LA HERENCIA
El día siguiente tuve una visita inesperada. La señorita Ricci me hizo llamar a su despacho durante la hora de clase de Aritmética. No sospechaba que me llamase por tal motivo; creí que iba a hablarme de lo rápido que se habían solucionado todos los problemas en Sainte-Marie, o que había cambiado de opinión en cuanto a mi comportamiento durante la misa y quería castigarme ahora que las cosas se habían calmado. Cuando llegué a su despacho, un hombre gordo y de bigotes poblados estaba sentado al otro lado de su escritorio.
—¡Señor Locke! —exclamé—. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Qué hace usted en Sainte-Marie?
El señor Locke se incorporó con dificultad de su sillón y, tomando mi mano, la estrechó.
—Querida señorita Székely, he venido en cuanto he podido. Necesito hablarle de… ciertos asuntos legales.
—Pueden pasar a la habitación contigua para que hablen en privado —dijo la señorita Ricci—. Le pediré a Natalie que les lleve la merienda y algo de beber. El señor Locke y yo le agradecimos y nos excusamos, dirigiéndonos a la otra habitación.
—Siéntese, señorita Székely —dijo el señor Locke—. Es menester que esté sentada cuando le diga lo que tengo que decirle.
Me puse muy inquieta. No quería escuchar malas noticias como que mi tío hubiese encontrado alguna forma de quedarse con la herencia de mis padres de forma temporal o definitiva. Me senté y miré al señor Locke con los ojos muy abiertos.
—Señorita Székely, no me mire así… me pone nervioso. Tiene los mismos ojos de su padre, llenos de… agudeza, si puede llamársele así.
—Si no quiere que lo ponga nervioso, debe darse prisa, señor Locke —dije, sonriendo—. Y no se preocupe, no soy tan impaciente como dicen que era mi padre. Sólo un poco. Me preocupa mi porvenir; usted comprenderá.
—Claro que sí. Bien, por dónde empezar… empezaré por el principio, ¿qué le parece? —preguntó.
—Empiece por el final mismo si así lo prefiere, pero empiece de una vez, señor Locke, ¡qué me va a dar un ataque de nervios!
—¿Ve cómo sí es impaciente como su padre? Por eso quería que estuviese sentada al recibir mi reporte. No dije nada más para no demorarlo.
—Continuaré, entonces… —dijo—. Finalmente he transferido la herencia de sus padres a su nombre. Inicié los trámites hace varios meses para que todo estuviese listo en su cumpleaños número dieciocho, como su padre lo dejó estipulado… a ver… Sí, aquí están sus papeles. Me mostró varios papeles llenos de cifras que no entendí.
—Señor Locke, no tengo idea de qué significan estos números —dije.
—Los primeros significan lo que tenían sus padres en el momento de morir, es decir, cuando su tío pasó a manejar sus propiedades… Y los últimos son lo que usted tiene en tiempo presente. Me quedé mirando la página con detenimiento.
—Lo siento, pero sigo sin entender. ¿Podría explicarme en qué situación me encuentro?
—Bueno… su padre le dejó una buena cantidad de dinero al morir y… bien… eso fue lo que su tío se gastó en los años que manejó su herencia. Por eso, las cifras del comienzo son tan altas… y las del final son prácticamente nulas.
Me quedé muda. Mi tío y su familia habían derrochado mi herencia. Eso me ponía en una situación bastante difícil. Aun así, yo sabía que la mayor parte de mi herencia estaba puesta en dos propiedades que mis padres habían cuidado con esmero a lo largo de sus vidas, y había pensado en mudarme a una de ellas cuando saliera de Sainte-Marie.
—Antes que continúe, dígame algo, señor Locke: las propiedades de mis padres… ¿están en buen estado? No han sido vendidas, ¿verdad?
El señor Locke bajó la mirada y dijo, como a regañadientes:
—Señorita Székely, es difícil para mí decirle esto, pero… sus familiares han administrado muy mal sus propiedades. Ambas están en terrible estado. No han sido vendidas porque la ley así lo ha prohibido… Sin embargo, han sido saqueadas.
Traté de no estar furiosa, pero lo estaba.
—Señor Locke, estoy tratando de guardar la compostura. Yo sé que nada de esto es su culpa… simplemente, no puedo creer que mi familia haya sido capaz de cometer actos tan viles.
—Hay más, señorita Székely.
—Dígamelo todo —pedí.
—Esto no es fácil de explicar.
—Dígamelo de todos modos.
—Bueno. Es que es un poco largo de exponer —dijo—. He logrado recuperar casi la totalidad del dinero que le deben. Afortunadamente, se me ocurrió hacerle firmar a su tío unos documentos antes de trasladarle el poder de su herencia cuando era usted tan pequeña. Estos estipulaban que él estaba legalmente obligado a reponerle cada centavo que tocara de su herencia al cumplir usted los dieciocho años, es decir, ahora. No podía creer lo que mis oídos escuchaban. La esperanza volvió a mí.
—Es decir que… ¿tengo casi todo mi dinero de nuevo? —pregunté.
—Sí, señorita Székely.
—¡Eso es fantástico, señor Locke! —exclamé, y no pude dejar de levantarme de mi silla y darle un abrazo. Así las propiedades estuviesen arruinadas, el dinero era suficiente como para cubrir los gastos de los arreglos sin pasar dificultades antes de poner las propiedades a producir.
—Gracias… gracias, señorita Székely. Espere, que aún no he terminado. —Al menos dejemos algo en claro: ¿soy independiente de mi familia? ¿Ya no tendré que pedir autorización para disponer de mis bienes?
—Esa es la cuestión, señorita Székely. No sólo es independiente de su familia… sino que su familia depende de usted.
—¿Cómo dice, señor Locke?
—Es por eso que no he podido recuperar todo su dinero. Sus primos y la señora de su tío han malgastado todas las riquezas que poseían y parte de las suyas a lo largo de los años… y ahora están en la ruina. Usted, en cambio… es inmensamente rica.
—¿Perdón?
Según las cifras que me había mostrado el señor Locke, tenía el dinero suficiente para vivir bien sin necesidad de buscar una plaza como institutriz al salir de Sainte-Marie, siempre y cuando administrara bien mi dinero y lograra restaurar las dos propiedades de mi padre. Por eso no entendía a qué se refería. Sí, me sentía inmensamente rica, pero me parecía extraño que el señor Locke, siendo abogado, se refiriese a mi pequeña fortuna en esos términos.
—Esta es la parte interesante del asunto, señorita Székely. Al morir su tía Verónika, su familia inició una larga disputa por sus bienes. Estos eran, en ese momento, el palacete de Pest y una moderada cantidad de dinero. Yo la he representado todo el tiempo que la disputa ha durado y he logrado que llegásemos a un acuerdo con su familia. He conseguido para usted el palacete y una pequeña porción del dinero. Están casi intactos pues sólo yo he tenido acceso a ellos. Algo del dinero, por supuesto, he tenido que invertirlo en el mantenimiento de la casa y… en cubrir mis honorarios —dijo, enrojeciendo un poco—. Sus familiares hace rato despilfarraron lo que habían recibido del acuerdo, que no era poco… pero eso no es lo importante. Según creíamos, su tía no había dejado ningún testamento, pues a mí jamás me entregó nada. Permítame contarle que estábamos muy, pero que muy equivocados. Su tía no tuvo el tiempo de entregármelo antes de morir, pero sí redactó un testamento bastante completo. Al parecer, lo había hecho firmar de un abogado provisional que vivía en Pest, quien murió intempestivamente de pulmonía un año antes que su tía falleciera.
»Parece ser que su tía Verónika jamás se enteró de esto, pues el testamento quedó perdido entre tantos documentos en lo profundo de un cajón durante varios años. Un día el hijo del buen hombre decidió abrir un bufete de abogados en el mismo lugar y, mientras realizaba la tarea de poner en orden el despacho, encontró el testamento de su tía Verónika. El joven abogado trató por todos los medios de localizarla sin éxito, hasta que se le ocurrió dejar un mensaje en el palacete con su nombre y la dirección del bufete. Como yo resido en París en la actualidad, voy a revisar su propiedad muy de vez en cuando y tardé mucho en encontrar la nota del abogado. En cuanto lo hice y pude reunirme con él, casi me voy de espaldas. He traído el testamento de su tía Verónika para leérselo. La autenticidad del documento ha sido ampliamente verificada, así que puede usted escuchar sin dudar de su contenido. He de informarle, antes que lo haga, que se lo he leído a su familia antes de venir aquí. Lo siento pero, a raíz de todas las disputas que he tenido con ellos, me han sido cada vez más antipáticos y no he podido evitar ir a Szentendre a restregarles nuestro triunfo en sus narices. Su tía sabía a quién le dejaba las cosas, gracias a Dios. Permítame leerle el testamento. Me agradecerá que haya insistido en que estuviese usted sentada.
Dicho esto, el señor Locke sacó un documento de su maletín. Aclarándose la garganta, leyó:
A todos mis familiares, y en especial a mi querida Martina:
En vista de mi avanzada edad, he pensado oportuno redactar un testamento en caso de que la vida me sorprenda repentinamente con un viaje hacia la vida eterna. Como ya os conozco, he decidido dejar las cosas en claro para proteger los intereses de la única persona de nuestra reducida familia que me quiere bien, la señorita Martina Székely.
He de aclarar, antes que nada, que este testamento es absolutamente irrevocable y es mi última voluntad que mis instrucciones se lleven a cabo al pie de la letra. Si sus condiciones no pueden cumplirse con exactitud, todo mi dinero y propiedades han de pasar de inmediato al orfanato de la ciudad de Buda, de cuyo fundador fui muy cercana amiga y cuyos cuidados para con los niños he podido verificar personalmente año tras año. He recibido recientemente de manos del abogado de la familia de mi difunto esposo una herencia tan inmensa que jamás pensé que fuese a ver tanta riqueza escriturada a mi nombre en toda mi vida. Según me he enterado, soy la heredera del único miembro de mi familia política que seguía con vida y este, siendo un pariente lejano, ni siquiera conoció a mi esposo. Dudo incluso que supiesen de la existencia el uno del otro. Me he encontrado, pues, siendo la poseedora de todos sus bienes materiales; bienes que voy a darme el gusto de enumerara continuación con la ayuda de mi abogado, por obvios motivos…
El señor Locke prosiguió con el recuento de cifras de dinero tan elevadas y tantas propiedades, que yo no podría haber repetido una quinta parte de ellas. Yo escuchaba limitándome a mirarlo con la más absoluta incredulidad. Nunca supe que mi tía Verónika hubiese sido tan rica, ni jamás dio ella muestras de serlo. Aunque jamás se privó de tener algo que necesitara o quisiera adquirir, siempre había vivido con sencillez. Al terminar de enumerar las cuantiosas posesiones que mi tía había heredado, el señor Locke me miró para verificar si aún lo seguía, y continuó:
Deseo que todos y cada uno de estos bienes pasen a manos de mi sobrina Martina Székely de inmediato si llego yo a dejar este mundo. Como mi sobrina tiende a compadecerse de los demás, deseo que el traspaso de estos bienes a su nombre excluya la posibilidad de que pueda transferir ninguna de las propiedades ni la más ínfima parte del dinero a ninguna otra persona de nuestra familia mientras ella viva. Dejo también a Martina Székely mi palacete de Pesty todo mi dinero, con las mismas condiciones arriba estipuladas.
Como sé que el resto de la familia haría hasta lo imposible por adueñarse de los bienes de Martina Székely, llegando incluso hasta lo innombrable, deseo que quede también aquí establecido que, en caso de que llegase Martina a reunirse conmigo en el más allá, cualquiera que fuese el motivo, todos los bienes de la herencia que he recibido de parte de mi familia política, así como el palacete de Pesty mi dinero, pasen a manos de los directivos del orfanato de la ciudad de Buda. Esta cláusula es permanente e inapelable. Sólo la descendencia directa de Martina Székely, si la tiene algún día, podrá recibirlo que ella haya heredado por medio de este testamento. De no tener descendencia, Martina Székely podrá redactar un testamento cuando cumpla los sesenta años de edad y disponer de los bienes heredados legándoselos a quien así le plazca, siempre y cuando esto excluya a los miembros de nuestra familia.
He dejado una suma aparte para cubrir los gastos de la administración de las propiedades y los honorarios de los abogados hasta que la señorita Martina Székely cumpla los dieciocho años en caso de que llegue yo a pasar a mejor vida antes que esto ocurra.
Sea todo esto cumplido con exactitud de acuerdo con las leyes de nuestro país.
Atentamente,
VERÓNIKA SZÉKELY,
Lunes 12 de diciembre de 1870
Ciudad de Pest.
—Y, por lo tanto, es usted, señorita Székely, como le decía, inmensamente rica —concluyó el señor Locke.
Como era de esperarse, quedé muda.
—¿Ha podido comprender las implicaciones del testamento de su tía, señorita Székely? —preguntó.
Yo asentí lentamente. Necesitaba que alguien me pellizcara, pues estaba segura de estar soñando y creía que iba a despertar en cualquier momento.
—¿Podría leerme el testamento de mi tía Verónika unas diez veces más, señor Locke, si no es mucha molestia? —le pedí.
El señor Locke rio y comenzó a releerme el testamento de mi tía. En ese momento golpearon a la puerta y entró Natalie con bebidas calientes y varios pasteles salados. El señor Locke miraba la comida con apetito pero yo no habría podido comer así me hubiesen obligado, así que le pedí que lo hiciese sin mí, mientras yo asimilaba las noticias que acababa de darme. El señor Locke engulló sendos pasteles con voracidad y tomó su bebida a grandes tragos mientras yo me embebía en mis pensamientos.
Era, de verdad, inmensamente rica. ¿Cómo había podido pasar esto de un día para otro? Hacía apenas un rato me preguntaba si podría disponer de lo que mis padres me habían dejado y ahora me preguntaba cómo iba a disponer de todo lo que mi tía Verónika me había legado.
—Señorita Székely —dijo el señor Locke interrumpiendo mis pensamientos— sé que es difícil asimilar de inmediato la novedad de todo lo que le he dicho. Debe estar anonadada. Sin embargo, es muy importante que le hable de algo más.
—Por favor, dígame que no hay más dinero ni propiedades de las que no me haya hablado. Júreme que, si las hay, se quedará con ellas y jamás me las mencionará.
El señor Locke rio con tanta fuerza que se atragantó con el café que estaba sorbiendo, pero al fin pudo continuar:
—¡Me recuerda tanto a su difunto padre, que descanse en paz! No, querida niña, es su familia de lo que tengo que hablarle.
—¡Ah!, bueno, ese tema sí me interesa muchísimo —dije—. Como sólo los conozco por lo que me contaba mi tía Verónika y una que otra visita que mi tío nos hizo en Pest, necesito que me cuente todo lo que sepa de ellos. Al parecer, mi tía Verónika los tuvo en el peor de los conceptos hasta el último de sus días, y según veo el caso es el mismo con usted. Dígame… ¿tan malos son?
—Quisiera decirle que no, pero no podría mentirle ni por compasión, porque estaría dañándola a usted. Los miembros de su familia que aún viven son, como lo descubrió su tía desde que murieron sus padres, de la peor calaña. De ellos, el menos malvado es su tío, pero no se queda atrás por mucho. Es un hombre que se ha dejado manipular por su esposa e hijos, y ha tratado de robarle cuanto ha podido. No se imagina, señorita Székely, cuánto he luchado por defender lo que le dejó su padre. Si no he renunciado a ser su abogado es por la gran estima que le tenía. Tener que entenderme con personas tan deshonestas y maliciosas ha sido el trabajo más difícil al que me he enfrentado en toda mi vida… —dijo, y metiéndose un enorme pedazo de pastel a la boca continuó—. De todos ellos, la peor es la esposa de su tío. Es una mujer pérfida que se vale de sus encantos para conseguir sus propósitos. No se la recomiendo en lo absoluto. En cuanto a sus primos… debe estar siempre en guardia. Son un par de vividores que no tienen ningún respeto consigo mismos ni nadie más. He visto los destrozos que le han ocasionado a las propiedades que su padre le dejó, y esto habría sido suficiente para deducir la clase de vida que llevan… si no hubiese escuchado ya varias historias de parte de personas que los conocen. Se aprovechan de quien pueden y cuando pueden, especialmente de mujeres incautas, pero no exclusivamente de ellas. Les gusta la buena vida en el peor sentido de la expresión, y hacen lo posible por vivirla segundo a segundo. No en vano lograron vaciar sus arcas, que eran generosas, en tan poco tiempo. Pues bien, el forzoso pago de la deuda que con usted tenían los ha dejado en la ruina, pues no esperaban tener que reponerle el dinero jamás… Y eso que les falta un buen pedazo.
—Señor Locke —dije—, ¿por qué no perdonarles la deuda y dejarles las propiedades para que las trabajen y hagan algo de dinero? No es que me inspiren simpatía después de lo que me ha contado, pero… si de verdad tengo tanto dinero, me gustaría regalarles el dinero de mi padre que usted recuperó. Mi tío es hermano de mi difunto padre y… bueno, me gustaría que tuviesen con qué vivir bien.
—Señorita Székely, con todo respeto… —dijo el señor Locke— sus familiares no moverían un dedo por pagar sus deudas así les transfiriese usted toda la herencia que acaba de recibir. No son personas de bien y no conocen la honradez. En cuanto a las propiedades de sus padres, le juro que no son dignos de haberlas pisado. Si viese el estado en que las han dejado… y si supiera con cuánto esmero su padre y madre cuidaron de ellas… Señorita Székely, sus primos han abusado de los trabajadores de las formas más crueles que pueda usted imaginar. Tanto, que la mayoría ha dejado sus pequeñas parcelas y ha huido del mismo miedo. Cuando vea personalmente lo que han hecho y escuche las historias de los paisanos, sé que llorará como yo lo hice. Por lo que más quiera, no les deje sus propiedades. Perdóneles lo que les queda de la deuda si no puede resistirse a hacerlo, pero no deje que gentes inocentes continúen sufriendo los maltratos de ese par de libertinos y su madre. Estaba muy sorprendida. Entendía que mi tía Verónika hubiese sido tan contundente en su decisión de no dejarles un solo centavo. ¡Esas personas eran aborrecibles!
—Descuide, señor Locke. Puedo tolerar fácilmente a un despilfarrador, pero no a alguien que se aprovecha de la vulnerabilidad de sus empleados. Hágame un favor. Tome el dinero que recuperó de manos de mi familia y busque a los trabajadores que han sido maltratados por mis primos. Cuando los haya encontrado, pregúnteles cuánto dinero creen que podría indemnizarlos por los sufrimientos que mis primos les ocasionaron y entrégueles el doble de lo que le pidan. No importa cuánto sea. Es mi intención que todo ese dinero sea invertido exclusivamente en ello. Si ve que no piden lo suficiente como para que las arcas queden vacías, págueles el triple o el cuádruplo. ¿Haría eso por mí?
—¡Con el mayor de los gustos, señorita Székely! Es digna hija de su madre… —dijo el señor Locke con los ojos un poco aguados.
—En cuanto a sus honorarios… tome lo que considere conveniente y doble la cantidad. Quiero que sea usted quien continúe representándome legalmente, y será mucho trabajo. Confío en usted, y confío también en que sepa darse una paga generosa. No vaya a engañarme otorgándose menos de lo que se merece o de lo que cualquier otro abogado me robaría. Páguese como si me estuviera robando. Eso es lo que deseo. No tengo cómo recompensarle todos los esfuerzos por los que ha pasado a lo largo de estos años por mi causa.
—Pero, señorita Székely, yo… —dijo el señor Locke enrojeciendo.
—Usted será un hombre rico. Quiero que lo sea, señor Locke. Y por su sencillísimo vestido puedo darme cuenta de que aún no lo es… lo que no es más que otra confirmación de su honradez. Hágase rico, señor Locke. Hágase rico como se lo merece.
El señor Locke se quedó mirándome emocionado y esto me hizo sentir incómoda. No quería su agradecimiento sino darle lo justo que se merecía por ser un hombre tan bueno.
—Es una mujer maravillosa a pesar de su corta edad, señorita Székely. Y es el vivo retrato de su madre tanto por dentro como por fuera, aunque tiene los ojos de su padre. Señorita Székely, no quiero quedarme corto en advertencias en lo concerniente a su familia. Sé que, ahora que saben que existe, querrán adueñarse de su enorme fortuna. Voy a rogarle que no firme un solo papel de ahora en adelante sin que yo esté presente, a excepción de sus deberes de escuela… ¡Y no me extrañaría ver a uno de sus primos disfrazado de institutriz de Sainte-Marie con tal de arrancarle un pedazo de lo que posee! Sé como que me llamo Stuart Locke que no tardarán en aparecer en su vida de una u otra forma. Sea cual sea la forma en que lo hagan, guárdese de hacer absolutamente nada sin antes consultármelo… y prepárese a que mi consejo sea siempre que no haga nada cuando de ellos se trate. Cuando vea con sus propios ojos de lo que son capaces, comprenderá lo que le digo en profundidad. Mientras tanto, no se deje engañar con palabras dulces ni lagrimones. Recuerde que nadie la ha querido a usted tan mal como ellos —dijo el señor Locke, esperando una confirmación de mi parte.
—Le aseguro que no dispondré de nada sin antes consultarlo, y le juro que no firmaré ningún documento de ahora en adelante sin que usted lo haya revisado al derecho y al revés para asegurarse de que no proviene de ellos. ¿Quedará usted tranquilo? —pregunté.
—Sí, señorita Székely.
—Magnífico —dije—. Ahora, me gustaría saber si puedo hacer uso de mi dinero de inmediato.
—Primero, necesito que firme todos estos documentos que he traído para que pueda ser usted quien disponga de todo legalmente. Debe hacerse la dueña oficial de todo. Ya se los iré explicando uno por uno antes que los firme, pues es importante que se vaya familiarizando con todo el proceso que conlleva ser tan rica. Luego, yo registraré todos estos documentos en Budapest y donde quiera que estén situadas sus otras propiedades y fuentes de ingresos. En cuanto lo haya hecho, regresaré para que me diga dónde desea tener su dinero, cómo desea invertirlo y demás detalles. Mientras tanto, puedo dejarle parte del dinero de su padre que he recuperado. Ya he pagado a Sainte-Marie lo que se debe hasta completar el año lectivo, y ha quedado una buena suma que he pensado podría usted desear utilizar mientras vuelvo en un par de meses.
—Tome primero de ese dinero lo necesario para que pueda viajar bien y con comodidad. El resto sí voy a recibírselo gustosa. Hay gente a quien deseo dárselo de inmediato —dije.
—Será como usted diga.
Dicho eso, nos dispusimos a revisar todo lo que el señor Locke había traído y en eso se nos fue gran parte del día. Comimos mientras los firmábamos y así pasaron las horas. Para cuando terminamos, ya había caído la noche. La señorita Ricci llevó personalmente al señor Locke a la habitación de huéspedes después que nos despedimos con un fuerte apretón de manos que sellaría una sólida amistad. El señor Locke saldría temprano en la mañana y yo debía regresar a clases, así que no lo vería hasta que no regresara con todos los trámites legales puestos en orden. Había pensado en irme de Sainte-Marie en cuanto supe que podía hacerlo, pero pensé en lo sola que estaría sin Carmen y Marie, y decidí que esperaría hasta la graduación para marcharme de mi prisión provisional. Agradecí efusivamente a la señorita Ricci por su gran amabilidad la noche anterior y en el día que acababa de transcurrir, y corrí a la habitación de Carmen a contárselo todo. Como Amalia dormía en la cama de al lado, me la llevé casi arrastrándola hasta mi habitación.
—Pero, Martina, ¿qué te traes? ¡Cada día te ocurre una cosa más loca que la otra! ¿Quién ha venido hoy, que te han sacado de clase? —preguntó, cuando ya llegábamos a mi puerta.
—Carmen, siéntate. Tengo una noticia muy importante que darte —le dije cuando ya estuvimos adentro y hube encendido la vela.
—Apúrate, Martina, que me matas del suspenso. No he podido estudiar en toda la tarde preguntándome qué estabas haciendo y con quién.
—Señorita Miranda —dije—, somos impresionante, indecible, increíble, colosal, grandiosa e inmensamente… ricas.
Como Carmen no reaccionaba, lo repetí:
—¡Somos desmedidamente ricas! Tan ricas que nunca hemos conocido a nadie más rico. Tan ricas que podríamos comprar Valais. Tan ricas que podríamos regalar el noventa por ciento de lo que tenemos y aún seguiríamos siendo fenomenalmente ricas.
Como mi amiga seguía sin hablar y sólo atinó a levantar una ceja, comencé desde el principio:
—Esta mañana ha venido a verme el abogado de mi padre… —y no me detuve hasta que no la hube empapado de todos los detalles de la entrevista con el señor Locke, y en especial lo que había averiguado de mi familia.
—¡Somos ricas! —gritaba Carmen mientras saltábamos sobre la cama tomadas de las manos—. ¡Inconmensurablemente ricas!
—¡Tan ricas que podremos recorrer el mundo mil veces! —¡Tan ricas que podríamos comprar el alma de Regina Bailey!
—¡Somos ricas! —gritamos al unísono, para caer sobre la cama riendo.
—¿Te das cuenta de lo que eso significa, Carmen?
—¿Que podemos hacer lo que queramos aún más de lo que siempre lo hemos hecho?
—Exactamente. Significa que tenemos libertad total. Podemos ir a donde queramos cuando así lo queramos sin tener que pedir permiso a nadie y sin que nadie lo sepa, si Dios lo quiere, para siempre… y con la más absoluta comodidad.
—¡No puedo esperar a ver la cara de Regina cuando lo sepa…! —dijo Carmen.
—¡No! No quiero que nadie en Sainte-Marie lo sepa. Sólo tú.
—¿Por qué? ¿Hay algo más bello que ver a Regina Bailey palidecer de envidia? —preguntó con cara de inocencia.
—Sí, no tener que soportarla a ella o a ninguna otra alumna de Sainte-Marie convirtiéndose de la noche a la mañana en mi amiga. No tener que ver a nadie fingir afecto o camaradería. Y no ser la persona más reconocida adonde quiera que vaya cuando podamos largarnos de aquí. Quiero que seamos ricas de incógnito. Sin que nadie nos haga atenciones especiales. Sin que ningún hombre nos diga lo guapas que estamos a menos que lo piense de verdad. Para que podamos ayudar a quien lo necesita. Para que los pobres no nos teman ni nos rindan pleitesía. Para que nadie nos sirva. Para no tener que ver el lado más oscuro de la gente. Para saber en quién podemos confiar.
—Tienes razón. Es demasiado dinero. Cielos, Martina, qué rica eres. ¡Qué alegría!
—Qué ricas somos, Carmen. Marie, tú y yo. Tendré que rogarle por lo más sagrado que no le diga una sola palabra a su Juanito. No quiero que nadie se entere de esto —dije.
—Descuida. Así llegara a oídos de alguien, tú siempre puedes negarlo. No tienes nada de qué preocuparte. En un mundo donde todos tratan de aparentar tener más de lo que tienen, nadie dudaría de quien niega su riqueza —dijo Carmen.
—Sabias son tus palabras, amiga mía. Muy pronto podremos irnos de aquí, y viviremos todas las aventuras con que siempre hemos soñado. Iremos al Tirol a oír el jodier…
—Iremos a India… a América…
—Iremos a todas partes. Veremos más cosas que Ulises en la Odisea. —¿Cuándo has dicho que podemos irnos de aquí?
Y así, entre risas, nos quedamos hablando horas y fantaseando con ver un mundo que habría permanecido oculto, sin permisos paternales o de un esposo que dispusiera de nuestros actos. Cuando Carmen regresó a su habitación, abrí mi cofre. Tenía allí tantos recuerdos de mi vida junto a mi tía Verónika en el palacete de Pest… Me arrodillé y pedí a los cielos que nunca permitiesen que el dinero me apartase de la bondad, y que me guiaran para hacer un correcto uso de él, para mi alegría y la de toda la gente buena que me encontrase en mi vida.
Saqué del baúl el libro favorito de mi tía Verónika y me tumbé a leerlo en la cama. Estaba cansada pero demasiado exaltada para dormir. En ese momento me había olvidado por completo de la existencia de Susana Strossner, y ese fue el pecado que cometí a causa del dinero. Nunca debí permitir que la noticia de ser tan rica empañase mi vigilancia y la de mis amigas.
A partir de ese día, hice muchas cosas que había deseado llevar a cabo hacía mucho tiempo. Di a Marie dinero en abundancia para que ella y Juanito pudiesen ir adquiriendo los materiales necesarios para la construcción de una hermosa cabaña y para que ella pudiese mandarse a hacer el vestido más bonito de Valais para el día de su boda. También pedí permiso a la señorita Ricci para ir a ver al padre Anastasio un fin de semana y, como estaba tan de buenas conmigo, me lo concedió. Aquella vez fuimos Carmen y yo en coche en vez de ir en dos caballos robados, y le dejé lo que me quedaba del dinero al padre Anastasio para su iglesia. A él también le conté toda la historia de la sorpresiva herencia y le pedí que rezara por mí para que pudiese hacer buen uso de ella. Hablamos brevemente de Susana Strossner, y el padre Anastasio nos pidió que nos mantuviésemos muy alerta para comunicarle cualquier noticia que tuviésemos acerca de cuándo vendrían a llevarse el cuerpo de Susana.
—Es muy importante que le preguntéis periódicamente a la señorita Ricci si ha recibido alguna correspondencia de parte de los padres de la señorita Strossner, es decir, de los ayudantes del vampyr en cuestión. ¡Es un gran golpe de suerte a nuestro favor que hayas podido congraciarte con la señorita Ricci, Martina! Ya sabía yo que no me defraudarías hija, ¡tienes la cabezota bien puesta sobre los hombros!
No había vuelto a haber ataques en la región y el padre no había tenido que volver al cementerio con su maletín en la mañana. Todo parecía marchar de maravillas. Las clases en Sainte-Marie seguían su curso normal y yo no entendía por qué todo me estaba saliendo tan bien de un momento al otro ni por qué me había convertido en una especie de favorita de las maestras. Carmen decía que era sin duda por haber aportado una solución a los problemas de Sainte-Marie, pero sobre todo por haberle salvado el pellejo a la señorita Krumlauf. Todas las institutrices se avergonzaban de haber dudado de su sentido del deber y veían en mí a alguien que también les habría ayudado a ellas si se hubiesen visto en la misma situación. Me estaban tratando con un cariño que era completamente nuevo para mí y sentía que me estaban malcriando. Hasta las otras alumnas estaban siendo mucho más simpáticas conmigo que de costumbre. ¡Si tan sólo hubieran sabido que tenía tanto dinero! ¡Me habrían ahogado a punta de carantoñas!
Me estaban tratando tan bien que comencé a aburrirme. No podía hacer una travesura sin que la señorita Krumlauf sonriera venialmente, casi con aire de complicidad. Sara Becker había dicho que mis acuarelas de sapos eran originales y divertidas, ¡y hasta Regina me había dicho una mañana lo guapa que estaba! Sin darme cuenta de a qué horas había pasado, me había convertido en una alumna predilecta. Sentí asco por mí misma y me pregunté qué clase de imperdonable desliz había cometido para que gente que me resultaba tan insufrible como Josefina Alcofrado quisiera ser amiga mía.
—Es una pura imitación de la conducta de unas pocas que se ha ido propagando poco a poco hasta que todas se han contagiado de ella. ¡Estás de moda! —se burlaba Carmen.
—¡La moda es peor que la peste! —comentaba yo.
Así pasó el tiempo y mi estadía en Sainte-Marie se hizo más tediosa que nunca. Les llevaba sal a los caballos en mis ratos libres para huir de mis compañeras y me quedaba horas cepillándolos mientras miraba el cielo encapotado. Había perdido el entusiasmo por jugarles bromas a las chicas más engreídas, pues ya sabía cómo iban a reaccionar: haciendo pequeños pucheros y diciéndome que no fuera tan malita, en vez de acusarme con la señorita Ricci o tirarme de las trenzas. Las detestaba más que nunca y ellas a mí me adoraban. La situación era verdaderamente insoportable. No habíamos visto un solo rayo de sol desde el verano, lo que era bien inusual para la región donde nos encontrábamos, pues el mes de diciembre solía ser frío pero muy soleado. El invierno había llegado y los caminos estaban tan peligrosos que ninguna chica había podido ir a casa a ver a sus padres. Sainte-Marie trataba de hacer el receso lo más agradable posible para sus alumnas, pero las lluvias frecuentes arrasaban con la poca nieve que caía y ni siquiera teníamos el bonito paisaje blanco de las Navidades anteriores. Nos aburríamos. Nos aburríamos infinitamente. El señor Locke me había escrito diciendo que estaba completando los trámites de la herencia y que había podido contactar un par de familias de campesinos que habían trabajado en las propiedades de mí padre anteriormente. Estaría llegando a Sainte-Marie hacia el mes de febrero si el tiempo se lo permitía.
Un día la señorita Ricci recibió noticias de los padres de Susana: estos enviarían por los restos de su hija cuando los caminos se hicieran accesibles… y para eso faltaba mucho. Susana seguía estando encerrada en su ataúd en la cripta de la capilla de Sainte-Marie; le habían puesto una pesada lápida provisional encima y nadie se asomaba por esos lares, ni siquiera el capellán Molinari.
—Se ha tardado mucho en llegar la correspondencia desde América —había dicho la señorita Ricci—. Y, como está el tiempo, quizá tengamos que esperar hasta la primavera para que vengan por el cuerpo de Susana. Todos sus efectos personales seguían dispuestos en la habitación que se le había asignado al llegar y nadie pasaba por allí.
Las alumnas le tenían miedo a ese cuarto desde su muerte, sobre todo conociendo las condiciones en que ella había expirado. El recuerdo de Susana les producía resquemor, y nunca la mencionaban.
—Esto es espantoso —le dije una mañana a Carmen—. No hemos hecho nada divertido en mucho tiempo. Todas las travesuras que hemos intentado llevar a cabo han fracasado.
—Lo sé. Tengo pesadillas en las que estoy en el salón de clases escuchando a la señora Riedel… y no pasa nada. Ni siquiera puedo buscar el significado de un sueño tan insulso en mi libro gitano —dijo Carmen.
—Tenemos que hacer algo al respecto.
—Deberíamos, pero ¿qué?
—Algo que no hayamos hecho nunca y que nadie esté esperando.
—Martina, creo que ya lo hemos hecho todo. Además, esta estúpida amabilidad de todas las alumnas hace que se me quiten las ganas de jugarles alguna broma. ¡Todas parecen queremos! ¡Hasta Sara Becker!
—Hay una que no nos quiere nada —dije.
—¿Quién?
—Susana Strossner —respondí.
Carmen guardó silencio unos segundos.
—¿A dónde quieres llegar con esto? —preguntó, intrigada.
—Carmen: ¿te has puesto a pensar en que todas las cosas del vampyr han estado en su cuarto hace un mes y medio y no hemos entrado allí una sola vez? —pregunté.
—Es cierto… Continúa, por favor —pidió.
—¿No te parece que es hora de que revisemos ese lugar y aprendamos todo lo que podamos acerca del enemigo? Piénsalo: Susana está atrapada en la cripta y no hay nada que pueda hacernos. Las maestras han bajado la vigilancia con nosotras y ninguna de las alumnas se atreve a pasar por el corredor que lleva a la habitación de Susana. Es el plan perfecto.
—Cielo santo, ¡lo es! —dijo Carmen entusiasmada.
—Además… sería muy tonto de nuestra parte sentarnos a esperar a que lleguen para llevársela y avisar al padre Anastasio. Estoy segura de que podemos enterarnos de cosas mucho más interesantes yendo a la fuente, es decir, revisando todos sus cajones y baúles. ¿No lo hizo ella conmigo también? Si ella puede revolver toda mi habitación, yo puedo hacer lo mismo con la suya. Quién sabe cuántas cosas esconda. ¡Es la habitación de un vampyr, querida amiga! ¿Cuántas veces en la vida se nos presentará la oportunidad de revisar los efectos personales de uno de ellos con la tranquilidad de saber que no corremos ningún peligro?
—Eres insuperable, Martina. ¡No sé cómo no lo hemos hecho antes! —dijo Carmen.
—Ahora sólo necesitamos decidir cuál será la noche en que llevemos a cabo nuestro plan.
—¿Qué tal esta misma noche? —preguntó Carmen.
Sentí un pequeño escalofrío ante la proximidad del momento, pero dije:
—Esta misma noche será.
Con esto decidido, mi entusiasmo se acrecentó. En cuanto Amalia se hubiese dormido, Carmen subiría a mi habitación e inmediatamente nos dirigiríamos a la de Susana.
Aquella tarde no pude concentrarme en ninguna de las lecciones. Me imaginaba entrando en la habitación de Susana y no podía parar de preguntarme qué suerte de cosas nos encontraríamos allí. Estuve muy nerviosa durante la cena, y cuando todas las alumnas se replegaron en sus habitaciones, yo me fui a la mía a esperar a Carmen. Entonces se me ocurrió que sería mucho más entretenido si nos pusiéramos los hábitos de monjes para acrecentar el misterio de nuestra aventura y bajé a su habitación a proponérselo.
—Es una idea hermosa, Martina —me dijo en el pasillo—. ¡Me lo pondré e en cuanto salga de la habitación! Ay, ¡estoy ansiosa!
—¡Yo también! Por fin vamos a tener una noche interesante… —dije.
—Escucha —dijo Carmen—, daré tres golpecitos en tu puerta y nos dirigiremos a los aposentos de Susana en silencio total para no despertar a nadie.
—Me parece perfecto —dije.
—No te asustes cuando me veas vestida de monje en la oscuridad… —advirtió.
—No te asustes tú cuando un monje te abra la puerta de mi habitación —le dije, guiñándole un ojo.
Nos despedimos llenas de entusiasmo y subí a mi habitación a esperarla. Me puse mi camisón de dormir y encima el pesado hábito de lana. Me regodeé mirándome en el espejo. Como la capucha era tan grande, mi rostro quedaba oculto en la oscuridad y ni las manos se me veían. Los espíritus de los monjes que hubieran vivido en Sainte-Marie en la antigüedad debían estar muy sorprendidos si era que podían verme. Me reí para mis adentros. Si alguien llegaba a vernos a Carmen o a mí esa noche pensaría que había visto el fantasma de un monje. ¡Por fin íbamos a tener nuestro cuarto de hora de entretenimiento! Me senté a esperar a Carmen sobre la cama pero estaba inquieta, así que comencé a pasearme por mi habitación. A decir verdad, estaba bastante asustada de entrar a la habitación de Susana. Aun sabiendo que ella estaba encerrada en la cripta y teniendo en cuenta que no habíamos escuchado de ningún ataque en más de un mes, estar en su cuarto iba a ser un poco como enfrentarla de nuevo.
Hacia las diez de la noche, escuché los tres esperados golpecitos. Tomé mi vela y abrí la puerta con sigilo. Allí estaba parada mi amiga, enfundada en su hábito de monje. Cerré la puerta tras de mí y Carmen me hizo señas de que la siguiera. Las pequeñas llamas de nuestras velas parecían ahogarse en la oscuridad de los largos pasillos que conducían a la habitación de Susana, y nuestras sombras se proyectaban contra los muros enseñando dos grotescas siluetas encapuchadas. El edificio era tan grande que, aun si mi habitación estaba situada en la misma planta que la de Susana, nos tardaríamos un tanto en alcanzar esta última. Lo único que podía escuchar eran los latidos de mi propio corazón mientras avanzábamos en la punta de los pies sobre las mullidas alfombras del tercer piso del internado. Finalmente llegamos a nuestro destino y fue Carmen quien abrió la puerta sin hacer ruido. Entramos y cerramos la puerta.
Aún se respiraba ese aroma característico de Susana en la habitación. Los recuerdos de la última vez que la había visto frente a mí invadieron mi mente. Qué diabólico personaje era Susana Strossner. Noté que el gran espejo que antaño reluciera sobre el tocador estaba cubierto con un pesado manto de terciopelo negro y fui hasta él para destaparlo. Cuando retiré la suave tela, me asusté bastante: vi la oscura figura de un monje cuarteada en su totalidad. Me estaba viendo a mí misma: el espejo estaba roto en mil pedazos diminutos.
—¿Quién habrá roto este espejo? —pregunté en voz baja. Carmen no respondió nada.
Miré alrededor. Todo parecía estar en perfecto orden, y me pareció un poco extraño teniendo en cuenta que Marie no había vuelto a limpiarla. Luego recordé que Gertrude le había hecho el aseo pertinente después del incidente de la comida. Lo más lógico era que hubieran al menos cambiado las sábanas. Me moví lentamente hacia el otro extremo del cuarto. Abrí los cajones del tocador. Encontré un peine de marfil con su cepillo compañero y muchas joyas para el tocado. Había perlas negras, rubíes y diamantes. Mientras Carmen se entretenía revisando la mesa de noche de Susana, abrí el gran armario de la habitación. Había hermosos vestidos negros de la mejor calidad, varios abrigos de muchos estilos diferentes, un par de vestidos rojos y uno exactamente del color del pelo de Susana. Nada muy interesante. Me viré hacia Carmen y le pregunté, susurrando:
—¿Has encontrado algo digno de ver?
Carmen negó con la cabeza.
Sólo quedaban los tres grandes cofres de Susana. Recordé ver al cochero cargándolos cuando Susana había llegado el día de mi cumpleaños, y también la mirada que ella me había dirigido desde la entrada. «Guárdate de meterte en mis asuntos», me parecía escucharla decir aún en la distancia. Tratando de no hacer caso de mis temores, me dirigí a uno de los cofres y lo abrí. Había varios libros de cubiertas negras, pero ninguno parecía ser un diario. Había varios chales de ricos tejidos, y un pequeño retrato de Susana enmarcado en oro y zafiros. Se la veía extraordinariamente bella en la pintura, y el traje que llevaba puesto parecía más uno de un par de siglos atrás que un vestido contemporáneo. Volví a dejar todo en su lugar y me incliné sobre el segundo baúl. Estaba cerrado con llave.
—¿Has encontrado algún juego de llaves? —le pregunté a Carmen en voz baja. Ella volvió a negar con la cabeza. Mi amiga estaba extrañamente silenciosa.
—Aquí deben estar las cosas interesantes. Me pregunto dónde estará la llave —dije.
Esperaba que Susana no la tuviera con ella. El cofre estaba hermosamente tallado y tenía aplicaciones de diminutos rubíes alrededor de la cerradura. Abrí el tercer baúl y encontré varios papeles que parecían ser escrituras oficiales y más libros. Hojeé los papeles con rapidez. Estaban en idiomas diferentes y parecían ser títulos de propiedad de varias casas en distintos lugares de Europa. Carmen se hincó de rodillas a mi lado; parecía examinar muy de cerca la cerradura del baúl que no habíamos podido abrir. Súbitamente caí en la cuenta de que Carmen no había dicho una sola palabra desde que nos habíamos reunido frente a mi habitación. Como tenía puesto el hábito y llevaba la capucha sobre la cabeza, tampoco había podido verle el rostro. ¿Sería posible que…?
—Me parece haber visto una llave con las mismas aplicaciones de rubíes en algún lado, pero ¿dónde? —dijo.
El alma me volvió al cuerpo. Era la voz de Carmen, sin lugar a dudas. No estaba con Susana Strossner envuelta en un hábito de monje sino con mi mejor amiga.
—¡Demonios, Carmen! ¡Por un momento se me ocurrió que no estaba contigo sino con Susana!
—Pero ¿cómo puedes pensar una cosa así? —dijo asombrada.
—Como no hablabas y te limitabas a menear la cabeza, comencé a imaginar cosas… ¡No me hagas eso!
Carmen rio por lo bajo y me dijo:
—Calma, Martina, sólo estaba evitando hacer ruido en lo posible… pero creo que aquí nadie puede escucharnos. Voy a tratar de relajarme un poco. La luz de mi vela le iluminó el rostro y pude comprobar que se trataba de ella. Tomé un hondo respiro y recordé que Carmen me había dicho algo muy interesante hacía unos segundos. Había visto una llave que podía ser la del cofre de Susana. No pude evitar ilusionarme.
—¿Dijiste haber visto una llave que hace juego con el cofre? ¡Piensa, Carmen, piensa! ¿Dónde la viste? ¿Fue en algún lugar de esta habitación? —pregunté.
—No lo creo —dijo.
—¿Se la viste acaso colgada a Susana?
—No… Fue en otro lugar, pienso que en otra habitación… Me parece haberla visto con el rabillo del ojo, descansando sobre alguna mesa o tocador —respondió.
Mi amiga parecía hacer grandes esfuerzos para recordar.
—¡La señorita Ricci! —exclamó, de repente.
—¿La tiene la señorita Ricci? ¿Cómo lo sabes? —pregunté.
—¿Recuerdas cuando te encerraron sin comida el día de la misa de Susana? —preguntó. Asentí.
—Ese día tuve que entrar a las habitaciones de la señora Riedel y la señorita Ricci en busca de la llave de tu habitación. Estoy casi segura de haberla visto en el tocador de la habitación de la señorita Ricci. Es una llave peculiar, llamó mi atención.
Me incorporé y pensé en lo que Carmen me estaba diciendo. Haber entrado a la habitación del vampyr era sin duda aterrador… pero nada podía ser más interesante que abrir el único cofre de Susana que estaba bajo llave. Allí debían encerrarse los mayores secretos de nuestra enemiga. ¿Cómo podíamos llegar tan lejos sin hacer todo lo posible por abrirlo?
—Tenemos que robar esa llave —sentencié.
Carmen se echó la capucha para atrás y me miró con detenimiento.
—¿No será mejor dejarlo para otra noche? No es que no esté de acuerdo contigo en que tenemos que averiguar qué hay ahí adentro, pero… ya llevamos bastante rato fuera de nuestras habitaciones. ¿Y si Amalia se despertara?
Carmen tenía razón. Sin embargo, ya estábamos allí y la curiosidad me había picado. Sopesé nuestras opciones por aproximadamente medio minuto y dije:
—No tenemos absolutamente nada mejor que hacer, Carmen… ¿Qué es lo peor que podría pasarnos? ¿Qué nos castiguen de nuevo? ¡Mejor! Así volveremos a ganarnos la desaprobación de nuestras compañeras y una vez más seremos las ovejas negras de Sainte-Marie. Además: el hecho de que estés considerando rendirte tan fácilmente me indica que tenemos que hacer esto ahora mismo. ¡Estamos perdiendo práctica! No podemos convertirnos en un par de mojigatas —dije—. Eso jamás.
—Ay, Martina, ¡cuánta verdad encierran tus palabras! ¿Cómo es posible que yo esté sugiriendo que nos echemos para atrás ahora? ¡Me estoy volviendo un ratoncillo asustadizo! No puedo dejarme amedrentar por algo tan estúpido como la posibilidad de que Amalia nos descubra. ¡Ni Amalia, ni la señorita Ricci, ni nadie! ¿Cuándo algo así me detuvo en el pasado? Tienes toda la razón: debemos robarnos la llave del cofre de Susana ya mismo.
Di varios saltitos de celebración ante las palabras de mi amiga. Habernos decidido a hacer algo prohibido esa noche me había devuelto los ánimos de vivir, y dejar nuestra misión a medias me habría parecido triste y decepcionante. Ahora las cosas se estaban poniendo muchísimo más interesantes… y terroríficas.
Nos deslizamos fuera de la habitación de Susana llevando nuestras velas y comenzamos a bajar las escaleras dirigiéndonos a la salida del edificio. La señorita Ricci dormía en el edificio del lado oeste de Sainte-Marie y teníamos que atravesar los jardines para llegar a ella. Así que la señorita Ricci ya había estado en la habitación de Susana era lógico. Me pregunté si habría abierto el cofre o si habría respetado la memoria de su alumna, limitándose guardar la llave para que no se perdiese.
La noche estaba despejada y no tuvimos muchas dificultades en llegar al otro edificio, exceptuando lo resbaloso que estaba el helado suelo. La delgada capa de nieve sucia que había en la mañana se había solidificado y habíamos tenido que avanzar con lentitud para evitar una caída memorable. Ninguna de las dos tenía puestas botas sino zapatillas, pues no habíamos pensado en que tuviéramos que salir del edificio en ningún momento, y no nos habíamos molestado en cambiárnoslas por miedo a despertar a Amalia y para no retrasar más nuestros planes. No tardamos mucho en alcanzar el edificio donde dormía la señorita Ricci. Sabíamos cómo abrir la puerta trasera con facilidad y así entramos por allí, cuidándonos de hacer algún ruido que pudiese despertar a las chicas que dormían en las habitaciones que pasábamos. La habitación de la señorita Ricci quedaba en el segundo piso y nos detuvimos en el rellano de las escaleras a recuperar el aliento.
—Sólo una de nosotras debe entrar —le dije a Carmen—. El movimiento de dos personas dentro de la habitación puede hacer que la señorita Ricci se despierte.
—Déjame hacerlo a mí —dijo Carmen—. Sé exactamente dónde está la llave si es que no la ha puesto en otro lugar, y además la reconocería de inmediato.
Estuve de acuerdo con ella. Terminamos de subir los peldaños que nos faltaban y llegamos a la puerta de la habitación de la señorita Ricci. Yo me quedé parada al lado de la puerta y sostuve la vela de mi amiga mientras ella se adentraba en la habitación. Dejamos la puerta entreabierta para que Carmen pudiese alumbrarse con la poca luz que yo le daba desde afuera y la vi moverse con la agilidad de un gato hasta el tocador. Antes que pudiera yo parpadear tres veces, Carmen ya estaba afuera de la habitación de la señorita Ricci, enseñándome el pequeño trofeo que sostenía entre los dedos.
—¡Magnífico! —susurré.
Bajamos las gradas rápidamente y volvimos a encarar la helada noche saliendo por el mismo lugar por donde habíamos entrado al edificio. La luna se había colocado justo encima de Sainte-Marie y nos daba luz suficiente para ver nuestro edificio desde donde estábamos. En un momento sentí que mi zapatilla resbalaba y estuve a punto de perder el equilibrio, pero Carmen me sostuvo asiéndome del brazo con fuerza y seguimos caminando con cuidado hasta llegar de vuelta a nuestro edificio. Ascendimos hasta el tercer piso otra vez. La madera crujió varias veces debajo de nuestros pies y temí que la señorita Krumlauf fuese a salimos al encuentro en el pasillo: la mataríamos de un susto, de eso no tenía ninguna duda: toparse de narices con dos monjes en la oscuridad del que había sido un antiguo monasterio era suficiente para mandar a la tumba a cualquier institutriz. Más que todo, al subir las escaleras, tenía miedo de que Susana fuese a salimos al encuentro. El cajón podía estar sellado, pero… No, era imposible. Ya habría atacado a alguien si hubiese podido salir. Por fin estuvimos de nuevo frente a la habitación del vampyr. Íbamos a conocer el secreto que encerraba el misterioso cofre. Cuando entramos por segunda vez, me pareció como si el aroma residual de Susana se hubiese hecho un poco más palpable.
—¡Qué mal huele! —dijo Carmen.
Asentí.
Mi vela se había consumido en su totalidad y ahora teníamos que valemos sólo de la luz de la vela de mi amiga.
—¿Tienes la llave? —pregunté.
—Aquí está —dijo Carmen.
Nos acercamos al baúl con nerviosismo. Carmen metió la llave en la cerradura y se detuvo un segundo.
—¿Estás lista? —preguntó.
—Nunca he estado más lista para nada en mi vida —respondí, con una mezcla de pánico y júbilo.
Carmen giró la llave y la cerradura hizo clic. Habíamos dado con la llave correcta. Levantamos la pesada tapa entre las dos. Los contenidos del cofre estaban en la oscuridad.
—Acerca la vela un poco; no puedo ver nada… —le pedí a Carmen. Ella elevó la vela por encima del cofre, iluminando lo que había adentro de él. Estaba lleno de cosas. Metí la mano y me encontré con un libro que tenía unas inscripciones en un lenguaje que nunca había visto antes.
—¿Sabes qué dice aquí? —le pregunté a Carmen.
—No tengo ni la más remota idea —dijo—. Ábrelo. Es extraño que tenga los otros libros en el baúl sin llave y este aquí. Lo abrí y pasé las páginas. Me detuve en una en especial.
—Alumbra aquí, Carmen. Mira esto.
La ilustración que teníamos frente a nosotras mostraba un monje llevando la cruz Patriarcal en una mano.
—¡Qué raro! —exclamó Carmen—. Susana tiene un libro que habla de la misma cruz que es capaz de encerrarla en un cajón… ¡Este debe ser un libro muy importante! Pasa la página, veamos si hay algo más.
El corazón me latía aceleradamente. Me senté con el libro sobre las rodillas y comencé a examinar las láminas con detenimiento mientras Carmen observaba por encima de mi hombro. No había muchas en total, sólo seis. La siguiente enseñaba el retrato de un hombre horrible: tenía ojos crueles y una sonrisa que me recordaba a la de Susana. Aquella lámina no tenía ninguna leyenda. La tercera ilustración era un pequeño paisaje de montañas escarpadas con un lúgubre castillo en medio. La cuarta ilustración era la cosa más escabrosa: mostraba varias jóvenes completamente desnudas colgando de cadenas con heridas en varias partes del cuerpo. La sangre que manaba de las heridas caía sobre un gran baño en cuyo interior estaba una mujer sonriente con una copa en la mano. De pie y fuera de la bañera se distinguía la imagen del horrible hombre de la lámina de la segunda ilustración. Su mirada era tan terrorífica incluso en el dibujo que me estremecí debajo de mi hábito. Parecía como si me estuviera mirando. Carmen y yo habíamos enmudecido. La quinta lámina mostraba a la misma mujer que estaba en la bañera, acompañada por el hombre de la mirada aterradora. La escala de esta ilustración era mucho más grande que la anterior y tenía mucho más detalle: ambos estaban desnudos y enredados en un abrazo carnal. Los dos miraban hacia donde hubiese estado el ilustrador y parecían sonreír con orgullo. La mujer era Susana Strossner. Cerré el libro de un golpe.
—¿Qué diablos es esto, Carmen? —le pregunté temblando a mi amiga.
—¡No lo sé! ¡Es lo más aterrador que he visto en toda mi vida! —exclamó ella.
—No creo tener la capacidad de ver más de estas ilustraciones —dije.
—Dame acá ese libro. Ya lo abrimos y quiero ver si hay algo más que nos dé pistas acerca de Susana —dijo Carmen. Se lo pasé, y Carmen llegó a la sexta y última ilustración.
—Esto está interesante… —dijo.
Me asomé a observar lo que mi amiga estaba viendo. En el dibujo estaba la misma mujer encerrada en una celda muy estrecha que sólo tenía una pequeñísima apertura, presumiblemente para pasarle la comida a la prisionera. La mujer se veía flaca y demacrada, y estaba tirada en el suelo junto a un plato de comida sin tocar. Tenía los vestidos raídos. No había lecho en la celda, ni nada más. Miré la ilustración más de cerca. La mujer estaba muerta. Esta imagen, a diferencia de las demás, sí tenía una pequeña leyenda en el margen inferior derecho: 1614.
—¿Crees que se trate de Susana? —le pregunté a Carmen.
—¡Es idéntica! —dijo.
—Pero… ¿cómo puede haber vivido hace tanto tiempo? —pregunté.
—Ya sabes lo que dice el padre Anastasio: un vampyr nunca muere.
—Tenemos que sentarnos a hablar de este libro con calma —dije.
Pensé en conservar el libro, algo me dijo que podría necesitarlo. Carmen siguió hurgando en el baúl y encontró un cofre pequeño con incrustaciones de piedras preciosas. Estaba con llave. De repente escuchamos ruidos en el pasillo. A toda prisa, cerramos el baúl con llave y soplamos la vela. Yo me quedé con el extraño libro ilustrado y Carmen con el cofre pequeño que no habíamos podido abrir. A duras penas si nos habíamos metido detrás de la pesada cortina de terciopelo cuando la puerta de la habitación de Susana se abrió. Traté de no hacer ningún sonido pero estaba horrorizada y la respiración se me entrecortaba. No hallé otra solución que contener el aliento. Carmen había hecho igual, aunque la sentía temblar de pies a cabeza a mi lado. ¿Era ella o era yo? Alguien entró en la habitación. Me pareció que dio un par de pasos y se detuvo. ¿Nos habrían descubierto? Los pasos se acercaron hacia nosotras, pero viraron hacia donde estaban los baúles. Sentí la pequeña llave en mi mano como un pedacito de hielo. El libro que sostenía en la otra mano pesaba más de lo normal. Temí que Carmen fuese a dejar caer el cofrecito. Una transpiración helada me cubrió en cuestión de segundos. ¿Quién había entrado a la estancia?
La persona abrió primero un baúl y lanzó varias cosas fuera de él e hizo igual con el otro, gruñendo con el sonido de una voz familiar. ¿A quién pertenecía esa voz? La oí forcejear con el tercer cofre, en lo que pensé era un intento de abrirlo. Escuché a la persona moverse por toda la habitación. Abría y cerraba cajones revolviendo cosas sin ningún cuidado. Fue a la mesa de noche y vació su contenido sobre el suelo. Los objetos golpearon la madera haciendo un gran estruendo.
Cada uno de los ruidos que hacía podía traducirse en ira. Quien estuviese allí estaba furioso… y yo estaba paralizada del terror. Había dejado de sentir las manos y los pies. De repente, todo el movimiento cesó y sólo pude percibir una respiración pesada. Luego dio algunos pasos hacia la cortina y volvió a detenerse. El olor era muy penetrante. Susana Strossner estaba allí.
¿Cómo había logrado salir de la cripta? ¿Qué buscaba con tanta prisa? Deseé nunca haber salido de mi habitación esa noche. No sólo nos habíamos metido a la habitación de Susana, sino que también habíamos robado la llave de su baúl, su libro y su cofrecito. El vampyr ya nos odiaba antes que eso ocurriera. Si nos descubría ahora, tendríamos aún menos posibilidades de sobrevivir. ¿Podría olemos? Susana parecía ver perfectamente en la oscuridad. ¿Repararía en la abultada cortina que nos servía de escondite? Sólo podía rezar; no sabía cuánto tiempo más iba a poder contener la respiración… ni cuánto tiempo tardaría el vampyr en descorrer la cortina. Cuando menos lo esperaba, los pasos se dirigieron a la puerta. Sentí que me iba a desmayar. Entonces, Susana salió del cuarto y una corriente de aire frío cerró la puerta con violencia, haciéndome saltar en el lugar de mi escondite.
Debieron pasar entre diez y veinte minutos antes que Carmen hablara en un susurro interrumpido:
—Martina, ¡esa era Susana! ¿Qué está haciendo afuera de su ataúd? ¿Cómo salió?
—No lo sé, pero es imperativo que salgamos de aquí antes que regrese… ¿estás lista?
Carmen asintió.
—A la una… a las dos… ¡ya las tres! —dije, y ambas salimos corriendo fuera de la habitación de Susana.
Atravesamos el pasillo a oscuras con tanta velocidad como si hubiésemos podido ver por dónde andábamos. Carmen llegó antes que yo a las gradas y ya se disponía a bajarlas, cuando pensé en algo de vital importancia.
—¡Espera! —la detuve.
—¿Qué pasa? —preguntó, muerta del miedo.
—¡Si vamos a nuestras habitaciones nos encontrará! ¡Mejor quedémonos en el extremo derecho del tercer piso! —dije.
Carmen sabía exactamente qué nos ocurriría si nos encontraba. Seguramente estaba buscándonos a nosotras o a la llave… y no teníamos ninguna intención de averiguar cuál de las dos opciones era la correcta. Corrimos hasta el otro lado del edificio y revisamos varias puertas con la esperanza de poder colarnos en alguna habitación, pero todas estaban cerradas con llave.
—¡Rayos! ¿Cuáles tienen inquilinas y cuáles no? —pregunté.
Finalmente encontramos una habitación desocupada que no tenía llave, la del extremo frontal derecho del edificio. Entramos y cerramos la puerta, buscando afanosamente un escondite donde meternos. El armario era demasiado pequeño para las dos. Tampoco habría sido lo suficientemente seguro escondernos detrás de la cortina. Al fin nos metimos debajo de la cama, que era, por fortuna, un poco más alta que la mía… apenas si cabíamos debajo de ella, entre el suelo y las tablas. Allí, yertas y con el alma en un hilo, nos quedamos esperando a que Susana abriese la puerta de un momento a otro y nos matara… Pero Susana Strossner jamás llegó. Pasaron varias horas y nadie entró en la habitación. Al despuntar el alba, ya no sentía mi propia circulación.
Estaba pensando que tal vez sería hora de salir cuando escuché el relincho de un caballo que provenía de afuera y el sonido de un coche alejándose.
—¿Oyes eso? —me preguntó Carmen, alarmada.
—¿Quién podría…? —murmuré, mirándola.
Lo supe de inmediato, pero ya era muy tarde. Salí de debajo de la cama y corrí a la ventana: a lo lejos se divisaba un coche negro de hermosa madera enlacada con finas aplicaciones de plata en las puertas… Allá iba Susana Strossner, perdiéndose en el horizonte. El vampyr había escapado.