Las «ondas transversal-magnéticas», llamadas ondas Schumann en honor a su descubridor, son fundamentales para la vida, y cuando faltan producen graves problemas de salud.
En la actualidad, existe un proyecto relativo a ellas tan controvertido como peligroso. Sus defensores aducen un sinfín de ventajas de carácter científico, geofísico y militar, pero sus detractores están convencidos de que podría tener consecuencias catastróficas para nuestro planeta, desde arriesgadas modificaciones en la ionosfera hasta la manipulación de la mente humana.
En esta narración, los hechos y los personajes históricos que aparecen son reales. También el proyecto tecnológico que envuelve la trama.
Prefacio
(VI.8 De Hermes.
Extracto del discurso a Tat)
Lo encontraron dos días después de su desaparición, los mismos que su cuerpo pasó sumergido en aquella gran tinaja de vino tinto, en el sótano de la casa, bajo la al-coba marital. No llevaba encima ni tan siquiera el anillo de oro de compromiso y le habían afeitado el vello de los genitales, de las piernas, del pecho… Tenía las uñas cortadas por encima de lo conveniente, como si hubiera sido sometido a tortura o quisieran hacer desaparecer cualquier rastro inorgánico de ellas que el rojo alcohol no pudiera llevarse en su largo y oscuro reposo. En sus omóplatos llevaba puestas unas alas de cera atadas a su cuerpo con una soga gruesa de esparto que le rodeaba el torso y pasaba por sus axilas y que en el tórax se cruzaba formando una cruz.
Mi madre y yo salimos del pueblo a los pocos días de su muerte. Nunca más hablé con ella sobre lo sucedido. Era como si algo sobrenatural me impidiera hacerlo, como si un recuerdo extraviado en algún recóndito lugar de mi mente luchara por permanecer allí, encarcelado. Como si algo me dijera que el silencio que se mantuvo en el pueblo sobre lo ocurrido, que el mutismo de mi madre, la falta de lágrimas, la aparente ausencia de dolor, sólo eran producto del instinto de supervivencia, un instinto que todos debíamos mantener.
De no haber recibido la carta, parte de aquellos recuerdos habrían seguido igual; ocultos, formando parte de las imágenes desdibujadas de mi infancia. Los pocos instantes que aún luchaban por mantenerse vivos, permanecerían indefinidamente moribundos, flotando entre el pasado y el presente, licuándose silenciosos e impotentes mientras mi reminiscencia infantil perdía verosimilitud con el paso del tiempo.
Dicen que la infancia marca nuestro carácter y éste encamina parte de nuestro futuro. A mí me señaló de alguna forma lo sucedido. El intentar olvidar todo aquello, junto a la atracción visceral por los jeroglíficos que me inculcó mi padre, forjó mi carácter mortecino, solitario y ajado. Aquellos años inundaron mi mente de una inquietud tan visceral como irrefrenable hacia todo lo que se relacionase con la muerte, y de una fascinación que, irónicamente y a pesar de lo sucedido, aún hoy se mantiene viva en mí.
Recuerdo cómo a diario mi padre me hacía descifrar historias que entremezclaba entre los textos de varios cuentos. En cada una de ellas había insertado un mensaje en clave. La solución revelaba el lugar exacto en donde estaba escondido el último coleóptero que había disecado para mí. Aquella colección de coleópteros que su muerte me impidió terminar es lo único que conservo de él. La colección incompleta y el recuerdo de la idiosincrasia que tenía para construir un cuento con partes de otros cuentos. Historias de historias que, la mayoría de las veces, adquirían un significado escalofriante, como la realidad. Él lo llamaba los mensajes ocultos de los genios de las letras; las logias de la verdad.
Dichosa buscada y dichoso hallazgo -dijo a esta sazón Sancho Panza-, y más si mi amo es tan venturoso que deshaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a ese hideputa de ese gigante que vuestra merced dice, que si matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma: que contra los fantasmas no tiene mi señor poder alguno…
Dentro de un sobre lacrado había un dibujo de un rectángulo con la palabra «añil» escrita en su interior,junto a un diminuto boceto de un escarabajo egipcio. Con el paquete me llegó una carta en la que el remitente me explicaba el motivo del envío:
Estimado Hijo:
Recientemente hemos sufrido la desgraciada defunción de la que fue una de las prioras de nuestra orden, sor Vasallo. Ella mantuvo una relación estrecha con el señor Salas, amigo y mentor de su progenitor, el señor Fonseca. El señor Salas, días antes de ser fatídicamente asesinado, desgraciadamente en parecidas circunstancias a las de su padre, le hizo entrega a sor Vasallo de unos objetos personales y le rogó los guardara hasta su vuelta del viaje a Toledo que tenía programado para el día siguiente, viaje que, desgraciadamente, no llegó a realizar, al ser asesinado aquella misma madrugada. Si bien la hermana ha mantenido estos objetos en custodia durante los treinta años que han trascurrido desde los homicidios de su padre y el señor Salas, ahora, después de la defunción de la madre Vasallo, y no habiendo vuelto a saber nada más de su esposa, la señora Jana Bonet, la única persona que se ha interesado en treinta años por los desgraciados acontecimientos surgidos en este convento, nuestra orden ha decidido hacérselos llegar a usted para que le haga entrega de ellos a su esposa. Así lo había decidido la hermana Vasallo tras mantener varias entrevistas con su mujer. No sabemos si su esposa puede seguir estando interesada en estudiarlos, tampoco el significado, valor o trascendencia que pudieran tener en las investigaciones que lleva a cabo y por las que la orden le está muy agradecida. La señora Jana Bonet le comunicó a la hermana Vasallo que estaría ausente durante un largo periodo de tiempo y que, una vez trascurrido el mismo, volvería al convento, pero, lamentablemente, la hermana Vasallo ha fallecido y su esposa no ha vuelto a ponerse en contacto con la orden. Hemos intentando localizarla en el número de teléfono que nos dejó, siendo esta labor infructuosa. Supimos de usted y su paradero al conocer, por uno de nuestros conventos establecidos en Francia, la muerte de su madre, por lo que le hacemos llegar nuestro más sincero pésame y le comunicamos que en nuestras oraciones siempre estará presente la que fue una de nuestras mayores benefactoras.
Si bien sabemos que usted y su esposa no residen en la misma ciudad, y que su relación marital no goza de buena salud, tenemos conocimiento de que, a pesar de ello, ambos mantienen contacto de forma asidua. Es por ello que le solicitamos tenga la amabilidad de hacerle llegar el paquete y comunicarle la defunción de la hermana Vasallo.
Sabemos, y entendemos, que usted se sentirá incómodo con este tema. Tanto su mujer como la hermana que se encargaba de asistir a su madre en sus últimos días de vida nos hablaron de su reticencia a recordar e investigar sobre lo que le sucedió a su progenitor hace ya más de tres décadas, algo comprensible. Sin embargo, las circunstancias nos obligan a ponernos en contacto con usted. Entienda que, de no haber sido estrictamente necesario, tal y como nos indicó su mujer, no lo habríamos hecho.
Siempre sostuvimos la posibilidad de que tras el crimen perpetrado en nuestro convento había, si cabe, algo más relevante que unos homicidios aterradores, como fueron las muertes del señor Salas y su progenitor, el señor Fonseca. Cuando la señora Jana Bonet le comunicó a sor Vasallo sus deseos de investigar sobre lo ocurrido, las esperanzas de esclarecer los desgraciados acontecimientos, de hacer justicia, volvieron a surgir entre las hermanas de esta orden, que, por unos motivos u otros, para nuestro infortunio, siempre ha estado en tela de juicio en todos los estamentos, tanto religiosos como políticos, desde hace demasiado tiempo. Esperamos que la señora Jana Bonet siga interesada en desenmarañar lo sucedido, tal y como le prometió que haría a la hermana Vasallo.
Sin más, confío en que, gracias a su ayuda, las pertenencias del señor Salas le lleguen a su esposa y pueda continuar con la ayuda de nuestro Señor las investigaciones. Rezamos porque Dios nuestro Señor encamine sus pasos y la proteja.
Suya afectísima,
Sor Laudeuna
Tanto la carta como el contenido del paquete me sorprendieron. En aquellos momentos, intentaba olvidar lo sucedido días atrás. Quería desvincularme del pasado de mi padre, de aquellos acontecimientos que habían convertido mi presente en una especie de pesadilla de la que no era capaz de despertar. Sin embargo, la carta de sor Laudelina y el contenido del paquete volvieron a abrir la puerta del tiempo y, una vez más, mi presente se vio inmerso en el pasado de mi progenitor. Tras las palabras de la religiosa estaba la clave de lo sucedido hacía unos días. El contenido de la carta, desgraciadamente, era la prueba de que las advertencias de Daniel no eran producto de su exceso de celo, de su curiosidad desmedida y su vinculación con el clero. Tras su lectura, comprendí que Daniel estaba en lo cierto. El pasado de mi padre nunca me abandonaría; formaba parte de mi presente desde el mismo día en que su cuerpo fue encontrado sin vida.
No tenía referencias de que mi padre hubiese mantenido relación alguna con aquellas religiosas. Tampoco sabía de la existencia y muerte de Salas, ni de la relación que ambos mantenían. La colaboración benéfica de mi madre, a la que hacía referencia sor Laudelina, me era igualmente desconocida, sin embargo, no me sorprendió en absoluto, ya que mi madre siempre había sido, a mi juicio, demasiado obsesiva con todo lo concerniente a la religión. Esto incluía los donativos que había hecho a varias congregaciones españolas antes de establecerse definitivamente en Francia y dejarme a cargo de una orden de franciscanos, sin más dote que la cantidad que cubría mis estudios y necesidades vitales, cantidad que administró hasta mi mayoría de edad uno de los monjes. La relación con ella había sido lejana y distante, llegando a convertirse más en la que pueden tener un albacea y su administrado que la de una madre con su hijo.
Recordaba la relación estrecha de mi padre con varias órdenes religiosas. Sabía que había embalsamado los cuerpos de algunas monjas, por lo que, en un principio, el que la orden se pusiera en contacto conmigo, a pesar del tiempo transcurrido desde su asesinato, podía tener una explicación lógica.
Gran parte de la información que refería la sor me era desconocida, pero no me inquietó. No lo hizo ni tan siquiera el hecho que debería haber sido más trascendental para mí: que Jana, mi esposa, estuviera investigando sobre mi pasado y el de mi padre sin habérmelo dicho, sin pedir mi consentimiento. Ningún dato me intranquilizó tanto como lo hizo la palabra «añil» y el minúsculo boceto del escarabajo azul dentro de aquel rectángulo.
Recordé a mi madre corriendo por el gran pasillo del caserón con la cabeza gacha, esquivando mi mirada, el día en que se encontró el cuerpo sin vida de mi progenitor. El martilleo atropellado de sus zapatos de tacón cuadrado sobre la vieja tarima de cedro. Las plañideras, sus llantos desmedidos y lastimeros. Los rosarios negros colgando como estandartes en las manos de las viejas, oscilando en el aire enrarecido del velatorio. El avemaria, el murmullo de aquellos padrenuestros enlutados. Los cirios blancos encendidos en el dormitorio, a la espera de que su cuerpo llegase del depósito. Las cacerolas con agua hirviendo en donde la ropa ennegrecía como el horizonte de una noche sin luna. El olor de la muerte impregnó las paredes, los suelos, incluso las ventanas, impidiendo que la luz del sol entrara con el esplendor de siempre. Aquel día todo simuló morir de repente, menos el cuadro del escarabajo azul. Aquel cuadro, con su marco de cristal azulón, seguía allí, colgando sobre la puerta de la entrada principal, sin que nadie se extrañara de su ubicación, del lugar tan anodino en donde había sido colocado; excepto yo. Su marco parecía un vampiro de la luz. Absorbía los rayos de sol que entraban por la claraboya del techo, tiñendo de añil el tabique frontal, en donde se ubicaba el rellano de la escalera del segundo piso de la casa. Cuando trajeron su cuerpo sin vida, el cuadro siguió proyectando sus reflejos zarcos como siempre, ajeno a la oscuridad mortuoria que invadía nuestro hogar.
Vi pasar el féretro de cedro delante de mí y, a pesar del dolor que sentía, no me levanté. Seguí inmóvil, sentado sobre uno de los peldaños, contemplando el cuadro como si dentro de él estuviera encerrada el alma de mi padre, como si aquel cilindro contuviera una parte de él que la muerte no había podido llevarse. Sus reflejos, como siempre, atraparon mi conciencia.
Les costó sacarme de mi ensimismamiento, del agarrotamiento que sufrieron todos mis músculos, teñidos de un añil cristalizado, detenidos en el pretérito. Después de varias horas sin conseguir que reaccionara, que volviese en mí, me subieron en brazos hasta mi cuarto, hecho un cuatro, como si debajo de mis piernas aún estuviera el escalón en el que me senté para contemplar recuerdos, para intentar volver a oír su risa. Para escuchar por última vez sus palabras.
Pasé tres días en estado de letargo, inmerso en una catarsis que me hizo olvidar gran parte de mi infancia. Olvidé todo menos los escarabajos, los juegos de acertijos y aquel cuadro con marco de cristal azulón en el que el escarabajo egipcio aparecía diseccionado como un cadáver sobre la mesa de autopsias.
Mi madre, después del entierro, puso patas arriba toda la casa buscándolo: «Júrame que no lo tienes, júramelo por tu padre. Si lo has cogido debes dármelo, ese cuadro está maldito», gritaba, mirándome de frente, tan cerca que su aliento rozaba mis ojos y, por momentos, me impedía seguir retándola con la mirada. Pero, a pesar de su insistencia, de su presión, yo no contesté. Mi voz se había marchado tras el ataúd, con el murmullo constante y monótono que acompañaba al cortejo fúnebre.
Había visto cómo, nada más salir el féretro, comenzaron a embalar sus pertenencias: sus ropas, sus papeles, sus instrumentos de disección. Observé cómo aquellos hombres vestidos de uniforme se llevaban todo lo que le pertenecía, cómo me robaban lo poco que me quedaba de él. Sin preguntar ni pedir permiso, cogí la escalerilla de madera y descolgué el cuadro del escarabajo, nadie se percató de que lo hacía; estaban demasiado ocupados en no dejar rastro de la existencia de mi padre en la casa. Corrí hacia la parte trasera del jardín y lo enterré. Dos días antes de que abandonásemos el pueblo, lo extraje y lo guardé en la funda del violonchelo, donde permaneció hasta aquel día, el día que recibí la carta de sor Laudelina y el paquete con el dibujo del escarabajo dentro del rectángulo. Habían pasado treinta y cinco años.
El cuadro aún estaba intacto, como si el tiempo no hubiera trascurrido, con el mismo brillo cristalizado de antaño. Lo puse sobre la cama y su marco atrapó la luz que entraba por el gran ventanal, proyectando aquellos fascinantes reflejos azules sobre el techo. Durante un largo periodo de tiempo, con la mirada fija en los reflejos que se proyectaban sobre la cubierta del dormitorio, intenté buscar un nexo de unión entre aquellos objetos y los acontecimientos que habían sucedido días antes. Necesitaba hallar una clave que uniese cada una de las cosas que la religiosa me había enviado. Buscaba una razón que diera sentido a las investigaciones que ella, mi esposa, había realizado a mis espaldas. Deseaba entender los motivos que Jana tuvo para indagar en mi pasado, sabiendo que yo nunca se lo perdonaría, porque las consecuencias podían ser nefastas.
Sumergido en mis divagaciones coloqué el cuadro de cara a la pared y los reflejos azules volvieron a proyectarse como lo hacían entonces, cuando era un niño de diez años. Sin embargo, en aquel momento, los vi de diferente forma a como los recordaba. Ya no eran simples destellos azulados que se proyectaban de forma aleatoria. Apoyé el cuadro en el piecero para que la luz del sol, que entraba por la ventana, le diera directamente, haciendo que los reflejos se proyectaran sobre la pared, y tomé un lápiz. Atrapado por lo que estaba contemplando, sin perder de vista los puntos azulados, me dirigí al tabique y tracé una línea que fue uniendo cada uno de los reflejos hasta tener todos enlazados entre sí. Tras unos instantes, en los que el tiempo pareció detenerse, me senté en la cama, atónito ante lo que estaba contemplando. La unión de los puntos azules había formado un plano de una especie de galerías. Sin pensarlo, di la vuelta al cuadro y lo desmonté, seguro de que ensu interior encontraría una explicación. En el envés había una llave y, escritos a pluma, un número y un símbolo numérico.
El número 12 y el símbolo que me había perseguido desde que mi padre fue asesinado: la grafía del número pi.
La casa estaba ubicada en el centro de la capital, en la Corredera Baja de Madrid. La situación, junto a la amplitud que se me dijo tenía la habitación que ocuparía en régimen de alquiler, con derecho al resto de servicios, todo ello, unido a su condición de exterior, era lo que llevaba buscando hacía más de un mes, el mismo tiempo que había pasado alojado en una pensión sombría y ruidosa de la Gran Vía madrileña. Mi necesidad de un hospedaje más independiente, en cuanto a exigencias cotidianas, fue motivo suficiente para pasar por alto la mirada perdida de aquel individuo; su expresión vacía y aquellos gestos paranoides que se me antojaban ajenos a su voluntad, como si tuvieran vida propia e independiente, como si no le pertenecieran. Sus ojos oscuros, entrecerrados, dejaban escapar un brillo inquisitorio y morboso, haciendo que, bajo su mirada, me sintiese como parte de un descubrimiento arqueológico, inesperado e interesante y, por supuesto, digno de un estudio y observación minucioso, algo que él hacía sin pudor alguno. Me curioseó, indiferente a mi estupor manifiesto, durante unos instantes que me parecieron eternos. Lo hizo en silencio, con calma y de arriba abajo.
Tenía una apariencia desgarbada, de hombros caídos y encorvado de espalda. Me contemplaba apoyado sobre el marco grueso de la gran puerta de madera. Su desgarbo, y la aparente falta de compostura, le daban el aspecto de armario viejo y destartalado a pie de acera, esperando la llegada del servicio de recogida municipal. Sus rasgos y gestos de esquizoide, junto a sus dos metros de estatura, me sobrecogieron en primera instancia. Sin embargo, tras oírle hablar, su fisonomía cambió, pasando a emparentarse más con la de un progre de los años sesenta que con la del loco que, en un primer momento, pensé tenía frente a mí:
–Hacía tiempo que no veía a nadie tan bien vestido por este barrio. Parece usted un empleado de funeraria. Porque va de marrón y no de negro o granate, si no fuese así, sería un digno representante de la parca -dijo tendiéndome la mano-. Soy Daniel, imagino que querrás echarle un buen vistazo a todo -concluyó, llamándome de tú, y haciéndose a un lado me indicó que pasara al interior de la casa.
–Enrique Fonseca -respondí.
Un pitillo apagado colgaba de su boca, aferrado a ella como lo hace un marsupial a la bolsa de su madre y, como éste, se movía acompañando cada uno de sus vocablos, pegado a la piel semiseca de su labio inferior.
Al abrir la puerta, la música y la voz de una de las canciones más populares de Paco Ibáñez corrió escaleras abajo. Los acordes del «caballito negro» se deslizaron por los cinco pisos que yo había subido exhausto minutos antes y nos acompañó durante nuestra permanencia en el rellano:
–Suelo escuchar a Paco en la mañana, es como el café, una especie de rito, después voy al baño, con el cigarrillo, por supuesto encendido -dijo sonriendo, y desprendiendo el cilindro, blanco y mal enrollado, del labio, sacó un mechero de cuerda. Tras darle varios empujones a la piedra prendió el tabaco-. Somos animales de costumbres. Cuando uno alcanza una edad determinada, las manías se convierten en una forma de vida de la que no podemos prescindir sin sufrir consecuencias que, a veces, son más graves que las extravagancias…
La vivienda, de construcción antigua, era una de las que mejor ubicación tenían en el edificio, ya que tres de sus cinco estancias daban al exterior, algo poco frecuente, porque la mayoría de los pisos de aquellos edificios antiguos eran interiores. En un principio pensé que estaría ocupada por más de un inquilino, pero a medida que recorríamos el corredor y las dependencias, que permanecían con las puertas abiertas, y vi lo que había en su interior, supe, sin necesidad de que él me lo explicase, que Daniel y yo seríamos los únicos habitantes de la vivienda. Era evidente que allí no había sitio para más. Todas las habitaciones estaban repletas de diarios y manuscritos encuadernados y apilados en el suelo y en los estantes de las paredes, que se mostraban al borde de su capacidad. Incluso, en una de las estancias, el ventanal permanecía semitapado, con una sola de sus hojas habilitada y entreabierta. En el tabique derecho, según se entraba en las habitaciones, colgaban, unidos por un cordón de lana, listas y planos numéricos que me recordaron a las relaciones censales que se exponen para su consulta en los procesos electorales. Eran el registro de colocación y denominación de toda la información que había archivada, enterrada, prisionera en las paredes de aquellas estancias de techos ligeramente abombados de unos cuatro metros de altura. Sin darme cuenta me paré en el marco de una de las dependencias, ensimismado.
–No creas que padezco ningún tipo de enfermedad. Intuyo, por tu manera de mirar el dormitorio -dijo parado junto a mí y señalando la estancia-, que estás pensando en el síndrome de Diógenes. No serías el primero al que le pasa. Perdí un posible inquilino por ese motivo. Lo que ves corresponde a mis investigaciones, es una recopilación de toda la documentación que necesito. Y, aunque no lo creas, o te parezca excesivo, aún me faltan bastantes publicaciones, no he conseguido hacerme con todo. Como me dijiste que eras forense, imaginé que no te incomodaría mi trabajo, y por ese motivo no hice referencia alguna sobre ello. La información que barajo supongo que no te será ajena ni desagradable. Todo lo que ves -dijo, señalando de arriba abajo los estantes y los periódicos que permanecían apilados en el suelo- está relacionado con decesos. Estudio la vida de los muertos «públicos», me refiero a los que salen en los diarios. Analizo las posibles paridades de algunos de esos decesos con acontecimientos de mayor o menor relevancia, pero la suficiente como para estar reflejados en la prensa: artículos que muestran eventos políticos y científicos. Sus epitafios y quién fue el artífice de cada uno de ellos -concluyó.
Le sonreí, intentando disimular la desconfianza que sentía.
–Jamás había visto tal cantidad de periódicos. ¿Cómo puedes acceder a ellos? Si apenas hay sitio para pasar -cuestioné.
–Es difícil que, a estas alturas, necesite consultar la relación para saber dónde está cada ejemplar. Tengo memoria fotográfica. Es sencillo, para acceder al ejemplar que necesito paso por encima de los montones -concluyó sonriendo.
–Imagino que no fumarás dentro de los dormitorios -dije, mirando su cigarrillo que chisporroteaba amenazante sobre uno de los montones de papeles manuscritos que se apilaban cerca de sus pies.
–Pues no puedo decirte dónde, porque lo hago a todas horas y en todas partes, soy como una tea andante. Mucho me temo que si te interesa el dormitorio tendrás que perder el miedo a mis cigarrillos. Soy demasiado mayor para abandonar mis costumbres. Pero, si te sirve de algo, has de saber que todo lo que ves -dijo, levantando su mano y señalando una vez más el interior de la habitación- tiene más valor que mi vida. Estos papeles son la base de mis investigaciones. Vayamos a ver tu dormitorio; es exterior y luminoso. Era mi habitación, pero soy incapaz de conciliar el sueño con persianas o cortinas, y aquí las cortinas son necesarias -dijo, señalando una farola que pegaba a la fachada-. Necesito contemplar la calle a todas horas. Pasé varios años recluido y no soporto nada que me vete la vista del exterior. Fui fraile.
La habitación era amplia y, como bien había manifestado Daniel, luminosa. El gran ventanal del dormitorio daba a la calle empinada y angosta. Desde él se podían ver todos los comercios que se apostaban en los bajos de los edificios. Frente al ventanal había una tasca. Su dueño, Torcuato, era un hombre corpulento y rollizo, alopécico y de piel blanquecina. Su esposa, doña Paloma, una mujer exuberante de pechos grandes sujetos por un corsé prieto, permanecía en el exterior con los brazos en jarra. Mientras observaba el bar desde la ventana vi como Torcuato miraba a su mujer y me señalaba.
–El camarero -dije, dándome la vuelta y señalando a Torcuato-, ¿lleva mucho tiempo trabajando en el bar?
–Es el dueño, y ella, doña Paloma, su esposa, ¿por qué lo preguntas? – me explicó Daniel.
–Ha señalado la ventana -respondí, volviendo a mirar a Torcuato.
–Son amigos míos.
«Eres un prófugo de la vida y los sentimientos, de la realidad. Te has transformado en una persona que huye de sí mismo y de todo lo que le rodea. Huíste de tu pasado, de un pasado que desconocías. Todos necesitamos saber de nuestros orígenes, sean éstos cuales sean. El pasado es una seña de identidad, sin él no somos nada, nada, ¿entiendes? – gritaba frente a mí convulsa, como a la espera de una reacción por mi parte que no obtuvo-. No dejas que te ayude, ni tú mismo lo haces. Lo he intentado, he intentado todo, pero es imposible. Nada, excepto esa obsesión tuya, esa maldita sombra sin rasgos que aparece en tus sueños, tiene valor para ti. Nada te importa; creo que ni yo misma he significado más que el llevar alguien a tu lado en tus constantes y obsesivas huidas hacia ninguna parte, como una maleta. Sí, me he convertido en una maleta más de tu equipaje. Eres como los cuerpos que diseccionas, no sientes absolutamente nada, y a mí, a mí -dijo mirándome de frente-, a mí me tratas como a uno de ellos, te falta taparme la cara con la sábana por las noches… y lo terrible, lo más terrible de todo esto es que te quiero, que no puedo evitarlo, y eso me está destrozando…»
Sus ojos grises dejaron escapar varias lágrimas que, al resbalar por sus mejillas, arrastraron con ellas toda la rabia que habían expresado sus gestos mientras recriminaba mi modo de vivir. En su rostro se perfiló, por unos instantes, un rasgo de tristeza que yo nunca antes había visto. Sin embargo, casi en el mismo momento, su expresión volvió a tornarse desapegada. Sacó un pañuelo de papel de aquel bolso enorme de piel marrón y correalarga que, colgado sobre sus pequeños hombros, parecía la bolsa de un cartero, y se secó los ojos sin mirarme. Se agachó. Tomó las dos maletas y, dándose la vuelta, comenzó a bajar las escaleras en dirección a la puerta de la calle. Nunca más volví a hablar con ella. Desapareció como lo hace la estela luminosa de un meteorito en el cielo de la noche. Como esas estrellas fugaces que ella, de forma persistente pero infructuosa, intentaba, noche tras noche, ver en el cielo de Barcelona. Se fue del mismo modo que llegó a mi vida, de golpe. Esperé arrellanado en la escalinata de piedra, apoyado en el marco dorado de la puerta, a que su figura se desvaneciera entre la fina niebla, a que su cuerpo pequeño se mimetizara entre los ajenos viandantes que corrían apresurados, enfundados en sus abrigos y gabardinas, bajo los paraguas que protegían sus cuerpos de la lluvia que caía sin piedad sobre la Ciudad Condal en aquella tarde cerrada y plomiza de noviembre.
No fui capaz de articular palabra alguna, ni tan siquiera hice ademán de correr tras ella. Sabía que tenía razón, que Jana estaba en lo cierto, y no podía hacer nada para evitarlo. Ella no tenía por qué seguir soportando aquel tipo de vida, aquella obsesión mía que se estaba convirtiendo en enfermedad. Yo también la quería, la quería tanto como para dejar que se fuera sin oponer la más mínima resistencia. Mi actitud frente a la vida, sin que yo me diese cuenta, la había convertido también en una prófuga. Con una terrible y dolorosa diferencia: Jana no huía de una sombra, de un sueño. Tampoco lo hacía de aquel maldito número pi que alguien comenzó a pintar después de nuestra boda en todas las fachadas de las casas que íbamos habitando. Aquel maldito símbolo era el culpable de mi pánico, de mis huidas. Pero ella, Jana, mi esposa, no huía de él. Ella escapó de mí y de mi obsesión.
Mi vida, después de su marcha, siguió igual, y mis miedos se asemejaron en exceso a los informes médicos que el psicólogo me había entregado tras mi marcha de la capital catalana. Mi estado emocional, muy a mi pesar, daba la razón a las hipótesis y razonamientos que yo había desestimado. Esas conjeturas que me negaba a reconocer día tras día. Todo, según el especialista, era producto de un trauma infantil. El desbloqueo, como él lo llamaba en tono familiar, de mi estado no sería posible hasta que yo reconociese que existía, hasta que me decidiese a ver todos los rincones oscuros del sueño, cada uno de sus puntos muertos. En ellos debía estar agazapada la clave de mi temor, el desencadenante de mis miedos y huidas. Mi subconsciente había borrado recuerdos para protegerme y yo era incapaz de hacer que volvieran.
Según el psicólogo, padecía una amnesia voluntaria que, aparentemente, había creado tras una situación emocional traumática que se identificaba claramente con la muerte de mi progenitor. Afirmaba que ello era el origen de la imagen que se colaba como una emisión pirata de televisión en todos y cada uno de mis sueños, convirtiéndolos en la más atroz de las pesadillas. Aquel fantasma nocturno escribía un símbolo: el del número pi. Sus rasgos faciales nunca eran visibles, como tampoco lo era el espacio que lo rodeaba. Todo se tornaba negro, todo menos su silueta violácea, el símbolo escrito en rojo y la parte superior de su cabeza. Allí, detrás de él, siempre, con nitidez absoluta, aparecían unas piernas que se asemejaban a las de un cadáver. Unas piernas con la planta de los pies mirando hacia arriba, como si el cuerpo al que perteneciesen hubiese sido puesto boca abajo y paralelo al del individuo, como si colgase detrás de él por los pies de un techo que no existía. La imagen de los tobillos amoratados por la soga que los unía entre sí y aquellos pies desnudos sobresaliendo por encima de la cabeza del sujeto, mientras éste escribía, con sus dedos empapados en sangre, el símbolo, seguían en mi memoria muchas horas después de que el pánico que me producía la pesadilla me hubiera despertado. Aquella sombra varonil y malva me perseguía por donde fuera, y su cara se me antojaba la de cualquiera.
Tras la repetición constante del sueño, vino lo que para mí fue el comienzo real de mis miedos, la manifestación física de mi paranoia. La aparición del símbolo del número pi escrito en todas las fachadas de los edificios que íbamos ocupando mi esposa y yo trastornó mi vida. El símbolo parecía perseguirme de un sitio a otro, desapareciendo, al tiempo que lo hacíamos nosotros, cuando nos cambiábamos de residencia. Como un fantasma que hubiera tomado aquella grafía en pos de mí, se asentaba en las fachadas y desaparecía de ellas cuando nos mudábamos de domicilio. Jana insistía en que aquella grafía no era más que una casualidad, el producto de un grupo cualquiera de grafiteros que lo habían tomado como el anagrama de su organización y que su desaparición era el resultado de la eficacia de los servicios de limpieza públicos. Sin embargo, ella desconocía lo que aquel guarismo significaba para mí, lo que había significado para mi padre. Mi esposa desconocía que aquella grafía era la única imagen clara que recordaba del día en el que me hallaron inconsciente cerca de la tinaja que albergaba su cuerpo inerte. Estuve a punto de contárselo, con el único fin de que entendiera que mis temores tenían una base sólida y concreta, pero nunca lo hice. Jamás fui capaz de revelarle que el autor de aquella grafía podía ser el asesino de mi padre, el hombre sin rostro del sueño, el mismo que dibujó con sus dedos empapados en sangre el guarismo en la tinaja en donde encontraron su cuerpo sin vida. Y aquello, mi mutismo, nos separó. Jana luchó desesperadamente porque yo investigase lo acontecido durante mi infancia, todo lo relacionado con la muerte de mi padre y mi accidente, del que no tenía apenas referencias. Yo me negué una y otra vez, taxativamente. Me negué a investigar, a recordar, y le prohibí a ella que lo hiciera. No dejé de seguir huyendo, los símbolos me persiguieron de barrio en barrio, de ciudad en ciudad, convirtiendo nuestra vida en una fuga que ella no pudo soportar.
–Su madre dijo que debía comprarlas usted. Pero yo pensé que le haría ilusión que yo se las regalase. El dinero que ella me envió para la compra lo tiene dentro de la más pequeña, en un doble fondo, el lugar más seguro para guardarlo. Debe tener en cuenta este aspecto a partir de ahora. Fuera del convento las cosas son muy diferentes, no todo sigue siempre en el mismo sitio, sobre todo, los dineros. ¿Sabe, hijo mío, a lo que me refiero? – preguntó, mirándome por encima de sus pequeñas y redondas gafas de presbicia.
–Sí, padre Manuel, no se preocupe, seré precavido -respondí, sonriendo con cariño al anciano cura que había sido como mi padre durante todos aquellos años.
–Como le decía -continuó, rodeando con su brazo derecho mis hombros-, no debe olvidar sus deberes cristianos. Sé que éstos siempre le han supuesto sacrificio. Pero debe mantenerse firme y seguir la senda de estos años; prométame que asistirá a los oficios religiosos -dijo, inclinándose frente a mí como si yo aún fuese un niño pequeño.
–¡Padre!, nunca he manifestado que haría lo contrario.
–Lo sé, hijo, lo sé; pero no es lo mismo mantener la devoción aquí que fuera, donde las tentaciones están en cada esquina. Tampoco debe desatender sus estudios, tiene aptitudes sobradas para ellos. Y sus manos, sus manos -dijo cogiéndomelas- son, hijo mío, un milagro. No desdeñe mi sugerencia. Estoy convencido de que sería usted un gran cirujano. ¿Volverá por el convento? – preguntó con evidente tristeza.
–Sí, padre Manuel, ¡cómo no iba a hacerlo! Le debo a usted casi todo lo que soy.
–No, hijo, a mí no me debe nada. Es Dios el único que nos da las cosas y nosotros las tomamos o las dejamos. Lo que debe olvidar es esa pesadilla fruto de las garras del mal. También debe deshacerse del rencor que siente hacia su madre. Ella tiene motivos suficientes para su alejamiento; algún día usted lo comprenderá todo. Si sus obligaciones le impidiesen visitarnos, no deje de tenerme informado de sus quehaceres, escríbame de forma asidua.
Si bien mantuve correspondencia frecuente con él, nunca más volví a verle con vida. Años más tarde, recibí una llamada telefónica comunicándome su muerte. Asistí al sepelio y recogí dos cajas en donde el padre Manuel había ido archivando mi correspondencia junto a las fotos que yo le iba remitiendo. Con ellas, también me entregaron una última carta que no llegó a enviarme. En ella me encomendaba, una vez más, a recapacitar sobre mi decisión de ser forense, reiterándose en que mis manos estaban dotadas para el trabajo con los vivos y no con los muertos. Aquella recomendación fue constante desde que le comuniqué la especialidad por la que había optado. Igual de reiterativa era la explicación y razonamiento que yo le daba a mi decisión. Mis respuestas a sus cartas siempre comenzaban igual:
Queridísimo padre Manuel:
Ya le he manifestado, en repetidas ocasiones, que mi trabajo está dedicado a los vivos, aunque se desarrolle con cuerpos inertes; no para los muertos como usted se empeña en repetir. Los últimos, querido padre, siempre dejan mensajes para los vivos en su cuerpo, unos de ayuda y otros de advertencia, pero ambos destinados a que muchos problemas se solucionen o algunas cosas no vuelvan a suceder. Tanto para la Medicina como para la Criminología la labor de la Ciencia Forense se ha convertido en un instrumento imprescindible, sin ella muchos avances médicos no habrían sido posibles. Debe intentar ver a los forenses más emparentados con la vida que con la muerte. De todas formas, sepa que, a pesar de hacer caso omiso a su insistencia, su preocupación es para mí un reducto en donde me recojo en los momentos de soledad, que son muchos…
En aquella última carta que el padre Manuel me escribió y que no llegó a mandarme, como siempre, como en cada una de las que me había enviado, había posdata. En ella se recogía la misma súplica de siempre: «Debe perdonar a su madre, debe hacerlo antes de que ella muera».
Nunca llegué a hacerlo. Ni tan siquiera el último de sus días, a los pies de la cama, mientras ella me lo suplicaba, fui capaz de perdonar que me hubiera dejado como a un huérfano entre las paredes frías de aquel convento por siempre y para siempre, desentendiéndose de mí cuando más la necesitaba, cuando mi padre también se había ido.
Cuando me entregaron el paquete del padre Manuel con las cartas, me dieron también mi violonchelo. El violonchelo que no había vuelto a tocar desde la muerte de mi padre. Dentro de su funda estaban la colección de escarabajos y el cuadro de marco de cristal azulón que yo había escondido el día del funeral, el cuadro maldito. El padre Manuel lo había custodiado desde que ingresé en el convento. Yo me negaba a abrirlo, a tocarlo, a verlo. Sin embargo, jamás quise deshacerme de él y le pedí que lo mantuviera bajo su cuidado hasta que estuviera preparado para volver a utilizarlo. Pensé dejarlo tras las paredes del convento para siempre, pero la lectura de la nota que el padre había prendido en una pequeña carta, fechada diez años antes, y que colgaba del asa de la funda, me hizo cambiar de idea:
Querido hijo:
No sé el tiempo que habrá pasado hasta que le hagan entrega del violonchelo y esta carta, pero lo más probable, dada su reticencia a volver a tocarlo, es que cuando éste vuelva a sus manos yo haya fallecido. Debe enfrentarse con el dolor del pasado, y para ello el instrumento que su padre tan bien le enseñó a tocar, este hermoso violonchelo, es un paso más. Vuelva a hacer vibrar sus cuerdas, quizás sea la única forma de que el pasado deje de hacerle daño. Al menos, hágalo en su memoria…
–¡Vaya, vaya!, un violonchelo, ¡qué maravilla! Con lo que me gusta a mí la música -dijo Daniel, mirando la funda y sacándome de la abstracción que me habían producido los recuerdos-, imagino que me honrarás con algunos acordes.
–Tiene un golpe en la base; debería arreglarlo, pero no creo que lo haga nunca. No he vuelto a hacerlo sonar desde que mi padre murió -respondí, caminando hacia el dormitorio.
–Mantener los recuerdos dolorosos sin digerir, en eterno proceso de masticación, es contraproducente y absurdo. No quieres recordar y, sin embargo, mantienes el violonchelo contigo. Algo no encaja -dijo.
–Hay tantas cosas que no encajan en la conducta de los seres humanos -respondí, extendiendo la mano derecha y exigiendo la llave de la habitación.
–Como el tequila, Enrique; los recuerdos desagradables son igual que un buen tequila, créeme. Primero te abrasan, pero a medida que van cayendo por tu garganta dejan de hacerlo y sólo producen calor. Hay que echarle un par de cojones a esas cosas. De un trago, de un solo trago. Diría que es toda una reliquia. Debe tener bastante valor -dijo, haciendo ademán de cogerlo.
–¡No lo toques! – grité. Él se retiró con expresión de sorpresa.
–¡Joder! Sí que te putea este chisme. ¿Por qué no te deshaces de él?
–Eso es problema mío.
–Entiendo.
–No tienes ni idea -respondí, metiendo el violonchelo en el gran armario, que cerré con llave.
–No es necesario que cierres con llave. No suelo indagar en lo que no me pertenece. Pero eres libre de desconfiar; para mí es hasta divertido que lo hagas. Soy tan vulgar y abierto que me parece una deferencia por tu parte que pienses que no soy lo que parezco. Bajo a comer a la tasca de Torcuato, ¿te espero?…
Ella había mostrado, por activa y por pasiva, su desacuerdo con mi carrera. Lo hizo desde el primer momento en que tuvo conocimiento de la especialidad que había elegido. Fue tal su oposición que incluso llegó a amenazarme con dejar de costearme la residencia y las cuotas de las clases en la facultad si no la cambiaba. En aquel momento recurrí al padre Manuel y fue él quien consiguió que aquella amenaza nunca llegara a cumplirse. Cuando éste falleció me quedé sin influencias, temiéndome lo peor.
Pero mi madre, contrariamente a lo que yo supuse, siguió costeando mi carrera como le había prometido al franciscano, hasta que finalicé la tesis doctoral. Llegado aquel momento, le remití a mi madre una especie de informe en el que intentaba explicarle, con la mayor claridad, las investigaciones que quería realizar y los motivos de las mismas. También le hacía saber que había recurrido a ella tras los múltiples fracasos para conseguir una beca que me permitiera desarrollar dichos exámenes sin tener que acogerme a nadie. La primera de sus respuestas fue casi inmediata. Una negativa rotunda:
Terminaste tu carrera y la tesis doctoral; esa carrera que tanto me hizo sufrir; algo que nunca tuviste en cuenta. Mi sufrimiento nunca te importó. Sabes mi oposición al respecto, te la he manifestado en infinidad de ocasiones, y ahora tienes la osadía de pedirme dinero para entrometerte en el descanso eterno de los muertos.Ya eres forense, ¿no era eso lo que querías? Pues que tu relevante y querida profesión costee las investigaciones. No cuentes conmigo ni con mi dinero…
A pesar de su negativa y de la dureza de sus palabras, yo, llevado por el recuerdo del padre Manuel, que siempre abogaba en su favor, seguí insistiendo. Relegué hasta el dolor, el desarraigo que su actitud durante gran parte de mi niñez y adolescencia había producido en mí. Sin embargo, ella seguía negándose, calificando mis investigaciones como experimentos endemoniados que sólo me llevarían por la senda del mal:
Ni un solo céntimo destinaré a esas terribles investigaciones. La Ciencia es el cáncer del hombre, la mano del diablo que todo lo destruirá…
Mi última carta, en respuesta a aquellas comparaciones que consideré ofensivas y maníacas, casi fundamentalistas, fue la llave que cerró nuestra escueta y gráfica relación para siempre:
Querida madre:
O ¿tal vez debería dirigirme a usted como querida benefactora anónima? Creo que así debería haberlo hecho desde el primer momento, desde nuestra primera carta, único medio de comunicación que hemos tenido. El último recuerdo que conservo de usted data de cuando yo tenía diez años; poco tiempo después de que me abandonase en un monasterio perdido y desolado del norte de España, país que usted se apresuró a dejar tras la muerte de mi padre, su marido, que también era forense como ahora lo es su hijo. Profesión que, como bien se esfuerza en manifestar en cada una de sus cartas, usted tanto parece odiar. Sólo conservo de usted un recuerdo vago y emborronado de una señora enlutada y bien vestida a la que llamé madre por un tiempo. Eso creía en aquellos años, que usted era mi madre. Sin embargo, aquella señora de rasgos endurecidos por el luto de sus ropas y la ausencia de maquillaje en su piel me dejó como si fuese un huérfano ajeno que sólo estuviera bajo su custodia por motivos legales, a cargo de unos frailes cuyos cuerpos enfundados en sotanas y sus caras de expresiones impertérritas me sobrecogieron tanto como para no pronunciar ni un solo vocablo durante meses. Mutismo del que usted tampoco se preocupó.
Sus críticas a mis investigaciones y sus odiosas comparaciones no se corresponden con la realidad, ni tan siquiera la rozan de lejos. No se preocupe por mí, por mis pasos zambos y torpes, como usted define mi caminar, si lo hace desperdiciará un tiempo precioso. Este carácter mortecino, solitario y ajado, esta soledad, esta tristeza que usted generó en mis entrañas al abandonarme, me hizo ser quien ahora soy, no lo olvide nunca. Mi orfandad me emparentó de cerca con el mundo de los muertos y me alejó del de los vivos. Resido desde hace décadas en el Valle de los Muertos. ¿De veras cree usted que fui yo quien llegó solo hasta allí? No, señora mía, alguien me dejó en ese valle hace ahora treinta años. Una señora enlutada. Creo que usted la conoce bien…
No recibí respuesta alguna. La ausencia de correspondencia por ambas partes desde mi última carta hizo que nos alejáramos aún más de lo que siempre lo habíamos estado. Ella, imagino que como medio de presión y venganza, dejó de efectuar los ingresos en mi cuenta destinados a mi manutención aquel mismo mes. La falta de asignación me abocó a buscar un trabajo.
Si bien no dejé de lado mis investigaciones, que financiaba con los pocos ahorros que había conseguido reunir, me centré más en intentar llevar una vida lógica, o lo que la mayoría entiende por estable y convencional, que en seguir con las pruebas, investigaciones y estudio de aquella hipótesis que daba vueltas en mi cabeza desde hacía mucho tiempo.
Desde que éste fue asesinado, había crecido en mí una fobia incontrolable hacia los espacios abiertos en donde la gente se agrupaba y reunía en masa, algo que había conseguido evitar, en gran medida, durante mi residencia en el colegio mayor, del que no salía más que lo estrictamente necesario. Sin embargo, cuando mi vida comenzó a encaminarse por los cauces normales, y la grafía del número pi comenzó a aparecer en las fachadas de los edificios que iba habitando, no pude controlar la fobia, que aumentó de manera desmedida, haciendo de mí un ser extraño e introvertido. Aquella obsesión por no recordar, por olvidar mi infancia y los últimos días de convivencia con mi progenitor, fue lo que me llevó a buscar una jornada laboral nocturna, en donde las calles y recintos que debía recorrer, así como el lugar de trabajo, estuvieran casi desiertos, exentos de caras anónimas que siempre me evocaban la faz emborronada del hombre que dibujaba el símbolo del número pi en mi pesadilla. Aquel horario hacía que el insomnio no fuese algo preocupante, sino beneficioso para mí y mi estabilidad económica.
Pocos había que quisieran trabajar con los cuerpos inertes durante aquella jornada de noctivagos. Aquella ocupación siempre parecía más llevadera en las horas diurnas. En ellas, hasta los muertos figuraban estar un poco vivos. La soledad y aislamiento al que, de forma voluntaria, me había sometido, llevado por mis temores, duró un tiempo escaso. Igual que yo, había más personas que trabajaban y se divertían durante la noche, y no podía evitar encontrarme con rostros desconocidos en mis desplazamientos, en el metro o en los autobuses que recorrían las calles de la ciudad. Todos podían ser él, el hombre sin rostro del sueño.
Jana, conocedora y sufridora de mi paranoia, intentó compartir conmigo aquellos miedos, confiando en que así, junto a ella, serían más soportables y con el tiempo yo conseguiría superarlos. Puso todo de su parte para sobrellevar los cambios constantes de residencia a los que nos vimos sujetos, obligados por los temores que no me dejaban llevar una vida normal, por la aparición de aquel símbolo en las fachadas de las casas en donde residíamos, por la paranoia que me producía verlo allí. Lo hizo hasta que comprendió que su vida se estaba yendo en un deambular sin sentido de casa en casa, en la huida de un fantasma, de una obsesión que no era la suya.
Llevado por su advertencia de abandono, por el miedo a perderla, volvimos a la capital. Nos instalamos en nuestra casa, la primera y única en propiedad. Reanudé las consultas semanales con el psicólogo y me sometí a un análisis psiquiátrico que refutó la tesis del psiquiatra: debía tomar medicación y someterme a una terapia diaria. Pero la primera no surtió más efecto que una excesiva relajación que me impedía ejercer, dado el estado de absentismo parcial que me provocaban los fármacos. Pasé un tiempo de baja médica durante el cual intenté adaptarme a la vida diurna, saliendo, no sin esfuerzo, en las horas centrales del día a pasear entre la gente. Durante aquellas primeras jornadas de tratamiento farmacológico, mi vida pareció retomar la normalidad. Lo hizo hasta que una mañana en el Barri Gótic, en la Plaça de Pi, un hombre que permanecía sentado en una mesa, frente a mí, después de solicitar la consumición al camarero que tomaba nota a su lado y, sin dejar de mirarme, tomó la libreta en la que estaba escribiendo y levantándola me enseñó el dibujo que había hecho en el papel. Era el símbolo del número pi. Pasados unos instantes, en los que las imágenes parecieron ralentizarse en mi retina, me llevé las manos a la americana y busqué el envase fechado de la medicación, y tras comprobar que había tomado la dosis diaria, volví a mirar al hombre, que había abierto el periódico y, en apariencia, leía ensimismado.
Nunca le hablé a Jana sobre aquel nuevo incidente. Sin embargo, y a pesar de intentar seguir con mi vida como si nada estuviera sucediendo, no pude hacerlo y volví a buscar una nueva residencia fuera de la Ciudad Condal, lejos de aquellas calles en donde me sentía vigilado, en donde la grafía numérica se representaba una y otra vez sobre las fachadas.
Busqué trabajo en Madrid y trasladé mi residencia allí. Jana se negó a seguirme.
Los incidentes siguieron repitiéndose en la capital madrileña y mi huida siguió teniendo las mismas pautas que en Barcelona. Vagué de pensión en pensión, de residencia en residencia, huyendo de aquellas grafías que me perseguían como fantasmas por las paredes de la capital, hasta llegar a la casa de Daniel, después de que mi madre falleciera.
Torcuato y Daniel estaban en la calle charlando animadamente sobre la acera recién regada. El hostelero tenía en sus manos el paquete, que zarandeaba con cada uno de sus expresivos gestos. De vez en cuando, sus ojos se fijaban en la ventana donde yo estaba. Por su expresión, me pareció que ambos hablaban de mí. Tras unos instantes, en los que no me moví del ventanal, en los que no dejé de mirarlos con descaro, Daniel levantó su mano y me indicó con un gesto sobre su reloj de pulsera que era tarde y me esperaba para comer.
Cuando tomé asiento frente a él, en la mesa, a mi lado estaba el paquete envuelto en papel azulón que Torcuato me había mostrado minutos antes.
–Hay que ver lo que has tardado en bajar. El paquete es para ti -dijo Daniel al tiempo que lo señalaba.
–¿El paquete? – pregunté-. No dejé mi dirección a nadie. Ni tan siquiera mi mujer sabe que estoy residiendo aquí. Debe de haber un error.
–No hay error que valga, el paquete es suyo -respondió doña Paloma.
–No esperaba ningún envío, nadie sabe que llevo instalado aquí más de un mes -dije.
–Pues el joven dijo que usted esperaba el envío. Que era importante, imprescindible para descifrar su pasado, eso dijo exactamente. Como Daniel no estaba, nos lo dejó a nosotros para que le hiciésemos entrega. Tenía bastante prisa. Iba apurado, y se le notaba. Estos mensajeros, pobrecicos, hay que ver lo que trabajan. Estuvo en la casa antes que en el bar, le vimos subir.
Daniel no dejaba de observarme en silencio. Nos vigilaba a los dos, a doña Paloma y a mí. Como él decía, fotografiando el momento. Haciendo instantáneas de mis rasgos, que debieron adquirir un rictus mortal. La voz de doña Paloma me llegaba como si corriera a través de un tubo, hueca y lejana. Sin embargo, la mujer estaba a mi lado. Aquel envío podía significar que mis temores no eran infundados, podía ser la prueba física de que el asesino de mi padre me tenía vigilado.
No miré el paquete ni abrí el sobre. Volví a cuestionarle a la mujer lo del supuesto mensajero, intentando darle a mi voz un tono tranquilo que no reflejase la angustia que ya debían de expresar mis gestos. Al menos, eso evidenciaba la expresión de Daniel, su postura, la forma de mirarme y su cambio de actitud. Él había dejado la cuchara en el plato y se había encendido un cigarrillo mientras me observaba como si yo fuese un cuadro de arte abstracto colgado en una galería y él intentara descifrar su significado. Me escrutaba con desvergüenza.
–¿Recuerda si le dijo algo más el hombre que le entregó el paquete? ¿Qué indicaciones le dio? – pregunté.
–¿Se encuentra bien? – inquirió la mujer, inclinándose para mirarme.
–Estoy perfectamente, no se preocupe, sólo quiero saber lo que le dijo -repetí.
–Pues nadie diría que está usted bien. Tiene mal aspecto, ya le dije yo a mi Torcuato que ese símbolo que hay escrito en el papel era muy raro, y no hay más que ver su cara para darse cuenta de que no estaba equivocada -respondió ella sin retirar la vista de mí-. No me dijo mucho más, tenía prisa por continuar con su trabajo.
–Te dije que no deberíamos habernos quedado con el paquete, te lo dije -apostilló Torcuato, que se había llegado a la mesa y escuchaba lo que su mujer relataba desde hacía unos minutos-. Verá usted, es como una chiquilla, se presta a todo. Yo desconfío de la gente que no conozco, pero ella, en cuanto ve a un hombre bien parecido y amable se le cae el mandil. Las cosas están muy delicadas en estos tiempos que corren. Fuimos un poco descuidados. Pero sólo un poco, porque, como verá, está abierto -dijo señalándolo-, hice que el muchacho me enseñase el contenido. Le indiqué, he de reconocer que con cierta mala baba y una pizca de soberbia, que lo abriese, porque de lo contrario tendría que dejarle a usted la nota de visita, vamos…, que no nos quedaríamos con él. Podía ser cualquier cosa comprometida o peligrosa.
»La verdad es que fue una sorpresa muy agradable; es un documento precioso, toda una reliquia. De los de antes, aquéllos de banda azul marino con la bandera española y el águila, nuestra rapaz, en el centro -dijo dirigiéndose a Daniel, que sonrió con cierta expresión de sorna-. Azul como los billetes de quinientas -apostilló, señalando un cuadro en el que se exhibía una colección de pesetas en papel-. Esos carnés ya no se encuentran ni de estraperlo. Sé de algunos amigos, y reconozco que está mal decirlo, que denunciaron su robo para quedarse con el DNI antiguo. Los nuevos son espantosos, no tienen señas de identidad. Hasta en los documentos se han perdido las raíces. Los de ahora parecen estampitas paganas -dijo mostrando su DNI, después cogió el paquete y sacó el DNI, entregándoselo a Daniel-. ¿A que se parecen como dos gotas de agua? – exclamó mirándome.
Yo seguía inmóvil, sin poder articular palabra.
–Es cierto -dijo Daniel, tendiéndome el carné de identidad de mi padre.
Un documento que desapareció junto a sus ropas y enseres personales el día que lo encontraron muerto.
–¿Está usted bien? – me miró preocupado Torcuato.
–Sí…, sí… -balbuceé.
–Pues no lo parece, se ha puesto más blanco que la leche.
–Este documento significa mucho para mí -respondí, intentando que nadie percibiera mi estado real, el pánico que sentía-. Muchas gracias por haberlo recogido.
Daniel seguía observándome y, con la misma curiosidad, miraba el sobre que yo aún tenía entre mis manos sin abrir. Cogí ambas cosas y fui a introducirlas en el maletín. Al hacerlo, del interior del paquete cayó el arco del violonchelo que me regaló mi padre. Estaba partido y faltaba una de sus mitades…
El violonchelo no volvió a sonar desde aquel día, su base estaba abierta y la pica de metal se había roto. Del arco nada se supo, no se encontró rastro alguno de él.
Me interrogaron sobre los motivos por los que estaba allí durante aquellas horas tardías de la noche, sobre lo que había visto, pero yo no recordaba más que el negro absoluto de un vacío por el que descendía y el dolor espantoso, insoportable, de mis oídos a medida que bajaba los escalones, por los peldaños que se convirtieron en un precipicio en el que las paredes rocosas no existían, porque todo era oscuridad, absoluta oscuridad. Eso, y el balanceo de la bombilla que oscilaba del cable en el centro de la bodega, sin control, como si alguien le hubiera dado un manotazo, fue lo último que vi antes de caer al suelo, lo único que recordaba.
El médico dijo que lo más probable, dado que estaba descalzo del pie izquierdo y que el zapato se hallaba sobre uno de los peldaños cuando me encontraron, fuera que hubiese resbalado al bajar, hasta caer y perder la conciencia debido al golpe. Pero la Guardia Civil, uno de sus forenses, tras examinarme, dictaminó que el golpe de mi cabeza no era consecuencia de los escalones ni del suelo, sino de un objeto. Incluso afirmó que podía tratarse de la culata de un revólver. El zapato, la dirección en la que se encontró la puntera, indicaba con claridad que lo perdí cuando subía los escalones, probablemente huyendo a toda velocidad en dirección a la salida de la bodega. Aquello, según los agentes, unido a que el golpe estaba en mi nuca, evidenciaba con claridad que me golpearon por la espalda, que caí y el violonchelo se precipitó sobre mí.
Nadie, por prescripción médica, me dio a conocer ni un solo dato sobre su muerte. Cuando el funeral pasó, por prohibición expresa de mi madre, no se volvió a hablar de lo sucedido.
Pero, a pesar de ello, jamás pude olvidar aquellos dedos ensangrentados trazando las líneas del número pi.
Acaricié los pedazos del arco roto, sin cerdas, castrado, mientras Daniel me miraba de soslayo. Tras unos instantes, lo guardé e intenté forzar una sonrisa para disimular con ella el terror que sentía en aquellos momentos en que el pasado se abalanzaba sobre mí como una fiera hambrienta, como un jabalí herido que buscara venganza.
Ofuscado, seguí durante un largo periodo de tiempo divagando en una especie de paranoia que no podía controlar, que me llevaba una y otra vez a intentar entender su reacción, su falta de sensibilidad, la aparente maldad que había en todo aquello, hasta que el trozo del arco cayó al suelo. En aquel instante, mirando el pedazo de madera, comprendí que su ausencia, el amor que sentía por ella, me había obturado tanto como para olvidarme del resto de los objetos que había en el paquete: el arco y el DNI de mi padre. Jana no podía haberme remitido aquel documento, nadie a excepción del asesino podía haberlo hecho. Y, en cuanto al arco, Jana jamás supo que yo nunca lo recuperé.
Miré el papel y, tembloroso, consciente de que si la alianza era de Jana, ella podía estar en peligro, rompí el lacre que cerraba sus dos partes. En su interior había un seriado alfanumérico. Un mensaje encriptado.
Al ver aquella relación de letras con números entre paréntesis, así como las sílabas y el número que la concluía, recordé cómo mi padre, el último día que le vi con vida en casa, descifraba un seriado similar. Cuando tuvo una de las series descifradas tomó un ejemplar manuscrito del Quijote y subrayó parte de uno de sus capítulos. Tras leerlo para sí, gritó, dando un puñetazo sobre las notas que había ido tomando:
–¡Maldito!, será hijo de su madre. Lo sabía, siempre lo supe. ¡Cómo nos ha engañado!
–¿Quién, padre?, ¿quién os ha engañado? – pregunté.
–¿Qué haces aquí? – se sorprendió, tapando con su mano el seriado y sus notas-, no deberías estar aquí. ¿Cuánto tiempo llevas?
–Nada, padre, acabo de llegar -respondí.
Mentía. Lo hice llevado por el terror que su mirada, llena de ira, me produjo. Mientras permanecí tras él sin que advirtiese mi presencia, fui copiando el seriado y los apuntes que él iba haciendo bajo la serie alfanumérica. Su expresión de enfado me hizo guardarlo apresurado en mi bolsillo.
–No debes volver a entrar aquí sin antes llamar, prométemelo.
–Te lo prometo. Pensé que sabías que estaba aquí. Te hablé y no respondiste, estabas demasiado concentrado en descifrar esas letras. ¿Es un nuevo jeroglífico?, ¿me enseñarás cómo se soluciona? ¿Lo harás? Sé que ese texto no es de Cervantes, y que por eso te has enfadado. En el Quijote ese texto no está, no es de la novela, ¿verdad? – pregunté sonriendo orgulloso, seguro de mis conocimientos sobre la obra del insigne escritor.
Él mismo me lo había enseñado. Leí los ocho primeros capítulos tantas veces, junto a él, durante las tardes largas y bochornosas del estío, obligado por mi incapacidad para dormir la siesta, que casi los podía recitar de memoria.
–¿Qué frase, dime qué frase has leído? – preguntó, agarrándome fuerte por los hombros, algo que jamás había hecho, y que nunca volvió a repetir.
–La que tú has subrayado en esa copia manuscrita del Quijote, la que habla de los molinos de viento. En ese capítulo, don Alonso Quijano les cuenta a las damas cómo las doncellas cuidaban de él, no habla de molinos, sólo habla de las doncellas, por eso sé que no es de la novela, que no está en el Quijote -dije sonriente a la espera de su felicitación.
–Veo que las lecturas se hicieron hueco en tu cabeza, eso es un orgullo para mí. Aunque no debes olvidar que el Quijote tiene más de ocho capítulos. Debes continuar su lectura y no quedarte en el octavo. Este libro -dijo, mirándome sonriente y levantando la copia manuscrita- sólo recoge los ocho primeros. Me lo vendieron como un original escrito de puño y letra por el mismísimo Cervantes, pero, como bien has supuesto tú, me engañaron. La obra está adulterada con párrafos inconexos que no pertenecen al libro. El desaprensivo que la escribió no tuvo pudor en incluir de su propia cosecha. Pero todo esto es un secreto que ambos debemos guardar celosamente. Ya te he hablado de la importancia que tienen los jeroglíficos y conoces la forma de encontrar mensajes escondidos dentro de los textos. Un mensaje cifrado no tiene valor si se le da a todo el mundo la capacidad de descubrirlo. No olvides lo que te enseñé sobre ello.
–No, padre, no lo he olvidado. Es más importante el tiempo que uno pasa descifrando un mensaje que la emoción que proporciona el texto que hay en él.
–Debes guardar silencio sobre lo que has visto. Quiero encontrar al autor de esta herejía, pero antes debo buscar todos los párrafos que no pertenecen a la obra, para ello tengo que descifrar esta tabla -dijo, señalando un folio repleto de series iguales a la que yo tenía apuntada en el papel que había guardado en el bolsillo de mi pantalón-. Si no lo hago, nadie me creerá. Estoy desarrollando el trabajo en secreto, nadie sabe que esta noche estoy aquí, sólo tu madre, y ahora tú. No debes decirle a nadie que he estado en casa. A nadie -dijo, levantando el tono de voz-. Dame tu palabra.
–Sí, padre, lo juro -respondí tembloroso-, no se lo diré nunca a nadie.
–Debes entender que esto no es un juego. Nunca más entres aquí sin antes llamar, nunca, ¿lo entiendes? – exclamó, agarrándome con fuerza por los hombros.
No le contesté porque la congoja que me provocó su agresividad, algo a lo que no estaba acostumbrado, me lo impidió. Él pareció darse cuenta de que su reacción había sido desmedida y me abrazó pidiéndome perdón repetidas veces.
Al día siguiente, cuando me levanté, ya se había marchado. Busqué a escondidas la tabla de series y aquella copia manuscrita en su estudio. Su enfado, lejos de asustarme, de hacer que me olvidara del incidente, había incentivado mi curiosidad. Eso, y el que tanto mi madre como él ocultaran su estancia en casa aquella noche, había hecho que mi imaginación volara sin control. Supuse mil historias dentro de aquel manuscrito del Quijote. Mensajes de trascendencia que me harían un gran criptógrafo al que recurrirían todas las instituciones de investigación. Debía encontrar aquel texto y el folio amarillento lleno de seriados que él me enseñó, debía hacerlo antes de que volviera. Pensé que sería capaz de descifrar la tabla completa y después encontrar todos los párrafos que se correspondían con las series numéricas. Cuando regresara, su trabajo estaría hecho. Sería un gran criptógrafo, como lo era él. Busqué el folio en donde aparecían los seriados y el manuscrito, pero no lo encontré. Era evidente que él se los había llevado consigo. Sin embargo, la frase que mi padre había descifrado estaba en mi bolsillo. Si no podía tener el seriado y el texto, sí podía averiguar el procedimiento para descifrar aquellas claves. Llevado por mi empeño, por la curiosidad visceral que me poseía, perdí muchas horas de sueño en la labor. Realicé infinidad de combinaciones matemáticas hasta llegar a las coincidencias entre los números y las letras, y descifrar el significado:
Dentro del segundo capítulo está el nombre.
Guardé los papeles, pensando en que a su regreso él me prestaría la tabla completa para que yo la descifrase. Junto a ellos también conservé la frase que mi padre había extraído de aquel manuscrito, la frase que tanto le había hecho enfadar:
De viento que no de piedra fueron hechos los molinos. Gigantes son, tal como el caballero andante dijo. No fueron los libros que leyó sino el ruido de sus aspas lo que llenó sus horas de dolor y desatino.
Tiempo después, cuando mis investigaciones estaban muy avanzadas, supe su verdadero significado.
Durante el proceso de descodificación llamé varias veces al teléfono móvil de Jana. Intentaba aplacar el presentimiento aciago que me acompañaba desde que vi la alianza y el seriado alfanumérico, pero fue infructuoso: la compañía telefónica, su grabación automática, respondía con insistencia que el número solicitado estaba fuera de cobertura o desconectado. Esa circunstancia no hubiera debido intranquilizarme, ya que Jana solía tener apagado el móvil mientras trabajaba, pero, en aquellos momentos, con la alianza en mi meñique, lo hacía. No poder verificar que estaba bien, no conseguir oír su voz, me hacía sentir impaciente. Por ello, con insistencia robótica, no dejé de marcar el número una y otra vez, sin descanso, mientras tachaba las grafías que iba combinando en la formación de palabras. Miré el reloj y calculé que le faltaba una media hora para terminar su jornada, por lo que no volvería a llamarla hasta que no hubiera pasado ese tiempo. Era inútil hacerlo antes, sabía que ella no conectaría el teléfono hasta haber terminado su horario laboral.
Serían aproximadamente las seis de la tarde cuando descifré el código:
No cometas el mismo error que ellos.
Cuando leí la frase, sentí un pánico semejante al que producen los presentimientos nefastos. Pensé que su autor podía ser la misma persona que pintaba el símbolo en las fachadas. La misma que, por motivos que desconocía, se había encargado de que no olvidase la muerte, el asesinato de mi padre. Nadie más que el asesino podía conocer el código alfanumérico que mi padre descifró ante mis ojos, días antes de ser encontrado sin vida en el sótano de la casa. Tampoco nadie, excepto él, podía tener su carné de identidad y la mitad del arco de mi violonchelo. En aquellos momentos todo se entrelazó y tomó sentido. Pero lo más terrible no era sentirme directamente amenazado por sus palabras, sino el que Jana estuviera incluida en aquella advertencia. Lamentablemente así lo evidenciaba el hecho de que él me hubiera hecho llegar la alianza.
A pesar de haber descifrado la frase, por más que la leía, no conseguía deducir su significado completo. Advertía su amenaza, pero desconocía el error al que se refería. Si en aquel momento apenas conocía detalles sobre la vida de mi padre y el móvil real del asesino, con más motivo me era imposible saber qué error pudo cometer para que le matasen. Un error que, en apariencia y para mi estupor, parecía haber cometido también Jana.
Levanté el teléfono y marqué el número de la casa, ubicada en el Barrí Gótic de Barcelona, esperando oír su voz a través del auricular. Lo intenté varias veces, pero ninguna de mis llamadas recibió respuesta. El contestador saltaba, y yo volvía a colgar y a llamar como lo había hecho durante la tarde a su número de móvil; una y otra vez. Desesperado, decidí, aun sabiendo que ella no me lo perdonaría, llamar a su trabajo.
Me atendió el ujier:
–No, señor, no está aquí. Hoy no ha venido. Dijo que tenía que resolver unos temas personales. Nosotros también estamos intentando localizarla, la situación tan delicada que se ha presentado nos obliga a ello. Hemos llamado a su casa y a su número de teléfono móvil, pero debe de tenerlo desconectado. Lo que ha sucedido es una verdadera tragedia, incalificable, nefasto -dijo exaltado.
–¿A qué se refiere? – pregunté sorprendido.
–El fresco, señor, el fresco que estaba restaurando su esposa; en su base alguien ha hecho una inscripción. Es un seriado numérico y varias réplicas del símbolo que representa el número pi. Una herejía que no sabemos si tendrá solución. Cuando la señorita Jana lo vea… ¡Dios mío, cuando vea lo que han hecho con la pintura!
–¿Números? ¿Qué números han puesto?
–Muchos. Los mozos de escuadra dicen que es obra de grafiteros, que debieron de entrar por la noche. Si me hubieran hecho caso, esto no habría sucedido; en más de una ocasión recomendé la vigilancia nocturna. Hay demasiado gamberro suelto, estas cosas son llamadas de atención y éste es un lugar muy propicio para ello. La juventud está muy perdida en este siglo, muy perdida.
–¿Sería tan amable de avisarme si mi esposa se pone en contacto con ustedes? ¿O de decirle a ella que me llame? Es urgente.
–¡Por supuesto! Si usted hablara con ella antes que nosotros, también podría comunicarle que estamos buscándola, creemos que, cuanto menos tiempo pase, mejor se podrán eliminar esos números…
–Voy a hacer unos espagueti a la boloñesa, necesito que me digas si cenarás aquí o no.
Abrí y le di las gracias.
–Cenaré aquí, no tenía pensado salir.
–Vaya despliegue que tienes montado -dijo mirando la cama, en donde estaba el arco roto, el DNI, la nota y la alianza que momentos antes me había quitado-. Eso es parte del arco del violonchelo. Veo que no sólo está roto el instrumento, el arco está para ponerlo en la chimenea. Tienes un aspecto terrible -dijo, mirándome de arriba abajo-, estás peor que durante la comida. No te encuentras bien, ¿verdad que no estás bien?
–Estoy preocupado.
–Es por el DNI de tu padre, ¿verdad? Tú nunca lo tuviste, alguien te lo ha hecho llegar, y tú no lo esperabas, ni eso ni lo demás, ¿me equivoco? – dijo, mirando una vez más la cama.
–¿Cómo lo sabes? – pregunté desconfiado.
–Mis archivos, ¿recuerdas? La memoria de los muertos es parte del presente de los vivos. La muerte de tu padre está en los periódicos de hace treinta años. Consulté su nombre después de ver el DNI. Recuerda que te advertí que soy una máquina de fotografiar andante -dijo.
–¿Has estado investigando sobre mi padre?, ¡qué falta de escrúpulos!
–Yo no lo creo; más bien lo definiría como curiosidad visceral, algo que no niego. No pude resistirme al ver tu cara cuando doña Paloma te hizo entrega del sobre y Torcuato te habló del DNI. Tenías que haber visto tu expresión, te demudaste.
–Ah ¿sí?, ¿y qué pensaste? – pregunté irónico.
–Pues que nunca habías tenido ese documento entre tus manos. Que alguien te estaba amenazando. Tal vez por ello no te moleste vivir con un loco como yo. A partir del momento en que el trozo del arco cayó al suelo, al guardar el paquete en tu cartera, no probaste un bocado más. Era evidente que no esperabas ningún envío y que al ver el carné de tu padre sentiste pánico. Pero no te asustes más de lo que estás. No creas que sé mucho sobre ti. No porque no me haya dado tiempo a investigar, tengo todo bien controlado, sé dónde está cada publicación, sino porque sobre la muerte de tu padre sólo hay un artículo. Es muy extraño, porque fue un asesinato en toda regla y la normalidad informativa en aquellos años sobre esos delitos era más amplia. Los crímenes morbosos y los temas religiosos copaban la mente del pueblo. Sin embargo, sobre la muerte de tu padre, apenas he encontrado nada -dijo en un tono que me pareció burlesco-. En el artículo que he encontrado hablan sobre ti. ¿Es cierto que, como dice la crónica de sucesos, no recuerdas nada de lo sucedido aquella noche?
–No, y tampoco quiero hacerlo.
–Si necesitas consultar algo sobre tu pasado, no dudes en pedírmelo -dijo, mirándome a la espera de una respuesta por mi parte que confirmara sus hipótesis-. Tu padre era una persona relevante en aquellos años, y su asesino también pudo serlo, ¿no lo has pensado nunca?
–No acostumbro a hablar sobre mí, y menos sobre mi pasado. Si alguna vez se ha dado esa circunstancia ha sido con personas a las que ya conocía de mucho tiempo. Entiendo que la curiosidad te llevara a buscar detalles sobre mí y el pasado de mi padre, pero, como has comprobado, no hay mucho. La desgracia se cebó conmigo. Entiendo pero no apruebo que ello te seduzca, porque el morbo es connatural al ser humano, pero te ruego que dejes de lado las preguntas.
–No volveré a hablar sobre ello. Pero no olvides lo que te he dicho; si necesitas algo, dímelo.
Querido Enrique:
Saldré en el primer vuelo hacia Italia. A mi regreso tenemos que hablar. Es necesario que nos veamos. Ahora no puedo darte explicaciones, prefiero que nuestra charla sea en persona. Lo que tengo que decirte es tan importante como trascendental para que, por fin, entiendas lo necesario que es llegar hasta el final.
Jana
Su forma matemática era el procedimiento que mi padre había creído más efectivo para despistar a los curiosos que tuvieran la osadía de meter las narices en sus documentos. Todos los textos que escribía se mezclaban a su vez con problemas matemáticos simples, con anotaciones irregulares sobre problemas que incluso planteaba en sus clases y con más de una respuesta de algún estudiante, por lo que las claves, los criptogramas, se perdían dentro de los folios que formaban sus apuntes y se hacían imperceptibles a simple vista. Dentro de ese desorden, había un orden preciso que sólo él conocía. Estaba en el centro mismo de la hoja, de cada uno de los folios. Cuando me lo explicó, dándome las pautas a seguir para encontrar las series, no lo entendí. Preferí aprender el procedimiento para descifrarlo de memoria y buscar en los folios las líneas que tenían sentido, descartando las que sólo eran operaciones matemáticas. Aquello me llevaba bastante tiempo, pero aún no era capaz de hacer dibujos geométricos.
El texto encriptado que aparecía en la pantalla del ordenador, dentro del cuerpo del mensaje de Jana, estaba relacionado directamente con mi padre. Al desencriptar el mensaje recordé sus palabras cuando me enseñó la clave, la forma de descifrar aquellos números, de convertirlos en palabras:
–Cuando creé la clave pensaba en el número pi, en la búsqueda que el ser humano lleva a cabo para hallar sus dígitos, todos ellos, lo que en realidad es su verdadero misterio, ¿por qué es infinito? Nadie ha conseguido hallar todos sus dígitos. Y estoy convencido de que así seguirá siendo. Lo estoy porque creo que es el número de Dios.
–No entiendo lo que dices -dije, mirándole expectante, buscando que me diera una explicación más sencilla.
–Si prestas atención a lo que voy a decirte, te servirá para mucho cuando seas adulto. El número pi es un número irracional, es decir, un número decimal con infinitas cifras decimales exento de una secuencia de repetición que lo convierta en un número periódico. Para que lo entiendas mejor; es totalmente imposible conocer todas las cifras que tiene. Para mí, es el número del que Dios se sirvió para crear el universo y tras su misteriosa cifra está la clave de la existencia y un mensaje claro y preciso que todos nos negamos a ver, cegados en la búsqueda del resultado final. Éste no es más que el comienzo o el principio del fin. Una espiral perfecta.
»Una espiral que al mismo tiempo que se expande se contrae y sigue las mismas pautas para ambas cosas. Su dimensión es infinita, y posiblemente esté en ella el misterio de las dimensiones y del espacio tiempo. Muchos matemáticos han invertido cientos de horas en hallar todas las cifras que componen estos números, pero sus logros son avances que se quedan pequeños al lado de los siguientes, porque sus guarismos siguen aumentando cálculo tras cálculo. Isaac Newton decía: «La naturaleza se reduce a un número: pi. Quien comprenda el misterio de pi. comprenderá el pensamiento de Dios…». En esa frase está la clave de pi. No es un número, sino que posiblemente sea una forma que aún no conocemos con precisión, una espiral numérica infinita y finita al mismo tiempo, un eslabón de una cadena que nos conduce directamente a una dimensión desconocida, por eso no podemos ver ni hallar el fin, sencillamente porque no lo tiene. Cuando llegamos al fin estamos en el comienzo de nuevo.
–Sí, padre, pero no entiendo qué tiene que ver el número pi con su código secreto -dije un tanto acogotado por sus palabras, aún demasiado complicadas para mí.
Él sonrió y, poniendo su mano sobre mi cabeza, en un gesto de cariño, continuó:
–Todo está relacionado; cada cosa que sucede aquí en la Tierra, como decía Kepler, sucede en los cielos -dijo, señalando las estrellas que se podían ver en el cielo despejado de aquella noche de agosto sin luna-. Sólo quiero que entiendas que la respuesta a todo está ante nuestros ojos; todo está escrito. El secreto es saber verlo, observar con detenimiento lo que sucede y lo que le sucede a las cosas y seres que tenemos a nuestro alrededor, sin perder ni una sola de las perspectivas que se nos han dado. Newton no vio que una manzana le cayera en la cabeza, sino que percibió que aquello debía ser provocado por algo, lo que dio lugar a su descubrimiento: la ecuación de la gravedad. Observación, ésa es la clave de todo. Sólo es cuestión de ver más allá, algo que, como gran criptógrafo que espero seas, debes tener siempre en tu mente. No analices las cosas por lo que los demás creen que son o por lo que te quieren hacer ver, hazlo siempre por ti mismo.
»No te dejes cegar por el ansia de llegar al final y disfruta en cada paso de tu investigación sin tener en cuenta la satisfacción que quizás nunca tengas al hallar el resultado. Puede que una clave te conduzca a otra y ésta a su vez a una más. El desarrollo de un criptograma, como el de una fórmula matemática, es más apasionante que el descubrimiento del mensaje encriptado o la resolución del problema, pero se nos olvida. La búsqueda de un final ha cegado muchas mentes, créeme. Mi clave es tan sencilla, está tan clara, que no se ve; ahí está su único misterio. Sólo unos pocos serán capaces de intuir en ella un mensaje encriptado, los muy observadores. Como muy pocos ven que en el número pi no hay más que una prueba evidente de que Dios existe, de que nada tiene fin. Sus decimales infinitos nos indican que el resto de las cosas también pueden ser ilimitadas. Todo puede seguir descomponiéndose en formas diferentes, guardando la esencia de lo que fueron y volviendo a ser de nuevo, ya que el fin siempre da lugar al comienzo. En mi código, los números dan lugar a las letras y el orden de los mismos se corresponde con el alfabeto. Es fácil descifrarlo, sólo tienes que invertir el orden y la colocación de ambas cosas: el fin es el principio y el principio es el fin. Como verás, todo está invertido, y los seriados lo que menos parecen es un mensaje cifrado.
»El universo es un gran criptograma, un estallido continuo de mensajes. El problema es que no lo vemos así y por ello jamás seremos capaces de descifrarlo. El ser humano sólo ve en él una fórmula matemática, porque sólo se fija en lo aparente, en lo establecido por otros. El ser humano está dejando de pensar por sí mismo, de imaginar…
Aquello quedó grabado en mi mente para siempre, de tal forma que durante mucho tiempo indagué sobretodo lo que él me había repetido una y otra vez. Y siguiendo sus enseñanzas encaminé mis investigaciones forenses, desde un ángulo muy diferente al que se venía haciendo. Su idea de la inmortalidad, de lo infinito, marcó en mí una constante que dirigió mi vida. Creo que ése y no la genética que nos unía fue el determinante para que me decidiera por la Ciencia Forense.
Como él decía, nada muere, se transforma, y yo intentaba saber qué era lo que se transformaba, cómo y por qué lo hacía. Sin embargo, los acontecimientos que surgieron después de recibir los mensajes de Jana me adentrarían en un camino aún más desconocido e interesante del que me ofrecían las investigaciones forenses que estaba realizando. Un camino que intuí mi padre había recorrido antes que yo.
En el mensaje que emitía la pantalla del ordenador estaba encriptada la frase:
En la circunferencia
No sabría precisar con exactitud el tiempo que permanecí mirando la pantalla, sí que el ordenador entró en periodo de hibernación. De vez en cuando miraba la cama, en donde, sobre la manta de lana marrón, estaba la alianza de mi esposa. Nada más descodificar el mensaje, supe que éste se refería a la sortija, por eso no me atrevía a cogerla, a comprobar qué podía esconder la circunferencia. Tenía la certeza de que había algo más que yo había pasado por alto, como verifiqué minutos más tarde al comprobar que el símbolo del número pi estaba grabado en su exterior. Llevado por la ansiedad había cometido el error sobre el que mi padre tantas veces me había advertido: había dejado de lado todo por saber cuál era el mensaje del sobre, cuando en realidad el verdadero mensaje estaba allí, grabado en la alianza, en su parte exterior, donde no había mirado.
Cogí el teléfono móvil para llamar de nuevo a Jana, pero éste sonó antes de que yo marcase su número:
–¿Señor Enrique Fonseca? – dijo una voz varonil a través del aparato.
–Sí, dígame.
–¿Es usted el señor Enrique Fonseca, esposo de Jana Bonet?
–Sí, soy yo, dígame -respondí.
–Le habla el jefe de asistencia sanitaria desde la Ciudad Condal, siento tener que comunicarle…
A pesar de su distanciamiento, de nuestra separación, ella seguía llevando mi número de teléfono en la documentación que indicaba a quién se debía llamar en caso de que sufriera un accidente, ambos lo llevábamos junto al documento de identidad. Apenas permanecí con ella una hora, en la que no pude articular ni una sola palabra, sólo acariciar sus mejillas pálidas y sujetar su mano izquierda entre las mías. Tampoco lloré. El profundo vació que sentía en mi corazón, la sensación de vértigo e impotencia, me impedía manifestar el dolor que experimenté al verla allí; nivea, inmóvil, monitorizada y con respiración asistida. Sumergida en una espiral que la mantenía viva y muerta al tiempo. Una circunferencia infinita en donde el comienzo y el fin coincidían formando un espacio indefinido; una nada y un todo a la vez. Una especie de ironía nefasta que emparentaba su estado de forma macabra con el mensaje que había recibido encriptado y con la definición que en él se daba de la circunferencia.
Daniel tomó la decisión de acompañarme, llevado por el estado de ansiedad en el que entré después de recibir la llamada. Ni tan siquiera me di cuenta de lo que él hacía cuando levantó el teléfono y reservó dos billetes en el puente aéreo. Su voz me llegaba distorsionada y lejana, como si en vez de estar allí, a su lado, me encontrara a cientos de kilómetros. Me sentía preso en un limbo donde los recuerdos se mezclaban con el presente como si ambos tiempos fuesen uno.
Cuando el médico me comunicó a través de la línea telefónica el estado de gravedad máxima de mi esposa y el hospital al que se dirigía la ambulancia, tiré el teléfono móvil contra la puerta de la habitación y me metí en la ducha vestido. El agua comenzó a empapar mis ropas. Ausente, llevado por un ataque de ira, golpeé con mis nudillos los azulejos que revestían la pared frontal de la bañera. Daniel estaba en la cocina y corrió alertado por mis porrazos. Cerró el grifo y como si yo fuese un crío chico que se hubiera dejado llevar por una repentina rabieta, tendió sus manos hacia mí y me sacó sin decir palabra. Los zapatos de tafilete chorreaban produciendo un ruido acuoso a cada uno de mis pasos. El líquido resbaló por el suelo de madera vieja y sin pulir hasta los pies de la cama, en donde Daniel me sentó como a un muñeco sin vida, dejado a su voluntad. No recuerdo si me desvestí mientras él hablaba con el hospital por teléfono, o fue él quien me quitó la ropa empapada que se adhería a mi piel. Sólo sé que mientras hablaba me quitó los zapatos y dejó caer el agua de dentro de ellos al suelo. Tampoco sé precisar qué le conté cuando entró en el baño, pero debí de decirle lo que había pasado, debí de hacerlo, porque él supo adónde llamar y qué hacer exactamente. Recuerdo que grité el nombre de mi mujer al mismo tiempo que golpeaba con el puño la pared, y que la sangre que brotaba de mis nudillos resbalaba por los azulejos blancos, tiñéndolos de un rojo claro que se disipaba pared abajo hasta desaparecer por el desagüe.
Mientras permanecí con ella, Daniel estuvo en el pasillo, esperando en silencio, semiinclinado, con la espalda apoyada en la pared y mirando al suelo fijamente, mientras se pasaba la mano derecha por el pelo una y otra vez, en actitud de preocupación. En la otra mano sujetaba la bolsa que me habían entregado, hacía unos instantes, con los objetos personales de Jana. Entre ellos estaba su alianza. La llevaba puesta cuando la ingresaron. No sé bien cómo definir la sensación que me produjo su hallazgo. En aquel momento comprendí que había cometido el mayor de los errores, la falta de observación. Cuando encontré la alianza en el sobre, di por hecho que pertenecía a Jana, que era la de nuestra boda. Llevado por mis sentimientos sólo miré el interior de la circunferencia y ni tan siquiera aprecié que estaba impecable, lo que hacía poco probable que fuese la misma sortija.
Nada de lo que le había sucedido a Jana tenía, en apariencia, relación con el paquete que yo había recibido. Al menos, no lo tenía para quien desconociese nuestro pasado y lo que éste conllevaba. Aquello era, para el equipo médico que la atendió, un accidente cardiovascular, pues no existía indicio alguno que demostrase lo contrario. Sin embargo, para mí, todo estaba interrelacionado. La persona que me había mandado el paquete había tenido acceso a los enseres de mi padre cuando éste fue asesinado, su DNI así lo demostraba. La copia exacta de la alianza de Jana también indicaba que sabía de ella lo suficiente como para tenerla controlada. El sím-bolo que la sortija tenía grabado era un claro mensaje de advertencia, como lo era la definición encriptada de la circunferencia que me había remitido a través del correo electrónico de mi esposa.
Los acontecimientos habían ocurrido con tanta rapidez que ni siquiera había podido acercarme a la empresa de mensajería para informarme sobre el envío y los datos del remitente, que, según la ley vigente, estaban obligados a comprobar. Mis sentimientos por Jana y la situación en la que estaba nuestra relación habían obturado mi cerebro por completo, impidiéndome ver más allá de mis narices desde el primer momento, ralentizando todas mis reacciones.
Sopesé la posibilidad de hablar con la policía y denunciar las amenazas a las que me sentía sometido. Exponerles la probabilidad de que Jana hubiera entrado en aquel estado de forma provocada, que su derrame cerebral no fuese un accidente. Aunque no había ningún dato médico que demostrase mi hipótesis, yo tenía la corazonada de que aquel aneurisma no había sido circunstancial, fruto de una patología sin diagnosticar, sino la consecuencia de una agresión muy estudiada, probablemente de alguien que sabía mucho de medicina. Sobre ello estuvimos hablando Daniel y yo:
–Debes esperar los resultados de las analíticas antes de dar por hecho que su estado es consecuencia de un intento de homicidio. Es evidente, por lo que me has contado, que quien te ha hecho llegar el paquete está poniéndote al tanto de lo que sabe, quiere que tengas conocimiento de ello. Tus miedos no le son ajenos y conoce el pasado de tu padre. Sabe lo que Jana significa para ti y lo utiliza para intimidarte. Lo que yo no veo tan claro es que sea una amenaza, como tú te empeñas en asegurar. Tiene, a mi juicio, más las características de una advertencia a la que puede seguir un chantaje.
–No lo creo.
–Tu numerito tiene mucho que ver en todo esto. Ese famoso número de dígitos infinitos también es de mi interés. Lo es para mucha gente. Claro que mis motivos son diferentes a los tuyos. Yo le busco y él te busca a ti. Me refiero al número -aclaró al ver mi expresión de desconcierto.
–Cuando Torcuato me entregó el paquete y vi el carné de mi padre supe que las cosas habían cambiado. Ya no era sólo la grafía. Estoy seguro de que la persona que me lo envió es el asesino de mi padre.
–Si, como dices, es el asesino de tu padre, es evidente que sólo puede tener un motivo para perseguirte de esta forma: que le hubieras visto la cara, que pudieras reconocerle. Pero tú aseguras que no es así, que no recuerdas nada.
–Sí. Así es, pero él no lo sabe.
–Ya, pero estarás conmigo en que, si analizas los hechos fríamente, ese punto es el menos probable. Si fuera él, tú, con el tiempo que ha trascurrido, has dejado de ser un peligro, el delito ha prescrito y su edad debe de ser demasiado avanzada como para que los hechos le acarrearan repercusiones legales. Es más factible que sea alguien que estuvo relacionado con el asesino o con tu padre y su círculo. Lo más sensato es que dejes transcurrir el tiempo, que esperes a ver cómo evoluciona Jana. Desde el punto de vista policial tu hipótesis no se sostiene. Incluso el hecho de que hayas recibido tratamiento psiquiátrico es perjudicial, quiero decir…
–Sé lo que quieres decir -le interrumpí-. Que el mensaje me llegara desde el correo electrónico de Jana indica que estaba con ella, y si fue así, pudo administrarle algo que le provocara el derrame.
–El correo electrónico pudo mandarlo desde cualquier ordenador. Sólo es necesario conocer las claves de acceso. Conseguirlas no es complicado; cuando regresemos a Madrid te haré una demostración de cómo se hace. En el caso de que quieras que chequeemos su ordenador, podemos hacerlo, si te sientes con fuerzas para ello.
–Voy a examinar el ordenador y todo lo que encuentre. Revisaré la casa palmo a palmo -respondí.
Todo en él, desde el principio, había sido un tanto anodino, demasiado lineal, como si estuviera preparado con anterioridad a que nos conociéramos. Incluso la oferta del alquiler de su habitación había llegado a mis manos de una forma que en aquellos momentos me pareció inusual, un anuncio a través de uno de los empleados de limpieza de mi empresa:
–Tenga, sé que busca usted hospedaje, y éste creo que reúne las condiciones que requiere -dijo tendiéndome un papel.
–¡Gracias! – respondí-. ¿Cómo sabe que estaba buscando habitación en el centro de la capital? No se lo he comentado a nadie.
–Recojo sus periódicos a diario. Todos los anuncios sobre alquileres de habitaciones están subrayados. Vi ése -señaló el papel que me había dado- en una de las farolas de mi barrio y lo cogí para usted. Ya sabe, este mundo es una cadena de favores. Tal vez, en algún momento, necesite que usted me eche una mano -dijo sonriendo-, espero que si llega ese día me recuerde -recalcó, restregándose el sudor de la frente con la manga.
–¡Por supuesto!, estaré encantado. Incluso, si lo ha hecho porque necesita algo, no dude en pedirlo -respondí, mirando al joven de piel amarillenta, ojos vidriosos y extrema delgadez.
–Eso es lo que dicen todos ustedes, pero ni tan siquiera me ha visto y llevo limpiando su mesa varios días -dijo, dándose la vuelta, y, empujando el carrito de la limpieza, comenzó a andar por el pasillo.
–¿Cómo te llamas? – inquirí casi alzando el tono de voz.
–Salas, me llamo Salas. Soy trabajador temporal de la contrata de limpieza, pero mi verdadera vocación se centra en el estudio del sonido.
–Interesante.
–Espero que la habitación sea lo que anda buscando. Es una zona muy tranquila. ¡Que tenga un buen día!
Al día siguiente, después de haber alquilado la habitación, pregunté por él. Quería darle las gracias por todo. En la empresa no lo conocían, pero me enteré de que la contrata de limpieza lo había trasladado de zona.
–¿En qué estás pensando? – preguntó Daniel, sacándome de mis pensamientos.
–En todo lo que has dicho. Has hecho un análisis muy preciso -contesté.
–Ya te dije que me gano la vida con ello. Cuando regresemos te enseñaré los trabajos que realizo. Quizás te haga partícipe del que realmente me importa. La investigación que me llevó a abandonar los hábitos. Pero ahora lo importante es que tu esposa se recupere y tú recobres la tranquilidad. Estaré en Barcelona el tiempo que quieras, hasta que decidas que debemos volver, o dejes de necesitar mi compañía.
Nada más llegar, nos dispusimos a chequear el ordenador de mi esposa. Tal como Daniel me había sugerido, comprobamos que los mensajes habían sido remitidos desde un ordenador ajeno, utilizando las claves de acceso. Él se empeñaba en hacerme creer que quizás hubiera sido Jana quien los había mandado desde un cibercafé o un aparato portátil. Insistió en que mi esposa no tenía por qué haber estado en contacto físico con la persona que me había hecho llegar el paquete al bar de Torcuato. Sin embargo, yo seguía teniendo serias dudas sobre ello.
Registramos, palmo a palmo, la información de su ordenador, sin encontrar nada fuera de lo común. Nada relacionado con el mensaje que yo había recibido. Miré todas sus notas, carpetas e incluso las páginas de la red que había visitado en los últimos días, pero en ellas sólo encontré información sobre restauración y pintura. En su agenda de mesa estaba anotada la dirección del Museo e Gallerie Nazionali di Capodimonte, ubicado en Italia, Napóles, y el cuadro de la Caída de Dédalo del maestro Cario Saraceni. Esa anotación, la última de la agenda, para Daniel, fue la prueba de que el viaje de Jana era profesional y nada tenía que ver con lo sucedido:
–Todo indica que iba a realizar un viaje de trabajo, sin más.
Por unos momentos pensé que Daniel estaba en lo cierto. Pero, minutos después, el paquete que encontré en el interior de uno de los cajones de la mesita de noche y la nota que lo acompañaba hicieron que volviese a tener en cuenta la posibilidad de que el accidente cardiovascular de Jana no fuese tal.
La nota decía:
Espero que este prendedor te sirva para lo que hemos supuesto. Cuando todo esté preparado envíamelo y hablaré con él.
Busqué la dirección de procedencia del envío, pero ni Daniel ni yo encontramos nada. Jana debió de deshacerse de ella.
Llamé al hospital para verificar que me habían entregado todos los objetos de mi esposa, insistiendo en que comprobaran, una vez más, si había sido así, si no quedaba nada en las dependencias, algo que me confirmaron y reiteraron un poco molestos por mi insistencia.
Daniel había preparado el almuerzo. Seguía todos mis movimientos con síntomas claros de preocupación, ya que yo no paraba de buscar en la casa alguna evidencia que me demostrase que Jana había estado en contacto con la persona que me mandó el paquete al bar de Torcuato:
–No acabo de comprender qué buscas aparte de ese prendedor, que lo más probable es que se perdiera en el aeropuerto o en el traslado hacia el hospital. Tal vez ni lo llevaba consigo. La nota no está fechada y no tienes papeles que indiquen cuándo lo recibió. Deberías comer algo e intentar dormir. Ambos deberíamos descansar.
–Debí enfrentarme con mi pasado hace tiempo, debí hacerle caso -murmuré, mirando uno de los estantes de las librerías superiores.
Sobre los libros había una fotografía. La cogí y, al darle la vuelta, comprobé que en ella aparecía mi padre junto a un grupo de hombres que jamás había visto. Todos llevaban colgado de su cuello la cruz de Ankh. Su extremo inferior estaba tallado con dientes como si fuese una tija. En el anverso de la foto estaba escrito: