Jana: ¿Josep? Josep: Sí. Soy yo.

Jana: No esperaba tu visita. Aguarda un momento, abro enseguida.

Josep: Has tardado tanto en responder que pensé que no estabas.

Jana: ¡Qué mal aspecto tienes!, pareces cansado. Dime, ¿quieres que te prepare algo? Voy a ponerme una tila y tomaré una pildora de Serc, ando de nuevo con los vértigos. Dime, ¿qué te pongo?

Josep: Nada. No te molestes. Deberías mirarte la espalda y dejar esas pildoras. Yo llevo demasiados años tomándolas y lo único que me han producido es adicción.

Jana: Lo sé, sin embargo, las necesito.

Josep: Veo que ya tienes el equipaje hecho.

Jana: Sí. Pero, dime, habíamos quedado en el aeropuerto, ¿cómo es que has venido a casa?

Josep: Sé que has estado en el convento. Que has hablado con la madre Vasallo.

Jana: ¿Qué tiene de peculiar que lo hiciera? ¿Qué es lo que pasa?

Josep: Sabes que Enrique no quiere conocer nada del pasado de su padre. Desde siempre se ha negado a indagar sobre ello. No entiendo cómo tú, conociendo sus deseos, te has atrevido a ir al convento. Quiero que me digas qué estás buscando allí y lo que las religiosas te han contado.

Jana: Lo que yo haga o deje de hacer no es de tu incumbencia.

Josep: Te equivocas. Todo lo que se relacione con él es importante para mí y, por lo tanto, me concierne. ¿Qué estás buscando? Si no lo haces, le diré quién eres en realidad. El engaño del que ha sido objeto, se lo diré todo.

Jana: No sé a qué te refieres, yo no le he engañado, jamás lo hice y jamás lo haré.

Josep: Tú y tu hermana, ¿qué habéis pensado? Desde que comenzaron vuestras investigaciones os tienen vigiladas. Cada uno de vuestros movimientos es archivado, grabado, medido y analizado. Desde que Reyes metió el dedo en este asunto, vuestras vidas están marcadas. Esto no es como ella piensa, no se reduce a seguir el vestigio del pasado de su padre y buscar justicia. Tras todo lo sucedido en el convento hace más de tres décadas hay asuntos que podrían costaros la vida.

Jana: Si por un momento piensas que me vas a intimidar, te equivocas. No le tengo miedo a nadie ni a nada. Seguiré con mis investigaciones os guste o no. Lo haré aunque me deje la vida en ello. Creo que tras todo este sucio asunto sólo hay un puñado de personas con unos intereses muy concretos que, como suele ser habitual, esconden beneficios económicos y poder. Ya sabemos que el poder lo da el dinero, ¿verdad, querido zapatero? Tus cuentas corrientes gozan de una salud impresionante, he tenido acceso a ellas hace unas horas y me sorprende lo que un «remiendasuelas» puede llegar a ganar. Lo curioso es que las transferencias están efectuadas desde Italia, desde el mismo Piamonte, ¿crees que es una casualidad que tus facturas de zapatero remendón sean pagadas desde Italia? ¿O es que en Piamonte o en cualquier lugar de Italia no hay zapateros remendones que se encarguen de ponerle suelas a los zapatos de sus lugareños?

Josep: La ironía sobra entre nosotros. Ambos sabemos bien lo que andamos buscando. Claro que tú sabes menos que yo. Todavía no has percibido con claridad el motivo de mi visita. Puedes haber tenido acceso a mis cuentas corrientes, pero te garantizo que no sabes de la misa la media.

Jana: ¡Ah no! Y, según tú, ¿qué es lo que sé?

Josep: Lo único que me preocupa es la salvaguarda de Enrique. Él es como mi hijo. No permitiré que, por culpa de la obsesión enfermiza de tu hermanastra, de su inconsciencia, a él le suceda algo. Si le perjudicas, yo te perjudicaré a ti.

Jana: Entonces los dos estamos en el mismo barco.

Josep: He limpiado mucha basura vuestra, pero ya no puedo seguir haciéndolo.

Jana: ¿Insinúas que eres el bueno de esta película? ¡Déjame que me eche unas risas! ¿Piensas que no sé que estuviste en el convento cuando estaban en cuarentena los forenses?, no olvides que hablé con sor Vasallo.

Josep: Algún día te darás cuenta de que me sitúas en el bando equivocado; lo triste es que de seguir en esa postura, será demasiado tarde. Os he hecho muchos favores. Sí, Jana, he barrido vuestros desperdicios día tras día, desde que te pusiste en contacto con Enrique. Gracias a mí, aún estáis con vida. Nunca se temió por lo que tu hermana pudiera saber de lo sucedido en el convento. Ella era hija ilegítima, no reconocida y repudiada por su propio padre. La repudió bajo confesión y por escrito. Salas sentía tanto rencor y arrepentimiento por aquella relación y el fruto de la misma que llegó a arrancar las teclas de la máquina de escribir con la que confeccionó las cartas de arrepentimiento. Le dijo a su confesor que era tal su vergüenza que hasta las teclas con las que había transcrito las cartas estaban manchadas de deshonor y que no quería que nadie, ni tan siquiera él, volviera a utilizarlas.

Jana: Eso no es cierto. Salas adoraba a mi hermana, era su hija y pensaba reconocerla. Si no lo hubieran asesinado lo habría hecho. Tengo pruebas de ello que, como imaginarás, no pienso darte.

Josep: Después de aquellas miserables cartas, lo más honroso, lo más loable para una dama, era que tu hermana no se interesase por su padre biológico, y tu madre menos aún. Pero ya veo que ni una ni otra tenían honor ni vergüenza. Las cartas de Salas, para cualquier mujer, habrían sido un insulto, una mezquindad. En realidad, Salas era un mezquino, un esquirol al que sólo le importaba él mismo. Era tan egoísta que llevó a la muerte al grupo de forenses, a sus colegas. Siempre anduvo metiendo las narices en lo que no le incumbía, siempre. Ahora, su hija, fiel fotocopia genética, está haciendo lo mismo, jugando con la vida de los demás sin importarle nada ni nadie. La historia se repite, desgraciadamente es así.

Jana: No sólo eres cruel en tus actos, tu forma de hablar hiere. Y lo más terrible es que parece darte lo mismo el daño que tus palabras pueden hacer.

Josep: Soy igual de cruel que tú al casarte con él. Pero, al menos, yo le protejo. Llevo años intentando que no recuerde nada, que no se relacione con nada que le vincule con lo sucedido en el convento. Pero llegaste tú y jodiste todo. Le vigilé, y cobré por ello, aún sigo haciéndolo. Si dejo de hacerlo me matarán. Me importa poco que lo creas o no. Velo por su seguridad. Si él no tiene información, si no indaga, si todo permanece donde está, nada sucederá. Pero vosotras habéis estado metiendo los dedos en todo una y otra vez, sin importaros nada. Cuando Reyes tuvo la estúpida idea de acelerar los temores de Enrique con aquellas llamadas telefónicas en las que le preguntaban por la identidad de pi, se os localizó. Después, tu hermana cometió la mayor de todas las estupideces que había cometido hasta aquel momento: ponerse en contacto con ese cura mentecato que se ha dedicado a hurgar en temas que no le conciernen. Ese estúpido e incoherente cura, obsesionado con un jesuíta que por su conducta estuvo en los tribunales de la Inquisición. Su paranoia con esos malditos textos, que supone que contienen algo tan importante como para matar a los forenses, me pone de los nervios, ¡qué majadería! En pleno siglo xxi aún me cuesta creer que haya gente tan estúpida, tan falta de coherencia, de sensatez. Pero él no es el único que está inmerso en enigmas religiosos, las monjitas del convento son tan estúpidas como él. Guardan esos manuscritos indescifrables como si en ello les fuera la vida, dejando de lado otras muchas cosas. Cuando uno se aferra a los poderes del Cielo estando en la Tierra, corre el riesgo de no alcanzar ninguno de los dos lugares, ni el Cielo ni la Tierra.

Jana: ¿Te refieres a los textos de Loyola, a los que dice Daniel que tienen ocultos las religiosas? ¿Estás diciendo que esos textos existen?

Josep: ¡Por supuesto que existen! Salas se volvió loco con su traducción, más de lo que ya estaba, más loco y más avaro de lo que era. Pero esos textos nada tienen que ver con la organización. Ese cura mentecato y estúpido lo ha removido y mezclado todo con su burda y fantasmagórica hipótesis. Es un buhonero medieval, que para gente con dos dedos de raciocinio y un mínimo de cultura no tendría ni un ápice de credibilidad. Nadie en su sano juicio le daría pábulo.

Jana: Dime; si los crímenes no tuvieron que ver nada con los textos de Loyola, y éstos existen, ¿por qué las monjas se empeñan en demostrar que no es así?

Josep: No pienses ni por un momento que te voy a dar toda la información que quieres. No debería estar aquí. Si lo hago es porque sólo me preocupa la integridad física de Enrique, porque le quiero como a un hijo. Y él te adora, eso es una desventaja para mí. Sé que te dará oídas. No permitiré que nada le suceda y para ello es necesario que no sepa nada de esto. Créeme, debéis abandonar la investigación. No debes decir nada, nunca debes hablarle de cómo y los motivos que tuviste para ponerte en contacto con él, para conocerle. Los correos que enviaste a tu hermana y a él, como imaginarás, han sido interceptados. Si Enrique da un paso en vuestra compañía, no sé lo que puede sucederle. No sé lo que os puede suceder a todos vosotros.

Jana: No has contestado a mi pregunta. ¿Por qué las monjas ocultan la existencia de los textos?

Josep: No sé qué pueden contener esos escritos, pero de lo que estoy seguro es de que deben de ser tratados psicológicos para mentes débiles. A Salas le enloquecieron y la Iglesia los mantuvo ocultos durante siglos. Sor Vasallo los mantuvo bajo su custodia tres décadas, negando y ocultando su existencia. Lo único fundado es que esos malditos textos nos están dando muchos quebraderos a todos, incluso están poniendo en peligro vuestra integridad física. Deberías cancelar tu viaje a Piamonte. La vidriera, como bien supusiste, me la entregó Salas en mi visita al convento, pero ya no existe. Fue destruida por la organización. Los cristales estaban en el interior del cuerpo de Salas; no se reflejó en la autopsia, pero te aseguro que los trituraron y se los hicieron tragar. Cuando sucedió, aún estaba vivo. Imagina lo que puede suceder si continuáis con vuestra investigación.

Jana: ¿Qué quieres decir?

Josep: Exactamente lo que debes de haber interpretado. Si me piden datos, santo y seña, serán vuestros datos, vuestro santo y seña los que daré. Jamás los de Enrique, lucharé porque él nunca los tenga. Piénsalo Jana, piénsalo con detenimiento. Cancela el viaje a Piamonte, allí no hay nada de tu interés… No olvides hablar con las religiosas y decirles que no estás interesada en los objetos de Salas ni en esclarecer los hechos. Todo debe quedar como estaba antes de que Reyes comenzara sus investi…

Capítulo 42

La grabación se interrumpió bruscamente. Reyes puso su mano sobre mi hombro y dijo:

–No hay sitio en la cinta para más. Como verás está completa. Es probable que la conversación continuara. Jana podía haber utilizado la otra grabadora, la del broche, pero es evidente que quería conservarla para llevarla consigo, como hizo. No dejó nada escrito, como tú y Daniel pudisteis comprobar al llegar al piso. Si hubierais ido antes al palacete, antes de hablar con Josep, es probable que ahora le tuviéramos frente a nosotros. Eso fue lo que ella debió de suponer, que de sucederle algo, te llamarían del trabajo y verías su mensaje sobre el fresco antes de hablar con Josep. Pero las cosas no sucedieron como mi hermana, creemos, debió de planificar…

Por unos minutos la voz de Reyes perdió tono e incluso sus rasgos se emborronaron. Mis pensamientos hicieron que dejara de oírla. Uno tras otro, los acontecimientos, desde que conocí a Daniel, pasaron por mi mente y, como piezas de un rompecabezas, fueron encajándose uno tras otro hasta llegar al mismo instante en que la grabación se interrumpió.

–¡Enrique!, ¿estás bien? – inquirió Daniel, cogiéndome por el antebrazo derecho…

–Si no hubieras metido las narices en el convento, si no hubieras dado con la existencia de esos textos de Loyola, ahora todo estaría como siempre -dije.

–No tienes que responsabilizarme de que esto se haya destapado, no soy yo el único que metió las narices. Julián también lo hizo -respondió.

–¿Quién es Julián? – inquirí.

–Mi hermano -contestó Rosalía, que permanecía sentada sobre una caja de cartón, observándome en silencio, como si yo fuera una presa que tarde o temprano atraparía entre sus dientes.

–¿Tu hermano? – pregunté.

–Es criptógrafo -respondió Rosalía, fijando sus ojos de mantis hambrienta en los míos.

–Él fue el que descubrió el método de mi padre -dijo Reyes-, el código que utilizó para encriptar los mensajes en las cartas. A él le debo todos los conocimientos que ahora tengo sobre la criptografía. Daniel tiene razón. Si Julián no hubiera encontrado la clave, es probable que aún estuviéramos en la más absoluta ignorancia.

–Yo no estoy tan seguro de ello -apostilló Daniel-. El tiempo demostrará que Salas también utilizó los textos de Cervantes y de Loyola para dar salida a sus mensajes. Ya sabéis cuál es mi hipótesis, esos textos son piezas claves de esta historia; queráis creerlo o no, es así. Tanto Julián como yo somos notas de una sinfonía que está claro lleva sonando muchos años, pero que nadie ha podido oír hasta ahora.

–Enrique -dijo Reyes dirigiéndose a mí-, lo que ahora interesa es saber si estás dispuesto a colaborar o quieres desentenderte de todo. No te hemos ocultado nada, dispones de los mismos datos que nosotros, sabes los riesgos que hay. Los resultados puede que no sean satisfactorios, incluso conoces, por la grabación, adónde te pueden llevar. Creo que tu madre, Jana y tu padre, al que…, no lo olvides, asesinaron -dijo enfatizando el verbo-, se merecen que sigas la investigación. Necesitamos tu ayuda. Ni a Daniel ni a mí nos dejarán entrar en el convento y lo más probable es que tengamos que volver allí. Como verás, estoy hablándote con total sinceridad. Tenemos habitaciones de sobra, podéis hospedaros durante unos días aquí. Como imagino que te habrá dicho Daniel -éste hizo un gesto afirmativo con la cabeza-, necesitamos varios días para poner toda la información en orden.

Capítulo 43

Reconocí a Julián desde lejos, antes de que se levantase y clavase sus ojos en los míos. Era el joven que me dio el anuncio de alquiler de la habitación de Daniel. Estaba sentado frente a una mesa de madera de nogal maciza. Sobre su superficie había infinidad de papeles apilados en montones y alineados de izquierda a derecha. Todos tenían el mismo tamaño. A su derecha tenía un grupo de sobres de los que, deduje, iba sacando aquellos folios que, cuando nos aproximamos, pude comprobar eran las cartas de Salas.

–Éste es Julián -dijo Reyes, señalando al joven desde el quicio de la puerta-. Aquí pasa la mayor parte del día, descifrando los escritos que mi padre le fue enviando a mi madre durante su permanencia en el convento. Una carta diaria en principio y, a medida que pasaron las semanas, como verás -dijo señalando los montones apilados-, el trabajo es más lento. Lleva investigando mucho tiempo.

Reyes sacó de su maletín la bolsa de terciopelo rojo y la abrió. Puso la abertura hacia abajo y desparramó sobre la superficie de la mesa las teclas que más tarde montamos en la estructura de la máquina de escribir que me enviaron las religiosas junto al extracto del Quijote y el dibujo del escarabajo.

Julián se levantó sonriendo irónico, con la misma expresión en su mirada que caracterizaba los ojos de Rosalía y que, por su profundidad, incomodaba. Estrechamos nuestras manos. Él, sin dejar de sonreír, y yo sin ocultar el desagrado que sentía ante aquella situación que una vez más me hacía estar fuera de contexto, perdido como lo estaría un payaso dentro de una obra de Shakespeare. Julián no mencionó nada sobre nuestro encuentro en la funeraria, pero la ironía que se reflejaba en sus ojos era más que suficiente para percibir que disfrutaba con mi desconcierto.

Daniel, Reyes y Rosalía abandonaron el estudio, no sin antes dar indicaciones de que el almuerzo estaría en una hora, tiempo suficiente, según estimó Daniel, para que Julián me pusiera al corriente del código utilizado por Salas para encriptar los mensajes y el contenido de los escritos descodificados.

Tomé algunas de las cartas, mientras Julián me miraba a la espera de que diese con la clave sin que él tuviera necesidad de intervenir. Me observó en silencio, durante unos minutos, sin que sus labios perdieran aquella sonrisa burlona que tanto me incomodaba. Tras unos instantes, en los que fue extrayendo varios folios que permanecían archivados en uno de los cajones del escritorio, agachado y mirándome de soslayo, dijo:

–Es más sencillo de lo que parece. Procura, si puedes, no leer ninguna palabra, sólo míralas. Míralas todas, por separado y en conjunto. La forma en que lo estás haciendo es la misma que utilizó el confesor de Salas y la madre de Reyes y, de esa manera, jamás podrás ver nada más que lo que ellos vieron.

–¿A qué te refieres? – pregunté.

–Estás buscando un mensaje dentro del contexto y las palabras, dentro del código alfabético que has aprendido. Así no percibirás el error que todos los párrafos tienen, un error premeditado que esconde la clave que Salas utilizó de forma muy hábil para encerrar sus frases. Créeme, así sólo conseguirás ver las cartas llenas de arrepentimiento por un amor que, evidentemente, Salas seguía sintiendo por la madre de Reyes y de Jana. Un amor del que, curiosamente, renegaba una y otra vez, como un demente.

–Es imposible -dije tras revisar los escritos varias veces-, estos textos no siguen ninguna pauta que yo conozca. Si no me adelantas nada, perderemos el tiempo. Y, además, no entiendo muy bien qué motivos tienes para no explicarme directamente el código.

Me miró con expresión de desconcierto y dijo:

–Creí que sería una manera de halagarte, una deferencia. Eres hijo de criptógrafo y, para nosotros, para los criptógrafos, lo más apasionante es encontrar el código y descifrarlo sin ayuda de terceros. No he pretendido ponerte nervioso ni hacer que te sintieras incómodo. Si ha sido así, debes aceptar mis disculpas -dijo, tomando los escritos y colocándolos sobre la superficie de la mesa como si fuesen cartas del tarot-. Aunque no estés de acuerdo con mi forma de actuar, prefiero que seas tú mismo quien, paso a paso, vaya dando con las claves. Comienza por mirar los textos. Busca coincidencias entre ellos. Todos tienen algo en común. Míralos con detenimiento y dime, ¿qué ves en ellos que constituya una falta grave en el lenguaje escrito? En un lenguaje que un hombre con la preparación de Salas debía poseer.

Miré una tras otra las cartas, siguiendo el orden en que él las había esparcido sobre la mesa. Cuando llegué al último párrafo del último folio, dije:

–No hay ni una sola letra mayúscula. Es increíble, no lo había percibido. Es cierto, Salas era demasiado culto como para no poner mayúsculas donde procediera. Está claro que su omisión es premeditada -concluí apasionado.

–Ahí está la primera de las claves -respondió señalando uno de los párrafos-. Lo primero que tuve en cuenta, si en realidad había encriptado algún tipo de mensaje en aquellos textos, fueron los medios que se habían utilizado para ocultarlo o, lo que es lo mismo, los materiales utilizados para esconder el mensaje. La tinta, el papel, la máquina de escribir y, por supuesto, el lenguaje utilizado. La máquina era una pieza clave. Pero no sabía de qué forma lo había hecho. Para ello podía haberse servido también de alguno de los materiales que componían las cartas. Analicé el papel y está limpio. El lenguaje, la lengua castellana, tampoco escondía ningún orden anormal que nos diera una clave numérica bajo la alfabética. No existen erratas tipográficas que construyan frase alguna; sencillamente, no hay erratas. ¿Conoces ese procedimiento?

–Mi padre me instruyó en ello -respondí-. Lo definía como erratas tipográficas premeditadas. Desde entonces no puedo leer un solo texto sin separar las erratas que voy encontrando en ellos. Para mi sorpresa, sigo encontrando frases increíbles, algunas escalofriantes.

–Como dice Daniel -sonrió-, no existen las casualidades. Yo también tengo varios textos que he ido extrayendo de obras clásicas. Mis estudios sobre ello son predicciones que a más de uno le pondrían los pelos de punta. El ser humano no es Dios y nunca llegará a serlo, pero puede sentarse a su derecha si sigue los pasos correctos para llegar hasta Él. Dios es el padre de la criptografía. Y la criptografía es más que una técnica para descifrar mensajes ocultos o para ocultarlos, es toda una disciplina con la que puedes llegar a lugares y sitios insospechados, aparentemente invisibles al ojo humano. Todos los códigos tienen varias dimensiones, y todos son utilizados para enviar mensajes, tanto orales, acústicos o visuales como táctiles o sensitivos. Sólo hay que intentar descifrarlos, seguir su rastro. Ir descartando uno tras otro hasta llegar al correcto. Eso fue lo que hice para encontrar el código que Salas utilizó. Aun sabiendo que la máquina era una pieza clave, antes de revisar las teclas, que Reyes me entregó, en profundidad, di los pasos que ya te he explicado.

–Si no me equivoco, lo primero que percibiste fue la ausencia de mayúsculas.

–Exactamente. Después vino la tipografía incorrecta que tenían algunas de las vocales y las consonantes. Fallos que no siempre eran tales. Quiero decir que una misma grafía, por ejemplo ésta -dijo señalando la letra a-, como ves aquí, tiene la parte superior incompleta, como si no se hubiera marcado en el papel por falta de presión o por un fallo de la cinta de la máquina. Sin embargo, más abajo, la misma grafía de la letra a está perfectamente marcada. Así sucede con todas las consonantes y las vocales. En un principio, el fallo no se aprecia, incluso se lee sin dificultad. Parece, a simple vista, una deficiencia de la cinta de la máquina que, evidentemente, podía tener la tinta gastada en parte de su recorrido.

–Las letras con fallos tipográficos forman palabras -dije uniendo varias de ellas instintivamente, mientras él hablaba.

–Coge todas las teclas y observa la parte inferior, donde deberían ir las grafías que corresponden a las mayúsculas. Puedes utilizar mi lupa -dijo entregándome-la-. Como ves, están todas incompletas y su grabado es del mismo tamaño que el superior.

–No son mayúsculas. No hay ni una sola mayúscula grabada -respondí mirando todas.

–Las mayúsculas no se grabaron, se omitieron premeditadamente, al igual que las letras que tienen fallos. Éstos fueron hechos deliberadamente. Debía de escribir los mensajes a mano y después, cuando los transcribía dentro de las cartas, con una simple y sencilla pulsación sobre la palanca que activaba el teclado para las mayúsculas, mayúsculas que, como sabemos, no existían, procedía a insertar la letra, la grafía con imperfección, el mensaje.

–Las teclas las restauró Hilario, el orfebre toledano. Entonces, él debía de conocer lo que Salas pretendía -dije sin levantar la vista de las teclas.

–Es probable, pero tal vez Salas no le dijera lo que pretendía. Creo que le quitó las teclas a la máquina y se las envió junto a las cartas a la madre de Reyes como parte de la misma estrategia. Salas quitó las teclas para no dejar rastro de su código y se las envió a la madre de Reyes con el claro propósito de que ella entendiera un envío que tenía la misma dosis rocambolesca que su cambio de sentimientos repentino. Pero cometió un fallo incalificable para una mente de su porte, no tuvo en cuenta lo vulnerables que son los sentimientos, lo grande que es la estupidez humana. Su amada no percibió los interlineados porque no estaba segura de su amor.

–¡Es increíble! – exclamé.

–Aún me quedan algunos textos por transcribir. Es una labor lenta, porque hay que ir letra por letra, palabra por palabra. Como verás, si observas con celo las cartas, no todas las oraciones tienen letras defectuosas. Se cuidó mucho de que los textos no llamaran la atención. A pesar del trabajo que queda por hacer, creo que en unos días tendremos los mensajes completos. Hasta ahora he extractado el que Reyes te ha transmitido y estos dos más que, en apariencia, no guardan sentido dentro de lo sucedido en el convento, y parecen, más bien, referirse a los textos que estaba transcribiendo sobre Loyola. Leyéndolos, la hipótesis de Daniel, sobre la vinculación de Loyola y su Peregrino, sobre Cervantes y su Quijote, parecen ir tomando fuerza.

–¿Por qué lo dices? – pregunté.

–Te mostraré los seriados de palabras que he entresacado -concluyó tendiéndome un folió-. Juzga tú mismo:

Primer seriado:

Llave – Trece – Cuadro – Heredero – Fonseca

Segundo seriado:

Aspas – Quijote – Loyola – Puertas – Solsticio

Tercer seriado:

Llave Pedro – Bautista Sol – Tablada

Capítulo 44

Leí y releí los seriados varias veces. Ninguna de las palabras que los componían me llamó tanto la atención como el apellido del poeta mexicano Tablada. Lo hizo porque recordé al instante que el epitafio de Salas correspondía a un poema del escritor.

–Como ves, está todo relacionado entre sí. En el primer seriado Salas dejó claro que existían trece cuadros y una llave. También que el cuadro estaba en manos del heredero de Fonseca o, lo que es lo mismo, tú -dijo sonriendo-. Cuando entresacamos el texto supusimos que el cuadro tendría en su interior la llave y que ésta debía de ser la que, probablemente, abriría el lugar en donde los forenses se reunían en Toledo, lugar que, evidentemente, no era la casa del orfebre, ya que allí no se encontró nada.

–Entonces, ¿debo suponer que sabes qué indican el resto de las palabras que componen los seriados, incluido el apellido del escritor mexicano? – inquirí.

–Lo primero que sopesamos cuando encontramos las primeras palabras encriptadas fueron los motivos por los que Salas no dejó sus mensajes más claros, más concisos. Podía haberlo hecho, pero no lo hizo. Al menos, no lo hizo en los mensajes a los que nosotros hemos tenido acceso. Todos ellos creemos que están escritos en fechas muy cercanas a su asesinato. Esto nos llevó a la conclusión de que, con casi total seguridad, Salas debió de intentar sacar la información del convento con anterioridad a las cartas que le envió a la madre de Reyes.

–¿Qué quieres decir? – pregunté desconcertado.

–Pensamos que Salas percibió lo que sucedía en el convento casi en los primeros días de encierro. Intentó sacar la información al exterior, pero sus mensajes fueron interceptados por alguien. Por necesidad, simuló una demencia repentina, algo lógico dada su situación. Estaba, como bien admitía constantemente a las religiosas, cautivo. Las cartas que le escribió a la madre de Reyes fueron una idea brillante nacida de una mente privilegiada como la que debía de tener. Un hombre católico confeso y practicante que, viendo que sus días están contados, se arrepiente de su pecado. ¿Qué puede haber más lógico y más complaciente para el clero? Nada mejor que esas cartas para esconder un mensaje.

»Respecto al segundo seriado, está claro que habla del Quijote y la relación con el trabajo que realizaba sobre los textos de Loyola. Sus tres primeras palabras: As-pas, Quijote y Loyola así lo demuestran. Sin embargo, las dos últimas no tienen en apariencia ningún vínculo con las anteriores, aunque sí lo tienen con las siguientes: con el tercer seriado. En concreto con Bautista, Sol y con el apellido del escritor mexicano, Tablada. Una relación muy estrecha y más clara de lo que parece. Y es probable que algo quede aún en el convento de sus mensajes.

–¿Insinúas que dejó pruebas de lo que pasó dentro del convento que nadie ha visto?

–Si enlazas el significado de las palabras, de las últimas palabras, tendrás un hilo conductor claro y conciso. Llegarás a la misma conclusión que hemos llegado nosotros.

–La única relación que he encontrado entre las palabras y el convento es la que da cierto sentido a la hipótesis de Daniel: estaba investigando, como las mismas religiosas manifiestan, los textos de Loyola. El apellido de Tablada y su epitafio, también, pero no sé qué pueden significar.

–Los mensajes de Salas no están escritos en un código común, sino cifrado. Teniendo en cuenta este punto, hay que interpretar todo lo que hizo. Debes agrupar las palabras por su relación. Formar familias de conceptos relacionados entre sí e interpretarlos. Bautista, Solsticio, Puertas, Llave, Tablada y Pedro están estrechamente relacionadas y nos llevan al mismo lugar, al convento. Como sabes, Daniel piensa de otra manera. Afirm a quea la congregación le faltan parte de las cartas del santo, las últimas en las que Salas estaba trabajando. ¿No te ha hablado de ello? – dijo mirándome a la espera de mi confirmación.

–No -respondí-; dime, ¿qué relación le disteis a las palabras entre sí? Si es cierta vuestra hipótesis, tendré que volver al convento.

–Así es. Como te dijo Reyes, en esta investigación, eres casi imprescindible. Las religiosas no permitirán a ninguno de nosotros que entre en sus instalaciones, sólo te dejarán hacerlo a ti.

–Dime la relación que habéis establecido entre las palabras.

–El nombre de Bautista se refiere a san Juan Bautista, al que le cortaron la cabeza, como lo hicieron con tu padre y con Salas.

–¿Mi padre y Salas fueron decapitados? – inquirí desconcertado.

–Pues así fue. Imagino que si Reyes y Daniel no te lo han comentando habrá sido porque daban por hecho que tú lo sabías. Fueron decapitados y sus cabezas no se encontraron nunca, desaparecieron como lo hicieron los forenses que viajaban en el autobús rumbo a Toledo.

–No tenía ni idea de ello -dije apoyándome sobre la mesa.

–Bien, como te decía, al igual que Salas, el Bautista tenía una firmeza que hizo temblar al mismísimo Herodes. No calló ante nada ni nadie por cumplir la misión para la que fue encomendado, y se rebeló contra los abusos de poder, igual que aparentemente hizo Salas. Ambos perdieron la cabeza por ello. Esa es la primera relación que encontramos nada más ver el nombre de Bautista. Lo que ambos hicieron y la manera de morir. La palabra Sol nos indica, una vez más, que estamos hablando del Bautista, ya que su fiesta se celebra el día 24 de junio, coincidiendo con el solsticio de verano. Es la fiesta solar por excelencia, el día con más horas de sol, en donde el poder de las tinieblas tiene su reinado más corto. Como imagino que sabrás, en los antiguos mitos griegos se llamaba a los solsticios «puertas» y ahí tienes la siguiente palabra del seriado. Está claro que Salas se llamó a sí mismo Bautista en los mensajes encriptados. Llegados al apellido del escritor mexicano Tablada, éste nos conduce directamente al epitafio de Salas, que es un poema del escritor que se refiere al Sol en forma metafórica, a su luz, lo fuerte e importante que ésta es y lo que puede crear o precipitar.

–Al golpe del oro solar, estalla en astillas el vidrio del mar -respondí.

–Una vez más tenemos el Sol. Bautista, Sol, solsticio de verano, puerta y Tablada. Está claro que Salas quiso dejar patente que al contacto con el sol se abriría una puerta y que en ella está el secreto.

–Los rosetones de cristal azul de las cruces -respondí-. Debe de estar en el cementerio. Por eso faltaban varios de ellos, para que no encontrásemos el lugar que podían indicar.

–Es posible, pero nosotros no pensamos eso. La palabra central en torno a la que todas giran es Bautista, el nombre de san Juan Bautista. Sólo hay que fijarse en la fecha en que se celebra su fiesta y ahí reside la clave.

–Sigo sin entender.

–San Juan es el único santo del que se celebra su natalidad y no el día de su muerte, por lo tanto, el mensaje de Salas no puede referirse al cementerio en donde está enterrado, sino a un lugar que tiene relación directa con el agua, por el bautismo, con el sol que puede dar en ella, y con Pedro, que como sabes es otra de las palabras del seriado. Una de sus acepciones es piedra.

–La iglesia del interior del convento, en la pila bautismal -respondí.

–Sería posible si la iglesia del convento la tuviera, pero, según Daniel, no la tiene. Es una capilla y no está acondicionada ni lo estaba para esos menesteres. Jamás se bautizó a nadie en el monasterio, que sepamos. Los documentos que hemos revisado no hablan de que haya existido jamás. Según Daniel, sólo puede referirse a la fuente que hay en el interior del convento, una pequeña roca de la que brota agua de manantial. El patio está situado en la parte central del edificio, y en el centro está ubicado el pequeño naciente. Daniel recuerda que sobre él Salas colocó una figura del Mesías recién nacido en cristal que confeccionó para la orden. Dice que el sol incide en ella con fuerza y proyecta rayos azulados por todo el patio al mediodía. Está por saber si uno de esos rayos indica el lugar en donde Salas escondió su segundo mensaje o la clave de todo este asunto. Tal vez los rayos no sean iguales o no proyecten la misma luz en una fecha o en otra, pero para ello tendrás que volver al convento y convencer a las religiosas de que te dejen entrar en las instalaciones interiores. Daniel afirma que Salas no les entregó todos los textos de Loyola a las monjas y que ése es un punto que podías utilizar para convencerlas. Si les dices que sabes dónde están o pueden estar los escritos te dejarán entrar.

–¿El resto de las palabras, aspas, Quijote y Loyola, qué significado tienen?

–Está hablando de las aspas que dibujó en el suelo de la biblioteca del convento. Olvidé que tú no has entrado en las instalaciones. Daniel nos dio indicaciones del dibujo. Salas hizo un mosaico sobre el suelo de la biblioteca. Son aspas de un molino de viento. Sobre ellas colocó a todos los forenses integrantes del grupo. Las religiosas interpretaron aquel trabajo como una deferencia hacia ellas y el producto de la pasión que Salas sentía por la obra de Cervantes. El sitio más adecuado para un homenaje a un escritor es, sin lugar a dudas, una biblioteca. Sin embargo, después de entresacar las palabras de las cartas, creemos que en las aspas había algo más que nadie ha conseguido ver hasta el momento.

–Jana tenía una fotografía del grupo de forenses en la biblioteca. Curiosamente están colocados formando unas aspas de un molino de viento, pero bajo sus pies no se aprecia el mosaico.

–Eso debió de ser producto del revelado, porque el mosaico aún está en el suelo del convento, al menos estaba cuando Daniel fue invitado a abandonarlo. Si éste hubiera tenido las cartas de Salas en sus manos descifradas cuando aún tenía libertad dentro de la abadía, es probable que ahora estuviera en posesión de algo trascendental.

–¡O muerto! – dijo Daniel, que estaba tras nosotros-. Los acontecimientos se suceden con un orden lógico y premeditado. Están guiados por poderes que se escapan a nuestra comprensión, pero de los que no debemos tener dudas. Si aún estoy aquí, si todo ha sucedido de esta forma, es porque Dios así lo ha decidido. Y no me cabe la menor duda de que Él no se equivoca nunca.

–Habló un excomulgado y ¿quién mejor para dar muestras de sus creencias? – respondió Julián en tono de sorna.

–No dejes de tener en cuenta que mis dogmas no se han visto mermados por las decisiones de algunos hombres. Sólo Dios es el verdadero juez. Ya veremos quién está en el camino correcto cuando todo esto se desenmarañe. Es momento de almorzar -dijo, haciendo una seña para que le siguiéramos.

Julián sonrió y, tras guardar las teclas, las cartas y los folios que había sobre la mesa en uno de los cajones, se levantó y caminó hacia la puerta.

–Julián -le inquirí poniéndome a su lado-. Hay un punto que no me ha quedado del todo claro, algo que no encaja en vuestras conclusiones.

–¿Cuál? – dijo él parándose.

–Salas no podía saber que moriría decapitado. Tuvo que referirse a san Juan Bautista por otros motivos, porque no creo que conociera cómo iba a morir.

–Por supuesto que no. Pero el asesino sí debió de hacerlo por eso. Salas debió de ser la segunda cabeza visible del grupo. Al igual que lo era el Bautista, no olvides la rivalidad de la que siempre se ha hablado entre los seguidores de Jesús y de Juan. Él debía de haber provocado esa rivalidad o, de no ser así, conocerla. Recuerda que san Juan bautizó a Jesucristo, y el paralelismo entre María y la madre de san Juan.

–Entonces, según todos los datos, Salas era el segundo del grupo y mi padre el primero.

–Es probable, pues Salas era el mentor de tu padre. Los dos fueron perseguidos y asesinados, como lo fueron Jesucristo y san Juan Bautista. Ahora debemos buscar a los que lo hicieron. Vamos por buen camino, fíate de nuestras hipótesis -concluyó.

–Sé que estás aturdido -dijo Daniel, que andaba junto a mí-. Incluso me atrevería a asegurar que viajarías de inmediato al convento, sin darte un respiro. A mí me sucedió lo mismo cuando Julián me hizo partícipe de su descubrimiento, pero, antes, debemos encontrar el lugar en donde está situado ese plano. Hay que encontrar la cerradura en donde introducir la tija de tu llave. Viajaremos a Toledo mañana mismo. Reyes cree haber dado con el lugar exacto y, si está en lo cierto, no saldrás de tu asombro. Julián se quedará aquí, terminando el trabajo. Ahora debemos seguir las pautas correctas, no precipitarnos. Si Salas puso en primer lugar el cuadro y la llave, tuvo motivos para hacerlo.

Capítulo 45

Cuando llegamos a Toledo, caminamos hasta la plaza del Conde y desde allí a la judería. Ya en la calle San Juan de Dios, entramos en uno de los comercios, regentado por una mujer de marcados rasgos hebreos. Ella, tras escuchar las explicaciones de Reyes sobre nuestra visita, nos condujo a la parte trasera de la vivienda.

En su patio soleado nos esperaba el rabino. Era un hombre anciano y decrépito que leía, ensimismado, un legajo de textos hebreos, bajo la sombra de una higuera cuyas raíces asomaban amenazantes entre las losetas. El anciano, después de que la joven se inclinase a su lado y le comunicara nuestra presencia, levantó la cabeza y fijó sus ojos en nosotros con una curiosidad insultante, sin el más mínimo atisbo de decoro o discreción. Sin mediar palabra, extendió su mano huesuda y salpicada de máculas hacia Reyes. Ésta le acercó el plano de las galerías, el dibujo del escarabajo y la llave egipcia: la cruz de Ankh. El anciano miró la llave con detenimiento. La puso sobre el plano y dijo:

–Los cristianos siempre son bienvenidos en mi casa, aunque en mi memoria permanezca aún vivo el recuerdo doloroso que mis antepasados dejaron de nuestra terrible expulsión en 1492 -dijo sin retirar sus ojos de nosotros-. Por ello, deben perdonar mi aspereza, es algo que aún no puedo controlar del todo, sin embargo, tengan presente que cumplo los mandatos divinos y gracias a ellos pueden estar seguros de que les atenderé con agrado -se interrumpió unos instantes en los que volvió a clavar su mirada recelosa en nosotros-. Veamos lo que ese forense italiano, supuestamente, escondió en estos objetos -dijo, acercando una lupa de gran tamaño a sus ojos y subiendo el papel hasta casi pegarlo al cristal.

–¿Cómo sabe que era italiano? – le pregunté a Reyes.

–Mi amigo Josué, con el que hablé para concertar la entrevista, es su hijo. Le di los datos necesarios sobre lo sucedido. Le hablé sobre el grupo de forenses del que formaban parte nuestros padres y de la época en la que sucedieron los hechos. También le dije la nacionalidad y profesión de cada uno de ellos e indicaciones de todo lo que tenemos y nos han entregado. De no hacerlo así, el rabino hubiera tenido dificultades para entender nuestros propósitos y no nos habría atendido. Todos, cuando nos piden información, exigimos que se nos den los motivos por los que la solicitan, más cuando ella es referente a sucesos tan serios como los que nos atañen. Creo que es comprensible, ¿o no? – inquirió Reyes mirándome de frente.

Asentí con la cabeza.

–Josué me dijo que el dibujo del escarabajo lo confeccionó Salas, uno de los forenses. Su padre -dijo mirando a Reyes, que hizo un gesto afirmativo con la cabeza-. El señor Salas y el resto del grupo se reunían aquí con un tal Ruiz que, según mis informaciones, era orfebre, ¿cierto? – inquirió.

–Exactamente -respondió Reyes.

–Cuando Josué me dio los datos, recordé enseguida parte de aquella historia. Los sucesos corrieron de boca a oreja como parte de una leyenda, una de tantas que pueblan la capital. Se decía que el grupo de investigadores sordomudos… -se interrumpió unos instantes pensativo-: ¿Sabían ustedes que diez de los miembros del grupo eran sordomudos? – preguntó sin retirar la vista de la llave que volteaba en su mano derecha una y otra vez.

–Sí, todos menos Salas y Fonseca, el padre de Enrique -respondió Reyes señalándome.

El anciano me miró de soslayo, como si no quisiera advertir mi presencia.

–No gozaban de buena reputación. Ruiz y dos miembros más del grupo eran judíos. Esto, unido a la carencia del sentido del oído y del habla, les impedía relacionarse. Sus reuniones eran comentadas mucho antes de su desgraciada desaparición.

–¿Conoció usted a mi padre? – preguntó Reyes.

–No. En aquellos años yo no residía en España. Hacía mucho tiempo que me había establecido en Francia con mi familia. La llave tiene su sello -dijo mirándonos fijamente-. El sello que en aquellos años los orfebres le ponían a sus trabajos. Un sello, oculto, poco visible si uno no sabe mirar en el sitio adecuado. Está aquí -dijo señalando uno de los dientes de la tija-, y, a todas luces, esconde parte del sentido de su búsqueda.

Reyes tomó la cruz y los tres la miramos con detenimiento. En el diente que el rabino había señalado había una pequeña elevación que todos habíamos pasado por alto. Al observarla con la lupa que el anciano nos ofreció, advertimos que se trataba de Maguen David (Estrella de David). Tenía doce puntas, las cuales formaban los seis triángulos que la componían. Mientras nosotros mirábamos el grabado, él tomó un papel, dibujó la estrella, y escribió en cada uno de sus triángulos doce nombres. Levantó el papel y nos lo enseñó:

Capítulo 46

–Ésta es la misma estrella que Ruiz talló en la cruz. Las doce puntas representan las doce tribus del pueblo judío, los hijos de Iaacov, el Patriarca. Todas ellas encierran un espacio, el cual representa la forma en que se establecen los Hijos de Israel en el desierto. En el centro está el santuario con los levitas y sacerdotes. A su alrededor, las doce tribus en cuatro grupos de tres, tal y como yo he puesto sus nombres en el papel. Pero en la estrella que Ruiz debió de tallar, hay una diferencia sustancial. Si observan ustedes con detenimiento el dibujo, verán que en su centro hay una palabra. Estoy seguro que Ruiz no puso esa palabra ahí. Ruiz talló la estrella sin nada, sólo hizo su forma. Tuvo que ser Salas. Él, según tengo entendido, era el dueño de esta cruz -dijo señalándola-. Es un símbolo egipcio y nada tiene que ver con la estrella judía. Ruiz, como buen judío, jamás habría tallado ese nombre ahí -repitió el anciano, señalando el centro mismo de su dibujo, en donde sólo aparecía un círculo, con el dedo anular.

Los tres volvimos a mirar con más detenimiento el grabado, pegando la lupa a él y acercándonos todo lo posible. En el centro estaba escrita, como el rabino había dicho, una palabra: Aanroo.

–En la Estrella de David, ese lugar corresponde, como ya les expliqué, al santuario con los levitas y sacerdotes. Aanroo es una palabra egipcia y pertenece a la segunda división del Amenti. El Amenti se entiende como la morada del dios Amen, o Amoun, o también el dios secreto, escondido. Es también el reino de Osiris, que está dividido en catorce partes. Cada una de sus partes está, según los egipcios, destinada a algo relacionado con la vida del difunto. Entre las catorce divisiones está esa palabra -dijo señalando la cruz-, Aanroo; el campo celestial del Aanroo está rodeado de una muralla de hierro, sembrado de trigo, y los difuntos se hallan representados segándolo para el «Señor de la Eternidad». Sin lugar a dudas, creo que Salas puso Aanroo en el centro de la estrella para decir que allí está el lugar de reunión de las doce tribus, que en esta historia serían los doce forenses que componían el grupo. El centro de todo para Salas es Aanroo.

–¿Estaba intentando decir que los doce estaban en el Aanroo? ¿Que iban a morir? – preguntó Reyes.

–Puso Aanroo porque la palabra definía el estado en que se encontrarían los doce miembros del grupo, pero eso, aunque probablemente constituya la primera parte del mensaje, no es lo esencial del mismo. En la segunda vertiente, o el significado tácito del nombre, nos está diciendo las características del lugar en donde se encuentra la puerta que abre esta llave.

–Un cementerio -dije instintivamente.

El viejo no respondió a mi comentario, como si no me hubiera escuchado, dijo:

–La palabra nos dice que es un cementerio rodeado de vegetación y por una muralla, como el Aanroo. Y la estrella probablemente pueda ser el plano que conduzca dentro del camposanto al lugar exacto donde esté la hendidura para introducir la tija: que es el centro mismo de la estrella. Incluso, si tenemos en cuenta la leyenda sobre la huida del rey David de los filisteos, llegaríamos a una conclusión similar.

–No conozco esa leyenda -dije.

Él me miró y continuó:

–Se dice que el rey David, cuando escapaba de sus adversarios los filisteos, se escondió en una cueva. Después de que entrase en ella, una araña tejió su tela en la entrada de la guarida y le dio la forma de Magen David. Sus perseguidores llegaron a la cueva, pero al ver la tela de araña que flanqueaba la entrada pasaron de largo pensando que, si ésta estaba intacta, nadie podía haber entrado allí durante mucho tiempo. Es evidente que el símbolo elegido por Salas indica con claridad un cementerio y una cueva o hendidura en la tierra. Me atrevo a asegurar que es el cementerio municipal. El nombre que recibe es Nuestra Señora del Sagrario, y sigue rodeado de campo, como antaño. Tendrán ustedes que localizar los planos antiguos para poder situar el dodecaedro bien. Teniendo en cuenta que la estructura y las dimensiones desde entonces hasta ahora han sufrido variaciones. Si mis hipótesis son acertadas, el lugar estará en la parte antigua del cementerio y es muy probable que se sitúe en un panteón familiar. Eso sería lo idóneo, aunque puede ser cualquier tumba o, tal vez, un nicho, ya que no se sabe qué puede contener ese lugar ni sus dimensiones.

–Y el papiro, ¿es judío, verdad? – inquirió Daniel.

–Como supusieron ustedes -continuó el rabino, tomando el papiro entre sus manos-, este material -dijo pasando la palma por el dibujo del escarabajo- está confeccionado con piel de cordero y su color blanco nos da muestras claras de que su elaboración fue con cal. Para ello se remoja la piel en agua con una mezcla de cal que hace que quede blanca y resistente. Una vez que se ha mojado lo suficiente, se saca, se extiende, se le quitan los pelos y se alisa y prepara para escribir los sagrados textos de la Torá. Si se hubiese utilizado el proceso de curtido, la piel no tendría ese aspecto, ya que se le aplica ácido tánico y esto hace que se ponga oscura. Éste no es el caso, pero sí puedo asegurarles que la persona que lo confeccionó era judío y que ésta no era la primera vez que lo hacía, pues su confección es perfecta. Si observan el dibujo del escarabajo, en su cabeza hay otra palabra, Aahla. También es egipcia y nos vuelve a llevar al mismo sitio. Corresponde a una de las divisiones del Kerneter, que son las regiones infernales. El Amenti una vez más. Su significado es «Campo de paz». Si hubieran sido ustedes más observadores, y con un buen diccionario de hebreo y terminologías egipcias, no hubieran requerido mis análisis. La clave de todo el trabajo que hizo su padre -dijo mirando a Reyes- se basaba en la observación y el razonamiento simple de los objetos. El primero, el dibujo del escarabajo, nos habla de la muerte. El material en que está confeccionado nos lleva a los judíos. La llave, la cruz de Ankh, nos conduce al mismo lugar si le damos uno de sus simbolismos, el que más se ajusta al resto de los objetos. Éste sería: la llave que abre el reino de los muertos. Y la llave tiene en una de sus tijas la estrella de David. De nuevo la palabra que hay grabada en el centro del dodecaedro, Aanroo, nos indica un camposanto, un campo de paz, el reino de los muertos. Un cementerio en el que, sin lugar a dudas, debe de estar el lugar que abre la llave.

–Pero, si me permite -le interrumpió Reyes-. ¿Por qué utilizó ese material, me refiero a la piel de animal, y siguió las mismas técnicas que utilizan los judíos y no lo hizo en un papiro vegetal?

–Es muy probable que sólo lo hiciera para distinguir el dibujo de otros semejantes a él. Eso sería razonable, si tenemos en cuenta que la palabra que tiene el coleóptero no se aprecia a simple vista, hay que ampliar la figura con una lente. Tal vez ocultó el cuadro entre otros similares o idénticos y eso le permitió a simple vista distinguirlo entre los demás. Es probable que sólo lo identificara él. Una persona que conozca bien este material no tendría ninguna dificultad en hacerlo de un solo vistazo. ¿Saben ustedes si existieron más dibujos como éste? – preguntó.

–Sí -respondí-. Cada uno de los forenses tenía uno igual. Eso me hizo saber una de las religiosas del convento en donde Salas fue asesinado.

–Entonces lo más probable es que así fuera.

Capítulo 47

–Le agradecemos mucho que nos haya prestado su ayuda -dijo Reyes-. Ahora sabemos adónde dirigirnos antes de ir a la calle del Hombre de Palo, lugar en donde pensamos que también puede haber parte de información, ya que se encuentra en el entramado de galerías que dibujan los reflejos que proyecta el marco de cristal del cuadro.

–Creo que en esa calle no encontrarán nada. Si tienen en cuenta la desaparición misteriosa de los diez forenses, es probable que el plano sea una referencia a un sitio que aquí no existe. Todo indica que Salas ocultó sus mensajes siguiendo un método deliberado. Este proceder tenía como objetivo prioritario el que sus claves no fueran interpretadas con facilidad; que sólo los más preparados o la persona a la que iban dirigidos pudiera descifrarlos. Persona que debió de esperar la recepción de los códigos de los mensajes encriptados sin éxito. Lógicamente, si ustedes los tienen ahora, el destinatario no los recibió nunca. No creo que Salas trabajara tanto, para después dejar esas claves a merced del azar. Como les decía, su manera de hacer tan metódica es una característica crucial en su investigación. Ella nos lleva a desdeñar la posibilidad de que la calle del Hombre de Palo esconda algo relevante. Sería ilógico pensar que es así después de tener conocimiento de sus anteriores mensajes y su forma de ejecutarlos.

–Entonces, según usted, ¿la calle del Hombre de Palo sólo es un referente para unir entre sí características comunes? – preguntó Daniel.

–Puede que también Salas, que indudablemente fue el que realizó ese cuadro y las magníficas proyecciones de su marco de cristal, incluyera otro simbolismo. No debemos olvidar que es evidente que Salas debió de tener un destinatario concreto de sus mensajes y éste debía conocer a la perfección su manera de hacer. Si es así, tal vez no se refería a esta calle, sino a la que hay en Madrid dedicada a Juanelo Turriano, la calle de Juanelo. ¿No han pensado ustedes en esa posibilidad? – preguntó.

–Pues no. Yo no tenía ni idea de la existencia de una calle en Madrid con ese nombre -respondió Reyes.

–Yo sí -dijo Daniel-, pero no lo había relacionado. El plano conduce a Toledo, ni de lejos pensé que pudiera referirse a Madrid. No creo que tenga nada que ver.

–¿Eso cree usted? – cuestionó irónico-. ¿Y si los forenses nunca llegaron a Toledo? ¿Y si en aquel supuesto viaje se dirigieron a Madrid o llegaron a Toledo para después dirigirse a Madrid? Tengan en cuenta que nadie les vio aquí, nadie pudo ratificar su presencia. Sólo el conductor del autobús en el que viajaban dijo haberles dejado en las inmediaciones del Alcázar. Pudo mentir o ellos tomar otro autobús después que les condujo hasta su verdadero destino: Madrid, quizás a la calle que recibe el nombre del tecnólogo, la calle de Juanelo. Tal vez no esté en lo cierto y se dirigieran a cualquier otro punto de la Península, pero yo que ustedes no desdeñaría esta posibilidad. Si la tenemos en cuenta, la desaparición misteriosa de los forenses tendría sentido. El que no fueran encontrados en Toledo sería lógico, de dar por hecho que nunca estuvieron aquí, ¿o no?

Los tres nos quedamos atónitos. La reflexión del anciano nos dejó fuera de juego. Ninguno de nosotros había sopesado aquella posibilidad; que el grupo de forenses no fuese visto en Toledo porque nunca hubieran estado allí.

–¿Está diciendo que el grupo no se reunía aquí, que nunca lo hicieron? – inquirió Reyes.

–No exactamente. Si los temas a tratar eran tan delicados como parece, es probable que hicieran creer que se reunían en esta capital y lo hicieran en otro lugar. Yo que ustedes no dejaría de lado esa hipótesis y me desplazaría a la referida calle de Madrid.

–¿Cómo puede haber hecho un análisis tan exhaustivo y exacto de los datos y objetos que le hemos dado? Nosotros llevamos mucho tiempo analizando los objetos y la información, haciendo hipótesis, y hemos pasado por alto sus observaciones -dijo Daniel.

–En mi caso nada de ello está condicionado por ningún factor personal, como les sucede a ustedes.

–Yo no tengo ninguna vinculación afectiva con los forenses, con ninguno de ellos -respondió Daniel.

–Cierto, en su caso no hay vinculación afectiva, pero sí de interés personal. Usted persigue un fin determinado, y éste le lleva a conducir todo al mismo lugar. Lo acertado de mi análisis proviene de que llevo años haciendo esto. En realidad, es lo que más ingresos me reporta. Reyes, dígame, ¿no le habló mi hijo de mi actividad? – preguntó.

–No lo hizo -respondió ella un tanto confusa-. Me puse en contacto con Josué sólo para analizar el material del papiro. Como ya le dije, suponíamos que era de confección judía, y nadie mejor para verificarlo que un judío. Él me remitió a usted. Si le soy sincera, me extrañó que me pidiese todas las referencias posibles sobre nuestra investigación, aunque pensé que era algo lógico dado los graves sucesos a investigar.

–Entonces, ¿no saben nada de mis honorarios? – dijo sonriendo con expresión irónica.

Los tres nos encogimos de hombros.

–No -respondió Reyes-, pero eso no es un problema. Díganos qué le tenemos que abonar y lo haremos gustosos.

Daniel y yo hicimos, al tiempo, un gesto afirmativo con la cabeza.

–En ese caso, hablaré con mi hijo. Imagino que tendría motivos de peso para no decirme nada al respecto, y para no hacérselo saber a ustedes. Es evidente que Josué no lo ha considerado como trabajo, sino como un favor personal hacia usted -dijo mirando a Reyes- y, en ese caso, estoy en el deber de seguir sus indicaciones. Su padre, señorita, debió de ser un hombre muy inteligente -apostilló mirando a Reyes-, tanto como para que lo asesinaran dejando al descubierto los motivos de su crimen. Indicando el escarmiento que había sufrido por su falta de confidencialidad.

–¿Cómo? – preguntó ella en tono de sorpresa.

–Me refiero a las alas de cera que tenía atadas a su espalda. El asesino o los asesinos dejaron claro que, como Icaro, él voló demasiado alto y terminó ahogado. Dio a conocer datos que no debía. Pero, además, se molestaron en decapitarlo. Igual que a su padre -puntualizó mirándome-. Ya saben ustedes que no hay crímenes perfectos, sino malos investigadores. No lo olviden a partir de ahora. Los asesinos siempre cometen fallos y creo que decapitar ambos cuerpos puede esconder un fallo en la actuación del asesino o ser algo relevante dentro de lo sucedido. Estoy seguro de que les cortaron la cabeza por un motivo concreto. Es una acción demasiado significativa como para no tener un motivo de peso para cometerla.

–Morbosidad -dijo Daniel-, los crímenes fueron cometidos con morbo.

–Venganza, morbosidad, simbolismo o necesidad. Pero también pudo ser una forma de dificultar las tareas de reconocimiento de los cuerpos. No olviden que en aquellos años no se podía utilizar el ADN. Que la cabeza, después de las visceras, era la parte del cuerpo que más datos reportaba en la autopsia. Tampoco desdeñen el líquido en el que ambos cadáveres estaban sumergidos; el vino. El alcohol se lleva casi toda la información orgánica. Si seguimos en esa línea, el que ambos cuerpos tuvieran las uñas cortadas y que sus cuerpos estuvieran afeitados en su totalidad, nos lleva a una clara conclusión.

–¡Claro! – le interrumpió Daniel-, estaba clarísimo desde el principio. Los cuerpos fueron limpiados.

–No sólo eso -continuó el rabino-, también se esmeraron en dejarlos casi irreconocibles. Cualquiera podía ser uno de esos cadáveres, bastaría con que tuvieran alguna característica común entre ellos. Y es evidente que quien lo hizo era forense. Un asesino forense dentro de un grupo de forenses es escatológico, pero muy posible. Su labor fue magistral. Solicité una copia de las autopsias antes de que ustedes vinieran -dijo dándonos unos papeles que sacó de su carpeta-, como verán, a Fonse-ca le reconocieron por los tatuajes que tenía en su cuerpo. La estatura de ambos era similar y no había más rastro que les diferenciara que aquellos dibujos en su piel y, por supuesto, el lugar en donde fueron encontrados. Fonseca, su padre -dijo mirándome-, en su casa, y Salas -indicó mirando a Reyes-, en el convento donde había pasado muchos días y era de sobra conocido. A Salas lo identificó una religiosa llamada sor Vasallo y a Fonseca, su esposa.

–¿Está usted insinuando que los cuerpos podían no corresponder a nuestros padres? – pregunté desconcertado.

–Sí. Es evidente que pudo ser así. La única forma que tienen ustedes de averiguarlo es haciendo una exhumación de los restos. Hoy en día con la ayuda del análisis del ADN los podrán identificar. Tal vez nadie del grupo murió y todo fue una farsa. Quizás todos estén vivos; de no ser así, mucho me temo que uno de ellos, Salas o Fonseca, fue el asesino del otro y uno de los cadáveres no corresponde con la identificación que se le dio en su momento.

–Eso es una barbaridad -respondió Reyes.

–Las barbaridades también ocurren -dijo el rabino-. Cuando uno se involucra en este tipo de investigaciones, me refiero a delitos de sangre, lo último que debe olvidar es que cualquiera puede ser el asesino. De no tener en cuenta este punto, uno puede convertirse en una presa más. No deben dejarse llevar por sus vínculos afectivos, ya les dije lo que sucede. Sus sentimientos les cegarán como lo han hecho hasta ahora.

–¡Solicitar una exhumación de los restos! – exclamó Daniel-. Eso es imposible. Lo es en el caso de Reyes. Ella no es hija legítima, ya que Salas no reconoció su paternidad. Incluso si Reyes la reclamase, tardaríamos demasiado tiempo. Salas está enterrado en el convento, y las religiosas nunca la dejarían entrar allí, y menos proceder a la exhumación.

–¿Por qué tiene que solicitar permiso para ello? No van a reclamar paternidad alguna, sólo a averiguar si los restos que están allí corresponden a los del forense. Hay muchas formas de hacerlo -dijo el rabino sonriendo con expresión picara-. Comiencen por los de Fonseca.

–¿Está sugiriendo que exhumemos los restos por nuestra cuenta, de manera ilegal? – inquirí.

–Esta es la dirección y el teléfono de un grupo que se dedica a ello. Son muy efectivos. Su paso por los cementerios es imperceptible, se lo aseguro. Y, además, sienten un enorme respeto por los restos mortales de los que allí se encuentran…

Capítulo 48

Desde el momento en que el rabino habló de la exhumación y de la posibilidad de que uno de los dos cuerpos no perteneciera al que se había certificado, no dejé de pensar en ello. Si el rabino tenía razón, uno de los dos, Salas o mi padre, podía ser el asesino, y si era así, ¿de quién era el otro cuerpo? Y, lo más terrible, lo que más me atenazaba: ¿y si ninguno de los cuerpos pertenecía a mi padre? Ni Reyes ni yo abrimos la boca durante el camino de vuelta al automóvil. Sólo Daniel, ajeno a lo que para Reyes y para mí suponían las hipótesis del rabino en cuanto a la identidad de los cadáveres, hablaba sobre los pasos inmediatos a seguir en la investigación:

–Entraremos en Internet ahora mismo, antes de almorzar. Cada día que pasa se me hace más imprescindible el portátil -dijo, indicando a Reyes con un gesto de su mano que le abriera el maletero del coche-. Tenemos que situar el dodecaedro en el plano del cementerio. Utilizaré el Earth, de Google, que nos llevará directamente allí, y luego usaré mi programa especial de escalas. Haré un plano a escala del cementerio, que ajustaremos al dodecaedro. Así no tendremos que pedir ningún plano oficial del sitio y encontraremos con facilidad el lugar aproximado donde puede estar la hendidura para tu llave. ¡El rabino es increíble!, ¡increíble! Ha tirado por los suelos muchas de mis teorías.

–Tus teorías, ¿es eso lo único que te preocupa? – dije.

–Entiendo -respondió él-, estáis consternados por la hipótesis sobre la identidad de los cadáveres y lo que esto, de llegar a ser cierto, podría suponer para vosotros.

–Pues sí -intervino Reyes en tono malhumorado-, creo que no es algo a pasar por alto. Al menos para nosotros dos.

–Cierto, no lo es -dijo él mientras sacaba el ordenador portátil del maletero del coche-, pero tampoco es algo que deba manteneros así, tan apesadumbrados. El rabino sólo ha dado una hipótesis. No sabemos si está en lo cierto o no. En ese punto yo tengo mis dudas. No creo que Salas enviara ese cuadro a casa del padre de Enrique si éste quería asesinarlo. Un cuadro que contenía la llave y el dibujo del escarabajo. No es muy sensato.

–Depende -respondió Reyes.

–¿De qué? – inquirí molesto.

–De lo que pretendiera mi padre. Si tu padre le traicionó, el sitio más adecuado para esconder sus claves era la casa del asesino, allí nadie sospecharía, nadie lo buscaría y el último en hacerlo sería tu padre.

–Mi madre calificaba el cuadro como maldito, ahora sé por qué le daba ese adjetivo. Estoy convencido de que mi madre me lo reclamó porque antes se lo habían pedido a ella. Aún recuerdo su mirada amenazante cuando me interrogaba sobre él. Quizás asesinaron a mi padre por no entregarlo. La hipótesis del rabino parece la más lógica, pero me cuesta creer que mi padre estuviese involucrado en el asesinato de nadie. Saldremos de dudas cuando hagamos las pruebas de ADN a los restos. Por mi parte pienso como el anciano, debemos comprobar que los cuerpos pertenecen a nuestros progenitores. ¿Querrás hacer tú lo mismo que yo? – dije mirando a Reyes-, o ¿tienes miedo a saber la verdad? – concluí.

–Si tuviera miedo no me habría involucrado en la investigación como lo he hecho. Recuerda que fui yo la que empezó las indagaciones y, sobre todo, sobre todo, no olvides que todas las claves que estamos analizando, todos los objetos y mensajes que tenemos, son autoría de mi padre. ¿En serio piensas que él, si hubiera sido el asesino, iba a dejar rastros tan claros de su crimen? ¡Por favor!, no hagas que me indigne más de lo que estoy.

–Creo que os estáis excediendo -interrumpió Daniel, poniéndose en medio de los dos-, hay más posibilidades que las que ha dado el rabino. Los cuerpos del resto de los forenses no se han encontrado nunca, tampoco sabemos si ellos tenían los mismos tatuajes en el cuerpo. Es posible que fuera así. Eran parte de un grupo, una especie de logia. Todo, hasta el número que lo componía, aparentemente, debió de tener un simbolismo. Antes de enfrentaros, algo que considero estúpido, debemos seguir con la investigación y ratificar la identidad de los cuerpos. Sólo en el momento en que tengáis esos datos podréis echaros los perros por actos que no son de vuestra autoría y responsabilidad. Sea como fuere, no debéis olvidar que vosotros no sois culpables de lo que vuestros padres hicieran.

Capítulo 49

Eran las seis de la tarde cuando accedimos al cementerio municipal de Toledo Nuestra Señora del Sagrario. Como bien había indicado el rabino, el dodecaedro situado sobre el plano a escala nos dio el lugar aproximado en donde podía encontrarse la supuesta hendidura de la llave; la cruz de Ankh. Sólo tuvimos que superponerlo sobre el plano del camposanto. Pero el lugar, en apariencia, no correspondía al sitio que Salas debió de elegir, ya que la extensión había variado mucho en los últimos años, por lo que, finalmente, después de haber caminado entre un sinfín de sepulturas y algún que otro panteón familiar, decidimos informarnos sobre la longitud y anchura que el cementerio tendría en aquellos años. Era necesario situar el dodecaedro en el centro del camposanto con la mayor exactitud posible. De no hacerlo así, dada la enorme extensión del terreno y la gran cantidad de tumbas y nichos existentes, podríamos perdernos en una búsqueda que sería larga y probablemente infructuosa, como lo había sido durante la media hora que estuvimos deambulando por sus pasillos húmedos y silenciosos.

El sepulturero nos había visto entrar en las instalaciones y sin discreción alguna había ido siguiendo nuestros pasos. Caminaba en silencio, agazapado tras las lápidas y protegido por el alma de los que allí residían y que parecían susurrarle que no nos perdiera de vista. El hombre, vestido con un mono de trabajo, avanzaba renqueante e iba parándose a medida que nosotros lo hacíamos. Fijaba sus ojos verdes y vidriosos sobre cada uno de nosotros sin pudor alguno, como a la espera de que por fin alguno tuviéramos la decencia de dirigirnos a él, algo que deberíamos haber hecho desde el principio.

Daniel llevaba extendido en sus manos el plano del camposanto y, sobre éste, el dibujo del dodecaedro, que había pasado a papel de seda. El material translúcido le permitía que el plano del lugar se transparentara por debajo, dándole la situación aproximada de su centro.

Agotados, empachados de nombres y epitafios, de fotos ajadas, cuyos protagonistas parecían mirarnos inquisitorios, los tres, casi al mismo tiempo, nos sentamos sobre una lápida e instintivamente miramos al hombre, que seguía observándonos de cerca.

–¿Están ustedes buscando el lugar de descanso de algún difunto? Si es así, puedo ayudarles, soy la persona más indicada para ello. Parecen estar perdidos. Los planos, en este lugar -dijo el sepulturero señalando las manos de Daniel-, no sirven para mucho si uno no es familiar del difunto que busca -concluyó con ironía.

–Tiene usted razón -respondió Daniel, levantándose y acercándose al hombre, mientras Reyes y yo permanecíamos sentados sobre una de las sepulturas.

–Aquí las cosas apenas sufren variaciones, al menos perceptibles al ojo humano -puntualizó, dejando escapar una sonrisa que me pareció siniestra-. Dígame qué necesitan saber.

–Es usted muy amable -le halagó Daniel-. Necesitamos saber la extensión que tenía el cementerio hace, aproximadamente, unos treinta años.

–Eso pueden dárselo en el ayuntamiento, creo que se pide en el Registro de la Propiedad Territorial.

–Lo sabemos, pero no disponemos de mucho tiempo para permanecer en la ciudad y pensamos que sería más rápido buscar el sitio sobre el terreno. ¿Sabe usted cuál era la parte original en aquella época?

–¿No estarán buscando restos de fusilados? No son ustedes los únicos que desde que se encontró el osario han venido preguntando cosas inverosímiles. Los restos están en el patio 42, o patio de Caridad. Si han leído las últimas noticias sabrán que esto se ha sabido hace poco, cuando las reformas urbanísticas acometidas en ese patio dejaron al descubierto centenares de restos óseos, entre los cuales, muchos obreros identificaron a familiares y vecinos desaparecidos después de la toma de Toledo por las tropas del ejército de África. Yo, como muchos otros, creo que esa parcela fue el destino final de muchas de las víctimas republicanas, también, como es lógico, de los restos propios de caridad. No entiendo muy bien por qué motivo las autoridades ponen trabas a facilitar a los familiares la identificación y su posterior reubicación. Rencor, vergüenza, joder la marrana al prójimo por puro deleite…, el caso es que la actuación de las instituciones es incompresible para cualquier persona que se precie de tener humanidad y dignidad. ¿No piensan ustedes lo mismo? Les puedo facilitar, si lo necesitan, la dirección y los datos de varias asociaciones que están luchando por darles un lugar digno e identificar, en la medida de lo posible, todos los restos.

–Es usted muy amable -respondió Reyes-; conocemos los datos que nos ha dado, pero, como le ha dicho mi amigo, buscamos el centro del cementerio. No creo, como usted bien dice, que sea la parcela 42. Puedo asegurarle que nada de lo que buscamos está relacionado con ella, aunque nuestras referencias sean cercanas a esos años.

–El centro del cementerio está en aquel muro -dijo señalándolo-. Lo ocupan los nichos. Los primeros que se construyeron aquí. Todos antiquísimos, aunque la mayoría, como verán, se encuentran en unas condiciones pésimas -continuó, señalando el lugar mientras andaba hacia él-. Díganme, ¿son ustedes familiares de alguno de los difuntos? O tal vez estén buscando la raíz de alguna leyenda; este lugar, igual que la capital que lo acoge, está plagado de ellas.

–Un poco de todo. Estamos recopilando información de las dimensiones y estructura de los cementerios en aquella época -dijo Daniel sonriendo.

Cuando estuvimos frente a la hilera de nichos, los tres nos miramos desconcertados. Como bien había relatado el sepulturero, los que ocupaban el muro eran antiquísimos. Éstos, a diferencia de los actuales, tenían una puerta de cristal, que cerraba el acceso al hueco interior, donde se depositaban las candelas, flores y retratos de los difuntos allí sepultados. Ninguno de los tres dijo una sola palabra. Miramos el enjambre de puertas de cristal esperando encontrar una clave que nos indicara cuál de aquellas cerraduras podía ser la que correspondiese a nuestra llave.

–Ha sido usted muy amable; éste es el lugar que buscábamos. Ahora podremos tomar las notas necesarias para nuestro estudio -dijo Daniel.

–Ya sabía yo que ustedes eran periodistas -contestó el hombre-. No pueden hacer fotos sin permiso, ¿lo saben? – inquirió mirándonos.

–No se preocupe, no es ésa nuestra intención. No somos periodistas; ya le hemos dicho que desarrollamos un estudio no oficial. Recopilamos información de varios cementerios de los pueblos toledanos. Dependemos de las instituciones religiosas -respondió Daniel, enseñándole una de sus carpetas con el sello de su congregación.

–Entiendo, temas de religión. Los curas son muy estudiosos, siempre lo han sido. A ellos les debemos mucho de lo que ahora tenemos, me refiero a documentos y datos que de no haber sido guardados por la Iglesia nunca habrían llegado hasta nuestros días. Pues, entonces, les dejo trabajar tranquilos. Si necesitan algún detalle sobre algún difunto, no tienen más que acercarse a la oficina, se lo facilitaré encantado. Debo marcharme, en media hora tengo un entierro. Ya saben, la muerte no se casa con nadie -concluyó mirando su reloj.

Permanecimos unos minutos sin hablar, observando los nichos centrales. Cuando el sepulturero estuvo ya lejos de nosotros, Daniel dijo:

–Si éste es el centro, como el enterrador ha dicho, en alguno de esos nichos está la clave que buscamos. La cruz de Ankh debe abrir una de esas puertecillas de cristal. Seguramente ésa -concluyó, señalando el nicho que ocupaba el lugar más céntrico del muro.

Los tres nos aproximamos y leímos el nombre que figuraba grabado en su interior: Severino Estévez González. En apariencia, éste no tenía ninguna relación con Salas ni con mi padre, tampoco con los apellidos del resto de los forenses que formaron el grupo. Tras unos segundos, Reyes introdujo la llave en la cerradura y la giró. Ante nuestro asombro, la puertecilla se abrió, pero en el nicho no había más que lo que se veía desde el exterior: una candela cubierta de polvo y un retrato ajado del difunto…

Capítulo 50

Javier era frutero y tenía un pequeño local ubicado en la plaza de Chichón. El comercio era tan austero como la indumentaria y el aspecto físico de su dueño. Del techo, amarillento y abombado en las esquinas, colgaban calabazas atadas por sogas de esparto viejo y ennegrecido, ristras de ajos trenzadas y simples y girasoles que caían con sus corolas vueltas hacia el suelo, como flores lánguidas que, privadas de poder seguir la luz del sol, parecían haber ido dando cabezazos agónicos, de lado a lado, hasta morir. Al fondo, en el lugar más oscuro, manojos de manzanilla, poleo, romero, tomillo… pendían por sus tallos. Las mazorcas de maíz pintaban de amarillo las esquinas encaladas en blanco.

En el establecimiento no había más luz que una bombilla pequeña, sujeta por un casquillo, la luz que desprendía era tenue, velada por el polvo que acumulaba el fino cristal. El cable que salía desde el punto de luz, situado en el centro de la tienda, parecía tirar de ella hacia sí, queriendo reubicarla en el lugar que la mancha oscura del techo indicaba que le había pertenecido durante mucho tiempo. Sin embargo, la bombilla permanecía impertérrita en una esquina retirada de la puerta, alumbrando sólo la mesa de madera vieja, sobre la que Javier tenía la libreta en donde hacía las cuentas de las ventas diarias.

La tienda olía a campo. Olía como yo de niño imaginaba que olerían las casas de los duendes, de los elfos, como huelen los recuerdos que satisface rememorar. Permanecimos unos minutos mirando los claroscuros del establecimiento, la amalgama de objetos de labranza que el frutero tenía en el suelo, sobre los sacos de judías, garbanzos y lentejas, extasiados por los olores a vida que embargaban nuestros sentidos. Anduvimos unos minutos en silencio, mirando cada esquina, cada rincón. Javier nos dejó estar, imagino que como solía hacer con toda su clientela. Sin prisas, sin decirnos nada, esperó sentado en un taburete mientras limpiaba de tierra un saco de lentejas. De vez en cuando se frotaba las manos enfundadas en unos guantes de lana verde billar, rotos en las puntas de los dedos. En su oreja derecha llevaba un lápiz de carpintero afilado con navaja. Tenía la cabeza inclinada y nos miraba con una expresión agradable y tranquila. Sus diminutos ojos verdes resaltaban como «bonis» en aquella faz quijotesca de maxilares pronunciados, de pómulos excesivamente marcados por la ausencia de varias piezas molares. Tenía el rostro alargado como las figuras del Greco. Su expresión, cuando dejaba de sonreír, parecía enfermiza, de mirada vacía, semejante a la de los personajes del cuadro El entierro del conde de Orgaz.

Habíamos conseguido la dirección después de que Daniel contactara con un amigo y él le facilitase los datos del propietario actual del nicho. De aquel nicho que, según las conclusiones del rabino, era el centro del cementerio y debería haber contenido la clave del mensaje, pero en cuyo interior no hallamos nada.

–Buscamos a Javier Estévez -dijo Reyes acercándose al frutero.

–Servidor -respondió levantándose-. Ya me dijo don Sebastián que mandaría a sus amigos por los tomates, pero aún no están para ser cortados de la mata, aunque, si quieren, podemos acercarnos al huerto y vemos si alguno se nos deja arrancar…

–Creo que hay una equivocación -le interrumpió Daniel-. No venimos de parte de nadie.

–¡Ah no!, creí que así era. Díganme, ¿qué se les ofrece?

–Es complicado explicarle con precisión lo que nos ha traído hasta su tienda -dijo Reyes-. Verá, estamos recopilando información sobre un nicho que se encuentra en el cementerio de Nuestra Señora del Sagrario, y que pertenece, según nuestros datos, a un miembro de su familia. Deducimos que, por ello, usted figura en los registros como su propietario.

–Se refieren al nicho en donde está enterrado mi abuelo. Y ¿qué es lo que quieren saber? – inquirió.

–Tenemos una llave que lo abre. Ésta -dijo ella enseñándosela.

–¿Quiénes son ustedes y por qué tienen esa llave? – preguntó en tono imperativo.

–Soy Ricardo Fonseca, hijo del forense Fonseca -dije, extendiendo mi mano hacia él, que la estrechó con fuerza.

–¿Y? – inquirió expectante.

–Es difícil explicarle, como ya le ha dicho mi compañera -miré a Reyes-, todo lo relacionado con nuestra visita. Lo verdaderamente importante es nuestro parentesco con el propietario de esta llave y con la cerradura que ella abre. Eso nos ha traído hasta usted. Todo está relacionado con la muerte de mi padre hace más de treinta años y la desaparición del grupo de forenses que lo acompañó en las investigaciones que realizó sobre una enfermedad que aquejaba a una orden de religiosas. Mi padre y uno de los forenses, Salas, fueron asesinados, pero el resto del grupo desapareció en Toledo. La llave que abre el nicho de su abuelo pertenecía a Salas. ¿Sabe usted a lo que me refiero? – le pregunté.

–Conozco la historia. Sin embargo, mi abuelo y mi padre, ¡que en paz descansen!, no estuvieron relacionados directamente con su padre, sino con el mentor de él, el señor Salas.

–Con mi padre, entonces -dijo Reyes.

–¿Con su padre? – preguntó él rascándose la cabeza pensativo-, tenía entendido que Salas no dejó herederos, que no tenía descendientes.

–Soy hija ilegítima.

–¿Qué tipo de información vienen buscando?

–Todo lo que usted pueda decirnos, lo que conozca y crea que pueda estar relacionado con la muerte de mi padre o la desaparición de los forenses -dijo Reyes-. Con el nicho de su abuelo y esta llave. Creemos, tenemos motivos suficientes para pensar que mi padre confeccionó esta llave por algún motivo especial y que éste podría llevarnos a lo que estamos buscando.

–¿Qué es lo que ustedes buscan? – volvió a preguntar sin cambiar su expresión impertérrita.

–Los motivos por los que nuestros padres fueron asesinados. Estamos convencidos de que tras sus crímenes no estaba la mano de un asesino en serie; pensamos que hay algo más. Esa llave -dije, señalando la cruz que Reyes tenía en sus manos- fue dejada por Salas en un cuadro que previamente me regaló. No sabemos qué relación tuvieron su abuelo o su padre con Salas, pero sí estamos seguros de que tuvo importancia en lo sucedido, de lo contrario esa llave no abriría el nicho de su abuelo. Son intereses personales, exclusivamente eso. Necesitamos que nos diga lo que sepa para intentar seguir desvelando lo que realmente sucedió.

–El señor Salas venía al pueblo con cierta asiduidad. Más o menos una vez al mes, pero nunca en la misma fecha. Pasaba largas temporadas en nuestra casa descansando. Sus estancias constituían una fuente de ingresos importante para la familia. Cuando fue asesinado, nuestros posibles mermaron. Salas era un hombre agradecido y pagaba muy bien los servicios que le prestábamos. ¡Fue una lástima lo que sucedió! Recuerdo que venía desde Toledo y siempre traía algún dulce para mí.

–Y la llave, ¿sabe usted algo sobre esta llave?, ¿por qué abre el nicho de su abuelo? – pregunté enseñándosela.

–La llave la confeccionó Ruiz, un orfebre toledano. Mi abuelo está enterrado en Toledo porque Salas le compró el nicho. Cuando mi abuelo enfermó, Salas le ofreció a mi padre esa sepultura como deferencia. Mi padre no disponía de dinero para darle a su progenitor sepultura y, de no haber aceptado el nicho que ofrecía Salas, mi abuelo hubiera sido enterrado en el patio de Caridad. Después de aquello, el agradecimiento de mi padre fue en aumento al igual que la amistad que surgió entre ambos. Sin embargo, Salas dejó de venir al pueblo sin aviso. Meses más tarde, supimos que había sido asesinado. Nos dijeron que lo había hecho un demente que también mató a uno de sus alumnos, el señor Fonseca, su padre -dijo mirándome-. Aquella misma semana, mi padre se desplazó a Toledo para visitar la tumba del forense. Pero esto último le fue imposible, ya que sus restos mortales habían sido enterrados en el convento en donde fue asesinado. Visitó el cementerio y fue entonces cuando en el interior del nicho de mi abuelo encontró un manuscrito que evidentemente pertenecía a Salas -dijo mirando la llave.

–¿Está diciendo que en el nicho de su abuelo había un manuscrito de Salas? – preguntó Daniel con expresión de curiosidad.

–Sí. Un manuscrito en cuyas páginas sólo había números, líneas y líneas de números. Lo único legible era una pequeña cita del Quijote,…

–Dichosa buscada y dicho hallazgo -le interrumpí-, dijo a esta sazón Sancho Panza… -y seguí recitando en su totalidad el pasaje que me había entregado sor Laudelina con los objetos de Salas.

–¿Cómo sabe usted lo que ponía? – preguntó asombrado.

Saqué de mi cartera el papel y se lo entregué. Él lo leyó en silencio y dijo:

–Ese pasaje fue lo que hizo que mi padre pensara que Salas había introducido el texto en el nicho de mi abuelo antes de marchar al convento. Era un admirador ciego de esa obra, recitaba pasajes enteros de memoria. Incluso me regaló un ejemplar que aún no he conseguido leer al completo.

–Según sus datos, Salas pudo utilizar a su padre para tener un lugar en donde dejar ese texto, ¿cierto? – dijo Daniel.

–Mi padre nunca lo vio así. Mi madre afirmaba que aquel manuscrito bien podía ser el responsable de la muerte del forense e insistía en que lo entregara a la familia, a la esposa de Salas. Sin embargo, mi padre siempre se negó a ello. Fue como si aquellos números que se repetían sin orden ni concierto en todas y cada una de las páginas, llenándolas de manera casi obsesiva, sin apenas dejar un espacio libre, hubieran poseído su voluntad.

–¿Aún tiene usted el texto? – preguntó Daniel.

–No. Mi padre pasaba los días intentando descifrar aquellos números. Llegó un momento en el que, desesperado ante la esterilidad de su trabajo, intentó buscar ayuda. Habló con el párroco, la persona que en aquellos años poseía más conocimientos matemáticos, y se lo enseñó. Esperaba que él le diera una respuesta. Pero el párroco, tras examinar el manuscrito, le dijo que aquellos números no eran más que seriados sin sentido. A pesar de su afirmación sobre la carencia de valor del texto, el eclesiástico dijo que el manuscrito tenía un cierto valor documental y tasó su precio en mil duros.

–¿El párroco le ofreció dinero por el texto a su padre? – preguntó Reyes.

–Sí. Así fue. La situación que vivíamos era delicada y el sacerdote lo sabía, por lo que intentó aprovecharla.

–¿Su padre le vendió el texto al párroco del pueblo? – inquirió Daniel con gesto de desprecio.

–Tardó una semana en aceptar la compra. Justo el tiempo que necesitó para copiar todos y cada uno de los seriados. Como imaginarán, mi padre no era tonto. Desde el primer momento, en el mismo instante en que el cura fijó sus ojos en los números y le ofreció dinero, supo que tenía más valor de lo que él creía. Después de recibir aquella tentadora oferta, y viendo el manifiesto interés del clérigo por hacerse con el texto, su obsesión por descifrar aquellos seriados numéricos, en vez de disminuir se acrecentó. Decidió copiarlos, transcribirlos en su totalidad tal y como aparecían en cada una de las hojas. No le dio una respuesta al cura hasta que no tuvo la copia terminada. A pesar de su obstinación, de su tesón y el deseo de llegar a una conclusión satisfactoria, jamás consiguió su propósito. Nunca encontró una respuesta, una clave, una solución. Si me acompañan al sótano les mostraré los seriados. Imagino que querrán verlos -dijo con ironía.

Capítulo 51

Javier fue hasta la entrada de la tienda y cerró el local desde dentro. Tras bajar las persianas sobre los cristales de las ventanas que daban al exterior, se dirigió a la mesa de madera donde hacía sus cuentas y la arrastró hacia un lado. Se agachó y levantó la alfombra de esparto bajo la cual se ocultaba un portón. Tiró hacia arriba de él y comenzó a bajar los empinados escalones que daban acceso a la cueva.

–Esperen arriba hasta que dé la luz -dijo girando su cabeza hacia nosotros.

Tras unos instantes, la luz interior de la cueva se encendió, dejando al descubierto el descenso casi vertical por el que Javier había bajado a oscuras. Las paredes laterales se mostraron ante nosotros como si fuesen la tumba de un faraón recién descubierta. En ellas había grabadas infinidad de combinaciones matemáticas. No había un solo espacio libre de aquellos seriados.

–Esta cueva permaneció mucho tiempo oculta; como muchas otras del pueblo. Nadie sabía, ni sabe, de su existencia. Por ese motivo, mi padre la utilizó para esconder la copia del contenido íntegro del texto. Decidió transcribirlo en la cueva, presa del pánico que le produjo la posibilidad de que el texto escondiera algún secreto relacionado con la Iglesia. Pensó que aquello, teniendo en cuenta el interés exacerbado del párroco, era lo más probable. Si no se equivocaba, aunque vendiera el texto al cura, la Iglesia se aseguraría de que él no se había hecho con una copia o poseía otros ejemplares del mismo.

»Esta guarida es como muchas otras que existieron, y que aún existen, bajo las casas, junto a las bodegas. En la actualidad, la mayoría están cegadas para evitar problemas con el Patrimonio Nacional. Como ven, tiene vestigios claros de varias culturas -dijo, señalando los ladrillos y los arcos que aparecían incrustados en los muros-. Mi padre no se equivocó; sus previsiones fueron acertadas. Días después de entregarle el texto al cura, mientras asistíamos un domingo a los oficios religiosos, registraron toda la casa, no dejaron nada en su sitio. Fue una búsqueda exhaustiva y que debió de ser planeada con antelación, ya que no quedó ni un solo rincón sin inspeccionar. Sin embargo, y a pesar de que también estuvieron aquí, en la tienda, no dieron con la cueva. Como les dije, nadie conocía su existencia. Desde entonces, aunque nos sabíamos vigilados, no se nos volvió a molestar.

–Éstos son los seriados, ¿verdad que son éstos? – preguntó Reyes, deslizando sus dedos por los números a medida que descendíamos por los escalones húmedos y resbaladizos.

–No. Esos son los cálculos que mi padre fue haciendo día tras día. Los seriados están abajo -respondió Javier-. Están tal y como los dejó. Le hubiera gustado conocerles. Está claro que -dijo señalando las paredes de la cueva- estos números esconden algo importante y comprometido y que su contenido tiene que ver con la Iglesia. Sin embargo, como ven, mi padre a lo más que llegó con sus cálculos fue a la hipótesis de que eran una fórmula que ocultaba claves relacionadas con el significado del número pi -dijo señalando uno de los laterales, repleto de un sinfín de fórmulas-. Le costó llegar a esa conclusión. Cuando comenzó con las operaciones apenas tenía conocimientos matemáticos. No podía pedir ayuda a nadie, por lo que decidió hacerse con toda la información posible y para ello viajaba a Aranjuez todos los meses. Allí conseguía los libros necesarios. La curiosidad puede más que la necesidad. Ya ven qué ironía. Pensó que tenía en sus manos la fórmula mágica que desvelaba el número que ha traído en jaque a cientos de matemáticos. Que él, un sencillo agricultor carente de estudios superiores, con unos conocimientos básicos de matemáticas, iba a resolver un misterio que verdaderos genios no han podido resolver aún, en pleno siglo XXI.

–Puede que estos números no sólo sean fórmulas que conduzcan a la resolución que envuelve los misterios del pi. Algo que parece evidente -dijo Daniel observando los signos con detenimiento-. Está claro que estos seriados tienen relación con los de la izquierda, pero los de la pared izquierda no son fórmulas matemáticas, no tienen nada que ver con ellas, más bien yo diría que son referencias a otro tipo de código que nada tiene que ver con el matemático.

–No entiendo nada de lo que dices -se quejó Reyes, acercándose a la pared y mirando las series que Daniel señalaba.

–En esta pared -respondió él, poniendo su mano sobre los números-, están las fórmulas matemáticas que conducen a la resolución de muchos de los dígitos que componen el número pi. Es sorprendente que su padre -dijo mirando a Javier-, si como usted afirma no tenía base matemática, llegara a involucrarse en esto. Quiero decir que llegara a tales aproximaciones, a dar con tantos dígitos del pi.

–Pero ¿de qué cálculos hablas? Yo sólo veo series de números -preguntó Reyes.

–Para alguien que esté habituado a estas operaciones, es algo sencillo. Evidentemente, el cura supo, nada más ver las series, que eran cálculos matemáticos sobre los dígitos que componen el pi. Es algo que, como ya he manifestado, para una persona acostumbrada a estas operaciones se ve sin esfuerzo. Sus cinco primeros dígitos, 3,1415, están en todos los resultados finales. Ese detalle haría que cualquiera se percatara de la repetición. Por ejemplo, en esta tabla se observa que se necesitarían más iteraciones para lograr un acercamiento al verdadero valor del pi. O, lo que es lo mismo, cuantos más cortes se logran más aproximado es el algoritmo al valor real del pi. Esta tabla sólo es la comprobación de la ecuación que está sobre ella -dijo, señalando los últimos dígitos que aparecían en la tabla:

n- 16 hl6 = 0.00000000028724329323309473727

PI= (16)=

3.1415926537401934750709

–Y ¿qué más? – dijo Reyes.

–Pues que, si bien estas series, como ya os he dicho, corresponden a los cálculos para hallar el mayor número de dígitos del pi, estas otras -dijo señalando la otra pared- son, en apariencia, una combinación sin sentido que no relaciono con las matemáticas, al menos con nada que entre dentro de mis conocimientos. Por lo que deduzco, teniendo en cuenta lo que sabemos sobre la forma de actuar de Salas, que es posible que las operaciones alrededor del pi no se refieran al número en concreto y a buscar la mayor cantidad de dígitos del mismo, sino que puedan estar relacionadas con el mensaje o la resolución de este otro seriado. En unos momentos lo sabré -y empezó a enumerar los números del tabique izquierdo, que parecía ir uniendo con los del derecho.

–¿Dices que las operaciones sobre los dígitos del pi son sólo la guía a seguir para descifrar el seriado de la derecha? – pregunté.

–Por lo que he resuelto, así es -respondió esbozando una sonrisa de supremacía-, sólo tenemos que ir aplicando cada uno de los resultados de las tablas a los números del seriado de la derecha y después verificar a qué letra del alfabeto nos remite. Ése es el método que Salas utilizó. Escondió un mensaje dentro de otro. Ya sabes -dijo mirándome-, el verdadero secreto de un criptograma es tener la seguridad de que éste no encierra otro.

–¿Podrían explicarme a qué se refieren? – inquirió Javier.

–Es sencillo -respondió Daniel-. Salas era criptógrafo, y hasta ahora hemos comprobado que dejó sus mensajes encriptados. Estaba siendo vigilado; quizás mientras permaneció aquí, en la casa de su padre, aún no lo estuviera, pero, dada la magnitud que debería tener su trabajo, debió de suponer que, si no lo estaba en aquel momento, lo estaría más adelante. Por ese motivo, lo más probable es que utilizase los mismos métodos que utilizó en el convento para salvaguardar la información. Como he comprobado hace unos instantes -dijo sonriente-, la encriptó. Utilizó los dígitos del pi para ello. Si tomamos cada uno de los resultados de las tablas de la izquierda y buscamos en ellas los números a los que corresponden nos darán a su vez un número que corresponde con una letra del alfabeto, que, a su vez forma una palabra.

–¿Quiere decir los últimos de cada línea? – volvió a señalar Javier.

–Sí. Tomemos como ejemplo ésta -dijo, señalando la misma que había utilizado al principio para explicarle a Reyes su hipótesis-, el último dígito hallado es 9, por lo tanto deberíamos contar desde el final del último seriado que hayamos descifrado nueve números más y al llegar al noveno tendríamos el número que corresponde con la letra que buscamos.

–Eso es inhumano -respondí-, tardaríamos muchísimo tiempo. No creo que sea factible que Salas formulara esa clave, es imposible -dije.

–Te equivocas, no hay nada imposible. Sólo hay que tener memoria y saber qué número tiene cada letra en el alfabeto. Es más simple de lo que parece. Cuestión de práctica matemática. Rapidez mental.

–Yo creo que no -dije aturdido mirando los seriados.

–El cálculo mental entre otras cosas sirve para esto. No soy el único que lo practica. Muchos se ganan la vida con ello, y no precisamente dando clases en la facultad. Los servicios de inteligencia de todos los países tienen gente dedicada en exclusividad a estos menesteres -me explicó irónico.

–¡En serio! – exclamó Javier con entusiasmo-, y ¿qué pone? – preguntó.

–Exactamente dice: «Serie numérica de coordenadas infinitas para el proyecto -dijo, al tiempo que iba de una pared a otra señalando los números y buscando su correspondiente-, conjunción de claves alfabéticas y numéricas precisas para su construcción y puesta en funcionamiento a escala menor». A partir de aquí, las vocales y las consonantes que se indican no tienen un significado lingüístico.

Reyes, Javier y yo nos quedamos mudos, mirando aquellos seriados con la misma expresión de escepticismo que teníamos al principio. Daniel, ante nuestro asombro, sacó un lápiz y comenzó a señalar uno por uno los números que correspondían a las primeras fórmulas que daban los dígitos del pi. Después fue a la pared derecha y señaló los números que les correspondían, al tiempo que recitaba el alfabeto en alto y escribía la letra correspondiente en el suelo. Así, hasta que tuvo la frase que nos había dicho completa. Tras unos minutos de silencio, Reyes dijo:

–Entonces, el resto de los números son otro tipo de claves.

–Aparentemente parecen ser las claves a las que se refiere el párrafo, la conjunción alfabética y numéricaprecisa para poner en marcha el proyecto. Hasta ahí puedo llegar. No sé qué fórmula puede seguir, porque así, a simple vista, ya os he dicho que no sigue ninguna pauta matemática que yo conozca. También cabe la posibilidad de que los números no estén bien copiados, que, con los debidos respetos hacia su padre -dijo mirando a Javier-, él confundiera alguno de ellos o su ubicación, el lugar exacto en el que estaban escritos. El trabajo que realizó es extraordinario, pero muy complicado. Si hubo algún fallo de transcripción, es probable que el mensaje escrito sea más extenso. Sería interesante, y me atrevo a decir que necesario, intentar conseguir el texto original para cotejarlo.

–Es posible que mi padre cometiera algún error de transcripción. Pero estoy seguro de que si fue así, lo hizo inconscientemente. Puso todo su empeño en copiarlos tal y como venían, me refiero a que los números del tabique izquierdo corresponden a los que estaban en el primer bloque del manuscrito y los del derecho a los que aparecían en el segundo bloque. El libro estaba dividido en dos partes -concluyó dirigiéndose a Daniel.

–Hablaremos con el párroco actual, no perdemos nada por hacerlo. Si no tiene inconveniente, después, en el caso de que no consigamos ver el ejemplar original, volveremos de nuevo y, con su permiso, tomaremos fotos de las paredes. Es más fácil hacerlo así que copiarlos, pues ésta sería una labor que nos llevaría demasiado tiempo. Necesitamos intentar descifrar el significado completo.

–Les ruego que no hablen sobre lo que han visto. Aunque ha pasado mucho tiempo, prefiero que la curia no tenga conocimiento de ello. Esto aún sigue siendo un pueblo y ya saben… -dijo con voz temblorosa.

–Por supuesto, no tenga dudas de que así será. La única información que le daremos al párroco será la precisa, la que su antecesor tuvo. Diremos que hemos accedido a la información investigando sobre nuestros padres y que usted está tan desinformado como nosotros -dije mirando a Reyes, y ella asintió con la cabeza…

Capítulo 52

–Hablan ustedes de una falacia. Un rumor que siempre ha estado vivo en boca de los filibusteros, de buscadores de misterios y embaucadores. Ese texto fue conocido en todos los ámbitos religiosos de la región, me refiero a Castilla La Mancha y Madrid. Ahora está en el norte y no se molesten en preguntarme en qué lugar porque jamás se lo diré. No esconde ningún misterio, ninguna fórmula mágica, sólo se trata de una serie de números que intentan demostrar que las Matemáticas, la Ciencia, la Religión y el código alfabético forman claves que a su vez nos dan el verdadero significado de los textos bíblicos. Esa leyenda absurda que intenta tirar por los suelos todos los dogmas. Esa que dice que todo está escrito y que cada código tiene infinitos significados y aplicaciones. Una panacea, la panacea de siempre. Y, si no tienen nada más interesante que preguntarme, les dejo. Los oficios religiosos son importantes, no estas patrañas absurdas y sin sentido -dijo el párroco sin dejar que entrásemos en su casa.

–Verá, entendemos su postura, pero, si sus afirmaciones son ciertas, ¿por qué su antecesor pagó una suma tan importante de dinero en aquella época por hacerse con una falacia, como usted la califica? – dijo Reyes en tono de reproche.

–¿Qué haría usted si se encontrase con unas fotos deshonestas de un miembro de su familia? ¿Las dejaría para que circulasen en manos de todo el mundo o las compraría al precio que fuese? – ninguno de los tres dijo nada-. Pues eso hizo él. Defendió sus creencias y el sostenimiento de las mismas. ¡Buenas tardes! – concluyó, dándose la vuelta, y, cerrando el portón de metal en nuestras narices, entró en la casa.

–Es evidente que, como siempre he mantenido, la Iglesia está metida en todo este asunto -dijo Daniel-. Es como en una circunferencia: el comienzo y el fin se vuelven a juntar. Una vez más nos vemos frente al clero, en el mismo sitio donde comenzó todo.

–Creo que vuelves a distorsionar los acontecimientos en favor de tu hipótesis. El párroco tiene razón. Conoces las teorías que existen sobre esos temas; si pensaron que era una especie de descodificador matemático relacionado con la Biblia, cualquiera, en el lugar del párroco, habría hecho lo mismo que hizo él -dije.

–¿En serio piensas que el cura pagó esa cantidad por una falacia, por un texto que sólo reflejaba una superstición, una hipótesis sin base argumental? Deja que me ría. No olvides que estuve dentro de la institución. Las falacias, las supersticiones, las historias que no pueden demostrarse, son las más interesantes y las que más benefician a la Iglesia. Esas historias les sirven para demostrar que ellos están en posesión de la verdad, que siguen siendo los poseedores de la verdadera fe. Las falacias no se esconden, se desvirtúan y ello lleva a ratificar sus creencias. Si hubiera sido así, jamás habrían comprado el texto, y menos lo habrían ocultado, se habrían limitado a desvirtuarlo. Sin embargo, cuando se halla algo que tira por los suelos sus dogmas, se esconde rápidamente, se hace desaparecer. Y no es algo ajeno en nuestra sociedad, se hace en todos los ámbitos. No es sólo la Iglesia católica la que defiende sus cimientos, todos lo hacemos y todos tenemos derecho a hacerlo.

–¿En serio piensas que esos números tienen algo que ver con la Iglesia? – inquirió Reyes.

–Eso es lo más probable. Imaginaros por un momento que yo tenga razón y que la investigación que siguieron los forenses en el convento no sólo fuese científica. Que las religiosas, su misteriosa enfermedad, sólo hubieran sido utilizadas como una excusa para encerrarse entre las paredes del convento sin levantar sospechas. Imaginaros que la enfermedad, tal y como sor Vasallo siempre afirmó, fue provocada con ese fin y que formaba parte de un experimento que nadie, a excepción del topo, conocía. O que los resultados eran tan graves como inesperados, y por ello Salas y Fonseca, vuestros padres -dijo mirándonos a Reyes y a mí-, al ver lo comprometido que aquello era decidieron sacarlo a la luz. Imaginaros que el descubrimiento que hicieron fue el resultado de una investigación matemática que surgió tras el examen de textos cuyo contenido es pura metafísica. Que ese contenido diera lugar al comienzo de la investigación o el supuesto experimento. Imaginaros que todo ello tal vez haya estado siempre entre los textos de Loyola o de Cervantes y quién sabe si entre muchos otros manuscritos, en las páginas de muchos incunables o tratados. Quizás ello sea el motivo más prioritario que la Iglesia tuviera para esconder los seriados que Salas dejó en el nicho del abuelo de Enrique. Quizás esto lleve sucediendo años o siglos y nadie haya conseguido descifrarlo. Tal vez, todas esas series numéricas que no he conseguido enlazar con vocablos sean semejantes a las que dicen que esconde la Torá en sus páginas; quizás el número pi en realidad sólo sea el código para descifrar muchos textos, un código que siempre ha estado a nuestro alcance. Si sus dígitos son infinitos, ¿por qué no podrían esconder infinitas aplicaciones? – concluyó Daniel parándose frente a nosotros.

–Demasiado fantasioso para ser real, para no haber sido descubierto hace tiempo. Pura leyenda. El supuesto mensaje de la Torá es una leyenda -dije.

–No olvidéis que todas las leyendas tienen siempre algo de verdad. Además, la Iglesia católica siempre ha estado en contra de los avances de la Ciencia. Lo ha estado por lo que todos sabemos. La Ciencia pone, año tras año, en duda sus dogmas; cada día, la hipótesis de que Dios y Ciencia son una misma cosa cobra más sentido. Eso a ellos no les interesa. No olvidemos que el mayor enemigo del ser humano es la ignorancia. También la manera más fácil de dominarlo, de engañarlo.

–Si todo eso fuera cierto -dijo Reyes-, estaríamos entre dos intereses diferentes pero que confluyeron en un mismo punto. Eso hizo que la documentación sobre lo sucedido fuese ocultada por dos, llamémoslas, instituciones u organizaciones diferentes.

–Es lo que he estado intentando explicar desde que me incluísteis en vuestras investigaciones -respondió Daniel con gesto de alivio-. Que las investigaciones o experimentos que los forenses desarrollaban en el convento, en un principio, nada tenían que ver con la Iglesia, pero que surgieron de textos relacionados con ella o que estos textos, si no lo estaban, la relacionaron. La Iglesia, al ver descubierto parte de su secreto, reaccionó como lo hizo la organización para la que trabajaban los forenses. Se deshizo de todas las pruebas que pudieran perjudicarla, aun sabiendo que habría daños colaterales. Si el experimento o la investigación de los forenses salía a la luz, no sólo se descubriría la peligrosidad del mismo, sino que también les salpicaría a ellos.

–Ésa es tu hipótesis -dije-. Sin embargo, yo dudo mucho que los textos de Loyola o de Cervantes contengan nada relacionado con lo que los forenses desarrollaban en el convento. Más bien creo que esos textos, como todo demuestra hasta ahora, sólo le sirvieron a tu padre -dije dirigiéndome a Reyes- para ocultar sus mensajes. Fueron una simple herramienta de trabajo. Como creo que lo son las series que el padre de Javier grabó en las paredes de la cueva. Como tú bien has manifestado, cualquiera que utilice las fórmulas matemáticas con asiduidad, cualquiera que domine el cálculo mental como tú, descifraría los seriados sin mucho esfuerzo. Salas debió de contar con ello. Debió de escribir ese manuscrito para alguien que dominase esa técnica de descifrado, o en la esperanza de que la persona que lo encontrase supiera distinguir de un vistazo lo que contenía. Pero, como sabemos, no tuvo suerte. El padre de Javier no era la persona indicada para descodificarlo.

–Es posible, pero aun así -respondió él desafiante-, ¿cómo explicas entonces el secretismo que ha rodeado los textos de Loyola durante siglos? ¿No crees que es demasiada coincidencia que el convento fuera el lugar donde se encontraban esos textos, me refiero a las cartas del santo, las cartas que le entregó a sor Antonia Estrada, la tornera, y que habiendo documentación sobre ellas éstas no se hayan dado a conocer en su totalidad? Sabes que los textos existen, la hermana Laudelina te dijo que Salas estaba transcribiéndolos, dime, ¿cómo explicas tales coincidencias?

–No puedo -respondí-. Sé lo mismo que tú, sin embargo, yo soy más sensato y me decanto por una hipótesis más común, más razonable. Tú, por la que más te interesa.

–Lo cierto -afirmó Reyes- es que los textos de Loyola, la Iglesia y los forenses junto a las matemáticas siguen unidos. Que a medida que avanzamos en la investigación, la Ciencia y la Religión se van fundiendo en una misma cosa.

–Entonces -dijo Daniel-, ¿estás de acuerdo conmigo?

–En parte -respondió ella-. Es probable que estés en lo cierto y todo sea el hilo de la misma madeja. Que el cabo del comienzo y el del final se unan en un mismo ovillo de lana y, como afirmas, ambos nos conduzcan al mismo lugar. Está claro que la Iglesia tomó partido en lo sucedido. Cómo, de qué manera y los motivos que les llevaron a ello aún están por descubrir, pero con el resto de los acontecimientos, hasta ahora, nos ha sucedido lo mismo.

–Sólo nos queda seguir con las investigaciones, volver al punto de origen -apremió Daniel-. Pero primero debemos volver a la cueva a tomar fotos de los números restantes. Estoy convencido de que tras ellos hay algo más. Después, iremos al convento. No podemos olvidar los seriados restantes que había en las cartas que le envió Salas a tu madre -dijo mirando a Reyes-. Tenemos que volver al convento e intentar que sor Laudelina nos deje entrar en las instalaciones, quiero decir…, que te deje entrar -concluyó, mirándome al tiempo que esbozaba una sonrisa malévola.

No respondí. Estaba memorizando las palabras que Julián entresacó de las cartas, las tres series por las que habíamos llegado hasta Toledo y, después, con la ayuda del rabino, al cementerio:

Primer seriado: Llave – Trece – Cuadro – Heredero – Fonseca

Segundo seriado: Aspas – Quijote – Loyola – Puertas – Solsticio

Tercer seriado: Llave Pedro – Bautista Sol – Tablada

Capítulo 53

Caminé junto a ellos en silencio, sin prestar atención ni escuchar lo que ambos comentaban, centrado por completo en mis reflexiones, en el análisis de todos y cada uno de los datos que habíamos recopilado hasta el momento.

Los acontecimientos parecían emparentarse de cerca con la hipótesis que Daniel había defendido y defendía con vehemencia. Era evidente que la Iglesia tenía interés en ocultar información sobre los forenses y lo que se gestó tras las paredes del convento. Los motivos por los que se veía obligada a actuar así, como bien aseveraba Daniel, podían ser la clave de todo lo sucedido.

Todo lo que hasta el momento habíamos descubierto estaba interrelacionado, formaba una especie de jeroglífico cuyo centro eran las palabras y los números. Ambos códigos, el numérico y el alfabético, eran la clave de nuestra investigación. La palabra, su significado y su poder, era y sigue siendo, a pesar de ser utilizada a diario, un misterio para el ser humano. Incluso el nombre de Dios revelado a Moisés lo fue. Para los judíos fue un nombre tabú. Se podían escribir sus grafías, pero estaba prohibida su pronunciación. En sus caracteres está concentrada toda la divinidad y la fuerza: el verdadero significado de la existencia. Los alquimistas, los brujos, los hechiceros, los sacerdotes…, todos ellos le daban a la palabra un lugar prioritario en sus artes. Y quizás el barro con el que Dios creó al hombre no fuera tal, sino una palabra simple pero llena de poder y fuerza, como: ¡Hágase!

En aquellos momentos, mirando el tatuaje de Reyes, recordé que en hebreo cada letra de las veintidós que conforman su alfabeto es también un número. Las palabras son cifras. En la Cabala judía las letras y las cifras están unidas y son el núcleo de la creación de todo. La colocación y el número de cada símbolo deben ser exactos porque de ello se dice que depende su transcripción correcta y el futuro del ser humano. La Torá nos muestra varias dimensiones de lo que sus letras en apariencia parecen decir, varias dimensiones que hay que descubrir aplicando un código alfanumérico similar al que mi padre y Salas estaban utilizando para dejar sus mensajes. Un código alfanumérico de múltiples combinaciones, que muchos dicen que encierra el pasado, el presente y el futuro de todo ser sobre la tierra. Todas sus palabras confluyen en el centro, en el número 32, en el corazón o núcleo, en el principio y el fin, en una circunferencia. La circunferencia que es, o representa, lo divino. Rememoré las palabras de mi padre citando a Galileo: «La lengua de ese libro es matemática y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas.»

Caminaba detrás de ellos, en silencio, sin dejar de divagar sobre lo acontecido y sin dejar de mirar el tatuaje de Reyes. Mil y una conjeturas pasaron por mi cabeza. Pero una sola se mantenía clara, a pesar de que en cierto modo era la más descabellada de cuantas se me habían ocurrido. Pensé que el número pi y las cartas de Loyola podían estar vinculados y que esta vinculación podían ser el descodificador o las pautas a seguir para llegar a leer, a convertir en letras, los dígitos del pi. Tal y como Daniel había hecho con las cifras que Salas dejó grabadas en las paredes de la cueva.

–Demasiado tiempo en silencio -dijo Daniel, poniendo su mano sobre mi hombro y sacándome de mi absentismo-. Te lo compro, dime cuánto vale, estoy dispuesto a pagar lo que quieras. Venga, ponle un precio -concluyó sonriendo.

–¿El qué? – pregunté sobresaltado-, no sé de qué hablas -dije intentando disimular.

–Lo que piensas, te compro lo que estabas pensando -siguió riendo-. Debe de ser demasiado interesante. De lo contrario, habrías contestado a más de una alu-sión que te hemos hecho durante el camino. Y, como veo, ni te has enterado de que nos dirigíamos a ti. Dime, ¿qué pensabas?

–Tonterías, cosas sin sentido. Divagaba.

–Divagar es un ejercicio mental muy sano, con beneficios más que evidentes. La mayoría de las veces, divagar nos hace razonar y llegar a conclusiones que de otra forma nunca habríamos conseguido. Dinos qué pensabas.

Por unos momentos pensé no decir nada, pero, tras unos instantes, comencé a contarles mi hipótesis. Él se paró en seco en el momento que mencioné la Torá y establecí un posible paralelismo entre los números y las letras, entre los textos de Loyola, Cervantes, la Torá y las cartas que, supuestamente, Loyola había escrito. Cuando dije que las creencias sobre los mensajes ocultos en textos podían tener una base real y que tal vez estuviéramos frente a uno de ellos o a la descodificación del mismo, Daniel preguntó con expresión de asombro:

–¿Has descodificado las últimas líneas de la cueva?

–¿Te refieres a las líneas de las que nos hablaste y que has dicho que quieres volver a ver antes de decirnos su significado? – le inquirí desconcertado.

–Sí, me refiero a esa serie numérica -respondió.

–No sé de qué me hablas. Ya te dije, igual que lo ha hecho Reyes, que sólo he visto números en ellas -dije.

Reyes me miraba con gesto de sorpresa, como intentando hallar una explicación a la reacción de Daniel.

–Entonces, si no lo has hecho, ¿cómo has podido llegar a semejante conclusión?

–Ya te he dicho que divagando. Uniendo unos detalles con otros. Pero no entiendo por qué motivo me haces esa pregunta. Si lo hubiese descifrado te lo habría dicho. No tengo motivos para callar, estamos juntos en esto.

–Es evidente -respondió Reyes- que los seriados numéricos a los que Daniel se refiere hablan de lo mismo que tú acabas de decir. Y es él -puntualizó señalándolo con gesto irónico-, y no tú, el que no quiere soltar prenda sobre ello.

–Si la memoria no me falla y esos números corresponden a lo que creo, el experimento o la investigación que los forenses realizaban en el convento era más peligroso de lo que nos imaginábamos. De una trascendencia vital, tanto que quizás nos hayamos equivocado al indagar y nos veamos envueltos en una responsabilidad imposible de soportar por el resto de nuestros días -respondió Daniel con gesto de desagrado ante la afirmación de Reyes-. Es lo suficientemente importante como rocambolesca, tanto como lo es tu hipótesis -dijo mirándome con gesto desafiante- y la manera en que dices haber llegado a ella. Si estoy en lo cierto, si no me equivoco, y dada la importancia del mensaje, debo verificar su contenido antes de manifestarme sobre ello. Si lo hiciera sin asegurarme, sería un inconsciente.

–No tuvieron éxito -dijo Javier, que al vernos bajar la cuesta que conducía a la plaza había salido a nuestro encuentro-. Ya se lo dije. El nuevo cura no soltaría prenda, no diría ni mu, o no tendría ni la más remota idea de lo que ustedes decían. Y, bien, ¿qué les argumentó? – inquirió.

–Lo que usted dijo -respondió Daniel-, que el libro no está aquí y que no nos molestemos en buscarlo.

–Bien, entonces imagino que querrán, como me dijeron, fotografiar las paredes de la cueva. Será mejor que lo hagan ahora. He decidido borrar los números.

–¡Borrar los números! – exclamó Daniel-; no puede hacer eso.

–Sí, creo que sí. Llevo varios meses intentando vender la tienda. El huerto ya no me da para mucho. Ya saben ustedes, el campo es un quemahombres. Esta mañana he recibido una oferta bastante buena. Debe de ser una persona interesada en el pueblo. Sabe bastante sobre su historia y me preguntó si la tienda tenía cueva. Piensa acondicionarla para hacer un restaurante. Aquí, la hostelería es lo que funciona bien, desde siempre ha sido así. Por ello borraré todos los números que mi padre grabó en las paredes. Los que se dedican a este tipo de negocio, semirrural, suelen dejar las cosas como estaban en origen. Creo que es conveniente que borre los seriados antes de enseñar la cueva porque, si lo que ustedes afirman es cierto y sale a la luz, podría tener serios problemas, ¿no lo creen ustedes?

–Sí, creo que lo más conveniente será que los haga desaparecer -dijo Daniel esbozando una sonrisa forzada. Reyes y yo asentimos con la cabeza.

–Pues, entonces, vayamos a hacer las fotos. Querían venir hoy mismo, pero les dije que tenía otros interesados viendo el local. Estrategias de mercado -dijo sonriendo-. He de comenzar con el encalado esta tarde.

Capítulo 54

En el momento en que estuvimos en la cueva, y antes de que Daniel dispusiera la cámara fotográfica, se dirigió a la serie numérica de la que nos había hablado y comenzó su transcripción en voz alta:

–Es de un versículo de Job -dijo, señalando los seriados sin retirar la vista de los números que iba uniendo de pared a pared. Descodificando su significado con tal maestría y rapidez que parecía un computador-: «Los diferentes capítulos de la Torá no han sido dados según su secuencia correcta. Si hubieran sido dados en un orden correcto, cualquiera que los leyese podría resucitar a los muertos, hacer milagros; incluso destruir toda vida. Los seres humanos están tan cerca de Dios como lo están de la Bestia y no se sabe en qué momento o quién puede ser el que utilice la "Palabra" para destruir en vez de crear. Por ello, el orden correcto y su sucesión precisa de esta secuencia han sido ocultados en laTora. Sólo el Ser Santo es el sabedor de su significado y aplicación». Luego cita a Isaías 44: 7. Y dice: «Quien como yo puede leerla, anunciarla y ponérmela en orden. Se trata de un libro de prodigiosas propiedades, ocultas a los ojos de la mayoría. Fue recibido por Moisés de manos de Dios, quien también le reveló las combinaciones secretas de letras que, en conjunto, representan la otra lectura, diferente de la que lee cualquier persona.» Y concluye: «Sus claves, a pesar de los esfuerzos que se han hecho durante generaciones por mantenerlas a salvo, lejos de la vista de los no elegidos, han sido desveladas por los hombres. El número de la Bestia no tardará en ser descifrado y se convertirá en la aplicación matemática que lleve la destrucción a la Tierra». Aquí cita -dijo señalando otro seriado- un versículo del Apocalipsis, el 15, 2, 8. O, lo que es lo mismo, el que corresponde a «Las siete copas», que, si mi memoria no falla, dice: «Vi otra señal en el cielo, grande y maravillosa: siete ángeles que tenían siete azotes, los últimos, porque por ellos se consumaba la ira de Dios. Y vi como un mar de cristal, mezclado de fuego, y los que habían salido vencedores de la Bestia, de su nombre y de la cifra de su nombre, estaban de pie sobre el mar de cristal, con las cítaras de Dios».

–Está hablando del significado oculto de la Torá y del número de la Bestia. Juraría que se refiere a un proyecto en el que la base fundamental es alguna fórmula matemática que puede haber sido extraída de la Torá o de algún texto similar a ella. ¡Dios mío! – exclamó Reyes-, hoy más que nunca pienso que Dios es Ciencia, pura ciencia. Lo más terrible es que esa ciencia, según lo que has desencriptado, está en manos de la persona equivocada.

–Creo que -respondió Daniel con voz temblorosa-, desgraciadamente, así es. El resto de seriados numéricos de los que no he encontrado significado, me refiero a paralelismo con los otros, deben de ser una clave, o las coordenadas de algún lugar -concluyó, secándose el sudor de la frente con la manga de la camisa y procediendo, de forma minuciosa, a tomar fotos de las paredes.

–¿En realidad creen ustedes lo que dicen? – inquirió Javier, que nos miraba con gesto de escepticismo-. ¿No piensan ustedes que ya nos habríamos enterado de algo? Si eso es cierto, lo más probable es que todos estuviéramos muertos.

–Quizás ya lo estemos y no nos hayamos dado cuenta de ello -respondí.

Todos se giraron a la vez hacia mí y me miraron con gesto de sorpresa.

–¿Qué quieres decir? – inquirió Daniel.

–Que hay demasiadas cosas que no percibimos -respondí-. Mil y una realidades que no vemos, dimensiones que no podemos experimentar y, sin embargo, existen. Dependiendo de quién lea la Torá, y la preparación y valores que tenga, podrá ver en ella una cosa u otra, pero nunca verá todo su contenido, y eso, el que no lo vea completo, no quiere decir que no exista. Ese supuesto proyecto del que habla el mensaje encriptado de Salas puede llevar funcionando más de treinta años, los mismos que hace que él y mi padre murieron. Que nadie se haya percatado de su funcionamiento no quiere decir que no esté a pleno rendimiento. Puede que los efectos sean imperceptibles. Quizás ése sea el valor más importante y su verdadero peligro, su invisibilidad.

–¿Sugieres que el mensaje se refiere a algo desconocido e imperceptible? – inquirió Daniel-. Creo que tus conclusiones son demasiado exactas, demasiado certeras, sin tener, como dices, más datos sobre lo sucedido que los que todos conocemos. O ¿sabes más de lo que dices saber?

–Sigues pensando lo mismo. Sigues poniendo en tela de juicio mi comportamiento, pero nada dices del tuyo -le respondí en tono de reproche y con cierta ironía.

–¿Me estás acusando de ocultar información? – inquirió él dejando de tomar fotos.

–Tu facilidad para descifrar los seriados es demasiado perfecta. Yo diría que has practicado durante mucho tiempo ese arte. Si no recuerdo mal, dijiste que llevabas años dedicándote a buscar mensajes cifrados, ocultos en textos de diarios. Sin embargo, el tiempo que permanecí en tu casa sólo vi documentación de hace treinta años. Documentación que recoge los años previos al asesinato de mi padre y de Salas y llega hasta unos meses más tarde de sus muertes. Recuerdo la insistencia de sor Laudelina en que poseías cierta habilidad con los jeroglíficos, con los criptogramas. Como tú bien dices, no existen las coincidencias. Tú y yo sabemos que éstas sólo son variables matemáticas. Dime qué fue lo que en realidad te llevó a indagar en los textos de Cervantes y Loyola. A desgranar la vida del santo de una manera tan metódica, a introducirte en los archivos de la Generalitat en su busca, en busca de sus huellas. Dime por qué sabes tanto de claves alfanuméricas.

–Pensé que este momento se retrasaría unos días más -respondió él con calma, como si estuviera esperando mis preguntas-. Tenía programado comentártelo antes de volver al convento. Era necesario que lo hiciera antes de que hablases de nuevo con sor Laudelina para conseguir presionarla. Pero debíamos encontrar todos los mensajes posibles que Salas dejó encriptados, toda la documentación que pudo ocultar. Cuanto más tengamos al respecto, la religiosa se verá más atrapada. Y eso, ponerla contra la espada y la pared, es la única forma de conseguir que colabore con nosotros -hizo una pausa y mirándome fijamente de arriba abajo, tal y como lo hizo el primer día que nos vimos en su casa de la Corredera Baja de Madrid, continuó-. Terminaré de hacerlas fotos y te daré las explicaciones que necesitas… que ambos necesitáis saber -puntualizó dirigiéndose a Reyes, que permanecía muda, con gesto de asombro y desconcierto, mirándole.

–No puedo dar crédito a lo que estoy oyendo -dijo ella en tono malhumorado-. ¿Nos has estado ocultando información todo este tiempo? – Daniel permaneció de espaldas a nosotros, tomando fotos, sin responder a Reyes, como si nada de lo que ella dijera fuese con él-. Has jugado con nosotros; primero con mi hermana, después conmigo y ahora con Enrique. Estoy indignada, indignada, ¿me oyes? Haz el favor de mirarme, te exijo que me mires -concluyó alzando el tono de voz.

–Creo que lo menos importante en estos momentos es la información sobre mis conocimientos y andaduras anteriores a conoceros. Ahora, lo que realmente importa es hacer las fotos de los seriados e intentar interpretarlos en su totalidad. Después, como ya le he dicho a Enrique, os explicaré absolutamente todo, aunque parte de la información no va a ser de vuestro agrado. Pero, sin lugar a dudas, entenderéis que no la haya compartido con vosotros, sobre todo contigo -dijo mirándome.

Apenas pasamos media hora observando cómo fotografiaba las paredes. En silencio, cada uno sumergido en sus propias divagaciones. Después, tras manifestar a Javier nuestro agradecimiento, nos dejamos aconsejar por él sobre cuál era el lugar más apropiado para almorzar antes de emprender viaje.

Cuando estábamos a punto de tomar asiento en el restaurante, Reyes recibió un mensaje telefónico de Julián en el que nos indicaba que habiendo terminado de descifrar el resto del contenido de las cartas de Salas, de ellas sólo había extraído una palabra que se repetía incesantemente: «cítara».

Capítulo 55

–No llegué al convento por pura coincidencia, tampoco a los textos de Loyola, me refiero a su estudio -comenzó a explicar Daniel mientras almorzábamos-. Ni relacioné al santo de inmediato con Cervantes. En aquellos días, cuando surgió mi interés por los supuestos contenidos ocultos de algunos textos, estaba inmerso en una teoría matemática de un anciano miembro de la orden religiosa de la que formé parte durante muchos años, la misma que me expulsó. El padre Fausto. El me adoctrinaba en la que luego sería mi labor: el archivo y examen de textos inéditos, ocultos, incunables que la orden tenía almacenados e iba transcribiendo y traduciendo para su posterior clasificación. Muchos de ellos, una vez analizado su contenido con minuciosidad, y tras haber sido sometida su desclasificación, se daban a conocer o pasaban a engrosar una inmensa biblioteca que sólo unos pocos elegidos podían consultar.

»El padre Fausto sostenía que, desde tiempos inmemoriales, las altas esferas de cualquier organización, los grupos de cualquier índole, gobiernos, religiones e incluso movimientos sectarios, habían utilizado los medios de comunicación para encriptar mensajes cifrados. Que estos mensajes, dependiendo de la época, del siglo, aparecían en la prensa escrita, en textos religiosos o de cualquier género literario e índole. No existía un patrón para encontrarlos. Quiero decir, que no se podía tener seguridad sobre un escrito, en cuanto a que éste no contuviera un mensaje cifrado entre sus páginas que nos condujera a un texto diferente al que se leía.

–Algo similar a la película Siete monos -respondió Reyes.

–Es tan similar que si te confundes en la interpretación del mensaje, como le sucedió al protagonista de la película, el efecto de tu mala interpretación puede desencadenar una reacción opuesta a la que pretendías. Como os decía, el padre Fausto afirmaba que él no había descubierto gran cosa, que los mensajes en clave existían desde que el mundo fue creado por Dios y que Él, el Altísimo, había sido el primero en utilizarlos. Sus enseñanzas, sus hipótesis fueron convirtiéndose en tesis frente a mis ojos. Tomaron cuerpo sobre los cientos de papeles ajados y manuscritos que ambos íbamos descifrando sin descanso, poseídos por los contenidos ocultos de sus letras. Creedme, el misterio de todo lo que sucede hoy en día sólo estriba en la interpretación de los símbolos, de los mensajes que Dios nos dejó.

–En realidad, el padre Fausto no estaba interesado en los textos que la Iglesia le daba para descodificar. Él buscaba respuestas, y había encontrado la llave del cofre del tesoro, ¿cierto? – pregunté.

–Murió sin llegar a donde yo llegué. La llave aún no la he encontrado y el cofre tampoco, aunque creo haber dado con su rastro. Cuando falleció, como estaba previsto por la orden y por las altas instancias eclesiásticas, yo le sustituí. Lo hice, en apariencia, siguiendo sus directrices. Sólo en apariencia, porque él había dado con el rastro del cofre del tesoro hacía unos años. Pero el cofre era peligroso, tanto que podía tratarse de la mismísima caja de Pandora. Antes de morir me lo dio a mí, me encomendó que siguiera su rastro, que continuara con la labor.

–¿Cómo llegaste hasta el convento y a establecer la hipótesis de que Loyola había escrito esas cartas para luego relacionar su texto de El peregrino con el Quijote? -inquirí.

–El padre Fausto, antes de morir, me hizo entrega de unos textos manuscritos en los que había un mensaje encriptado. Eran textos que narraban el éxodo judío y en apariencia no parecían contener ningún mensaje en clave. Sin embargo, él estaba convencido de que tenían un mensaje codificado, por ello pasó media vida intentando encontrarlo.

Daniel se inclinó y descolgó su cartera de cuero, que permanecía prendida de uno de los brazos de la silla. La abrió y sacó de ella un texto manuscrito y una carpeta. Nos entregó los dos y dijo:

–Ahí están mis apuntes y fórmulas junto al mensaje encriptado, la descodificación -dijo, señalando la carpeta de plástico repleta de folios-, y ése es el manuscrito que me entregó el padre Fausto. Podéis comprobar que no miento.

Reyes y yo nos miramos asombrados.

–Creo que será mejor que pidamos más café -sugirió ella, tomando el manuscrito y aproximándolo hacia mí.

–Iré yo a la barra a pedirlos mientras vosotros indagáis en la documentación -dijo Daniel, levantándose y abandonando la mesa.

Apenas transcurrieron unos diez minutos cuando Daniel, que había salido al exterior, regresó.

–Le he dicho al camarero que ocuparíamos una de las mesas de la terraza, fuera se está mejor. El sol ha caído y la temperatura es muy agradable -sugirió levantando su mano en dirección a la calle.

Una vez instalados fuera fue Reyes la que le explicó:

–Si no fuese porque Enrique conoce bien la criptografía, no habría dado verosimilitud a tus traducciones, me refiero a los mensajes que has desencriptado de este texto -dijo señalándolo-, un texto que no sé de dónde puede proceder, porque su antigüedad es extraordinaria y el contenido desencriptado, impresionante y terrorífico. ¿Cómo podía saber el autor del mensaje encriptado las epidemias que iban a producirse, cómo podía conocer el Ebola, el sida, y el proceso de colonización de los virus, incluso esos cambios climáticos de los que habla con tanta precisión? Es escalofriante cómo los empareja con los versículos del Apocalipsis. En mi vida hubiera imaginado nada igual. Es como si todo estuviera escrito o predicho, como si alguien supiera que la caja de Pandora estaba abierta y avisara de sus peligros y de lo que iba a acontecer.

Capítulo 56

–¿Por qué llevas estos documentos en tu cartera? – pregunté-; son demasiado valiosos, podrías perderlos.

–Tienes razón, pero el lugar más seguro es mi cartera, no me separo de ella ni para dormir. No penséis que sólo vosotros estáis siendo vigilados, a mí me siguen los pasos desde hace tiempo. Cuando he salido fuera he llamado a Torcuato, tenía dos mensajes de él en el móvil. Creo que en la cueva de Javier no debía de haber cobertura. Mi casa ardió anoche -dijo.

–¡Cómo! – exclamé.

–Lo que oyes. Y no ha sido por mis cigarrillos -y se encendió uno-. No ha quedado nada. Lo siento por tus pertenencias personales, aunque, si te sirve de algo, el violonchelo está en el restaurante de Torcuato. Me tomé la libertad de encomendarle que lo trasladara a su sótano junto a algunos documentos y los ordenadores. Temía que esto pudiera suceder, el incendio o un robo. Dentro de lo malo no es lo peor.

–Las cosas parece que se ponen en nuestra contra -dijo Reyes-, llamaré a Julián para que abandone la mansión y se lleve las traducciones de las cartas.

–Lo hice yo nada más terminar de hablar con Torcuato -respondió Daniel-. Creo que va siendo hora de que tomemos una decisión clara sobre lo sucedido.

–¿Decisión, a qué decisión te refieres? – pregunté.

–A seguir con la investigación o abandonar -respondió él.

–No digas tonterías. Nadie ha pensado abandonar nada. Yo no tengo nada que perder, absolutamente nada, porque nada he tenido nunca -casi grité.

Reyes hizo un gesto de conformidad a mis palabras.

–Según lo que hemos leído en tus transcripciones del mensaje oculto de este texto -dije señalando el manuscrito-, una parte del supuesto lenguaje de Dios ha sido transmitido durante siglos a algunas personas. Y ese contenido ha sido dado por revelaciones.

–Sí -confirmó-, una de esas personas era el padre de los Jesuítas: Ignacio de Loyola.

–Un momento, un momento -dijo Reyes, levantando su mano al tiempo que hojeaba los folios-, aquí no hay escrito nada de lo que estás diciendo.

–No, por supuesto que no. Llegó un momento en el que no me hacía falta escribir lo que iba descodificando. Del mismo modo que no lo he necesitado con las tablas numéricas que Salas grabó en las paredes de la cueva.

–¿Eso qué significa? ¿Que cuando viste los seriados de la cueva ya los conocías?, ¿que éstos seguían las mismas claves que ese texto?, o ¿es que sólo estás hablando de rapidez mental? – inquirí.

–De todo un poco -respondió-. Cuando vi los seriados de la cueva, comprobé que se trataba del mismo código sólo que a la inversa, o lo que es lo mismo: había que pasar los números a su simbología y representación alfabética. En el texto -dijo cogiéndolo y levantándolo-, las letras tienen que pasar a su valor numérico y éste, después, a su valor alfabético, siguiendo el mismo proceso. Encontrando las variables de los dígitos del pi, dentro de las operaciones matemáticas que se hayan llevado a cabo. Parece complicado, pero me reitero en que todo es cuestión de práctica en el cálculo mental.

–Entonces, todo el tiempo que pasaste descodificando los números en la cueva, estabas haciendo una pantomima -dije en tono malhumorado.

–No. Antes tuve que asegurarme de que estaba en lo cierto. Evidentemente tenía ya mis conjeturas sobre ello. En el mensaje de este texto se dice que Loyola fue receptor de parte del lenguaje de Dios y de una revelación de la que dependía la supervivencia del ser humano en la Tierra. Quiso transmitirlo a los hombres, bien por mandato directo de Dios o porque así sintió que debía hacerlo. Loyola, según este texto, encriptó en su obra El peregrino, el lugar donde estaban sus revelaciones escritas.

–En sus cartas -respondió Reyes.

–Eso es, pero las cartas no llegaron a ser desencriptadas por nadie, porque jamás se encontraron. Entre otras muchas cosas, el mensaje de este texto dice que en ella, en la biografía auténtica de Loyola, pueden estar las coordenadas exactas del lugar en donde se encuentra el Arca de la Alianza. El mensaje también relaciona la obra de Cervantes, el Quijote, sus ocho primeros capítulos, directamente con la de Loyola, y dice que Cervantes los escribió tal y como se los transmitieron con el único fin de cumplir con su obra lo que Ignacio de Loyola no pudo hacer: que el pueblo conociese sus revelaciones tal y como Dios se las dio.

–¿Estás diciendo que los ochos primeros capítulos del Quijote tienen esa semejanza con El peregrino porque alguien le hizo llegar el encargo a Cervantes de que transmitiera o cumpliese lo que el santo no había podido cumplir? – preguntó Reyes.

–Eso mismo es lo que dice el mensaje del texto, no lo digo yo.

–Pero, de ser así, los que tienen las cartas ya habrían encontrado ese código -dije.

–Creo que eso no es algo que esté al alcance de todos. Está claro que debe seguir unas pautas desconocidas. Si procede de una revelación divina, lo más probable es que así sea.

–¿Crees que la Iglesia secuestró el texto de Loyola sólo por esos motivos?

–Las cartas que le entregó el santo a sor Antonia Estrada, la hermana tornera, son la clave de todo. El padre Fausto dice que el santo escribió con el lenguaje de Dios las revelaciones que el Altísimo le hacía y que lo hizo en epístolas que nadie podía leer excepto Loyola.

–Es tan asombroso que es imposible que no sea real -dijo Reyes.

–Eso mismo pensé yo cuando leí el mensaje oculto del texto del padre Fausto. Imaginé un código universal en el que todo estuviera reducido a una simple letra con múltiples aplicaciones y conceptos, con infinitos sentidos y valores, con una densidad tan grande que no pudiera ser medida. Tan grande y vasta que fuéramos incapaces de ver todo su contenido y sólo apreciáramos una porción diminuta, microscópica, como lo es nuestro propio mundo, nuestra existencia en el cosmos.

–El número pi en toda su dimensión -respondí.

–O el verdadero significado del número, o su verdadera aplicación, o su verdadero código -dijo Reyes.

–Es probable que el número pi sea el eslabón perdido. Pero, continuando con lo anterior, con el mensaje del libro, también en él se mencionan otros textos que han servido de vínculo para transmitir el mismo mensaje, textos como la Torá, la Biblia, el Corán, Hamlet, la Divina Comedia…, la labor ha continuado durante siglos, pero nadie ha podido desencriptar su contenido, que es, según el mensaje de este libro -dijo levantándolo una vez más-, el mismo que Loyola encriptó en El peregrino. El lugar donde se esconde la grafía de Dios.

–Los mensajes ocultos de los genios de las letras -respondí-, como decía mi padre. Él mantenía la misma teoría. Decía que existía un grupo, logias secretas que iban transmitiendo mensajes ocultos en textos literarios que terminaban convirtiéndose en obras magnas para la humanidad, pero cuyo verdadero valor y significado nadie había podido encontrar jamás.

–Tu padre mantenía esa teoría porque él había trabajado en aquella búsqueda -me aclaró él.

–¿Qué quieres decir? – pregunté sorprendido.

Capítulo 57

–Tu padre fue clérigo años antes de conocer a tu madre. Estuvo en un equipo de investigación. Estudiaban textos de Loyola. Lo hicieron en el convento adonde tiempo después tuvo que regresar con un equipo de diez forenses más y su mentor: el forense Salas.

–Eso es imposible -respondí estupefacto.

–Te garantizo y te demostraré que así fue. El padre Fausto, durante un tiempo, fue su maestro, le enseñó el arte de la criptografía como lo hizo conmigo. Tu padre tuvo acceso a los mismos textos que yo. El último libro que leyó fue el que me entregó a mí el padre Fausto. Sólo que tu padre no tuvo acceso a su contenido íntegro, sólo a las primeras hojas, éstas -dijo entresacando las que estaban descosidas-; si te fijas, aquí, en el margen izquierdo, verás que hay algo que fue borrado, pero la marca permanece. Apliqué carboncillo sobre ella y pude leer esta fórmula. La misma que Salas utilizó para grabar los mensajes en la cueva de Javier, pero los números no son de Salas, sino de tu padre. Lo comprobé pasando las grafías a papel de seda y luego superponiéndolas en los apuntes que el padre Fausto tenía de los trabajos que tu padre desarrolló en el convento aquellos años. El padre Fausto era como yo, mejor dicho, yo adquirí sus costumbres en cuanto a la organización y archivo.

–No entiendo nada, absolutamente nada de lo que dices -dije.

–Pues ya somos dos -confirmó Reyes.

–Tu padre era clérigo de la misma orden de la que yo formé parte. Como ya te he dicho, durante un tiempo colaboró con el grupo de investigación a cargo del padre Fausto. Después, el grupo, formado por siete clérigos, fue trasladado al convento, entonces regido por sor Vasallo, para hacerse cargo de unas investigaciones que se suponía, según le dijeron al padre Fausto, que eran de extrema relevancia para la Iglesia. Antes de aquello, el padre Fausto había confiado en tu padre, le dejó el libro y le dio las mismas pautas que a mí. Le explicó que en él podía haber un mensaje encriptado que nadie, ni él mismo, habían podido entresacar. Tu padre supo cómo hacerlo, ésta es la prueba de ello -dijo señalando las marcas del margen-, pero, por motivos que el sacerdote desconocía, no le hizo partícipe de lo que leyó. Por más que éste insistió en que sabía que había dado con la clave, tu padre lo negó una y otra vez. Días más tarde, el grupo fue, como ya te he dicho, trasladado al convento. El padre Fausto me lo contó días antes de morir; también me dijo que no sabía lo que tu padre habría contado para ir a aquel lugar tan retirado y poder llevarse al resto de eclesiásticos con él, pero que estaba seguro de que el convento tenía alguna relación con el contenido de este libro -dijo introduciendo las hojas en su interior-, relación que yo no tardé en encontrar. Tu padre permaneció muchos meses en el convento y, tras ellos, dejó los hábitos sin que nadie dijera nada de su decisión ni le pusiera trabas al respecto. Después, su vida dio un giro vertiginoso y se convirtió en un forense reputado y un criptógrafo que, como ya hemos comprobado, trabajaba fuera de los límites gubernamentales. Para una organización que debe presidir un orden desconocido por los gobiernos mundiales, por todos los gobiernos, y cuyos fines no eran, por lo que hemos visto, muy lícitos ni humanos, menos católicos. Fines, proyectos o experimentos científicos o tecnológicos que años más tarde le condujeron a la muerte. Eso, en el caso de que esté muerto.

Por unos momentos no pude articular palabra alguna. Daniel, a medida que hablaba, me iba pasando documentos que verificaban los datos que me había dado sobre mi padre, datos y documentos que desconocía y que jamás había visto. Fue Reyes quien tomó la palabra:

–¿Qué quieres decir? ¿Estás insinuando que el padre de Enrique puede estar vivo?

–No insinúo, me baso en que los restos que se encontraron de los forenses desaparecidos pertenecían a nueve cuerpos, por lo que, si las cuentas no me fallan, faltan los de un cuerpo que seguramente corresponde al topo. La clave está en el décimo forense. Todo, una vez más, nos lleva a los números. Las Tablas de la Ley con diez mandamientos, las doce tribus judías, los doce apóstoles, las diez copas de la vida, los doce forenses. ¿Quién era el décimo? Debes reconocer que a pesar de que tu madre vio el cuerpo y lo reconoció, pudo equivocarse. Recuerda que estaba decapitado. Como lo estaban los restos de los forenses desaparecidos. Ellos también fueron decapitados.

–¿Cómo sabes eso? ¿De dónde has sacado esa información? – pregunté.

–No entiendo cómo has podido actuar de esta manera con nosotros -dijo Reyes-. Deberías habernos dicho lo que sabías mucho antes.

–Los restos mortales de los forenses que supuestamente desaparecieron en Toledo fueron encontrados, quince años más tarde, en un sótano en la calle de Juanelo en Madrid, después de unas reformas en una de las casas. Los forenses no se reunían en Toledo, lo hacían en Madrid, y allí se les encontró. Fueron hallados sobre una mesa rectangular de madera. Los informes de la época -dijo entregándonos las fotocopias de varios documentos oficiales- mencionan, como podéis ver, la causa de la muerte como un homicidio del que no se pudo encontrar más móvil que el relacionado con alguna secta satánica de las que entonces, como ahora, ejercían en el más absoluto secretismo. En ellos, la decapitación que sufrían los cuerpos es calificada como una de las pruebas fundamentales que llevaron a esa conclusión, así como el que en apariencia todos ellos, por la postura en la que aparecieron, fueron víctimas de algún tipo de droga o gas que les provocó la muerte sin resistencia alguna por su parte. Aquí -dijo señalando uno de los documentos-, especifica que la mesa presentaba hendiduras que correspondían con las que deja un hacha, por lo que se presupone que los cuerpos debieron de ser decapitados cuando las víctimas ya estaban muertas. El caso, como podréis leer, no llegó a más en las investigaciones, ya que nadie reclamó los restos mortales. Aunque en este folio se presupone que, según las informaciones halladas en el archivo -dijo señalando el número que aparecía en la hoja-, en un principio, se tuvo en cuenta la posibilidad de que pudieran pertenecer a los forenses que desaparecieron quince años atrás en Toledo, pero el número de cuerpos encontrados sólo correspondía a nueve y no a diez, como figuraba en los archivos policiales que recogieron la desaparición de los forenses en su momento. Tampoco existían pruebas materiales que los pudieran identificar. En la cueva, en sus paredes, sólo se encontraron restos de símbolos satánicos que los investigadores dieron como válidos para refutar su hipótesis. Y así fue difundido el hallazgo por la prensa del momento. Aquí lo podéis ver -dijo, entregándonos un recorte que incluía la documentación de su carpeta en el que se podía leer la información adjetivada como un hallazgo producto de las prácticas satánicas-. El caso estuvo abierto durante un tiempo, pero finalmente se cerró al no encontrarse nada que se relacionase con él y que diera pie a continuar con las investigaciones.

–¿Por qué estás tan seguro de que esos cuerpos correspondían a los de los forenses? ¿Desde cuándo tienes esa información? – inquirió Reyes devolviéndole los documentos.

–Salas no iba a llevarnos hasta el Hombre de Palo sin motivo alguno y pensé que tal vez nos estaba indicando un lugar parejo a él. El más apropiado era la calle que en Madrid llevaba su nombre, como bien apuntó el rabino. A partir de ahí, sólo tuve que pedir algún favor. Uno sigue teniendo sus contactos. Si el hallazgo de los cuerpos hubiera sido más reciente, los datos habrían estado informatizados, pero no lo estaban, por eso no los recibí antes.

–¿Éstos son faxes? ¿Dónde te han mandado estos faxes? – pregunté.

–Hace unos minutos, cuando salí, también tenía una llamada de mi contacto en el registro. Hablé con él y me dirigí al Ayuntamiento -dijo, señalando los soportales que daban al edificio del mismo y que estaban a nuestra derecha-. Sólo tuve que pedir permiso para que me enviasen un fax. No tuve ningún problema. Uno de los administrativos me dio el teléfono y me lo enviaron todo hace unos minutos. Los organismos oficiales no sólo están para pagar impuestos. Respecto a tu pregunta -dijo dirigiéndose a Reyes-, estoy seguro de que los restos correspondían a los forenses desaparecidos por el lugar en donde fueron hallados. No irás a decirme ahora que piensas que encontrar nueve cuerpos decapitados en un sótano, en la calle de Juanelo en Madrid, es una mera coincidencia. Estoy seguro de que aquel lugar era el habitual de las reuniones de los forenses y no Toledo. Creo que todo fue enmarañado por los rumores existentes en cuanto a los escarceos que hacía Hilario Ruiz. Me refiero a que se dio por supuesto que aquellas reuniones se celebraban en Toledo porque las confundieron con las que Hilario hacía para sus trapicheos. Como veis no os he ocultado nada, sólo he comprobado mi intuición. Quería estar seguro de que no me equivocaba y, cuando he tenido los datos -dijo cogiendo los documentos-, os los he dado sin restricciones.

–Puede que tengas razón, pero no podemos comprobarlo -dijo Reyes-; si estás en lo cierto, uno de los forenses fue el verdugo que ejecutó a todos, incluido mi padre y el padre de Enrique. Pero mucho me temo que no podremos verificarlo nunca. Como dijo el rabino, lo único que podemos es proceder a la exhumación de los restos de nuestros padres.

–Lo más importante ahora no es saber si esos restos eran los de los forenses desaparecidos y quién era el décimo forense, aunque en él puede que esté la clave: la décima clave. Y quizás en esa clave, como sucede con el décimo mandamiento de la Ley de Dios, estén resumidas las restantes.

–Creo que aún tienes cosas pendientes que contarnos -dije- o, tal vez, teniendo en cuenta que eres tú el que elige cómo y cuándo, quizás hayas decidido no decir una palabra más.

Capítulo 58

–Como os dije, tu padre -continuó, mirándome-, Enrique Fonseca, una vez desencriptado el mensaje que contenía el libro que el padre Fausto le entregó, y negándole a éste tal hallazgo, dejó la orden a la que pertenecía para realizar unos estudios en el convento de las religiosas, adonde regresaría años más tarde. Le acompañaron en su labor de supuesta investigación siete hermanos que también formaban parte del equipo de estudio de textos del padre Fausto, al igual que lo hice yo durante un tiempo. El equipo permaneció en el convento de las religiosas siete meses y todos sus componentes fueron enfermando progresivamente, como reflejan los documentos de defunción. Algo que investigué después de terminar el trabajo de descodificación del libro del padre Fausto -dijo poniendo su mano sobre el manuscrito-. Investigué la permanencia de tu padre en el convento de las religiosas, porque era evidente que algo se gestó allí, ya que en el mensaje del libro del padre Fausto se afirma que Loyola tuvo revelaciones y, siguiendo los pasos de Loyola, como te comenté en su momento -dijo mirándome-, llegué a los archivos de Barcelona, de la permanencia del santo en la capital catalana, y de ellos a la hermana tornera y a las cartas que ella guardó en el cofrecito.

»Por un lado, tenía la información que el padre Fausto me había dado sobre tu padre. Él decía que Fonseca había desencriptado el mensaje del libro, pero que lo negaba. Sin embargo, nada más terminar su trabajo, fue trasladado junto a los otros siete clérigos al convento de las religiosas para investigar unos documentos de los que no se le quiso dar información. Por otro lado, tenía la documentación suficiente como para asegurar que la hermana tornera fue poseedora de las cartas que Loyola había escrito víctima de sus alucinaciones y que ella debió de guardar en aquel cofre perdido. Y la hermana tornera…

–Era de la misma orden que las religiosas del convento. Por lo que estaba claro que Fonseca, habiendo descifrado el mensaje del libro del padre Fausto, solicitó permiso para leer aquellas cartas -dijo Reyes.

–Así es. Como decía, Fonseca fue acompañado de siete eclesiásticos más, que fueron falleciendo uno a uno durante los siete meses que duró la investigación. Uno por mes. Y todos padecían los mismos síntomas, sin que se pudiera diagnosticar un mal conocido y, por lo tanto, poner remedio a su padecimiento.

–Los mismos síntomas que años más tarde aquejaron a las religiosas y las llevaron a la tumba -dije.

–Según recogen los informes médicos del hospital al que iban siendo trasladados cuando comenzaban a dar muestras de la patología, manifestaban una alteración de conducta que, en sus comienzos, se correspondía con la que padecen algunos autistas. Dejaban de comunicarse primero en el lenguaje escrito. De ser doctos en el arte de la traducción y la trascripción literaria, olvidaban el código alfabético. No sabían leer ni escribir y no reconocían ningún signo numérico ni alfabético. Como si hubieran perdido la memoria de una forma repentina y con consecuencias fulminantes. Después, dejaban de hablar, se mostraban incapaces de pronunciar palabra alguna o entenderla. Más tarde dejaban de relacionarse incluso por señas hasta que se sumergían en un estado de catarsis de la que nadie podía sacarles. Algo similar a una involución referida a la comunicación con el medio y el mundo que les rodeaba. La última fase de la enfermedad, por definir lo que les sucedió de alguna forma, concluía cuando tenían que ser alimentados de forma mecánica hasta morir sin que se pudiera hacer nada para evitarlo.

–Un momento -dije levantando la mano para que me escuchasen-, has dicho que murieron los siete clérigos que acompañaban a mi padre en la investigación, pero mi padre no murió. Después de aquello dejó, según tú dijiste, los hábitos. ¿Eso significa que él no padeció ese trastorno?

–Él fue el único que no sufrió ningún tipo de alteración. Algo muy extraño, ya que fue, a todas luces, el precursor de la investigación que les llevó al convento. Por lo tanto, debía de estar siguiendo las mismas pautas de estudio que el resto del grupo. Si era así, era inmune a esos trastornos, o no le afectaron los síntomas por otros motivos que desconocemos -dijo mirándome fijamente.

–Sí -respondió Reyes-, es evidente que no le afectaron como al resto del grupo de estudio. Pero sí lo suficiente como para abandonar los hábitos.

–O era inmune a ello -dije.

–Creo que él jugaba con ventaja -manifestó Daniel con una ironía manifiesta.

–¿A qué te refieres? – pregunté-, ¿estás insinuando que mi padre utilizó al grupo como si fuesen ratoncitos de laboratorio?

–Más o menos -dijo.

–Explícate -exigí en tono malhumorado.

–Tu padre los llevó hasta el convento sin que ellos supieran exactamente a qué iban. Si él sacó las mismas conclusiones que nosotros sobre el mensaje del texto del padre Fausto, y todo indica que así fue, sabía que las cartas del padre Loyola podían estar escritas con el lenguaje de Dios y que su lectura podía constituir un riesgo.

–¿Un riesgo? – inquirió Reyes-. Un verdadero privilegio, una suerte, una pasada, diría yo.

–No estés tan segura -dijo Daniel sonriendo socarrón-. Si esas cartas están, como suponemos, escritas con el lenguaje de la Creación, el mismo que Dios utilizó para dar vida al Cosmos, como ya hemos sopesado, pueden recoger tanto que la mente humana no sea capaz de asimilar. Lo que les sucedió al grupo de eclesiásticos que acompañaban a tu padre para mí es lo más similar a lo que le sucede a la CPU de un ordenador cuando la capacidad es inferior a los datos que se le introducen, en palabras coloquiales: el sistema se bloquea y a veces es imposible recuperar la información. Si tu padre conocía los riesgos, si pensaba como nosotros, lo más probable es que utilizase a cada uno de los siete eclesiásticos para ir viendo parte de esas cartas. Siete clérigos y, con ello, volvemos a los números.

–Exacto -interrumpió Reyes-, el siete. Siete eclesiásticos, siete meses de investigación y, según recuerdo, dijiste -dijo mirando a Daniel-, siete eran las cartas que se supone que escribió Loyola en los siete días que sufrió las revelaciones. Para los hebreos recoge los siete mandamientos Noájicos, las siete islas, los siete cielos, las siete montañas, los siete altares y los siete pares de animales que Noé introdujo en el Arca por orden divina. En el cristianismo los siete sacramentos, y los siete dones del Espíritu Santo. En metafísica y astrología, siete son los malos espíritus, y siete las murallas que separan el mundo inferior.

–El número siete es especialmente importante, pero has olvidado algo: los siete días de la semana, los días de la Creación.

–No fueron siete, sino seis, porque el séptimo Dios descansó, según las Escrituras -respondió ella sonriendo.

–El número indica que en esas cartas pueden estar recogidos todos y cada uno de los días y lo que aconteció mientras Dios iba creando cada cosa, cada ser vivo. En la séptima, si la teoría es válida, pudo escribir el futuro de lo creado. Si la séptima carta de Loyola recoge el lenguaje de Dios, que no puede ser otro que el de los misterios de la Creación, en ella también deben de estar las claves para evitar el Apocalipsis que parece que puede provocar el conocimiento de ese lenguaje, o dicho en términos más racionales, si cabe, para evitar que el código, las coordenadas matemáticas o las fórmulas del proyecto que imaginamos que se está llevando a cabo, y del que Salas dejó aviso en las paredes de la cueva, se realice.

–¿Piensas que mi padre sabía el valor del contenido de las cartas y la peligrosidad del mismo y utilizó a los eclesiásticos para que las leyesen, sabiendo el riesgo que corrían? – pregunté.

–Es lo más factible. Debió de ir dando una por mes a cada uno de ellos para que las fueran leyendo y descifrando. Debió de encontrar una forma para saber lo que ellas contenían sin necesidad de visualizarlas él. Es probable que por eso no padeciera las mismas consecuencias. El contenido, su valor o el que todos murieran tras la lectura, debió de ser lo que le hizo abandonar los hábitos. Aunque también pudo ser la codicia, el décimo mandamiento. Si él era el décimo forense, si realmente él era el topo y su cadáver no fue el que tu madre reconoció, pudo ser así. El número diez también nos indica algo muy importante. Hasta ahora todo son mensajes en los que los números tienen mayor simbología de la que aparentan.

–Los diez cuernos de la bestia apocalíptica -dijo Reyes-. El ladrón de la palabra de Dios, el décimo forense. Creo que comienzo a dar por factible tu hipótesis. Está claro que si esas cartas existen, como demuestra el texto manuscrito que nos has enseñado y su descodificación, el que sean siete y no ocho, o nueve, no es una casualidad. Si Dios le transmitió a Loyola esas revelaciones, no escogería otro número para hacerlas. También el que los forenses fuesen doce es demasiado simbólico. En un principio todos los relacionarían con los doce apóstoles y entre ellos también había un traidor. Es evidente que, como siempre mantuviste -dijo mirando fijamente a Daniel-, las religiosas debieron de verse envueltas en algo de lo que no eran responsables pero que sí las vinculaba indirectamente con los acontecimientos.

–Eso es lo que he estado intentando explicaros. Las religiosas han intentando por todos los medios desviar la atención sobre la existencia de las cartas desde el principio.

–Tal vez tenían miedo -dije-. ¿Por qué se le dieron, según tú, las cartas a mi padre, años antes de que la enfermedad asolara el convento?

–Cuando tu padre acudió con el grupo de clérigos, es probable que entonces las religiosas desconocieran el alcance real de aquellos documentos. Podían tener una vaga idea de su valor, pero no los daños que podían ocasionar. Durante mi estancia en el convento, no dije nada sobre el libro del padre Fausto, tampoco hablé sobre la información que tenía de los siete clérigos. En un primer momento, intenté ganarme la confianza de la orden y realizar el trabajo que había dicho que haría, porque el trabajo en realidad era cierto. Más tarde, cuando ya pensaba que las religiosas no desconfiarían de mí, les hice saber mis verdaderos motivos. Entonces se cerraron en banda. Ni tan siquiera prestaron atención al libro del padre Fausto y mis notas. El resto ya lo sabéis. Es evidente que tu padre volvió al convento durante muchos años, como ya sabes, a realizar sus ejercicios espirituales, ya que jamás se desvinculó del clero. También es evidente que las cartas de Loyola no salieron del convento nunca. Si mis suposiciones son correctas, tu padre no las necesitaba ya que había conseguido su transcripción a través de los siete clérigos que fallecieron. Tal vez, las cartas volvieron a ser leídas por las religiosas que enfermaron. Cuando esto ocurrió, llamaron a tu padre porque él conocía cómo parar aquel mal. Recuerda que fue el único que salió indemne del primer episodio.

–¿Por qué estás en este asunto? Dime, ¿cuáles son los motivos reales que te han llevado a todo esto? – dije mirándole directamente a los ojos.

–Llevo diciéndotelo desde que supiste quién era y cómo había llegado a conocer a Reyes y a tu esposa. Mis motivos son puramente éticos, de conciencia, de deber cristiano. Aunque esté fuera de la institución católica, sigo siendo cristiano. Creo firmemente en Dios y reniego de las casualidades. Conocí al padre Fausto sólo para recibir de sus manos el libro y las enseñanzas suficientes como para descodificarlo, y eso no es casualidad. Haré todo lo que esté en mis manos para llegar hasta el final. Dios quiera que esté equivocado y todas mis hipótesis sean pura ficción. Pura ficción, no sólo ahora, sino por los tiempos de los tiempos.

–Ahora vas a venir diciéndome que eres el salvador del mundo, ¡no me jodas!, después de todo lo que he tenido que oír, ahora esto -dije con gesto de burla.

–Te equivocas, ni lo he dicho ni lo he pensado. Yo sólo soy un eslabón de la cadena. Quizás el cierre, la pieza clave para cerrar la cadena, no sea yo sino tú, y estés dejando de lado tus responsabilidades en este asunto. Es posible que tú siempre hayas sido la pieza más importante en esta historia. Y ahora, con la información de la que disponemos, sor Laudelina tendrá que hablar. Tú sabes demasiadas cosas que ellas, las religiosas, querrán seguir manteniendo en secreto.

–Daniel tiene razón -dijo Reyes, poniendo su mano sobre mi hombro en gesto de comprensión-, tenemos que ir al convento y tú debes ser el que hable con sor Laudelina, sólo a ti te recibirá. Debemos averiguar qué contienen esos escritos y qué produjo la muerte de los eclesiásticos y posteriormente la de las religiosas.

TERCERA PARTE

Capítulo 59

–La orden tenía previsto su regreso. Era evidente que tarde o temprano esto sucedería. Supimos que Salas sacó parte de la información del convento a través de las cartas que le enviaba a su amante -la sor caminaba sin mirarme, sin dejar de hablar, por el pasillo oscuro y frío del monasterio, mientras yo la seguía sorprendido por su reacción ante mi visita-. Sígame, le mostraré la biblioteca y allí iré explicándole todo lo que sabemos. Antes de aclararle sus dudas y controversias, todas sus preguntas, debe ver algo -hablaba con severidad y fuerza, marcando el ritmo de sus pasos con soltura y rapidez, sin aquel arrastre que mostró el día de nuestro primer encuentro. Yo casi corría tras ella-. Lo sucedido es como el diámetro de una circunferencia que cada día se hiciera más grande, y nosotras estamos ahí, expandiéndonos junto a él. Por ello hemos decidido cerrarlo. Ésta es la biblioteca antigua, la que su padre y el resto de los forenses compartieron durante la investigación que desarrollaron aquí.

La biblioteca era un habitáculo de estructura cuadrada en el que las paredes, de arriba abajo, estaban recubiertas de estanterías de madera y éstas a su vez, llenas de libros. En su centro había una gran mesa de madera y sobre ella varias lámparas destinadas por su forma y distribución a iluminar cada uno de los lugares de estudio. Rodeándola, sillas revestidas de cuero marrón en los reposabrazos, respaldos y asientos.

La sor caminaba apresurada hacia la mesa, como si sobre ella hubiera algo de extrema relevancia que fuera a desaparecer, como si el tiempo fuese un valor en alza en aquellos momentos que había que aprovechar. Pero la mesa estaba vacía. Ni tan siquiera exhibía decoración o grabado alguno, a excepción de las lámparas con sus tulipas verdes. Cuando estuvo junto a ella, se volvió y dijo mirándome:

–Hágame el favor de sujetar la mesa del otro extremo y tirar para sí -me indicó señalando la parte que daba a la ventana-, para mí es muy pesada, demasiado grande. Nunca he podido moverla sola.

Me situé frente a ella y tiré del tablero hacia mí hasta desplazarlo junto a la ventana, como la sor me había indicado. Ella se dirigió al ventanal y recogió la persiana. El sol entró, iluminando el suelo del habitáculo y sus paredes, dejando al descubierto el polvo que las estanterías acumulaban, claro indicio de que hacía tiempo que los textos no habían sido utilizados. Permanecí unos instantes mirando la infinidad de libros que poblaban los estantes de madera gruesa y ennegrecida. Pocos, pero los suficientes para que la sor se percatara de mi interés.

–No busque recuerdos aquí. La biblioteca dejó de ser utilizada después del asesinato de Salas. Los libros que hay en sus estanterías son técnicos, prácticamente todos versan sobre teología, sobre el análisis de la misma. El resto, los de interés para la comunidad religiosa, están en otra sala, y también los cuadros que adornaban esta pared -dijo, señalando el tabique en donde se encontraba la ventana-. Aquí fue donde se hizo la foto de los forenses colocados según la forma de las aspas de un molino. Los cuadros que estaban aquí fueron trasladados a la biblioteca particular, a la parte de clausura. Sin embargo, aunque la biblioteca es de interés para todo el que la ve, y esto es comprensible dado su valor teológico, no le he traído hasta aquí por los libros -dijo parándose frente a mí-, sino por esto -concluyó, señalando el suelo vacío en donde antes estaba situada la mesa.

En las losetas había un dibujo de unas aspas de un molino de viento. El espacio interior de éstas estaba repleto de letras y números. Era un mosaico. Éste estaba elaborado a mano, pieza a pieza, azulejo a azulejo. Con una precisión milimétrica.

–Es impresionante. ¿Es la caída de ícaro? – pregunté, y ella asintió con la cabeza-. ¿Quién hizo esta maravilla? – continué, al tiempo que iba tomando distancia y apreciando con ello una mayor perspectiva del dibujo.

–Es obra de Salas. Si se fija bien, podrá observar que es cerámica cristalizada. Un trabajo propio de un maestro vidriero, como lo era él. Y, si mira detrás de usted, verá algo mucho más interesante -dijo, señalando la ventana opuesta a la que había abierto y por la que entraban los rayos del sol que iluminaban el suelo-, retírese, deje que el sol haga el recorrido necesario y salga hacia el patio interior -concluyó apartándome de la trayectoria de la luz.

Me desplacé hacia atrás y observé cómo los rayos incidían sobre las aspas, sobre todo el dibujo, pero sólo parte de los azulejos los reflectaban hacia fuera, hasta el patio interior del convento, proyectando sobre la fuente que había en él, la misma que nosotros habíamos deducido que escondía alguna clave de Salas, los primeros dígitos del PI: 3,1415, seguidos de la palabra «cítara».

La proyección dejó de verse tras unos instantes, cuando el sol se desplazó en el horizonte. En ese momento comprendí la prisa de la sor.

–Si se fija bien, verá que hay parte del mosaico que no es de azulejo, sino cristal de Murano -dijo agachándose y señalando varios cristales azules-. Y, si us-ted fuese observador, sabría lo que son -concluyó, retándome con aquella mirada de rapaz que no la abandonaba ni un solo instante.

Me agaché y observé el mosaico de cerca, los cristales que ella me había señalado. En aquel momento percibí que estaban superpuestos, encajados sobre otras piezas: los azulejos que había debajo.

–¿Puedo? – le pregunté haciendo ademán de coger uno de ellos.

–¡Adelante! – exclamó ella sonriendo-. Aunque no debería necesitar hacerlo para saber de qué se trata. Usted tiene en estos momentos más información que nosotras cuando los colocamos, cuando no sabíamos lo que significaban o lo que eran.

Al levantar uno de ellos fue cuando recordé el cementerio y los rosetones de las cruces que faltaban. Aquellos cristales azulones eran los rosetones que Salas había incrustado en las cruces de las hermanas fallecidas y que la religiosa me había dicho que habían sido robados.

–Usted me mintió -dije levantando el cristal en la mano-, éstos son los rosetones de cristal que le faltan a las cruces del cementerio.

–No le mentí. No podía decirle lo que sucedió. La hermana Vasallo descubrió el significado del poema de Tablada, el epitafio que Salas pidió que se pusiera en su lápida. Al golpe del oro solar, estalla en astillas el vidrio del mar -dijo señalando la ventana y los cristales-. Como le comenté durante su primera visita, la hermana siempre afirmó que la vidriera de Salas… ¿recuerda la vidriera de la que le hablé? – inquirió.

–¡Por supuesto!

–Pues la representación, como ve, es la misma -dijo señalando el suelo-. Si quita los cristales de todas las aspas, verá que los azulejos donde han sido incrustados están más bajos que el resto. Justo lo necesario para que quepan los cristales. Pero no se deje llevar por la ilusión óptica. Los números no salen de los cristales, están en la fuente, siempre lo estuvieron, pero sólo con el reflejo del cristal son perceptibles. ¿Cómo lo hizo? Aún no lo sabemos. Es un trabajo fantástico, digno del mejor criptógrafo. Un criptógrafo entre criptógrafos que es evidente que tenía que burlar a los suyos, a los que dominaban su misma técnica.

La religiosa volvió a indicarme que situara la mesa y los cristales que habíamos ido levantando en su sitio. Después tomamos asiento y, tras esperar a que una hermana de la orden que nos había servido limonada se retirara, continuó hablando:

–Sor Vasallo afirmaba que el señor Salas no le permitió que supiera nada con exactitud para mantenerla al margen y a salvo. Cuando la hermana dio con el mensaje del mosaico, lo ocultamos. Decidimos mantenerlo oculto por nuestra propia seguridad.

Capítulo 60

–¿Por qué me ocultó la existencia del mosaico? Yo no represento un peligro para ustedes, también fui y soy víctima de lo sucedido -pregunté.

–Para todo hay un momento. Nunca sabemos si éste es el mejor, el más apropiado, pero intentamos que así sea. Nosotras esperábamos que ese momento no llegara nunca, que no fuese necesaria nuestra participación en lo sucedido. Pensamos que, pasando por alto algunas cosas, evitaríamos males mayores.

»Si usted pone a dos criaturas desnudas en el centro del desierto, éstas tienen muchas posibilidades de morir de sed y de hambre, pero también tienen las mismas de seguir adelante, de llegar al oasis. El destino de ambas sólo depende de lo que cada una, independientemente de la otra, decida hacer. Si ambas consiguen llegar al oasis lo harán llevadas por la misma razón: el instinto de supervivencia. Pero, una vez en él, es muy probable que una de ellas lo explote en su beneficio personal, haciendo de las necesidades de los demás su debilidad, que le dé poder sobre ellas, sobre el resto de las criaturas que vayan llegando sedientas. La otra, tal vez lo utilice y lo comparta con los que vayan llegando, comprendiendo su necesidad, ya que la vivió antes que ellos y, con toda probabilidad, permitiendo que usen el agua de forma gratuita. La diferencia entre ambas estriba sólo en la manera de utilizar lo que descubrieron: el oasis. Los motivos que les llevaron hasta él fueron, en un principio, los mismos. Algo similar sucedió en el convento. Alguien dio santo y seña del lugar en donde podía encontrarse el agua y uno de los forenses llegó hasta ella.

–¿Está diciendo que las hipótesis de Daniel son acertadas? ¿Se refiere a él cuando dice que alguien dio el santo y seña? – pregunté.

–Fue el padre Fausto quien lo hizo. Él hizo partícipe a su padre del contenido del libro, del contenido encriptado del manuscrito que hablaba de las cartas de Ignacio de Loyola y lo que ellas eran en realidad. Su padre lo dio a conocer a las altas instancias y sus superiores le autorizaron a estudiar los documentos de Loyola, las cartas que nosotras custodiábamos. De las cartas y su contenido jamás se pudo saber nada, los hermanos que las analizaban y estudiaban no pudieron reproducir nada de lo que vieron en ellas. Un misterio que hoy, en cierto modo, perdura. Se adivina, pero no se puede demostrar.

–Un misterio como el destino, el lugar en donde se encuentra el Arca de la Alianza y su contenido, me refiero a su verdadero contenido, no a las Tablas de la Ley, sino a la grafía de Dios -dije.

La sor me miró fijamente, como si mis palabras la hubieran sorprendido y al tiempo llenado de terror. Tomó la jarra de limonada y, después de llenar mi vaso, hizo lo mismo con el suyo. Bebió y, tras volver a mirarme, dijo:

–Loyola hablaba de sus cartas, de su existencia, en su obra El peregrino, lo hizo siguiendo unas técnicas para cifrar los mensajes que aún hoy nadie ha conseguido descifrar.

–¿Está diciendo que el mensaje de Loyola existe?

–Existe, porque el libro del padre Fausto habla de él. Habla de las cartas y del mensaje que Loyola dejó en su texto.

–Entonces, Daniel tiene razón sobre ustedes -dije-, han ocultado información que podía haber dado con la solución de todo este asunto, incluso haber evitado muchas muertes.

–Se equivoca. La Iglesia, igual que nuestra orden, sólo está y estuvo interesada en lo que sobre metafísica y teología pudieran contener los textos, tanto las cartas de Loyola como su autobiografía. Y ambas cosas son inofensivas para el ser humano. Ocultarlas o darlas a conocer sólo implica proteger unas creencias u otras. Cada uno protege sus dogmas, sin que ello repercuta más allá del sentir o el avance espiritual de las personas, pero éste no era el caso.

–No entiendo adónde quiere llegar.

–Las cartas de Ignacio de Loyola, de ser ciertas las hipótesis, de darse a conocer, pueden convertirse en el mayor peligro para la existencia del ser humano, el arma más codiciada de todos los tiempos. Creo que eso es lo más importante.

»Cuando los clérigos que su padre trajo al convento enfermaron de aquella manera supimos que las cartas del santo eran y contenían algo muy especial. Todo indicaba que, en verdad, san Ignacio de Loyola transcribió algo sobrenatural en sus papeles. Y créame si le digo que aún no sabemos de qué se trata. Las cartas no contienen más que una amalgama de números y letras que no guardan ningún orden preciso. Símbolos desconocidos para nosotros, sin sentido, que jamás antes se habían visto sobre la Tierra. Durante un tiempo, fueron consideradas una reliquia porque estaban escritas de puño y letra del santo, pero nadie vio en ellas más que eso, el producto de los días de alucinaciones que Loyola tuvo. Las cartas, sus símbolos, no afectan a todos por igual, eso es algo que hemos comprobado, desgraciadamente, así ha sido. Los motivos los desconocemos, pero bien es sabido que Dios no hablaba a todos sus siervos del mismo modo y que sus palabras tienen un significado distinto dependiendo de a quién estén dirigidas.

–Entonces, ¿la persona que escribió aquel mensaje, el autor del libro que el padre Fausto descodificó, tuvo acceso a la verdadera autobiografía del santo, al texto auténtico de El peregrino? Y, no sólo eso, también conocía cómo descodificarlo.

–Por supuesto, así fue. Es probable que también estuviera relacionado con Cervantes.

–Si se ha descodificado El peregrino una vez, alguien más puede volver a hacerlo.

–Podría, pero dudamos de ello. Es probable que Cervantes recibiera aquel encargo, el hacer llegar el mensaje del santo a través de su obra, ya que El peregrino había sido incautado, puesto fuera del alcance del público y de otros criptógrafos o erasmistas. Si lo hizo, siguió otras claves. Si tenemos en cuenta las pautas a seguir que utilizaban entonces los genios de las letras cuando encriptaban mensajes, todo, absolutamente todo, hasta una coma, tenía su valor numérico. Semejante a las pautas que se siguen para transcribir la Torá. Y el Quijote, en sus ocho primeros capítulos, los que siempre han generado la controversia, varía demasiado en el número de palabras, así como en las puntuaciones e incluso en los nombres de sus personajes. Eso hace imposible que el mensaje de El peregrino sea el mismo que el del Quijote. Pero es evidente que la analogía entre ambas obras es excepcional y que lo que pregonan es casi lo mismo. Por lo que siempre, en los círculos religiosos, se ha pensado que si Cervantes transcribió parte del mensaje de Loyola lo hizo a través de símbolos más claros. De figuras lingüísticas representativas o alegorías concretas. Ya le dije que todos los mensajes no están cifrados.

–¿Después de las muertes de los clérigos se siguió con la investigación? – pregunté.

–No. Su padre la abandonó. Él fue el único que no tuvo acceso a las cartas. Él sólo les daba las indicaciones a los eclesiásticos, el método que debían seguir para transcribir su contenido. Pero jamás les acompañó en la investigación. Al menos, eso es lo que la hermana Vasallo me transmitió.

»El estudio se realizaba siguiendo las pautas que su padre daba al respecto. Según los datos de los que dispongo sobre ello, que no son muchos, cada carta tenía que ser leída por un clérigo y debía dedicar a ello un mes. Mientras tanto, el resto se preparaba en todo lo concerniente a simbología y oraba, meditaba para ser capaz de prestar la máxima atención a aquellos símbolos. Las cartas seguían un orden y se referían a espacios de tiempo, eso era otro de los mensajes que su padre sacó del libro, la manera de leer los textos. En él se decía que cada carta sólo podía ser leída por una persona y que ésta sería conocedora de un solo secreto. Si no se hacía así, el mensaje del conjunto sería indescifrable. Algo que imagino que nos sucedió a nosotras durante décadas. Pero había algo más, algo que tal vez fue lo que provocó la enfermedad en los clérigos y que la hermana Vasallo me relató -hizo una pausa y me miró fijamente a los ojos-, las cartas, según su padre, debían dar a conocer muchos misterios, pero para que éstos fuesen los que habían sido transmitidos por Dios, siguiendo su voluntad, la persona que los leyese tenía que desear el beneficio de la humanidad, no el suyo propio. Y creo que no sucedió. La Biblia dice «pide y se te concederá», y no sabemos qué fue lo que la mente de los clérigos pudo pedir al leer las cartas de Loyola, al descifrar su contenido, pero está claro que superó su raciocino, les enloqueció.

Capítulo 61

–¿El padre Daniel tuvo acceso a las cartas de Loyola? – pregunté.

–Cuando el padre Daniel llegó al convento, con sus engaños y mal hacer, las cartas ya habían desaparecido de nuestras instalaciones. Con ellas sucedió lo mismo que con la autobiografía de El peregrino.

–¡Les robaron las cartas de Loyola! – exclamé.

–No sabemos si nos las robaron o fueron extraviadas. Lo único cierto es que las siete cartas y el epílogo desaparecieron.

–¿Había ocho cartas? – inquirí sorprendido-. Por lo que usted me ha dicho y lo que Daniel nos ha comentado, pensaba que sólo eran siete cartas.

–Siete cartas y un epílogo, el que fue leído por Salas durante su permanencia en el convento. Creemos que fue la fuente de sus males, de sus angustias. Algo debió de ver en él que no pudo transmitir con palabras, pero que le hizo dejar múltiples mensajes en todas partes, mensajes como el que acaba de ver usted reflejado en la fuente del patio. Mensajes que relacionaban directamente sus señales con la obra de Cervantes, con sus molinos de viento y con sus aspas.

–¿Por qué Salas tuvo acceso a las cartas? Si, como usted me ha dicho, mi padre recomendó que no fueran visionadas por nadie después de la enfermedad de los clérigos, ¿por qué se volvieron a ver? Además, según he sabido, la experiencia de mi padre con las cartas de Loyola fue lo que le hizo abandonar los hábitos.

–Su padre abandonó los hábitos porque se consideró el responsable de la muerte de los clérigos. Cuando su padre volvió al convento llamado por la hermana Vasallo, solicitó las cartas del santo. Quería que el forense Salas inspeccionara su contenido. Él era un gran criptógrafo y, como los símbolos no habían sido descodificados, pensó que tal vez Salas pudiera dar con la clave. Previamente, le había explicado con detalle a Salas lo sucedido años atrás con los eclesiásticos. Éste, tras conocer los antecedentes, decidió proceder a su lectura arriesgándose conscientemente a sufrir idénticas consecuencias.

»Salas, día tras día, fue estudiando la simbología que el santo había plasmado en sus cartas. Analizó documento tras documento, sin decir palabra, hasta llegar al epílogo. Curiosamente, lo hizo sin tomar una sola nota al respecto, del mismo modo que procedieron los eclesiásticos. Tras finalizar el estudio del epílogo manifestó que ninguno de los escritos que había ido estudiando contenía mensaje alguno en clave, ni tenían sentido. Afirmó que, en caso contrario, él no conocía las claves que san Ignacio de Loyola podía haber utilizado, y que esta posibilidad le parecía cuando menos una fantasía. Incluso llegó a manifestar que dudaba de la autoría, que lo más probable era que las cartas no pertenecieran a san Ignacio.

»Como sabe, Salas no manifestó ningún tipo de dolencia similar a la de los eclesiásticos que, como él, años atrás, habían estudiado los escritos. Pero fue a raíz del estudio de las cartas cuando comenzó a sentirse preso en el convento, cuando su pasión por los libros de teología y metafísica de la biblioteca se manifestó -dijo señalando los estantes-. Cuando solicitó que le facilitásemos todo lo que en cuanto a bibliografía sobre Felipe II, Cervantes y Loyola pudiéramos tener. Su padre percibió, como lo hizo la hermana Vasallo y el resto del equipo de forenses, el interés desmedido por las obras de teología y las bibliográficas que le he citado. Algo que le cuestionó a su colega y comentó con el resto de miembros del grupo y con sor Vasallo. Después de varias semanas en las que se pasó noches y noches leyendo todo lo que caía en sus manos, Salas se dedicó a la fabricación de los cuadros, de la vidriera, la fuente del patio -dijo señalando la ventana que daba al mismo- y el mosaico. Lo hizo con la ayuda del resto de los miembros del grupo, satisfechos y entusiasmados con aquellos trabajos que les evadían de la triste situación de las hermanas, que iban enfermando una tras otra sin que ellos pudieran hacer nada para evitarlo. También fue confeccionando una copia manuscrita de los ocho primeros capítulos del Quijote. Los transcribió, según me relató la hermana Vasallo, con una pulcritud extraordinaria, al menos lo que la hermana vio. Una copia que había manifestado que sería un legado para la orden de su puño y letra, como también lo eran la fuente, el mosaico y los rosetones de las cruces, con los que dejó su maravilloso arte en las paredes y el exterior de nuestro monasterio. Pero la copia manuscrita desapareció del convento. La hermana Vasallo la buscó con la misma insistencia que le dedicó a la búsqueda de la vidriera. Jamás fueron vistas por nadie.

Mi expresión debió de cambiar, porque la sor me miró fijamente y se inclinó diciendo:

–¿Se encuentra usted bien?

–Sí, hermana -respondí-, sólo que he recordado un texto similar al que usted dice que escribió Salas. Un texto manuscrito de los ocho primeros capítulos del Quijote que mi padre tenía, y del que estaba entresacando mensajes encriptados, pocos días antes de su asesinato.

–Deje que discrepe. Le recuerdo que ni su padre ni el resto de forenses salieron del convento durante el tiempo que duró la investigación de la enfermedad de las hermanas, y que Salas, según la madre Vasallo, escribió el texto durante esa reclusión. Su padre no pudo estar en su casa en aquellos días, permanecían en aislamiento, todos los que habitaban el convento lo estaban, ya le di detalles de ello en su primera visita. Es probable que fuese otro texto similar, y que cuando usted lo viera fuese en otros días, anteriores, sin lugar a dudas, a la permanencia de los forenses en el convento. La memoria, la retentiva de la niñez, es muy selectiva y caprichosa, sobre todo en cuanto a fechas se refiere.

–¡Es probable! – exclamé-, y me gustaría que así fuera, porque, de no serlo, las hipótesis que se han barajado en cuanto a mi padre podrían tener una base sólida, y ésta, para mí, es dolorosa.

–¿Hipótesis? ¿Qué hipótesis? – preguntó con expresión de asombro.

Capítulo 62

–Verá, hermana; parece ser que todo indica que mi padre pudo haber estado envuelto personalmente en todo lo acontecido en el convento durante su primera visita, cuando vino para estudiar las cartas de Loyola con los siete clérigos. También en la desaparición de los forenses y quizás hasta en la enfermedad que las hermanas de su orden sufrieron, años más tarde, y que les condujo a la muerte. Incluso se baraja la posibilidad de que él, mi padre, Enrique Fonseca, conociera lo que sucedía desde el principio, y que su cadáver, el cuerpo que mi madre reconoció, no fuese el suyo. Lo más significativo para su reconocimiento eran los tatuajes que tenía en su cuerpo, que a mi madre le producían rechazo.

–¡Dios mío! – exclamó persignándose con expresión de angustia-. No sabía nada de esos tatuajes, me refiero a que hubieran sido una de las pruebas concluyentes en el reconocimiento y que su padre también los tuviera.

–¿Cómo dice? ¿Había alguien más que los tuviese? – pregunté sorprendido.

–Sé, por la hermana Vasallo, que uno de los forenses los tenía en la espalda y en el pecho. Ella pudo verlo durante la construcción de la fuente, un día de calor sofocante en el que se quitó la camisa para trabajar. Es un detalle que comentó porque los símbolos le parecieron, cuando menos, un tanto demoníacos -dijo haciendo la señal de la cruz sobre su pecho-. La hermana me dijo que le había comentado a su padre ese aspecto y que él le respondió, con total normalidad, que aquellos símbolos eran religiosos y que estaban emparentados con una religión milenaria, pero que el forense en cuestión, debe perdonarme porque no recuerdo su nombre, era católico, aunque en otro tiempo había profesado aquella creencia. Que no se había quitado aquellos símbolos porque no le era posible hacerlo. ¿Entonces, el cuerpo que se encontró en la tinaja de su casa es posible que no fuera el de su progenitor? – inquirió angustiada.

–Así es, hermana.

–Si es así, su padre debía ir en el autobús -dijo.

–Pues no lo sé, hermana, no lo sé. Verá, tenemos pruebas suficientes como para pensar que en el autobús sólo viajaban nueve forenses, cuando debía haber diez, por lo que uno de ellos puede que jamás desapareciera y que aún esté vivo.

–¿Pruebas? ¿Qué pruebas? Los cuerpos jamás se encontraron -dijo.

Saqué de mi cartera los documentos que Daniel me había facilitado y se los mostré. Ella los leyó con atención, y mirándome fijamente dijo:

–Si es así, créame, hijo mío, que lo siento, lo siento profundamente. Debe de ser terrible para usted tener esa posibilidad como algo factible, lo es incluso para mí, y si la hermana Vasallo pudiera saberlo, estoy segura de que le produciría un gran dolor. Entonces, ¿usted cree que el texto que vio en su casa era la copia manuscrita del Quijote que Salas hizo durante su permanencia en el convento y que también, como hizo con el resto de los trabajos, la utilizó para dejar un mensaje, igual que con las cartas que le envió a su amante? – preguntó.

–Cada minuto que pasa, esa posibilidad me parece más verosímil -dije-, del mismo modo que cada vez estoy más seguro de que ustedes sólo han sido víctimas de algo que les era ajeno -ella sonrió, mostrando su agrado ante mis palabras-. Pero eso, hermana, no les exime de culpa en lo sucedido -puntualicé en tono severo-, deberían haber dado toda la información a los investigadores. Deberían haberlo hecho incluso con el padre Daniel, independientemente de los motivos que él tenga o tuviera en su momento para escarbar en los hechos.

–Ya le he dicho que lo sentimos y que nos equivocamos. No sé qué más puedo decirle ¿Cómo podemos demostrarle que reconocemos nuestro error?

–No dejando nada en el olvido. Sobre todo, si se refiere a mi padre.

–La hermana Vasallo me informó de que su padre pertenecía a una organización no gubernamental que se encargaba de investigaciones referentes a la salud y experimentación con nuevas técnicas para erradicar enfermedades endémicas. Dijo que, por ello, aparte, claro está, de ser una persona de confianza para la orden, se le llamó cuando las hermanas enfermaron. Eso es lo que puedo decirle al respecto, eso y que el resto de los forenses también pertenecían a dicha organización.

–Mucho me temo que no era así, hermana. Es probable que el grupo se desplazara al convento para ayudar a las hermanas enfermas sin más intención que ésa, pero también es probable que la enfermedad fuera la excusa para volver sobre las cartas de Loyola y que éstas fueran de interés para la organización, o que en ellas hubiera algo que por su valor condujera a la muerte de los forenses -dije-. Ahora que hemos llegado a este punto y que ambos sabemos, uno del otro, lo suficiente, me gustaría que nos dejara inspeccionar la fuente, la biblioteca, sus volúmenes y el cementerio con minuciosidad.

–¿Se refiere a que deje entrar en las instalaciones al padre Daniel? – preguntó.

–Sí. Evidentemente, lo mejor hubiera sido tener acceso a las cartas de Loyola, algo que tenía pensado solicitarle, pero, según usted, desaparecieron, ¿cierto? – inquirí burlón.

–No dude de que le he dicho la verdad sobre ello. Las cartas desaparecieron después del epílogo. No conservamos nada, ninguno de los documentos. Sólo está en nuestro poder el cofre, que cuidamos como la reliquia que es. Si quiere verlo se lo enseñaré. Pero en cuanto a la posibilidad de que el padre Daniel entre en nuestras instalaciones, considere esa petición como un imposible. No nos está permitido hacerlo, y tampoco es de nuestro agrado. Sólo usted puede inspeccionar la fuente y el resto de estancias u objetos que el forense Salas empleó. Ahora bien, puede utilizar la técnica moderna, me refiero a su teléfono móvil. Puede mantenerse en contacto con él e irle explicando lo que ve. Es una buena solución, ¿no cree? Además, ellos, me refiero a la señorita Reyes y el padre Daniel, no tendrán que permanecer en el coche tanto tiempo esperándole, podrán desplazarse al pueblo y buscar alojamiento para los tres. Si piensa inspeccionar los libros de la biblioteca y el resto de estancias en donde estuvieron los forenses, incluida la cocina, tendrá que dedicarle a ello bastante tiempo.

»Por otro lado, tendrán que hacerlo en estos días, ya que el traslado de todo lo que hay en el convento será durante el otoño, aproximadamente en septiembre. El mosaico será desmontado pieza a pieza, al igual que la fuente. Después se procederá a la exhumación de los restos mortales de las hermanas, que serán trasladados a la capilla del monasterio, en donde residiremos las hermanas que quedamos aquí. Los restos mortales del señor Salas serán enviados a Piamonte, allí habita un cuñado suyo, el hermano pequeño de su esposa, que los ha reclamado. La esposa del señor Salas falleció hace ahora dos años y, como ya sabe, el forense no tenía descendencia -la miré con expresión recriminatoria y ella puntualizó-. Quería decir descendencia reconocida legalmente y por la Iglesia.

–¿Está diciendo que abandonan el convento y se llevan todo lo que hay en él incluidas sus difuntas? ¿Por qué motivos? – inquirí.

–Por los mismos que hoy afectan a la mayoría de las congregaciones: por la falta de fe. Por la carencia de hermanas que quieran dedicar su vida a servir a nuestro Señor. Las personas han perdido sus valores, su rumbo, y de ello tienen mucha culpa gentes como el padre Daniel, que embarran nuestros cimientos sin tener en cuenta nada más que sus intereses. Sin sopesar el daño que pueden hacerle no sólo a la Iglesia, sino a muchas personas de bien que nada hacen más que dedicar su vida a seguir los pasos del Señor.

»Somos ya muy pocas las hermanas que quedamos, escasas manos para ni tan siquiera mantener las instalaciones como deberían estar -dijo, señalando los estantes de las librerías cubiertos de polvo-. Usted ha podido comprobar la decadencia de todo. Hasta la instalación eléctrica es antiquísima -y señaló los interruptores de porcelana y los cables de hilo que recorrían las paredes-. Nuestra orden ha tomado la mejor decisión. Todas las que residimos aquí somos demasiado mayores y estamos a gran distancia del pueblo. Cuarenta kilómetros es mucho para una emergencia.

–¿Ha dicho que Salas tiene un cuñado que reside en Piamonte? – pregunté, recordando la vidriera y el viaje que mi esposa iba a realizar a esa ciudad.

–Sí, verá, no lo hemos sabido hasta hace dos semanas, tras tener noticias de que la esposa de Salas había fallecido, y que sus bienes habían sido legados en su totalidad al municipio donde residían, a excepción de la parte mínima legal que corresponde a los herederos. En el caso de la esposa del señor Salas, legalmente, sólo había un heredero, su hermano, que, según los datos que nos dio el ayuntamiento, residía en Italia, en Piamonte. Le remitimos un telegrama indicándole que se pusiera en contacto con la orden para dar cuenta de sus deseos sobre lo que quería hacer con los restos del que fuera su cuñado, el señor Salas: que continuaran en el cementerio, algo a lo que nosotras no pondríamos ningún reparo, exhumarlos en su presencia para posteriormente enviárselos, o dejarlo a nuestra elección, en cuyo caso serían trasladados junto a los de las hermanas. Pero él nos envió un certificado notarial para que fueran exhumados e incinerados, si así lo requerían, y se los enviásemos a Piamonte.

–¿Mi esposa conocía esto?

–Ya le he dicho que nadie sabía de la existencia de este señor, sólo la esposa de Salas; eran hermanos. Aunque no debían de ser muy bien avenidos. De no ser por el traslado, jamás habríamos sabido de su existencia.

–Hermana, ¿cuándo se han enterado de esto, cuándo ha tenido conocimiento de que Salas tenía un cuñado que residía en Piamonte?, ¿no ha recordado el dibujo que había en la vidriera de la que sor Vasallo le habló tantas veces a usted y a los investigadores? En ella, según sus palabras, se representaba el pasaje más conocido de la historia que escribió Ovidio en su obra La metamorfosis sobre Dédalo e Icaro: la caída de Icaro. Una reproducción exacta de la obra de Cario Saraceni que se exhibe en el Museo e Gallerie Nazionali di Capodimonte, en Nápoles, al sur de Italia, adonde mi esposa se dirigía. ¿No ha pensado usted que no era una casualidad que el cuñado de Salas residiera allí?

–¡Por supuesto que sí!, lo he pensado igual que lo ha hecho usted. Pero no sé qué relación puede tener con la vidriera, a excepción de lo que se refiere al arte. Quizás Salas, que evidentemente conocía la ciudad y el museo en donde está expuesta la obra, la eligiera porque la considerara la representación más hermosa. O tal vez porque debió de pasar allí mucho tiempo. Si en la vidriera había algo más, no lo sabremos nunca, porque desapareció, ya lo sabe usted.

–¿Y no ha pensado que tal vez Salas la hiciera llegar a su cuñado, que la sacase del convento cuando estaba recluido?, ¿que tal vez no desapareció?

–Yo no puedo saberlo, jamás le vi. Recuerde que no estaba en el convento por esas fechas, llegué mucho más tarde, pero puede comprobarlo usted mismo. Le facilitaré los datos que necesita para ponerse en contacto con el cuñado del señor Salas. Según nos dijeron en el ayuntamiento, es un zapatero de prestigio en la ciudad de Piamonte, un diseñador de calzado estupendo. Ya sabe usted cómo son los zapatos italianos. A decir verdad, no sólo los zapatos, Italia es la cuna de cualquier oficio y arte…

Capítulo 63

La sor seguía hablando, pero yo no la escuchaba. Mis pensamientos se habían perdido en sus palabras y, junto a ellas, en la posibilidad, en la terrible posibilidad que se abría ante mis ojos: que el zapatero al que se refería la hermana, el cuñado de Salas, fuese Josep. Era el topo perfecto, del que nadie sospecharía, y menos Salas.

Josep había manifestado a mi esposa que mi padre y él eran íntimos amigos, por lo que lo más probable era que mi padre fuese el topo dentro del convento, y Josep, su enlace en el exterior. Un enlace que traicionó a su propio cuñado, que incautó toda la información que él, Salas, intentaba sacar del convento. Mi padre, según los acontecimientos, debía de conocer lo que Salas estaba haciendo y la información que Josep recibía.

Cuando me reuní con Reyes y Daniel, les comenté todo lo que había visto y lo que la sor me había contado, pero también les hice partícipes de mis dudas, del temor que sentía.

–También cabe la posibilidad de que tu padre fuese traicionado por Josep y que él haya estado vigilándote por mandato expreso de la organización; recuerda que lo afirma en la grabación. Si Josep engañó a su propio cuñado, como todo indica, si fue capaz de no hacer nada para evitar su muerte, teniendo constancia de que iba a suceder, con mayor motivo le sería indiferente que asesinaran a tu padre. Recuerda que aunque todo señala que el cadáver que tu madre identificó podía no ser el de tu padre, no sabemos si el cuerpo del forense que no se encontró en la casa de Madrid era el de tu padre. Tal vez estemos equivocados y el décimo forense sea otro de ellos, uno que pasó desapercibido. Debemos buscarle en Piamonte, en la dirección que te ha dado la sor, pero antes debes inspeccionar el convento.