Catorce

La sorpresa le provocó una especie de ataque que lo hizo caer de culo al suelo. Con la boca abierta a causa del estupor, empezó a hacerse preguntas. ¿Qué significaba aquel descubrimiento? ¿Que el ingeniero, en lugar de euros, había introducido en la bolsa recortes de papel? ¿Habría sido capaz de inventar una treta que pudiera poner en peligro la vida de su sobrina? Lo pensó un poco y llegó a la conclusión de que Peruzzo era capaz de eso y de mucho más. En tal caso, la actuación de los secuestradores resultaba inexplicable. Porque las posibilidades eran dos, no había vuelta de hoja: o habían abierto la bolsa allí mismo y, a pesar de advertir el engaño, habían decidido soltar a la chica, o habían caído en la trampa, es decir, habían visto al ingeniero depositar la bolsa en el interior del pozo, no habían tenido ocasión de comprobar de inmediato el contenido y habían dado la orden de liberar a Susanna.

¿O acaso Peruzzo sabía que los captores no podrían abrir enseguida la bolsa y había jugado con el tiempo? Calma, razonamiento equivocado. Nada impedía a los secuestradores ir al pozo cuando les diera la gana. La entrega del dinero no significaba necesariamente la instantánea liberación de la chica, así que, entonces, ¿con qué tiempo contaba el ingeniero? Con ninguno. Se mirara como se mirara, esa posibilidad era absurda.

Mientras permanecía allí aturdido, con las preguntas que le taladraban el cerebro cual ráfagas de ametralladora, oyó un extraño son de campanillas. Pensó que tal vez se aproximaba un rebaño de ovejas. Pero el sonido no se acercaba, por más que se oyera muy próximo. Entonces comprendió que lo que sonaba era el móvil, que casi nunca utilizaba.

–¿Es usted, dottore? Soy Fazio.

–¿Qué hay?

–El dottor Minutolo quiere que le comunique algo que ha ocurrido hace unos tres cuartos de hora. He intentado localizarlo en la comisaría y en su casa, hasta que al final Catarella ha recordado que…

–Muy bien, dime.

–Pues verá, el dottor Minutolo ha llamado al abogado Luna para preguntarle por el ingeniero. Y el abogado le ha dicho que Peruzzo pagó anoche el rescate e incluso le ha revelado dónde dejó el dinero. Así que el dottor Minutolo se dirige a toda prisa al lugar de los hechos, que se encuentra junto a la carretera de Brancato, para efectuar una inspección. Por desgracia, junto a él se desplazan también los periodistas.

–Pero bueno, ¿qué es lo que quiere Minutolo?

–Dice que le gustaría que usted se reuniera con él. Le explico cuál es el mejor camino para…

Pero el comisario ya había colgado. Minutolo, sus hombres, una caterva de periodistas, fotógrafos y cámaras podían llegar de un momento a otro. Y si lo veían allí, ¿cómo les explicaría su presencia? «¡Oh, qué agradable sorpresa! Estaba aquí arando los campos…»

Introdujo rápidamente la bolsa en el pozo, lo cubrió con la losa, regresó corriendo al coche, encendió el motor, inició la maniobra de marcha atrás… y se detuvo. Si volvía por el mismo camino, se cruzaría con la alegre caravana de vehículos encabezada por Minutolo. No, lo mejor era seguir hasta Brancato de Abajo.

Llegó en menos de diez minutos. Un pueblecito limpio, con una plaza muy pequeña, la iglesia, el ayuntamiento, un café, una sucursal bancaria, una trattoria y una tienda de zapatos. Alrededor de la placita había unos bancos de granito ocupados por una docena de ancianos y viejos decrépitos. No hablaban, no se movían. Durante un segundo Montalbano pensó que eran estatuas, unos admirables ejemplos de arte hiperrealista. Pero uno de ellos, perteneciente a la categoría de los decrépitos, echó repentinamente la cabeza atrás y la apoyó de golpe en el respaldo del banco. O había muerto, como parecía probable, o había experimentado un súbito acceso de sueño.

El aire del campo le había despertado el apetito. Consultó el reloj. Faltaba poco para la una. Se encaminó hacia la trattoria, pero se detuvo. ¿Y si a algún periodista se le ocurría ir a telefonear a Brancato de Abajo? Seguro que en Brancato de Arriba no había tabernas; pero no se sentía con ánimos para seguir mucho tiempo con el estómago vacío. Lo único que podía hacer era correr el riesgo y entrar en aquella trattoria.

Por el rabillo del ojo vio a un tipo que salía de la sucursal bancaria y se paraba a mirarlo. Acto seguido, el hombre, un obeso cuarentón, se le acercó con una ancha sonrisa:

–Pero ¿no es usted el comisario Montalbano?

–Sí, pero…

–¡Qué alegría! Yo soy Michele Zarco. – Pronunció su nombre y apellido con el tono de alguien que es universalmente conocido. Y puesto que el comisario siguió mirándolo sin decir ni pío, aclaró-: Soy el primo de Catarella.

Michele Zarco, aparejador y teniente de alcalde de Brancato, fue su salvación. En primer lugar lo llevó su casa para comer sin cumplidos, es decir, lo que hubiera, nada especial, tal como dijo. La señora Angila Zarco, rubia hasta la extenuación y parca en palabras, sirvió unos nada despreciables canelones en salsa, seguidos de conejo agridulce de la víspera, plato harto difícil de preparar, pues todo se basa en la exacta proporción entre vinagre y miel y en la adecuada amalgama entre los trozos de conejo y la caponata (fritura de berenjenas, apio, alcaparras y tomates), dentro de la cual tiene que cocer la carne. La señora Zarco lo había hecho muy bien y, para acabar de redondearlo, le había espolvoreado una picadura de almendras tostadas. Además, es bien sabido que el conejo agridulce recién hecho es una cosa, pero si se come al día siguiente es algo muy distinto, pues gana mucho en sabor y aroma. En resumen, Montalbano se chupó los dedos.

En segundo lugar, el teniente de alcalde Zarco le propuso una visita a Brancato de Arriba, aunque sólo fuera para digerir la comida. Como es natural, utilizaron el coche de Zarco. Tras haber recorrido una carretera llena de curvas y más curvas que semejaba la radiografía de un intestino, se detuvieron en el centro de un grupo de casas que habría hecho las delicias de un escenógrafo del cine expresionista. No había ni una sola derecha; todas se inclinaban a un lado o a otro componiendo ángulos tales que la torre de Pisa a su lado habría parecido perfectamente vertical. Las tres o cuatro que había en la ladera de la colina se proyectaban horizontalmente hacia fuera; a lo mejor tenían ventosas escondidas en los cimientos. Dos ancianos iban conversando en voz alta, pues caminaban con el cuerpo doblado, el uno a la derecha y el otro a la izquierda, tal vez condicionados por la distinta inclinación de las casas en que vivían.

–¿Volvemos a casa a tomar un café? Mi mujer lo hace muy bueno -propuso el aparejador Zarco cuando vio que Montalbano también empezaba a caminar torcido, contagiado por el ambiente.

Cuando la señora Angila les abrió la puerta, al comisario se le antojó estar viendo el retrato de una mujer dibujado por un niño: casi albina y con trenzas, tenía los pómulos arrebolados y parecía alterada.

–¿Qué te pasa? – le preguntó su marido.

–Acaban de decir en la televisión que la chica ha sido liberada, pero que el rescate no se ha pagado.

–¿Cómo? – preguntó el aparejador, mirando a Montalbano, que se encogió de hombros y extendió los brazos dando a entender que no sabía nada.

–Sí, señor -añadió la mujer-. Han dicho que la policía ha encontrado la bolsa del ingeniero, pero que dentro había papel de diario. Entonces el periodista se ha preguntado cómo es posible que hayan soltado a la chica y por qué. En cualquier caso está claro que el muy asqueroso de su tío ha estado a punto de dejar que la mataran.

Ya no era Antonio Peruzzo. Ya no era el ingeniero, sino el «muy asqueroso», la mierda innombrable, el detrito de las cloacas. Si el ingeniero había querido jugar con los secuestradores, había perdido la partida. Aunque la chica estuviese libre, él ya era prisionero para siempre del desprecio absoluto de la gente.

Decidió ir a Marinella para ver tranquilamente la rueda de prensa en la televisión. Al acercarse al paso elevado circuló con precaución por si quedaba algún rezagado. No había nadie, pero sí abundantes señales de la horda de policías, periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión que había pasado por allí: latas de cocacola vacías, botellas de cerveza rotas, paquetes de tabaco estrujados. Un vertedero de basura. Habían roto incluso la losa que tapaba el pocito.

Mientras abría la puerta de la casa, cayó en la cuenta de que no había llamado a Livia para avisarla de que no regresaría a tiempo para el almuerzo. La discusión sería inevitable, y no tenía ninguna excusa. Pero la casa estaba desierta. Cuando entró en el dormitorio, vio la maleta de Livia a medio hacer y recordó de golpe que a la mañana siguiente ella volvía a Boccadasse; los días de vacaciones que había cogido para estar a su lado en el hospital y en su primera convalecencia habían terminado. Experimentó un repentino sobrecogimiento que lo pilló, como siempre, a traición. Menos mal que ella no estaba y podría desahogarse a sus anchas. Y lo hizo. Después se lavó la cara, se acomodó en la silla junto al teléfono y consultó la guía. Luna tenía dos números, el de su domicilio particular y el del despacho. Marcó este último.

–Despacho del abogado Luna -dijo una voz femenina.

–Soy el comisario Montalbano. ¿Está el abogado?

–Sí, pero se encuentra reunido. Probaré a ver si me contesta.

Ruidos varios, musiquilla grabada.

–Mi queridísimo amigo. En este instante no puedo hablar con usted. ¿Está en su despacho?

–No, en mi casa. ¿Quiere el número?

–Sí.

Montalbano se lo dio.

–Lo llamo dentro de diez minutos.

El comisario observó que, durante la breve conversación, Luna no lo había llamado en ningún momento por su nombre ni por su cargo. ¡A saber con qué clientes se encontraba reunido! ¿Se habrían asustado al oír la palabra «comisario»?

Transcurrió media hora antes de que el teléfono volviera a sonar.

–¿Dottor Montalbano? Disculpe el retraso, pero estaba con unas personas y he pensado que sería mejor llamarlo desde un teléfono seguro.

–¿Está insinuando que los de su despacho están pinchados?

–No estoy muy seguro, con los tiempos que corren… ¿Qué quería decirme?

–Nada que usted no sepa ya.

–¿Se refiere al hallazgo de la bolsa con los recortes de periódico?

–En efecto. Como usted comprenderá, eso dificulta enormemente la tarea de restauración de la imagen del ingeniero que usted me había pedido.

Silencio, como si la línea se hubiera cortado.

–¿Oiga? – dijo Montalbano.

–Estoy aquí. Comisario, contésteme con toda sinceridad: ¿cree usted que si yo hubiera sabido que en el interior de aquel pozo había una bolsa con recortes de periódico, se lo habría dicho a usted y al dottor Minutolo?

–No.

–Mire, nada más conocer la noticia, mi cliente me ha llamado. Estaba llorando. Es consciente de que ese descubrimiento significa atarle un bloque de cemento en los pies y arrojarlo al agua. Comisario, esa bolsa no es suya. Él había metido el dinero en una maleta.

–¿Puede demostrarlo?

–No.

–¿Y cómo explica él que en el lugar se haya encontrado una bolsa?

–No se lo explica.

–¿Él había depositado el dinero en una maleta?

–Así es. Sesenta y dos fajos de cien billetes de quinientos, lo que suma tres millones cien mil euros, equivalentes a algo más de seis mil millones de las antiguas liras.

–¿Y usted lo cree?

–Comisario, yo tengo que creer a mi cliente. Pero el problema no es que yo lo crea o no, sino que lo crea la gente.

–Hay una manera de probar si su cliente dice la verdad.

–¿Sí? ¿Cuál?

–Muy fácil. Como usted mismo ha dicho, el ingeniero habrá tenido que reunir en muy poco tiempo el dinero para el rescate. Por consiguiente, deben existir documentos bancarios con sus correspondientes fechas que atestigüen su retirada. Bastará con que los dé a conocer públicamente para demostrar a todo el mundo su buena fe.

Profundo silencio.

–¿Me ha oído, abogado?

–Sí. Es la misma solución que yo le he sugerido.

–¿Entonces?

–Hay un problema.

–¿Cuál?

–Que el ingeniero no recurrió a los bancos.

–Ah, ¿no? Pues ¿a quién?

–Mi cliente se ha comprometido a no facilitar el nombre de quienes generosamente se prestaron a socorrerlo en un momento tan delicado. Resumiendo, no existen documentos escritos.

¿De qué sucia y repugnante cloaca provendría la mano que le había dado el dinero a Peruzzo?

–En ese caso me da la impresión de que la situación es desesperada.

–A mí también, comisario. Hasta el punto de que estoy preguntándome si mi asesoramiento sigue siendo útil al ingeniero.

O sea que hasta las ratas se preparaban para abandonar el barco.

* * *

La rueda de prensa empezó a las cinco y media en punto. Detrás de una mesa estaban sentados Minutolo, el juez, el jefe superior de policía y Lattes. La sala de la jefatura se encontraba abarrotada de periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión. Nicolò Zito y Pippo Ragonese también estaban presentes, a la debida distancia el uno del otro. El primero en tomar la palabra fue el jefe superior de policía Bonetti-Alderighi, el cual consideró oportuno empezar por el principio, es decir, desde el momento en que se produjo el secuestro. Aclaró que aquella primera parte del relato se basaba en las declaraciones de la chica. Susanna Mistretta regresaba a casa en su ciclomotor por el camino habitual, cuando, en el cruce con el sendero de San Gerlando, a pocos metros de su casa, un vehículo se situó a su lado y la obligó a meterse en el sendero. Apenas había tenido tiempo de detenerse, todavía alterada y confundida por lo ocurrido, cuando bajaron del automóvil dos hombres con el rostro cubierto por pasamontañas. Uno de ellos la levantó en vilo y la arrojó al interior del coche.

Susanna estaba demasiado aturdida para reaccionar. El hombre le quitó el casco, le tapó la boca con una bola de algodón, la amordazó, le ató las manos a la espalda y la obligó a tumbarse a sus pies.

De una manera confusa, la chica oyó, antes de perder el sentido, que el hombre subía al coche, se sentaba al volante y se ponía en marcha. Era evidente que el segundo, aunque ésta era una hipótesis de los investigadores, se había encargado de retirar el ciclomotor de la carretera.

Susanna despertó en medio de una oscuridad absoluta. Seguía con la mordaza, pero le habían desatado las muñecas. Moviéndose en la oscuridad se dio cuenta de que se encontraba en el interior de una especie de estanque de cemento de más de tres metros de profundidad y de que en el suelo había un viejo colchón. Así pasó la noche, desesperada, no tanto por su situación personal cuanto por el recuerdo de su madre moribunda. Después se quedó dormida, hasta que alguien encendió una luz. Una lámpara de las que usan los mecánicos para iluminar los motores. Dos hombres encapuchados la observaban. Uno de ellos sacó una grabadora de bolsillo y el otro bajó utilizando una escala de mano. El de la grabadora dijo algo, el otro le quitó la mordaza a Susanna, que pidió socorro a gritos, y volvieron a amordazarla. Al poco rato regresaron. Uno bajó por la escalerilla, le quitó la mordaza y subió de nuevo. El otro le hizo una instantánea. No la amordazaron más. Para darle la comida, siempre enlatada, empleaban la escalera de mano, que echaban cada vez. En un rincón de la piscina había un balde. A partir de entonces le dejaron la luz constantemente encendida.

Susanna no sufrió malos tratos en ningún momento, pero no tuvo la menor posibilidad de cuidar de su higiene personal. Y nunca oyó hablar entre sí a sus secuestradores, quienes jamás respondieron a sus preguntas ni le dirigieron la palabra. Ni siquiera cuando la sacaron de la piscina para ponerla en libertad. Susanna supo indicar a los investigadores el lugar donde la habían liberado. En efecto, allí encontraron la cuerda y el pañuelo con que la habían amordazado. En resumen, el jefe superior de policía dijo que la joven estaba bastante bien, teniendo en cuenta la terrible experiencia sufrida.

A continuación, Lattes señaló a un periodista, que se levantó y preguntó por qué no se podía entrevistar a la chica.

–Porque las investigaciones aún no han terminado -contestó el juez.

–Pero ¿el rescate se ha pagado o no? – preguntó Nicolò Zito.

–Eso forma parte del secreto del sumario -contestó una vez más el juez.

En ese momento se levantó Pippo Ragonese. Su boca de culo de gallina estaba apretadísima, hasta el punto de que las palabras le salían casi roídas:

–A est respect teng qu hacer no un prgunt sino una declarac…

–Más claro, más claro -dijo el coro griego de periodistas.

–Tengo que hacer una declaración, no una pregunta. Poco antes de venir aquí hemos recibido una llamada en nuestra redacción. He hablado yo en persona y he reconocido la voz del secuestrador que ya me había llamado. Ha declarado textualmente que el rescate no ha sido pagado, que quien tenía que pagar los ha engañado, pero que aun así han decidido soltar a la chica porque no se han sentido con ánimos para cargar con un cadáver en su conciencia.

Estalló un guirigay. Gente que se levantaba gesticulando, gente que salía corriendo, el juez que despotricaba contra Ragonese. El barullo era tal que no se entendía ni una sola palabra. Montalbano apagó el televisor y fue a sentarse a la galería.

* * *

Livia regresó una hora después y lo encontró contemplando el mar. No parecía en absoluto enfadada.

–¿Adónde has ido?

–A despedirme de Beba y después me he pasado por Kolymbetra. Prométeme que cualquier día de éstos irás. ¿Y tú? Ni siquiera me has llamado para decirme que no venías a comer.

–Perdóname, Livia, pero es que…

–No te disculpes, no me apetece discutir contigo. Son las últimas horas que pasamos juntos y no tengo intención de estropearlas.

Dio unas cuantas vueltas por la casa y después hizo algo que hacía muy pocas veces. Se sentó sobre las rodillas del comisario y lo estrechó entre sus brazos. Permaneció un buen rato así, en silencio, y después le susurró al oído:

–¿Vamos dentro?

Antes de ir al dormitorio, Montalbano desconectó el teléfono, por si acaso.

Tumbados y abrazados en la cama se les pasó la hora de la cena. Y también la de la tertulia de después.

–Me alegro de que el secuestro de Susanna se haya resuelto antes de mi partida -dijo Livia.

–Ya.

Durante unas horas se había olvidado de todo, y le agradeció instintivamente a Livia que se lo hubiera recordado. ¿Por qué? No supo explicárselo.

Comieron sin apenas decir nada. A ambos les dolía la separación.

Livia se levantó y fue a terminar de preparar la maleta. Montalbano la oyó preguntar desde el pasillo:

–Salvo, ¿has cogido tú el libro que estaba leyendo?

–No.

Era una novela de Simenon, La prometida del señor Hire.

Livia fue a sentarse a su lado en la galería.

–No lo encuentro. Me gustaría llevármelo para terminarlo.

Al comisario se le ocurrió dónde podía estar. Se levantó.

–¿Adónde vas?

–Vuelvo enseguida.

El libro estaba donde él pensaba: en el dormitorio, entre la mesita de noche y la pata de la cama. Se agachó, lo recogió, lo depositó sobre la maleta ya cerrada y regresó a la galería.

–Ya lo he encontrado -dijo. E hizo ademán de volver a sentarse.

–¿Dónde? – preguntó Livia.

Él se quedó paralizado, como fulminado por un rayo, con un pie ligeramente levantado y el cuerpo inclinado hacia delante. Como en un repentino ataque de cervicales. Estaba tan inmóvil que ella se asustó.

–Salvo, ¿qué te ocurre?

No podía hacer el menor movimiento, las piernas se le habían vuelto de plomo; sin embargo, el cerebro estaba en plena actividad, todos sus engranajes giraban con soltura, alegrándose de poder moverse finalmente en la dirección apropiada.

–Salvo, Dios mío, ¿te encuentras mal?

–No.

Poco a poco notó que la sangre ya no estaba solidificada y volvía a circular. Consiguió sentarse. Pero su rostro debía de tener una expresión de asombro infinito y no quería que Livia lo viera.

Apoyó la cabeza en el hombro de ella y le dijo:

–Gracias.

Y entonces comprendió por qué antes, mientras estaban tumbados, había experimentado aquel sentimiento de gratitud que a primera vista le había parecido inexplicable.