–Soy el comisario Montalbano.
–¡Virgen bendita! – dijo ella, ruborizándose y levantándose como impulsada por un resorte.
–No te asustes. ¿Tienes autorización para vender huevos?
–Sí, señor. Ahora mismo voy a buscarla.
–No, no necesito verla, pero unos compañeros míos seguramente te la pedirán.
–¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
–Primero contéstame tú a mí. ¿Vives sola aquí?
–No, señor, con mi marido.
–¿Dónde está ahora?
–Drabbanna.
¿Allí? ¿En la otra habitación? Montalbano puso unos ojos como platos. ¡Pero cómo! ¿El marido estaba allí tan tranquilo mientras su mujer follaba con el primero que pasaba?
–Llámalo.
–No puede venir.
–¿Por qué?
-Unn’avi gammi. -«No tiene piernas»-. Tuvieron que cortárselas después de la desgracia -explicó.
–¿Qué desgracia?
–Estaba trabajando en el campo y el tractor volcó.
–¿Cuándo ocurrió eso?
–Hace tres años. Llevábamos dos casados.
–Déjame verlo.
La mujer fue a abrir la puerta y se apartó. Nada más entrar, la nariz del comisario se vio asaltada por una vaharada de olor a medicamentos. Tumbado en una cama de matrimonio había un hombre medio adormilado que respiraba con dificultad. En un rincón se apretujaban un televisor y una butaca. El tocador estaba literalmente cubierto de medicinas y jeringas.
–También tuvieron que cortarle la mano izquierda -dijo ella en voz baja-. Día y noche sufre unos dolores terribles.
–¿Por qué no lo llevas al hospital?
–Lo cuido mejor yo. Pero las medicinas son muy caras, y no quiero que le falten. Por eso recibo hombres. El dutturi Mistretta me dijo que le pusiera una inyección cuando no pudiese aguantar el dolor. Hace una hora lloraba como una magdalena, me pedía que lo matara, quería morir. Y le he puesto la inyección.
Montalbano miró hacia el tocador. Morfina.
–Vamos fuera.
Regresaron al comedor.
–¿Te has enterado de que han secuestrado a una chica?
–Sí, señor. Lo he visto en la televisión.
–¿Estos últimos días has observado algo extraño por la zona?
–Nada.
–¿Seguro?
La mujer titubeó.
–La otra noche… pero puede que sea una tontería.
–Dilo de todos modos.
–La otra noche oí que se acercaba un coche… Pensé que era alguien que venía a verme y me levanté de la cama.
–¿También recibes clientes de noche?
–Sí, señor. Pero son hombres de bien, educados, que no quieren que los vean merodeando por aquí de día. Y siempre llaman por teléfono antes. Por eso me extrañó aquel coche, porque nadie había llamado. Llegó hasta la explanada, porque aquí hay espacio para maniobrar, y dio media vuelta.
Imposible que aquella pobre mujer y aquel desventurado atado a una cama tuvieran alguna relación con el secuestro. Además, la casa estaba muy a la vista y era demasiado frecuentada de día y de noche.
–Oye -dijo Montalbano-, en el cruce he encontrado una cosa que a lo mejor pertenece a la chica raptada.
La mujer se puso tan blanca como una sábana.
–Nosotros no tenemos nada que ver -dijo con firmeza.
–Lo sé. Pero vendrán a interrogarte. Cuenta lo del coche, pero no digas que recibes visitas de noche. Y que no te vean vestida así. Quítate el maquillaje y esos zapatos de tacón. En cuanto al catre, escóndelo en el dormitorio. Tú sólo vendes huevos, ¿está claro?
Oyó el rumor de un automóvil y salió. Era el agente que había pedido Gallo. Pero con él iba también Mimì Augello.
–Estaba a punto de relevarte -le dijo Montalbano.
–Ya no hace falta. Han enviado a Bonolis. Es evidente que al jefe superior no le apetece confiarte el mando ni siquiera un minuto. Nosotros podemos regresar a Vigàta.
Mientras Gallo le mostraba al agente el lugar donde estaba el casco, Mimì subió al otro coche con la ayuda de Montalbano.
–Pero ¿qué te ha pasado?
–Me caí en una zanja llena de piedras y seguro que me he roto alguna costilla. ¿Has informado del hallazgo del casco?
Montalbano se dio un manotazo en la frente.
–¡Vaya, se me ha olvidado!
Augello conocía demasiado bien a Montalbano para saber que cuando se olvidaba de algo, era porque no le apetecía hacerlo.
–¿Quieres que llame yo?
–Sí. Telefonea a Minutolo y cuéntale lo ocurrido.
Ya estaban de camino a Vigàta cuando Augello dijo con tono indiferente:
–¿Sabes una cosa?
–¿Lo haces a propósito?
–¿Qué?
–Preguntarme si sé una cosa. Es algo que me ataca los nervios.
–Bueno, está bien. Hace un par de horas los carabineros han hallado la mochila de la chica.
–¿Seguro que es la suya?
–¡Desde luego! ¡Dentro estaba su carnet de identidad!
–¿Y qué más había?
–Nada más.
–Menos mal -dijo el comisario-. Uno a uno.
–No entiendo.
–Nosotros hemos encontrado una cosa y los carabineros, otra. Estamos empatados. ¿Dónde estaba la mochila?
–En la carretera de Montereale. Detrás de la piedra que señala el kilómetro cuatro. Bastante a la vista.
–O sea, al otro lado de donde estaba el casco.
–Justamente.
Se hizo el silencio.
–¿Ese «justamente» significa que piensas lo mismo que yo?
–Justamente.
–Tu capacidad de síntesis es extraordinaria. Voy a intentar glosar tu discurso con palabras más claras. A saber, que todas estas pesquisas, todas estas batidas, son tan sólo una pérdida de tiempo, una solemnísima bobada.
–Justamente.
–Bien. Continúo. Según nosotros dos, la misma noche de los hechos los secuestradores dieron una vuelta en coche y arrojaron aquí y allá objetos que pertenecían a Susanna para crear una serie de pistas falsas. Lo cual quiere decir…
–… que la chica no está prisionera cerca de los lugares donde se están encontrando sus efectos personales -concluyó Mimì, y añadió-: Y habría que hablar de este tema con el jefe superior; de lo contrario acabará enviandonos a Calabria a batir el Aspromonte.
Cuando llegó al despacho, Montalbano halló a Fazio con un maletín en la mano.
–¿Te vas?
–No, señor dottore. Regreso al chalet. El dottor Minutolo quiere que atienda yo el teléfono. Aquí dentro llevo una muda.
–¿Tenías que decirme algo?
–Sí, señor. Dottore, después de la emisión extraordinaria de Televigàta, el teléfono del chalet se ha colapsado… nada interesante, peticiones de entrevistas, palabras de solidaridad, gente que reza por la chica, cosas de ese tipo. Pero ha habido dos llamadas de carácter distinto. La primera era de un ex administrativo de la Peruzzo.
–¿Y qué es la Peruzzo?
–No lo sé, dottore. Pero él se ha presentado así. Ha dicho que su nombre no importaba y me ha pedido que le dijera al señor Mistretta que el orgullo es bueno, pero que demasiado hace daño. Eso es todo.
–Bah. ¿Y la otra?
–Era una voz de anciana. Deseaba hablar con la señora Mistretta, pero al final ha comprendido que no podía ponerse al teléfono y entonces me ha dicho que le repitiera estas palabras textuales: «La vida de Susanna está en tus manos, despeja el camino y da el primer paso.»
–¿Tienes idea de qué quería decir con eso?
–No. Dottore, he de irme. ¿Pasará usía por el chalet?
–Esta noche no creo. Oye, ¿le has comentado lo de esas llamadas al dottor Minutolo?
–No, señor.
–¿Por qué?
–Porque he pensado que no las consideraría importantes. Mientras que a usía tal vez le parecieran de interés.
Fazio se retiró.
Buen policía. Había comprendido que aquellas dos extrañas llamadas tenían algo en común; no era gran cosa, pero era algo. En efecto, tanto el ex administrativo de la Peruzzo como la anciana invitaban a los Mistretta, marido y mujer, a cambiar de actitud. El primero aconsejaba al marido una mayor flexibilidad y la segunda sugería a la mujer que tomara la iniciativa, ni más ni menos, que «despejara el camino». Puede que la investigación, hasta entonces dirigida totalmente hacia el exterior, tuviera que cambiar el sentido de la marcha e indagar en el interior de la familia de la secuestrada. Sería importante hablar con la señora Mistretta. Pero ¿en qué condiciones se encontraba la enferma? ¿Y cómo justificar las preguntas si ella no estaba al corriente del rapto de su hija? El doctor Mistretta podría prestarle una ayuda considerable. Consultó el reloj. Eran las ocho menos veinte.
Llamó a Livia para decirle que no llegaría a tiempo para la cena y se tragó su irritada reacción sin replicar porque no tenía tiempo para discutir.
–¿Es que no hay manera de cenar a la hora en esta casa?
Volvió a sonar el teléfono: era Gallo. Los médicos del hospital de Montelusa habían decidido mantener a Mimì en observación.
Llegó a las ocho en punto, con precisión de reloj suizo, al primer surtidor de gasolina de la carretera de Fela, pero no había ni rastro del doctor Mistretta. Al cabo de diez minutos y dos cigarrillos, el comisario empezó a preocuparse. De los médicos nunca puede fiarse uno. Cuando acudes a su consultorio para una visita, te hacen esperar una hora como mínimo; y si te citas con ellos fuera, también se presentan una hora después con la excusa de que un paciente ha llegado en el último momento.
El doctor Mistretta detuvo su todoterreno al lado del automóvil de Montalbano con un retraso de sólo media hora.
–Perdone, pero en el último momento un paciente…
–Comprendo.
–¿Me sigue?
Se pusieron en marcha, uno delante y el otro detrás. Y circulando así avanzaron y avanzaron, abandonaron la nacional, luego la provincial y se adentraron por senderos que rápidamente iban dejando a su espalda. Al final llegaron a la entrada de un chalet apartado, mucho más grande y mejor conservado que el del hermano geólogo. Un muro muy alto rodeaba la finca. Pero ¿es que estos Mistretta se sentían inferiores al resto si no vivían en casas de campo? El médico bajó, abrió la verja y entró con el automóvil, haciendo señas a Montalbano para que lo siguiera.
Aparcaron en el jardín, que no estaba tan descuidado como el de su hermano, aunque le faltaba poco.
A la derecha se veía una especie de almacén de techo bajo, tal vez unos antiguos establos. El médico abrió la puerta de la casa, encendió las luces e hizo pasar al comisario a un espacioso salón.
–Un momento, voy a cerrar la verja.
Era evidente que vivía solo. El salón estaba bien amueblado. Una rica colección de objetos de vidrio pintados ocupaba toda una pared. Montalbano contempló aquellos brillantes colores, signos ingenuos y refinados a la vez. Otra pared estaba parcialmente cubierta por estantes de libros. No de medicina o científicos, como él había supuesto en un principio, sino novelas.
–Disculpe -dijo Mistretta al entrar de nuevo-, ¿puedo ofrecerle algo?
–No, gracias. ¿No está usted casado, doctor?
–De joven jamás se me pasó por la mente casarme. Y después tenía demasiados años para hacerlo.
–¿Vive solo aquí?
El médico esbozó una sonrisa.
–Comprendo lo que quiere decir. Esta casa es demasiado grande para una persona. Antiguamente había viñedos y olivares alrededor. En el almacén de al lado hay ruedas de molino, cubas, almazaras inservibles… Y el piso de arriba está cerrado desde tiempo inmemorial. Sí, hace años que vivo solo. De las tareas domésticas se encarga una asistenta que viene tres días a la semana. Para las comidas, me las arreglo yo… -Hizo una pausa-. O si no, voy a comer a casa de una amiga mía… Sí, no me importa que lo sepa, tarde o temprano iba a averiguarlo. Es una viuda con la que mantengo una relación desde hace más de diez años. Y eso es todo.
–Le agradezco su franqueza, doctor, pero el motivo de querer hablar con usted es averiguar algo acerca de la enfermedad de su cuñada, siempre y cuando usted quiera y pueda…
–Mire, señor comisario, aquí no hay ningún secreto profesional que deba guardar. Mi cuñada fue envenenada. Un envenenamiento irreversible que está llevándola inexorablemente a la muerte.
–¿La envenenaron?
Un mazazo en la cabeza, una piedra caída del cielo, un tortazo en pleno rostro. El golpe repentino y violento de aquella revelación hecha con tanta serenidad y casi sin la menor emoción afectó físicamente al comisario hasta el extremo de que las orejas le hicieron «riiing». ¿O acaso aquel brevísimo «riiing» había sonado de verdad? ¿Quizá habían llamado al timbre de la puerta? ¿Tal vez el teléfono que estaba encima de la consola había hecho amago de sonar? Pero el médico no parecía haber oído nada.
–¿Por qué utiliza el plural? – preguntó Mistretta sin alterarse, como un maestro que señalara un pequeño error en una redacción-. Quien la envenenó fue un solo hombre.
–¿Y usted sabe quién fue?
–Por supuesto -contestó sonriendo.
No, bien mirado no era una sonrisa lo que había tomado forma en el rostro de Carlo Mistretta, sino más bien una mueca. O más exactamente una risa maliciosa.
–¿Por qué no lo denunció?
–Porque no es legalmente perseguible. Quien desee denunciarlo sólo podrá hacerlo ante Dios Todopoderoso, el cual, por lo demás, ya debe de estar al corriente de todo.
Montalbano empezó a comprender.
–Cuando dice que la señora fue envenenada, habla usted de manera metafórica, ¿verdad?
–Digamos que no me atengo a términos estrictamente científicos. Utilizo palabras y expresiones que, como médico, no debería usar. Pero usted no ha venido aquí para escuchar un parte médico.
–¿Y con qué fue envenenada la señora?
–Con la vida. Como ve, sigo utilizando conceptos inaceptables en un diagnóstico. Con la vida. O, mejor dicho, alguien la forzó a emprender una travesía por un camino poco transitable de la existencia. Y Giulia, en determinado momento, se negó a seguir adelante. Abandonó toda defensa, toda resistencia, y se hundió por completo.
Carlo Mistretta sabía hablar muy bien. Pero el comisario necesitaba hechos concretos, no frases bonitas.
–Disculpe, doctor, pero me veo obligado a formularle más preguntas. ¿Fue su marido, tal vez involuntariamente…?
Los labios de Carlo Mistretta dejaron entrever los dientes. Era su manera de sonreír.
–¿Mi hermano? ¿Bromea? Daría la vida por su mujer. Y cuando usted conozca toda la historia, comprenderá que esa suposición es absurda.
–¿Un amante?
El médico lo miró aturdido.
–¿Cómo?
–Quería decir otro hombre… un desengaño amoroso. Perdone, pero…
–Creo que el único hombre en la vida de Giulia ha sido mi hermano.
Y ahí Montalbano perdió la paciencia. Se había cansado de jugar a las adivinanzas. Además, la verdad era que Carlo Mistretta no le caía demasiado bien. Estaba a punto de empezar a hacer preguntas menos respetuosas cuando el doctor, como si hubiera advertido su cambio de actitud, levantó una mano para detenerlo.
–El hermano -dijo.
¡Jesús! ¿De dónde salía ahora ese hermano? ¿Y hermano de quién?
Presentía que entre tantos hermanos, tíos, cuñados y sobrinos acabaría perdiendo la cabeza.
–El hermano de Giulia -añadió el médico.
–¿La señora tiene un hermano?
–Sí, Antonio.
–¿Y cómo es posible que no…?
–No ha dado señales de vida, ni siquiera en esta dramática circunstancia, porque hace tiempo que no se tratan. Mucho tiempo.
Y entonces a Montalbano le pasó una cosa que le sucedía a menudo en el transcurso de las investigaciones, y era que en su cerebro se juntaban de golpe datos aparentemente no relacionables entre sí y cada pieza se colocaba en su correspondiente lugar del rompecabezas. Y eso le ocurría antes incluso de que fuese consciente de ello, de modo que fueron sus labios los que dijeron casi al margen de su voluntad:
–¿Pongamos… desde hace seis años?
Mistretta lo miró sorprendido.
–¿Ya lo sabe usted?
Montalbano hizo un gesto con la mano que no significaba nada.
–No desde hace seis años -puntualizó el médico-, pero todo empezó hace seis años. Verá, mi cuñada Giulia y su hermano Antonio, que es tres años menor que ella, quedaron huérfanos en su infancia. Una desgracia. Los padres murieron en un accidente ferroviario, y dejaron unas pequeñas propiedades. Los niños fueron acogidos en su casa por un tío materno que estaba soltero y siempre los trató con mucho cariño. Giulia y Antonio crecieron muy unidos, como suele ocurrir entre los huérfanos. Poco después de que ella cumpliera dieciséis años, el tío murió. Tenían muy poco dinero, por lo que Giulia dejó el instituto para que Antonio pudiera seguir estudiando y se puso a trabajar como dependienta. Mi hermano Salvatore la conoció cuando ella tenía veinte años, y se enamoró. Pero Giulia se negó a casarse con él sin antes ver a Antonio licenciado y colocado. Jamás aceptó la menor ayuda económica de su futuro marido, lo hizo todo ella. Con el tiempo Antonio se convirtió en ingeniero y encontró un buen puesto de trabajo, y Giulia y Salvatore pudieron casarse. Al cabo de tres años, a mi hermano le ofrecieron un empleo en Uruguay. Aceptó y se fue allí con su mujer. Entretanto…
El timbre del teléfono en el silencio del chalet y la campiña que lo rodeaba fue como una ráfaga de kalashnikov. El médico se levantó de golpe y se acercó a la consola sobre la que descansaba el aparato.
–¿Diga? Sí, dígame… ¿Cuándo? Sí, voy ahora mismo… El comisario Montalbano está aquí conmigo. ¿Quiere hablar con él?
Se volvió sin decir nada y le tendió el auricular. Era Fazio.
–Dottore? Lo he buscado en la comisaría y en casa, pero no han sabido decirme… Los secuestradores han llamado hace diez minutos… Es mejor que venga usted también.
–Voy ahora mismo.
–Un momento -dijo Carlo Mistretta-, he de coger unos medicamentos para Salvatore, está trastornado.
Se retiró. Habían llamado antes de lo previsto. ¿Por qué? ¿Quizá les había fallado algo y ya no disponían de tiempo? ¿O era una simple táctica para crear confusión? El médico regresó con un maletín.
–Yo iré delante. Sígame. Tomaremos un atajo.