Capítulo 23

El resto de sus vidas… En los días que siguieron, Alex no pudo pensar en otra cosa. Soñaba constantemente con el grandioso futuro que Annie y él podrían tener juntos. No veía ningún motivo para que estos sueños no pudieran hacerse realidad. En enero, poco después de Navidad, nacería su hijo. A partir de ese momento, ellos serían una familia. Aún quedaba por saber si Alex podría tener más hijos, pero esto ya no parecía tener mucha importancia. Niño o niña, el primer hijo sería su heredero, y eso era todo lo que le importaba.

En la mente de Alex, el bebé que Annie estaba esperando era suyo, y lo creía con la certeza de un hombre que ha sembrado la semilla con sus propias manos. Ya no pensaba en Douglas ni en lo que había hecho. Puesto que Annie ya había logrado dejar atrás lo sucedido, él también pudo hacerlo. El pasado había sido olvidado. El futuro los esperaba como una brillante promesa.

Amar a Annie. Para Alex, la joven era un regalo divino. A pesar de la experiencia que tuvo en las cataratas, había resultado ser una amante mucho más sensible de lo que jamás hubiera imaginado, y le costaba mucho quitarle las manos de encima. Afortunadamente, el sentimiento parecía ser mutuo. Una vez que ella logró vencer su timidez, empezó a tomar la iniciativa casi con tanta frecuencia como él, y algunas veces era mucho más creativa. Cuando de sexo se trataba, Annie no parecía saber que había ciertas cosas que una dama nunca hacía. Una noche, mientras se encontraba trabajando en su estudio, él alzó la vista de los papeles y vio los pechos desnudos de Annie a unos cuantos centímetros de su nariz. Un instante después, sus papeles se encontraban desperdigados por el suelo y su esposa tumbada de forma poco elegante sobre el escritorio.

Alex no tardó en comprender que Annie, a quien nunca se le había exigido seguir horarios y que no se regía por reloj alguno, era una criatura de impulsos. Una noche durante la cena, inmediatamente después de que Maddy sirviera el postre de helado, ella se levantó de la mesa y se dirigió hacia él con una sonrisa seductora que le calentó la sangre tan rápidamente que pensó que su postre corría peligro de derretirse.

—¿Qué quieres, amor mío?

Con un movimiento de la mano, Annie apartó el plato de helado y puso su voluptuoso trasero en su lugar. Los ojos entrecerrados de la mujer habían adquirido una seductora tonalidad azul.

Quiero ser tu helado.

—¿Mi helado? —preguntó Alex perplejo.

Ella se inclinó hacia adelante y llevó la punta de la lengua a su mejilla, lamiendo su piel y fingiendo deleitarse con su sabor, tal y como él lo había hecho con su helado hacía apenas un instante.

—¡Por Dios! —dijo con un susurro entrecortado—. Annie, mi amor…

Estaba a punto de explicarle que a una dama decente nunca se le ocurriría hacer esa clase de proposiciones, cuando la lengua de ella encontró su oreja, y él olvidó todo lo que quería decir. Aunque en realidad no quería decirle nada. ¿Qué hombre en su sano juicio querría que su esposa fuese una dama decente de puertas adentro? Alex sabía que muchos hombres tenían que vivir con esposas mojigatas que eran totalmente aburridas en la cama. Era una suerte que Annie hubiera llegado al matrimonio sin ideas preconcebidas respecto a lo que se consideraba apropiado. Sería un completo idiota si le llenaba la cabeza con un montón de convenciones sociales.

Con sus hábiles dedos, Alex le desabrochó el canesú y le desató la camisa interior rápidamente. Sus pechos salieron como deliciosos melones inclinados sobre el borde de una cesta. «Ataca ya», pensó, mientras su ardiente mirada se posaba en los pezones. Tenían un color delicado, de fresa y nata…

Mientras él estaba absorto admirando sus abundantes formas, Annie alargaba las manos hacia atrás para coger el plato del postre. Con gran asombro, Alex la vio meter la delicada yema de uno de sus dedos en el helado que se derretía rápidamente y restregar el frío dulce sobre su pezón. Su carne de color rosa se puso rígida enseguida y pareció erguirse hacia su boca, deseosa de atenciones. Como si quisiese enseñarle lo que tenía en mente, ella se inclinó hacia delante de nuevo para lamer los labios de él.

Alex, que siempre se había enorgullecido de ser muy ágil, se levantó de la silla. No recordaba haber cubierto nunca una distancia tan rápidamente como lo hizo con aquella que se extendía entre la mesa y las puertas del comedor. Después de cerrarlas con llave para que nadie los molestara, regresó para complacer a su esposa, que en aquel instante estaba cubriendo de dulce su otro pecho.

Completamente excitado, pero intentando no demostrarlo, Alex volvió a sentarse en su silla y esperó a ver qué más tenía ella en mente. Annie alzó la vista con expresión de deseo. Mirándolo a los ojos, lamió cada uno de sus dedos hasta dejarlos limpios. A Alex se le encogió el estómago de pura excitación erótica, pero estaba disfrutando enormemente de aquel espectáculo y no quería ponerle fin tan pronto. Aún no.

Tal y como él esperaba, Annie le acercó sus pechos desnudos, provocándole con los pezones calientes, dulces y pegajosos, hasta que él no pudo resistir más la tentación y empezó a limpiarle el dulce con la lengua. La piel de sus pezones se puso dura de inmediato y pareció llenarse de agudos puntitos. La esposa le acarició el pelo con las manos y arqueó la espalda para hacer sus senos más accesibles. Alex lamió y chupó los sensibles puntos, sonriendo al oír sus quejumbrosos nudillos de placer.

Los gemidos no tardaron en hacerse más fuertes. Buscando a tientas detrás de ella, él encontró el pañuelo que había desechado y cubrió con él la boca de Annie. Como si supiera cuál era su propósito, ella lo cogió entre los dientes para silenciar sus gritos.

Sin tener que preocuparse más por los sonidos que ella pudiera hacer, Alex se concentró únicamente en complacer a su hembra. Mientras buscaba el pañuelo, su mano había tropezado con el plato de postre. Lo cogió en aquel momento y metió las yemas de los dedos en el helado derretido. Volvió a cubrir los pezones de Annie de dulce. Fresas con nata… Alex nunca había probado nada semejante. Era deliciosamente perverso, la clase de erotismo con el que soñaba todo hombre, pero que nunca lograba experimentar. Pero con Annie, que felizmente ignoraba las convenciones, no había ninguna regla que acatar. Sólo se dejaba llevar por el placer.

Esto siempre le había parecido bien a Alex, pero nunca tanto como entonces. Oyó vagamente el ruido que hicieron los platos al apartarlos para que su esposa se tendiera sobre la mesa. Febrilmente, pero con torpeza, trató de quitarle la ropa. Faldas, enaguas, bragas, ligas, medias.

¡Jesús! Al recordar la mañana de su boda, cuando ella se encontraba sentada en el borde del rellano del primer piso y expuso su cuerpo a los ojos ávidos de Alex, deseó que en aquel momento llevara el mismo sencillo atuendo. Ahora que sabía lo deliciosa que era la combinación del helado con su dulce esposa, quería probar esa mezcla en otra parte del cuerpo femenino.

Cuando le quitó suficiente ropa para encontrar lo que estaba buscando, Alex dio un paso hacia atrás para observarla por un instante con sus ojos llenos de pasión. Los pliegues de su feminidad lo llamaban con su húmedo fulgor. El delicado color rosa de aquella carne le recordó las fresas una vez más… Las fresas, frutas que siempre requerían nata.

Sobre la arrugada servilleta, los enormes ojos azules de Annie buscaron su mirada. Alex sonrió lentamente. Ella había empezado aquel juego. Ahora él se proponía darle una nueva dimensión. Mientras el esposo metía las yemas de los dedos en el helado, la esposa pareció adivinar sus intenciones. Por lo visto, hasta Annie comprendía que esto era llevar las cosas demasiado lejos.

—Ah…

Sin muchas ganas, la joven trató de apartarse. No hubo indolencia alguna en la reacción de Alex para detenerla. Después de humedecer las yemas de sus dedos, encontró su centro ardiente y palpitante con hábil puntería. El pañuelo amortiguó su grito de sorpresa, mientras él untaba el helado sobre los sedosos pliegues. Todo su cuerpo se sacudió cuando él cogió entre sus dedos pulgar e índice la sensible y pequeña protuberancia que se encontraba allí oculta. Al retorcerla, Alex vio que la mujer cerraba los ojos. Annie gimió desde lo más profundo de su pecho y levantó las caderas, a todas luces doblegada.

Annie, de postre. Era el final de comida más dulce que Alex había probado jamás. Si en el futuro a ella le parecía que él era más apetecible que la comida servida para la cena, con todo gusto se pondría a su disposición. Era lo menos que un esposo podía hacer por su dulce, dócil e insaciable esposa.

Annie… para ser una mujer tan pequeña, tenía una presencia enorme en la vida de Alex: llenaba sus días de risas, sus noches de sexo y sus sueños de imágenes hermosas.

Hacia mediados de diciembre, el doctor Muir les hizo una visita. Supuestamente iba para ver a Annie, pero en realidad quería hablar en privado con Alex. Temeroso de que Annie se alterara durante el reconocimiento médico, que necesariamente sería más invasivo que el que Muir le había hecho en los primeros meses de su embarazo, Alex se quedó junto a su esposa mientras el médico la examinaba. Después, los dos hombres fueron al estudio a tomar un coñac y a hablar acerca de lo que el doctor había encontrado.

Muir fue al grano.

—Todo parece estar normal, Alex. Deja ya de preocuparte tanto.

Alex sonrió mientras le daba una bebida al buen doctor.

—¿Soy muy pesado?

—Le has tomado mucho cariño. Eso es evidente.

Alex apoyó un pie sobre su rodilla.

—Así es.

—¿Y cómo van las lecciones?

—Muy bien. Ella ha llegado a dominar un buen número de señas y ya conoce el alfabeto. La semana pasada terminamos de estudiar el primer manual.

Muir alzó la copa.

—Felicitaciones. Lo que estás haciendo es una hazaña.

Alex puso el pie en el suelo y se inclinó hacia adelante para apoyar los brazos sobre sus rodillas.

—Creo que sí. Si quieres que te sea sincero, pensé que los audífonos serían más útiles de lo que han resultado. Aunque puede oírme con ellos si le hablo fuerte, no parece poder reproducir los sonidos correctamente. Las pocas palabras que ha intentado decir le salen muy distorsionadas.

Daniel asintió con la cabeza.

—Eso era de esperar. Perdió el oído cuando tenía apenas seis años. Hace ya catorce que no le permiten hablar. Ha olvidado cómo hacerlo. Dada su incapacidad auditiva, lo más seguro es que se requiera algún tiempo para que ella vuelva a aprender todo lo que ha olvidado.

Alex suspiró.

—No hago más que decirme esas mismas palabras. —Se encogió de hombros y sonrió—. Ahora que puedo leer los labios, logramos comunicarnos bastante bien.

—Pero ¿qué pasará cuando nazca el bebé? Sería conveniente que Annie llegara a dominar al menos un pequeño vocabulario antes de que él empiece a aprender a hablar.

Alex reflexionó un momento sobre esas palabras.

—Habrá que ver cómo avanzan las cosas.

Daniel dio un golpecito a la copa, mirando a Alex por encima de su borde.

—Sé que quieres lo mejor para Annie y el bebé.

—Desde luego que sí.

—Sólo me preguntaba si estarías dispuesto a considerar la posibilidad de mandarla a una escuela.

—¿A una escuela?

Daniel alzó las cejas.

—Ella necesita una educación especial, Alex. Sé que estás haciendo milagros. No quiero restarte méritos. Pero, para que realmente pueda recuperar el habla, Annie debe contar con profesores especializados, gente que sepa cómo ayudarla. La escuela de Albany tiene una reputación intachable. Irene Small, la directora, es una fantástica profesora y, además de atender a las necesidades particulares de sus alumnos, también se ocupa de enriquecerlos cultural y socialmente. Sería estupendo que Annie fuese allí, al menos durante dos o tres años. No es mucho tiempo. Aún será joven cuando salga de la escuela. Y piensa en cuánto podría beneficiarla la experiencia.

Alex sintió como si se le cayera el alma a los pies.

—¿Dos o tres años?

Daniel sonrió.

—Albany no está muy lejos de aquí. Parece que te hubiera sugerido que la mandaras a un país extranjero. —Él también se había inclinado hacia adelante en la silla. Su mirada era franca y estaba llena de preocupación—. Alex, al menos piénsalo, por favor. Creo que podría convencer a Irene de que le haga sitio. Como va a tener un bebé, podría ser una estudiante no residente. Annie podría ir a vivir a Albany con ella. Las dos podrían alquilar una casita cerca de la escuela. Un lugar que se encuentre lo suficientemente cerca para que Annie pueda ir andando a las clases.

Alex se levantó rápidamente de la silla. El desasosiego que lo invadió le hizo derramar el coñac.

—No. Eso es totalmente imposible. Estamos hablando de mi esposa. No voy a mandarla a ningún lado dos o tres años. —Se pasó una mano por el pelo y empezó a andar de un lado para otro—. Por Dios, Daniel, no sé cómo puedes sugerir siquiera algo semejante. Si crees que Annie necesita un profesor especial, contrataré uno. Pero ella se quedará aquí, en Montgomery Hall, que es donde debe estar, y no se hable más del asunto.

Daniel dejó de lado la bebida y se puso en pie, cogiendo su maletín mientras se levantaba.

—Alex, a pesar de todo tu dinero y de tus buenas intenciones, no puedes comprarle a Annie las cosas que ella más necesita. En Albany, los estudiantes ponen en escena sus propias obras. Hacen bailes, reuniones sociales y musicales; todo eso está pensado expresamente para las personas sordas. Annie estaría rodeada de gente como ella por primera vez en su vida. Por más que quieras, no podrás proporcionarle todas esas experiencias.

Alex le lanzó una mirada llena de ira.

—Quizás no. Pero me estás pidiendo que mande a mi esposa y a mi hijo lejos de aquí. No puedo hacerlo. No lo haré. No estaría bien.

—¿No estaría bien para quién, para ti o para Annie? Piénsalo, Alex.

Daniel se dirigió lentamente a la puerta del estudio. Se detuvo antes de abrirla para mirar a Alex por encima de su hombro.

—Si realmente quieres a la chica, y yo creo que sí, terminarás haciendo lo que es mejor para ella. Estoy convencido de que así será. Como ya te he dicho, creo que puedo convencer a Irene de que la reciba. Si quieres, hablo con ella para confirmarlo. Creo que Annie podría empezar en marzo. En esa época ya se habrá recuperado por completo del parto, y podrá viajar y hacer la mudanza.

Esforzándose por recobrar la compostura, Alex buscó una respuesta.

—Supongo que no hará ningún daño que hagas las averiguaciones que creas necesarias. Siempre que entiendas que es muy poco probable que yo considere en serio la posibilidad de hacerlo.

Daniel sonrió ligeramente.

—Harás lo que es debido. Siempre lo haces.

Tras decir estas palabras, Daniel salió de la habitación.

* * *

Los días que siguieron, Alex reflexionó acerca de lo que Daniel había dicho. Su indecisión era tan grande que habló incluso con Edie Trimble, quien estuvo totalmente de acuerdo con el doctor Muir. A ella también le pareció que mandar a Annie a una escuela era una idea maravillosa. Por más que le diera vueltas al asunto, en el fondo sabía que su suegra y el médico tenían razón. En una escuela para sordos, todo un mundo nuevo se abriría para Annie. No sólo aprendería a hablar, sino también a leer y a escribir, cosas que Alex no estaba absolutamente seguro de poder enseñarle. Por otra parte, tendría la oportunidad de estar con gente como ella. En Albany, podría hacer amigos, algo que siempre le habían negado.

Bailes… reuniones… juegos… En pocas palabras, tendría una vida social. Esto era algo que Alex no podía comprarle. Si la obligaba a quedarse junto a él en Montgomery Hall, le estaría quitando la oportunidad de tener esas experiencias.

Por un breve periodo de tiempo, Alex consideró la posibilidad de contratar a un capataz competente para que se ocupara de Montgomery Hall. De esta manera, él podría mudarse a Albany para estar junto a Annie mientras ella asistía a la escuela. Pero después de pensarlo seriamente, comprendió que esto sería casi tan egoísta como obligarla a permanecer en Hooperville. Si él se iba a vivir a Albany, y estaba siempre entre bastidores, siempre esperando, ella se negaría a participar en todas las actividades sociales de las que podría disfrutar en su ausencia. Aunque deseaba estar con ella, no quería ser una cadena colgada en el cuello de su esposa. Otras personas podían vivir la vida en plenitud antes de adquirir el compromiso que implicaba un matrimonio. Annie merecía tener el mismo privilegio.

Dos o tres años… como Daniel dijo, no era mucho tiempo. Si todo salía bien, Annie tendría apenas veintitrés años cuando terminara su educación y volviera a vivir en Montgomery Hall. Entretanto, Alex podría viajar a Albany de vez en cuando, y ella podría ir a casa durante las vacaciones. De esa manera, sería más fácil sobrellevar la situación. Había que hacerlo.

Por el bien de Annie, no tenía más remedio.

Una vez que tomó la decisión, Alex se apresuró a hablar con Maddy. Aunque al ama de llaves inicialmente no le gustó la idea, al final aceptó acompañar a Annie a Albany para ayudarla a cuidar al bebé mientras ella asistía a la escuela. Cuando todo estuvo decidido, Alex empezó a mantener correspondencia con Irene Small, para organizar todo lo relacionado con la inscripción de Annie, conseguirle un alojamiento fuera del recinto escolar y pagar la matrícula por adelantado. Al terminar todos estos trámites, sólo quedaba una cosa por hacer: contárselo a Annie. Alex decidió que lo mejor era no correr el riesgo de disgustarla con la noticia y esperar hasta después del nacimiento del bebé.

A lo largo de las semanas siguientes, Alex valoró cada momento que pasó junto a ella, pues sabía que su tiempo juntos estaba destinado a llegar a su fin en muy pocos días. Largos paseos bajo la lluvia. Hacer el amor a la luz de la lumbre. Los planes para la llegada del bebé. Alex fingió en todo momento que tenían todo el tiempo del mundo por delante. Nunca le dejó saber a Annie que a veces, al mirarla, imaginaba lo vacía que sería su vida sin ella.

La vida sin ella… Era una posibilidad que Alex no podía descartar por completo. Annie no se había convertido en su esposa por elección propia, sino en contra de su voluntad. Con el tiempo, la joven había aprendido a quererlo; no dudaba ni un instante de la sinceridad de sus sentimientos. Pero la verdad era que no había sido una atracción instantánea. La mayoría de las mujeres, y Annie no era diferente de las demás, albergaba ideas románticas acerca del amor. Las jóvenes soñaban con conocer a un hombre especial que se las llevara en brazos para vivir felices y comer perdices. El hecho de que esta fantasía durara sólo hasta la luna de miel no venía al caso, y tampoco impedía que ellas siguieran con sus sueños.

¿Y si…? Estas dos palabras rondaban la cabeza de Alex, dormido o despierto ¿Y si, cuando Annie estuviera en la escuela, conocía a un hombre sordo y se enamoraba locamente de él? La imaginaba mirando al chico perfecto directamente a los ojos, en medio de una habitación llena de gente. La imaginaba bailando el vals en sus brazos, asistiendo con él a una obra de teatro, riéndose con él. Un hombre sin rostro, sin nombre, alguien con quien Annie tendría muchas cosas en común, sobre todo el mismo impedimento y la comprensión natural de todas las dificultades que conllevaba. En el mejor de los casos, Alex sólo podía suponer lo frustrada que debía sentirse ella algunas veces por no poder comunicarse con otras personas, por no poder leerles los labios si se volvían mientras le hablaban. Él hacía un enorme esfuerzo. Realmente lo intentaba. Pero por mucho que quisiese entender cómo se sentía ella, sabía que nunca lo lograría de verdad. Era imposible sin vivir en carne propia la experiencia de ser sordo.

En los momentos más oscuros, Alex recordaba el autorretrato sin orejas que Annie hizo una vez. En Albany, ella no sería diferente de las demás personas. Si conocía a un hombre allí, si se enamoraba de él, ¿quién podría juzgarla mal por no querer regresar a Hooperville, donde las gentes le causaron tanto dolor y le hicieron sufrir tantas humillaciones? Alex sabía que él no podría hacerlo. Y ésta era la razón principal de su congoja. Era sumamente fácil amar a una mujer lo suficiente para vivir con ella toda una vida. Amarla lo suficiente para dejarla en libertad era algo completamente distinto.

A Alex le pareció que el tiempo pasaba volando, llevándolos inexorablemente hacia el día en que Annie lo abandonaría. Llegó la época de Navidad. Diciembre le cedió el paso a enero, y ellos empezaron a contar los días que faltaban para que Annie diera a luz. En la noche del 8, unos pocos días antes de la fecha en que Daniel había calculado que se produciría el parto, Alex se encontraba en el cuarto de baño, lavándose antes de ir a acostarse, cuando oyó los gritos de Annie. Con el corazón en la garganta, corrió a la habitación, para encontrarla frente al armario, con la cara lívida del susto y el camisón blanco empapado de un líquido rosáceo.

—Todo va bien, cariño. Acabas de romper aguas, eso es todo.

¡Jesús! El bebé estaba a punto de nacer. Alex se apresuró a abrir todos los cajones del tocador en busca de un camisón seco. Esforzándose por aparentar tranquilidad, cuando en realidad estaba aterrorizado, la ayudó a cambiarse y luego la metió en la cama antes de correr a la planta baja en busca de Maddy.

—¡Dile a Henry que vaya a buscar al doctor Muir! —gritó—. Annie va a dar a luz. Ya ha roto aguas. El bebé está a punto de nacer, Maddy. Tenemos que traer a Daniel. ¡Rápido!

Maddy se quedó mirándolo fijamente.

—Señor, creo que será mejor que se tranquilice. Lo más probable es que pasen muchas horas antes de que nazca el bebé.

Alex tragó saliva y se frotó la cara con una mano.

—¿Estás completamente segura?

Maddy se quitó el mandil sucio con toda calma y se puso uno limpio.

—Por supuesto que no estoy segura. Pero entiendo que eso es lo que suele pasar con el primer bebé.

Alex se tranquilizó un poco y respiró hondo.

—Supongo que tienes razón. Estoy haciendo un drama sin necesidad, ¿no es verdad? —Hizo una mueca y se rió—. Después de todo, sólo se trata de un bebé que está a punto de nacer. Es decir… bueno, las mujeres dan a luz todos los días, ¿no?

Maddy pasó de largo por su lado. Tras abrir la puerta de la cocina, asomó la cabeza en la habitación contigua.

—¡Henry! ¡Baja enseguida! ¡Ya va a nacer el bebé!

¡Y la buena mujer hablaba de tranquilidad! Al subir las escaleras, Alex descubrió que, cuando Maddy estaba asustada, podía dejarlo atrás perfectamente, aunque corriesen cuesta arriba. También descubrió que, al correr el uno al lado del otro, podían quedarse atascados al tratar de atravesar una puerta.

En medio de todo aquel alboroto, Annie se había sumido en un sueño intranquilo. Cuando Maddy y Alex llegaron a su dormitorio y la encontraron durmiendo, acercaron dos sillas, una a cada lado de la cama, y se sentaron para observar con atención su vientre. De vez en cuando, Annie dejaba escapar un débil gemido, y Alex estaba seguro de que en esos momentos se le tensaba el abdomen. Cuando le dijo esto a Maddy, ella se inclinó para observarlo de cerca.

—¡Ay! Creo que tiene usted razón. Ya está teniendo contracciones leves.

Alex miró el reloj.

—Son las diez y cuarto. Ayúdame a recordar la hora para que podamos cronometrarlos con precisión, ¿vale?

Así los encontró Daniel: Annie dormía profundamente, mientras Alex y Maddy llevaban la cuenta de sus dolores. Al ver al médico, Maddy habló.

—Ahora que ha llegado el momento, creo que sería mucho más fácil poner un huevo.

Daniel no pudo menos que reír.

—Me parece que a Annie le está yendo mucho mejor que a vosotros. Pueden pasar unas cuantas horas antes de que nos pongamos a trabajar en serio, ¿sabéis? Yo me quedaré con Annie mientras vosotros dormís un poco, si queréis.

—¿Dormir? —preguntaron al alimón.

Daniel se rió.

—Supongo que no dormiréis. —Se frotó la barbilla—. Hum… Bueno, llamadme cuando se produzca algún cambio. Iré a acostarme un rato en el estudio. Si vosotros no queréis tratar de descansar un poco, no veo por qué no deba hacerlo yo.

Justo antes del amanecer, Alex bajó corriendo al estudio para despertar al doctor.

—Ya va a nacer —le dijo con voz trémula—. Date prisa, Daniel. Creo que Annie está muy mal.

El médico se incorporó y se frotó los ojos para intentar espantar el sueño, aparentemente sin prisa alguna.

—No me vendría nada mal un café.

—¿Un café? —Alex cogió al hombre del brazo y lo hizo levantarse del sofá de un tirón—. ¡Mi esposa está a punto de dar a luz! No tienes tiempo para tomar el puñetero café.

Diez horas después y tras varias tazas de café, Annie se puso de parto. Para desgracia de Daniel, Alex se negó a apartarse de su lado. Por lo general, no permitía que los padres asistieran al parto. Sabía por experiencia que la mayoría de los hombres al final no podía soportarlo y, hasta entonces, Alex no había mostrado indicio alguno de ser la excepción. Sin embargo, cuando los dolores de Annie empeoraron, Alex intervino y capeó bastante bien la tormenta, aparentemente sereno y haciendo todo lo posible por tranquilizar a la muchacha cuando sintió miedo.

—Todo va bien, mi amor —le dijo una y otra vez—. Yo estoy aquí.

Al verlos juntos, Daniel comprendió que había subestimado el amor que sentían el uno por el otro. Independientemente de la intensidad del dolor, Annie nunca apartó su mirada de Alex ni le soltó la mano. Y, a pesar de estar completamente exhausto, él no se alejó de la chica en ningún momento. No lo hizo para comer ni para descansar, ni siquiera para estirar las piernas.

No obstante, lo que más conmovió a Daniel fue verlos comunicarse por señas. Más de una vez, vio a Alex moviendo los dedos sobre la palma de la mano de Annie, hablándole de una manera íntima que nadie más podría interpretar. Daniel imaginó que le estaba diciendo que la amaba.

Cuando por fin el momento culminante llegó, Daniel trajo al mundo al bebé, pero fue Alex quien dio apoyo a Annie a lo largo de la dura prueba; fue su esposo quien le secó la cara y le arregló el pelo; fue él quien puso al bebé en sus brazos.

—Es niño, Annie —dijo con voz ronca—. Es precioso, ¿verdad? Tenemos un hijo.

Cuando Daniel vio las lágrimas en los ojos de Alex Montgomery, supo que era el momento de salir de la habitación para que la pareja pudiera tener un poco de privacidad. Una vez en el pasillo, se apoyó cansinamente en la pared y clavó su mirada vacía en el suelo. No podía dejar de pensar en Annie, en Alex y en su matrimonio. Hasta aquel día había creído que sólo era un acuerdo de conveniencia. Sólo entonces comprendió que no lo era. Si alguna vez había visto a dos personas profundamente enamoradas, eran aquéllas.

Albany… en marzo, Annie se marcharía para asistir a una escuela especial, dejando atrás a su esposo. Daniel sinceramente había creído que eso era lo mejor para la chica. Pero ya no estaba tan seguro.

* * *

Al ver el rostro de Alex mientras miraba a su hijo, Annie se llenó de una alegría indescriptible. Él tenía a la vez un aire de ternura y una actitud ferozmente protectora. Cada una de las líneas de su rostro se había tensado por la emoción. Entendía perfectamente sus sentimientos, pues ella también los estaba experimentando. Su bebé. Su propio pequeño bebé. En un breve espacio de tiempo, ya quería tanto a aquella personita que tanto amor era casi aterrador.

Alex se arrodilló junto a la cama y los rodeó a los dos con un brazo. Pestañeando para mantener los ojos abiertos, pues estaba totalmente agotada, Annie miró el rostro de su amado y sonrió. Nunca se había sentido tan llena de felicidad. En aquel momento, le dio la impresión de que, por primera vez en su vida, podía amar sin reservas. Había dos personas que la necesitaban. Realmente la necesitaban. Nunca antes se había sentido necesitada.

De niña a mujer… Annie sintió que había hecho esta transición demasiado rápido, de la noche a la mañana. Pero era maravilloso. Medio dormida, recorrió con la mirada las hermosas líneas del rostro moreno de Alex. Luego, miró a su hijo. El calor de su cuerpo diminuto apretado contra su pecho era la sensación más maravillosa que había experimentado en su vida. Concluyó que se parecía a su padre. Estupendo. Sería una pena que se pareciese a ella de mayor.

Después de que este pensamiento le pasara por la cabeza, cerró los ojos, perdiendo la batalla contra el agotamiento. Mientras se dejaba llevar por el sueño, sintió que tenía una meta en la vida. Durante muchos años, se había escabullido en el ático para fingir que era alguien. A partir de aquel momento, ya no necesitaría fingir. Gracias a aquel hombre y al niño había encontrado el sentido de su vida.

Annie Montgomery… esposa y madre. Era alguien.

* * *

—Gracias a Dios que soy estéril —le dijo Alex a Daniel poco después, cuando se encontraron en el estudio—. Nunca más. No quiero que ella tenga que volver a pasar por una experiencia semejante.

Daniel sonrió para sus adentros y se recostó en la pared de piedra de la chimenea.

—No quiero ser la voz del destino, amigo mío, pero ¿y si no lo eres?

—Cástrame.

Daniel echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

Alex lo fulminó con la mirada.

—No sé qué te parece tan gracioso. Pobre chica. Dios mío, nunca había visto nada semejante. —Los ojos se le ensombrecieron de inquietud—. ¿Se curará? Es decir, ¿volverá a quedar como antes?

Daniel reflexionó sobre esta pregunta.

—Bueno, se ha producido un estiramiento bastante considerable. Una mujer nunca puede volver a ceñir el cuerpo de su marido con la misma fuerza cuando los bebés empiezan a llegar.

Un brillo ardiente apareció en los ojos de Alex.

—¡Por Dios, Daniel! No me importa tener que atarme una tabla de dos por cuatro al trasero para no hundirme en su cuerpo. Eso no era lo que te estaba preguntando. Quiero saber si ella va a sanar por dentro. ¿El parto ha causado alguna herida permanente?

—Desde luego que no. Ella estará perfectamente bien en cuatro semanas. Si de verdad estás decidido a no poner más pan en su horno, ve a mi consulta antes de que transcurra este tiempo y te enseñaré algunas medidas preventivas. No tienes que preocuparte por eso ahora.

Alex se dejó caer en una silla y suspiró.

—No tengo que preocuparme por eso, y punto.

—Sin embargo, si no quieres tener más hijos, te sugiero que tomes medidas. Es verdad que tuviste paperas y que surgieron complicaciones. Pero he visto a otros hombres recuperarse de casos peores que el tuyo y tener hijos un tiempo después.

—Yo no puedo. Soy estéril, te lo aseguro.

—Sólo has tenido relaciones con prostitutas, Alex. Esas mujeres saben cómo protegerse. ¿Cómo demonios puedes saber que eres estéril?

—¿Cómo sabes con qué clase de mujeres he tenido relaciones?

—Por los rumores.

—¿Rumores?

Muir sonrió ligeramente.

—Eres un buen partido, y no muy dado a tener un comportamiento promiscuo. En las raras ocasiones en que ibas al pueblo, la gente hablaba de ti durante todo un mes. Yo supuse que eras cliente de la casa de Kate. ¿Estaba equivocado?

Alex se pasó la mano por la cara.

—No, no estabas equivocado. —Ahora que pensaba en ello, Alex cayó en la cuenta de que las chicas de Kate seguramente tomaban medidas para evitar quedarse embarazadas—. Y es posible que tengas razón, Daniel. Supongo que hay una mínima posibilidad de que yo no sea estéril. —Dedicó una mirada llena de angustia al médico—. Que Dios me ampare. Si vuelvo a dejar embarazada a esa pobre chica, me pegaré un tiro.

Daniel no pudo menos que sonreír al ver la expresión de horror en su rostro.

—La próxima vez será más fácil para ella, hijo. Créeme, ella podría tener hasta doce bebés perfectamente sanos.

—¿Doce? ¡Por Dios! —Alex se levantó de la silla y empezó a andar de un lado para otro—. Entonces, ya está. No volveré a tocarla. Quizá sea una buena cosa mandarla a esa escuela, después de todo.

Daniel se alejó de la chimenea y se metió las manos en los bolsillos. Había oído a muchos hombres hacer aquella misma promesa justo después de que sus esposas dieran a luz al primer hijo.

—Ya cambiarás de parecer cuando pase el tiempo.

Alex negó con la cabeza.

—No, no permitiré que ella vuelva a sufrir de esa manera. No volverá a pasar por ese trance si puedo evitarlo. No tengo ninguna duda al respecto. Es simple cuestión de abstinencia.

A Daniel le hizo gracia la reacción de Alex.

—¿Qué piensas hacer? ¿Irás al pueblo todos los sábados por la noche? Annie podría tener algo que decir al respecto.

—Mis noches en el pueblo ya son cosa del pasado. Soy un hombre casado, ¡por el amor de Dios!

Daniel sonrió.

—Ya veremos qué pasa. Como te dije, puedes tomar precauciones. Cuando Annie venga a visitarte o tú vayas a Albany a verla, la abstinencia puede ser como… una camisa de fuerza.

Alex se volvió para mirar al médico por encima del hombro.

—¿Esas precauciones son completamente eficaces?

—Nada es completamente eficaz.

—Entonces prefiero sufrir.

Era una promesa que Alex tenía la intención de cumplir.