Capítulo 1
Alzando el farol para iluminar el camino, Alex Montgomery recorrió a grandes zancadas el pasillo que atravesaba las caballerizas. El hedor acre del estiércol fresco se mezclaba con el polvoriento aroma del heno, para extenderse pesadamente sobre el aire frío de la noche. Relinchos de bienvenida llegaban a sus oídos procedentes de los oscuros compartimentos. En otras circunstancias, Alex quizá se hubiese detenido, pero no tenía tiempo ni ganas de dar terrones de azúcar a los caballos aquella noche.
Las intermitentes manchas de luz dorada del farol y los rápidos movimientos de su sombra jugueteando a lo largo de las paredes de madera eran indicios de la profundidad de su ira. Hacía rechinar los dientes para no bramar de pura furia. Llegó al final del corredor y abrió de una patada la puerta de tablas que conducía al cobertizo donde guardaban los arreos. Tal y como lo esperaba, su hermano, Douglas, estaba tumbado de forma poco elegante sobre un montón de paja desparramada a lo largo de una de las paredes, uno de sus lugares favoritos para dormir la mona.
Tragó saliva antes de pronunciar la primera palabra, para dominarse lo más posible. Al cabo de un instante, Alex habló.
—Despiértate, hermanito. Tenemos que hablar.
Con una botella de whisky en una mano y cubriendo sus ojos con la otra, el joven resacoso gruñó y se puso boca abajo para dar la espalda a Alex.
—Lárgate. Es medianoche.
A las siete de la tarde difícilmente podría decirse que fuera medianoche, y el hecho de ver a Douglas con una botella de whisky le recordó a Alex que ya era hora de que dejara de considerar a su hermano de veinte años un niño.
—Te dije que te despertaras. —Alex entró en la habitación y colgó el farol del gancho de una viga—. Han hecho una acusación muy grave en tu contra, jovencito, y quiero llegar al meollo de todo esto.
Douglas refunfuñó de nuevo.
—¿No podemos hablar más tarde?
Alex se puso en jarras, desafiante, y alzó la barbilla.
—El juez Trimble acaba de hacerme una visita. Han violado a su hija, Annie, y Alan Dristol afirma que tú lo hiciste.
Esto pareció atraer la atención de Douglas, quien enseguida se colocó otra vez boca arriba para mirar con ojos de miope por debajo de sus manos ahuecadas. Alex tuvo un rayo de esperanza. Mentiras, no eran más que mentiras. Un horrible malentendido que unas pocas palabras de su hermano podrían aclarar. Ningún Montgomery se rebajaría hasta el punto de obligar a una mujer a recibir sus atenciones, y mucho menos a una chica tan indefensa como Annie Trimble. Además, ¿para qué haría Douglas algo así? Era un joven apuesto que pertenecía a una familia adinerada. Casi todas las mujeres del pueblo rivalizaban para tratar de ganarse sus favores.
Douglas parpadeó como si estuviera intentando asimilar lo que su hermano acababa de decirle.
—¿Qué dices que anda contando Alan por ahí?
Después de un momento hizo una mueca de desprecio.
—¡Maldito cabrón, chivato, traidor! ¡Ya verás cuando lo coja!
Como dedos húmedos y helados, estas palabras apagaron la última chispa de esperanza que había en Alex. Se quedó inmóvil durante un momento, como paralizado por la incredulidad. No había en la voz de Douglas señal alguna de que sintiera compasión por Annie Trimble. Y tampoco negó la acusación.
El polvo de la paja se alzó en el aire, produciéndole picor en las ventanas de la nariz. Una sensación abrasadora se adueñó de sus ojos.
—Dime que no lo hiciste, ¡por el amor de Dios! —Alex tenía ahora la voz quebrada.
Al tiempo que pronunciaba estas palabras, notó el timbre de desesperación que había en su propia voz.
—Yo no lo hice. Pero ¿podemos dejar esta conversación para mañana en la mañana?
—¡No, maldición! No podemos. —Alex se acercó aún más. Su cuerpo estaba tenso, sus sienes empezaron a palpitar con fuerza—. Han violado a una chica. ¿Cómo podríamos dejar esta conversación para mañana? El juez Trimble está fuera de sí. Y ¿cómo no entenderlo? Quiero saber la verdad, Douglas, y quiero que me la digas ahora. ¡Dime qué pasó, por Dios! ¿Por qué diría Alan algo así, si no fuera cierto?
—Porque es un cobarde chaquetero, ésa es la razón. Bebí demasiado y perdí el control. Eso es todo.
—¿Eso es todo? —A Alex le pareció que la luz del farol empezaba a oscilar: brillaba intensamente durante un momento y luego se iba atenuando ligeramente—. ¡Dios santo, Douglas, esa chica ha sido violada!
—Pero ni que le hubiera hecho un daño permanente…
—¿Un daño permanente? Estamos hablando de una violación, ¡por el amor de Dios!
—¡Una violación! —Douglas lo dijo en voz baja, como si se tratase de una acusación absurda—. Por definición, una violación tiene lugar cuando un hombre obliga a una mujer a recibir atenciones que ella no desea. Annie Trimble recibió exactamente lo que andaba buscando.
—¿Qué?
—Sólo tienes que fijarte en cómo se viste y la forma en que se comporta. No lleva más que una delgada camisola y calzones bombachos bajo su vestido. No se pone corsés ni enaguas para ocultar su figura. Se pasa los días deambulando por el bosque como si fuese una ninfa, ¡y sin carabina! Ha estado provocando a todos los hombres del condado de Hooper desde que le crecieron las tetas. ¿Qué debemos hacer los tíos? ¿Fingir que estamos tan ciegos como topos? Ya te he dicho que estaba borracho. Es imposible que un hombre resista la tentación por mucho tiempo. Su madre no debería permitir que ella ande de un lado para otro vestida de esa manera, sin que nadie la acompañe.
Alex parecía cada vez más consternado.
—¡Dios santo! Tú lo hiciste, ¿verdad? Tú violaste a esa pobre chica.
A Douglas le temblaba la barbilla. Cubrió con el antebrazo sus ojos castaños.
—Eres un defensor de causas perdidas, Alex. Annie Trimble tendrá el cerebro afectado, pero del cuello para abajo está perfectamente bien. Ella lo quería tanto como yo. Y, aunque no fuese así, ¿qué importa? No puede recordar su propio nombre, y mucho menos lo que le pasó hace cinco minutos. Te estás comportando como si me hubiera follado a Amy Widlow, la hija del pastor.
—Amy Widlow o Annie Trimble, ¿cuál es la diferencia? Una violación es una violación.
Douglas dejó escapar de nuevo un resoplido desdeñoso y burlón. Alex sintió unas enormes ganas de levantarlo de un tirón de su lecho de paja y sacudirlo hasta que estuviera completamente sobrio. Pero en lugar de hacer esto, se quedó mirándolo fijamente, rogando que todo aquello no fuera más que una pesadilla. Douglas siempre había sido un demonio; pero, a pesar de toda su indisciplina, nunca le había hecho daño a nadie. Y porque no lo había hecho, Alex se había engañado a sí mismo creyendo que nunca lo haría. «Ya cambiará con el tiempo», se decía Alex a sí mismo una y otra vez. «Simplemente es un chico lleno de vida». Ahora ya sabía que no era así. Independientemente de su edad, un hombre tenía la capacidad de sentir compasión o no la tenía. Esto no era algo que pudiese enseñarse. Lo que más apesadumbraba a Alex era que habría podido evitarle aquel dolor a Annie Trimble si hubiera abierto los ojos antes; si no se hubiera negado a aceptar la flagrante verdad: que Douglas no era un hombre bueno, que nunca lo sería.
Los habitantes de Hooperville afirmaban que Alex y su hermano eran prácticamente idénticos. Éste era un parecido del que Alex siempre se había enorgullecido. Pero ahora sólo quería ver las diferencias que había entre ellos y gritarle al mundo entero que sólo eran hermanastros. Su padre era Bartholomew Montgomery, pero tenían madres distintas. La madre de Alex, Sarah, murió a causa de una intoxicación poco después de que él cumpliera tres años. Como buen criador de caballos de raza que era, Alex siempre le había dado gran importancia a la línea de sangre, y ahora se valía de esto como una excusa, diciéndose que Douglas seguramente había heredado algún mal rasgo de Alicia, la madrastra de Alex.
El sabor amargo de la vergüenza le llegó hasta la garganta. Violación. Ésta era una palabra desagradable, una palabra que nunca habría imaginado que pudiera guardar relación alguna con él. ¡Su propio hermano! No podía creerlo. No obstante, allí estaba Douglas, el violador, y cada una de sus palabras y sus acciones era testimonio de su culpa.
—¿Cómo pudiste hacer algo semejante? —Alex se llevó las manos, trémulas, a la cabeza. Empezó a andar de un lado para otro, y luego se volvió de nuevo para mirar fijamente a su hermano—. ¿Qué clase de monstruo eres? ¿Cómo pudiste hacerle daño a una chiquilla tan indefensa como Annie Trimble?
—Ella no es ninguna chiquilla. —Tocando con cuidado el rasguño que tenía en el cuello, y que Alex no había notado hasta entonces, Douglas añadió—: Y tampoco es una criatura indefensa.
Alex dejó caer los brazos y cerró los crispados puños.
—¿Y aun así afirmas que no la obligaste? Por el aspecto de ese arañazo, yo diría que se resistió con todas sus fuerzas.
Douglas movió frenéticamente la cabeza y se incorporó; bostezó con desidia y se acomodó poniendo los brazos sobre sus rodillas dobladas. Su camisa blanca estaba cubierta de tierra rojiza. Como la mayor parte de la que se encontraba en las faldas de las montañas que rodeaban Hooperville, la tierra en torno a las Cataratas Brumosas era una arcilla de color rojizo. Alex sintió náuseas. Y también se sintió vencido. Desde que su padre y su madrasta murieron hacía ya catorce años, en un accidente del cual siempre se había culpado a sí mismo, había hecho todo lo posible para reparar aquella pérdida y darle a su hermano menor una educación decente, para inculcarle los valores y principios morales que su padre le habría enseñado si estuviera vivo. Sus esfuerzos no habían servido de nada. Bajo aquel apuesto exterior, Douglas estaba tan podrido como una ristra de pescado que llevara una semana a la intemperie, y nada de lo que Alex hiciera podría cambiarlo.
—Qué excusa tan despreciable para un hombre como el que has resultado ser —susurró Alex—. Gracias a Dios que nuestro padre no está vivo para verlo.
Douglas miró a Alex a la cara, con los ojos entronados para combatir la intensa luz de la tarde, y advirtió su mirada acusadora.
—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Annie Trimble es una idiota, ¡por el amor de Dios! Me divertí un poco con ella. Estoy seguro de que ya ni siquiera se acuerda de lo sucedido. No entiendo a qué se debe tanto escándalo.
Alex no fue consciente de sus propios movimientos. De repente se vio a sí mismo agarrando a su hermano por el cuello e inmovilizándolo contra la pared. Douglas, que era un hombre alto y fornido, aunque nunca había movido un dedo en toda su vida para hacer un trabajo decente, sabía luchar, pero todos sus desesperados esfuerzos por liberarse de las manos de Alex fueron en vano. La falta de aire hizo que el color de su rostro pasara del rojo al morado, antes de que Alex se diera cuenta de lo que estaba haciendo y dejara de sujetarlo con tanta fuerza.
—¡Que Dios me asista! Podría estrangularte. Aunque eres de mi propia sangre, te mataría sin vacilar ni un instante.
Douglas se retorció entre el cuerpo curtido por el trabajo de Alex y los ásperos tablones de la pared. Sus muslos ceñían la rodilla de su hermano mayor, alojada de modo amenazador sobre su ingle.
—¡Estás loco! —dijo Douglas con voz ronca.
Controlando el deseo de hacerle daño a su hermano, Alex se conformó con darle un fuerte empujón. La espalda de Douglas golpeó la madera con un seco impacto. El aliento de whisky avinagrado durante el sueño golpeó a Alex en la cara y le hizo entender que aquel joven, a quien había querido tanto, de una manera tan excepcional, se había convertido en un borracho pendenciero y desalmado.
—No estoy loco, Douglas. Más bien creo que acabo de recuperar la razón. No he hecho más que justificarte y sacarte de apuros toda la vida. Pero esta vez no lo haré. Si vas a la horca por esto, yo estaré entre los espectadores que acudan a presenciar tu muerte.
—Ya te he dicho que sólo me estaba divirtiendo un poco.
—A expensas de la pobre Annie.
Alex soltó a su hermano con un gesto que parecía indicar que el solo hecho de tocarlo podía contaminarlo. Nunca en su vida había estado tan cerca de matar a un hombre. A pesar de que sólo había visto a Annie Trimble brevemente unas cuantas veces, y siempre de lejos, no podía dejar de imaginársela: una criatura baja y delgada, poco cuerda e inofensiva, que solía deambular por el bosque circundante, más un fantasma que una niña de carne y hueso, siempre deslizándose entre los árboles para ocultarse cuando se topaba con desconocidos. ¿Cómo se estarían sintiendo sus padres aquella noche, sabiendo que habían agredido a su hija de una manera tan cruel? Y su agresor no era cualquier persona: era Douglas Montgomery, a quien la fortuna de su hermano había vuelto inmune a la ley.
Así era. Alex se había convertido en todo un experto en repartir sobornos. Con el tiempo, aprendió que podía comprar a casi todo el mundo si la oferta era lo bastante espléndida, y había sacado a Douglas de aprietos más de una vez untándole la mano a alguien. Pero en aquella ocasión no lo haría. En aquella ocasión Douglas había sobrepasado los límites del decoro. Su ofensa era tan grave que ni siquiera Alex podía justificarla: la brutal violación de una joven que ni siquiera podía entender el significado de la palabra violación.
La furia de Alex era aterradoramente intensa, y tenía la plena certeza de que si Douglas no se alejaba de él enseguida, podría perder la vida.
—Márchate —dijo en voz baja—. Ve a la casa, saca dinero de la caja fuerte y toda la ropa que quieras. Luego vete. Si vuelvo a verte por aquí, no respondo de mis actos.
—¿Que me vaya? ¿Me estás echando de casa? No seas ridículo, Alex. Soy tu hermano. No puedes echarme.
Su hermano. Alex miró larga y fijamente los pronunciados rasgos de Douglas, tan parecidos a los suyos; el pelo leonino, la piel dorada y los anchos hombros. ¿Cómo era posible que dos personas fuesen tan parecidas por fuera y tan completamente distintas por dentro?
—No tengo hermanos —dijo Alex secamente—. A partir de ahora, mi hermano está muerto para mí. Vete de aquí antes de que haga realidad este sentimiento.
Que Alex recordara, era la primera vez que Douglas abandonaba su actitud de gallito. Tenía el rostro crispado a causa de un sentimiento que sólo podía ser pánico.
—No estarás hablando en serio. —Se alejó de la pared y se encogió de hombros para estirarse la camisa—. ¿Adónde iré? ¿Qué haré?
—Eso no me importa.
—Pero yo… —Douglas se calló y soltó una carcajada nerviosa—. Venga, Alex, dame una oportunidad de enmendarme. Todo el mundo merece una segunda oportunidad.
—Tú has agotado todas las oportunidades.
Douglas se quedó inmóvil, mirándolo boquiabierto.
—¡Por el amor de Dios! Quítame la mensualidad de este mes. Enciérrame en la casa. Haz lo que quieras, pero no me eches.
—Ésos son castigos para niños, Douglas. —Alex hablaba con enorme dureza—. Esta vez no has robado las calabazas de un granjero ni has incendiado la cabaña de un vecino.
En un abrir y cerrar de ojos, Alex recordó las innumerables travesuras que su hermano había hecho a lo largo de los años, la mayoría de ellas inofensivas, pero siempre con una crueldad implícita que él se había negado a ver. Sacos de excrementos empapados de queroseno que dejaba en los porches de las casas y a los que prendía fuego para que los desprevenidos habitantes salieran corriendo a apagar las llamas a pisotones. Excusados exteriores que cambiaba de sitio al anochecer para ponerlos directamente detrás de la fosa séptica, de tal manera que las personas cayeran en sus pútridos sedimentos. Travesuras inofensivas, se decía siempre Alex. Pero, en realidad, sabía que no era así.
—El daño que has causado hoy no se puede compensar con dinero, Douglas. ¿No puedes entenderlo?
La mandíbula del joven violador volvía a temblar nerviosamente.
—Pero se puede arreglar. —Alzó las manos en señal de súplica. En otra ocasión Alex quizás se hubiese compadecido de él, pero en aquel momento no sentía nada. Absolutamente nada—. Para reparar lo ocurrido, hasta me casaría con esa idiota, Alex. No tienes más que pedírmelo.
—¿Casarte con ella? Ni a un perro le desearía una suerte semejante, y mucho menos a una chica retrasada.
Tras decir estas palabras, Alex giró sobre sus talones y salió del cuarto de los arreos. Al llegar al pasillo, se detuvo un momento.
—Si no te has marchado antes de que regrese de casa de los Trimble, yo mismo te entregaré a las autoridades.
—¿De casa de los Trimble? ¿Para qué diablos vas a ir allí?
Sí, ¿para qué iba?
—Para tratar de reparar el daño —dijo Alex en voz baja—. Aunque sólo Dios sabe cómo. El hecho de ser un Montgomery no es una licencia para destruir las vidas de otras personas, Douglas. Estás acabado en esta región. Lárgate antes de que empiecen a buscarte.
* * *
Al abrigo de la escalera del alto porche que la protegía de la brisa fría de la noche, Annie se acurrucó detrás del acebo, con la espalda firmemente apretada contra los cimientos de ladrillo de la casa. «Aquí estoy a salvo». Nadie podría acercársele a hurtadillas por detrás. Ninguna mano podría cogerla de modo inesperado. Tal y como estaba, sólo podrían acercársele por delante.
Trataba de ver a través de las lágrimas calientes que anegaban sus ojos, mientras restregaba de manera compulsiva sus piernas con la tela de su camisón blanco. Sucio, pegajoso, feo. No soportaba que nadie la mirara, ni su madre, con la dolorosa tristeza que se reflejaba en sus ojos, ni su padre, con aquella violenta ira. No había hecho nada malo, nada. No obstante, la forma en que la miraban le hacía pensar todo lo contrario. Allí, en la oscuridad, no tenía que ver las expresiones acusadoras de sus rostros. Tomó aire trémulamente y lo retuvo en la garganta, para no sollozar.
Las ramas del acebo se mecían con la brisa. Los músculos del brazo y la espalda de Annie se movían nerviosamente y formaban nudos a causa de la implacable tensión que la atormentaba. La luz de la luna bañaba el jardín de enfrente con su luz plateada, dando a las sombras un perfil fantasmagórico y haciendo que todo lo inofensivo pareciera amenazador. Cuando los fuertes y sofocantes martilleos que sufría dentro de su cabeza finalmente la obligaron a respirar, aspiró profundamente, con el fin de ahogar cualquier sonido que pudiera emitir involuntariamente. Alguien podría oírla, y entonces papá iría con su correa para hacer que se callara. Ya le dolía todo el cuerpo. No creía poder soportar que le dieran una paliza, aquella noche no.
Hasta el aire que rodeaba a Annie parecía lleno de amenazas. Aunque sabía que era una tontería, alzaba permanentemente la vista, pues temía que el hombre malo que le había hecho daño saliese de la nada para abalanzarse sobre ella. Así fue como parecieron pasar las cosas aquella mañana. Ella se detuvo para mirar su imagen en el agua, cuando el rostro del hombre apareció de repente junto al suyo.
Debió abandonar su chal y salir corriendo. Sólo entonces comprendió esto. Tonta, tonta, Annie. Quizá ésta fuese la razón por la que sus padres la miraban de aquella manera. Estaban enfadados porque se había quedado allí para rescatar su chal. En aquel momento le pareció que eso era lo que debía hacer. Después de todo, Alan estaba allí. Puesto que su madre solía ir a su casa a menudo, ella se sintió segura. No había ningún motivo para que no fuese así. La gente la molestaba con frecuencia, pero nadie le había hecho nunca daño.
Hasta aquella mañana.
Annie se estremeció al rememorar el dolor. Aquel hombre. Se mordió los labios. Ya lo había visto antes. Vivía en una casa mucho más grande que la suya, aquella de la colina, con todos aquellos caballos pastando en los campos. Desde lejos, lo había visto montando su bestia. No parecía un hombre malo. No había tenido ninguna razón para pensar que le haría daño.
Podría estar allí fuera, en medio de la oscuridad. Annie quería cerrar los ojos para ahuyentar las imágenes con que la agobiaba su memoria, pero no se atrevía. Sus ojos eran su única defensa.
¿Por qué le había hecho daño de semejante manera? Esta pregunta la había estado acosando todo el día y toda la noche, y no encontraba una respuesta. Ella no había hecho nada malo, nada que pudiera hacer que se enfureciera con ella. Recordaba el brillo de sus ojos. Bonitos ojos. Eran del color del dulce de miel de Navidad de mamá. Y se había reído mientras le hacía daño. Annie no creía que pudiera quitarse nunca aquellas imágenes de la cabeza.
Entrelazó las manos alrededor de sus rodillas dobladas. Le dolía el estómago, y sentía que por dentro había quedado completamente desgarrada, como en carne viva. Aunque su madre la había ayudado a lavarse para sacar todo lo pegajoso, aún se sentía muy sucia, como si el contacto de aquel hombre hubiera dejado una mancha que nunca podría quitarse. Cuando pensaba en las cosas que él le había hecho, le daban ganas de vomitar.
Un movimiento en medio de la oscuridad atrajo la atención de Annie. Se inclinó hacia adelante para echar un vistazo a través de las espinosas hojas. La imprecisa figura de un hombre a caballo subía por el camino de entrada a la casa. A medida que se acercaba, una letanía empezó a resonar dentro de su cabeza. Por favor, Señor, no permitas que sea él. Por favor, por favor, por favor. Intentó desesperadamente recordar las palabras de las oraciones que su madre le había enseñado cuando era pequeña, pero todas se confundieron en su mente. Como si las oraciones sirvieran de algo… No la habían ayudado aquella mañana.
El hombre detuvo el caballo cerca de la baranda de atar las bestias y se bajó de la silla de montar. La punta de una de sus botas de gamuza alcanzó el suelo al tiempo que mantenía el equilibrio para sacar el pie izquierdo del estribo. Vestido con pantalones de montar de media caña, de pana de color tostado, y una chaqueta de sarga gris, y con el rostro oculto por el ala de un sombrero de fieltro a juego, no era fácil identificarlo de inmediato. Alto y ancho de espaldas, tenía un físico parecido al del hombre que le había hecho daño, pero estaba vestido de una manera mucho más informal. La vuelta de sus pantalones de montar era de franela de cuadros rojos, los calcetines negros que cubrían sus musculosas pantorrillas eran de un algodón estriado bastante ordinario.
Enganchó las riendas de su caballo en la baranda y, mientras se dirigía al porche a grandes zancadas, se sacudió la crin de caballo que se aferraba a sus pantalones. Se detuvo al pie de la escalera. Annie vio su pecho expandirse mientras respiraba hondo y enderezaba los hombros, gesto que delató su nerviosismo. Acto seguido, se quitó el sombrero.
El brillo leonado de su pelo bajo la luz de la luna era inconfundible. El pánico ahuyentó de la cabeza de Annie todo pensamiento racional. Sólo con mirar aquel rostro, que se aparecería en sus pesadillas en los años venideros, olvidó sus planes de permanecer escondida con su espalda protegida por todos los lados. ¡Era él! Tenía que huir. Pero temía que la viera si se movía.
Como si hubiera sentido los ojos de Annie posándose sobre él, entrecerró los ojos ante la fuerte luz que salía de las ventanas y se vertía sobre el porche. Su mirada de color caramelo escrutó la oscuridad que envolvía a la joven, y luego se inclinó ligeramente hacia adelante para mirar detenidamente a través de las hojas del acebo. La oscuridad cubría parcialmente su rostro y, cuando habló, Annie tuvo dificultad para entender sus palabras. Como si hubiera comprendido que ella no había entendido lo que le dijo, él se acercó un poco y volvió a hablar. Cuando se movió, la luz que salía de la casa iluminó sus labios, y ella pudo verlos.
—Hola.
¿Hola? Después de lo que le había hecho, Annie no podía creer que la estuviera saludando como si nada hubiese pasado. Al recordar lo rápido que podía moverse aquel hombre, y la fuerza de sus manos, sintió pánico, terror ante la posibilidad de que intentase aprisionarla de nuevo entre sus brazos. Cerró los puños en la tierra y clavó los talones en el suelo para quedar boca arriba y caminar de lado sobre sus cuatro extremidades, imitando los movimientos de los cangrejos. El silencio que le apretaba los oídos se convirtió en un tamborileo sordo cuando él alargó los brazos para separar las ramas que formaban un emparrado en torno a ella.
No, no, no. Annie casi podía sentir su peso aplastándola hasta dejarla sin aliento. Los moretones que aquel hombre le había dejado en el cuerpo palpitaban con fuerza al tiempo que el pulso se le aceleraba y hacía que la sangre le subiera a la superficie de la piel. Negó con la cabeza mientras su enorme mano se extendía hacia ella.
Arrastrándose como una loca a lo largo de los cimientos de ladrillo de la casa, ignoró el desgarrón que le hizo en el cuerpo una rama del acebo al atravesarle el camisón. Apoyándose sobre sus manos y rodillas, se abrió camino a cabezazos a través de un tramo de rosales, sin importarle que el pelo se le enganchara en las espinas. Tenía que huir antes de que la atrapara y le hiciera daño de nuevo.