DIARIO DE AMALIA DE PIÑÉREZ
Viernes 31 de octubre de 1879
Querido diario:
Hoy ha llegado una nueva alumna a Sainte-Marie. Se llama Susana Strossner y es muy guapa. Tiene pelo y ojos de color granate; nunca había visto un colorido semejante. Regina y yo la conocimos hace algunas horas en el gran salón. Susana entró cuando Carmen terminaba de declamar una poesía dedicada a Giovanni Rossi. ¡Madre mía! ¡Qué poesía! Regina estaba furiosa. Por las líneas del poema se podía deducir que Carmen y Giovanni habían tenido un romance en el pasado, y ninguna de nosotras lo sabía. Por si fuera poco, el poema dejaba a Giovanni en ridículo pues resaltaba sus peores defectos… Pobre Regina. Sé que se sintió muy humillada porque me juró que se vengaría de Carmen. Pero yo conozco a Regina y sé que ella también ha provocado a Carmen y a Martina en demasiadas ocasiones… En cierta forma pienso que se lo buscó, aunque nunca se lo diré porque me retiraría su amistad. De todas formas, al menos ella tiene la suerte de tener la atención de un chico. Me pregunto qué se sentirá ser hermosa como mis compañeras y recibir notas de amor… ¿Qué se sentirá ser mirada de esa manera por Giovanni Rossi?
Ah, Giovanni. Creo que me enamoré de él la primera vez que lo vi. Estaba tan apuesto con su traje, entrando al baile… Recuerdo haber sentido que la sangre me subía al rostro cuando pensé que avanzaba hacia mí. Pero, claro, fue muy estúpido de mi parte. ¡Cómo se burlarían de mí si supieran que una idea tan ridícula se me pasó por la mente! Giovanni fue directo hacia Regina, quien se encontraba a mi lado. ¿Cómo podría un chico como Giovanni Rossi fijarse en una persona tan insignificante como yo? Ni siquiera los chicos de los establos de Sainte-Marie me miran. Soy invisible. Tal vez, si fuese menos tímida, podría tener al menos otra amiga. Pero sólo sirvo para seguir a Regina a todas partes. Sé que tolera mi presencia porque soy la única persona capaz de complacer todos sus caprichos: llevar sus libros, hacer sus deberes, peinarla… Aun así, me considero afortunada de ser su amiga. Ella no es una mala persona. Es así porque está acostumbrada a ser tratada con deferencia, por ser tan bella y tan célebre. Y ahora, además, estoy viviendo el amor a través de ella. Imagino, cada vez que recibe una carta de Giovanni, que es a mí a quien escribe. ¡Por Dios! ¿Por qué tuve que mirar a ese chico? Yo soy una de esas personas que debería mantener sus ojos cerrados todo el tiempo… sobre todo, cuando me miro al espejo. Soy tan flaca y desgarbada… ¡Tengo diecisiete años y parezco una niña de trece! Por si fuera poco, tengo la personalidad de una roca. Si fuera ingeniosa como Martina Székely o graciosa como Carmen Miranda, al menos haría reír a la gente. Nadie jamás ha mostrado interés en mí. Nadie… hasta hoy: Susana Strossner ha sido muy amable. Es la primera persona que me ha preguntado algo acerca de mí. Me preguntó cuál era mi asignatura favorita, y también me dijo que tenía bonitos ojos. ¡Si supiera cuan feliz me hizo con tan pequeños detalles! Incluso me dijo que ella podía enseñarme a peinarme para realzar mis rizos. Me ha hecho mucha ilusión conocerla. Me parece increíble que una chica tan hermosa y elegante haya sentido curiosidad por mí. Tal vez si llego a ser amiga de Susana Strossner pueda contagiarme un poco de su belleza y donaire. Ahora me voy a dormir… pensando, como siempre, en Giovanni Rossi.
Domingo 2 de noviembre de 1879
Querido diario:
Han pasado muchas cosas desde la última vez que escribí en tus páginas. Demasiadas. En realidad, son tantas que no sé ni por dónde empezar. Estoy muy confundida, pero también feliz. Al menos creo estarlo. Tengo que estarlo. El viernes, después que me fui a dormir. Carmen y Martina hicieron un escándalo espantoso en la habitación de la última y por ende fueron castigadas. La señorita Krumlauf las dejó encerradas todo el fin de semana y yo tuve que mudarme temporalmente a otra habitación. Según me enteré, Martina dijo que había visto al demonio y que su crucifijo estaba cubierto de sangre. Debía tratarse de alguna broma pues, aunque algunas chicas dicen que ya se le zafó un tornillo definitivamente, a mí ella me parece todo menos loca. En fin, con el traslado al otro cuarto, se me olvidó llevarte conmigo y tengo mucho que escribir. Espero que Carmen no te haya encontrado, ni leído lo que escribí de Giovanni el viernes. ¡Nadie puede enterarse de lo que siento por él!
Bueno, pues, me pusieron en la pequeña habitación rosa del tercer piso el sábado en la mañana. Puse un par de vestidos en el armario y bajé a desayunar. Me decepcionó mucho no encontrar a Susana allá en el comedor junto con las demás alumnas, pero la señorita Ricci dijo que su estado de salud es muy delicado y por ello debe tomar sus alimentos en cama. ¡Nunca me lo habría imaginado! Susana parece ser una chica llena de vitalidad. Pobrecita. Enterarme de eso me ha hecho sentir muy mal, pues me demuestra que a veces las personas que parecen ser más privilegiadas también pueden tener grandes problemas. De todas formas, me parece admirable que Susana sea tan animada estando enferma. Después del desayuno quise ir a visitarla a su habitación y llevarle algún libro para que se entretuviera, pero recordé que todos mis libros estaban en mi habitación con Carmen, bajo llave. Decidí ir de todas formas y brindarle un poco de compañía, aunque no quería molestarla. Cuando llegué a su habitación, Susana se sobresaltó, pero inmediatamente sonrió y me invitó a pasar. En cuanto entré, advertí que tenía un pequeño vendaje en la frente y le pregunté qué le había pasado. Me dijo que se había golpeado cuando trataba de bajar un libro de la parte superior del armario.
Al parecer, su cofrecito de las joyas le había caído encima al tirar del libro pues estaba encima de él. Aunque estaba muy fatigada, Susana se mostró muy contenta de verme y me pidió que me acercara a abrazarla. ¡Qué chica más dulce! Estaba acostada en la cama y tenía puesta la bata más bonita que haya visto. Era roja, del color de su pelo, y tenía finos brocados de hilo de plata y oro. Se veía preciosa, aún más guapa que Regina cuando está acicalada para un banquete. Me hizo espacio para que me sentara a su lado en la cama y le pregunté si había desayunado bien, a lo que respondió que prácticamente no había podido probar bocado desde que había llegado a Sainte-Marie. Le pregunté si la comida no era de su agrado pero ella sonrió diciendo que le parecía más que apetitosa. Asumí que su enfermedad no le había permitido comer como es debido. A diferencia de Regina, Susana me trató con cariño y respeto durante toda la visita que le hice. Me contó que sus padres han ido a América a comprar algunas propiedades mientras ella se educa en Sainte-Marie. No pude menos que asombrarme de que una chica tan refinada piense que necesita más educación de la que ya posee. Habla un francés exquisito y dice cosas fascinantes; se nota que ha sido ampliamente instruida, mucho más que cualquiera de nosotras. Me contó también que vino desde Polonia, en donde había vivido largo tiempo, aunque ha viajado muchísimo.
Me dijo que aún se hallaba muy débil para levantarse de la cama, pero me prometió que en cuanto pudiera hacerlo me dejaría probarme sus joyas y me haría un bonito peinado. Me invitó a que volviese a visitarla en la noche y, cuando me despedía para no incomodarla más, me detuvo. Me preguntó si había visto a Martina y le conté del castigo que les habían dado a ella y a Carmen.
—¡No es suficiente! —exclamó, y me pareció ver que sus ojos brillaban con ira. Sin embargo, su expresión se suavizó y dijo que Carmen y Martina habían sido muy antipáticas con ella y que le parecía de muy mal gusto que Carmen se hubiese burlado de forma tan cruel de un pobre muchacho enamorado. Estuve de acuerdo con ella. Giovanni Rossi se merece los más exquisitos poemas de amor. Me sentí tan en confianza con Susana que estuve a punto de contarle acerca de mis sentimientos por Giovanni, pero me contuve. Habría sido muy triste para mí que Susana se burlara de mis tontas fantasías. Me despedí de ella y fui a mi habitación provisional. Luego fui donde Regina y le conté que había visitado a Susana. Regina me reprendió por no haberla invitado, pero yo estaba contenta de haber ido sin ella porque siempre domina la conversación y me opaca. En cambio, yendo sola donde Susana, había pasado un rato sumamente agradable. No quise contarle a Regina que iba a volver a ver a Susana en la noche. Creo que Regina se puso celosa de mi visita porque se peinó muy bien y dijo que ella también iba a ver a Susana. Pensé en acompañarla, pero me lo prohibió. No me importó. Sabía que iría a visitarla en la noche, y eso bastaba.
En la tarde hice mis deberes y luego cenamos todas juntas. Las chicas estaban decepcionadas de no haber tenido la oportunidad de charlar más con Susana desde la noche anterior, pero la señorita Ricci dijo que nadie debía molestarla. Regina me contó que había ido a verla, pero que Susana la había despedido muy pronto porque se sentía mal. No dijo nada de haber sido invitada a visitarla en la noche, lo que me puso muy contenta. De todas las chicas de Sainte-Marie, Susana parecía preferirme a mí. Me sentí tan, tan afortunada… Me alegré de haber sacado mi vestido amarillo del armario para ponérmelo en la noche. ¡No quería desentonar tanto con su belleza! Mientras las demás alumnas estaban reunidas en el salón escuchando a la señorita Krumlauf tocar el piano (Regina cantaba peor que nunca, por cierto), me escabullí a cambiarme y me dispuse a volver a la habitación de Susana. Cuando entré a sus aposentos, la encontré de pie junto a la ventana.
—¿Qué hermosa es la noche, verdad? —me comentó. A mí me parecía que estaba haciendo un tiempo horrible, pero jamás habría sido capaz de contradecirla. Le dije que la noche estaba hermosa y ella rio. Me invitó a mirar con ella por la ventana y me le uní. De repente, vi algo moverse entre las sombras en el bosque. En ese instante, me pareció escuchar a Susana decir por lo bajo:
—Ahí está el maldito amante de Martina Székely.
Yo habría podido jurar que la escuché decir exactamente eso. Le pregunté qué era lo que había dicho, y respondió:
—He dicho que… me pregunto si Giovanni Rossi también habrá sido amante de Martina Székely.
Cuando Susana mencionó el nombre de mi amor ligado al de otra persona se me asomaron las lágrimas a los ojos. Después de todo, Carmen había dicho durante el desayuno del viernes que Giovanni estaba enamorado de Martina. ¿Sería cierto? ¿Sería Giovanni uno de esos hombres que enamoran a cuanta mujer bella se encuentran? Sentí muchos celos de Martina. Ya había superado que Giovanni le hiciera la corte a Regina, y lo de Carmen había quedado en el pasado. Pero la posibilidad de que Giovanni esté enamorado de Martina es espantosa. Ella, en el fondo, me parece no sólo muchísimo más guapa que Regina sino brillante. Es una chica única. Mis celos fueron tales que no pude disimular ante Susana. Me preguntó qué me pasaba y yo, como una idiota, comencé a llorar descontroladamente. Tuve que contárselo todo a Susana, necesitaba confiarle mi secreto a alguien. No me equivoqué: es la chica más dulce que he conocido. Me dijo que Giovanni era un necio por no haberse enamorado de mí y que iba a compartir un secreto conmigo. Me dijo que sabía cómo hacer que cualquier chico se enamorara de ella y que quería enseñarme a hacerlo. Yo no pude evitar reír. Susana es una mujer demasiado bella como para que ningún hombre pueda resistírsele y lo raro sería que hubiese alguno que no estuviera postrado a sus pies. Se lo dije y me pareció que su mirada ardía. Entonces se puso muy seria y me hizo sentarme a su lado en el diván. Se tardó unos segundos en hablar y al fin dijo que ella había heredado de sus antepasados una fórmula infalible para ser bella para siempre. Se levantó del diván y, quitándose la llave que lleva al cuello, abrió uno de los tres cofres que hay en su habitación. De él sacó una botella de apariencia muy antigua y me dijo que en ella se encerraba el secreto de la eterna belleza. El cristal era transparente y pude ver que el líquido que contenía era de color granate, como el pelo y los ojos de Susana. Le pregunté si era vino y ella simplemente destapó la botella y bebió un trago. Acto seguido me la extendió pero, antes que yo pudiese tocarla, volvió a retirarla diciendo:
—Amalia, yo no comparto mis secretos con alguien que no me inspire la más absoluta confianza. Yo creo que tú eres una muchacha buena y de fiar, pero este mundo está tan lleno de envidias e intrigas que no sé si sea demasiado prematuro para darte de beber del contenido de la botella. A mí no me interesaba si Susana de verdad tenía el elixir de la belleza en sus manos. Lo que me interesaba era que supiera que podía confiar en mí.
Me apresuré a asegurarle que podía contar con mi lealtad incondicional y que jamás la traicionaría, pero ella dijo que tendría que demostrárselo antes que me convidara de su elixir secreto.
—¿Qué puedo hacer por ti? —le pregunté.
—Por mí… no mucho. Creo que la verdadera pregunta es qué tanto estarías dispuesta a hacer por ser bella y deseada —respondió ella. Yo no entendía muy bien el significado de sus palabras, así que Susana prosiguió:
—Vivimos es un mundo cruel, pequeña. Las personas buenas sufren y las personas que menos se lo merecen son las más privilegiadas. Mira a Martina Székely, por ejemplo. A ella no le interesa Giovanni y, sin embargo, según su mejor amiga, él la ama. La vida es injusta. A veces tenemos que aprender de la forma más dura. Y otras veces tenemos que hacer cosas que… bueno, cosas que tal vez otros no entenderían, pero que son necesarias para que podamos ser felices. ¿Tú quieres ser feliz, Amalia? —preguntó.
Yo le dije que sí, que lo que más deseaba era ser feliz. Entonces volvió a preguntarme qué tanto estaría dispuesta a hacer por mi felicidad. Le dije que haría lo que fuera por serlo. Entonces Susana me hizo una pregunta muy rara:
—Amalia… ¿alguna vez has estado desnuda con un hombre?
Su pregunta me desconcertó tanto que no pude contestar. Sentí mucha vergüenza. Nadie me había preguntado una cosa así. Susana volvió a sentarse a mi lado y me besó en la mejilla, pasando un brazo por encima de mis hombros.
—Eres una niña muy inocente, Amalia —dijo—. Y aunque esa es una cualidad verdaderamente encantadora… es también tu mayor problema.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—¿Has vivido en este internado la mayor parte de tu vida, verdad? —preguntó ella.
Yo asentí, y Susana continuó:
—Se te nota, pequeña. Casi que han logrado transformarte en una religiosa… y a los hombres no les gustan las mujeres así. A los hombres les gustan las mujeres que… saben ser mujeres. El recato y el pudor no van a llevarte a ningún lado. ¿Qué crees que ha impedido que Giovanni se fije en ti?
—Que no tengo nada llamativo. Soy una chiquilla insignificante —dije.
—Eso es sólo porque tú quieres que sea así —me dijo. Yo le dije que no, que yo no lo quería así, que haría hasta lo imposible por dejar de serlo.
Entonces Susana dijo que debía empezar por estar desnuda con un hombre. Yo me quedé muda, y ella clavó sus ojos en mí.
—¿Te da miedo? —preguntó.
La idea me espantaba, pero no se lo dije. Contesté que nunca antes había pensado en algo así, y no era mentira.
—No tienes por qué mentirme, Amalia —dijo Susana—. Sé que sí te da miedo. Pero no debes temer. Créeme. Es como… una aventura. Una vez hayas estado desnuda con un hombre, tu vida cambiará por completo. Serás feliz. Sobre todo, si lo haces con el hombre que yo escoja para ti.
—¿Cómo? —pregunté. Sentía que iba a llorar otra vez, pero no quería que Susana pensara que yo era una niña tonta e inexperta. Quería que me considerara digna de su amistad.
—Es menester que sigas mi consejo, Amalia. Si fueras capaz de hacerlo, sería para mí la mayor prueba de amistad que podrías darme. Tienes que convertirte en una mujer de verdad y dejar de ser una niña inútil. Así podré confiar en tu lealtad, la lealtad que sólo una mujer puede ofrecer. Las niñas son necias y asustadizas. Eso me aburre. Dime, Amalia, ¿nunca has querido hacer algo diferente? ¿Lanzarte al vacío? ¿Tomar tus propias decisiones? Debe ser horrible haber vivido toda una vida siguiendo las indicaciones de la señorita Ricci y de Regina Bailey… Pero yo presiento que dentro de ti hay una mujer maravillosa que pugna por salir. Por ejemplo, yo jamás sostendría esta conversación con otra chica de Sainte-Marie. Tú eres única, diferente a las demás. Quiero mucho ser tu amiga. Quiero poder confiar en ti. Pero sólo podré hacerlo una vez estés con un hombre. Así seremos iguales y… podré contarte todos mis secretos. De lo contrario, sentiré que estoy con una mojigata y no podría sentirme en confianza. ¿Me comprendes?
Claro que sí la comprendía. Yo sabía que era de por sí un milagro que Susana me prefiriese a las demás. No quería perder la oportunidad de tener una amiga de verdad. La idea de estar desnuda con un hombre me horrorizaba, pero no había mentido: habría hecho lo que fuera por ser feliz. Y para mí ser feliz significaba ser amiga de Susana. Muchísimo más que ser bella o que Giovanni Rossi se fijase algún día en mí. Quería tener una amiga que me viese como su igual… tener una relación de amistad como la de Carmen y Martina.
—Entonces, Amalia… ¿lo harás? —preguntó Susana. Yo le pregunté si eso no sería un pecado y ella rio desenfrenadamente.
—¡No me digas que crees que tus compañeras son vírgenes! —dijo.
—¿No lo son? —le pregunté.
—Yo en definitiva no lo soy —dijo ella—. He estado con tantos hombres que ya perdí la cuenta. Y eso me hace infinitamente más deseable. Es eso lo que me ha dado tanta seguridad en mi comportamiento con ellos.
Susana pasó los dedos por el escote de su bata y agregó:
—Dime con toda sinceridad, Amalia: ¿puedes ver lo que un hombre encuentra deseable en mí?
Yo me quedé viéndola y en ese momento sentí miedo. No es que no la encontrara hermosa, pero me intimidaba por encima de cualquier otra cosa.
—Sí —contesté—. Entiendo por qué cualquier hombre perdería su cabeza por ti.
—Si tan sólo supieras cuántos lo han hecho… Enloquecer por mí, digo. Y esa puede ser tu suerte… Me refiero a que tú también puedes hacerlos enloquecer de pasión, por supuesto. Sólo necesito que hagas ese pequeño sacrificio por mí. No es mucho pedir, Amalia. Aunque no lo creas, yo también me siento sola. No tengo una buena amiga con la que pueda contar en las buenas y en las malas… y yo quiero que esa amiga seas tú. Lo deseo con todo mi corazón. ¿Qué dices, pequeña?
Al decir eso, me extendió sus brazos mirándome a los ojos con dulzura, y luego me dio un tierno abrazo. Yo sentí, por primera vez, que alguien me quería. ¿Cómo podría haberme negado a hacer lo que me pedía? Yo también quería ser su amiga, con todo mi corazón.
—Haré lo que me pidas —le dije, mientras me estrechaba en sus brazos. No sabía por qué, pero los ojos me lloraban solos.
—¿Me das tu palabra? —preguntó.
—Sí. Te doy mi palabra —le dije.
Entonces Susana se levantó y tomó un cuchillito de cobre que estaba sobre su mesa de noche.
—Vamos a sellar nuestra amistad con un pacto, Amalia.
Yo le pregunté cómo íbamos a hacerlo, aunque ya sospechaba lo que tenía en mente.
—Con un pacto de sangre, por supuesto —dijo—. Dame tu mano.
Yo le di mi mano aunque estaba temblando. Quise ocultar el miedo que sentía pues me daba mucha vergüenza ser tan cobarde ante ella, pero ella fue muy dulce.
—Estás muy nerviosa, Amalia. No temas. Cuando hay cariño de verdad, el dolor se pasa muy rápido —dijo, e inmediatamente me hizo una pequeña incisión en la palma de la mano.
Antes que yo pudiese reaccionar al dolor, Susana ya estaba recogiendo mi sangre dentro de la botella de vidrio. Acto seguido, me besó la herida y me dobló los dedos hacia dentro, haciendo que mi mano quedase cerrada en un puño. Me pareció ver que sus ojos se ponían ligeramente amarillos. Entonces Susana se hizo una cortada en la palma de la mano, y me la extendió.
—Bésala y bebe mi sangre —dijo.
Yo no quería hacerlo pero lo último que deseaba era ofenderla, así que, haciendo un enorme esfuerzo, me acerqué para tocar su herida con mis labios. Traté de hacer como que bebía, pero Susana me descubrió.
—¿Qué esperas Amalia? Yo he bebido tu sangre —dijo.
Tenía que ser justa con ella. Tomé su palma y succioné la sangre que brotaba de ella.
Susana rio y se puso de pie.
—¡Fantástico! —dijo—. Ahora somos hermanas de sangre. ¿No te parece maravilloso?
Yo asentí y traté de sonreír, pero me sentía un poco mareada.
—Ahora debemos discutir los detalles del pacto que has hecho conmigo —dijo—. Nadie, por ningún motivo, debe enterarse jamás de esto… ni de lo que vamos a hacer. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —le dije, sintiéndome aliviada.
—Magnífico. Entonces, esta será la noche en que estés por primera vez con un hombre —dijo.
—¿Esta noche? ¿Esta misma noche? —pregunté, aterrada.
—No querrás decirme que después de todo esto vas a faltar a tu palabra, Amalia, ¿o sí? ¡Creí que eras mi amiga! —dijo Susana.
—¡Claro que soy tu amiga! ¡Soy tu amiga ahora y para siempre, Susana! Lo haré cuando tú digas —respondí, aunque quería salir huyendo de allí a toda velocidad.
—¿Dónde está tu habitación? —me preguntó. Le indiqué cómo llegar a ella, y entonces dijo que lo dejara todo en sus manos. Le pregunté qué quería decir con eso y ella sólo respondió:
—Deja la puerta de tu habitación entreabierta antes de irte a dormir. Del resto me encargaré yo.
Para ese momento ya estaba sintiéndome muy extraña. La cabeza me daba vueltas y pensé que iba a desmayarme. Susana debe haberse dado cuenta, porque rio un poco y me despidió. Yo me apresuré a llegar a la habitación rosa tan pronto como pude y apenas si logré alcanzar el lecho antes de caer presa del más intenso sopor. Antes de contar hasta tres, ya estaba dormida. Lo que ocurrió a continuación lo recuerdo como si fuera un sueño y no podría asegurar qué partes del relato son fidedignas. Creo haber entreabierto los ojos en algún momento de la noche cuando afuera caían rayos y se escuchaba el rumor del trueno. Me pareció distinguir dos figuras al pie de mi cama, una era la de Susana y la otra era la de un hombre.
—¿Es esta? —preguntó la voz masculina.
—Sí. Esta es —dijo ella.
—Quítale el vestido —dijo él.
Yo no tenía ningún control sobre mí misma. En un momento dado, sentí que ya no tenía ninguna ropa puesta y fui consciente de mi desnudez. Quise taparme con algo pero no podía moverme. Entonces lo sentí sobre mí. Era muy pesado aunque flaco y huesudo. Respiraba encima de mi cara y tenía un aliento nauseabundo. Deseé zafarme con toda mi alma: los músculos no me obedecían… no pude ni siquiera gritar. Fue cuando vi sus ojos mirándome directamente. Juro nunca haber visto una mirada tan sucia y viciosa, tan inconmensurablemente malvada. Esos ojos eran dos pozos que llevaban directamente al infierno.
Debo haber perdido el conocimiento a causa del miedo. Cuando desperté, estaba desnuda y adolorida. Me levanté de la cama con mucha dificultad. Había cumplido con mi parte del trato. Tuve muchas ganas de sentarme a llorar, pero me dije que no valía la pena hacerlo por algo que ya había pasado. Si estar con un hombre era algo tan horrible, al menos podía consolarme con el hecho de que no había faltado a mi promesa y ahora Susana y yo podríamos ser las mejores amigas. No sabía quién era el hombre que Susana había llevado a mi habitación y nunca quería averiguarlo. Deseaba olvidar todo lo que había ocurrido y pensar solamente en el juramento de amistad de Susana. Ahora ella había comprobado que podía confiar en mí. ¿Cómo no estar feliz? Pude demostrar que no soy una niña remilgada sino una mujer valiente. Nunca había hecho algo tan doloroso… y lo hice por lealtad. Para demostrarnos a Susana y a mí misma que no soy una persona que se acobarda cuando de cumplir con sus promesas se trata. Ahora soy digna de su amistad.
Cuando bajé a desayunar esta mañana, no quise hablar con nadie y mucho menos con Regina. Me senté sola en el extremo de una de las bancas y tomé mi leche en silencio. Sentí náuseas con el primer trago, pero me obligué a bebería de todas formas. Los panecillos me supieron muy mal; estaban demasiado secos. Tenía deseos de algo diferente, pero no sabía de qué. Me apresuré a levantarme de la mesa pues tenía muchos deseos de ir a ver a Susana. Quería oír de sus labios lo orgullosa que estaba de mí y dar comienzo a una nueva etapa de mi vida. Por fin iba a tener una amiga de verdad. Aunque me costaba caminar, hice un esfuerzo por hacerlo erguida y no demostrar nada del dolor que estaba sintiendo en el cuerpo o el alma.
Subí a la habitación de Susana y encontré que ya no tenía la gasa en la frente. ¡Qué hermosa estaba! Se había puesto un vestido carmesí y el pelo color granate le caía sobre los hombros y la espalda, moviéndose en armonía con ella. Esta oscura mañana Susana estaba en verdad resplandeciente, tenía los labios rojos y las mejillas sonrosadas. En cuanto me vio, corrió a abrazarme y me dio un pequeño beso sobre los labios diciendo:
—¡Amalia! Querida Amalia, lo hiciste. ¡Eres una mujer! Tenemos que celebrarlo.
Yo sonreí y Susana me acarició el rostro con dulzura, pero me hizo estremecer con sus palabras en vez de reconfortarme:
—Verás como cada vez se pone mejor. ¡Esto es sólo el comienzo!
—¿Qué se pone mejor? —le pregunté, asustada.
—Lo que hiciste anoche, por supuesto.
—Susana, yo… nunca quiero repetir ese acto. Lo que pasó quisiera olvidarlo —le dije, bajando la mirada.
—¿Olvidarlo? Pero, querida, ¡si lo volviste loco! Lo sedujiste, Amalia, como una mujer de mundo. Ese hombre partió de tus brazos satisfecho y deseando más de la miel que le diste a probar.
No podía creer lo que Susana me estaba diciendo.
—Perdona, Susana, pero yo… —comencé a decir.
—Lo vi todo, Amalia. ¡Cuán maravilloso fue tu primer encuentro con un hombre! Eres una encantadora de hombres innata… como yo —dijo.
—¿De veras? —pregunté, balbuciendo.
—Por supuesto que sí, querida. No todas las mujeres nacen con el don de proporcionar un placer tan inmenso como el que tú le diste a él anoche.
Casi quise preguntarle a Susana quién era «él» pero decidí que sería mejor no saberlo. El recuerdo de su existencia me producía náuseas, y no quería que Susana se diese cuenta de ello. Además, Susana estaba diciéndome que, de alguna forma, yo era como ella. Y no había nada más hermoso que pudiera haberme dicho.
—Ahora, Amalia —prosiguió— es hora de que yo cumpla con mi parte del trato. Voy a hacerte bella.
Susana tomó la botella. La destapó y, aireándola un poco, me la extendió:
—Has demostrado ser digna de mi elixir de la belleza, Amalia de Piñérez. Puedes beber. El efecto no es inmediato, por supuesto. Tendrás que darle algo de tiempo y hacer algunas cosas que ya te explicaré, nada demasiado complicado. Ya las llevarás a cabo instintivamente.
Estaba tan agobiada por todo lo que había vivido que no quise indagar más. Tomé la botella y me la acerqué a los labios. Cuando ya iba a tomar un sorbo, el hedor que salía de ella me detuvo.
—¿Qué es esto, Susana? —le pregunté sorprendida. Nunca había olido algo tan desagradable.
—Belleza —dijo ella.
Jamás pensé que la belleza pudiese oler así. Aguantando la respiración, bebí un trago de su contenido y lo pasé tan rápidamente como pude.
—Verás la hermosura en la que te convertirás, Amalia. Serás la envidia de todo Sainte-Marie. Regina Bailey palidecerá a tu lado y… Giovanni Rossi tendrá que rogarte para que te fijes en él.
Pensé que esas palabras me llenarían de dicha, pero no fue así. Lo único que quería era que Susana me quisiera. De nuevo me sentí mareada y ella me despachó a mi habitación, aconsejándome tomar una siesta:
—Necesitas dormir, querida mía. Hoy me siento bien, así que bajaré al salón en la tarde. Nos veremos allí.
Yo volví a la habitación rosa y caí profundamente dormida en cuanto me acosté. Tuve sueños espantosos, sueños del hombre que me había visitado la noche anterior. Él me tocaba y yo no quería que lo hiciera, me obligaba a quitarme la ropa y me hacía daño. Desperté muy desorientada. Afuera caía una tempestad horrible y me levanté tambaleándome. Recordé la botella misteriosa de la que había bebido y me pregunté si ya me habría puesto más bella. Tomé mi pequeño espejo de mano y me senté en el tocador después de encender una vela. Pero cuando elevé el espejo a la altura de mi rostro, se quebró sin que yo hubiera hecho nada. Aterrorizada, me puse de pie de un salto y corrí a la habitación de Susana. Algo muy raro estaba ocurriéndome; necesitaba preguntarle qué era con urgencia. Susana no estaba allí. Me acerqué a su tocador y, cuando me miré en el espejo, en vez de verme a mí misma vi a Susana. Pero no era la Susana que yo conocía, era una Susana transfigurada. Tenía los ojos amarillos y una sonrisa salvaje que enseñaba dos largos colmillos. Me asusté tanto que tomé lo primero que encontré a la mano y lo lancé contra el espejo con todas mis fuerzas. Entonces me di cuenta de que había hecho algo desastroso. No sólo había roto el espejo de Susana en mil pedazos sino que también había quebrado su botella transparente, derramando el contenido sobre el tocador y la alfombra.
Tomé la esponja de baño de Susana y limpié el líquido en cuanto me fue posible. Luego tomé un chai que estaba tirado sobre el diván y lo extendí sobre el espejo, tapándolo. ¿Qué pensaría Susana? ¿Podría perdonarme algo tan horrible? Pensé en huir de su habitación y negar que hubiese tenido algo que ver con lo ocurrido pero me senté a esperarla en el diván. Si de verdad íbamos a ser las mejores amigas, debía ser honesta con ella y contarle lo que me estaba pasando.
Susana se tardó un largo rato en llegar. Yo había estado llorando sin parar y me sobresalté cuando abrió la puerta. No pude evitar correr a sus brazos y contarle todo entre sollozos. ¡Pero Susana es una chica tan buena! Se limitó a abrazarme y a decirme que todo iba a estar bien. Me tranquilizó y me dijo que en cuanto me hubiera alimentado de verdad todo tendría sentido para mí. No sé cómo supo que ni siquiera había merendado; debía notárseme lo débil que me sentía. También me reiteró su amistad y me besó en ambas mejillas, secándome las lágrimas:
—Verás cómo todo esto que ahora te parece tan raro se desvanecerá dándole paso a la verdadera felicidad. Vas a ser dichosa, Amalia —dijo. Luego se ofreció a acompañarme a mi habitación, pero yo le recordé que tenía que volver a la habitación donde ahora estoy escribiendo. Entonces Susana me dijo que sería mejor que nos viésemos mañana, porque no soporta a Carmen. Me recordó que a veces se siente muy enferma y que, por lo tanto, es posible que no vaya a clases, pero me hizo prometerle que iría a verla de no tener ella las fuerzas de bajar a reunirse con el resto de nosotras en la mañana. Me dijo que debíamos mantener en la más absoluta confidencialidad todo lo que habíamos vivido juntas durante el fin de semana. Yo me sentí aliviada y feliz. No quiero que nadie sepa todo lo que he hecho, pero mi corazón está lleno de alegría de pensar que tengo una amiga que me quiere realmente y con quien compartir los mayores secretos de mi vida.
Recogí las pocas cosas que tenía en la habitación rosa y me vine a dormir a la habitación que comparto con Carmen. Tal vez en algún momento del futuro Susana y yo podamos compartir un cuarto en Sainte-Marie. ¡Cuán feliz me haría eso! Ahora, querido diario, me voy a dormir, no sin antes volver a escribir unas palabras que estoy segura me seguirán llenando de regocijo mientras viva: por fin tengo una verdadera amiga.
—¡Carmen! Carmen, ¡despierta! —exclamé, sacudiéndola.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, espabilándose y sujetando su crucifijo.
—Carmen, he leído el diario de Amalia —le dije entre sollozos—. Aún no he visto las últimas páginas, pero necesito que te levantes ya mismo y lo leas tú también.
Carmen percibió mi urgencia y, sin pensarlo, me recibió el cuaderno de las manos. Frotándose los ojos, se incorporó en el lecho y se dispuso a leer el diario de Amalia.
«Juro que me vengaré, Susana Strossner. Lo juro», dije para mis adentros, mientras apretaba con fuerza el alféizar de la ventana. Fue entonces cuando le pedí a Dios que me permitiera darle muerte al vampyr, pasara lo que pasara. Miré al firmamento a través del cristal de la ventana, y supe que no descansaría hasta que así fuera. Lo que le habían hecho a Amalia de Piñérez no tenía perdón ni de Dios ni de nadie. Y yo me encargaría de que Susana Strossner pagara por todas y cada una de las lágrimas que por su culpa se hubieran derramado, no sólo en Sainte-Marie-des-Bois, sino por donde quiera que ella hubiese estado. En ese momento, vi un destello fugaz en el cielo. Amalia nos estaría acompañando.
Cuando Carmen estaba terminando de leer las páginas, tuve que encender otra vela. Aún no amanecía, y mi amiga y yo continuamos juntas con la lectura del diario de Amalia:
Lunes 3 de noviembre de 1879
No puedo creer lo que ha pasado. ¡Qué desdichada soy!
Esta mañana ha muerto Susana.
Sí. Lo escribo y aún no logro hacerme caer en la cuenta de que esa es la realidad. Mi amiga, mi única amiga ha muerto. No puedo contener las lágrimas mientras escribo. Ha sido un lobo. Un maldito lobo. Susana fue atacada mientras dormía. Nadie sabe cómo pudo entrar el lobo a nuestro edificio.
¡Ojalá hubiera sido yo a quién matara! Ahora estoy de nuevo sola en el mundo. Sola, sin una amiga de verdad y llevando a cuestas el espantoso secreto de los actos que cometí. Sólo tú puedes saber el dolor que me embarga, querido diario. Sólo tú.
Susana no será enterrada. La van a dejar en la cripta de Sainte-Marie. Se dice que su rostro ha quedado desfigurado. ¡Cuánto quisiera abrazaría! ¡Susana, mi hermosa Susana! Y pensar que sólo ayer les enseñaba a mis compañeras divertidos bailes de salón mientras yo dormía. He debido estar allí con ella para no privarme de su presencia en los que serían los últimos instantes de su vida. ¿Cómo puede haberme ocurrido esto? ¿Por qué me castiga Dios? Justo cuando había conseguido la amistad de alguien, ¡se la lleva para siempre!
No he podido probar bocado hoy. Me siento muy débil. Agradezco que hayan cancelado las clases porque no puedo hacer nada fuera de llorar. ¡Susana! ¡Mi querida Susana! Ojalá Dios me reúna contigo pronto. Con el pecado que llevo encima, no le veo mucho sentido a vivir si tú no estás aquí. Lunes 3 de noviembre de 1879, más tarde en la noche. No puedo dormir. He despertado sintiendo mucha hambre, pero no sé de qué. No me apetece la comida normal. Carmen no está en su cama, ¿adónde se habrá metido esta vez? Ah, no importa. Me tiene sin cuidado lo que ella y Martina hagan. Hoy en la tarde, durante la misa de Susana, Martina ha comenzado a reírse como una idiota y la señora Riedel se la ha llevado arrastrándola del brazo a su habitación. Allí la tienen encerrada sin alimentos. El capellán Molinari dice que puede tener peste de rabia, pero yo creo que se alegraba de la muerte de mi única amiga. Martina Székely es el demonio. Me alegra que tenga tanta hambre como yo.
Martes 4 de noviembre de 1879
Algo raro está pasando. Ahora resulta que a Martina se le ocurrió que a Susana no la ha matado ningún lobo sino que murió por su propia enfermedad. Al revisar la habitación de Susana, la señorita Ricci encontró debajo de la cama todas las comidas que le habían llevado el fin de semana… o al menos así lo creyó la señorita Ricci, porque yo sé que no es verdad. Susana estaba enferma, pero nunca se habría dejado morir de hambre voluntariamente. Todo debe ser obra de Carmen y Martina; ellas pueden haber escondido los alimentos allí para arruinar el buen nombre de Susana. ¡Incluso son muy capaces de haber puesto las ratas! ¿No les encantan los sapos?
Martina sigue en su habitación, pero ya no está encerrada. El doctor Goldberg la revisó y, según dice la señorita Ricci, no tiene peste de rabia… como ya lo suponía yo. Han dejado de buscar al tal merodeador de Sainte-Marie y al lobo. ¡Yo ni siquiera me había dado por enterada de que había un merodeador! No sé qué pasa en este internado de locos. ¡Qué hambre tengo, por Dios! Cada vez que trato de comer algo el estómago se me pega al espinazo y tengo que salir corriendo a vomitar. ¿Estaré enferma?
Miércoles 5 de noviembre de 1879
No he querido contarle a nadie cuan enferma me siento. Si el médico llegase a revisarme, todos podrían enterarse de que ya no soy casta. No podría soportar tal vergüenza en estos momentos de dolor. Extraño a Susana. ¿Dónde estás, amiga mía? A veces me parece como si Susana no hubiera muerto… Es como si estuviera conmigo todo el tiempo. Difícilmente soporto la compañía de las demás alumnas. Regina me dice que estoy actuando de forma extraña y sé que es verdad. La pócima de belleza de Susana no surtió efecto. Estoy más fea que nunca.
Viernes 7 de noviembre de 1879
Anoche tuve un sueño muy extraño. Soñé que estaba desnuda con otras chicas. Ellas venían a mí y me decían que era una de ellas. Entonces me daban de beber de una copa, y yo bebía hasta saciarme. El líquido era parecido al vino tinto, pero no sabía a vino. Estaba delicioso. Me levanté sintiéndome mejor que en mucho tiempo. Cuando me miré al espejo, noté que mis ojeras habían desaparecido. No tuve hambre cuando bajé a desayunar. Era como si lo que había bebido en los sueños me hubiese satisfecho por completo. Siento la presencia de Susana constantemente. Mañana le llevaré flores a la cripta. Domingo 9 de noviembre de 1879.
Esta mañana decidí confesarme con el capellán Molinari. Le dije que había estado desnuda con un hombre. Él no dijo nada por unos instantes. Ni siquiera se asomó a ver quién confesaba tan espantosa ofensa. Luego me dijo que de penitencia debía rezar dos rosarios y ofrecer la comunión por el perdón de mis pecados. Después me pasó algo muy raro durante la misa. Al recibir el cuerpo de Cristo sentí como si estuviera ardiendo en llamas por dentro. Comencé a llorar, pero no por el ardor sino por un dolor profundo que sentía en el corazón. Creo que tal vez Cristo me perdonó en parte. Seguiré tratando de cumplir con mis obligaciones religiosas. Tal vez algún día pueda ser redimida.
Lunes 17 de noviembre de 1879
Cada vez que recibo la comunión, me siento mejor. He podido tomar mis alimentos con regularidad. Me pregunto si tal vez Susana haya muerto de inanición. Como me sentía en los días pasados, yo también habría tirado mis alimentos debajo de la cama si me los hubieran llevado al cuarto. Gracias a Dios me estoy curando. ¿Será una enfermedad contagiosa? ¿Me la habrá transmitido Susana antes de morir? El cielo sigue nublado y no hemos visto el sol en mucho tiempo. Es extraño. Me he sentido más consolada en cuanto a la muerte de Susana. Ya no lloro tanto. Lloro más por lo que fui capaz de hacer. Espero que Dios pueda perdonarme.
Miércoles 26 de noviembre de 1879
Anoche tuve una pesadilla espantosa. Soñé que estaba sentada en mi cama y observaba a Carmen durmiendo en la suya. De repente, dentro del sueño, sentí hambre. Pero no quería comida. Me acercaba a Carmen y miraba su cuello. Podía ver su pulso suave reflejándose en el leve movimiento de la vena que lo surcaba, y sentí un deseo incomprensible de clavarle los dientes. ¡Tenía sed de su sangre! Era superior a mis fuerzas; tenía que hacerlo. Entonces Carmen se movió y el crucifijo que lleva al cuello quedó expuesto. Al verlo, fue como si los ojos se me estuvieran quemando. No pude reprimir un alarido de dolor y tuve que meterme dentro de mi cama, temblando. Desperté a la madrugada cuando Carmen ya había salido de su lecho. ¡Gracias a Dios fue sólo una pesadilla! Corrí a lavarme la cara y me alegré de no sentir ninguna quemazón con la comunión durante la misa. Pude desayunar normalmente. ¿Por qué habré soñado algo tan horrible?
Martes 2 de diciembre de 1879
He vuelto a tener la misma pesadilla que la semana pasada. Debo estar enloqueciendo. Evito cruzarme con Carmen en los pasillos y procuro quedarme dormida antes de que ella suba a la habitación. ¿Qué me pasa?
Miércoles 3 de diciembre de 1879
Anoche soñé con Susana. En el sueño escuchaba su voz llamándome desde la cripta. Yo abría la ventana y escuchaba sus lamentos. Susana gritaba que la habían encerrado viva en el ataúd. Yo cerraba la ventana y me tapaba los oídos pero no podía dejar de escucharla. Mi amiga aullaba con lo que parecía ser dolor infinito, pidiéndome que la sacara. No he podido comer nada en todo el día. No paro de pensar en las horribles pesadillas que estoy teniendo. No tengo a quién acudir y me siento más sola que nunca. Quisiera poder irme de Sainte-Marie. Lo que he vivido en este lugar no me permite tener un solo instante de paz. Cada ruido que oigo me sobresalta y ni siquiera Regina con todas sus frivolidades es capaz de distraerme. Me he encontrado mirando los cuellos de mis compañeras con frecuencia. Que Dios se apiade de mí. Creo que me estoy convirtiendo en un monstruo.
Sábado 13 de diciembre de 1879
He pensado en quitarme la vida. Ya no hallo otra salida. Anoche volví a soñar que Susana me llamaba a gritos. El dolor de sus gemidos era tan insoportable que fui hasta la cripta de la capilla.
A medida que me acercaba, los gritos se hacían aún más fuertes. Me quedé parada frente a su ataúd, preguntándome incluso dentro del mismo sueño si algo así podía ser posible. Susana me rogaba que levantara la tapa, pero habían puesto una pesada lápida sobre el ataúd. Yo le decía llorando que no podía hacerlo y ella me suplicaba que hiciese un esfuerzo; que se ahogaba allí adentro. Yo hice uso de todas mis fuerzas y al fin logré correr la lápida hasta la mitad. Pero luego sentí el impulso de salir corriendo a mi cuarto. Esta mañana los músculos me dolían como si de verdad hubiese hecho un gran esfuerzo físico.
Domingo 14 de diciembre de 1879
Los lamentos de Susana me han llevado de nuevo a la cripta. He terminado de correr la lápida de piedra. Susana me ordenó que abriese la tapa, pero yo tuve miedo. Salí corriendo de allí y regresé a mi habitación. Cuando desperté, Carmen aún dormía. Me lavé a toda prisa y bajé a desayunar pero no pude comer nada. No he sido capaz de ir a la cripta durante el día. Tengo miedo de que no haya sido un sueño.
Lunes 15 de diciembre de 1879
Lo he hecho. He abierto la tapa del ataúd de Susana. Estaba furiosa conmigo por no haberlo hecho la noche anterior. Me tomó de los hombros y me dirigió una mirada aterradora. Entonces vi como su rostro se transformaba en el mismo que había visto reflejado en el espejo de su habitación. Tenía largos colmillos afilados y ojos amarillos. No pude zafarme de su abrazo. Susana me clavó los colmillos en el cuello y bebió mi sangre como yo hubiese querido hacerlo con Carmen en mi sueño. Entonces saqué fuerzas de donde no las tenía y la empujé dentro del ataúd, cerrando la tapa sobre ella. Cuando desperté, aún tenía las heridas en el cuello. No ha sido un sueño, ¡nada ha sido un sueño! Esta noche misma me quitaré la vida. Mi única amiga me ha transformado en un monstruo… y ella también lo es. Un monstruo que bebe sangre humana. No tengo perdón de Dios.
Martes 16 de diciembre de 1879
He perdido mi voluntad. Susana ha hecho que deje la cama y abra nuevamente el ataúd. Una vez más ha bebido mi sangre. La he dejado fuera de su ataúd en la cripta y me he arrastrado hasta aquí. Estoy muy débil. Carmen no está en su cama esta noche. Me alegro por ella. Esta vez no habría resistido la tentación de alimentarme de su sangre. Pobres de mis compañeras. No han sabido de los dos monstruos que las han acompañado todo este tiempo. Me parece que sale el sol. Necesito cerrar los ojos…
Cuando Carmen y yo llegamos a la última página del diario de Amalia, también salía el sol. Amalia había fallecido la madrugada de ese día martes en nuestros brazos. Apagamos la vela y ambas nos quedamos dormidas con lágrimas en los ojos. Nadie vino a despertarnos en todo el día. El duelo por Amalia se sentía en cada rincón de Sainte-Marie. En la noche, bajamos a cenar con las demás alumnas. Regina tenía los ojos hinchados y la señorita Ricci estaba más silenciosa que nunca. Hubiese querido darle consuelo a alguna de las dos, pero no lo tenía ni para mí misma: el odio por Susana Strossner me consumía y no podía pensar en nada que no fuera salir a buscarla y darle muerte. Noté que mis compañeras no tenían hambre pero se obligaban a comer por miedo a que las enviaran a casa, o quizá para no correr con la misma suerte de Amalia.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —me preguntó Carmen.
—Encontrar al vampyr, Carmen. Encontrar al maldito vampyr.