(Martes, 19 de junio)

Cuando fue la luz otra vez, comprendí que había pasado la Primera Prueba. Las sombras se ha bían llevado los temores de la víspera. Al lavarme el pecho y la cara en un remanso del caño, junto a Rosario que limpiaba con arena los enseres de mi desayuno, me pareció que compartía en esta hora, con los millares de hombres que vivían en las inexploradas cabeceras de los Grandes Ríos, la primordial sensación de belleza, de belleza físicamente percibida, gozada igualmente por el cuerpo y el entendimiento, que nace de cada renacer de sol -belleza cuya conciencia, en tales lejanías, se transforma para el hombre en orgullo de proclamarse dueño del mundo, supremo usufructuario de la creación. El amanecer de la selva es mucho menos hermoso, si en colores pensamos, que el crepúsculo. Sobre un suelo que exhala una humedad milenaria, sobre el agua que divide las tierras, sobre una vegetación que se envuelve en neblinas, el amanecer se insinúa con grisallas de lluvia, en una claridad indecisa que nunca parece augurar un día despejado. Habrá que esperar varias horas antes de que el sol, alto ya, liberado por las copas, pueda arrojar un rayo de franca luz por sobre las infinitas arboledas. Y, sin embargo, el amanecer de la selva renueva siempre el júbilo entrañado, atávico, llevado en venas propias, de ancestros que, durante milenios, vieron en cada madrugada el término en sus espantos nocturnos, el retroceso de los rugidos, el despeje de las sombras, la confusión de los espectros, el deslinde de lo malévolo.

Con el inicio de la jornada, siento como una necesidad de excusarme ante Rosario por las pocas oportunidades de estar solos que nos ofrece esta fase del viaje. Ella se echa a reír, canturreando algo que debe ser un romancillo: Yo soy la recién casada - que lloraba sin cesar - de verme tan mal casada - sin poderlo remediar. Y aún sonaban sus coplas maliciosas, llenas de alusiones a la continencia que el viaje nos imponía, cuando ya, bogando otra vez, desembocamos a un caño ancho que se internaba en lo que el Adelantado me anunció como la selva verdadera. Como el agua, salida de su cauce, anegaba inmensas porciones de tierra, ciertos árboles retorcidos, de lianas hundidas en el légamo, tenían algo de naves ancladas, en tanto que otros troncos, de un rojo dorado, se alargaban en espejismos de profundidad, y los de antiquísimas selvas muertas, blanquecinos, más mármol que madera, emergían como los obeliscos cimeros de una ciudad abismada.

Detrás de los sujetos identificables, de los morichales, de los bambúes, de los anónimos sarmientos orilleros, era la vegetación feraz, entretejida, trabada en intríngulis de bejucos, de matas, de enredaderas, de garfios, de matapalos, que, a veces, rompía a empellones el pardo cuero de una danta, en busca de un caño donde refrescar la trompa. Centenares de garzas, empinadas en sus patas, hundiendo el cuello entre las alas, estiraban el pico a la vera de los lagunatos, cuando no redondeaba la giba algún garzón malhumorado, caído del cielo. De pronto, una empinada ramazón se tornasolaba en el alborozo de un graznante vuelo de guacamayos, que arrojaban pinceladas violentas sobre la acre sombra de abajo, donde las especies estaban empeñadas en una milenaria lucha por treparse unas sobre otras, ascender, salir a la luz, alcanzar el sol. El desmedido estiramiento de ciertas palmeras escuálidas, el despunte de ciertas maderas que sólo lograban asomar una hoja, arriba, luego de haber sorbido la savia de varios troncos, eran fases diversas de una batalla vertical de cada instante, dominada señeramente por los árboles más grandes que yo hubiera visto jamás.

Arboles que dejaban muy abajo, como gente rastreante, a las plantas más espigadas por las penumbras, y se abrían en cielo despejado, por encima de toda lucha, armando con sus ramas unos boscajes aéreos, irreales, como suspendidos en el espacio, de los que colgaban musgos transparentes, semejantes a encajes lacerados. A veces, luego de varios siglos de vida, uno de esos árboles perdía las hojas, secaba sus líquenes, apagaba sus orquídeas. Las maderas le encanecían, tomando consistencia de granito rosa y quedaba erguido, con su ramazón monumental en silenciosa desnudez, revelando las leyes de una arquitectura casi mineral, que tenía simetrías, ritmos, equilibrios, de cristalizaciones. Chorreado por las lluvias, inmóvil en las tempestades, permanecía allí, durante algunos siglos más, hasta que, un buen día, el rayo acababa de derribarlo sobre el deleznable mundo de abajo. Entonces, el coloso, nunca salido de la prehistoria, acababa por desplomarse, aullando por todas las astillas, arrojando palos a los cuatro vientos, rajado en dos, lleno de carbón y de fuego celestial, para mejor romper y quemar todo lo que estaba a sus pies. Cien árboles perecían en su caída, aplastados, derribados, desgajados, tirando de lianas que, al reventar, se disparaban hacia el cielo como cuerdas de arcos. Y acababa por yacer sobre el humus milenario de la selva, sacando de la tierra unas raíces tan intrincadas y vastas que dos caños, siempre ajenos, se veían unidos, de pronto, por la extracción de aquellos arados profundos que salían de sus tinieblas destrozando nidos de termes, abriendo cráteres a los que acudían corriendo, con la lengua melosa y los garfios de fuera, los lamedodores de hormigas.

Lo que más me asombraba era el inacabable mimetismo de la naturaleza virgen. Aquí todo parecía otra cosa, creándose un mundo de apariencias que ocultaba la realidad, poniendo muchas verdades en entredicho. Los caimanes que acechaban en los bajos fondos de la selva anegada, inmóviles, con las fauces en espera, parecían maderos podridos, vestidos de escaramujos; los bejucos parecían reptiles y las serpientes parecían lianas, cuando sus pieles no tenían nervaduras de maderas preciosas, ojos de ala de falena, escamas de ananá o anillas de coral; las plantas acuáticas se apretaban en alfombra tupida, escondiendo el agua que les corría debajo, fingiéndose vegetación de tierra muy firme: las cortezas caídas cobraban muy pronto una consistencia de laurel en salmuera, y los hongos eran como coladas de cobre, como espolvoreos de azufre, junto a la falsedad de un camaleón demasiado rama, demasiado lapizlázuli, demasiado plomo estriado de un amarillo intenso, simulación, ahora, de salpicaduras de sol caídas a través de hojas que nunca dejaban pasar el sol entero. La selva era el mundo de la mentira, de la trampa y del falso semblante; allí todo era disfraz, estratagema, juego de apariencias, metamorfosis.

Mundo del lagarto-cohombro, la castaña-erizo, la crisálida-ciempiés, la larva con carne de zanahoria y el pez eléctrico que fulminaba desde el poso de las linazas. Al pasar cerca de las orillas, las penumbras logradas por varias techumbres vegetales arrojaban vaharadas de frescor hasta las curiaras. Bastaba detenerse unos segundos para que este alivio se transformara en un intolerable hervor de insectos.

En todas partes parecía haber flores; pero los colores de las flores eran mentidos, casi siempre, por la vida de hojas en distinto grado de madurez o decrepitud.

Parecía haber frutos; pero la redondez, la madurez de las frutas, eran mentidas por bulbos sudorosos, terciopelos hediondos, vulvas de plantas insectívoras que eran como pensamientos rociados de almíbares, cactáceas moteadas que alzaban, a un palmo de la tierra, un tulipán de esperma azafranada.

Y cuando aparecía una orquídea, allá, muy alto, más arriba del bambusal, más arriba de los yopos, se hacía algo tan irreal, tan inalcanzable, como el más vertiginoso edelweis alpestre. Pero también estaban los árboles que no eran verdes, y jalonaban las orillas de macizos de amaranto o se encendían con amarillos de zarza ardiente. Hasta el cielo mentía a veces, cuando, invirtiendo su altura en el azogue de los lagunatos, se hundía en profundidades celestemente abisales. Sólo las aves estaban en hora de verdad, dentro de la clara identidad de sus plumajes.

No mentían las garzas cuando inventaban la interrogación con el arco del cuello, ni cuando, al grito del garzón vigilante, levantaban su espanto de plumas blancas. No mentía el martín pescador de gorro encarnado, tan frágil y pequeño en aquel universo terrible, que su sola presencia, junto a la prodigiosa vibración del colibrí, era cosa de milagro. Tampoco mentían, en el eterno barajarse de las apariencias y los simulacros, en esa barroca proliferación de lianas, los alegres monos araguatos que, de repente, escandalizaban las frondas con sus travesuras, indecencias y carantoñas de grandes niños de cinco manos.

Y encima de todo, como si lo asombroso de abajo fuera poco, yo descubría un nuevo mundo de nubes: esas nubes tan distintas, tan propias, tan olvidadas por los hombres, que todavía se amasan sobre la humedad de las inmensas selvas, ricas en agua como los primeros capítulos del Génesis; nubes hechas como de un mármol desgastado, rectas en su base, y que se dibujaban hasta tremendas alturas, inmóviles, monumentales, con formas que eran las de la materia en que empieza a redondearse la forma de un ánfora a poco de girar el torno del alfarero. Esas nubes, rara vez enlazadas entre sí, estaban detenidas en el espacio, como edificadas en el cielo, semejantes a sí mismas, desde los tiempos inmemoriales en que presidieran la separación de las aguas y el misterio de las primeras confluencias.

XXI

(Tarde del martes)

Aprovechándose de que nos hubiésemos detenido a mediodía, en una ensenada boscosa, para dar algún descanso a los remeros y desentumecer las piernas, Yannes se alejó de nosotros con el ánimo de reconocer el lecho de un torrente que, según él, debe acaudalar diamantes. Pero hace ya dos horas que lo llamamos a gritos, sin hallar más respuesta que el eco de nuestras voces en las vueltas del cauce fangoso.

En el creciente enojo de la espera, fray Pedro vapulea a los que se dejan cegar por la fiebre de las piedras y del metal precioso. Oigo sus palabras con cierto malestar, pensando que el Adelantado -a quien se atribuye el hallazgo de un yacimiento fabuloso – acabará por ofenderse. Pero el hombre sonríe bajo sus cejas enmarañadas, y pregunta socarronamente al misionero por qué relumbran tanto el oro y la pedrería en las custodias de Roma. «Porque justo es -responde fray Pedro- que las más hermosas materias de la Creación sirvan para honrar a quien las creó.» Luego, para demostrarme que si pide pompas para el ara exige humildad al oficiante, la emprende acremente con los párrocos mundanos, a los que califica de nuevos vendedores de indulgencias, rumiantes de nunciaturas y tenores del pulpito. «La eterna rivalidad entre la infantería y la caballería», exclama el Adelantado, riendo, Es evidente -pienso yo- que cierto clero urbano debe parecer singularmente ocioso, por no decir tarado, a un ermitaño con cuarenta años de apostolado en la selva; y queriendo serle grato me doy a apoyar sus decires con ejemplos de sacerdotes indignos y mercaderes del templo. Pero fray Pedro me corta la palabra con tono abrupto: «Para hablar de los malos, hay que saber de los otros.» Y comienza a contarme de gente para mí desconocida; de padres despedazados por los indios del Marañón; de un beato Diego bárbaramente torturado por el último Inca; de un Juan de Lizardi, traspasado por las saetas paraguayas, y de cuarenta frailes degollados por un pirata hereje, a quien la Doctora de Avila, en estática visión, viera llegar al cielo, a paso de carga, asustando a los ángeles con sus terribles caras de santos.

A todo esto se refiere como si hubiese sucedido ayer; como si tuviera el poder de andarse por el tiempo al derecho y al revés. «Tal vez porque su misión se cumple en un paisaje sin fechas», me digo. Pero ahora se percata fray Pedro de que el sol se oculta tras de los árboles, e interrumpe su hagiografía misionera para llamar a Yannes, nuevamente, en una grita conminatoria que no excluye el epíteto de arrieros buscando una bestia huida. Y cuando reaparece el griego, son tales los bastonazos que pega el fraile en una laja que, en el acto, nos vemos acurrucados en las curiaras. Al reanudarse la navegación, comprendo la causa del enojo de fray Pedro ante la demora del minero. Ahora el caño se estrecha cada vez más entre riberas inabordables que son como acantilados negros, anunciadores de paisajes distintos. Y, de pronto, la corriente nos arroja a toda la anchura de un río amarillo que desciende, atormentado de raudales y remolinos, hacia el Río Mayor, en cuyo costado habrá de prenderse, llevándole el caudal de torrentes de toda una vertiente de las Grandes Mesetas. El empuje del agua se acrece hoy, peligrosamente, con el peso de lluvias caídas en alguna parte. Tomando el oficio de baqueano, fray Pedro, con un pie afianzado en cada borde, va arrumbando las canoas con el bastón. Pero la resistencia es tremenda y la noche se nos viene encima sin que hayamos salido de lo más trabado de la lucha. De pronto, hay turbamulta en el cielo: baja un viento frío que levanta tremendas olas, los árboles sueltan torbellinos de hojas muertas, se pinta una manga de aire, y, sobre la selva bramante, estalla la tormenta. Todo se enciende en verde. El rayo amartilla con tal seguimiento que no termina una centella de alumbrar el horizonte cuando ya otra se le desprende enfrente, abriéndose en garfios que se hunden tras de montes nuevamente reaparecidos. La parpadeante claridad que viene de atrás, de adelante, de los lados, deslindada a veces por la tenebrosa silueta de islas cuyas marañas de árboles se yerguen sobre las aguas bullentes -esa luz de cataclismo, de lluvia de aerolitos, me produce un repentino espanto, al mostrarme la cercanía de los obstáculos, la furia de las corrientes, la pluralidad de los peligros.

No hay salvación posible para quien caiga en el tumulto que golpea, levanta, zarandea, nuestra barca. Perdida toda razón, incapaz de sobreponerme al miedo, me abrazó de Rosario, buscando el calor de su cuerpo, no ya con gesto de amante, sino de niño que se cuelga del cuello de su madre, y me dejo yacer en el piso de la curiara, metiendo el rostro en su cabellera, para no ver lo que ocurre y escapar, en ella, al furor que nos circunda. Pero difícil es olvidarlo, con el medio palmo de agua tibia que empieza a chapotear, dentro de la misma canoa, de proa a popa. Dominando apenas el equilibrio de las embarcaciones, vamos de raudal en raudal, picando de proa en los pailones, montando sobre peñas redondas, saltando adelante, sesgándonos de modo vertiginoso para agarrar un rápido de medio lado, siempre en el borde del vuelco, rodeados de espuma, sobre estas maderas torturadas que chillan por toda la quilla. Y para colmo empieza a llover. Acrece mi horror, ahora, la visión del capuchino, de barbas dibujadas en negro sobre los relámpagos, que ya no dirige la embarcación, sino reza. Con los dientes apretados, reguardando mi cabeza como se resguarda el cráneo del hijo nacido en un trance peligroso, Rosario parece de una sorprendente entereza. De bruces en el suelo, el Adelantado agarra a nuestros indios por sus cinturones, para impedir que un embate los arroje al agua, y puedan seguir defendiéndonos con sus remos. Prosigue la terrible lucha durante un tiempo que mi angustia hace inacabable.

Comprendo que el peligro ha pasado cuando fray Pedro vuelve a pararse en la proa, afincando los pies en las bordas. La tormenta se lleva sus últimos rayos, tan pronto como los trajo, cerrando la tremebunda sinfonía de sus iras con el acorde de un trueno muy rodado y prolongado, y la noche se llena de ranas que cantan su júbilo en todas las orillas.

Desarrugando el lomo, el río sigue su camino hacia el Océano remoto. Agotado por la tensión nerviosa, me duermo sobre el pecho de Rosario. Pero en seguida descansa la canoa en varadero de arena, y al saberme nuevamente sobre la tierra segura, a la que salta fray Pedro con un: «¡Gracias a Dios!», comprendo que ha pasado la Segunda Prueba.

XXII

(Miércoles, 20 de junio)

Después de un sueño de muchas horas, agarré un cántaro y bebí largamente de su agua. Al dejarlo de lado, viendo que quedaba al nivel de mi cara, comprendí, aún mal despierto, que me hallaba en el suelo, acostado sobre una estera de paja muy delgada.

Olía a humo de leña. Había un techo sobre mí.

Recordé entonces el desembarco de una ensenada; la caminata hacia la aldea de los indios; la sensación de agotamiento y de resfrío que llevara al Adelantado a hacerme tragar varios sorbos de un aguardiente tremendamente fuerte -del que aquí llaman estómago de fuego-, que sólo probaba a modo de remedio. Detrás de mí, amasando el casabe, había varias indias de pecho desnudo, con el sexo apenas oculto por un guayuco blanco, sujeto a la cintura con un cordón pasado entre las nalgas. De las paredes de hojas de moriche colgaban arcos y flechas de pesca y de caza, cerbatanas, carcajes de dardos envenenados, taparas de curare, y unas paletas de forma de espejo de mano que servían -lo sabría después – para la maceración de una semilla dispensadora de embriaguez, cuyos polvos se aspiraban por canutos hechos con esternones de pájaros. Frente a la entrada, entre ramas aspadas, tres anchos peces rojiviolados se tostaban sobre un lecho de brasas.

Nuestras hamacas, puestas a secar, me recordaron por qué habíamos dormido en el suelo. Con el cuerpo algo adolorido salí de la churuata, miré, y me detuve estupefacto, con la boca llena de exclamaciones que nada podían por librarme de mi asombro.

Allá, detrás de los árboles gigantescos, se alzaban unas moles de roca negra, enormes, macizas, de flaneos verticales, como tiradas a plomada, que eran presencia y verdad de monumentos fabulosos. Tenía mi memoria que irse al mundo del Bosco, a las Babeles imaginarias de los pintores de lo fantástico, de los más alucinados ilustradores de tentaciones de santos, para hallar algo semejante a lo que estaba contemplando. Y aun cuando encontraba una analogía, tenía que renunciar a ella, al punto, por una cuestión de proporciones. Esto que miraba era algo como una titánica ciudad -ciudad de edificaciones múltiples y espaciadas-, con escaleras ciclópeas, mausoleos metidos en las nubes, explanadas inmensas dominadas por extrañas fortalezas de obsidiana, sin almenas ni troneras, que parecían estar ahí para defender la entrada de algún reino prohibido al hombre.

Y allá, sobre aquel fondo de cirros, se afirmaba la Capital de las Formas: una increíble catedral gótica, de una milla de alto, con sus dos torres, su nave, su ábside y sus arbotantes, montada sobre un peñón cónico hecho de una materia extraña, con sombrías irisaciones de hulla. Los campanarios eran barridos por nieblas espesas que se atorbellinaban al ser rotas por los hilos del granito. En las proporciones de esas Formas rematadas por vertiginosas terrazas, flanqueadas con tuberías de órgano, había algo tan fuera de lo real -morada de dioses, tronos y graderíos destinados a la celebración de algún Juicio Final- que el ánimo, pasmado, no buscaba la menor interpretación de aquella desconcertante arquitectura telúrica, aceptando sin razonar su belleza vertical e inexorable. El sol, ahora, ponía reflejos de mercurio sobre el imposible templo más colgado del cielo que encajado en la tierra. En planos de evanescencias, que se definían por el mayor o menor ensombramiento de sus valores, se divisaban otras Formas, de la misma familia geológica, de cuyos bordes se descolgaban cascadas de cien rebotes, que acababan por quebrarse en lluvia antes de llegar a las copas de los árboles. Casi agobiado por tal grandeza, me resigné, al cabo de un momento, a bajar los ojos al nivel de mi estatura. Varias chozas orillaban un remanso de aguas negras. Un niño se me acercó, mal parado sobre sus piernas inseguras, mostrándome una diminuta pulsera de peonías. Allá, donde corrían grandes aves negras, de pico anaranjado, aparecieron varios indios, trayendo pescados ensartados en un palo por las agallas. Más lejos, con los crios colgados de los pezones, algunas madres tejían. Al píe de un árbol grande, Rosario, rodeada de ancianas que machacaban tubérculos lechosos, lavaba ropas mías. En su manera de arrodillarse junto al agua, con el pelo suelto y el hueso de restregar en la mano, recobraba una silueta ancestral que la ponía mucho más cerca de las mujeres de aquí que de las que hubieran contribuido con su sangre, en generaciones pasadas, a aclarar su tez. Comprendí por qué la que era ahora mi amante me había dado una tal impresión de raza, el día que la viera regresar de la muerte a la orilla de un alto camino. Su misterio era emanación de un mundo remoto, cuya luz y cuyo tiempo no me eran conocidos. En torno mío cada cual estaba entregado a las ocupaciones que le fueran propios, en un apacible concierto de tareas que eran las de una vida sometida a los ritmos primordiales.

Aquellos indios que yo siempre había visto a través de relatos más o menos fantasiosos, considerándolos como seres situados al margen de la existencia real del hombre, me resultaban, en su ámbito, en su medio, absolutamente dueños de su cultura.

Nada era más ajeno a su realidad que el absurdo concepto del salvaje. La evidencia de que desconocían cosas que eran para mí esenciales y necesarias, estaba muy lejos de vestirlos de primitivismo. La soberana precisión con que éste flechaba peces en el remanso, la prestancia de coreógrafo con que el otro embocaba la cerbatana, la concertada técnica de aguel grupo que iba recubriendo de fibras el maderamen de una casa común, me revelaban la presencia de un ser humano llegado a maestro en la totalidad de oficios propiciados por el teatro de su existencia.

Bajo la autoridad de un viejo tan arrugado que ya no le quedaba carne lisa, los mozos se ejercitaban con severa disciplina en el manejo del arco.

Los varones movían potentes dorsales, esculpidos por los remos; las mujeres tenían vientres hechos para la maternidad, con fuertes caderas que enmarcaban un pubis ancho y alzado. Había perfiles de una singular nobleza, por lo aguileño de las narices y la espesura de las cabelleras. Por lo demás, el desarrollo de los cuerpos estaba cumplido en función de utilidad. Los dedos, instrumentos para asir, eran fuertes y ásperos; las piernas, instrumentos para andar, eran de sólidos tobillos. Cada cual llevaba su esqueleto dentro, envuelto en carnes eficientes. Por lo menos, aquí no había oficios inútiles, como los que yo hubiera desempeñado durante tantos años. Pensando en esto me dirigía hacia donde estaba Rosario, cuando el Adelantado apareció en la puerta de una choza, llamándome con jubilosas exclamaciones.

Acababa de dar con lo que yo buscaba en este viaje: con el objeto y término de mi misión. Allí, en el suelo, junto a una suerte de anafre, estaban los instrumentos musicales cuya colección me hubiera sido encomendada al comienzo del mes. Con la emoción del peregrino que alcanza la reliquia por la que hubiera recorrido a pie veinte países extraños, puse la mano sobre el cilindro ornamentado al fuego, con empuñadura en forma de cruz, que señalaba el paso del bastón de ritmo al más primitivo de los tambores.

Vi luego la maraca ritual, atravesada por una rama emplumada, las trompas de cuerno de venado, las sonajeras de adornos y el botuto de barro para llamar a los pescadores extraviados en los pantanos.

Ahí estaban los juegos de caramillos, en su condición primordial de antepasados del órgano. Y ahí estaba, sobre todo, dotada de la cierta gravedad desagradable que reviste todo aquello que de cerca toca a la muerte, la jarra de sonido bronco y siniestro, con algo ya de resonancia de sepultura, con sus dos cañas encajadas en los costados, tal cual estaba representada en el libro que la describiera por vez primera. Al concluir los trueques que me pusieron en posesión de aquel arsenal de cosas creadas por el más noble instinto del hombre, me pareció que entraba en un nuevo ciclo de mi existencia. La misión estaba cumplida. En quince días justos había alcanzado mi objeto de modo realmente laudable, y, orgulloso de ello, palpaba deleitosamente los trofeos del deber cumplido. El rescate de la jarra sonora -pieza magnífica-, era el primer acto excepcional, memorable, que se hubiera inscrito hasta ahora en mi existencia. El objeto crecía en mi propia estimación, ligado a mi destino, aboliendo, en aquel instante, la distancia que me separaba de quien me había confiado esta tarea, y tal vez pensaba en mí ahora, sopesando algún instrumento primitivo con gesto parecido al mío. Permanecí en silencio durante un tiempo que el contento interior liberó de toda medida.

Cuando regresé a la idea de transcurso, con desperezo de durmiente que abre los ojos, me pareció que algo, dentro de mí, había madurado enormemente, manifestándose bajo la forma singular de un gran contrapunto de Palestrina, que resonaba en mi cabeza con la presente majestad de todas sus voces.

Al salir de la choza en busca de lianas para atar, observé que un alboroto inhabitual había roto el ritmo de las faenas de la aldea. Fray Pedro se movía con ligereza de danzante, entrando y saliendo de la churuata, seguido de Rosario, en medio de un corro de indias que gorjeaban. Frente a la entrada había dispuesto, sobre una mesa de ramas tornapuntadas, un mantel de encajes, muy roto, remendado con hilos de distintos grosores, entre dos jicaras rebosantes de flores amarillas. En medio, plantó la cruz de madera negra que le colgaba del cuello. Luego, de un maletín de cuero pardo, muy raído, que siempre llevaba consigo, sacó los ornamentos y objetos litúrgicos -algunos muy mellados-, mordidos por negras herrumbres, a los que frotaba con el vuelo de las mangas antes de disponerlos sobre el altar. Yo veía con creciente sorpresa cómo el Cáliz y la Hostia se dibujaban sobre la Piedra de Ara; cómo el Purificador se abría sobre el Cáliz, y el Corporal se situaba entre las dos luminarias rituales. Todo aquello, en semejante lugar, me parecía a la vez absurdo y sobrecogedor. Sabiendo que el Adelantado se las daba de espíritu fuerte, le interrogué con la mirada. Como si se tratara de una cosa distinta, que poco tuviera que ver con la religión, me habló de una misa prometida en acción de gracias durante la tempestad de la noche anterior. Se acercó al altar, ante el cual se encontraba Rosario. Yannes, que debía ser hombre de iconos, pasó a mi lado mascullando algo acerca de que Cristo era uno solo. Los indios, a cierta distancia, miraban. El jefe de la Aldea, a medio camino, observaba una actitud respetuosa -todo arrugado en medio de sus collares de colmillos-. Las madres acallaban los chillidos de sus crios. Fray Pedro se volvió hacia mí: «Hijo, estos indios rehusan el bautismo; no quisiera que te vieran indiferente. Si no quieres hacerlo por Dios, hazlo por mí.» Y apelando a la más universal de las dudas, añadió, con acento más áspero: «Recuerda que tú estabas en las mismas barcas y también tuviste miedo.» Hubo un largo silencio. Luego: In nomine Patris, et Filie et Spiritus Sancti. Amén. Una dolorosa sequedad se hizo en mi garganta. Aquellas palabras inmutables, seculares, cobraban una portentosa solemnidad en medio de la selva -como brotadas de los subterráneos de la cristiandad primera, de las hermandades del comienzo -, hallando nuevamente, bajo estos árboles jamás talados, una función heroica anterior a los himnos entonados en las naves de las catedrales triunfantes, anterior a los campanarios enhiestos en la luz del día. Sane tus, Sanctus, Sane tus, Dominus Deus Sabaoth… Troncos eran las columnas que aquí hacían sombra. Sobre nuestras cabezas pesaban follajes llenos de peligros. Y en torno nuestro estaban los gentiles, los adoradores de ídolos, contemplando el misterio desde su nartex de lianas. Yo me había divertido, ayer, en figurarme que éramos Conquistadores en busca de Manoa. Pero de súbito me deslumhra la revelación de que ninguna diferencia hay entre esta misa y las misas que escucharon los Conquistadores del Dorado en semejantes lejanías. El tiempo ha retrocedido cuatro siglos. Esta es misa de Descubridores, recién arribados a orillas sin nombre, que plantan los signos de su migración solar hacia el Oeste, ante el asombro de los Hombres del Maíz.

Aquellos dos -el Adelantado y Yannes- que están arrodillados a ambos lados del altar, flacos, renegridos, uno con cara de labriego extremeño, otro con perfil de algebrista recién asentado en los Libros de la Casa de la Contratación, son soldados de la Conquista, hechos a la cecina y a lo rancio, curtidos por las fiebres, mordidos de alimañas, orando con estampa de donadores, junto al morrión dejado entres las yerbas de acres savias. Miserere nostri, Dómine, miserere nostri. Fiat misericordia -salmiza el capellán de la Entrada, con acento que detiene el tiempo-. Acaso transcurre el año 1540. Nuestras naves han sido azotadas por una tempestad y nos narra el monje ahora, a tenor de la sacra escritura, cómo fue hecho en el mar tan gran movimiento que el barco se cubría de las ondas; mas El dormía, y llegándose sus discípulos le despertaron diciendo: Señor, sálvanos que perecemos; y El les dice: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe?, y entonces, levantándose, reprendió a los vientos y a la mar y fue grande bonanza. Acaso transcurre el año 1540. Pero no es cierto. Los años se restan, se diluyen, se esfuman, en vertiginoso retroceso del tiempo. No hemos entrado aún en el siglo xvi. Vivimos mucho antes.

Estamos en la Edad Media. Porque no es el hombre renacentista quien realiza el Descubrimiento y la Conquista, sino el hombre medieval. Los enlistados en la magna empresa no salen del Viejo Mundo por puertas de columnas tomadas al Palladio, sino pasando bajo el arco románico, cuya memoria llevaron consigo al edificar sus primeros templos del otro lado del Mar Océano, sobre el sangrante basamento de los teocalli. La cruz románica, vestida de tenazas, clavos y lanzas, fue la elegida para pelear con los que usaban parecidos enseres de holocausto en sus sacrificios. Medievales son los juegos de diablos, paseos de tarascas, danzas de Pares de Francia, romances de Carlomagno, que tan fielmente perduran en tantas ciudades que hemos atravesado recientemente.

Y me percato ahora de esta verdad asombrosa: desde la tarde del Corpus en Santiago de los Aguinaldos, vivo en la temprana Edad Media. Puede pertenecer a otro calendario un objeto, una prenda de vestir, un remedio. Pero el ritmo de vida, los modos de navegación, el candil y la olla, el alargamiento de las horas, las funciones trascendentales del Caballo y del Perro, el modo de reverenciar a los Santos, son medievales -medievales como las prostitutas que viajan de parroquia a parroquia en días de feria, como los patriarcas bragados, orgullosos en reconocer cuarenta hijos de distintas madres que les piden la bendición al paso-. Comprendo ahora que he convivido con los burgueses de buen trago, siempre prestos a catar la carne de alguna moza del servicio, cuya vida jocunda me hiciera soñar tantas veces en los museos; he trinchado los lechoncillos de tetas chamuscadas, de sus mesas, y he compartido la desmedida afición por las especias que les hicieron buscar los nuevos caminos de Indias. En cien cuadros había conocido yo sus casas de toscas baldosas rojas, sus cocinas enormes, sus portones claveteados.

Conocía esos hábitos de llevar el dinero prendido del cinturón, de bailar danzas de pareja suelta, de preferir los instrumentos de plectro, de echar los gallos a pelear, de armar grandes borracheras en torno a un asado. Conocía a los ciegos y baldados de sus calles; los emplastos, solimanes y bálsamos curanderos con que aliviaban sus dolores.

Pero los conocía a través del barniz de las pinacotecas, como testimonio de un pasado muerto, sin recuperación posible. Y he aquí que ese pasado, de súbito, se hace presente. Que lo palpo y aspiro. Que vislumbro ahora la estupefaciente posibilidad de viajar en el tiempo, como otros viajan en el espacio…

líe misa est, Benedicamos Dómino, Dea Grafías. Había concluido la misa, y con ella el Medioevo. Pero las fechas seguían perdiendo guarismos. En fuga desaforada, los años se vaciaban, destranscurrían, se borraban, rellenando calendarios, devolviendo lunas.

pasando de los siglos de tres cifras al siglo de los números. Perdió el Graal su relumbre, cayeron los clavos de la cruz, los mercaderes volvieron al templo, borróse la estrella de la Natividad, y fue el Año Cero, en que regresó al cielo el Ángel de la Anunciación.

Y tornaron a crecer las fechas del otro lado del Año Cero -fechas de dos, de tres, de cinco cifras -, hasta que alcanzamos el tiempo en que el hombre, cansado de errar sobre la tierra, inventó la agricultura al fijar sus primeras aldeas en las orillas de los ríos, y, necesitado de mayor música, pasó del bastón de ritmo al tambor que era un cilindro de madera ornamentado al fuego, inventó el órgano al soplar en una caña hueca, y lloró a sus muertos haciendo bramar un ánfora de barro. Estamos en la Era Paleolítica. Quienes dictan leyes aquí, quienes tienen derecho de vida y muerte sobre nosotros, quienes tienen el secreto de los alimentos y tósigos, quienes inventan las técnicas, son hombres que usan el cuchillo de piedra y el rascador de piedra, el anzuelo de espina y el dardo de hueso. Somos intrusos, forasteros ignorantes -metecos de poca estadía-, en una ciudad que nace en el alba de la Historia.

Si el fuego que ahora abanican las mujeres se apagara de pronto, seríamos incapaces de encenderlo nuevamente por la sola diligencia de nuestras manos.

XXIII

(Jueves, 21 de junio)

Conozco el secreto del Adelantado. Ayer me lo confió, junto al fuego, cuidando de que Yannes no pudiese oírnos. Hablan de sus hallazgos de oro; lo creen rey de antiguos cimarrones, le atribuyen esclavos; otros se imaginan que tiene varias mujeres en un selvático gineceo, y que sus solitarios viajes se deben a la voluntad de que sus amantes no vean otros hombres. La verdad es mucho más hermosa.

Cuando me fue revelada en pocas palabras, quedé maravillado por el vislumbre de una posibilidad jamás imaginada -estoy seguro de ello- por hombre alguno de mi generación. Antes de dormirme en la noche del colgadizo, donde el leve balanceo de nuestras hamacas arranca un acompasado crujido a las cabuyeras, digo a Rosario, a través de los estambres, que proseguiremos el viaje durante algunos días.

Y cuando temo encontrar alguna fatiga, algún desaliento, o una pueril preocupación por regresar, me responde un animoso consentimiento. A ella no importa adónde vamos, ni parece inquietarse porque haya comarcas cercanas o remotas. Para Rosario no existe la noción de estar lejos de algún lugar prestigioso, particularmente propicio a la plenitud de la existencia. Para ella, que ha cruzado fronteras sin dejar de hablar 'el mismo idioma y que jamás pensó en atravesar el Océano, el centro del mundo está donde el sol, a mediodía, la alumbra desde arriba.

Es mujer de tierra, y mientras se ande sobre la tierra y se coma, y haya salud, y haya hombres a quien servir de molde y medida con la recompensa de aquello que llama «el gusto del cuerpo», se cumple un destino que más vale no andar analizando demasiado, porque es regido por «cosas grandes», cuyo mecanismo es oscuro, y que, en todo caso, rebasan la capacidad de interpretación del ser humano. Por lo mismo, suele decir que «es malo pensar en ciertas cosas». Ella se llama a sí misma Tu mujer, refiriéndose a ella en tercera persona: «Tu mujer se estaba durmiendo; Tu mujer te buscaba»… Y en esa constante reiteración del posesivo encuentro como una solidez de concepto, una cabal definición de situaciones, que nunca me diera la palabra esposa. Tu mujer es afirmación anterior a todo contrato, a todo sacramento. Tiene la verdad primera de esa matriz que los traductores mojigatos de la Biblia sustituyen por entrañas, restando fragor a ciertos gritos proféticos.

Además, esta definidora simplificación del texto es habitual en Rosario. Cuando alude a ciertas intimidades de su naturaleza que no debo ignorar como amante, emplea expresiones a la vez inequívocas y pudorosas que recuerdan las «costumbres de mujeres» invocadas por Raquel ante Labán. Todo lo que pide Tu mujer esta noche es que yo la lleve conmigo adonde vaya. Agarra su hato y sigue al varón sin preguntar más. Muy poco sé de ella. No acabo de comprender si es desmemoriada o no quiere hablar de su pasado. No oculta que vivió con otros hombres. Pero éstos marcaron etapas de su vida cuyo secreto defiende con dignidad -o tal vez porque crea poco delicado dejarme suponer que algo ocurrido antes de nuestro encuentro pueda tener alguna importancia-. Este vivir en el presente, sin poseer nada, sin arrastrar el ayer, sin pensar en el mañana, me resulta asombroso. Y, sin embargo, es evidente que esa disposición de ánimo debe ensanchar considerablemente las horas de sus tránsitos de sol a sol. Habla de días que fueron muy largos y de días que fueron muy breves, como si los días se sucedieran en tiempos distintos -tiempos de una sinfonía telúrica que también tuviese sus andantes y adagios, entre jornadas llevadas en movimiento presto. Lo sorprendente es que -ahora que nunca me preocupa la hora- percibo a mi vez los distintos valores de los lapsos, la dilatación de algunas mañanas, la parsimoniosa elaboración de un crepúsculo, atónito ante todo lo que cabe en ciertos tiempos de esta sinfonía que estamos leyendo al revés, de derecha a izquierda, contra la clave de sol, retrocediendo hacia los compases del Génesis. Porque, al atardecer, hemos caído en el habitat de un pueblo de cultura muy anterior a los hombres con los cuales convivimos ayer. Hemos salido del paleolítico -de las industrias paralelas a las magdalenienses y aurignacienses, que tantas veces me hubieran detenido al borde de ciertas colecciones de enseres líticos con un «no va más» que me situaba al comienzo de la noche de las edades-, para entrar en un ámbito que hacía retroceder los confines de la vida humana a lo más tenebroso de la noche de las edades. Esos individuos con piernas y brazos que veo ahora, tan semejantes a mí; esas mujeres cuyos senos son ubres flaccidas que cuelgan sobre vientres hinchados; esos niños que se estiran y ovillan con gestos felinos; esas gentes que aún no han cobrado el pudor primordial de ocultar los órganos de la generación, que están desnudas sin saberlo, como Adán y Eva antes del pecado, son hombres, sin embargo. No han pensado todavía en valerse de la energía de la semilla; no se han asentado, ni se imaginan el acto de sembrar; andan delante de sí, sin rumbo, comiendo corazones de palmeras, que van a disputar a los simios, allí arriba, colgándose de las techumbres de la selva.

Cuando las aguas en creciente les aislan durante meses en alguna región de entremos, y han pelado los árboles como termes, devoran larvas de avispa, triscan hormigas y liendres, escarban la tierra y tragan los gusanos y las lombrices que les caen bajo las uñas, antes de amasar la tierra con los dedos y comerse la tierra misma. Apenas si conocen los recursos del fuego. Sus perros huidizos, con ojos de zorros y de lobos, son perros anteriores a los perros.

Contemplo los semblantes sin sentido para mí, comprendiendo la inutilidad de toda palabra, admitiendo de antemano que ni siquiera podríamos hallarnos en la coincidencia de una gesticulación. El Adelantado me agarra por un brazo y me hace asomarme a un hueco fangoso, suerte de zahurda hedionda, llena de huesos roídos, donde veo, erguirse las más horribles cosas que mis ojos hayan conocido: son como dos fetos vivientes, con barbas blancas, en cuyas bocas belfudas gimotea algo semejante al vagido de un recién nacido; enanos arrugados, de vientres enormes, cubiertos de venas azules como figuras de planchas anatómicas, que sonríen estúpidamente, con algo temeroso y servil en la mirada, metiéndose los dedos entre los colmillos. Tal es el horror que me producen esos seres, que me vuelvo de espaldas a ellos, movido, a la vez, por la repulsión y el espanto. «Cautivos -me dice el Adelantado sarcástico-, cautivos de los otros que se tienen por la raza superior, única dueña legítima de la selva.» Siento una suerte de vértigo ante la posibilidad de otros escalafones de retroceso, al pensar que esas larvas humanas, de cuyas ingles cuelga un sexo eréctil como el mío, no sean todavía lo último. Que puedan existir, en parte, cautivos de esos cautivos, erigidos a su vez en especie superior, predilecta y autorizada, que no sepan roer ya ni los huesos dejados por sus perros, que disputen carroñas a los buitres, que aullen su celo, en las noches del celo, con aullidos de bestia. Nada común hay entre estos entes y yo. Nada. Tampoco tengo que ver con sus amos, los tragadores de gusanos, los lamedores de tierra, que me rodean… Y, sin embargo, en medio de las hamacas apenas hamacas -cunas de lianas, más bien-, donde yacen y fornican y procrean, hay una forma de barro endurecida al sol: una especie de jarra sin asas, con dos hoyos abiertos lado a lado, en el borde superior, y un ombligo dibujado en la parte convexa con la presión de un dedo apoyado en la materia, cuando aún estuviese blanda.

Esto es Dios. Más que Dios: es la Madre de Dios. Es la Madre, primordial de todas las religiones. El principio hembra, genésico, matriz, situado en el secreto prólogo de todas las teogonias. La Madre, de vientre abultado, vientre que es a la vez ubres, vaso y sexo, primera figura que modelaron los hombres, cuando de las manos naciera la posibilidad del Objeto. Tenía ante mí a la Madre de los Dioses Niños, de los totems dados a los hombres para que fueran cobrando el hábito de tratar a la divinidad, preparándose para el uso de los Dioses Mayores. La Madre, «solitaria, fuera del espacio y más aún del tiempo», de quien Fausto pronunciara el sólo enunciado de Madre, por dos veces, con terror. Viendo ahora que las ancianas de pubis arrugado, los trepadores de árboles y las hembras empreñadas me miran, esbozo un torpe gesto de reverencia hacia la vasija sagrada. Estoy en morada de hombres y debo respetar a sus Dioses…

Pero he aquí que todos echan a correr. Detrás de mí, bajo un amasijo de hojas colgadas de ramas que sirven de techo, acaban de tender el cuerpo hinchado y negro de un cazador mordido por un cróralo.

Fray Pedro dice que ha muerto hace varias horas. Sin embargo, el Hechicero comienza a sacudir una calabaza llena de gravilla -único instrumento que conoce esta gente- para tratar de ahuyentar a los mandatarios de la Muerte. Hay un silencio ritual, preparador del ensalmo, que lleva la expectación de los que esperan a su colmo. Y en la gran selva que se llena de espantos nocturnos, surge la Palabra. Una palabra que es ya más que palabra.

Una palabra que imita la voz de quien dice, y también la que se atribuye al espíritu que posee el cadáver. Una sale de la garganta del ensalmador; la otra, de su vientre. Una es grave y confusa como un subterráneo hervor de lava; la otra, de timbre mediano, es colérica y destemplada. Se alternan. Se responden. Una increpa cuando la otra gime; la del vientre se hace sarcasmo cuando la que surge del gaznate parece apremiar. Hay como portamentos guturales, prolongados en aullidos; sílabas que, de pronto, se repiten mucho, llegando a crear un ritmo; hay trinos de súbito cortados por cuatro notas que son el embrión de una melodía. Pero luego es el vibrar de la lengua entre los labios, el ronquido hacia adentro, el jadeo a contratiempo sobre la maraca.

Es algo situado mucho más allá del lenguaje, y que, sin embargo, está muy lejos aún del canto. Algo que ignora la vocalización, pero es ya algo más que palabra. A poco de prolongarse, resulta horrible, pavorosa, esa grita sobre el cadáver rodeado de perros mudos. Ahora, el Hechicero se le encara, vocifera, golpea con los talones en el suelo, en lo más desgarrado de un furor imprecatorio que es ya la verdad profunda de toda tragedia -intento primordial de lucha contra las potencias de aniquilamiento que se atraviesan en los cálculos del hombre-. Trato de mantenerme fuera de esto, de guardar distancias.

Y, sin embargo, no puedo sustraerme a la horrenda fascinación que esta ceremonia ejerce sobre mí…

Ante la terquedad de la Muerte, que se niega a soltar su presa, la Palabra, de pronto, se ablanda y descorazona.

En boca del Hechicero, del órfico ensalmador, estertora y cae, convulsivamente, el Treno -pues esto y no otra cosa es un treno-, dejándome deslumhrado por la revelación de que acabo de asistir al Nacimiento de la Música.

XXIV

(Sábado, 23 de junio)

Hace dos días que andamos sobre el armazón del planeta, olvidados de la Historia y hasta de las oscuras migraciones de las eras sin crónicas. Lentamente, subiendo siempre, navegando tramos de torrentes entre una cascada y otra cascada, caños quietos entre un salto y otro salto, obligados a izar las barcas al compás de salomas de peldaño en peldaño, hemos alcanzado el suelo en que se alzan las Grandes Mesetas.

Lavadas de su vestidura -cuando la tuvieron- por milenios de lluvias, son Formas de roca desnuda, reducidas a la grandiosa elementalidad de una geometría telúrica. Son los monumentos primeros que se alzaron sobre la corteza terrestre, cuando aún no hubiera ojos que pudieran contemplarlos, y su misma vejez, su abolengo impar, les confiere una aplastante majestad. Los hay que parecen inmensos cilindros de bronce, pirámides truncas, largos cristales de cuarzo parados entre las aguas. Los hay, más abiertos en la cima que en la base, todos agrietados de alvéolos, como gigantescas madréporas. Los hay que tienen una misteriosa solemnidad de Puertas de Algo -de Algo desconocido y terrible- a que deben conducir esos túneles que se ahondan en sus flancos, a cien palmos sobre nuestras cabezas. Cada meseta se presenta con una morfología propia, hecha de aristas, de cortes bruscos, de perfiles rectos o quebrados.

La que no se adorna de un obelisco encarnado, de un farallón de basalto, tiene una terraza flanqueante, se recorta en biseles, afila sus ángulos, o se corona de extraños cipos que semejan figuras en procesión. De pronto, rompiendo con esa severidad de lo creado, algún arabesco de la piedra, alguna fantasía geológica, se confabula con el agua para poner un poco de movimiento en este país de lo inconmovible. Es, allá, una montaña de granito casi rojo, que suelta siete cascadas amarillas por el almenaje de una cornisa cimera. Es un río que se arroja al vacío y se deshace en arcoiris sobre la cuesta jalonada de árboles petrificada. Las espumas de un torrente bullen bajo enormes arcos naturales, acrecidos por ecos atronadores, antes de dividirse y caer en una sucesión de estanques que se derraman unos en otros. Se adivina que arriba, en las cumbres, en el escalonamiento de las últimas planicies lunares, hay lagos vecinos de las nubes que guardan sus aguas vírgenes en soledades nunca holladas por una planta humana. Hay escarchas en el amanecer, fondos helados, orillas opalescentes, y honduras que se llenan de noche antes del crepúsculo. Hay monolitos parados en el borde de las cimas, agujas, signos, hendeduras que respiran sus nieblas; peñascos rugosos, que son como coágulos de lava -meteoritas, acaso caídas de otro planeta. No hablamos. Nos sentimos sobrecogidos ante el fausto de las magnas obras, ante la pluralidad de los perfiles, el alcance de las sombras, la inmensidad de las explanadas.

Nos vemos como intrusos, prestos a ser arrojados de un dominio vedado. Lo que se abre ante nuestros ojos es el mundo anterior al hombre. Abajo, en los grandes ríos, quedaron los saurios monstruosos, las anacondas, los peces con tetas, los laulaus cabezones, los escualos de agua dulce, los gimnotos y lepidosirenas, que todavía cargan con su estampa de animales prehistóricos, legado de las dragonadas del Terciario. Aquí, aunque algo huya bajo los helechos arborescentes, aunque la abeja trabaje en las cavernas, nada parece saber de seres vivientes. Acaban de apartarse las aguas, aparecidas es la Seca, hecha en la yerba verde, y, por vez primera, se prueban las lumbreras que habrán de señorear en el día y en la noche. Estamos en el mundo del Génesis, al fin del Cuarto Día de la Creación. Si retrocediéramos un poco más, llegaríamos adonde comenzara la terrible soledad del Creador -la tristeza sideral de los tiempos sin incienso y sin alabanzas, cuando la tierra era desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo.

CAPÍTULO QUINTO

Cánticos me fueron tus estatutos.

Salmo 119

XXV

(Domingo, 24 de junio)

El Adelantado ha alzado el brazo, señalando el rumbo del Oro, y Yannes se despide de nosotros para buscar el tesoro de la tierra. Solitario rn de ser el minero que no quiere compartir su hallazgo; avaro en sus manejos, mentiroso en sus decires, borrando el camino detrás de sí como el animal que barre sus huellas con la cola. Hay un instante de emoción cuando nos abrazamos a ese campesino con perfil de acaieno, conocedor de Homero, que tanto parecía haberse apegado a nosotros. Hoy lo guía la codicia del metal precioso que hacía de Micenas una ciudad de oro, y emprende la ruta de los aventureros.

Quiere hacernos un presente, y no teniendo más que la ropa que lleva puesta, nos tiende, a Rosario y a mí, el tomo de La Odisea, Alborozada, Tu mujer lo agarra creyendo que es una Historia Sagrada y que nos traerá buena suerte. Antes de que yo pueda desengañarla, Yannes se aleja de nosotros, camino de su barca, de torso desnudo en el amanecer, llevando su remo en el hombro con sorprendente estampa de Ulises. Fray Pedro lo bendice, y proseguimos nuestra navegación en las aguas de un angosto caño que habrá de conducirnos al muelle de la Ciudad Porque, ahora que el griego ha partido, puede hablar se a voces del secreto: el Adelantado ha fundado una ciudad. No me canso de repetírmelo, desde que esto de una ciudad me fuera confiado, hace pocas noches, encendiendo más luminarias en mi imaginación que los hombres de las gemas más codiciadas.

Fundar una ciudad. Yo fundo una ciudad. El ha fundado una ciudad. Es posible conjugar semejante verbo. Se puede ser Fundador de una Ciudad. Crear y gobernar una ciudad que no figure en los mapas, que se sustraiga a los horrores de la Época, que nazca así, de la voluntad de un hombre, en este mundo del Génesis. La primera ciudad. La ciudad de Henoch, edificada cuando aún no habían nacido Tubalcain el herrero, ni Jubal, el tañedor del arpa y del órgano… Recuesto la cabeza en el regazo de Rosario, pensando en los inmensos territorios, en las sierras inexploradas, en las mesetas sin cuento, donde podrían fundarse ciudades en este continente de naturaleza todavía invencida por el hombre; me arrulla el acompasado chapoteo de la boga y me sumo en una somnolencia feliz, en medio de las aguas vivas, cerca de plantas que ya recobran fragancias de montaña, respirando un aire delgado que ignora las exasperantes plagas de la selva. Transcurren las horas en calma, bordeándose las mesetas, pasándose de un curso a otro por pequeños laberintos de aguas mansas que, de pronto, nos hacen volver las espaldas al sol, para recibirlo de frente, luego, a la vuelta de un farallón revestido de yedras raras. Y cae la tarde cuando por fin se amarra la barca y puedo asomarme al portento de Santa Mónica de los Venados.

Pero la verdad es que me detengo, desconcertado.

Lo que veo allí, en medio del pequeño valle, es un espacio de unos doscientos metros de lado, limpiado a machete, en cuyo extremo se divisa una casa grande, de paredes de bahareque, con una puerta y cuatro ventanas. Hay dos viviendas más pequeñas, semejantes a la primera en cuanto a construcción, situadas a ambos lados de una suerte de almacén o establo. También se ven unas diez chozas indias, de cuyas hogueras se levanta un humo blanquecino.

El Adelantado me dice, con un temblor de orgullo en la voz: «Esta es la Plaza Mayor… Esa, la Casa de Gobierno… Allí vive mi hijo Marcos… Allá, mis tres hijas… En la nave tenemos granos y enseres y algunas bestias… Detrás, el barrio de los indios…»

Y añade, volviéndose hacia fray Pedro: «Frente a la Casa de Gobierno levantaremos la Catedral.» No ha terminado de señalarme la huerta, los sembrados de maíz, el cercado en que se inicia una cría de cerdos y de cabras, gracias a los verracos y chivatos traídos, con increíbles penalidades, desde Puerto Anunciación, cuando se desborda el vecindario, se arma la grita de bienvenida, y acuden las esposas indias, y las hijas mestizas, y el hijo alcalde, y todos los indios, a recibir a su Gobernador, acompañado del primer Obispo.

«Santa Mónica de los Venados -me advierte fray Pedro-, porque ésta es tierra del venado rojo; y Mónica se llamaba la madre del fundador: Mónica, aquella que parió a San Agustín, santa que fuera mujer de un solo varón, y que por sí misma había criado a sus hijos.» Le confieso, sin embargo, que la palabra ciudad me había sugerido algo más imponente o raro. «¿Manoa?», me pregunta el fraile con sorna. No es eso. Ni Manoa, ni El Dorado. Pero yo había pensado en algo distinto. «Así eran en sus primeros años las ciudades que fundaron Francisco Pizarro, Diego de Losada o Pedro de Mendoza», observa fray Pedro. Mi silencio aquiescente no excluye, empero, una serie de interrogaciones nuevas que los preparativos de un festín de perniles asados en un fuego de leña me impide formular de inmediato. No comprendo cómo el Adelantado, en oportunidad impar de fundar una villa fuera de la Época, se echa encima el estorbo de una iglesia que le trae el tremendo fardo de sus cánones, interdictos, aspiraciones e intransigencias, teniéndose en cuenta, sobre todo, que no alienta una fe muy sólida y acepta las misas, preferentemente cuando se dicen en acción de gracias por peligros vencidos. Pero no hay muchas oportunidades, ahora, para hacer preguntas. Me dejo invadir por la alegría de haber llegado a alguna parte. Ayudo a asar la carne, voy por leña, me intereso por el canto de los que cantan, y me ablando las articulaciones con una suerte de pulque burbujeante, con sabor a tierra y resina, que todos beben en jicaras pasadas de boca en boca… Y más tarde, cuando todos se hayan hartado, cuando duerman los del caserío indio y las hijas del Fundador se recojan en su gineceo, escucharé, junto al hogar de la Casa de Gobierno, una historia que es historia de rumbos.

«Pues, señor -dice el Adelantado, arrojando una rama al fuego-, me llamo Pablo, y mi apellido es tan corriente como llamarse Pablo, y si a grandes hechos suena el título de Adelantado, les diré que sólo se trata de un mote que me dieron unos mineros, al ver que siempre me adelantaba a los demás en lo de hacer pasar por mi batea las arenas de un río…»

Bajo el emblema del caduceo, un hombre de veinte años, con el pecho desgarrado por una tos rebelde, mira a la calle a través de las bolas de cristal, llenas de agua tinta, de una farmacia de viejos. Hacia allí es la provincia de los maitines y rosarios, de las melcochas y hojaldres de monjas; pasa el cura con su teja, y todavía hay sereno que canta por Marías Santísimas la hora en noche nublada. Más allá son las Tierras del Caballo, durante jornadas y jornadas; luego, los caminos que suben, y la ciudad de casas crecidas, donde el adolescente no halló sino oficios de sombras, de sótanos, de carboneras y de cloacas. Vencido y enfermo, se ha ofrecido a trabajar en botica, a cambio de remedios y albergue. Algo le enseñaron de maceraciones, y le confían las recetas de prescripción casera, a base de nuez vómica, raíz de altea o tártaro emético. Y a la hora de la siesta, cuando nadie transita a la sombra de los aleros, el mozo se encuentra solo en el laboratorio, de espaldas a la calle, y ocurre que las manos se le duermen sobre la linaza, contemplando, por entre las moletas y almireces, el correr despacioso de un ancho río cuyas aguas vienen de las tierras del oro. A veces, traídos por barcos tan viejos que cargan una estampa de otros tiempos, bajan al desembarcadero cercano unos hombres de andar agobiado, que tientan con bastones las tablas podridas del andén, como si al llegar al puerto desconfiaran todavía de las añagazas y tembladeras de la tierra. Son mineros palúdicos, caucheros que se rascan las sarnas, leprosos de las misiones abandonadas, que acuden a la farmacia, quien por quinina, quien por chalmugra, quien por azufre, y al hablar de las comarcas donde creen haber contraído sus plagas, van descorriendo, ante el oscuro pasante, las cortinas de un mundo ignorado.

Llegan los vencidos, pero llegan, también, los que arrancaron al barro una mirífica gema, y, durante ocho días, se hartarán de hembras y de música. Pasan los que nada hallaron, pero traen los ojos enfebrecidos por el barrunto de un tesoro posible. Esos no descansan ni preguntan dónde hay mujeres. Se encierran con llave en sus habitaciones, examinando las muestras que traen en frascos, y, apenas curados de una llaga o aliviados de una buba, parten, de noche, a la hora en que todos duermen, sin revelar el secreto de su rumbo. El joven no envidia a los de su edad que, cada lunes del año, después de haber oído una última misa en la iglesia del púlpito carcomido, salen con sus ropas de domingos, para irse a la ciudad lejana. Andando de frascos a recetarios, aprende a hablar de yacimientos nuevos: conoce los nombres de quienes encargan bombonas de agua de azahar para bañar a sus indias; repasa los extraños nombres de ríos ignorados por los libros; obsesionado por la percutiente sonoridad del Cataniapo o del Cunucunuma, sueña frente a los mapas, contemplando incansablemente las zonas coloreadas en verde, desnudas, donde no aparecen nombres de poblaciones.

Y un día, al alba, sale por una ventana de su laboratorio, hacia el embarcadero donde los mineros izan la vela de su barca, y ofrece remedios a cambio de ser llevado. Durante diez años comparte las miserias, desengaños, rencores, insistencias más o menos afortunadas, de los buscadores. Nunca favorecido, se aventura más lejos, cada vez más lejos, cada vez más solo, habituado ya a hablar con su propia sombra. Y una mañana se asoma al mundo de las Grandes Mesetas. Camina durante noventa días, perdido entre montañas sin nombre, comiendo larvas de avispas, hormigas, saltamontes, como hacen los indios en meses de hambruna. Cuando desemboca en este valle, una llaga engusanada le está dejando una pierna en el hueso. Los indios del lugar -gente asentada, de una cultura semejante a los factores de la jarra funeraria- lo curan con hierbas. Sólo un hombre blanco vieron antes que él, y piensan, como los de muchos pueblos de la selva, que somos los últimos vástagos de una especie industriosa pero endeble, muy numerosa en otros tiempos, pero que está ahora en vías de extinción. Su larga convalecencia lo hace solidario de las penurias y trabajos de esos hombres que lo rodean. Encuentra algún oro al pie de aquella peña que la luna, esta noche, hace de estaño. Al volver de cambiarlo en Puerto Anunciación, trae semillas, posturas y algún apero de labranza y carpintería. Al regreso del segundo viaje trae una pareja de cerdos atados de patas en el fondo de la barca. Luego, es la cabra preñada y el becerro destetado, para el cual tienen los indios, como Adán, que inventar un nombre, pues jamás vieron semejante animal. Poco a poco, el Adelantado se va interesando por la vida que aquí prospera.

Cuando se baña al pie de alguna cascada, en las tardes, las mozas indias le arrojan pequeños guijarros blancos, desde la orilla, en señal de apremio.

Un día toma mujer, y hay grande holgorio al pie de las rocas. Piensa, entonces, que si sigue apareciendo en Puerto Anunciación con algún polvo de oro en los bolsillos, no tardarán los mineros en seguirle el rastro, invadiendo este valle ignorado para trastornarlo con sus excesos, rencores y apetencias. Con el ánimo de burlar las suspicacias, comercia ostensiblemente con pájaros embalsamados, orquídeas, huevos de tortugas. Un día se percata de que ha fundado una ciudad. Siente, probablemente, la sorpresa que yo mismo tuve al comprender que era conjugable el verbo «fundar» al hablarse de una ciudad. Puesto que todas las ciudades nacieron así, hay razón para esperar que Santa Mónica de los Venados, en el futuro, llegue a tener monumentos, puentes y arcadas. El Adelantado traza el contorno de la Plaza Mayor. Levanta la Casa de Gobierno.

Firma un acta, y la entierra bajo una lápida en lugar visible. Señala el lugar del cementerio para que la misma muerte se haga cosa de orden. Ahora sabe dónde hay oro. Pero ya no le afana el oro. Ha abandonado la búsqueda de Manoa, porque mucho más le interesa ya la tierra, y, sobre ella, el poder de legislar por cuenta propia. El no pretende que esto sea algo semejante al Paraíso Terrenal de los antiguos cartógrafos. Aquí hay enfermedades, azotes, reptiles venenosos, insectos, fieras que devoran los animales trabajosamente levantados; hay días de inundación y días de hambruna, y días de impotencia ante el brazo que se gangrena. Pero el hombre, por muy largo atavismo, está hecho a sobrellevar tales males. Y cuando sucumbe, es trabado en una lucha primordial que figura entre las más auténticas leyes del juego de existir. «El oro -dice el Adelantado- es para los que regresan allá.» y ese allá suena en su boca con timbre de menosprecio -como si las ocupaciones y empeños de los de allá fuesen propias de gente inferior-. Es indudable que la naturaleza que aquí nos circunda es implacable, terrible, a pesar de su belleza. Pero los que en medio de ella viven la consideran menos mala, más tratable, que los espantos y sobresaltos, las crueldades frías, las amenazas siempre renovadas, del mundo de allá. Aquí, las plagas, los padecimientos posibles, los peligros naturales, son aceptados de antemano: forman parte de un Orden que tiene sus rigores. La Creación no es algo divertido, y todos lo admiten por instinto, aceptando el papel asignado a cada cual en la vasta tragedia de lo creado. Pero es tragedia con unidades de tiempo, de acción y de lugar, donde la misma muerte opera por acción de mandatarios conocidos, cuyos trajes de veneno, de escama, de fuego, de miasmas, se acompañan del rayo del trueno que siguen usando, en días de ira, los dioses de más larga residencia entre nosotros. A la luz del sol o al calor de la hoguera, los hombres que aquí viven sus destinos se contentan de cosas muy simples, hallando motivo de júbilo en la tibieza de una mañana, una pesca abundante, la lluvia que cae tras de la sequía, con explosiones de alegría colectiva, de cantos y de tambores, promovidos por sucesos muy sencillos como fue el de nuestra llegada. «Así debió vivirse en la ciudad de Henoch», pienso yo, y al punto vuelve a mi mente una de las interrogaciones que me asaltaron al desembarcar. En ese momento salimos de la Casa de Gobierno para aspirar el aire de la noche.

El Adelantado me muestra entonces, un paredón de roca, unos signos trazados a gran altura por artesanos desconocidos -artesanos que hubieran sido izados hasta el nivel de su tarea por un andamiaje imposible en tales tránsitos de su cultura material-.

A la luz de la luna se dibujan figuras de escorpiones, serpientes, pájaros, entre otros signos sin sentido para mis ojos, que tal vez fueran figuraciones astrales.

Una explicación inesperada viene, de pronto, al encuentro de mis escrúpulos: un día, al regresar de un viaje -cuenta el Fundador-, su hijo Marcos, entonces adolescente, le dejó atónito al narrarle la historia del Diluvio Universal. En su ausencia, los indios habían enseñado al mozo que esos petroglifos que ahora contemplábamos, fueron trazados en días de gigantesca creciente, cuando el río se hinchara hasta allí, por un hombre que, al ver subir las aguas, salvó una pareja de cada especie animal en una gran canoa. Y luego llovió durante un tiempo que pudo ser de cuarenta días y cuarenta noches, al cabo del cual, para saber si la gran inundación había cesado, despachó una rata que le volvió con una mazorca de maíz entre las patas. El Adelantado no hubiera querido enseñar la historia de Noé -por ser patraña – a sus hijos; pero al ver que la sabían sin más variante que una rata puesta en lugar de la paloma, y una mazorca de maíz en lugar de la rama de olivo, confió el secreto de esta ciudad naciente a fray Pedro, a quien consideraba un hombre, porque era de los que viajaban solos por regiones desconocidas y sabía hacer curas y distinguir las yerbas.

«Ya que al fin y al cabo les contarán los mismos cuentos, que los aprendan como los aprendí yo.» Pensando en los Noés de tantas religiones, se me ocurre objetar que el Noé indio me parece más ajustado a la realidad de estas tierras, con su mazorca de maíz, que la paloma con su ramo de olivo, puesto que nadie vio nunca un olivo en la selva. Pero el fraile me interrumpe abruptamente, con tono agresivo, preguntándome si he olvidado el hecho de la Redención: «Alguien ha muerto por los que aquí nacieron, y era menester que la noticia les fuese dada.» Y atando dos ramas en cruz con una liana, la planta de modo casi rabioso, en el lugar donde comenzará a erigirse, mañana, la choza redonda que será el primer templo de la ciudad de Henoch. «Además, viene a sembrar cebollas», me advierte el Adelantado, a modo de excusa.

XXVI

(27 de junio)

Amanece sobre las Grandes Mesetas. Las nieblas de la noche demoran entre las Formas, tendiendo velos que se adelgazan y aclaran cuando la luz se refleja en un acantilado de granito rosa y baja al plano de las inmensas sombras recostadas. Al pie de los paredones verdes, grises, negros, cuyas cimas parecen diluirse entre brumas, los helechos sacuden el leve cierzo que los esmalta. Asomado a una oquedad en la que apenas pudiera ocultarse un niño, contemplo una vida de líquenes, de musgos, de pigmentos plateados, de herrumbres vegetales, que es, en escala minúscula, un mundo tan complejo como el de la gran selva de abajo. Hay tantas vegetaciones distintas, en un palmo de humedad, como especies se disputan allá el espacio que debiera bastar para un solo árbol. Este plancton de la tierra es como una pátina que se espesa al pie de una cascada caída de muy alto, cuyo constante hervor de espumas ha cavado un estanque en la roca. Aquí es donde nos bañamos desnudos, los de la Pareja, en agua que bulle y corre, brotando de cimas ya encendidas por el sol, para caer en blanco verde, y derramarse, más abajo, en cauces que las raíces del tanino tiñen de ocre. No hay alarde, no hay fingimiento edénico, en esta limpia desnudez, muy distinta de la que jadea y se vence en las noches de nuestra choza, y que aquí liberamos con una suerte de travesura, asombrados de que sea tan grato sentir la brisa y la luz en partes del cuerpo que la gente de allá muere sin haber expuesto alguna vez al aire libre. El sol me ennegrece la franja de caderas a muslo que los nanadores de mi país conservan blanca, aunque se hayan bañado en mares de sol. Y el sol me entra por entre las piernas, me calienta los testículos, se trepa a mi columna vertebral, me revienta por los pectorales, oscurece mis axilas, cubre de sudor mi nuca, me posee, me invade, y siento que en su ardor se endurecen mis conductos seminales y vuelvo a ser la tensión y el latido que buscan las oscuras pulsaciones de entrañas caladas a lo más hondo, sin hallar límite a un deseo de integrarme que se hace añoranza de matriz. Y luego, es el agua otra vez, a cuyo fondo desembocan manantiales helados que voy a buscar con la cara, metiendo las manos en una arena gruesa, que es como limalla de mármol. Más tarde vendrán los indios y se bañarán en cueros, sin más traje que el de las manos abiertas sobre el pene.

Y a mediodía será fray Pedro, sin cubrir siquiera las canas de su sexo, huesudo y enjuto como un San Juan predicando en el desierto… Hoy he tomado la gran decisión de no regresar allá. Trataré de aprender los simples oficios que se practican en Santa Mónica de los Venados y que ya se enseñan a quien observe las obras de edificación de su iglesia. Voy a sustraerme al destino de Sísifo que me impuso el mundo de donde vengo, huyendo de las profesiones hueras, el girar de la ardilla presa en tambor de alambre, del tiempo medido y de los oficios de tinieblas. Los lunes dejarán de ser, para mí, lunes de ceniza, ni habrá por qué recordar que el lunes es lunes, y la piedra que yo cargaba será de quien quiera agobiarse con su peso inútil. Prefiero empuñar la sierra y la azada a seguir encanallando la música en menesteres de pregonero. Lo digo a Rosario, que acepta mi propósito con alegre docilidad, como siempre recibirá la voluntad de quien reciba por varón.

Tu mujer no ha comprendido que esa determinación es, para mí, mucho más grave de lo que parece, puesto que implica una renuncia a todo lo de allá.

Para ella, nacida en el lindero de la selva, con hermanas amaridadas a mineros, es normal que un hombre prefiera la vastedad de lo remoto al hacinamiento de las ciudades. Además, no creo que para habituarse a mí haya tenido que hacer tantos acomodos intelectuales como yo. Ella no me ve como un hombre muy distinto de los otros que haya conocido.

Yo, para amarla -pues creo amarla entrañablemente ahora-, he tenido que establecer una nueva escala de valores, en punto a lo que debe apegar un hombre de mi formación a una mujer que es toda una mujer, sin ser más que una mujer.

Me quedo, pues, con toda conciencia de lo que hago.

Y al repetirme que me quedo, que mis claridades serán ahora las del sol y las de la hoguera, que cada mañana hundiré el cuerpo en el agua de esta cascada, y que una hembra cabal y entera, sin torceduras, estará siempre al alcance de mi deseo, me invade una inmensa alegría. Recostado sobre una laja, mientras Rosario, de senos al desgaire, lava sus cabellos en la corriente, tomo la vieja Odisea del griego, tropezando, al abrir el tomo, con un párrafo que me hace sonreír: aquel en que se habla de los hombres que Ulises despacha al país de los lotófagos, y que, al probar la fruta que allí se daba, se olvidan de regresar a la patria. «Tuve que traerlos a la fuerza, sollozantes -cuenta el héroe- y encadenarlos bajo los bancos, en el fondo de sus naves.»

Siempre me había molestado, en el maravilloso relato, la crueldad de quien arranca sus compañeros a la felicidad hallada, sin ofrecerles más recompensa que la de servirlo. En ese mito veo como un reflejo de la irritación que causan siempre a la sociedad los actos de quienes encuentran, en el amor, en el disfrute de un privilegio físico, en un don inesperado, el modo de sustraerse a las fealdades, prohibiciones y vigilancias padecidos por los más. Doy media vuelta sobre la piedra cálida, y esto me hace mirar hacia donde varios indios, sentados en torno a Marcos, el primogénito del Adelantado, trabajan en obras de cestería. Pienso ahora que mi vieja teoría acerca de los orígenes de la música era absurda. Veo cuan vanas son las especulaciones de quienes pretenden situarse en los albores de ciertas artes o instituciones del hombre, sin conocer, en su vida cotidiana, en sus prácticas curativas y religiosas, al hombre prehistórico, contemporáneo nuestro. Muy ingeniosa era mi idea de hermanar el propósito mágico de la plástica primitiva -la representación del animal que otorga poderes sobre ese animal- con la fijación primera del ritmo musical, debida al afán de remedar el galope, trote, paso, de los animales.

Pero yo asistí, hace días, al nacimiento de la música.

Pude ver más allá del treno con que Esquilo resucita al emperador de los persas; más allá de la oda con que los hijos de Autolicos detienen la sangre negra que mana de las heridas de Ulises; más allá del canto destinado a preservar al faraón. Una de las mordeduras de sierpes, en su viaje de ultratumba. Lo que he visto confirma, desde luego, la tesis de quienes dijeron que la música tiene un origen mágico. Pero ésos llegaron a tal razonamiento a través de los libros, de los tratados de psicología, construyendo hipótesis arriesgadas acerca de la pervivencia, en la tragedia antigua, de prácticas derivadas de una hechicería ya remota. Yo, en cambio, he visto cómo la palabra emprendía su camino hacia el canto, sin llegar a él; he visto cómo la repetición de un mismo monosílabo originaba un ritmo cierto; he visto, en el juego de la voz real y de la voz fingida que obligaba al ensalmador a alternar dos alturas de tono, cómo podía originarse un tema musical de una práctica extramusical. Pienso en las tonterías dichas por quienes llegaron a sostener que el hombre prehistórico halló la música en el afán de imitar la belleza del gorjeo de los pájaros -como si el trino del ave tuviese un sentido musical-estético para quien lo oye constantemente en la selva, dentro de un concierto de rumores, ronquidos, chapuzones, fugas, gritos, cosas que caen, aguas que brotan, interpretado por el cazador como una suerte de código sonoro, cuyo entendimiento es parte principal del oficio. Pienso en otras teorías falaces y me pongo a soñar en la polvareda que levantarían mis observaciones en ciertos medios musicales aferrados a tesis librescas.

También sería útil recoger algunos de los cantos de indios de este lugar, muy bellos dentro de su elementalidad, con sus escalas singulares, destructoras de esa otra noción generalizada según la cual los indios sólo saben cantar en gamas pentáfonas… Pero, de pronto, me enojo conmigo mismo, al verme entregado a tales cavilaciones. He tomado la decisión de quedarme aquí y debo dejar de lado, de una vez, esas vanas especulaciones de tipo intelectual.

Para zafarme de ellas me pongo la poca ropa que aquí uso y voy a reunirme con los que están acabando de construir la iglesia. Es una cabaña redonda, amplia, de techo puntiagudo como el de las churuatas, de hojas de moriche sobre viguetería de ramas, rematada por una cruz de madera. Fray Pedro se ha empeñado en que las ventanas tuviesen un figuración gótica, con arco quebrado, y el repetido encuentro de dos líneas curvas en una pared de bahareque es, en estas lejanías, una premonición de canto llano. Colgamos un tronco ahuecado de la espadaña, pues, a falta de campanas, lo que sonará aquí es una suerte de teponaxtle ideado por mí. La fabricación de aquel instrumento me fue sugerida por el tambor-bastón-de-ritmo que está en la choza, y me es preciso confesar que el estudio de su principio resonante se acompañó de una prueba dolorosa. Cuando, dos días antes, desaté las lianas que sujetaban las esteras protectoras, éstas, hinchadas por la humedad, se atiesaron de golpe, echando a rodar la jarra funeraria, las sonajeras, los caramillos, sobre el suelo. De pronto me vi rodeado de objetos-acreedores, y de nada me sirvió arrinconarlos, como a niños castigados, para olvidar su acusadora presencia. Vine a estas selvas, solté mi fardo, hallé mujer, gracias al dinero que debo a estos instrumentos que no me pertenecen. Por evadirme estoy atando, desde aquí, a mi fiador. Y me digo que lo estoy atando, porque el Curador aceptará seguramente la responsabilidad de mi defección, devolviendo los fondos que se me entregaron, a costa de empeños, sacrificios y, tal vez, de préstamos usurarios.

Yo sería feliz, plácidamente feliz, si junto a la cabecera de mi hamaca no se hallaran esas piezas de museo, en perpetuo reclamo de fichas y vitrinas.

Debería sacar esos instrumentos de aquí, romperlos acaso, enterrar sus restos al pie de alguna peña. No puedo hacerlo, sin embargo, porque mi conciencia ha vuelto al asiento desertado, y tanto la tuve ausente que me ha venido llena de desconfianza y resquemores.

Rosario sopla en una de las cañas de la botija ritual y suena un bramido bronco, como de animal caído en las tinieblas de un pozo. La aparto con un gesto tan brusco, que se aleja, dolida, sin comprender. Para desarrugar su ceño, le cuento la razón de mi enojo. Ella no demora en dar con la solución más simple: enviaré esos instrumentos a Puerto Anunciación, dentro de algunos meses, cuando el Adelantado haga su viaje acostumbrado, para proveerse de remedios indispensables y reponer algún enser dañado por el mucho uso. Allí se encargará una hermana suya de hacerles descender el río hasta donde haya correo. Mi conciencia deja de torturarme, pues el día en que los bultos se pongan en camino habré pagado las llaves de la evasión.

XXVII

He ascendido al cerro de los petroglifos con fray Pedro, y ahora descansamos sobre un suelo de esquistos, accidentado de peñas negras erguidas contra el viento por todos sus filos, o derribados a modo de ruinas, de escombros, entre vegetaciones que parecen recortadas en fieltro gris. Hay algo remoto, lunar, no destinado al hombre, en esta terraza que conduce a las nubes, y que surca un arrojo de agua helada, que no es agua de manantiales, sino agua de nieblas. Me siento vagamente inquieto -un poco intruso, por no decir sacrilego- al pensar que con mi presencia se rompe el arcano de una teratología de lo mineral, cuya grandiosa aridez, obra de una erosión milenaria, pone al desnudo un esqueleto de montañas que parece hecho con piedras de azufre, lavas, calcedonias molidas, escorias plutonianas. Hay gravas que me hacen pensar en mosaicos bizantinos que se hubieran desprendido de sus paredes en alud, y que, recogidos a paletadas, hubiesen sido arrojados aquí, allá, a modo de una aventada de cuarzo, oro y cornalinas. Para llegar hasta aquí hemos atravesado durante dos jornadas -por caminos cada vez más limpios de reptiles, ricos en orquídeas y en árboles florecidos- las Tierras del Ave. De sol a sol nos escoltaron los guacamayos fastuosos y las cotorras rosadas, con el tucán de grave mirar, luciendo su peto de esmalte verdeamarillo, su pico mal soldado a la cabeza -el pájaro teológico que nos ha gritado: ¡Dios te ve!, a la hora del crepúsculo, cuando los malos pensamientos mejor solicitan al hombre-. Vimos a los colibríes, más insectos que pájaros, inmóviles en su vertiginosa suspensión fosforescente, sobre la sombra parsimoniosa de los paujíes vestidos de noche; alzando los ojos, conocimos la percutiente laboriosidad de los carpinteros listados de oscuro, el alborotoso desorden de los silbadores y gorjeadores metidos en los techos de la selva, asustados de todo, más arriba de los comadreos de pericos y catalnicas, y de tantos pájaros hechos a todo pincel, que a falta de nombre conocido -me dice fray Pedro- fueron llamados «indianos girasoles» por los hombres de armaduras. Así como otros pueblos tuvieron civilizaciones marcadas por el signo del caballo o del toro, el indio con perfil de ave puso sus civilizaciones bajo la advocación del ave. El dios volante, el dios pájaro, la serpiente emplumada, están en el centro de sus mitologías, y todo cuanto es bello para él se adorna de plumas. De plumas fueron las tiaras de los emperadores de Tenochtitlán, como son hoy de plumas los ornamentos de las flautas, los objetos de juego, las vestimentas festivas y rituales de los que aquí he conocido. Admirado por la revelación de que vivo ahora en las Tierras del Ave, emito alguna fácil opinión acerca de la probable dificultad de hallar, en las cosmogonías de estas gentes, algún mito coincidente con los nuestros. Fray Pedro me pregunta si he leído un libro llamado el Popol-Vuh, cuyo mismo nombre me era desconocido. «En ese texto sagrado de los antiguos quitchés -afirma el fraile-, se inscribe ya, con trágica adivinación, el mito del robot; más aún: creo que es la única cosmogonía que haya presentido la amenaza de la máquina y la tragedia del Aprendiz de Brujo.» Y, sorprendiéndome con un lenguaje de estudioso, que debió ser el suyo antes de endurecer en la selva, me cuenta de un capítulo inicial de la Creación, en que los objetos y enseres inventados por el hombre, y usados con ayuda del fuego, se rebelan contra él y le dan muerte; las tinajas, los comales, los platos, las ollas, las piedras de moler y las casas mismas, en pavoroso apocalipsis que atruenan con sus ladridos los perros enrabecidos y sublevados, aniquilan una generación humana… De eso me habla aún cuando alzo los ojos, y me veo al pie del paredón de roca gris en que aparecen hondamente cavados los dibujos que se atribuyen al demiurgo vencedor del Diluvio y repoblador del mundo, por una tradición que ha llegado a oídos de los más primitivos habitantes de la selva de abajo. Estamos aquí en el Monte Ararat de este vasto mundo. Estamos donde llegó el arca y encalló con sordo embate, cuando las aguas comenzaron a retirarse y hubo regresado la rata con una mazorca de maíz entre las patas. Estamos donde el demiurgo arrojó piedras a sus espaldas, como Deucalión, para dar nacimiento a una nueva generación humana. Pero ni Deucalión, ni Noé, ni Unapishtim, ni los Noés chinos o egipcios, dejaron su rúbrica fijada por los siglos en el lugar de arribo. Aquí, en cambio, hay enormes figuras de insectos, de serpientes, seres del aire, bestias de las aguas y de la tierra, figuraciones de lunas, soles y estrellas, que alguien ha cavado ahí, con ciclópeo cincel, mediante un proceso que no acertamos a explicarnos. Hoy mismo sería imposible erigir en tal lugar el andamiaje gigantesco que levantara un ejército de talladores de piedras hasta donde pudieran atacar el paredón de roca con sus herramientas, dejándolo tan firmemente marcado como está… Ahora fray Pedro me lleva al otro extremo de los Signos y me muestra, de aquel lado de la montaña, una suerte de cráter, de ámbito cerrado, en cuyo fondo medran pavorosas yerbas. Son como gramíneas membranosas, cuyas ramas tienen una mórbida redondez de brazo y de tentáculo. Las hojas enormes, abiertas como manos, parecen de flora submarina, por sus texturas de madrépora y de alga, con flores bulbosas, como faroles de plumas, pájaros colgados de una vena, mazorcas de larvas, pistilos sanguinolentos, que les salen de los bordes por un proceso de erupción y desgarre, sin conocer la gracia de un tallo. Y todo eso, allá abajo, se enrevesa, se enmaraña, se anuda, en un vasto movimiento de posesión, de acoplamiento, de incestos, a la vez mostruoso y orgiástico, que es suprema confusión de las formas. «Estas son las plantas que han huido del hombre en un comienzo -me dice el fraile-. Las plantas rebeldes, negadas a servirle de alimento, que atravesaron ríos, escalaron cordilleras, saltaron por sobre los desiertos, durante milenios y milenios, para ocultarse aquí, en los últimos valles de la Prehistoria.» Con mudo estupor me doy a contemplar lo que en otras partes es fósil, se pinta en hueso o duerme, petrificado, en las vetas de la hulla, pero sigue viviendo aquí, en una primavera sin fecha, anterior a los tiempos humanos, cuyos ritmos no son acaso los del año solar, arrojando semillas que germinan en horas, o, por el contrario, demoran medio siglo en parar un árbol.

«Esta es la vegetación diabólica que rodeaba el Paraíso Terrenal antes de la Culpa.» Inclinado sobre el caldero demoníaco, me siento invadido por el vértigo de los abismos; sé que si me dejara fascinar por lo que aquí veo, mundo de lo prenatal, de lo que existía cuando no había ojos, acabaría por arrojarme, por hundirme, en ese tremendo espesor de hojas que desaparecerán del planeta, un día, sin haber sido nombradas, sin haber sido recreadas por la Palabra -obra, tal vez, de dioses anteriores a nuestros dioses, dioses a prueba, inhábiles en crear, ignorados porque jamás fueron nombrados, porque no cobraron contorno en las bocas de los hombres… Fray Pedro me arranca a mi casi alucinada contemplación, dándome un ligero golpe en el hombro con su cayado.

Las sombras de los obeliscos naturales se acortan cada vez más en la proximidad del mediodía.

Tenemos que empezar a bajar antes de que la tarde nos sorprenda en esta cumbre, desciendan las nubes y nos veamos extraviados entre nieblas frías.

Luego de pasar nuevamente ante las rúbricas del demiurgo, alcanzamos el borde de la falla en que se iniciará nuestro descenso. Fray Pedro se detiene, respira hondamente y contempla un horizonte de árboles, del que emerge, en volúmenes pizarrosos, una cordillera de filos quebrados, que es como una presencia dura, sombría, hostil, en la sobrecogedora belleza de los confines del Valle. El fraile señala con el bastón nudoso: «Allí viven los únicos indios perversos y sanguinarios que hay en estas regiones», dice. Ningún misionero ha regresado de allá. Creo que, en aquel instante, me permití alguna burlona consideración sobre la inutilidad de aventurarse en tan ingratos parajes. En respuesta, dos ojos grises, inmensamente tristes, se fijaron en mí de manera singular, con una expresión a la vez tan intensa y resignada, que me sentí desconcertado, preguntándome si les había causado algún enojo, aunque sin hallar los motivos del tan enojo. Todavía veo el semblante arrugado del capuchino, su larga barba enmarañada, sus orejas llenas de pelos, sus sienes de venas pintadas en azul, como algo que hubiera dejado de pertenecerle y de ser carne de su persona: su persona, en aquel momento, eran esas pupilas viejas, algo enrojecidas por una conjuntivitis crónica, que miraban, como hechas de un esmalte empañado, a la vez dentro y fuera de sí mismas.

XXVIII

Sentado detrás de una tabla tendida de horcón a horcón, teniendo al alcance de la mano una libreta de colegial en cuya portada se lee: Cuaderno de Pertenecientes a…, casi en cueros a causa del calor que mucho se ha acentuado en estos últimos días, el Adelantado está legislando, en presencia de fray Pedro, del Capitán de Indios y de Marcos, que es el Responsable de la Huerta. Gavilán está sentado al lado de su amo, con un hueso guardado entre las patas traseras. Se trata de tomar un cierto número de acuerdos en provecho de la comunidad y de dejarlos consignados por escrito. Habiendo comprobado que, en su ausencia, se han cazado ciervas, el Adelantado instituye la prohibición absoluta de matar lo que llama «el venado hembra» y el cervatillo, salvo fuerza mayor de hambruna y aun así, el levantamiento de la veda será objeto de una disposición de emergencia, sometida al criterio de los presentes. La emigración de ciertas manadas, la caza inconsiderada, la acción de las fieras, han mermado la existencia del venado rojo en la comarca, justificándose la medida.

Luego de que todos juran acatarla y hacerla respetar, la Ley queda asentada en el Libro de Actas del Cabildo y se pasa a considerar una cuestión de obras públicas. La época de las lluvias se aproxima, y Marcos informa que los canteros hechos bajo la dirección de fray Pedro en los últimos días tienen una orientación por él discutida, que tendrá por efecto canalizar las aguas de una vertiente cercana, inundándose probablemente el batey del almacén de granos. El Adelantado mira severamente al fraile, en demanda de explicaciones. Fray Pedro informa que el trabajo realizado respondía a un intento de cultivo de la cebolla, la cual exige terrenos en los que no se estanque el agua ni haya demasiada humedad, cosa que sólo podía lograrse trazando los canteros con el narigón hacia la vertiente. El peligro señalado por el Responsable de la Huerta podría ser conjurado con levantar un valladar de tierra, de unos tres palmos, entre la huerta y el almacén de granos. Se reconoce luego, por unanimidad, la conveniencia de ejecutar la obra, y se fija su inicio para mañana mismo, movilizándose toda la población de Santa Mónica de los Venados, pues el cielo se está cargando de nubes y el calor se hace más difícil de sobrellevar en un mediodía que se cubre de vahos pesados y nos agobia con una exasperante invasión de moscas, salidas de no se sabe dónde. Fray Pedro recuerda, sin embargo, que la edificación de la iglesia no está terminada y que esto también debería ser objeto de una medida de urgencia. El Adelantado responde con tono tajante que la buena conservación de los granos es cuestión de más inmediato interés que los latines, y concluye el examen de las cuestiones anotadas en el orden del día, con una disposición sobre la tala y el acarreo de troncos para un cercado, y la necesidad de apostar gente para vigilar la aparición de ciertos cardúmenes que, este año, están remontando el río antes de tiempo. De la reunión capitular de hoy han quedado varios acuerdos para realizar obras inmediatas y una Ley -una ley cuya infracción «será castigada», reza la prosa del Adelantado -. Esto ultimo me inquieta de tal modo que pregunto al hombrecito si ya ha tenido el horroroso deber de instituir castigos en la Ciudad. «Hasta ahora -me responde-, al culpable de alguna falta se le castiga con no dirigirle la palabra durante un tiempo, haciéndosele sentir la reprobación general; pero llegará el día en que seamos tan numerosos que se necesitarán castigos mayores.» Una vez más me asombro ante la gravedad de los problemas planteados en estas comarcas, tan desconocidas como las blancas Terras Incógnitas de los antiguos cartógrafos, en donde los hombres de allá sólo ven saurios, vampiros, serpientes de mordida fulminante y danzas de indios. En el tiempo que llevo viajando por este mundo virgen, he visto muy pocas serpientes -una coral, una terciopelo, otra que tal vez fuera un crótalo -, y sólo he sabido de las fieras por el rugido, si bien he arrojado piedras, más de una vez, al caimán artero, disfrazado de tronco podrido en la traidora paz de un remanso. Pobre es mi historia en cuanto a peligros arrostrados -si se deja de lado la tormenta en los raudales-. Pero, en cambio, he encontrado en todas partes la solicitación inteligente, el motivo de meditación, formas de arte, de poesía, mitos, más instructivos para comprender al hombre que cientos de libros escritos en las bibliotecas por hombres jactanciosos de conocer al Hombre. No sólo ha fundado una ciudad el Adelantado, sino que, sin sospecharlo, está creando, día a día, una polis, que acabará por apoyarse en un código asentado solemnemente en el Cuaderno de… Perteneciente a… Y un momento llegará en que tenga que castigar severamente a quien mate la bestia vedada, y bien veo que entonces ese hombrecito de hablar pausado, que nunca alza la voz, no vacilará en condenar al culpable a ser expulsado de la comunidad y a morir de hambre en la selva, a no ser que instituya algún castigo impresionante y espectacular, como aquel de los pueblos que condenaban al parricida a ser echado al río, encerrado en un saco de cuero con un perro y una víbora. Pregunto al Adelantado qué haría si viese aparecer en Santa Mónica, de pronto, a algún buscador de oro, de los que manchan cualquier tierra con su fiebre. «La daría un día para marcharse», me responde. «Este no es sitio para esa gente», acota Marcos, con súbito acento de rencor en la voz. Y me entero de que el mestizo ha ido allá, hace tiempo, contra la voluntad de su padre, pero que dos años de maltratos y humillaciones por parte de aquellos a quienes quería acercarse, amistoso, dócil, le hicieron regresar un día con odio a todo lo visto en el mundo recién descubierto. Y me muestra, sin explicaciones, las marcas de grillos que le remacharon en un remoto puesto fronterizo. Ahora callan el padre y el hijo; pero detrás de aquel silencio adivino que ambos aceptan sin reticencias una dura posibilidad creada por la Razón de Estado: la del Buscador, empeñado en regresar al Valle de las Mesetas, y que jamás volverá del segundo viaje -«por haberse extraviado en la selva», creerán luego quienes puedan interesarse por su destino-. Esto añade un tema de reflexión a los muchos que se comparten mi espíritu a todas horas. Y es que después de varios días de una tremenda pereza mental, durante los cuales he sido un hombre físico, ajeno a todo lo que no fuera sensación, quemarme al sol, holgarme con Rosario, aprender a pescar, habituarme a sabores de una desconcertante novedad para mi paladar, mi cerebro se ha puesto a trabajar, como después de un reposo necesario, en un ritmo impaciente y ansioso. Hay mañana en que quisiera ser naturalista, geólogo, etnógrafo, botánico, historiador, para comprenderlo todo, anotarlo todo, explicar en lo posible. Una tarde descubrí con asombro que los indios de aquí conservan el recuerdo de una oscura epopeya que fray Pedro está reconstruyendo a fragmentos. Es la historia de una migración caribe, en marcha hacia el Norte, que lo arrasa todo a su paso y jalona de prodigios su marcha victoriosa. Se habla de montañas levantadas por la mano de héroes portentosos, de ríos desviados de su curso, de combates singulares en que intervinieron los astros. La portentosa unidad de los mitos se afirma en esos relatos, que encierran raptos de princesas, inventos de ardides de guerra, duelos memorables, alianzas con animales. Las noches en que se emborracha ritualmente con un polvo sorbido por huesos de pájaros, el Capitán de los Indios se hace bardo, y de su boca recoge el misionero jirones del cantar de gesta, de la saga, del poema épico, que vive oscuramente -anterior a su expresión escrita- en la memoria de los Notables de la Selva… Pero no debo pensar demasiado. No estoy aquí para pensar. Los trabajos de cada día, la vida ruda, la parca alimentación a base de mañoco, pescado y casabe, me han adelgazado, apretando mi carne al esqueleto: mi cuerpo se ha vuelto escueto, preciso, de músculos ceñidos a la estructura. Las malas grasas que yo traía, la piel blanca y flaccida, los sobresaltos, las angustias inmotivadas, los presentimientos de desgracias por ocurrir, las aprensiones, los latidos del plexo solar, han desaparecido. Mi persona, metida en su contorno cabal, se siente bien.

Cuando me acerco a la carne de Rosario, brota de mí una tensión que, más que llamada del deseo, es incontenible apremio de un celo primordial: tensión del arco armado, entesado, que, luego de disparar la flecha, vuelve al descanso de la forma recobrada.

Tu mujer está cerca. La llamo y acude. No estoy aquí para pensar. No debo pensar. Ante todo sentir y ver. Y cuando de ver se pasa a mirar, se encienden raras luces y todo cobra una voz. Así, he descubierto, de pronto, en un segundo fulgurante, que existe una Danza de los Arboles. No son todos los que conocen el secreto de bailar en el viento. Pero los que poseen la gracia, organizan rondas de hojas ligeras, de ramas, de retoños, en torno a su propio tronco estremecido.

Y es todo un ritmo el que se crea en las frondas; ritmo ascendente e inquieto, con encrespamientos y retornos de olas, con blancas pausas, respiros, vencimientos, que se alborozan y son torbellino, de repente, en una música prodigiosa de lo verde. Nada hay más hermoso que la danza de un macizo de bambúes en la brisa. Ninguna coreografía humana tiene la euritmia de una rama que se dibuja sobre el cielo.

Llego a preguntarme a veces si las formas superiores de la emoción estética no consistirán, simplemente, en un supremo entendimiento de lo creado.

Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema.

XXIX

Llueve sin cesar desde hace dos días. Hubo una larga obertura de truenos bajos que parecieron rodar sobre el suelo mismo, entre las mesetas, colándose en las oquedades, retumbando en los socavones, y, de súbito, fue el agua. Como las palmas del techo estaban resecas, pasamos la primera noche mudando las hamacas de un lugar a otro, en inútil busca de un espacio sin goteras. Luego, un torrente fongoso comenzó a correr debajo de nosotros, sobre el piso, y, para salvar los instrumentos colectados, tuve que colgarlos de las vigas que sostienen la cobija.

El amanecer nos halló a todos desconcertados, con las ropas húmedas, rodeados de lodo. Mal se encendían los fuegos, y las viviendas se llenaron de un humo acre que hacía llorar. Media iglesia ha caído, por los efectos de la lluvia sobre el bahareque aún mal fraguado, y fray Pedro, con el hábito anudado a la cintura y un simple guayuco puesto sobre el sexo, está tratando de apuntalar la apuntalable, con ayuda de algunos indios. Su pésimo humor cubre al Adelantado de invectivas, por no haberle ayudado a terminar la obra con el dictado de una medida de emergencia. Luego vuelve a llover, y es lluvia, y más lluvia y nada más que lluvia, hasta el atardecer.

Y luego es la noche otra vez. No tengo el consuelo, siquiera, de poder abrazar a Rosario, que «no puede», y cuando esto le acontece se torna arisca, huraña, pareciendo que todo gesto de cariño le fuera odioso. Me duermo con dificultad, en el ruido universal y constante del agua que corre por doquiera, borrando todo ruido que no sea ruido de agua, como si hubiésemos llegado a los tiempos de las cuarenta arduas noches… Al cabo de algún tiempo de sueño -lejos debe estar el alba todavía- me despierto con una rara sensación de que, en mi mente, acaba de realizarse un gran trabajo: algo como la maduración y compactación de elementos informes, disgregados, sin sentido al estar dispersos, y que, de pronto, al ordenarse, cobran un significado preciso.

Una obra se ha construido en mi espíritu; es «cosa»

para mis ojos abiertos o cerrados, suena en mis oídos, asombrándose por la lógica de su ordenación.

Una obra inscrita dentro de mí mismo, y que podría hacer salir sin dificultad, haciéndola texto, partitura, algo que todos palparan, leyeran, entendieran.

Muchos años atrás me había dejado llevar, cierta vez, por la curiosidad de fumar opio: recuerdo que la cuarta pipa me produjo una suerte de euforia intelectual que trajo una repentina solución a todos los problemas de creación que entonces me atormentaban.

Lo veía todo claro, pensado, medido, hecho.

Cuando saliera de la droga, no tendría más que tomar el papel pautado y en algunas horas nacería de mi pluma, sin dolor ni vacilaciones, un Concierto que entonces proyectaba, con molesta incertidumbre acerca del tipo de escritura por adoptar. Pero al día siguiente, cuando salí del sueño lúcido y quise de verdad tomar la pluma, tuve la mortificante revelación de que nada de lo pensado, imaginado, resuelto, bajo los efectos del Benares fumado, tenía el menor valor: eran fórmulas adocenadas, ideas sin consistencia, invenciones descabelladas, imposibles transferencias estéticas de plástica o sonidos, que las gotas burbujeantes, trabajadas entre dos agujas, habían sublimado al calor de la lámpara. Lo que me ocurre esta noche, aquí, en la oscuridad, rodeado del ruido de las goteras que caen en todas partes, es muy semejante a lo que inició, para mí, aquella delirante lucubración; pero esta vez la euforia se nutre de conciencia; las ideas mismas buscan un orden, y hay ya, en mi cerebro, una mano que tacha, enmienda, delimita, subraya. No tengo que regresar de las torpezas de una embriaguez para poder concretar mi pensamiento: sólo me es preciso esperar al amanecer, que me traerá la claridad necesaria para hacer los primeros esbozos del Treno. Porque el título de Treno es el que se ha impuesto a mi imaginación durante el sueño.

Antes de caer en las estúpidas actividades que me hubieran alejado de la composición -mi pereza de entonces, mi flaqueza ante toda incitación al placer no eran, en el fondo, sino formas del miedo a crear sin estar seguro de mí mismo- había meditado mucho acerca de ciertas posibilidades nuevas de acoplar la palabra con la música. Para enfocar mejor el problema había repasado, desde luego, la larga y hermosa historia del recitativo, en sus funciones litúrgicas y profanas. Pero el estudio del recitativo, de los modos de recitar cantando, de cantar diciendo, de buscar la melodía de las inflexiones del idioma, de enredar la palabra dentro del acompañamiento o de liberarla, por el contrario, del sostén armónico; todo ese proceso que tanto preocupa a los compositores modernos, luego de Mussorgsky y Debussy, llegándose a los logros exasperados, paroxísticos, de la escuela vienesa, no era, en realidad, lo que me interesaba. Yo buscaba más bien una expresión musical que surgiera de la palabra desnuda, de la palabra anterior a la música -no de la palabra hecha música por exageración y estilización de sus inflexiones, a la manera impresionista-, y que pasara de lo hablado a lo cantado de modo casi insensible, el poema haciéndose música, hallando su propia música en la escansión y la prosodia, como ocurrió probablemente con la maravilla del Dies Irae, Dies Illa del canto llano, cuya música parece nacida de los acentos naturales del latín. Yo había imaginado una suerte de cantata, en que un personaje con funciones de corifeo se adelantara hacia el público, y, en un total silencio de la orquesta, luego de reclamar con un gesto la atención del auditorio, comenzara a decir un poema muy simple, hecho de vocablos de uso corriente, sustantivos como hombre, mujer, casa, agua, nube, árbol, y otros que por su elocuencia primordial no necesitaran del adjetivo. Aquello sería como un verbo-génesis. Y, poco a poco, la repetición misma de las palabras, sus acentos, irían dando una entonación peculiar a ciertas sucesiones de vocablos, que se tendría el cuidado de hacer regresar a distancias medidas, a modo de un estribillo verbal. Y empezaría a afirmarse una melodía que tuviera -yo lo quería así- la sencillez lineal, el dibujo centrado en pocas notas, de un himno ambrosiano -Aeterne rerum conditor- que es, para mí, el estado de la música más cercano a la palabra.

Transformado el hablar en melodía, algunos instrumentos de la orquesta entrarían discretamente, a modo de una puntuación sonora, a encuadrar y delimitar los períodos normales del recitado, afirmándose, en estas intervenciones, la materia vibrante de que cada instrumento estuviera hecho: presencia de la madera, del cobre, de la cuerda, del parche tenso, a modo de un enunciado de aleaciones posibles.

Por otra parte, me había impresionado mucho, en aquellos días lejanos, la revelación de un tropo compostelano -Congaudeant Catholici-, en que una segunda voz era situada sobre la del cantus firmus con el papel de adornarla, de darle las melismas, las luces y sombras que no fuera decente agregar directamente al tema litúrgico, cuya pureza, así, quedaba salvaguardada: especie de guirnalda colgada de una severa columna, que nada le restaba de su dignidad, pero le añadía un elemento ornamental, flexible, ondulante. Yo veía las entradas sucesivas de las voces del coro, sobre el canto primicial del corifeo, a la manera con que éstas se ordenaban -elemento masculino, elemento femenino- en el tropo compostelano. Esto, desde luego, creaba una sucesión de acentos nuevos cuyas constantes engendraban un ritmo general: ritmo que la orquesta, con sus medios sonoros, diversificaba y coloreaba. Ahora, por vías del desarrollo, el elemento melismático pasaba al terreno instrumental, buscando planos de variación armónica y oposiciones entre los timbres puros, mientras el coro, por fin compactado, podía entregarse a una suerte de invención de la polifonía, dentro de un enriquecimiento creciente del movimiento contrapuntístico. Así pensaba yo lograr una coexistencia de la escritura polifónica y la de tipo armónico, concertadas, machihembradas, según las leyes más auténticas de la música, dentro de una oda vocal y sinfónica, en constante aumento de intensidad expresiva, cuya concepción general era, por lo pronto, bastante sensata. La sencillez del enunciado prepararía al oyente para la percepción de una simultaneidad de planos que, de haberle sido presentada de golpe, le hubiera resultado intrincada y confusa, haciéndosele posible seguir, dentro de la lógica indiscutible de su proceso, el desarrollo de una palabra-célula a través de todas sus implicaciones musicales. Había, desde luego, que desconfiar del posible desorden de estilos engendrados por esa suerte de reinvención de la música que, en lo instrumental, entrañaba riesgosas incitaciones. De lo último pensaba defenderme especulando con los timbres puros, y me citaba a mí mismo, como referencia, unos sorprendentes diálogos de flautín y contrabajo, de oboe y trombón, que había encontrado en obras de Alberic Magnard. En cuanto a la armonía, pensaba hallar un elemento de unidad en el uso habilidoso de los modos eclesiásticos, cuyos recursos inexplotados empezaban a ser aprovechados, desde hacía muy pocos años, por algunos de los músicos más inteligentes del momento… Rosario abre la puerta y la luz del día me sorprende en deleitosa reflexión.

Aún no vuelvo de mi asombro: el Treno estaba dentro de mí, pero fue resembrada su semilla y empezó a crecer en la noche del Paleolítico, allá, más abajo, en las orillas del río poblado de monstruos, cuando escuché cómo aullaba el hechicero sobre un cadáver ennegrecido por la ponzoña de un crótalo, a dos pasos de una zahurda donde estaban los cautivos postrados sobre sus excrementos y orines.

Esa noche me fue dada una gran lección por los hombres a quienes no quise considerar como hombres; por aquellos mismos que me hicieran ufanarme de mi superioridad, y que, a su vez, se creían superiores a los dos ancianos babeantes que roían huesos dejados por los perros. Ante la visión de un auténtico treno, renació en mí la idea del Treno, con su enunciado de la palabra-célula, su exorcismo verbal que se transformaba en música al necesitar más de una entonación vocal, más de una nota, para alcanzar su forma -forma que era, en ese caso, la reclamada por su función mágica, y que, por la alternación de dos voces, de dos maneras de gruñir, era, en sí, un embrión de Sonata-. Yo, el músico que contemplaba la escena, estaba añadiendo el resto: oscuramente intuía lo que había ya de futuro en ello y lo que aún le faltaba. Cobraba conciencia de la música transcurrida y de la no transcurrida…

Ahora voy corriendo, bajo la lluvia, a la casa del Adelantado, para pedirle una de sus libretas; una de esas en cuya portada se lee: Cuaderno de… Perteneciente a… -que me entrega, por cierto, con alguna mala gana-, y empiezo a esbozar ideas musicales sobre pentagramas que yo mismo trazo, sirviéndome, como regla, del lomo casi recto de un machete.

XXX

De primer intento, por fidelidad a un viejo proyecto de adolescencia, yo hubiera querido trabajar sobre el Prometeo Desencadenado de Shelley, cuyo primer acto ofrece por sí solo -como el tercio del Segundo Fausto- un maravilloso tema de cantata.

La liberación del encadenado, que asocio mentalmente a mi fuga de allá, tiene implícito un sentido de resurrección, de regreso de entre las sombras, muy conforme a la concepción original del treno, que era canto mágico destinado a hacer volver un muerto a la vida. Ciertos versos que ahora recuerdo hubieran correspondido admirablemente a mi deseo de trabajar sobre un texto hecho de palabras simples y directas: Ah me! Alas, pain, pain, pain, ever, for ever! -No change, no pause, no hope! Yet I endure!

Y luego, esos coros de montañas, de manantiales, de tormentas: de elementos que ahora me rodean y siento.

Esa voz de la tierra, que es Madre a la vez, arcilla y matriz, como las Madres de Dioses que aún reinan en la selva. Y esas «perras del infierno»

hounds of hell- que irrumpen en el drama y aullan con más acento de ménade que de furia. Ah, I scent lije! Let mi but look into his eyes! Pero no. Es absurdo caldearse la imaginación sobre esto, puesto que no tengo el texto de Shelley ni lo tendré jamás aquí donde sólo hay tres libros: la Genoveva de Brabante de Rosario; el Líber Usualis, con los textos propios del ministerio de fray Pedro, y La Odisea de Yannes. Hojeando Genoveva de Brabante descubro con sorpresa que el asunto del cuento, si se le despoja de un estilo intolerable, no es mucho peor que el de óperas excelentes, pareciéndose bastante al de Pelleas. En cuanto a la prosa cristiana, ésta me alejaría de la idea del Treno, dando un estilo versicular, bíblico, a toda la cantata. Me queda, pues, La Odisea, cuyo texto está en español. Nunca había pensado en componer música para poema alguno escrito en ese idioma que, por sí mismo, constituiría un eterno obstáculo a la ejecución de una obra coral en cualquier gran centro artístico. Pero me enoja, de pronto, esa inconsciente confesión de un deseo de «verme ejecutado». Mi renuncia no sería verdadera nunca, mientras pudiera sorprenderme en tales resabios. Era el poeta de la isla desierta de Rainer María, y como tal debía crear, por necesidad profunda. Además, ¿cuál era mi idioma verdadero? Sabía el alemán, por mi padre. Con Ruth hablaba el inglés, idioma de mis estudios secundarios; con Mouche, a menudo el francés; el español de mi Epítome de Gramática -Estos, Fabio…- con Rosario. Pero este último idioma era también el de las Vidas de Santos, empastadas en terciopelo morado, que tanto me había leído mi madre: Santa Rosa de Lima, Rosario.

En la coincidencia matriz veo como un signo propiciatorio.

Vuelvo, pues, sin más vacilación, a La Odisea de Yannes. Su retórica empieza por descorazonarme, pues me niego a usar de fórmulas invocatorias del tipo de «Hijo de Cronos, padre mío, suprema majestad», o «Hijo de Laerte, vástago de dioses, Ulises de mil astucias». Nada resultaría más opuesto al género de texto que necesito. Leo y releo algunos pasajes, impaciente por ponerme a escribir. Me detengo varias veces sobre el episodio de Polifemo, pero en fin de cuentas lo encuentro demasiado movido y lleno de peripecias. Salgo de la casa irritado y doy vueltas bajo la lluvia, ante el escándalo de Rosario. Apenas si respondo a Tu mujer que se alarma de verme tan nervioso; pero pronto deja de preguntar, admitiendo que el varón tiene «días malos»

y que en modo alguno está obligado a dar cuenta de lo que le arruga el ceño. Por no molestar se sienta en un rincón, a mis espaldas, y se pone a limpiar las orejas de Gavilán, que se le han llenado de garrapatas, con la punta de un retoño de bambú. Pero a poco me vuelve el buen humor. La solución del problema era sencilla: bastaba aligerar de hojarasca el texto homérico para hallar la simplicidad deseada.

De pronto, en el episodio de la evocación de los muertos, encuentro el tono mágico, elemental, a la vez preciso y solemne: «Hago a los muertos tres libaciones.

Libación de leche y miel. Libación de vino y libación de agua clara. Derramo la harina y prometo que cuando regrese a Itaca sacrificaré la mejor de mis vacas sobre el fuego del altar y daré a Tiresias un carnero negro, el mejor de mis rebaños… He degollado las bestias, he derramado su sangre, y veo aparecer las sobras de los que duermen en la muerte.

» A medida que el texto cobra la consistencia requerida, concibo la estructura del discurso musical.

El paso de la palabra a la música se hará cuando la voz del corifeo se enternezca, casi imperceptiblemente, sobre la estrofa en que se habla de las vírgenes enlutadas y de los guerreros caídos bajo el bronce de las lanzas. El elemento melismático que habré de colocar sobre la primera voz será traído por la queja de Elpenor, que llora de no tener «su tumba en la tierra, al borde de los caminos». En el poema mismo se habla de un largo gemido que interpretaré en vocalización, preludio de su imploración: «No me abandones sin lágrimas, ni funerales; quémame con todas mis armas y levanta mi tumba en la orilla del mar para que todos sepan mi desgracia. Planta sobre mis despojos el remo con que remaba entre vosotros.» La aparición de Anticleia pondrá el timbre de contralto en el edificio vocal que se me hace cada vez más dibujado, entrando como una suerte de fabordón en el discantus de Ulises y Elpenor.

Un acorde muy abierto de la orquesta, con sonoridad de pedal de órgano, anunciará la presencia de Tiresias. Pero aquí me detengo. La necesidad de escribir música es tan imperiosa que empiezo a trabajar sobre lo apuntado, viendo renacer los signos musicales, por tanto tiempo olvidados, bajo la mina de mi lápiz. Cuando termino una primera página de esbozos me detengo maravillado ante esos toscos pentagramas, irregularmente trazados, de líneas más convergentes que paralelas, sobre los cuales se inscriben las notas de un comienzo homofónico que tiene, en una gráfica misma, algo de ensalmo, de invocación, de música distinta a la que yo hubiera escrito hasta ahora. En nada se asemejaba esto a la mañosa escritura de aquel desventurado «Preludio»

para el «Prometeo Encadenado», muy al gusto del día, en que, como tanta gente, había tratado de volver a encontrar la salud y la espontaneidad del arte artesanal -la obra empezaba el miércoles para ser cantada en el oficio del domingo-, tomando sus fórmulas, sus recetas contrapuntísticas, su retórica, pero sin recuperar su espíritu. No eran las disonancias, los puntos mal colocados sobre puntos, las asperezas de los instrumentos situados adrede en los registros más rispidos e ingratos, los que iban a asegurar la perdurabilidad de un arte de calco, de fabricación en frío, en que sólo el muerto legado -la forma y las rectas para «desarrollar»- era actualizado, en obras que olvidaban demasiado a menudo, y con todo propósito de olvidarlos, la enjundia genial de los tiempos lentos, la sublime inspiración de las arias, para hacer juegos de manos en medio del aturdimiento, de la prisa, del correr, de los allegros. Una suerte de ataxia locomotriz había aquejado durante años a los autores de Concerti Grossi, en que dos movimientos en corcheas y semicorcheas -como si no hubiesen existido notas blancas o redondas-, desencuadrados por acentos martillados fuera de lugar, contrarios a la respiración misma de la música, trepidaban a ambos lados de un ricercare cuya pobreza de ideas era disimulada bajo el contrapunto más mal sonante que pudiera inventarse. Yo también, como tantos otros, me había dejado impresionar por consignas de «regreso al orden», necesidad de pureza, de geometría, de asepsia, acallando en mí todo canto que pugnara por levantarse. Ahora lejos de las salas de conciertos, de los manifiestos, del inacabable aburrimiento de las polémicas de arte, invento música con una facilidad que me asombra, como si las ideas, bajadas del cerebro, me llenaran la mano, atrepellándose por salir a través del plomo del lápiz. Sé que debo desconfiar de lo que se crea sin algún dolor. Pero ya habrá tiempo de tachar, de criticar, de ceñir. En medio de la lluvia que cae sin tregua, escribo con jubilosa impaciencia, como impulsado por un brote de energía interior, reduciendo mi escritura, en muchos casos, a una suerte de taquigrafía que sólo yo podría descifrar.

Cuando me duerma esta noche, los primeros estados del Treno habrán llenado todo el Cuaderno de…

Perteneciente a…

XXXI

Acabo de tener una desagradable sorpresa. El Adelantado, a quien fui a pedir otro cuaderno, me preguntó si me los tragaba. Le expliqué por qué necesitaba más papel. «Te doy el último», me dijo, de mal humor, explicándome luego que esas libretas se destinaban a levantar actas, consignar acuerdos, tomar apuntes de utilidad, y en modo alguno podían despilfarrarse en músicas. Para calmar mi despecho, me ofrece la guitarra de su hijo Marcos. Según veo, no establece relación alguna entre el hecho de componer y la necesidad de escribir. Todas las músicas que conoce son de arpistas, tocadores de bandola, gentes de plectro, que siguen siendo ministriles del Medievo, como los venidos en las carabelas primeras, y para nada necesitan de partituras ni saben, siquiera, de papeles pautados. Enojado, voy a quejarme a fray Pedro. Pero el capuchino da toda la razón al Adelantado, añadiendo que éste, además, parece olvidar que pronto habrán de llevarse Libros de Bautizo y Libros de Entierros, en la comunidad, sin olvidar el Registro de Casamientos. Y, de súbito, se encara conmigo, preguntándome si pienso seguir en concubinato por toda la vida. Tan poco me esperaba esto que balbuceo cualquier cosa ajena a la cuestión.

Fray Pedro, ahora, increpa a los que se tienen por personas cultas y sensatas, y empiezan por entorpecer su labor de evangelización, dando malos ejemplos a los indios. Afirma que estoy en la obligación de casarme con Rosario, pues las uniones santificadas y legales deben ser la base del orden que habrá de instaurarse en Santa Mónica de los Venados. Repentinamente me vuelve el aplomo y tengo una reacción irónica, diciéndole que muy bien se vivía aquí sin su ministerio.

Todas las venas de la cara del fraile parecen hincharse a un tiempo; iracundo, me grita, con la violencia de quien insulta o profiere improperios, que no tolera dudas acerca de la legitimidad de su ministerio, justificando su presencia con una frase en que Cristo hablaba de las ovejas que no eran de su rebaño y tenían que recogerse para que oyeran su voz. Sorprendido por la ira de fray Pedro, que golpea el suelo con su cayado, me encojo de hombros y miro a otra parte, guardando para mí lo que iba a decirle: He aquí para lo que sirve una iglesia. Ya salen a relucir las ataduras hasta ahora escondidas bajo el sayal samaritano. No pueden dos cuerpos yacer y gozarse, sin que unos dedos de uñas negras tracen sobre ellos el signo de la cruz. Habrá que asperjar de agua bendita las esteras en que nos abrazamos, un domingo en que hayamos consentido a ser los personajes de una edificante estampa. Tan ridículo me parece el cromo nupcial, que prorrumpo en una carcajada y salgo de la iglesia, cuya pared abierta en rajaduras ha sido calafateada temporalmente con anchas hojas de malangas, sobre las que corre la lluvia con sordo tamborileo. Vuelvo a nuestra choza, y debo confesarme, entonces, que mi burla, mi risa desafiante, no eran sino fáciles reacciones de quien buscaba, en muy literarios principios de libertad, una manera de ocultar la verdad molesta: estoy casado ya. Y poco importaría esto si no amara hondamente, entrañablemente, a Rosario. La bigamia, a tales distancias de mi país y de sus tribunales, sería un delito incomprobable. Podría prestarme a la comedia ejemplar pedida por el fraile, y todos quedarían contentos. Pero pasaron los tiempos de las estafas. Por lo mismo que he vuelto a sentirme un hombre, me he prohibido el uso de la mentira; ya que la lealtad puesta por Rosario a cuanto me atañe es algo que estimo sobre todas las cosas, me subleva la idea de engañarla -y más, en materia a que tanta importancia atribuye, por instinto, la mujer llevada a buscar casa donde albergar la viviente casa de su gravidez siempre posible-. No podría aceptar el espectáculo atroz de verla guardar entre sus ropas, tal vez con alegría de niña endomingada, el acta, suscrita en papel de libreta, en que se nos declare «marido y mujer ante Dios». La conciencia de mi conciencia me impide ya semejantes canalladas. Por lo mismo, tengo temor a las probables tácticas frailunas: firme en su propósito, Pedro de Henestrosa actuará sobre el ánimo de Tu mujer, para que sea ella quien se coloque en el disparadero.

Me veré en el dilema de confesar lo cierto o de mentir. La verdad -si la digo- me pondrá en situación difícil ante el misionero, falseándose, de hecho, la plácida y simple armonía de mi vida con Rosario. La mentira -si la acepto- echará abajo, con un acto grave, la rectitud de proceder que yo me había propuesto como ley inquebrantable en esta nueva vida. Por huir de la zozobra, del acoso de esta cavilación, trato de concentrarme en el trabajo de mi partitura, lográndolo al fin con arduo esfuerzo.

Estoy en el momento, sumamente difícil, de la aparición de Anticleia, que hace pasar la voz de Ulises a un plano de simple discantus, bajo el lamento melismático de Elpenor, introduciendo el primer episodio lírico de la cantata -episodio cuya materia pasará a la orquesta, luego de la entrada de Tiresias, sirviendo de alimento al primer desarrollo de tipo instrumental, bajo una polifonía establecida en el plano de las voces… Al final del día, a pesar de haber apretado la escritura hasta donde fuera posible, veo que he llenado ya la tercera parte del segundo cuaderno. Es evidente que debo hallar con urgencia un modo de resolver este problema. Alguna materia debe haber en la selva, tan pródiga en tejidos naturales, yutas extrañas, yaguas, envolturas de fibra, en que se haga posible escribir. Pero llueve sin cesar. Nada está seco en todo el Valle de las Mesetas. Aprieto un poco más la gráfica, con astucias de pendolista, para aprovechar cada milímetro de papel; pero esa preocupación mezquina, avara, contraria a la generosidad de la inspiración, cohibe mi discurso, haciéndome pensar en pequeño lo que debo ver en grande. Me siento maniatado, menguado, ridículo, y acabo por abandonar la tarea, poco antes del crepúsculo, con resquemante despecho. Nunca pensé que la imaginación pudiera toparse alguna vez con un escollo tan estúpido como la falta de papel.

Y cuando más exasperado me encuentro, Rosario me pregunta a quién estoy escribiendo cartas, puesto que aquí no hay correo. Esa confusión, la imagen de la carta hecha para viajar y que no puede viajar, me hace pensar, de súbito, en la vanidad de todo lo que estoy haciendo desde ayer. De nada sirve la partitura que no ha de ser ejecutada. La obra de arte se destina a los demás, y muy especialmente la música, que tiene los medios de alcanzar las más vastas audiencias. He esperado el momento en que se ha consumado mi evasión de los lugares en donde podría ser escuchada una obra mía, para empezar a componer realmente. Es absurdo, insentato, risible.

Y, sin embargo, puedo prometerme, jurarme en voz baja que el Treno se quedará ahí, que no pasará del primer tercio de la segunda libreta: sé que mañana, al alba, una fuerza que me posee me hará tomar el lápiz y esbozar la página en la aparición de Tiresias, que suena ya en mis oídos con su festiva sonoridad de órgano: tres oboes, tres clarinetes, un fagot, dos cornos, trombón. No importa que el Treno no se ejecute nunca. Debo escribirlo y lo escribiré, sea como sea; aunque fuera para demostrarme que no estaba vacío, totalmente vacío -como quise hacérselo creer, un día de este año, al Curador. Algo calmado, me recuesto en mi hamaca. Pienso nuevamente en el fraile y su exigencia. Tu mujer está detrás de mí, acabando de asar unas mazorcas de maíz sobre un fuego que mucho le ha costado encender, a causa de la humedad. Desde donde se encuentra no puede ver mi rostro en sombra, ni podrá observar mi expresión cuando le hable. Me decido por fin a preguntarle, con voz que no me suena muy firme, si ella cree útil o deseable que nos casemos.

Y cuando creo que se va a agarrar de la oportunidad para hacerme el protagonista de un cromo dominical para uso de catecúmenos, la oigo decir, asombrado, que de ninguna manera quiere el matrimonio.

Al punto se transforma mi sorpresa en celoso despecho.

Voy hacia Rosario, muy dolido, a pedirle explicaciones.

Pero me deja desconcertado con una argumentación que es la de sus hermanas, fue sin duda la de su madre, y es probablemente la razón del recóndito orgullo de esas mujeres que nada temen: según ella, el casamiento, la atadura legal, quita todo recurso a la mujer para defenderse contra el hombre.

El arma que asiste a la mujer frente al compañero que se descarría es la facultad de abandonarlo en todo momento, de dejarlo solo, sin que tenga medios de hacer valer derecho alguno. La esposa legal, para Rosario, es una mujer a quien pueden mandar a buscar con guardias, cuando abandona la casa en que el marido ha entronizado el engaño, la sevicia o los desórdenes del licor. Casarse es caer bajo el peso de leyes que hicieron los hombres y no las mujeres.

En una libre unión, en cambio -afirma Rosario, sentenciosa-, «el varón sabe que de su trato depende tener quien le dé gusto y cuidado». Confieso que la campesina lógica de este concepto me deja sin réplica. Frente a la vida, es evidente que Tu mujer se mueve en un mundo de nociones, de usos, de principios, que no es el mío. Y, sin embargo, me siento humillado, en un plano de molesta inferioridad, porque soy yo, ahora, el que quisiera obligarla a casarse; soy yo quien aspira a verse pintado en la edificante estampa nupcial, oyendo a fray Pedro pronunciar la fórmula ritual de casamiento, ante la indiada reunida. Pero hay un papel firmado y legalizado, allá, muy lejos, que me quita toda fuerza moral.

Allá, sobre el papel que aquí tanto falta… En ese momento, un grito de Rosario, seguido de un jadeo de terror, me hace mirar atrás. Lo que apareció allí, en el marco de la ventana, es la lepra; la gran lepra de la antigüedad, la clásica, la olvidada por tantos pueblos, la lepra del Levítico, que aún tiene horribles depositarios en el fondo de estas selvas. Bajo un gorro puntiagudo hay un residuo, una piltrafa de semblante, una escoria de carne que aún se sujeta en torno a un agujero negro, abierto en sombras de garganta, cerca de dos ojos sin expresión, que son como de llanto endurecido, prestos a disolverse también, a licuarse, dentro de la desintegración del ser que los mueve y despide por la tráquea una suerte de ronquido bronco, señalando las mazorcas con una mano de ceniza. No sé qué hacer frente a esa pesadilla, a ese cuerpo presente, a ese cadáver que gesticula tan cerca, agitando pedazos de dedos, y tiene a Rosario arrodillada en el suelo, muda de pavor.

«¡Vete, Nicasio! – dice la voz de Marcos, que se acerca sin enojo-. ¡Vete, Nicasio! ¡Vete!» Y lo empuja suavemente con una rama horquillada, para separarlo de la ventana. Luego entra en nuestra choza riendo, toma una mazorca y la arroja al miserable, que se la guarda en una alforja, y se aleja hacia la montaña, arrastrándose más que andando. Sé ahora que he visto a Nicasio, un buscador de oro a quien el Adelantado encontró aquí al llegar, ya muy enfermo, y que vive en una caverna distante, esperando una muerte que le tiene demasiado olvidado. Le está prohibido venir a la población. Pero hace tanto tiempo que no se atrevía a acercarse, que hoy no hubo mayores sanciones. Horrorizado por la idea de que el leproso pueda regresar, invito al hijo del Adelantado a compartir nuestra cena. Presto corre bajo la lluvia a buscar su vieja guitarra de cuatro cuerdas -la misma que sonó a bordo de las carabelas- y sobre un ritmo que hace correr sangre de negros bajo la melodía del romance, empieza a cantar:

Soy hijo del rey Mulato

y de la reina Mulatina;

la que conmigo casara

mulata se volvería.

XXXII

Al saber que trataba de escribir en yaguas, en cortezas, en el cuero de venado que alfombra un rincón de nuestra choza, el Adelantado, compadecido, me ha dado otro cuaderno, aunque advirtiéndome que es el último. Cuando terminen las lluvias se propone ir a Puerto Anunciación por unos días, y entonces me traerá todas las libretas que yo quiera. Pero aún habrán de pasarse más de ocho semanas de aguas, y antes de partir será necesario acabar la edificación de la iglesia y reparar todo lo que haya sido dañado por la humedad, además de procederse a las siembras oportunas en tal tiempo. Sigo trabajando, pues, sabiendo que al cabo de sesenta y cuatro pequeñas hojas llenadas quedarán los esbozos donde están.

Casi temo, ahora, que me vuelva la maravillosa excitación imaginativa del comienzo y, usando mucho la goma del lápiz -es decir: haciendo algo que no acrece el consumo de papel- paso los días enmendando y aligerando los guiones primeros. No he vuelto a mentar el matrimonio a Rosario; pero su negativa de la otra tarde es algo que, por decir verdad, me escuece a lo hondo. Los días son interminables.

Llueve demasiado. La ausencia del sol, que aparece a mediodía como un disco difuminado, más arriba de nubes que de grises se hacen blancas por unas horas, mantiene como en estado de agobio esta naturaleza necesitada de sol para poner a cantar sus colores y mover sus sombras sobre el suelo. Los ríos están sucios, acarreando troncos, balsas de hojas podridas, escombros de la selva, animales ahogados.

Se arman diques de cosas arrancadas y rotas, de pronto quebradas por el empellón de un árbol entero que cae, de raíces, de lo alto de una cascada, envuelto en borbollones de fango. Todo huele a agua; todo suena a agua, y las manos encuentran el agua en todo. En cada una de mis salidas a la busca de algo donde poder escribir, he rodado en el lodo, hundiéndome hasta las rodillas en hoyos llenos de cieno, mal cubiertos por yerbas traidoras. Todo lo que vive de la humedad crece y se regocija; nunca fueron más verdes ni más espesas las hojas de las malangas; nunca se multiplicaron tanto los hongos, treparon los musgos, cantaron mejor los sapos, fueron más numerosas las criaturas de la madera podrida.

Sobre los farallones de las mesetas, las filtraciones pintan grandes coladas negras. Cada falla, cada pliegue, cada arruga de la piedra, es cauce de un torrente. Es como si estas mesetas estuvieran cumpliendo la gigantesca tarea de arrumbar las aguas hacia las tierras de abajo, dando a cada comarca su caudal de lluvia. No se puede levantar una tabla caída en tierra sin encontrar, debajo, una fuga desaforada de chinches grises. Los pájaros desaparecieron del paisaje, y Gavilán, ayer, ha rastreado una boa en la parte anegada de la huerta. Los hombres y las mujeres pasan este tiempo como una necesaria crisis de la naturaleza, metidos en sus chozas, tejiendo, haciendo cuerdas, aburriéndose enormemente.

Pero padecer las lluvias es otra de las reglas del juego, como admitir que se pare con dolor, y que hay que cortarse la mano izquierda con machete blandido por la mano derecha, si en ella ha fundido los garfios una culebra venenosa. Esto es necesario para la vida, y la vida ha menester de muchas cosas que no son amenas. Llegaron los días del movimiento del humus, del fomento de la podre, de la maceración de las hojas muertas, por esa ley según la cual todo lo que ha de engendrarse se engendrará en la vecindad de la excreción, confundidos los órganos de la generación con los de la orina, y lo que nace nacera envuelto en baba, serosidades y sangre -como del estiércol nacen la pureza del espárrago y el verdor de la menta. Una noche creímos que las lluvias hubieran terminado. Hubo como una tregua, en que las techumbres dejaron de sonar, y fue un gran respiro en todo el valle. Se oyó el correr de los ríos, a lo lejos, y una bruma espesa, blanca, fría, se adueñó del espacio entre las cosas. Rosario y yo buscamos nuestros calores en un largo abrazo. Cuando, salidos del deleite, volvimos a cobrar conciencia de lo que nos rodeaba, llovía de nuevo. «En tiempo de las aguas es cuando salen empreñadas las mujeres», me dijo Tu mujer al oído. Puse una mano sobre su vientre en gesto propiciatorio. Por primera vez tengo ansias de acariciar a un niño que de mí haya brotado, de sopesarlo y saber cómo habrá de doblar las rodillas sobre mi antebrazo y ensalivarse los dedos…

Me sorprendo en estas imaginaciones, el lápiz detenido sobre un diálogo de trompa y corno inglés, cuando una grita me hace salir al umbral de la casa.

Algo ha sucedido en el caserío de los indios, pues todos vocean y gesticulan en torno a la choza del Capitán.

Rosario, arropada en su rebozo, echa a correr bajo el aguacero. Lo que allá ocurre es atroz: una niña, de unos ocho años, ha regresado del río, hace un momento, ensangrentada de las ingles a las rodillas.

Cuando de su llanto horrorizado lograron alguna aclaración, se supo que Nicasio, el leproso, había tratado de violarla, desgarrándole el sexo con las manos. Fray Pedro está restañando la hemorragia con hilachas, mientras los hombres, armados de garrotes, emprende una batida por los alrededores.

«Yo dije que ese lazarino estaba de más aquí», recuerda el Adelantado al fraile, como si en estas palabras se encerrara un reproche de largo tiempo latente. El capuchino no responde, y, con vieja experiencia de remedios selváticos, pone un tapón de telarañas en el entrepiernas de la niña, mientras le frota el pubis con ungüento sublimado. El asco y la indignación que me causa el atropello es indecible: es como si yo, el hombre, todos los hombres, fuésemos igualmente culpables del repugnante intento, por el mero hecho de que la posesión, aun consentida, pone al varón en actitud agresiva. Y aún apretaba yo los puños con furor cuando Marcos me deslizó un fusil debajo del brazo: era uno de esos fusiles maquiritares, de dos larguísimos cañones, marcado al troquel de los armeros de Demerara, que aún hacen perdurar, en estas lejanías, las técnicas de las primeras armas de fuego. Poniendo el índice sobre sus labios, para no llamar, con palabras, la atención de fray Pedro, el mozo me hizo seña de seguirlo. Envolvimos el fusil en paños, y echamos a andar hacia el río. Las aguas turbulentas y fangosas, arrastraban el cadáver de un venado, tan hinchado que su vientre blanco parecía una panza de manatí. Llegamos al lugar de la violación, donde las yerbas estaban holladas y sucias de sangre. Unos pasas se marcaban hondamente en el barro. Marcos, encorvado, se dio a seguir las huellas. Anduvimos durante largo tiempo. Cuando empezó a oscurecer, estábamos al pie del Cerro de los Petroglifos, sin haber dado con el leproso. Ya nos concertábamos para regresar, cuando el mestizo me señaló un trillo recién abierto en la maleza llovida. Avanzamos un poco más y, de pronto, el rastreador se detuvo: Nicasio estaba allí, arrodillado en medio de un claro, mirándonos con sus horribles ojos. «Apunta a la cara», me dijo Marcos. Levanté el arma y puse la mira al nivel del agujero que se hundía en el semblante del miserable.

Pero mi dedo no se decidía a hacer presión sobre el gatillo. De la garganta de Nicasio salía una palabra ininteligible, que era algo así como: «onjejión…

onjejión… onjejión». Bajé el arma: lo que pedía el criminal era la confesión antes de morir. Me volví hacia Marcos. «Dispara -apremió-. Más vale que el cura no se meta en esto. Volví a apuntar.

Pero había dos ojos ahí: dos ojos sin párpados, casi sin vida, que seguían mirando. De la presión de mi dedo dependía apagarlos. Apagar dos ojos. Dos ojos de hombre. Aquello era inmundo; aquello era culpable del más indignante atropello, aquello había destrozado una carne niña, contaminándola tal vez con su mal. Aquello debía ser suprimido, anulado, dejado a las aves de rapiña. Pero una fuerza, en mí, se resistía a hacerlo, como si, a partir del instante en que apretara el gatillo, algo hubiera de cambiar para siempre. Hay actos que levantan muros, cipos, deslindes, en una existencia. Y yo tenía miedo al tiempo que se iniciaría para mí a partir del segundo en que yo me hiciera Ejecutor. Marcos, con gesto colérico, me arrancó el fusil de las manos: «¡Arrasan una ciudad desde el cielo, pero no se atreven a esto!

¿No habías estado en una guerra?…» El fusil maquiritare tenía bala en el cañón izquierdo y carga de perdigones en el derecho. Sonaron dos disparos tan seguidos que casi se confundieron, rebotando luego el estampido de roca en roca, de valle en valle…

Aun volaban los ecos cuando me forcé a mirar: Nicasio seguía arrodillado en el mismo lugar, pero su rostro se estaba desdibujando, emborronando, perdiendo todo contorno humano. Era una mancha encarnada que se desintegraba a pedazos y se escurría a lo largo del pecho, sin prisa, como una materia cerosa que se estuviera derritiendo. Al fin terminó la colada de sangre, y el torso se vino adelante sobre la yerba mojada. De súbito arreció la lluvia y fue la noche. Era Marcos, ahora, quien llevaba el fusil.

XXXIII

Es como un largo trueno percutiente que entra en el Valle por el norte y nos pasa encima. Me yergo en lo acunado de la hamaca con tal precipitación que casi la volteo. Bajo el avión que gira y regresa, huyen, aterrorizados, los hombres del Neolítico. El Adelantado ha salido al umbral de la Casa de Gobierno, seguido de Marcos; ambos miran, pasmados, mientras fray Pedro grita a las mujeres indias, que aullan de miedo en sus chozas, que esto es «cosa de blancos» sin peligro para la gente. El avión está, acaso, a unos ciento cincuenta metros del suelo, bajo un pesado techo de nubes prestas a romperse en lluvia nuevamente; pero no son ciento cincuenta metros los que separan la máquina volante del Capitán de Indios, que la mira, desafiante, con la mano aferrada al arco: son ciento cincuenta mil años.

Por vez primera suena, en estas lejanías, un. motor de explosión; por vez primera es el aire removido por una hélice, y esto que repite su redondez, paralelamente, donde los pájaros tienen las patas, nos trae nada menos que la invención de la rueda. El avión, sin embargo, tiene una suerte de titubeo en el modo de volar. Advierto que el piloto nos observa como buscando algo, o esperando una señal. Por ello, echo a correr hacia el centro de la explanada, agitando el rebozo de Rosario. Mi regocijo es tan contagioso que los indios acuden ahora, ya sin temor, saltando y alborotando, y tiene fray Pedro que apartarlos con su cayado para despejar el campo. El avión se aleja hacia el río, desciende un poco más, y es, de súbito, la vuelta cerrada, que lo trae a nosotros, como vacilando de ala a ala, cada vez más bajo. Es luego el contacto con el suelo; un rodar peligroso hacia la cortina de árboles, y un viraje oportuno que frena lo que restaba de impulso. Dos hombres salen del aparato: dos hombres que me llaman por mi nombre.

Y se acrece mi estupor al saber que, desde hace más de una semana, varios aviones me están buscando.

Alguien -no saben decirme quién- ha dicho allá que estoy extraviado en la selva, tal vez prisionero de indios sanguinarios. Se ha creado una novela en torno a mi persona, que incluye la insidiosa hipótesis de que yo haya sido torturado. Se repite conmigo el caso de Fawcett, y mis relatos, publicados en la prensa, están reactualizando la historia de Livingstone.

Un gran periódico tiene ofrecido un premio cuantioso a quien me rescate. Los pilotos fueron orientados, en su vuelo, por informes del Curador, quien señaló el área de dispersión de los indios cuyos instrumentos musicales vine a buscar. Ya iban a abandonar la partida cuando, esta mañana, tuvieron que apartarse de los rumbos hasta ahora seguidos por esquivar una turbonada. Al pasar por sobre las Grandes Mesetas se asombraron al divisar una aglomeración de viviendas donde sólo se esperaba a otear suelos sin huella de hombre, y pensaron, al verme agitar el rebozo, que era yo el extraviado que buscaban.

Me admiro al saber que esta ciudad de Henoch, aún sin fraguas, donde acaso oficio yo de Jubal, está a tres horas de vuelo de la capital, en línea recta. Es decir, que los cincuenta y ocho siglos que median entre el cuarto capítulo del Génesis y la cifra del año que transcurre para los de allá, pueden cruzarse en ciento ochenta minutos, regresándose a la época que algunos identifican con el presente -como si lo de acá no fuese también el presente- por sobre ciudades que son hoy, en este día, del Medievo, de la Conquista, de la Colonia o del Romanticismo.

Ahora sacan del avión un bulto envuelto en telas impermeables, que me hubiera sido arrojado con un paracaídas en caso de habérseme hallado donde fuera imposible el aterrizaje, y entregan medicamentos, conservas, cuchillos, vendas, a Marcos y al capuchino.

El piloto aparta una gran cantimplora de aluminio, desenrosca la tapa y me hace beber. Desde la noche de la tempestad en los raudales yo no había probado un sorbo de licor. Ahora, en la universal humedad que nos envuelve, este alcohol me produce, de súbito, una embriaguez lúcida, que llena mis entrañas de apetencias olvidadas. No sólo quisiera beber más, y miro por ello con celosa impaciencia al Adelantado y a su hijo que también tragan de mi aguardiente, sino que mil ansias de sabores se disputan mi paladar. Son llamadas apremiantes del té y del vino, del apio y del marisco, del vinagre y del hielo. Y es también ese cigarrillo que renace en mi boca, cuyo olor es el de los cigarrillos de tabaco rubio que fumaba en la adolescencia, a hurtadillas de mi padre, en el camino del Conservatorio. Hay, dentro de mí mismo, como un agitarse de otro que también soy yo, y no acaba de ajustarse a su propia estampa; él y yo nos superponemos incómodamente, como esas planchas movidas de un tiro de litografía, donde el hombre amarillo y el hombre rojo no aciertan a coincidir -como cosas que ojos sanos contemplaran con lentes de miope-. Este líquido ardiente que pasa por mi garganta me desconcierta y ablanda. Me siento a la vez deshabitado y mal habitado.

En este segundo precioso me acobardo bajo las montañas, bajo las nubes que vuelven a espesarse; bajo los árboles que las lluvias hicieron más frondosos. Hay como telones que se cierran en torno mío. Ciertos elementos del paisaje se me hacen ajenos; los planos se trastruecan, deja de hablarme aquel sendero y el ruido de las cascadas crece hasta hacerse atronador. En medio de ese infinito correr del agua, oigo la voz del piloto como alto distinto del lenguaje que emplea: es algo que había de suceder, un acontecimiento expresado en palabras, una convocatoria inaplazable, que tenía que alcanzarme por fuerza, dondequiera que me encontrara. Me dice que recoja mis cosas para marcharme con ellos sin demora, pues la lluvia amenaza otra vez, y sólo se aguarda a que la bruma suelte el tope de una meseta para arrancar el motor. Hago un gesto de denegación.

Pero en ese mismo instante suena dentro de mí, con sonoridad poderosa y festiva, el primer acorde de la orquesta del Treno. Recomienza el drama de la falta de papel para escribir. Y luego viene la idea del libro, la necesidad de algunos libros. Pronto se me hará imperioso el deseo de trabajar sobre el Prometheus Unbound -Ah, mi! Alas, pain, pain, ever, for everl De espaldas a mí habla nuevamente el piloto. Y lo que dice, que siempre es lo mismo, despierta en mí el recuerdo de otros versos del poema: I heard a sound of voices; not the voice which I grave jorth. El idioma de los hombres del aire, que fue mi idioma durante tantos años, desplaza en mi mente, esta mañana, el idioma matriz -el de mi madre, el de Rosario-. Apenas si puedo pensar en español, como había vuelto a hacerlo, ante la sonoridad de vocablos que ponen la confusión en mi ánimo. No me quiero marchar, sin embargo. Pero admito que carezco de cosas que se resumen en dos palabras: papel, tinta. He llegado a prescindir de todo lo que me fuera más habitual en otros tiempos: he arrojado objetos, sabores, telas, aficiones, como un lastre innecesario, llegando a la suprema simplificación de la hamaca, del cuerpo limpiado con ceniza y del placer hallado en roer mazorcas asadas a la brasa. Pero no puedo carecer de papel y de tinta: de cosas expresadas o por expresar con los medios del papel y de la tinta. A tres horas de aquí hay papel y hay tinta, y hay libros hechos de papel y de tinta, y cuadernos, y resmas de papel, y pomos, botellas, bombonas de tinta. A tres horas de aquí… Miro a Rosario. Hay en su semblante una expresión fría y ausente, que no expresa disgusto, angustia ni dolor.

Es indudable que advierte mi zozobra, pues sus ojos, que evitan los míos, tienen la mirada dura, altiva, de quien quiere demostrar a todos que nada de lo que pueda ocurrir importa. En eso, Marcos llega con mi vieja maleta verdecida por los hongos. Hago un nuevo gesto de denegación, pero mi mano se abre para recibir los Cuadernos de… Perteneciente a…

que en ellas colocan. La voz del piloto, que mucho debe apetecer la recompensa ofrecida, suena enérgicamente para apremiarme. Ahora, el mestizo sube al avión llevando los instrumentos musicales que deberían estar en posesión del Curador. Le digo que no, y luego que sí, pensando que el bastón de ritmo, las sonajeras y la jarra funeraria, al partir envueltos en sus esteras de fibra, me librarán de las presencias que todavía turbaban mi sueño en las noches de la cabaña. Bebo lo que quedaba en la cantimplora de aluminio. Y, de repente, es la decisión: iré a comprar las pocas cosas que me son necesarias para llevar, aquí, una vida tan plena como la conocen los demás. Todos ellos, con sus manos, con su vocación, cumplen un destino. Caza el cazador, adoctrina el fraile, gobierna el Adelantado. Ahora soy yo quien debe tener también un oficio -el legítimo – fuera de los oficios que aquí requieren el esfuerzo común. Dentro de algunos días regresaré para siempre, luego de haber enviado los instrumentos al Curador y de haberme comunicado con Ruth, para explicarle la situación lealmente y pedirle un pronto divorcio. Comprendo ahora que mi adaptación a esta vida fuera acaso demasiado brusca; mi pasado exigía el cumplimiento de un último deber, con la rotura del vínculo legal que me ataba todavía al mundo de allá. Ruth no había sido una mala mujer, sino la víctima de su vocación malograda. Aceptaría todas las culpas cuando comprendiera la inutilidad de obstaculizar el divorcio o reclamar cosas imposibles a un hombre que conocía los caminos de la evasión. Y, dentro de tres o cuatro semanas, yo estaría de vuelta en Santa Mónica de los Venados, con todo lo necesario para trabajar durante varios años.

En cuanto a la obra producida, la llevaría el Adelantado a Puerto Anunciación, cuando le tocara bajar al poblado, quedando al cuidado del correo fluvial: los directores y músicos amigos a quienes sería destinada se entenderían con ella, ejucutándola o no. Me sentía curado de toda vanidad a ese respecto, aunque me creyera capaz, ahora, de expresar ideas, de inventar formas, que curaran la música de mi tiempo de muchas torceduras. Aunque sin envanecerme de lo ahora sabido -sin buscar la huera vanidad del aplauso-, no debía callarme lo que sabía.

Un joven, en alguna parte, esperaba tal vez mi mensaje, para hallar en sí mismo, al encuentro de mi voz, el mundo liberador. Lo hecho no acababa de estar hecho mientras otro no lo mirara. Pero bastaba que uno solo mirara para que la cosa fuera, y se hiciera creación verdadera por la mera palabra de un Adán nombrando.

El piloto me pone la mano en el hombro con gesto imperativo. Rosario parece ajena a todo. Le explico entonces, en pocas palabras, lo que acabo de decidir. Ella no responde, encogiéndose de hombros con una expresión que ha pasado a ser despectiva.

Le entrego, entonces, como prueba, los apuntes del Treno. Le digo que, para mí, esos cuadernos son la cosa más valiosa después de ella. «Te los puedes llevar», me dice con acento rencoroso, sin mirarme.

La beso, pero se me zafa con gesto rápido, huyendo de los brazos que la abrazaban, y se aleja, sin volver la cabeza, con algo de animal que no quiere ser acariciado. La llamo, le hablo, pero en ese instante arranca el motor del avión. Los indios prorrumpen en una grita jubilosa. Desde la cabina de mando, el piloto me hace una última seña. Y una puerta metálica se cierra detrás de mí. Los motores arman un estrépito que no me deja pensar. Y luego es el ir hasta el extremo de la explanada; es la media vuelta seguida de una inmovilidad trepidante, que parece encajar las ruedas en el suelo fangoso. Y ya las copas de los árboles quedan abajo; pasamos rasando la Meseta de los Petroglifos, y giramos sobre Santa Mónica de los Venados, cuya Plaza Mayor ha sido invadida nuevamente por los vecinos. Veo a fray Pedro que hace molinetes con su cayado. Veo el Adelantado, de brazos en jarras, que mira hacia arriba, junto a Marcos, que sacude su sombrero de cogollo.

Sola en el sendero que conduce a nuestra casa, Rosario camina sin alzar la vista del suelo, y me estremezco al advertir que su cabellera negra, que cuelga a ambos lados de la cabeza -dividida por una raya cuyo olor un poco animal me vuelve deleitosamente al olfato-, tiene algo de velo de viuda. Lejos, en el lugar donde cayó Nicasio, hay un gran revuelo de buitres. Una nube se espesa debajo de nosotros, y por buscar bonanza ascendemos hacia una niebla opalescente que nos aisla de todo. Avisado de que volaremos durante largo tiempo sin visibilidad, me acuesto en el piso del avión y me duermo, algo aturdido por el licor y la mucha altitud que vamos alcanzando.

CAPÍTULO SEXTO

Y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo.

QUEVEDO. Los sueños

XXXIV

(18 de julio)

Acabamos de atravesar un manso espesor

de nubes sobre el cual pintábamos todavía

-a través de arcos truncos, de obeliscos

carcomidos, de colosos con cara de humo-

las claridades del día, para hallar,

abajo, el crepúsculo de la ciudad cuyas

luces empiezan a encenderse. Algunos se

divierten en ubicar un estadio, un

parque, una avenida principal, entre

tantas geometrías luminosas, paseando los

índices sobre los cristales de las

ventanillas. Mientras otros se alegran

de llegar, yo me acerco con angustiosa

opresión a ese mundo que dejé hace mes y

medio, según cálculo hecho sobre los

calendarios en uso, cuando en realidad

he vivido la pasmosa dilatación de seis

inmensas semanas que escaparon a las

cronologías de este clima. Mi esposa ha

dejado el teatro para interpretar un

nuevo papel: el papel de esposa. Esa es

la tremenda novedad que me tiene volando

sobre los humos de suburbios que jamás

creía ver más, en vez de estar

preparando ya la vuelta a Santa Mónica

de los Venados,, donde Tu mujer me

aguarda con los apuntes del Treno, que

ya tendrán resmas y resmas de papel

donde desarrollarse.

Para más contrasentido, la gente que me rodea, y para quien fui la gran atracción del viaje, parece envidiarme: todos me mostraron recortes de publicaciones en que Ruth aparece, en nuestra casa, rodeada de periodistas, o bien irguiendo una silueta plañidera ante las vitrinas del Museo Organográfico, o mirando un mapa con expresión dramática en el apartamento del Curador. Una noche, estando en escena -me cuentan-, tuvo una corazonada. Rompió a sollozar a media réplica, y, saliendo del drama a poco de iniciar el diálogo con Booth, fue directamente a la redacción de un gran diario, revelando que no se tenían noticias mías, que yo había de estar de regreso desde los comienzos del mes, y que mi maestro -quien fuere a verla aquella tarde- estaba realmente inquieto al no saber de mí. Pronto se evocaron las figuras de exploradores, de viajeros, de sabios, cautivos de tribus sanguinarias -con Fawcett en primer lugar, desde luego-, y Ruth, en el colmo de la emoción, pidió que el periódico exigiera mi rescate, dando un premio a quien me hallara en la gran mancha verde, inexplorada, que el Curador había señalado como la zona geográfica de mi destino.

A la mañana siguiente, Ruth era patética figura de actualidad, y mi desaparición, ignorada la víspera, se hacía noticia de un interés nacional. Todas mis fotografías pasaron a ser publicadas, incluso la de mi primera comunión -esa primera comunión aceptada por mi padre a regañadientes- frente a la iglesia de Jesús del Monte, y las de uniforme, en las ruinas de Monte Cassino, y la otra, frente a la Villa Wahnfried, con los soldados negros. El Curador explicó á la prensa, con grandes elogios, mi teoría -¡tan absurda me parece hoy!– del mimetismo-mágico-rítmico, en tanto que mi esposa ha trazado un hermoso y plácido cuadro de nuestra vida conyugal.

Pero hay algo más, que me irrita sobremanera: el periódico, que tan generosamente acaba de premiar a los aviadores por mi rescate, muy dado a congraciarse con el hogar y la familia, se empeña en presentarme a sus lectores como un personaje ejemplar.

Una temática persistente se hace demasiado audible tras la prosa de los artículos que se refieren a mí: soy un mártir de la investigación científica, que torna al regazo de la esposa admirable; también en el mundo del teatro y del arte puede hallarse la virtud conyugal; el talento no se excusa para infringir las normas de la sociedad; vean la Pequeña Crónica de Ana Magdalena, evoquen el apacible hogar de Mendelssohn, etc. Cuando me voy enterando de todo lo hecho por sacarme de la selva, me siento a la vez avergonzado e irritado. Yo he costado al país una verdadera fortuna: más de lo necesario para asegurar una existencia holgada a varias familias por una vida entera. En mi caso, como en el de Fawcett, me sobrecoge el absurdo de una sociedad capaz de soportar fríamente el espectáculo de ciertos suburbios -como ésos, sobre los cuales estamos volando, con sus niños hacinados bajo planchas de palastro-, pero que se enternece y sufre pensando que un explorador, etnógrafo o cazador, pueda haberse extraviado o ser cautivo de bárbaros, en el desempeño de un oficio libremente elegido, que incluye tales riesgos en sus reglas, como es albur del toreo recibir cornadas. Millones de seres humanos han sido capaces de olvidar, por un tiempo, las guerras que se ciernen sobre el orbe, para estar pendientes de noticias mías. Y los que ahora se disponen a aplaudirme, ignoran que van a aplaudir a un embustero.

Porque todo, en este vuelo que ahora se arrumba hacia la pista es embuste. Estaba yo en el bar del hotel donde habíamos velado al Kappelmeister, cuando, venida del otro extremo del hemisferio, me llegó la voz de Ruth por el hilo del teléfono. Lloraba y reía, y estaba rodeada, allá, de tanta gente, que apenas entendí lo que quería decirme. De pronto, fueron expresiones de amor, y la noticia de que había abandonado el teatro para estar siempre junto a mí, y que iba a tomar el primer avión para reunirse conmigo. Aterrado por ese propósito, que la traería a mi terreno, en la antesala misma de mi evasión, allí donde el divorcio se hacía sumamente largo y difícil en virtud de leyes muy hispánicas, que incluían rogativas al Tribunal de la Rota, le grité que permaneciera en nuestra casa y que quien tomaría el avión aquella misma noche sería yo. En la despedida confusa, entrecortada de sonidos parasitarios, creí oír algo acerca de que quería ser madre.

Pero luego, repasando mentalmente cuanto inteligible hubiera emergido de la conversación, quedé con el pulso en suspenso, preguntándome si había dicho que quería ser madre o que iba a ser madre. Esto ultimo, para desventura mía, estaba dentro de las posibilidades, puesto que me había acoplado con ella, por última vez, en rutinario rito dominical, hacía menos de seis meses. Ese fue el momento en que acepté la suma considerable ofrecida por el periódico de mi rescate para reservarle la exclusividad de innumerables mentiras -ya que son cincuenta cuartillas de mentiras las que voy a vender ahora-. No puedo, en efecto, revelar lo que de maravilloso ha tenido mi viaje, puesto que ello equivaldría a poner los peores visitantes sobre el rumbo de Santa Mónica y del Valle de las Mesetas. Por suerte, los pilotos que me hallaron sólo se refirieron a una misión en sus reportes, por el hábito verbal de llamar «misión» todo lugar apartado donde un fraile ha plantado una cruz. Y como las misiones no inspiran mayor curiosidad al público, puedo callarme muchas cosas.

Lo que venderé, pues, es una patraña que he idr repasando durante el viaje: prisionero de una tribmás desconfiada que cruel; logré fugarme, atravesando, solo, centenares de kilómetros de selva; al fin, extraviado y hambriento, llegué a la «misión» donde me encontraron. Tengo en mi maleta una novela famosa, de un escritor suramericano, en que se precisan los nombres de animales, de árboles, refiriéndose leyendas indígenas, sucedidos antiguos, y todo lo necesario para dar un giro de veracidad a mi relato.

Cobraré mi prosa, y con una suma de dinero que puede asegurar a Ruth unos treinta años de vida apacible, plantearé el divorcio con menos remordimientos.

Porque es indudable que mi caso ha venido a agravarse, en lo moral, con esta duda acerca de su gravidez -gravidez que explicaría su brusca deserción del teatro y la necesidad de acercarse a mí-.

Siento que habré de combatir la más terrible de todas las tiranías: la que suelen ejercer los que aman sobre la persona que no quiere ser amada, asistidos por la tremenda fuerza de una ternura y una humildad que desarman la violencia y acallan las palabras de repudio. No hay peor adversario, en una lucha como la que voy a librar, que quien acepta todas las culpas y pide perdón antes de que le señalen la puerta.

Apenas dejo la escalerilla del avión, la boca de Ruth acude a mi encuentro y su cuerpo me busca en la inesperada intimidad creada por los abrigos abiertos que se hacen uno a ambos lados de nuestros flancos; reconozco el contacto de sus senos y de su vientre bajo el ligero tejido que los viste, y es luego un prorrumpir en sollozos sobre mi hombro.

Estoy cegado por mil relámpagos que son como espejos rotos en el atardecer del aeródromo. Pero llega ya el Curador, que se me abraza emocionado; viene luego la delegación de la Universidad, encabezada por el Rector y los Decanos de las Facultades; varios altos funcionarios del gobierno y de la municipalidad, el director del periódico -¿no estaba también ahí Extieich, con el pintor de las cerámicas y la bailarina?

–, y, finalmente, el personal de mi estudio de sincronización, con el presidente de la empresa y el comisionado de relaciones públicas -completamente borracho ya-. De la confusión y el aturdimiento que me envuelven veo surgir, como venidos de muy lejos, muchos rostros que ya había olvidado: rostros de tantos y tantos que conviven estrechamente con nosotros durante años, por la práctica común de un oficio o la concurrencia obligada a un área de trabajo, y que, sin embargo, a poco de dejar de verse, desaparecen con sus nombres y el sonido de las palabras que decían. Escoltado por esos espectros me encamino hacia la recepción del Ayuntamiento. Y observo a Ruth, ahora, bajo las arañas de la galería de los retratos, y me parece que interpreta el mejor papel de su vida: enredando y desenredando un inacabable arabesco, se hace poco a poco el centro del acto, su eje de gravitación, y quitando toda iniciativa a las demás mujeres, usurpa las funciones de ama de casa con una gracia y una movilidad de bailarina.

Está en todas partes; se desliza detrás de las columnas, desaparece para resurgir en otro lugar, ubicua, inasible; entona el gesto cuando un fotógrafo la acecha; alivia una jaqueca importante, hallando la oblea oportuna en su cartera; regresa a mí con una golosina o una copa en la mano, me contempla con emoción por espacio de un segundo, me roza con su cuerpo con gesto íntimo, que cada cual cree ser el único en haber sorprendido; va, viene, coloca unr palabra ingeniosa donde alguien citó a Shakespeare, da una breve declaración a la prensa, afirma que me acompañará la próxima vez que yo vaya a la selva; se yergue, esbelta, ante el camarógrafo, de las actualidades, y es su actuación tan matizada, diversa, insinuante, dándose sin dejar de guardar las distancias, haciéndose admirar de cerca aunque siempre atenta a mí, usando de mil artimañas inteligentes para ofrecerse a todos como la estampa de la dicha conyugal, que dan ganas de aplaudir. Ruth, en esta recepción, tiene la estremecida alegría de la espos: que va a vivir -esta vez sin el dolor de la desflo ración- una segunda noche de bodas; es Genoveva de Brabante, vuelta al castillo; es Penélope oyendo a Ulises hablarle del lecho conyugal; es Griseldis, engrandecida por la fe y la espera. Al fin, cuando presiente que sus recursos van a agotarse, que una reiteración puede quitar relumbre al juego de la Protagonista, habla tan persuasivamente de mi fatiga, de mi deseo de reposo y de intimidad, después de tantas y tan crueles tribulaciones, que nos dejan marchar, entre los guiños entendidos de los hombres que ven descender a mi esposa la escalinata de honor, colgada de mi brazo, con el cuerpo modelado por el vestido. Tengo la impresión, al salir del Ayuntamiento, que sólo falta bajar el telón y apagar las candilejas. Me siento ajeno a todo esto. He quedado muy lejos de aquí. Cuando hace un momento me dijo el presidente de mi empresa: «Tómese unos días más de reposo», lo miré extrañamente, casi indignado de que se atreviera a arrogarse todavía alguna potestad sobre mi tiempo. Y ahora vuelvo a encontrar la que fue mi casa, como si entrara en casa de otro. Ninguno de los objetos que aquí veo tiene para mí el significado de antes, ni tengo deseos de recuperar esto o aquello. Entre los libros alineados en los entrepaños de la biblioteca hay centenares que para mí han muerto. Toda una literatura que yo tenía por lo más inteligente y sutil que hubiera producido la época, se me viene abajo con sus arsenales de falsas maravillas. El olor peculiar de este apartamento me devuelve a una vida que no quiero vivir por segunda vez… Al entrar, Ruth se había inclinado para recoger un recorte de periódico que alguien -un vecino, sin duda- hubiera deslizado por debajo de la puerta. Parece ahora que su lectura le causa una creciente sorpresa. Me alegro ya de esta distracción de su mente que retarda los temidos gestos de cariño, dándome el tiempo de pensar lo que voy a decirle, cuando hace un ademán violento y se me acerca con los ojos encendidos por la ira. Me entrega un trozo de papel de periódico, y me estremezco al ver una fotografía de Mouche, en coloquio con un periodista conocido por su explotación del escándalo. El título del artículo -tomado de un tabloide despreciable- habla de revelaciones acerca de mi viaje. Su autor relata una conversación tenida con la que fuera mi amante. Esta le declaró del modo más sorpresivo que fue colaboradora mía en la selva: según sus palabras, mientras yo estudiaba los instrumentos primitivos desde el punto de vista organográfico, ella los consideraba bajo el enfoque astrológico -pues, como es sabido, muchos pueblos de la antigüedad relacionaron sus escalas con una jerarquía planetaria. Con una intrepidez aterradora, cometiendo errores risibles para cualquier especialista, Mouche habla de la «danza de la lluvia» de los indios Zunis, con su suerte de sinfonía elemental en siete movimientos; cita los ragas indostánicos, nombra a Pitágoras, con ejemplos debidos, evidentemente, a la amistad de Extieich. Y es hábil, a pesar de todo, ya que con ese despliegue de falsa erudición trata de justificar, ante los ojos del público, su presencia junto a mí en el viaje, haciendo olvidar la verdadera índole de nuestras relaciones.

Se presenta como una estudiosa de la astrología, que se aprovecha de la misión confiada a un amigo para acercarse a las nociones cosmogónicas de los indios más primitivos. Completa su novela afirmando que abandonó voluntariamente la empresa, allí donde la derribara el paludismo, regresando en la canoa del doctor Montsalvatje. No dice más, sabiendo que esto basta para que los interesados entiendan lo que deben entender: en realidad se está vengando de mi fuga con Rosario y del hermoso papel que mi esposa se ha visto atribuir por la opinión, en la vasta impostura. Y lo que no dice, lo hace vislumbrar el periodista con malvada ironía: Ruth ha empeñado la nación entera en el rescate de un hombre que, en realidad, fue a la selva con una querida. El aspecto equívoco de la historia quedaba evidenciado por el silencio de quien, ahora, salía de la sombra con la más pérfida oportunidad. De súbito, el sublime teatro conyugal de mi esposa se hundía en el ridículo. Y ella me miraba, en este instante, con un furor situado más allá de las palabras; su cara parecía hecha de la materia yesosa de las máscaras trágicas, y la boca, inmovilizada en una mueca sardónica, dejaba ver sus dientes -era defecto que ocultaba mucho- en arco demasiado cerrado.

Sus manos crispadas se habían hundido en su cabellera, como buscando algo que apretar y romper.

Comprendí que debía adelantarme al estallido de una cólera que ya no podría contenerse, y precipité la crisis largando de golpe todo lo que no había pensado decir sino varios días después, cuando me asistiera la abyecta pero innegable fuerza del dinero.

Culpé su teatro, su vocación antepuesta a todo, la separación de los cuerpos, el absurdo de una vida conyugal reducida a la fornicación del séptimo día.

Y llevado por una vindicativa necesidad de añadir a lo revelado la precisa hincada del detalle, le dije cómo su carne, un buen día, se me había hecho distante; cómo su persona se había transformado, para mí en la mera imagen del deber que se cumple por pereza ante los trastornos que durante un tiempo acarrea una ruptura aparentemente injustificada.

Le hablé luego de Mouche, de nuestros primeros encuentros, en su estudio adornado con figuraciones astrales, donde, al menos, había encontrado algo del juvenil desorden, del impudor alegre, un tanto animal, que era inseparable, para mí, del amor físico.

Ruth, desplomada sobre la alfombra, jadeante, con todas las venas de la cara dibujadas en verde, sólo acertaba a decirme, en una suerte de estertor gimiente, como queriendo llegar cuanto antes al fin de una operación intolerable: «Sigue… Sigue… Sigue.»

Pero yo había pasado a narrarle mi desprendimiento de Mouche, mi asco presente por sus vicios y mentiras, mi desprecio por cuanto significaban las falacias de su vida, su oficio de engaño y el perenne aturdimiento de sus amigos engañados por las ideas engañosas de otros engañados -desde que lo contemplaba todo con ojos nuevos, como si regresara, con la vista devuelta, de un largo tránsito por moradas de verdad-. Ruth se puso de rodillas para escucharme mejor. Y al punto vi nacer en su mirada el peligro de una compasión demasiado fácil, de una generosa indulgencia que en modo alguno quería aceptar. Su rostro se iba endulzando de humana comprensión ante la debilidad castigada, y pronto habría una mano para el caído y vendría el perdón sollozante y magnánimo. Por una puerta abierta veía su cama demasiado bien arreglada, con las sábanas mejores, las flores en el velador, mis pantuflas colocadas al lado de las suyas, como anticipación de un abrazo previsto, al que no faltaría la reconfortante conclusión de una cena delicada que debía estar dispuesta en alguna parte del departamento, con sus vinos blancos puestos a enfriar. El perdón estaba tan cerca que creí llegado el momento de asestar el golpe decisivo, y saqué a Rosario de su secreto, presentando este imprevisto personaje al estupor de Ruth como algo remoto, singular, incomprensible para los de acá, pues su explicación requería la posesión de ciertas llaves. Le pintaba un ser sin asidero para nuestras leyes, que sería inútil tratar de alcanzar por los caminos comunes; un arcano hecho persona, cuyos prestigios me habían marcado, luego de pruebas que debían callarse, como se callaban los secretos de una orden de caballería. En medio del drama que tenía este conocido aposento por marco, me iba divirtiendo malignamente en aumentar el desconcierto de mi esposa, con el aspecto de Kundry que mis palabras prestaban a Rosario, plantando en torno de ella una decoración de Paraíso Terrenal, donde la boa rastreada por Gavilán hubiera hecho las veces de serpiente. Esa distensión de mí mismo dentro de la invención verbal daba,a mi voz un sonido tan firme y asentado que Ruth, viéndose amenazada por un real peligro, se colocó frente a mí para escuchar con más atención. De repente dejé caer la palabra divorcio, y como ella no parecía comprender, la repetí varias veces, sin enojo, con el tono resuelto y nada alterado de quien expone una decisión inquebrantable. Entonces una gran trágica se alzó ante mí. No podría recordar lo que me dijo durante la media hora en que la habitación fue su escenario. Lo que más me impresionó fueron los gestos: los gestos de sus brazos delgados, que iban del cuerpo inmóvil al semblante de yeso, apoyando las palabras con patética justeza. Sospecho ahora que todas las inhibiciones dramáticas de Ruth, su atadura de años a un mismo papel, sus deseos, siempre aplazados, de lacerarse en escena, viviendo el dolor y la furia de Medea, hallaron de pronto, un alivio en aquel monólogo que ascendía al paroxismo…

Pero de pronto, sus brazos cayeron, bajó la voz al registro grave, y mi esposa fue la Ley. Su idioma se hizo idioma de tribunales, de abogados, de fiscales. Helada y dura, inmovilizada en una actitud acusadora, atiesada por la negrura del vestido que había dejado de modelarla, me advirtió que tenía los medios de tenerme atado por largo tiempo, que llevaría el divorcio por los caminos más enredados y sinuosos, que me confundiría con los lazos legales más pérfidos, con las tramitaciones más embrolladas, para impedir el regreso a donde vivía la que designaba ahora con el término ridiculizante de Tu Átala.

Parecía una estatua majestuosa, apenas femenina, plantada sobre la alfombra verde como un Poder inexorable, como una encarnación de la Justicia. Le pregunté por fin si era cierto lo de su embarazo. En ese momento, Temis se hizo madre: se abrazó a su propio vientre con gesto desolado, doblándose sobre la vida que le estaba naciendo en las entrañas, como para defenderla de mi avilantez, y rompió a llorar de modo humilde, casi infantil, sin mirarme, tan adolorida que sus sollozos, venidos de lo hondo, apenas si se marcaban en leves gemidos. Luego, como calmada, fijó los ojos en la pared, con semblante de contemplar algo remoto; se levantó con gran esfuerzo y fue a su habitación, cerrando la puerta detrás de sí. Cansado por la crisis, necesitado de aire, bajé las escaleras. Al cabo de los peldaños, fue la calle.

XXXV

(Más tarde)

Como he adquirido la costumbre de andar al ritmo de mi respiración, me asombro al descubrir que los hombres que me rodean, van, vienen, se cruzan, sobre la ancha acera llevando un ritmo ajeno a sus voluntades orgánicas. Si andan a tal paso y no a otro, es porque su andar corresponde a la idea fija de llegar a la esquina a tiempo para ver encenderse la luz verde que les permite cruzar la avenida. A veces, la multitud que surge a borbollones de las bocas del tranvía subterráneo, cada tantos minutos, con la constancia de una pulsación, parece romper el ritmo general de la calle con una prisa aún mayor que la reinante; pero pronto se restablece el tiempo normal de agitación entre semáforo y semáforo. Como no logro ajustarme ya a las leyes de ese movimiento colectivo, opto por progresar muy lentamente, pegado a las vitrinas, ya que a lo largo de los comercios, existe algo así como una zona de indulgencia para los ancianos, los inválidos y los que no tienen prisa. Descubro entonces, en los angostos espacios resguardados que suelen hallarse entre dos escaparates, o dos casas mal soldadas, unos seres que descansan, como aturdidos, con algo de momias paradas. En una suerte de hornacina hay una mujer en avanzado estado de gravidez, con semblante de cera; en una garita de ladrillo rojo, un negro envuelto en un gabán raído prueba una ocarina recién comprada; en un socavón, un perro tiembla de frío entre los zapatos de un borracho que se ha dormido de pie. Llego a una iglesia, a cuyas penumbras ahumadas de incienso me invitan las notas de un gradual de órgano. Con profundos ecos resuenan los latines litúrgicos bajo las bóvedas del deambulatorio.

Miro las caras vueltas hacia el oficiante, en las que se refleja el amarillor de los cirios: nadie de los que aquí ha congregado el fervor en este oficio nocturno entiende nada de lo que dice el sacerdote. La belleza de la prosa les es ajena. Ahora que el latín ha sido arrojado de las escuelas por inútil, esto que aquí veo es la representación, el teatro, de un creciente malentendido. Entre el altar y sus fieles se ensancha, de año en año, un foso repleto de palabras muertas. Ya se alza el canto gregoriano: Justus ut palma florebit: -Sicut cedrus Libani multiplicatur: -plantatus in domo Domini, -in atris domus Dei nostri. A la ininteligibilidad del texto se añade ahora, para los presentes, la de una música que ha dejado de ser música para la mayoría de los hombres: canto que se oye y no se escucha, como se oye, sin escucharse, el muerto idioma que lo acompaña. Y al percatarme ahora de los extraños, de los forasteros que son los hombres y mujeres aquí congregados, ante algo que se les dice y se les canta en una lengua que ignoran, advierto que la suerte de inconsciencia con que asisten al misterio es propia de casi todo lo que hacen. Cuando aquí se casan, intercambian anillos, pagan arras, reciben puñados de arroz en la cabeza, ignorantes de la simbólica milenaria de sus propios gestos. Buscan el haba en la torta de Epifanía, llevan almendras al bautismo, cubren un abeto de luces y guirnaldas, sin saber qué es el haba, ni la almendra, ni el árbol que enjoyaron. Los hombres de acá ponen su orgullo en conservar tradiciones de origen olvidado, reducidas, las más de las veces, al automatismo de un reflejo colectivo -a recoger objetos de un uso desconocido, cubiertos de inscripciones que dejaron de hablar hace cuarenta siglos. En el mundo a donde regresaré ahora, en cambio, no se hace un gesto cuyo significado se desconozca: la cena sobre la tumba, la purificación de la vivienda, la danza del enmascarado, el baño de yerbas, el gaje de alianza, el baile de reto, el espejo velado, la percusión propiciatoria, la luciferada del Corpus, son prácticas cuyo alcance es medido en todas sus implicaciones.

Alzo la vista hacia el friso de aquella biblioteca pública que se asienta en medio de la plaza como un templo antiguo: entre sus triglifos se inscribe el bucráneo que habrá dibujado algún arquitecto aplicado sin recordar, probablemente, que aquel ornamento traído de la noche de las edades no es sino una figuración del trofeo de caza, pringoso aún de sangre coagulada, que colgaba el jefe de familia sobre la entrada de su vivienda. A mi regreso encuentro la ciudad cubierta de ruinas más ruinas que las ruinas tenidas por tales. En todas partes veo columnas enfermas y edificios agonizantes, con los últimos entablamentos clásicos ejecutados en este siglo, y los últimos acantos del Renacimiento que acaban de secarse en órdenes que la arquitectura nueva ha abandonado, sin sustituirlos por órdenes nuevos ni por un gran estilo. Una hermosa ocurrencia del Palladlo, un genial encrespamiento del Borromini, han perdido todo significado en fachadas hechas a retazos de culturas anteriores, que el cemento circundante acabará de ahogar muy pronto. De los caminos de ese cemento salen, extenuados, hombres y mujeres que vendieron un día más de su tiempo a las empresas nutricias. Vivieron un día más sin vivirlo, y repondrán fuerzas, ahora, para vivir mañana un día que tampoco será vivido, a menos de que se fuguen -como lo hacía yo antes, a esta hora- hacia el estrépito de las danzas y el aturdimiento del licor, para hallarse más desamparados aún, más tristes, más fatigados, en el próximo sol. He llegado, precisamente, frente al Venusberg, el lugar a donde tantas veces veníamos a beber, Mouche y yo, con enseña luminosa en caracteres góticos. Sigo a los que quieren divertirse, y bajo al sótano, en cuyas paredes han pintado escenografías de llanuras áridas, como sin aire, jalonadas de osamentas, arcos en ruinas, bicicletas sin ciclistas, muletas que sostienen como falos pétreos, en cuyos primeros planos se yerguen, como agobiados de desesperanza, unos ancianos medio desollados que parecen ignorar la presencia de una Gorgona exangüe, de costillar abierto sobre un vientre comido por hormigas verdes. Más allá, un metrónomo, una clepsidra y un caracol descansan sobre la cornisa de un templo griego, cuyas columnas son piernas de mujer vestidas de medias negras, con una liga roja haciendo de astrágalo. El estrado de la orquesta está montado sobre una construcción de madera, estuco, trozos de metal, en la que se ahondan pequeñas grutas iluminadas que encierran cabezas de yeso, hipocampos, planchas anatómicas y un móvil que consiste en dos senos de cera, montados sobre un disco giratorio, cuyos pezones son rozados intermitentemente, al pasar, por el dedo medio de una mano de mármol. En una gruta un poco mayor hay fotografías, muy agrandadas, de Luis de Baviera, el cochero Hornig y el actor Joseph Kainz en el traje de Romeo, sobre un fondo de vistas panorámicas de los castillos wagnerianos, rococós -muniqueses, más que nada- del rey puesto de moda por ciertos elogios de la locura, ya muy rancios -aunque Mouche les fuera muy fiel, en fecha todavía reciente, por reacción contra todo lo que llamaba «espíritu burgués»-. El cielo raso remeda una bóveda de caverna, verdecida irregularmente por hongos y filtraciones. Reconocido el marco, observo a la gente que me rodea. En la pista de baile es un intríngulis de cuerpos metidos los unos en los otros, encajados, confundidos de piernas y de brazos, que se malaxan en la oscuridad como los ingredientes de una especie de magma, de lava movida desde dentro, al compás de un blue reducido a sus meros valores rítmicos. Ahora se apagan las luces, y la oscuridad, propiciando la estrechez de ciertos abrazos sin objeto, de ciertos contactos exasperados por leves barreras de seda o de lana, comunica una nueva tristeza a ese movimiento colectivo que tiene algo de ritual subterráneo, de danza para apisonar la tierra -sin tierra que apisonar-. Estoy en la calle otra vez, soñando, para estas gentes, en monumentos que fueran grandes toros en celo cubriendo a sus vacas, magistralmente, sobre zócalos ennoblecidos de bosta, en medio de las plazas públicas. Me detengo ante la vitrina de una galería de pintura, en que se exhiben ídolos difuntos, vaciados de sentido por no tener adoradores presentes, cuyos rostros enigmáticos o terribles eran los que interrogaban muchos pintores de hoy para hallar el secreto de una elocuencia perdida -con la misma añoranza de energías instintivas que hacía buscar a numerosos compositores de mi generación, en el abuso de los instrumentos de batería, la fuerza elemental de los ritmos primitivos-. Durante más de veinte años, una cultura cansada había tratado de rejuvenecerse y hallar nuevas savias en el fomento de fervores que nada debieran a la razón. Pero ahora me resultaba risible el intento de quienes blandían máscaras del Bandiagara, ibeyes africanos, fetiches erizados de clavos, contra las ciudades del Discurso del Método, sin conocer el significado real de los objetos que tenían entre las manos. Buscaban la barbarie en cosas que jamás habían sido bárbaras cuando cumplían su función ritual en el ámbito que les fuera propio -cosas que al ser calificadas de «bárbaras»

colocaban, precisamente, al calificador en un terreno cogitante y cartesiano, opuesto a la verdad perseguida.

Querían renovar la música de Occidente imitando ritmos que jamás hubieran tenido una función musical para sus primitivos creadores. Estas reflexiones me llevaban a pensar que la selva, con sus hombres resueltos, con sus encuentros fortuitos, con su tiempo no transcurrido aún, me había enseñado mucho más, en cuanto a las esencias mismas de mi arte, al sentido profundo de ciertos textos, a la ignorada grandeza de ciertos rumbos, que la lectura de tantos libros que yacían ya, muertos para siempre, en mi biblioteca. Frente al Adelantado he comprendido que la máxima obra propuesta al ser humano es la de forjarse un destino. Porque aquí, en la multitud que me rodea y corre, a la vez desaforada y sometida, veo muchas caras y pocos destinos. Y es que, detrás de esas caras, cualquier apetencia profunda, cualquier rebeldía, cualquier impulso, es atajado siempre por el miedo. Se tiene miedo a la reprimenda, miedo a la hora, miedo a la noticia, miedo a la colectividad que pluraliza las servidumbres; se tiene miedo al cuerpo propio, ante las interpelaciones y los índices tensos de la publicidad; se tiene miedo al vientre que acepta la simiente, miedo a las frutas y al agua; miedo a las fechas, miedo a las leyes, miedo a las consignas, miedo al error, miedo al sobre cerrado, miedo a lo que pueda ocurrir. Esta calle me ha devuelto al mundo del Apocalipsis, en que todos parecen esperar la apertura del Sexto Sello -el momento en que la luna se vuelva de color de sangre, las estrellas caigan como higos y las islas se muevan de sus lugares-. Todo lo anuncia: las cubiertas de las publicaciones expuestas en las vitrinas, los títulos pregonados, las letras que corren sobre las cornisas, las frases lanzadas al espacio. Es como si el tiempo de este laberinto y de otros laberintos semejantes estuviera ya pesado, contado, dividido.

Y me viene a la mente, en este momento, como un alivio, el recuerdo de la taberna de Puerto Anunciación donde la selva vino a mí en la persona del Adelantado. Me vuelve a la boca el sabor del recio aguardiente avellanado, con su limón y su sal, y me parece que se pintan, tras de mi frente, las letras con ornamentos de sombras y de guirnaldas, que componían el nombre del lugar: Los Recuerdos del Porvenir. Yo vivo aquí, de tránsito, acordándome del porvenir -del vasto país de las Utopías permitidas, de las Icarias posibles-. Porque mi viaje ha barajado, para mí, las nociones de pretérito, presente, futuro. No puede ser presente esto que será ayer antes de que el hombre haya podido vivirlo y contemplarlo; no puede ser presente esta fría geometría sin estilo, donde todo se cansa y envejece a las pocas horas de haber nacido. Sólo creo ya en el presente de lo intacto; en el futuro de lo que se crea de cara a las luminarias del Génesis. No acepto ya la condición de Hombre-Avispa, de Hombre-Ninguno, ni admito que el ritmo de mi existencia sea marcado por el mazo de un cómitre.

XXXVI

(20 de octubre)

Cuando, hace tres meses, me fueron devueltas las cuartillas de mi reportaje, sin una excusa, el terror me dobló las piernas, dejándome todo tembloroso.

Había caído en la trampa, al hacerse pública la noticia de mi instancia de divorcio. El periódico no me perdonaba el dinero gastado en mi rescate, ni el ridículo de haber armado el más edificante alboroto en torno mío, frente a un público cuyos Pastores deben considerarme como transgresor de la Ley, objeto de abominación. Tuve que vender mi relato a vil precio a una revista de cuarto orden, y un acontecimiento internacional llegó a tiempo para difuminar la actualidad de mi figura. Y empezó mi lucha encarnizada con una Ruth vestida de negro, sin carmín en los labios, empeñada en seguir representando su papel de esposa herida en el corazón y en el vientre ante los jueces de la nación. Lo de su embarazo fue una mera alarma. Pero esto, en vez de simplificar mi caso, lo ha enredado un poco más, pues su hábil abogado explota el hecho de que mi esposa hubiera querido romper su carrera dramática al menor indicio de gravidez. Era yo, pues, el hombre despreciable de las Escrituras, que edifica casa y no vive en ella, que planta la viña y no la vendimia. Ahora, aquel escenario de la Guerra de Secesión que tanto torturara a Ruth por el automatismo cotidiano de la tarea impuesta, pasaba a ser un santuario del arte, el camino real de una carrera, del que ella no había vacilado en salir, sacrificando gloria y fama, para darse más plenamente a la sublime labor de tornear una vida -una vida que la amoralidad de mi procedimiento le negaba-. Tengo todas las de perder en ese embrollo que mi esposa alarga indefinidamente con el ánimo de poner el tiempo de su lado y hacerme regresar, olvidado de mi evasión, a la existencia de antes. En fin de cuentas, ella ha tenido el mejor papel en la gran comedia armada, y Mouche quedó eliminada de su terreno. Así, desde hace tres meses, una tarde y otra tarde, doblo las mismas esquinas, viajo de piso a piso, abro puertas, aguardo, interrogo a los secretarios, firmo lo que quieren hacerme firmar, encontrándome nuevamente, luego, en las mismas aceras enrojecidas por los anuncios luminosos.

Mi abogado me recibe ya con mal humor, hastiado de mi impaciencia, advirtiendo, a la vez, con ojo experto, que me es cada vez más difícil hacer frente a ciertas costas del divorcio. Y la verdad es que he pasado del gran hotel al hotel de estudiantes, y de ahí al albergue de la Calle Catorce, cuyas alfombras huelen a margarinas y grasas derramadas. Tampoco me perdona, mi empresa publicitaria, la demora en regresar, en tanto que Hugo, mi antiguo asistente, ha pasado a ser jefe de estudios. He buscado infructuosamente alguna tarea en esta ciudad donde hay cien aspirantes para cada cargo. Me fugaré de aquí, divorciado o no. Pero para llegar hasta Puerto Anunciación necesito dinero, un dinero que crece en importancia, en cuantía, a medida que transcurre el tiempo, y sólo encuentro pequeños encargos de instrumentación, que ejecuto con desgana, sabiendo, al cobrarlos, que estaré nuevamente sin recursos dentro de una semana. La ciudad no me deja ir. Sus calles se entretejen en torno mío como los cordeles de una masa, de una red, que me hubieran lanzado desde lo alto. De semana en semana me he ido acercando al mundo de los que lavan la camisa única en la noche, cruzan la nieve con las suelas agujereadas, fuman colillas de colillas y cocinan en armarios.

Aún no he llegado a tales extremos, pero el reverbero de alcohol, la cazuela de aluminio y el paquete de avena forman parte ya del moblaje de mi cuarto, anunciando algo que contemplo con horror.

Paso días enteros en la cama, tratando de olvidar lo que me amenaza con lecturas maravilladas del Popol-Vuh, del Inca Garcilaso, de los viajes de fray Servando de Castillejos. A veces abro el tomo de Vidas de Santos, encuadernado en terciopelo morado donde se estampan en oro las iniciales de mi madre, y busco la hagiografía de Santa Rosa que se abriera bajo mis ojos, por misteriosa casualidad, el día de la partida de Ruth -día en que tantos rumbos se trastocaron sin estrépito, por obra de una asombrosa convergencia de hechos fortuitos-. Y, cada vez, hallo una mayor amargura al encontrarme con la tierna letrilla que parece cargarse de lacerantes alusiones:

¡Ay de mí! ¿A mi querido

quién le suspende?

Tarda y es mediodía,

pero no viene.

Cuando el recuerdo de Rosario se encaja en mi carne como un dolor intolerable, emprendo interminables caminatas que me conducen siempre al Parque Central, donde el olor de los árboles herrumbrosos de otoño, que ya se adormilan en brumas, me procura algún aplacamiento. Algunas cortezas, húmedas de lluvia, me recuerdan, al tacto, las leñas mojadas de nuestras últimas fogatas, con su humo acre que hacía llorar riendo a Tu mujer, junto a la ventana donde se asomaba a tomar resuello. Contemplo la Danza de los Abetos, buscando en el movimiento de sus agujas algún signo propiciatorio. Y a tanto llega mi imposibilidad de pensar en nada que no sea mi regreso a lo que allá me espera, que veo, cada mañana, presagios en las primeras cosas que me salen al paso: la araña es de mal agüero, como la piel de serpiente expuesta en una vitrina; pero el perro que se me acerca y deja acariciar es excelente.

Leo los horóscopos de la prensa. Busco augurios en todo. Anoche soñé que estaba en una prisión de muros tan altos como naves de catedrales, entre cuyos pilares se mecían cuerdas destinadas al suplicio de la estrapada; también había bóvedas espesas, que se multiplicaban en lontananza, con una ligera desviación hacia arriba, cada vez, como cuando un objeto se mira en dos espejos colocados frente a frente. Al final, eran penumbras de subterráneos, donde sonaba el galope sordo de un caballo. El colorido de aguafuerte de todo aquello me hizo pensar, al abrir los ojos, que algún recuerdo de museo me había hecho cautivo de las Invenzioni di Carceri del Piranesi. No pensé más en esto durante todo el día.

Pero, ahora, que cae la noche, entro en una librería para hojear un tratado de interpretación de los sueños: «CÁRCEL. Egipto: se afirma la posición. Ciencias ocultas: en perspectiva, amor de una persona de la que no se espera o desea ningún afecto. Psicoanálisis: vinculada a circunstancias, cosas y personas, de las que hay que librarse.» Me sobresalta un perfume conocido, y la figura de una mujer se añade a la mía en un espejo cercano. Mouche está a mi lado, mirando socarronamente hacia el libro. Y es luego su voz: «Si es para una consulta, te haré un precio de amigo.» La calle está cerca. Siete, ocho, nueve pasos y estaré fuera. No quiero hablarle. No quiero escucharla.

No quiero discutir. Esa es culpable de todo lo que ahora me apesadumbra. Pero hay, a la vez, esa conocida blandura en los muslos y en las ingles, con el escozor que parece subirse a las corvas. No es deseo definido ni excitación afirmada, sino más bien una sensación de aquiescencia muscular, de debilidad ante la incitación, parecida a la que, en la adolescencia, condujera muchas veces mi cuerpo al burdel, mientras el espíritu luchaba por impedirlo.

En esos casos yo había conocido un desdoblamiento interior, cuyo recuerdo me producía luego indecibles sufrimientos: mientras la mente, aterrorizada, trataba de agarrarse a Dios, al recuerdo de mi madre, amenazaba con enfermedades, rezaba el Padrenuestro, los pasos iban lentamente, firmemente, hacia la habitación con cubrecama de cintas rojas en los calados, sabiendo que al percibir el olor peculiar de ciertos afeites revueltos sobre el mármol de un tocador, mi voluntad cedería ante el sexo, dejando el alma fuera, en tinieblas y desamparo. Luego, mi espíritu quedaba enojado con el cuerpo, reñido con él hasta la noche, en que la obligación de descansar juntos nos unía en una plegaria, preparándose el arrepentimiento de los días siguientes, cuando vivía en espera de los humores y llagas que castigan el pecado de lujuria. Comprendí que había remozado esos combates de adolescencia cuando me vi andando al lado de Mouche, junto al paredón rojizo de la iglesia de San Nicolás. Ella hablaba rápidamente, como para aturdirse, afirmando que era inocente del escándalo armado en la prensa, que había sido víctima de un abuso de confianza por parte del periodista, etc. – sin haber perdido, desde luego, su habitual poder de mentir con los ojos limpios, mirando rectamente-. No me echaba en cara lo hecho con ella, cuando se enfermara de paludismo, atribuyéndolo magnánimamente a mi empeño de alcanzar los instrumentos verdaderos. Como, en verdad, estaba bajo los efectos de la fiebre cuando yo había abrazado a Rosario, por vez primera, en la cabaña de los griegos, me quedaba la duda de que nos hubiese visto realmente. Con tristeza toleraba su compañía esta noche por hablar con alguien, por no verme solo en mi mal alumbrada habitación, andando de pared a pared sobre el hedor de la margarina; y como estaba bien decidido a frustrar sus intentos de seducción, me dejé llevar al Venusberg donde tenía crédito de largo tiempo atrás. Así no habría de confesar mi miseria presente, cuidando, por lo demás, de beber con moderación. Pero, de todos modos, el licor había de arreglarse para socavar mi entereza con la suficiente alevosía para que me viera, bastante temprano, en el salón de las consultas astrológicas, cuyas pinturas estaban terminadas. Mouche llenó varias veces mi copa, me pidió permiso para ponerse ropas más holgadas, y cuando lo hizo me trató de necio por privarme de un placer sin consecuencia; afirmó que lo hecho ahora no me comprometería en nada, y tan hábilmente manejó su persona que accedí a lo que quiso con una facilidad debida, en mucho, a varias semanas de una abstinencia inhabitual en mí. Al cabo de algunos minutos supe del agobio y la decepción de quienes vuelven a una carne ya sin sorpresas, luego de una separación que pudo ser definitiva, cuando nada une ya al ser que esa carne envuelve. Me hallé triste, enojado conmigo mismo, más solo que antes, al lado de un cuerpo que volvía a mirar con desprecio. Cualquier prostituta hallada en el bar, poseída después de pago, hubiera sido preferible a esto. Por la puerta abierta veía las pinturas del salón de consultas. «Este viaje estaba escrito en la pared», había dicho Mouche, la víspera de nuestra partida, dando un sentido agorero a la presencia del Sagitario, el Navio Argos y la Cabellera de Berenice, en el conjunto de la decoración, personificándose ella misma en la tercera figura.

Ahora, el sentido agorero de todo aquello -en caso de que lo tuviera- cobraba una sorprendente claridad en mi espíritu: la Cabellera de Berenice era Rosario, con su cabellera virgen, jamás cortada, mientras Ruth se asimilaba a la Hidra que cerraba la composición, amenazadoramente plantada detrás del piano que podía tomarse como el instrumento de mi oficio. Mouche sintió que mi silencio, mi falta de interés por lo recobrado, no le eran favorables.

Por sacarme de mis pensamientos tomó una publicación que se hallaba sobre el velador. Era una pequeña revista religiosa, a la que había sido suscrita en el avión de regreso por una monja negra que compartiera su asiento durante unas horas. Mouche me explicó, riendo, que como se estaba sorteando un fuerte mal tiempo, había aceptado la suscripción en la duda de que Jehovah fuese el dios verdadero.

Abriendo el modesto boletín de misiones, impreso en papel barato, lo puso en mis manos: «Creo que se habla aquí del capuchino que conocimos; hay un retrato de él.» En un marco de espesa orla negra Popol-Vuh, del Inca Garcilaso, de los viajes de fray Pedro de Henestrosa, tomada muchos años atrás, sin duda, pues le lucía joven todavía el semblante, a pesar de la barba entrecana. Supe, con creciente emoción, que el fraile había emprendido el viaje a las tierras de indios bravios que me hubiera señalado, cierta vez, desde lo alto del Cerro de los Petroglifos.

Por un buscador de oro -decía el artículo- llegado recientemente a Puerto Asunción, se sabía que el cuerpo de fray Pedro de Henestrosa había sido hallado, atrozmente mutilado, en una canoa echada al río por sus matadores, para que llegara a tierra de blancos, a modo de horrenda advertencia. Me vestí rápidamente, sin responder a las preguntas de Mouche, y huí de la casa sabiendo que jamás regresaría a ella. Hasta el alba anduve entre lonjas desiertas, bancos, funerarias en silencio, hospitales dormidos.

Incapaz de descansar, tomé el ferry cuando amaneció, crucé el río y seguí caminando entre los almacenes y aduanas Hoboken. Pienso que los matadores deben haber desnudado a fray Pedro, luego de flecharlo, y levantando sus costillas flacas con un pedernal, deben haberle arrancado el corazón, en remembranza de un viejísimo acto ritual. Tal vez lo hayan castrado; tal vez lo hayan desollado, escuadrado, desmenuzado, como una res. Puedo imaginar las posibilidades más crueles, las ablaciones más sangrientas, las peores mutilaciones impuestas a su viejo cuerpo. Pero no acabo de hallar en su terrible muerte el horror que me causaron otras muertes de hombres que no sabían por qué morían, invocando a la madre o tratando de detener, con las manos, el desfiguro de un rostro ya sin nariz ni mejillas.

Fray Pedro de Henestrosa había tenido la suprema merced que el hombre puede otorgarse a sí mismo: la de salir al encuentro de su propia muerte, retarla y caer traspasado en lucha que sea, para el vencido, asaeteada victoria de Sebastián: confusión y derrota final de la muerte.

XXXVII

(8 de diciembre)

Cuando el muchacho que me guiaba señaló la casa, diciendo que allí estaba la posada nueva, me detuve con dolorosa sorpresa: detrás de esas paredes espesas, bajo ese tejado cubierto de yerbas mecidas por el viento, habíamos velado cierta noche al padre de Rosario. Allá, en una cocina enorme, me había acercado a Tu mujer por vez primera, con una oscura conciencia de su futura importancia. Ahora nos sale al paso un Don Melisio, cuya «Doña», negra enana, agarra tres maletas de manos de los mozos que me siguen y se las empila sobre la cabeza como si nada pesaran los papeles y libros que las llenan hasta reventarles las correas, alejándose hacia el patio con los ojos salidos de la cara. Las habitaciones están como antes, aunque sin el cándido adorno de los cromos viejos. El patio guarda las mismas matas; la cocina, aquella tinaja ventruda que daba a las voces una resonancia de nave de catedral. La vasta sala del frente, en cambio, ha sido transformada en comedor y tienda mixta, con grandes rollos de cuerdas en los rincones y varios estantes en que hay latas de pólvora negra, bálsamos y aceites, y medicinas en frascos de formas desusadas, como destinadas a enfermedades de otro siglo. Don Melisio me explica que compró la casa a la madre de Rosario, y que ésta, con todas sus hijas solteras, ha ido a reunirse con una hermana que tiene tras de los Andes, a once o doce jornadas de viaje. Una vez más me admiro ante la naturalidad con que las gentes de estas tierras consideran el ancho mundo, echándose a navegar o a rodar durante semanas largas, con sus hamacas enrolladas en el hombro, sin los sustos del hombre cultivado ante las distancias que los precarios medios de transporte hacen inmensas. Además, el plantar la tienda en otra parte, pasar del estuario a la cabecera de un río, mudar la vivienda a la otra banda de un llano que tarda días en cruzarse, forma parte del innato concepto de libertad de seres ante cuyos ojos se presenta la tierra sin cercados, cipos ni deslindes. El suelo, aquí es de quien quiera tomarlo: a fuego y a machete se limpia una orilla de río, se para una cobija sobre cuatro horcones, y esto es ya un hato que lleva el nombre de quien se proclama su dueño, como los antiguos Conquistadores, rezando un Padrenuestro y arrojando ramas al viento.

No se es más rico por ello; pero en Puerto Anunciación, el que no se cree poseedor del secreto de un yacimiento de oro, se siente terrateniente. El perfume a sarrapia y a vainilla que llena la casa me pone de buen humor. Y luego, es esa presencia del fuego, nuevamente, en la chimenea donde chisporrotea un pernil de danta, por todas sus grasas que ya huelen a bellotas desconocidas. Ese regreso al fuego, a la lumbre viva, a la llama que danza, a la pavesa que salta y encuentra, en la ardorosa sabiduría del rescoldo, una resplandeciente vejez, bajo la arrugada grisura de las cenizas. Pido una botella y vasos a la enana negra Doña Casilda, y mi mesa es de quien quiera recordar que aquí estuve hace siete meses -lo cual me trae comensales al cabo de un rato-.

Ahí están, con sus noticias de más arriba o de más abajo, el Pescador de Toninas, el hombre de los manatíes, el carpintero que tan bien medía los ataúdes a ojo de buen cubero, y un mozo lento de gestos, con perfil aindiado, a quien llaman Simón, y que, hastiado de ser zapatero en Santiago de los Aguinaldos, viene ahora de remontar los ríos menos navegados en una canoa llena de mercancías destinadas al trueque. En respuestas a mis primeras preguntas, se me confirma la muerte de fray Pedro: su cadáver fue hallado, traspasado de flechas y con el tórax abierto, por uno de los hermanos de Yannes. Como tremendo aviso a quienes pretendieron hollar sus dominios, los indios bravios pusieron el cuerpo mutilado en una curiara, llevada luego por las aguas hasta donde la encontrara el griego, cubierta de buitres, a la orilla de un caño. «Es el segundo que muere así», comenta el Carpintero añadiendo que entre los barbudos esos los hay que tienen las bragas muy bien puestas.

Ahora, para mala suerte mía, me dicen que el Adelantado ha estado en Puerto Anunciación hace apenas quince días. Y otra vez se repiten las leyendas que corren acerca de lo que se posee o busca en la selva.

Simón me revela que en la cabecera de ríos inexplorados tuvo la sorpresa de encontrar gente establecida que levantaba casas y sembraba la tierra, sin buscar el oro. Otro sabe de quien ha fundado tres ciudades y las ha llamado Santa Inés, Santa Clara y Santa Cecilia, a la advocación de las patronas de sus tres hijas mayores. Cuando la enana negra Doña Casilda nos trae la tercera botella de aguardiente avellanado, Simón se ha ofrecido ya a llevarme, en su canoa, hasta donde encontré los instrumentos destinados al Curador. Le digo que voy a buscar otra colección de tambores y de flautas, para no explicar el verdadero objeto de mi viaje. De allí seguiré adelante con los remeros indios de la otra vez, que conocen el rumbo. El mozo no ha navegado por esos lugares y sólo vio de muy lejos, alguna vez, los contrafuertes primeros de las Grandes Mesetas. Pero me comprometo a guiarlo más allá de la antigua mina de los griegos. Al cabo de tres horas de remo, río arriba, tenemos que encontrar aquel valladar de árboles -aquella muralla de troncos, como trazada a cordel – donde está la entrada del caño de paso. Buscaré la señal incisa, que es identificación del pasadizo abovedado de ramas. Más allá, siempre hacia el Este con ayuda de la brújula, hemos de caer en el otro río, donde me agarrara la tempestad, cierta tarde memorable de mi existencia. Llegado a donde hallé los instrumentos, veré cómo me desprendo de mi compañero de viaje, siguiendo con la gente de la aldea… Seguro ya de salir mañana, me acuesto con una deliciosa sensación de alivio. Ya esas arañas que tejen entre las vigas del techo no serán para mí de mal agüero. Cuando todo parecía perdido, allá -¡y qué de allá me parece todo ahora!– fue zanjado el vínculo legal, y un acierto en la composición de un falso concierto romántico destinado al cine me abrió la puerta del laberinto. Estoy, por fin, en los umbrales de mi tierra de elección, con todo lo necesario para trabajar durante mucho tiempo. Por precaución ante mí mismo, por cumplir con una vaga superstición que consiste en admitir la posibilidad de lo peor para conjurarlo y alejarlo, quiero imaginar que algún día me canse de lo que aquí vengo a buscar; pienso que alguna obra mía me imponga el deseo de regresar allá por el tiempo de una edición. Pero entonces, aun sabiendo que finjo admitir lo que no admito, me asalta un verdadero miedo: miedo a todo lo que acabo de ver, de padecer, de sentir pesar sobre mi existencia. Miedo a las tenazas, miedo al bolge. No quiero volver a hacer mala música, sabiendo que hago mala música. Huyo de los oficios inútiles, de los que hablan por aturdirse, de los días hueros, del gesto sin sentido, y del Apocalipsis que sobre todo aquello se cierne. Estoy ansioso de sentir nuevamente el correr de la brisa entre mis muslos; estoy impaciente por hundirme en los torrentes fríos de las Grandes Mesetas, y volverme sobre mí mismo, debajo del agua, para vez cómo el cristal vivo que me circunda se tiñe de un verde claro en la luz que nace. Y, sobre todo, estoy tan ansioso de sopesar a Rosario con mi cuerpo entero, de sentir su calor abierto sobre mi carne en pálpito, y cuando mis manos recuerdan sus corvas, sus hombros, la honda blandura hallada bajo su vellón corto y duro, los embates del deseo se me hacen casi dolorosos en su apremio. Sonrío, pensando que escapé de la Hidra, tomé el Navio Argos, y que quien ostenta la Cabellera de Berenice debe estar al pie de las Rúbricas del Diluvio, ahora que pasaron las lluvias, recogiendo las yerbas que tanto hacía macerar en jarras de burbujeantes remedios, ennoblecidos por el sereno de luna o el albor de los cierzos amanecidos. Vuelvo a ella más consciente que antes de amarla, por cuanto he pasado por nuevas Pruebas; por cuanto he visto el teatro y el fingimiento en todas partes. Además, aquí se plantea una cuestión de trascendencia mayor para mi andar por el Reino de este Mundo -la única cuestión, en fin de cuentas, que excluye todo dilema: saber si puedo disponer de mi tiempo o si otros han de disponer de él, haciéndome bogavante o espaldero de galeras, según el celo puesto por mí en no vivir y servirlos-. En Santa Mónica de los Venados, mientras estoy con los ojos abiertos, mis horas me pertenecen. Soy dueño de mis pasos y los afinco en donde quiero.

XXXVIII

(9 de diciembre)

Acaba el sol de asomarse sobre los árboles cuando atracamos junto a la antigua mina de los griegos, cuya casa está abandonada. Han transcurrido siete meses apenas desde que aquí estuve, y la selva ha vuelto a apoderarse de todo. La choza en que Rosario y yo nos abrazamos por vez primera ha reventado literalmente por el empuje de plantas crecidas desde adentro, que levantaron su techo, abrieron las paredes, haciendo hojas muertas, materia podrida de las fibras que hubieran dibujado el perfil de una vivienda.

Además, como la última crecida del río fue particularmente caudalosa, el terreno estuvo anegado.

Ha llovido fuera de estación, las aguas no terminaron de descender hacia su más bajo nivel, y en las riberas se pinta una franja de tierra húmeda, cubierta de escorias de la selva, sobre las cuales revolotean miríadas de mariposas amarillas, tan apretadas unas a otras al moverse, que bastaría pegar con un bastón en uno de los enjambres para sacarlo pintado de azufre. Al ver esto, comprendo el origen de migraciones como la que me tocara ver en Puerto Anunciación, cuando el cielo quedó oscurecido por una interminable nube de alas. De pronto bulle el agua y un cardumen de peces que saltan, chocan, se atropellan, pasa por encima de nuestra barca, erizando la corriente de aletas plomizas y colas que se abofetean con ruido de aplausos. Luego, pasa volando en triángulo una bandada de garzas y, como respondiendo a una orden dada, todos los pájaros de la espesura empiezan a alborotar en concierto. Esta omnipresencia del ave, poniendo sobre los espantos de la selva el signo del ala, me hace pensar en la trascendencia y pluralidad de los papeles desempeñados por el Pájaro en las mitologías de este mundo.

Desde el Pájaro-Espíritu de los esquimales, que es el primero en graznar cerca del Polo, en lo más empinado del continente, hast? aquellas cabezas que volaban con las alas de sus orejas en el ámbito de la Tierra de Fuego, no se ven sino costas ornadas de pájaros de madera, pájaros pintados en la piedra, pájaros dibujados en el suelo -tan grandes que hay que mirarlos desde las montañas-, en un tornasolado desfile de majestades del aire; Pájaro-Trueno, Águila-Rocío, Pájaros-Soles, Cóndores-Mensajeros, Guacamayos-Bólidos lanzados sobre el vasto Orinoco, zentzontles y quetzales, todos presididos por la gran triada de las serpientes emplumadas: Quetzalcóalt, Gucumatz y Culcán… Ya proseguimos la navegación y cuando se hace arduo el bochorno del mediodía sobre las aguas amarillas y revueltas señalo a Simón, a la izquierda, la pared de árboles que cierra la ribera hasta donde alcanza la mirada. Nos acercamos, y empieza una lenta navegación, en busca de la señal que marca la entrada del caño de paso. Con la vista fija en los troncos, busco, a la altura del pecho de un hombre que estuviera de pie sobre el agua, la incisión que dibuja tres V superpuestas verticalmente, en un signo que pudiera alargarse hasta el infinito.

De cuando en cuando, la voz de Simón, que rema despacio, me interroga. Seguimos más adelante.

Pero pongo tanta atención en mirar, en no dejar de mirar, en pensar que miro, que al cabo de un momento mis ojos se fatigan de ver pasar constantemente el mismo tronco. Me asaltan dudas de haber visto sin darme cuenta; me pregunto si no me habré distraído durante algunos segundos; mando volver atrás, y sólo encuentro una mancha clara sobre una corteza o un simple rayo de sol. Simón, siempre plácido, sigue mis indicaciones sin chistar. La canoa roza los troncos y tengo, a veces, que apartarla afianzando en un árbol la punta de un machete. Pero ahora la busca de la señal sobre esa inacabable sucesión de troncos todos iguales me produce una suerte de mareo. Y me digo, sin embargo, que el empeño no es absurdo: en ninguno de los troncos, ha aparecido nada semejante a las tres V superpuestas.

Ya que existen y que lo escrito sobre una corteza nunca se borra, habremos de encontrarlas. Navegamos durante media hora más. Pero he aquí que surge de la selva un espolón de roca negra, de tan quebrado y singular dibujo, que de haber llegado hasta aquí la otra vez lo recordaría ahora. Es evidente que la entrada del caño ha quedado atrás. Hago seña a Simón, que hace virar la barca en redondo y empieza a desnavegar lo navegado. Me imagino que me está mirando con ironía, y esto me irrita tanto como la propia impaciencia. Por lo mismo, le vuelvo las espaldas y sigo examinando los troncos. Si he dejado pasar la señal sin verla, ahora que seguimos la valla vegetal por segunda vez, habré de advertirla por fuerza.

Eran dos troncos, erguidos como las dos jambas de una puerta estrecha. El dintel era de hoias. v a media altura, sobre el tronco de la izquierda, estaba la marca. Cuando comenzamos a bogar, el sol nos daba de lleno. Ahora, remando en sentido inverso, estamos en una sombra que se alarga sobre el agua cada vez más. Mi angustia crece ante la idea de que caiga la noche antes de haber hallado lo que busco y tengamos que regresar mañana. El percance, en sí, no sería grave. Pero ahora me parecería de mal augurio. Todo ha marchado tan bien últimamente que no quiero aceptar tan absurdo contratiempo.

Simón me sigue considerando con irónica mansedumbre. Al fin, por decir algo, me señala unos árboles, idénticos a los demás, preguntándome si la entrada no sería por aquí. «Es posible», le respondo, sabiendo que ahí no hay señal alguna «Posible no es palabra de tribunal», comenta el otro, sentencioso, y al punto caigo sobre una borda de la barca, que ha ido a meterse, de proa, en una red de lianas. Simón se levanta, toma el botador y lo hunde en el agua, buscando apoyo en el fondo, para echar la canoa atrás. En aquel instante, en el segundo que tarda la vara en mojarse, comprendo por qué no hemos encontrado la señal, ni podremos encontrarla: el botador, que mide unos tres metros de largo, no encuentra tierra donde afincarse, y mi compañero tiene que atacar las lianas a machetazos. Cuando volvemos a bogar y me mira, ve algo tan descompuesto en mi rostro que acude a mi lado, pensando que me ha ocurrido algo. Yo recordaba que cuando habíamos estado aquí con el Adelantado, los remos alcanzaban el fondo en todos momentos. Esto quiere decir que sigue desbordado el río, y que la marca que buscamos está debajo del agua. Digo a Simón lo que acabo de entender. Riendo me responde que ya se lo figuraba, pero que «por respeto» no me había dicho nada, creyendo, además, que al buscar la señal yo tenía en cuenta el hecho de la creciente. Ahora pregunto, con miedo a la respuesta, demorando en las palabras, si él cree que pronto habrán bajado las aguas lo suficiente para que podamos ver la marca como yo la vi la vez anterior. «Hasta abril o mayo», me responde, poniéndome en presencia de una realidad sin apelación. Hasta abril o mayo estará cerrada, pues, para mí, la estrecha puerta de la selva. Me doy cuenta ahora que después de haber salido vencedor de la prueba de los terrores nocturnos, de la prueba de la tempestad, fui sometido a la prueba decisiva: la tentación de regresar. Ruth, desde otro extremo del mundo, era quien había despachado los Mandatarios que me hubieran caído del cielo, una mañana, con sus ojos de cristal amarillo y sus audífonos colgados del cuello, para decirme que las cosas que me faltaban para expresarme estaban a sólo tres horas de vuelo. Y yo había ascendido a las nubes, ante el asombro de los hombres del Neolítico, para buscar unas resmas de papel, sin sospechar que, en realidad, iba secuestrado por una mujer misteriosamente advertida de que sólo los medios extremos le darían una última oportunidad de tenerme en su terreno.

En estos últimos días sentía junto a mí la presencia de Rosario. A veces, en la noche, creía oír su queda respiración adormecida. Ahora, ante la señal cubierta y la puerta cerrada, me parece que esa presencia se aleja. Buscando la resquemante verdad a través de palabras que mi compañero escucha sin entender, me digo que la marcha por los caminos excepcionales se emprende inconscientemente, sin tener la sensación de lo maravilloso en el instante de vivirlo: se llega tan lejos, más allá de lo trillado, más allá de lo repartido, que el hombre, envanecido por los privilegios de lo descubierto, se siente capaz de repetir la hazaña, cuando se lo proponga -dueño del rumbo negado a los demás-. Un día comete el irreparable error de desandar lo andado, creyendo que lo excepcional pueda serlo dos veces, y al regresar encuentra los paisajes trastocados, los puntos de referencia barridos, en tanto que los informadores han mudado el semblante… Un ruido de remos me sobresalta en mi angustia. La selva se está llenando de noche, y las plagas se espesan, zumbantes, al pie de los árboles.

Simón, sin escucharme más, se ha arrumbado al centro de la corriente, para regresar más pronto a la antigua mina de los griegos.

XXXIX

(30 de diciembre)

Estoy trabajando sobre el texto de Shelley, aligerando ciertos pasajes, para darle un cabal carácter de cantata. Algo he quitado al largo lamento de Prometeo que tan magníficamente inicia el poema, y me ocupo ahora en encuadrar la escena de las Voces -que tiene algunas estrofas irregulares- y el diálogo del Titán con la Tierra. Esta tarea, desde luego, es mero intento de burlar mi impaciencia, sacándome a ratos de la sola idea, del único fin, que me tiene inmovilizado, desde hace ya tres semanas, en Puerto Anunciación. Dicen que está a punto de regresar del Río Negro un baquiano conocedor del paso que me interesa, o, en todo caso, de otros caminos de agua igualmente útiles para ponerme en el rumbo final.

Pero aquí todos son tan dueños de su tiempo, que una espera de quince días no promueve la menor impaciencia. «Ya regresará… Ya regresará», me responde la enana Doña Casilda cuando, a la hora del café del alba, le pregunto si hay noticias del posible guía. «También abrigo la esperanza de que el Adelantado, urgido por alguna necesidad de remedios o simientes, haga una aparición inesperada, y por lo mismo, permanezco en el pueblo, desoyendo las tentadoras invitaciones a navegar por los caños del Norte que me hace Simón. Los días transcurren con una lentitud que haría feliz en Santa Mónica de los Venados, pero que aquí, sin poder fijar la mente en una tarea seria, me resulta tediosa. Además, la obra que me interesa ahora es el Treno, y los apuntes han quedado en manos de Rosario. Podría tratar de iniciar de nuevo su composición, pero lo hecho allá me había dado un tal contento, en cuanto a la espontaneidad del acento hallado, que no quiero empezar nuevamente, en frío, con el sentido crítico aguzado, haciendo esfuerzos de memoria -preocupado, a la vez, por el afán de proseguir el viaje-. Cada tarde camino hasta los raudales y me acuesto en las piedras estremecidas por el hervor del agua metida en pasos, tragantes y socavones, hallando una suerte de alivio a mi irritación cuando me encuentro solo en ese fragor de trueno, aislado de todo por las esculturas de una espuma que bulle conservando su forma -forma que se hincha y adelgaza, según las intermitencias del empuje de la corriente, sin perder un dibujo, un volumen y una consistencia que transforma su mutación perenne y vertiginosa en objeto fresco y vivo, acariciable como el lomo de un perro, con redondez de manzana para los labios que en él se posaran. En las espesuras se opera el relevo de los ruidos, la isla da Santa Prisca se hace una con su reflejo invertido, y el cielo se apaga en el fondo del río. Al mandato de un perro que siempre ladra sobre el mismo diapasón agudo, con ritmo picado, todos los perros del vecindario entonan una suerte de cántico, hecho de aullidos, que esucho ahora con suma atención, andando por el camino del regreso de las rocas, pues he observado, tarde tras tarde, que su duración es siempre la misma, y que termina invariablemente como empezó, sobre dos ladridos -nunca uno más- del misterioso perro-chamán de las jaurías. Descubiertas ya las danzas del mono y de ciertas aves, se me ocurre que unas grabaciones sistemáticas de los gritos de animales que conviven con el hombre podrían revelar, en ellos, un oscuro sentido musical, bastante cercano ya del canto del hechicero que tanto me sobrecogiera, cierta tarde, en la Selva del Sur. Hace cinco días que los perros de Puerto Anunciación aullan lo mismo, de idéntico modo, respondiendo a una determinada orden, y callan a una señal inconfundible.

Luego vuelven a sus casas, se acuestan bajo los taburetes, escuchan lo que se habla o lamen sus escudillas, sin importunar más, hasta que llegan los tiempos paroxísticos del celo, en que los hombres no tienen más que esperar resignadamente a que los animales de la Alianza terminen con sus ritos de reproducción. Pensando en esto llego a la primera calleja del pueblo, cuando dos manos vigorosas se cierran sobre mis ojos y una rodilla se me afinca en el espinazo, doblándome hacia atrás, con tal brutalidad que prorrumpo en una exclamación de dolor.

Tan necia fue la broma que me retuerzo para zafarme y pegar. Pero estalla una risa cuyo timbre conozco, y al punto mi enojo se torna alegría. Yannes me abraza, envolviéndome en el sudor de su camisa.

Lo agarro del brazo, como si temiera que se me escapara, y lo llevo a mi albergue, donde la enana Doña Casilda nos sirve una botella de aguardiente avellanado. Para empezar, finjo un interés halagador por sus andanzas, para hallar más pronto el calor de la amistad y llegar, en tónica afectuosa, a lo único que me interesa: Yannes conoce seguramente el paso anegado; con nosotros estaba cuando penetramos en él; además, con su larga experiencia de la selva será capa2 de abrir la Puerta sin necesidad de buscar la triple incisión. También es probable que el agua haya bajado un poco en estas últimas semanas. Pero noto que hay algo cambiado en los rasgos del griego: sus ojos, de mirada tan penetrante y segura, están como inquietos, desconfiados, no acabando de descansar en nada. Parece nervioso, impaciente, y es difícil tener con él una conversación hilvanada. Cuando narra algo, se atropella o vacila, sin detenerse largo tiempo sobre una idea, como antes hacía. De súbito, con aire de conspirador, me ruega que lo lleve a mi habitación. Allí cierra la puerta con llave, asegura las ventanas y me muestra, a la luz de la lámpara, un tubo de metoquina, vacío de comprimidos, en que hay unos cristalitos como de vidrio ahumado. Me explica, en voz baja, que esos cuarzos son como los centinelas del diamante: cerca de ellos está siempre lo que se busca.

Y él hundió el pico en cierto lugar y encontró el yacimiento portentoso. «Diamantes de catorce carates -me confía con voz ahogada-. Y debe haber más grandes.» Ya sueña, sin duda, con la gema de cien kilates, hallada recientemente, que ha trastornado los sesos de todos los buscadores del Dorado que todavía andan por el continente y no renuncian a hallar los tesoros buscados por el alucinado Felipe de Utre. Yannes está desasosegado por el descubrimiento; va a la capital, ahora, para hacer el denuncio legal de la mina, con el obsesionante miedo de que alguien, en su ausencia, tropiece con el remoto yacimiento encontrado. Parece que se han visto casos de una convergencia prodigiosa de dos buscadores sobre el mismo arpento del inmenso mapa. Pero nada de eso me interesa. Alzo la voz para imponerle atención y le hablo de lo único que me preocupa. «Sí, a la vuelta -me responde-. A la vuelta.» Le suplico que difiera su viaje, para que salgamos esta misma noche, antes del alba. Pero el griego me avisa que el Manatí acaba de llegar y debe zarpar mañana a mediodía. Además, no hay modo de dialogar con él.

Sólo piensa en sus diamantes, y cuando calla es por no hablar de ellos, temiendo que Don Melisio o la enana lo escuchen. Despechado, me resigno a una nueva dilación: aguardaré, pues, a que regrese -cosa que hará pronto, bajo el apremio de la codicia-.

Y para estar seguro que no dejará de buscarme, le ofrezco alguna ayuda para iniciar la explotación. Se me abraza aparatosamente, llamándome hermano, y me lleva a la taberna donde conocí al Adelantado; pide otra botella de aguardiente avellanado, y para interesarme más a su hallazgo, finge hacerme confidencias acerca del lugar en que recogió los cuarzos anunciadores del tesoro. Y me entero, así, de algo que yo no hubiera sospechado: encontró la mina viniendo de Santa Mónica de los Venados, luego de haber dado con la ciudad desconocida y do haber pasado dos días en ella. «Gente idiota -me dice-.

Gente estúpida; tienen oro cerca y no sacan; yo quise trabajar: ellos dijeron matarme fusil.» Agarro a Yannes por los hombros y le grito que me hable de Rosario, que me diga algo de ella, de su salud, de su aspecto, de lo que hace. «Mujer de Marcos -me responde el griego-. Adelantado contento, porque ella preñada recién…» Quedo como ensordecido. Mi piel se eriza de alfileres fríos, salidos de dentro. Con inmenso esfuerzo llevo mi mano hasta la botella, cuyo cristal me produce una sensación de quemadura.

Lleno mi copa lentamente y derramo el licor en una garganta que no sabe tragar y se rompe en toses desgarradas. Cuando recupero el aliento perdido me miro en el espejo ennegrecido por horruras de mosca que está en el fondo de la sala y veo un cuerpo ahí, sentado junto a la mesa, que está como vacío No estoy seguro de que se movería y echaría a andar si yo se lo ordenara. Pero el ser que gime en mí, lacerado, desollado, cubierto de sal, acaba por subirse a mi gaznate en carne viva, e intenta una protesta balbuciente. No sé lo que digo a Yannes. Lo que oigo es la voz de otro que le habla de derechos adquiridos sobre Tu mujer, explica que la demora en regresar se debió a razones externas, trata de justificarse, pide apelación a su caso, como si estuviese compareciendo ante un tribunal empeñado en destruirlo.

Sacado de sus diamantes por el timbre quebrado, implorante, de una voz que pretende hacer retroceder el tiempo y lograr que lo consumado no hubiese ocurrido nunca, el griego me mira con una sorpresa que pronto se hace compasión: «Ella no Penélope. Mujer joven, fuerte, hermosa, necesita marido.

Ella no Penélope. Naturaleza mujer aquí necesita varón…» La verdad, la agobiadora verdad -lo comprendo yo ahora- es que la gente de estas lejanías nunca ha creído en mí. Fui un ser prestado.

Rosario misma debe haberme visto como un Visitador, incapaz de permanecer indefinidamente en el Valle del Tiempo Detenido. Recuerdo ahora la rara mirada que me dirigía, cuando me veía escribir febrilmente, durante días enteros, allí donde escribir no respondía a necesidad alguna. Los mundos nuevos tienen que ser vividos, antes que explicados. Quienes aquí viven no lo hacen por convicción intelectual; creen, simplemente, que la vida llevadera es ésta y no la otra. Prefieren este presente al presente de los hacedores de Apocalipsis. El que se esfuerza por comprender demasiado, el que sufre las zozobras de una conversión, el que puede abrigar una idea de renuncia al abrazar las costumbres de quienes forjan sus destinos sobre este légamo primero, en lucha trabada con las montañas y los árboles, es hombre vulnerable por cuanto ciertas potencias del mundo que ha dejado a sus espaldas siguen actuando sobre él. He viajado a través de las edades; pasé a través de los cuerpos y de los tiempos de los cuerpos, sin tener conciencia de que había dado con la recóndita estrechez de la más ancha puerta. Pero la convivencia con el portento, la fundación de las ciudades, la libertad hallada entre los Inventores de Oficios del suelo de Henoch fueron realidades cuya grandeza no estaba hecha, tal vez, para mi exigua persona de contrapuntista, siempre lista a aprovechar un descanso para buscar su victoria sobre la muerte en una ordenación de neumas. He tratado de enderezar un destino torcido por mi propia debilidad y de mí ha brotado un canto -ahora trunco- que me devolvió al viejo camino, con el cuerpo lleno de cenizas, incapaz de ser otra vez el que fui. Yannes me tiende un pasaje para embarcar con él, mañana, en el Manatí.

Navegaré, pues, hacia la carga que me espera.

Alzo los ojos ardidos hacia la enseña floreada de Los Recuerdos del Porvenir. Dentro de dos días, el siglo habrá cumplido un año más sin que la noticia tenga importancia para los que ahora me rodean.

Aquí puede ignorarse el año en que se vive, y mienten quienes dicen que el hombre no puede escapar a su época. La Edad de Piedra, tanto como la Edad Media, se nos ofrecen todavía en el día que transcurre.

Aún están abiertas las mansiones umbrosas del Romanticismo, con sus amores difíciles. Pero nada de esto se ha destinado a mí, porque la única raza que está impedida de desligarse de las fechas es la raza de quienes hacen arte, y no sólo tienen que adelantarse a un ayer inmediato, representado en testimonios tangibles en plena conciencia de lo hecho hasta hoy. Marcos y Rosario ignoran la historia. El Adelantado se sitúa en su primer capítulo, y yo hubiera podido permanecer a su lado si mi oficio hubiera sido cualquier otro que el de componer música -oficio de cabo de raza-. Falta saber ahora si no seré ensordecido y privado de voz por los martillazos del Cómitre que en algún lugar me aguarda. Hoy terminaron las vacaciones de Sísifo.

Alguien dice, detrás de mí, que el río ha descendido notablemente en estos últimos días. Reaparecen muchas lajas sumergidas y los raudales se erizan de espolones rocosos, cuyas algas dulces mueren a la luz. Los árboles de las orillas parecen más altos, ahora que sus raíces están próximas a sentir el calor del sol. En cierto tronco escamado, tronco de un ocre manchado de verde claro, empieza a verse, cuando la corriente se aclara, el Signo dibujado en la Corteza, a punta de cuchillo, unos tres palmos bajo el nivel de las aguas.

Caracas, 6 de enero de 1953.

NOTA

Si bien el lugar de acción de los primeros capítulos del presente libro no necesita de mayor ubicación: si bien la capital latinoamericana, las ciudades provincianas; que aparecen más adelante, son meros prototipos, a los que no se ha dado una situación precisa, puesto que los elementos que los integran son comunes a muchos países, el autor cree necesario aclarar, para responder a alguna legítima curiosidad, que a partir del lugar llamado Puerto Anunciación, el paisaje se ciñe a visiones muy precisas de lugares poco conocidos y apenas fotografiados, cuando lo fueron alguna vez.

El río descrito que, en lo anterior, pudo ser cualquier gran río de América, se torna, muy exactamente, el Orinoco en su curso superior. El lugar de la mina de los griegos podría situarse no lejos de la confluencia del Vichada. El paso con la triple incisión en forma de «V» que señala la entrada del paso secreto, existe, efectivamente, con el Signo, en la entrada del Caño de la Guacharaca, situado a unas dos horas de navegación, más arriba del Vichada: conduce, bajo bóvedas de vegetación, a una aldea de indios guahibos, que tiene su atracadero en una ensenada oculta.

La tormenta acontece en un paraje que puede ser el Raudal del Muerto. La Capital de las Formas es el Monte Autana, con su perfil de catedral gótica. Desde esa jornada el paisaje del Alto Orinoco y del Autana es trocado por el de la Gran Sabana, cuya visión se ofrece en distintos pasajes de los Capítulos III y IV.

Santa Mónica de los Venados es lo que pudo ser Santa Elena del Uarirén, en los primeros años de su fundación, cuando el modo más fácil de acceder a la incipiente ciudad era una ascensión de siete días, viniéndose del Brasil, por el abra de un tumultuoso torrente. Desde entonces han nacido muchas poblaciones semejantes -aún sin ubicación geográfica- en distintas regiones de la selva americana. No hace mucho, dos famosos exploradores franceses descubrieron una de ellas, de la que no se tenía noticia, que responde de modo singular a la fisonomía de Santa Mónica de los Venados, con un personaje cuya historia es la misma de Marcos.

El capítulo de la Misa de los Conquistadores transcurre en una aldea piaroa que existe, efectivamente, cerca del Autana. Los indios descritos en la jornada XXIII son shirishanas del Alto Caura. Un explorador grabó fonográficamente -en disco que obra en los archivos del folklore venezolano- el Treno del Hechicero.

El Adelantado, Montsalvatje, Marcos, fray Pedro, son los personajes que encuentra todo viajero en el gran teatro de la selva. Responden todos a una realidad -como responde a una realidad, también un cierto mito del Dorado, que alientan todavía los yacimientos de oro y de piedras preciosas. En cuanto a Yannes, el minero griego que viajaba con el tomo de La Odisea por todo haber, baste decir que el autor no ha modificado su nombre, siquiera. Le faltó apuntar, solamente, que junto a La Odisea, admiraba sobre todas cosas La Anábasis de Jenofonte.

A. C.

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16/06/2008

LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/