provincias donde fueron internados.

Es verdad que hubo una fuga de prisioneros desde la estancia de San Ignacio, al parecer ayudados por el hijo del dueño, que fue encarcelado. Sus bienes fueron embargados y él murió en la cárcel, abandonado por su familia.

Estos fugitivos consiguieron llegar a Montevideo y, cuando terminaron las hostilidades entre la Argentina y el Reino Unido, se embarcaron para Gran Bretaña, como en el caso del protagonista de este cuento.

El destino de las tropas inglesas en el Río de la Plata podría resumirse en las palabras que Jorge Castelli pone en boca de Whitelocke:

«No soy diestro en agorerías, porque descreo de tales embustes. Sin embargo, no puedo evadir la sensación de que aquellas aguas cargan algo malo en sus entrañas, un destino funesto, una cosa que no sé definir. Ese río va a llevarse muchas vidas, no lo dude. No me pregunte cuándo ni de qué manera sucederá, pero el río más ancho del mundo cuenta con todas las características para convertirse en una inmensa tumba de lodo y aguas marrones». (Jorge Castelli, El delicado umbral de la tempestad).

OBRAS CONSULTADAS:

Alexander Gillespie
Buenos Aires y el interior (año 1818).
Rodolfo de Ferrari Rueda
Los prisioneros ingleses (1806-1807).
Doctor Rafael Garzón
Los prisioneros ingleses en Córdoba.
Jorge Castelli
El delicado umbral de la tempestad.

Para «El Agnus Dei»

La historia según los vencidos

Nadie se preguntó nunca cómo vio una gran parte de la población —la que padeció muertes, agravios, despojos, las más de las veces innecesarios— a la Revolución de Mayo.

Apenas cuatro años después de las heridas que había dejado la forma en que fueron tratadas las tropas del interior que iban a luchar contra los ingleses, la Primera Junta abrió otra herida que demoraría más tiempo en cicatrizar, porque detrás de sus órdenes quedaron huérfanos sin protección, mujeres que debieron vivir de la caridad de los mismos que habían firmado las sentencias de muerte de sus padres, de sus maridos, las confiscaciones de sus propiedades, la requisa de su hacienda o el desvalijamiento de sus comercios.

Por esas cosas de la historia que los protagonistas tratan de suavizar y los que deben entenderlas a siglos de distancia prefieren interpretar, la Revolución de Mayo dejó pendiente el deber de un estudio más profundo sobre ella.

De todos modos, para una sociedad, especialmente la de las pequeñas ciudades provincianas, profundamente enraizada en lazos de parentesco entre los nacidos acá y los venidos de allá, debió ser traumático encontrarse con que el cuñado, el tío, el padre, el amigo de toda la vida se convertían, de pronto, en enemigos.

Lo sucedido en el Monte de los Papagayos sacudió también los grupos moderados de Buenos Aires, tanto de la capital como de la provincia. Paul Groussac escribió en su obra Santiago de Liniers, Conde de Buenos Aires:

«Los prisioneros de guerra, fusilados sin juicio en la Cruz Alta, fueron mártires de su lealtad, y no necesitan ser rehabilitados.

»Un estremecimiento de horror corrió por el cuerpo de los proceres del pacífico Mayo; y en la proclama tardía con que la Junta Gubernativa intentaba denigrar a sus víctimas, se percibe un conato balbuciente de justificación. El prestigio de Moreno no resistió a la repercusión del atentado; y sabemos que, no bien alejado el genio terrible de la Revolución, la Junta procuró desandar la Via scelerata por aquel abierta, y que ¡ay!, dos generaciones argentinas estaban condenadas a recorrer. Aquel funesto sofisma por los sectarios formulado, y según el cual eran justos todos sus pasos, y criminales los contrarios, ellos mismos se iban a encargar de destruirlo, persiguiéndose los unos a los otros, arrojándose mutuamente a la cárcel y a la proscripción, en nombre de un ideal revolucionario por todos proclamado y por ninguno realizado ni definido…».

En la última de sus obras, Jorge Castelli reseña la idea que Moreno tenía sobre el accionar de las tropas de la Revolución: «Que se hable con severo espanto de nuestros soldados, aun antes de que el primero de ellos asome su figura por sobre la línea del horizonte. Que se nos tema como se teme a los aparecidos y a las ánimas: por habladurías y con horror secreto aunque seguro, incluso sin haber cruzado previamente jamás con alguno de ellos». (Jorge Castelli, Las campanas de la revolución. Liniers y Moreno).

OBRAS CONSULTADAS:

Paul Groussac
Santiago de Liniers, Conde de Buenos Aires.
Jorge Castelli
Las campanas de la revolución. Liniers y Moreno.
Mariano Moreno
Escritos.

Para «Buscando marido a una mulata»

De la negra que cazó un indio y de la fiesta de los sanjuanes

Reclamar un marido

La historia de Bernabela, aunque no ha quedado consignado su nombre, es verídica. Da noticias de ella, en su libro, un viajero inglés, que al hospedarse, muchos años después, en la estancia donde vivía la morena, observó que el dueño tenía una hermosa colección de armas, donde se destacaba una espléndida y única tacuara. Al preguntar qué hacía un arma tan primitiva entre facones de plata, sables y armas de fuego, el estanciero les contó la historia de la mulata que capturó a un indio y luego lo reclamó para marido.

En un momento en que escaseaban los hombres debido a la guerra de la independencia, a los enfrentamientos durante la anarquía y a la posterior guerra civil, se permitía a las mujeres, especialmente en las provincias, reclamar para sí un prisionero político, un sentenciado a muerte, un preso, a los que se les conmutaba la pena de muerte por prisión, se les alivianaba la condena o se los dejaba en libertad.

En Romance de Río Seco, Lugones hace alusión a ello en un poema titulado «El reo», donde se cuenta la historia, también verídica, de un desertor que, a punto de ser fusilado, se presenta una mujer a pedirlo por marido. Para asombro de todos, el reo pide que le quiten la venda para verla, y se encuentra con que era:

Parda jamona, y de yapa,

bizca por su mala suerte,

aunque todos reflexionan,

que al fin más fea es la muerte.

En cuanto el sentenciado le echa un vistazo:

«No me conviene la prenda»

dice con resolución,

y vuelve a pedir la venda.

Cuenta Lugones que el reo «recibió sus cuatro tiros dándose por satisfecho», y luego agrega:

No sé qué creerán ustedes,

mas yo tengo para mí,

que merece algún respeto

Quien supo morir así.

En la misma obra, el autor toma los amores y la tragedia de Francisco Ramírez y la Delfina —sucesos que ocurrieron en el tiempo en que sucede este cuento— en dos poemas: «La cabeza de Ramírez» y «La presa».

Los sanjuanes

Se les llamaba así a las fiestas celebradas en la segunda mitad de junio, cuando el santoral recuerda a varios «santos Juanes», como San Juan de Sahagún, San Juan Regis, San Juan, Presbítero y Mártir, San Juan Bautista y los Santos Juan y Pablo, hermanos y mártires.

La más popular expresión de estas fiestas eran los «fogones» al aire libre que se encendían el día 24, natalicio de San Juan Bautista, costumbre que se extendió hasta mediados del siglo XX.

Sin embargo, pocos recuerdan hoy que era muy arraigada la creencia de que se podía saber, mediante artes adivinatorias practicadas desde la noche del 23 de junio a la del 24, si existían perspectivas de casarse dentro del año, para quien las consultase.

La costumbre de enterrar el ajo correspondía a las clases populares, pero las clases altas preferían las llamadas «cédulas de San Juan», donde en la sala de una casona se reunían jóvenes y mayores alrededor de la mesa; mientras se repartían las cédulas enrolladas, alguna morena hacía circular, en bandeja de plata, copitas de anís dulce para las damas y de anís duro (grapa o caña) para los hombres.

En estos papelitos venían escritos los nombres tanto de la gente joven como de viudos y solteros de ambos sexos que asistían a la reunión.

Cuenta Azor Grimaut que estos nombres se consideraban un augurio de unión o el inicio de un compromiso. Pero si en la cédula de un muchacho aparecía la palabra «conga», o en la de una de las niñas la palabra «chivo», el pronóstico era de soltería.

Luego de la distribución de las cédulas, se bailaba, se jugaba a las prendas, a las adivinanzas, y a las doce de la noche se servía un chocolate «de cuchara parada» —por lo espeso— con colaciones.

Otra práctica era el velatorio del huevo: al atardecer del día 23 se cascaba un huevo en un vaso, se le agregaba agua y se encendía una vela como ofrenda al santo. A las doce de la noche se sacaba el vaso al exterior, para que le diera el frío, y en la mañana del 24 la joven, con alguna de las mujeres mayores de la familia, recogía el vaso y trataban de adivinar, por las figuras que había formado la clara escarchada, su porvenir.

También se podía «velar el espejo»; esto consistía en encender frente a un espejo una vela —que no debía ser consagrada— varias horas antes de la medianoche del día 23, en una habitación sin otra luz que esa. A las doce de la noche, la interesada debía mirarse en él para hallar la visión del rostro del que sería su esposo, o de una casa, que sería su nuevo hogar.

Este recurso tenía un costado estremecedor: el paso de un coche fúnebre sobre la luna del espejo anunciaba la muerte de la curiosa dentro del año.

OBRAS CONSULTADAS:

Leopoldo Lugones
Romance de Río Seco.
Azor Grimaut
Duendes en Córdoba.

Para «Espérame en el día del Santo Fundador»

Sobre el general Quiroga, capiangos y uturuncos

Si bien el general Quiroga no aparece en esta narración más que mencionado, su espíritu y las leyendas que forjó por su sola presencia sobrevuelan el relato. Entre las dificultades para combatir su predominio en todo el interior, estaban las creencias que circulaban sobre él. Creencias compartidas, para asombro del general Paz, que lo relata en sus Memorias, no sólo por las clases bajas, sino también por las cultas.

Se tenía a Facundo por hombre de inspiración sobrenatural, con espíritus «familiares» que podían penetrar en cualquier parte y causar daño siguiendo sus órdenes.

El «Familiar», en la región del centro y noroeste de nuestro país, es un ente sobrenatural que se alimenta de seres humanos, dando riqueza y poder sólo a su amo. Se cree que este consigue dominarlo debido a un pacto con el diablo.

El «Familiar» puede presentarse como una enorme serpiente, o una oveja, o un puma. A veces como un perro negro, o una fiera que puede adoptar la apariencia de un hombre o una mujer, un tigre o un caballo, pero que se alimenta de carne humana. El que es «dueño» de uno de ellos tendrá suerte permanentemente, siempre que le suministre una vez al año un ser humano para ser devorado.

Si repasamos las creencias que corrían sobre Facundo Quiroga, vemos que alrededor de él giraban toda suerte de «familiares»: la presencia del caballo, el famoso Moro (por el pelo agrisado), su preferido en el momento de entrar en batalla.

Se decía que el Moro le daba consejos de táctica y estrategia, además de revelarle cosas ocultas. Que el animal tenía un conocimiento sobrenatural de lo por venir quedó demostrado ante los ojos del pueblo cuando, para la batalla de La Tablada, donde Facundo se enfrentó con el general Paz, el Moro no se dejó ensillar, atacando a los que se acercaban a él. En medio de la lucha, cuando la suerte se había vuelto contra el caudillo riojano, intentó Facundo nuevamente montarlo, y tampoco esta vez el animal permitió que le pusieran el freno.

También se decía que Quiroga tenía escuadrones de capiangos, soldados que se convertían en fieras al entrar en combate, que de noche se deslizaban en el campamento enemigo en forma de tigres y diezmaban a los soldados dormidos. Era un hecho recurrente que las tropas que debían enfrentarse con las fuerzas del caudillo, al enterarse de que traía su batallón de capiangos, desertaban en masa.

No era casual, entonces, la historia divulgada sobre Facundo, quien, se decía, perdido en el desierto, había matado un tigre —es requisito de esta superstición haberle dado muerte por propia mano—, convirtiéndose así en el Tigre de los Llanos para el paisanaje.

Otra de las historias fabulosas que corrían sobre él era la de que poseía una ampalagua, especie de víbora enorme que habitaba lagunas o pozos. Al parecer, habiéndola encontrado en tierra, Facundo le echó su chaquetilla encima; el animal no huyó, demostrando con su actitud que lo aceptaba como amo.

Esta víbora, a la que Facundo mantenía en un pozo, bien alimentada, permitiéndole salir de vez en cuando, era considerada como uno de los más temibles «familiares».

Por el dominio que ejercía sobre seres de fábula, se creía que Quiroga era invencible en la guerra, en el juego y en el amor. Se decía que ninguna mujer, por casta y honrada que fuera, había conseguido resistirse cuando él la había solicitado.

Quizá las excepciones que confirmaban la regla fueran el único hombre que consiguió vencerlo —y por dos veces—, el general José María Paz, y aquella jovencita llamada Severa de Villafañe, quien murió como consecuencia de haberlo rechazado.

El capiango

«Capiango» es palabra guaraní, y guaraní es el origen de la leyenda sobre hombres que podían convertirse en tigres al caer la noche. En realidad, sus poderes eran más amplios: se suponía que tenían la cualidad de adoptar la forma de felino a cualquier hora, siempre que llevaran con ellos una piel de tigre y unos granos de sal. Con sólo chupar un poco de sal y revolcarse en la piel, se convertían en seres feroces, que caminaban en dos patas, corrían en cuatro y tenían zarpas y colmillos. Podían morir a puñal, pero rara vez por bala, pues cuando disparaban contra ellos, erizaban la pelambre y las balas se deslizaban sin lastimarlos. Si eran heridos mortalmente en su aspecto de felino, recuperaban su forma humana al morir.

También se creía —y esto estaba relacionado con los soldados tigres de Facundo— que el convertirse en «capiango» derivaba de un estado sobrenatural que un hombre podía obtener cultivando la ferocidad en la pelea y negándose a amar a nadie. A veces, los padres que querían tener un capiango que los defendiera lo hacían usar desde niño alguna prenda hecha con la piel de un tigre, y le daban de comer el corazón de este carnicero. El así iniciado debía continuar, por el resto de su vida, con esta práctica, que le proporcionaba el poder de convertirse en fiera a ciertas horas y salir a cazar su comida preferida: seres humanos.

Sólo obedecían al dueño, quien se había apoderado de su voluntad mediante un pacto con el diablo; en caso de haberlo hecho el capiango por sí mismo, en su forma humana no tenía que seguir más que su propio capricho.

Aunque no sentían amor ni afecto por nadie, se creía que, si llegaban a enamorarse de alguna mujer —debía ser virgen—, perdían su capacidad de transformarse y se volvían mansos.

Juan Bautista Ambrosetti tomó la leyenda del capiango de labios de Leopoldo Lugones, quien le transmitió una versión muy difundida en Córdoba, Santiago del Estero y Tucumán.

El Runa-Uturunco

«Runa-Uturunco» es una palabra quichua que significa, igual que capiango, hombre-tigre, animal legendario conocido no sólo en todo el noroeste argentino, sino también en Perú y Bolivia. En el Litoral argentino se lo llama yaguareté abá, y para los guaraníes es capiango.

Es extraño que, en general, haya sobrevivido en las provincias del oeste la voz guaraní más que la quichua.

Es interesante advertir que aunque cada uno de estos seres de fábula tiene sus comportamientos e historias que los diferencian, a su vez mantienen características comunes que se extienden desde los Caballeros Tigres de México hasta llegar a nuestra Patagonia.

El mito andino del Runa-Uturunco se remite a la historia de un indio viejo, un «diablero», que de noche, revolcándose sobre la piel de un tigre y rezando un credo al revés —el aporte de la Conquista a la leyenda indígena—, se convierte en un feroz yaguareté o jaguar, el tigre criollo, que sale en busca de las presas que eligió en su aspecto de hombre.

El Uturunco es un tigre con aspecto humano, pero como tigre le falta la cola; se reconoce su huella porque deja cinco dedos marcados.

Si uno preguntaba, en lugares donde era artículo de fe la existencia de capiangos o uturuncos, por qué no se los veía más, la contestación era que, como los tigres iban siendo exterminados, ya no se conseguían los cueros para el ritual de revolcarse o cubrirse con ellos. Con la extinción de los jaguares, desaparecía también otra forma de convertirse en hombre-tigre: al ponerse en contacto el animal, mediante la dentellada o el zarpazo, con la sangre del hombre, este, como en la leyenda de la mordedura del vampiro, perdía parte de su humanidad y ganaba ciertos atributos de la fiera.

Aún hoy, en las regiones selváticas de nuestro país y de otras zonas de la América del Sur, ningún hombre toma mate con otro que haya sido herido por un tigre, temiendo contagiarse con su saliva.

Con la extinción de animales y la tala de la selva y el monte, uturuncos, capiangos, «familiares», pomberos, duendes, espectros y animales de fábula fueron entrando en la penumbra de la leyenda en compañía de otros dioses y seres imaginarios que poblaron en un momento la imaginación de la humanidad.

OBRAS CONSULTADAS:

Adolfo Colombres
Seres mitológicos argentinos.
Daniel Granada
Supersticiones del Río de la Plata.
Félix Coluccio
Diccionario de creencias y supersticiones argentinas y americanas.

Para «La niña que sueña»

La sed, el general y las cuarteleras El martirio de la sed

Las mejores páginas en narrativa sobre la marcha del general Lavalle hacia el norte, después de ser derrotado en Quebracho Herrado por las fuerzas federales, las escribió Manuel Gálvez en Han tocado a degüello. Allí nos narra el martirio de los vencidos, algunos moribundos, muchos heridos o enfermos, todos cansados y sedientos, que sólo encuentran a su paso pozos contaminados con algún animal muerto, baldes y sogas arrojados al fondo para que no pudieran servirse de ellos, jagüeles donde habían internado las reses para volver barro el agua. Todo por obra de enemigos o de paisanos resentidos contra los ejércitos, pues estaban hartos de ser expoliados por ellos.

Fue durante esa travesía que se desató una tormenta tan fuerte que Oribe, que marchaba en seguimiento de Lavalle, tuvo que esperar a que se detuviera la lluvia para proseguir la cacería. Tormenta que, al mismo tiempo, salvó a los unitarios de perecer de sed y les dio la oportunidad de distanciarse de los federales.

Toda la parte rural del interior de la Argentina sufrió, en esos meses y durante un año, uno de los más grandes desastres humanos y económicos. Las represalias fueron terribles y hubo matanza de vecinos a causa de los enconos políticos, las denuncias y las venganzas. El campo quedó devastado, sin caballos, sin animales para alimentarse, sin sembrados, sin las vituallas que se guardaban en alacenas o sótanos; todo fue saqueado por los ejércitos enfrentados.

Por mucho tiempo, las provincias por donde pasaron las tropas o los desertores, o las bandas de cuatreros que se formaron para aprovechar el caos, quedaron sumidas en un estado de letargo político, de carestía de alimentos, de falta de productividad que costó años superar.

El general derrotado

No obstante los actos de pillaje y el desorden extendido, la tropa unitaria siguió siendo leal a un jefe que ya sabía que nunca volvería a dirigir un ejército digno de ser llamado así.

En esa hora crítica, Lavalle escribe a su esposa y le confiesa que trata inútilmente de poner orden en sus hombres, que «los soldados se han convertido en una horda de salteadores y forajidos».

Lo mantiene melancólico e insomne la muerte de Dorrego, culpa que lo acompañó, como a Santos Pérez el grito del niño que mandara degollar, hasta su muerte.

Preservar sus restos mortales del ultraje del enemigo, transportar el corazón del general a través de la cordillera de los Andes, fue el último gran gesto de sus hombres, lo que los redimió en alguna medida de sus excesos.

El general Paz escribe en sus Memorias, al hablar de los yerros de Lavalle:

«Los que lo habían elevado hasta ponerlo al frente de la revolución tenían un positivo interés en que su autoridad fuese anómala e irregular, para que después que hubiese servido a sus miras pudiesen cuando les conviniese derrocarla…».

Las cuarteleras

El ejército de Lavalle era famoso por la enorme cantidad de mujeres que seguía a la tropa en calidad de «soldaderas», como se las llamó alguna vez. Estas mujeres llegaron a ser, desde el punto de vista estratégico y práctico, una gran carga en las marchas, especialmente para alimentar, proteger y acomodar.

Mabel Pagano, en una conferencia que dio durante la Feria del Libro (Córdoba, 2003), habló sobre estas milicianas (cuarteleras, fortineras) no reconocidas casi nunca por las tareas que prestaban a sus hombres y, en general, al ejército.

«Estas mujeres cumplieron misiones de riesgo y heroísmo a la par de los hombres. Fueron amantes, lavanderas, cocinaron y curaron sus heridas, supieron cazar y carnear animales. Labradoras y sembradoras, sabían cómo hacer adobe y arrear una caballada y también, si se daba el caso, tomar el fusil y defender una guarnición.

»Compartieron la vida dura de los fortines, padecieron hambre y frío y recorrieron largas distancias siguiendo a los batallones, pariendo en los descampados, con los hijos en ancas o colgados de su espalda. A muchas se les reconocieron los servicios, dándole un grado militar, otras apenas fueron un número para la ración que mandaba el gobierno… cuando se acordaba. Pero todas, todas, fueron relegadas de cualquier beneficio y ya no se les permitió la entrada a los cuarteles, o a los fortines, cuando la campaña terminó.

»Es un acto de justicia rescatarlas del olvido y darles el lugar que se ganaron, a fuerza de coraje, en la historia de la Patria». (Mabel Pagano, «Memoria de cuarteleras». Con permiso expreso de la autora).

OBRAS CONSULTADAS:

Manuel Gálvez
Han tocado a degüello.
General José María Paz
Memorias postumas.
«Grandes protagonistas de la historia argentina
Juan Lavalle», colección dirigida por Félix Luna.
Mabel Pagano
«Memoria de cuarteleras» (conferencia pronunciada en la Feria del Libro de Córdoba en 2003).