(Más tarde)

A poco de quedar solo frente al fuego oí algo como pequeñas voces en un rincón de la sala. Alguien había dejado prendido un aparato de radio, de viejísima estampa, entre las mazorcas y cohombros de una mesa de cocina. Iba a apagarlo cuando sonó, dentro de aquella caja maltrecha, una quinta de trompas que me era harto conocida. Era la misma que me hiciera huir de una sala de conciertos no hacía tantos días. Pero esta noche, cerca de los leños que se rompían en pavesas, con los grillos sonando entre las vigas pardas del techo, esa remota ejecución cobraba un misterioso prestigio. Los ejecutantes sin rostros, desconocidos, invisibles, eran como expositores abstractos de lo escrito. El texto, caído al pie de estas montañas, luego de volar por sobre las cumbres, me venía de no se sabía dónde con sonoridades que no eran de notas, sino de ecos hallados en mí mismo. Acercando la cara, escuché.

Ya la quinta de trompas era aleteada en tresillos por los segundos violines y los violoncellos; pintáronse dos notas en descenso, como caídas de los arcos primeros y de las violas, con un desgano que pronto se hizo angustia, apremio de huida, ante una fuerza de súbito desatada. Y fue, en un desgarre de sombras tormentosas, el primer tema de la Novena Sinfonía. Creí respirar de alivio en una tonalidad afirmada, pero un rápido apagarse de las cuerdas, derrumbe mágico de lo edificado, me devolvió al desasosiego de la frase en gestación. Al cabo de tanto tiempo sin querer saber de su existencia, la oda musical me era devuelta con el caudal de recuerdos que en vano trataba de apartar del crescendo que ahora se iniciaba, vacilante aún y como inseguro del camino. Cada vez que la sonoridad metálica de un corno apoyaba un acorde, creía ver a mi padre, con su barbita puntiaguda, adelantando el perfil para leer la música abierta ante sus ojos, con esa peculiar actitud del cornista que parece ignorar, cuando toca, que sus labios se adhieren a la embocadura de la gran voluta de cobre que da un empaque de capitel corintio a toda su persona. Con ese mimetismo singular que suele hacer flacos y enjutos a los oboístas, jocundos y mofletudos a los trombones, mi padre había terminado por tener una voz de sonoridad cobriza, que vibraba nasalmente cuando, sentándome en una silla de mimbre, a su lado, me mostraba grabados en que eran representados los antecesores de su noble instrumento: olifantes de Bizancio, buxines romanos, añafiles sarracenos y las tubas de plata de Federico Barbarroja. Según él, las murallas de Jericó sólo pudieron haber caído al llamado terrible del horn, cuyo nombre, pronunciado con rodada erre, cobraba un peso de bronce en su boca.

Formado en conservatorios de la Suiza alemana, proclamaba la superioridad del corno de timbre bien metálico, hijo de la trompa de caza que había resonado en todas las Selvas Negras, oponiéndolo a lo que, con tono peyorativo, llamaba en francés le cor, pues estimaba que la técnica enseñada en París asimilaba su instrumento másculo a las femeninas maderas.

Para demostrarlo volteaba el pabellón del instrumento y lanzaba el tema de Sigfrido por sobre las paredes medianeras del patio con un ímpetu de heraldo del Juicio Final. Lo cierto era que a una escena de caza de la Raymunda de Glazounoff se debía mi nacimiento de este lado del Océano. Mi padre había sido sorprendido por el atentado de Sarajevo en lo mejor de una temporada wagneriana del Teatro Real de Madrid, y, encolerizado por el inesperado arresto bélico de los socialistas alemanes y franceses, había renegado del viejo continente podrido, aceptando el atril de primera trompa en una gira que Anna Pawlova llevaba a las Antillas. Un matrimonio cuya elaboración sentimental me resultaba obscura hizo que yo gateara mis primeras aventuras en un patio sombreado por un gran tamarindo, mientras mi madre, atareada con la negra cocinera, cantaba el cuento del Señor Don Gato, sentada en silla de oro, al que preguntan que si quiere ser casado con una gata montesa, sobrina de un gato pardo. La prolongación de la guerra, la escasa demanda de un instrumento que sólo se empleaba en temporadas de ópera, cuando soplaban los nortes del invierno, llevó a mi padre a abrir un pequeño comercio de música.

A veces, agarrado por la nostalgia de los conjuntos sinfónicos en que había tocado, sacaba una batuta de la vitrina, abría la oartitura de la Novena Sinfonía y dábase a dirigir orquestas imaginarias, remedando los gestos de Nikisch o de Mahler, cantando la obra entera con las más tremebundas onomatopeyas de percusión, bajos y metales. Mi madre cerraba apresuradamente las ventanas para que no lo creyeran loco, aceptando, sin embargo, con vieja mansedumbre hispánica, que cuanto hiciera ese esposo, que no bebía ni jugaba, debía tomarse por bueno, aunque pudiera parecer algo estrafalario. Precisamente mi padre era muy aficionado a frasear noblemente, con su voz abaritonada, el movimiento ascendente, a la vez lamentoso, fúnebre y triunfal, de la coda que ahora se iniciaba sobre un temblor cromático en la hondura del registro grave. Dos rápidas escalas desembocaron en el unísono de un exordio arrancado a la orquesta como a puñetazos. Y fue el silencio. Un silencio pronto reconquistado por el alborozo de los grillos y el crepitar de las brasas.

Pero yo esperaba, impaciente, el sobresalto inicial del scherzo. Y ya me dejaba llevar, envolver, por el endiablado arabesco que pintaban los segundos violines, ajeno a todo lo que no fuera la música cuando el «doblado» de trompas, de tan peculiar sonoridad, impuesto por Wagner a la partitura beethoveniana por enmendar un error de escritura, volvió a sentarme al lado de mi padre en los días en que no estuviera ya junto a nosotros, con su costurero de terciopelo azul, la que tanto me había cantado la historia del Señor Don Gato, el romance de Mambrú y el llanto de Alfonso XII por la muerte de Mercedes: Cuatro duques la llevaban, por las calles de Aldaví. Pero entonces las veladas se consagraban a la lectura de la vieja Biblia luterana que el catolicismo de mi madre tuviera oculta, por tantos años, en el fondo de un armario. Ensombrecido por la viudez, amargado por una soledad que no sabía hallar remedios en la calle, mi padre había roto con cuanto le atara a la ciudad cálida y bulliciosa de mi nacimiento, marchando a América del Norte, donde volvió a iniciar su comercio con muy escasa fortuna.

La meditación del Eclesiastés, de los Salmos, se asociaban en su mente a inesperadas añoranzas. Fue entonces cuando comenzó a hablarme de los obreros que escuchaban la Novena Sinfonía. Su fracaso en este continente se iba traduciendo, cada vez más, en la saudade de una Europa contemplada en cimas y alturas, en apoteosis y festivales. Esto, que llamaban el Nuevo Mundo, se había vuelto para él un hemisferio sin historia, ajeno a las grandes tradiciones mediterráneas, tierra de indios y de negros, poblado por los desechos de las grandes naciones europeas, sin olvidar las clásicas rameras embarcadas para la Nueva Orleáns por gendarmes de tricornio, despedidas por marchas de pífano -detalle, este último, que me parecía muy debido al recuerdo de una ópera del repertorio-. Por contraste evocaba las patrias del continente viejo con devoción, edificando ante mis ojos maravillados una Universidad de Heidelberg que sólo podía imaginarme verdecida de yedras venerables.

Iba yo, por la imaginación, de las tiorbas del concierto angélico a las insignes pizarras de la Gewandhause, de los concursos de minnesangers a los conciertos de Potsdam, aprendiendo los nombres de ciudades cuya mera gráfica promovía en mi mente espejismos en ocre, en blanco, en bronce -como Bonn-, en vellón de cisne -como Siena-. Pero mi padre, para quien la afirmación de ciertos principios constituía el haber supremo de la civilización, hacía hincapié, sobre todo, en el respeto que allá se tenía por la sagrada vida del hombre. Me hablaba de escritores que hicieron temblar una monarquía, desde la calma de un descacho, sin que nadie se atreviera a importunarlos. Las evocaciones del Yo Acuso, de las campañas de Rathenau, hijas de la capitulación de Luis XVI ante Mirabeau, desembocaban siempre en las mismas consideraciones acerca del progreso irrefrenable, de la socialización gradual, de la cultura colectiva, llegándose al tema de los obreros ilustrados que allá, en su ciudad natal, junto a una catedral del siglo XIII, pasaban sus ocios en las bibliotecas públicas y los domingos, en vez de embrutecerse en misas -pues allá el culto de la ciencia estaba sustituyendo a las supersticiones- llevaban sus familias a escuchar la Novena Sinfonía.

Y así los había visto yo, desde la adolescencia, con los ojos de la imaginación, esos obreros vestidos de blusa azul y pantalón de pana, noblemente conmo vidos por el soplo genial de la obra beethoveniana, escuchando tal vez este mismo trío, cuya frase tan cálida, tan envolvente, ascendía ahora por las voces de los violoncellos y de las violas. Y tal había sido el sortilegio de esa visión que, al morir mi padre, consagré el escaso dinero de su magra herencia, el fruto de una subasta de sonatas y partitas, al empeño de conocer mis raíces. Atravesé el Océano, un buen día, con el convencimiento de no regresar. Pero al cabo de un aprendizaje del asombro que yo hubiera calificado más tarde, en broma, de adoración de las fachadas, fue el encuentro con realidades que contrariaban singularmente las enseñanzas de mi padre.

Lejos de mirar hacia la Novena Sinfonía, las inteligencias estaban como ávidas de marcar el paso en desfiles que pasaban bajo arcos de triunfo de carpintería y mástiles totémicos de viejos símbolos solares. La transformación del mármol y el bronce de las antiguas apoteosis en gigantescos despilfarros de pinotea, tablas de un día, y emblemas de cartón dorado, hubiera debido hacer más desconfiado.

a quienes escuchaban palabras demasiado amplificadas por los altavoces, pensaba yo. Pero no parecía que así fuera. Cada cual se creía tremendamente investido, y había muchos que se sentaban a la derecha de Dios para juzgar a los hombres del pasado por el delito de no haber adivinado lo futuro. Yo había visto ya, ciertamente, a un metafísico de Heidelberg haciendo de tambor mayor de una parada de jóvenes filósofos que marchaban, sacándose el tranco de la cadera, para votar por quienes hacían escarnio de cuanto pudiera calificarse de intelectual.

Yo había visto a las parejas ascender, en noches de solsticios, al Monte de las Brujas para encender viejos fuegos, votivos, desprovistos ya de todo sentido.

Pero nada me había impresionado tanto como esa citación a juicio, esa resurrección para castigo y profanación de la tumba de quien hubiera rematado una sinfonía con el coral de la Confesión de Augsburgo, o de aquel otro que había clamado, con una voz tan pura, ante las olas verdegrises del gran Norte: «¡Amo el mar como mi alma!». Cansado de tener que recitar el Intermezzo en voz baja y de oír hablar de cadáveres recogidos en las calles, de terrores próximos, de éxodos nuevos, me refugié, como quien se acoge a sagrado, en la penumbra consoladora de los museos, emprendiendo largos viajes a través del tiempo. Pero cuando salí de las pinacotecas las cosas marchaban de mal en peor. Los periódicos invitaban al degüello. Los creyentes temblaban, bajo los pulpitos, cuando sus obispos alzaban la voz. Los rabinos escondían la thorah, mientras los pastores eran arrojados de sus oratorios. Se asistía a la dispersión de los ritos y al quebrantamiento del verbo. De noche, en las plazas públicas, los alumnos de insignes Facultades quemaban libros en grandes hogueras. No podía darse un paso en aquel continente sin ver fotografías de niños muertos en bombardeos de poblaciones abiertas, sin oír hablar de sabios confinados en salinas, de secuestros inexplicados, de acosos y defenestraciones, de campesinos ametrallados en plazas de toros. Yo me asombraba -despechado, herido a lo hondo- de la diferencia que existía entre el mundo añorado por mi padre y el que me había tocado conocer. Donde buscaba la sonrisa de Erasmo, el Discurso del Método, el espíritu humanístico, el fáustico anhelo y el alma apolínea, me topaba con el auto de fe, el tribunal de algún Santo Oficio, el proceso político que no era sino ordalía de nuevo género. Ya no podía contemplarse un tímpano ilustre, un campanil, gárgola o ángel sonriente sin oírse decir que ahí estaban previstas ya las banderías del presente y que los pastores de Nacimientos adoraban algo que no era, en suma, lo que cabalmente iluminaba el pesebre. La época me iba cansando.

Y era terrible pensar que no había fuga posible, fuera de lo imaginario, en aquel mundo sin escondrijos, de naturaleza domada hacía siglos, donde la sincronización casi total de las existencias hubiera centrado las pugnas en torno a dos o tres problemas puestos en carne viva. Los discursos habían sustituido a los mitos; las consignas a los dogmas.

Hastiado del lugar común fundido en hierro, del texto expurgado y de la cátedra desierta, me acerqué nuevamente al Atlántico con el ánimo de pa sarlo ahora en sentido inverso. Y, dos días antes de mi partida, me vi contemplando una olvidada danza macabra que desarrollaba sus motivos sobre las vigas del osario de San Sinforiano, en Blois. Era una suerte de patio de granja, invadido por las yerbas, de una tristeza de siglos, encima de cuyos pilares se conjugaba, una vez más, el inagotable tema de la vanidad de las pompas, del esqueleto hallado bajo la carne lujuriante, del costillar podrido bajo la casulla del prelado, del tambor atronado con dos tibias en medio de un xilofonante concierto de huesos.

Pero aquí, la pobreza del establo que rodeaba el eterno Ejemplo, la proximidad del río revuelto y turbio, la cercanía de granjas y fábricas, la presencia de cochinos gruñendo como el cerdo de San Antón, al pie de las calaveras talladas en una madera engrisada por siglos de lluvias, daban una singular vigencia a ese retablo del polvo, la ceniza, la nada, situándolo dentro de la época presente. Y los timbales que tanto percuten en el scherzo beethoveniano cobraban una fatídica contundencia, ahora que los asociaba, en mi mente, a la visión del osario de Blois, en cuya entrada me sorprendieron las ediciones de la tarde con la noticia de la guerra.

Los leños eran rescoldos. En una ladera, más arriba del techo y de los pinos, un perro aullaba en la bruma. Alejado de la música por la música misma, regresaba a ella por el camino de los grillos, esperando la sonoridad de un si bemol que ya contaba en mi oído. Y ya nacía, de una queda invitación de fagote y clarinete, la frase admirable del Adagio, tan honda dentro del pudor de su lirismo. Este era el único pasaje de la Sinfonía que mi madre -más acostumbraba a la lectura de habaneras y selecciones de ópera- lograba tocar a veces, por su tiempo pausado, en una transcripción para piano que sacaba de una gaveta de la tienda. Al sexto compás, plácidamente rematado en eco por las maderas, acabo de llegar del colegio, luego de mucho correr para resbalar sobre las pequeñas frutas de los álamos que cubren las aceras. Nuestra casa tiene un ancho soportal de columnas encaladas, situado como un peldaño de escalera, entre los soportales vecinos, uno más alto, otro más bajo, todos atravesados por el plano inclinado de la calzada que asciende hacia la Iglesia de Jesús del Monte, que se yergue allá, en lo alto de los tejados, con sus árboles plantados sobre un terraplén cerrado por barandales. La casa fue antaño de gente señora; conserva grandes muebles de madera oscura, armarios profundos y una araña de cristales biselados que se llena de pequeños arcoiris al recibir un último rayo de sol bajado de las lucetas azules, blancas, rojas, que cierran el arco del recibidor como un gran abanico de vidrio.

Me siento de piernas tiesas en el fondo de un sillón de mecedora, demasiado alto y ancho para un niño, y abro el Epítome de Gramática de la Real Academia, que esta tarde tengo que repasar. Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora… rezael ejemplo que ha poco regresó a mi memoria. Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora… La negra, allá en el hollín de sus ollas, canta algo que se habla de los tiempos de la Colonia y de los mostachos de la Guardia Civil. Ya se ha pegado la tecla del fa sostenido, como de costumbre, en el piano que toca mi madre. En lo último de la casa hay una habitación a cuya reja trepa un tallo de calabaza. Llamo a María del Carmen, que juega entre las arecas en tiestos, los rosales en cazuela, los semilleros de claveles, de calas, los girasoles del traspatio de su padre el jardinero. Se cuela por el boquete de la cerca de cardón y se acuesta a mi lado, en la cesta de lavandería en forma de barca que es la barca de nuestros viajes. Nos envuelve el olor a esparto, a fibra, a heno, de esta cesta traída, cada semana, por un gigante sudoroso, que devora enormes platos de habas a quien llaman Baudilio.

No me canso de estrechar a la niña entre mis brazos.

Su calor me infunde una pereza gozosa que quisiera alargar indefinidamente. Como se aburre de estar así, sin moverse, la aquieto diciéndole que estamos en el mar. y que falta poco para llegar al muelle; que será aquel baúl de tapa redonda, cubierta de hojalata de muchos colores, a cuya agarradera se amarran las naves. En el colegio me han hablado de sucias posibilidades entre varones y hembras. Las he rechazado con indignación, sabiendo que eran porquerías inventadas por los grandes para burlarse de los pequeños.

El día que me lo dijeron no me atreví a mirar a mi madre de frente. Pregunto ahora a María del Carmen si quiere ser mi mujer, y como responde que sí, la aprieto un poco más, imitando con la voz, para que no se aparte de mí, el ruido de las sirenas de barcos. Respiro mal, me lleno de latidos, y este malestar es tan grato, sin embargo, que no comprendo por qué, cuando la negra nos sorprende así, se enoja, nos saca de la cesta, la arroja sobre un armario y grita que estoy muy grande para esos juegos.

Sin embargo, nada dice a mi madre. Acabo por quejarme a ella, y me responde que es hora de estudiar. Vuelvo al Epítome de Gramática, pero me persigue el olor a fibra, a mimbre, a esparto. Este olor cuyo recuerdo regresa del pasado, a veces, con tal realidad que me deja todo estremecido. Ese olor que vuelvo a encontrar esta noche; junto al armario de las yerbas silvestres, cuando el Adagio concluye sobre cuatro acordes pianissimo, el primero arpegiado, y un estremecimiento, perceptible a través de la transmisión, conmueve la masa coral cuya entrada se aproxima. Adivino el gesto enérgico del director invisible, por el cual se entra, de golpe, en el drama que prepara el advenimiento de la Oda de Schiller.

La tempestad de bronces y de timbales que se desata para hallar, más tarde, un eco de sí misma, encuadra una recapitulación de los temas ya escuchados. Pero esos temas aparecen rotos, lacerados, hechos jirones, arrojados a una especie de caos que es gestación del futuro, cada vez que pretenden alzarse, afirmarse, volver a ser lo que fueron. Esa suerte de sinfonía en ruinas que ahora se atraviesa en la sinfonía total, serie de dramático acompañamiento -pienso yo, con profesional deformación- para un documental realizado en los caminos que me tocara recorrer como intérprete militar, al final de la guerra. Eran los caminos del Apocalipsis, trazados entre paredes rotas de tal manera que parecían los caracteres de un alfabeto desconocido; camino de hoyos rellenados con pedazos de estatuas, que atravesaban abadías sin techo, se jalonaban de ángeles decapitados, doblaban frente a una Ultima Cena dejada a la intemperie por los obuses, para desembocar en el polvo y la ceniza de lo que fuera, durante siglos, el archivo máximo del canto ambrosiano. Pero los horrores de la guerra son obra del hombre. Cada época ha dejado los suyos burilados en el cobre o sombreados por las tintas del aguafuerte. Lo nuevo aquí, lo inédito, lo moderno, era aquel antro del horror, aquella cancillería del horror, aquel coto vedado del horror que nos tocara conocer en nuestro avance: la Mansión del Calofrío, donde todo era testimonio de torturas, exterminios en masa, cremaciones, entre murallas salpicadas de sangre y de excrementos, montones de huesos, dentaduras humanas arrinconadas a paletadas, sin hablar de las muertes peores, logradas en frío, por manos enguantadas de caucho, en la blancura aséptica, neta, luminosa, de las cámaras de operaciones. A dos pasos de aquí, una humanidad sensible y cultivada -sin hacer caso del humo abyecto de ciertas chimeneas, por las que habían brotado, un poco antes, plegarias aulladas en yiddish- seguía coleccionando sellos, estudiando las glorias de la raza, tocando pequeñas músicas nocturnas de Mozart, leyendo La Sirenita de Andersen a los niños.

Esto otro también era nuevo, siniestramente moderno, pavorosamente inédito. Algo se derrumbó en mí la tarde en que salí del abominable parque de iniquidades que me esforzara en visitar para cerciorarme de su posibilidad, con la boca seca y la sensación de haber tragado un polvo de yeso. Jamás hubiera podido imaginar una quiebra tan absoluta del hombre de Occidente como la que se había estampado aquí en residuos de espanto. De niño me habían aterrorizado las historias que entonces corrían acerca de las atrocidades cometidas por Pancho Villa, cuyo nombre se asociaba en mi memoria a la sombra velluda y nocturnal de Mandinga. «Cultura obliga», solía decir mi padre ante las fotos de fusilamientos que entonces difundía la prensa, traduciendo, con ese lema de una nueva caballería del espíritu, su fe en el ocaso de la iniquidad por obra de los Libros.

Maniqueísta a su manera, veía el mundo como el campo de una lucha entre la luz de la imprenta y las tinieblas de una animalidad original, propiciadora de toda crueldad en quienes vivían ignorantes de cátedras, músicas y laboratorios. El Mal, para él, estaba personificado por quien, al arrimar sus enemigos al paredón de las ejecuciones, remozaba, al cabo de los siglos, el gesto del príncipe asirio cegando a sus prisioneros con una lanza, o del feroz cruzado que emparedara a los cátaros en las cavernas del Mont-Segur. El Mal, del que estaba ya librada la Europa de Beethoven, tenía su último reducto en el Continente-de-poca-Historia… Pero luego de haberme visto en la Mansión del Calofrío, en este campo imaginado, creado, organizado por gente que sabía de tantas cosas nobles, los disparos de los Charros de Oro, las ciudades tomadas a porfía, los trenes descarrilados entre cactos y chumberas, las balaceras en noche de mitote, me parecían alegres estampas de novela de aventura, llenas de sol de cabalgatas, de viriles alardes, de muertes limpias sobre el cuero sudado de las monturas, junto al rebozo de las soldaderas recién paridas a orillas del camino.

Y lo peor fue que la noche de mi encuentro con la más fría barbarie de la historia, los victimarios y guardianes, y también los que se llevaban los algodones ensangrentados en cubos, y los que tomaban notas en sus cuadernos forrados de hule negro, que estaban presos en un hangar, se dieron a cantar después del rancho. Sentado en mi camastro, sacado del sueño por el asombro, les oía cantar lo mismo que ahora, levantados por un lejano gesto del director, cantaban los del coro:

Freunde, schöner Götterfunken,

Tochter aus Elysium!

Wir betreten feuertrunken,

Himmlische, dein Heiligtum.

Por fin había alcanzado la Novena Sinfonía, causa de mi viaje anterior, aunque no ciertamente donde mi padre la hubiera situado. ¡Alegría! El más bello fulgor divino, hija del Elíseo. Ebrios de tu fuego penetramos, ¡oh Celestial!, en tu santuario… Todos los hombres serán hermanos donde se cierne tu vuelo suave. Las estrofas de Schiller me laceraban a sarcasmos. Eran la culminación de una ascensión de siglos durante la cual se había marchado sin cesar hacia la tolerancia, la bondad, el entendimiento de lo ajeno. La Novena Sinfonía era el tibio hojaldre de Montaigne, el azur de la Utopía, la esencia del Elzevir, la voz de Voltaire en el proceso Calas.

Ahora crecía, henchido de júbilo, el alie Menschen werden Brüder wo dein sanfter Flügel weilt, como la noche aquella en que perdí la fe en quienes mentían al hablar de sus principios, invocando textos cuyo sentido profundo estaba olvidado. Por pensar menos en la Danza Macabra que me envolvía cobré mentalidad de mercenario, dejándome arrastrar por mis compañeros de armas a sus tabernas y burdeles.

Me di a beber como ellos, sumiéndome en una suerte de inconsciencia mantenida del lado de acá del traspié, que me permitió acabar la campaña sin entusiasmarme por palabras ni hechos. Nuestra victoria me dejaba vencido. No logró admirarme siquiera la noche pasada en la utilería del teatro de Bayreuth, bajo una wagneriana zoología de cisnes y caballos colgados del cielo raso, junto a un Fafner deslucido por la polilla, cuya cabeza parecía buscar amparo bajo mi camastro de invasor. Y fue un hombre sin esperanza quien regresó a la gran ciudad y entró en el primer bar para acorazarse de antemano contra todo propósito idealista. El hombre que trató de sentirse fuerte en el robo de la mujer ajena, para volver, en fin de cuentas, a la soledad del hecho no compartido. El hombre llamado Hombre que, la mañana anterior, aceptaba todavía la idea de estafar con instrumentos de rastro a quien hubiera puesto en él su confianza… Y me aburre, de pronto, esta Novena Sinfonía con sus promesas incumplidas, sus anhelos mesiánicos, subrayados por el feriante arsenal de la «música turca» que tan populacheramente se desata en el prestís simo final. No espero el maestoso Tochter aus Elysium! Freude schóner Gotterfunken del exordio. Corto la transmisión, preguntándome cómo he podido escuchar la partitura casi completa, con momentos de olvido de mí mismo, cuando las asociaciones de recuerdos no me absorbían demasiado. Mi mano busca un cohombro cuya frialdad parece salirle de tras de la piel; la otra sopesa el verdor de un ají que rompe el pulgar para bañarse del zumo que luego recoge la boca con deleite. Abro el armario de las plantas y saco un puñado de hojas secas, que aspiro largamente. En la chimenea late aún, en negro y rojo, como algo viviente, un último rescoldo. Me asomo a una ventana: los árboles más próximos se han perdido en la niebla. El ganso del traspatio desenvaina la cabeza de bajo el ala y entreabre el piso, sin acabar de despertarse. En la noche ha caído un fruto.

X

(Martes, 12)

Cuando Mouche salió de la habitación, poco después del alba, parecía más cansada que la víspera.

Habían bastado las incomodidades de un día de rodar por carreteras difíciles, el lecho duro, la necesidad de madrugar, de someter el cuerpo a una disciplina, para provocar una suerte de descoloramiento de su persona. Quien tan piafante y vivaz se mostraba en el desorden de nuestras noches de allá, era aquí la estampa del desgano. Parecía que se hubiera empañado la claridad de su cutis, y mal guardaba un pañuelo sus cabellos que se le iban en greñas de un rubio como verdecido. Su expresión de desagrado la avejentaba de modo sorprendente, adelgazando, con fea caída de las comisuras, unos labios que los malos espejos y la escasa luz no le permitían pintar debidamente. Durante el desayuno, por distraerla, le hablé de la viajera a quien había conocido la noche anterior. En eso llegó la aludida, toda temblorosa, riendo de su temblor, pues había ido a asearse a una fuente cercana con las mujeres de la casa. Su cabellera, torcida en trenzas en torno a la cabeza, goteaba todavía sobre su rostro mate.

Se dirigió a Mouche con familiaridad, tuteándola como si la conociera de mucho tiempo, en preguntas que yo iba traduciendo. Cuando subimos al autobús, las dos mujeres habían concertado un lenguaje de gestos y palabras sueltas que les bastaba para entenderse.

Mi compañera, nuevamente fatigada, descansó la cabeza sobre el hombro de la que -lo sabíamos ahora- llamábase Rosario, y escuchaba sus quejas por los quebrantos de tan intómodo viaje con una solicitud maternal en la que yo vislumbraba, sin embargo, un dejo de ironía. Contento por verme algo descargado de Mouche, emprendí alegremente la jornada, solo en un ancho asiento. Esta misma tarde llegaríamos al puerto fluvial de donde salían embarcaciones para los linderos de la Selva del Sur, y 'de recodo en recodo, siguiendo laderas, descendiendo siempre, íbamos hacia horas más soleadas.

Nos deteníamos a veces en pueblos apacibles, de pocas ventanas abiertas, rodeados por una vegetación cada vez más tropical. Aquí aparecían enredaderas florecidas, cactos, bambúes; allá una palmera brotaba de un patio, abriéndose sobre el tejado de una casa donde las zurcidoras trabajaban al fresco. Tan cerrada y continua fue la lluvia que rompió sobre nosotros a mediodía que, hasta el final de la tarde, no acerté a ver cosa alguna a través de los cristales engrisados por el agua. Mouche sacó un libro de su maleta. Rosario, por imitarle, buscó un tomo en su hato. Era un volumen impreso en papel malo, lleno de escorias, cuya portada en tricromía mostraba una mujer cubierta de pieles de oso o algo parecido, que era abrazada por un magnífico caballero en la entrada de una gruta, bajo la mirada complacida de una cierva de largo cuello: Historia de Genoveva de Brabante. En mi mente se hizo al punto un chusco contraste entre tal lectura y cierta famosa novela moderna que estaba en las manos de Mouche, y que yo había dejado en el tercer capítulo, agobiado por una especie de vergüenza triste ante su caudal de obscenidad. Enemigo de toda continencia sexual, de toda hipocresía en lo que miraba el juego de los cuerpos, me irritaba, sin embargo, cualquier literatura o vocabulario que encanallara el amor físico, por vías de la burla, el sarcasmo o la grosería. Me parecía que el hombre debía guardar, en sus acoplamientos, la sencilla impulsividad, el espíritu de retozo que eran propios del celo de las bestias, dándose alegremente a su placentera actividad a sabiendas de que el aislamiento tras de cerrojos, la ausencia de testigos, la complicidad en la busca del deleite, excluían cuanto pudiera promover la ironía o la chanza -por el desajuste de los físicos, por la animalidad de ciertos machihembramientos- en las trabazones de una pareja que no podía contemplarse a sí misma con ojos ajenos. Por lo mismo la pornografía me era tan intolerable como ciertos cuentos verdes, ciertas desinencias sucias, ciertos verbos metafóricamente aplicados a la actividad sexual, y no podía considerar sin repulsión una determinada literatura, muy gustada en el presente, que parecía empeñada en degradar y afear cuanto podía hacer que el hombre, en momentos de tropiezos y desalientos, hallara una compensación a sus fracasos en la más fuerte afirmación de su virilidad, sintiendo en la carne por él dividida su presencia más entera. Yo leía por sobre los hombros de las dos mujeres, tratando de contrapuntear la prosa negra y la prosa rosa; pero pronto se me hizo imposible el juego, por la rapidez con que Mouche doblaba las páginas, y la lentitud de lectura de Rosario, que llevaba los ojos, pausadamente, del comienzo al extremo de los renglones, con el movimiento de labios de quien deletrea, hallando aventuras apasionantes en la sucesión de palabras que no siempre se ordenaban como ella hubiese querido. A veces se detenía ante una infamia hecha a la desventurada Genoveva, con un pequeño gesto de indignación; volvía a comenzar el párrafo, dudando de que tanta maldad fuese posible. Y pasaba nuevamente por sobre el penoso episodio, como consternada de su impotencia ante los hechos. Su rostro reflejaba una profunda ansiedad, ahora que se precisaban los sombríos designios de Golo. «Son cuentos de otros tiempos», le dije, por hacerla hablar.

Sobresaltada se volvió hacia mí al saber que había estado leyendo por encima de su hombro. «Lo que los libros di:en es verdad», contestó. Miré hacia el tomo de Mouche, pensando que si era verdad lo que allí se contaba, en una prosa que el editor, aterrado, había tenido que amputar varias veces, no por ello se había alcanzado -con laboriosos alardes- unas obscenidad que los escultores hindúes o los simples alfareros incaicos habían situado en un plano de auténtica grandeza. Ahora Rosario cerraba los ojos. «Lo que dicen los libros es verdad.» Es probable que, para ella, la historia de Genoveva fuera algo actual: algo que transcurría, al ritmo de su lectura, en un país del presente. El pasado no es imaginable para quien ignora el ropero, decorado y utilería de la historia. Así, debía imaginarse los castillos del Brabante como las ricas haciendas de acá, que solían tener paredes almacenadas. Los hábitos de la caza y la monta se perpetuaban en estas tierras, donde el venado y el váquiro eran entregados al acoso de las jaurías. Y en cuanto al traje, Rosario debía ver su novela como ciertos pintores del temprano Renacimiento veían el Evangelio, vistiendo a los personajes de la Pasión a la manera de los notables del día, arrojando al infierno, cabeza abajo, algún Pilato con atuendo de magistrado florentino… Cayó la noche y la luz se hizo tan escasa que cada cual se encerró en sí mismo. Hubo un prolongado rodar en la oscuridad y, de súbito, a la vuelta de un peñasco, salimos a la encendida vastedad del Valle de las Llamas.

Ya me habían hablado algunos, durante el viaje, de la población nacida allá abajo, en unas pocas semanas, al brotar el petróleo sobre una tierra encenagada.

Pero esa referencia no me había sugerido la posibilidad del espectáculo prodigioso que ahora se ampliaba a cada vuelta del camino. Sobre una llanura pelada, era un vasto bailar de llamaradas que restallaban al viento como las banderas de algún divino asolamiento. Atadas al escape de gases de los pozos se mecían, tremolaban, envolviéndose en sí mismas, girando, a la vez libres y sujetas a corta distancia de los mechurrios -astas de ese fuego enjambre, de ese fuego árbol, parado sobre el suelo, que volaba sin poder volar, todo silbante de púrpuras exasperadas. El aire las transformaba, de súbito, en luces de exterminio, en teas enfurecidas, para reunirlas luego en un haz de antorchas, en un solo tronco rojinegro que tenía fugaces esguinces de torso humano; pero pronto se rompía lo amasado y el ardiente cuerpo, sacudido de convulsiones amarillas, se enroscaba en zarza ardiente, hincada de chispas, sonora de bramidos, antes de estirarse hacia la ciudad, en mil latigazos zumbantes, como para castigo de una población impía. Junto a esas piras encadenadas proseguían su trabajo de extracción, incansables, regulares, obsesionantes, unas máquinas cuyo volante tenía el perfil de una gran ave negra, con pico que hincaba isócronamente la tierra, en movimientos de pájaro horadando un tronco. Había algo impasible, obstinado, maléfico, en esas siluetas que se mecían sin quemarse, como salamandras nacidas del flujo y reflujo de las fogaradas que el viento encrespaba, en marejadas, hasta el horizonte. Daban ganas de darles nombres que fuesen buenos para demonios y me divertía en llamarlas Flacocuervo, Buitrehierro o Maltrídente, cuando terminó nuestro camino en un patio donde unos cochinos negros, enrojecidos por el resplandor de las llamas, chapaleaban en charcos cuyas aguas tenían costras jaspeadas y ojos de aceite. El comedor de la fonda estaba lleno de hombres que hablaban a gritos, como aneblados por el humo de las parrilladas. Con las máscaras antigases colgadas aún debajo de la barbilla, sin haberse quitado todavía las ropas del trabajo, parecía que sobre ellos se hubieran fijado, en coladas, borrones y pringues, las más negras exudaciones de la tierra. Todos bebían desaforadamente con las botellas empuñadas por el gollete, entre naipes y fichas revueltas sobre las mesas. Pero de pronto, las briscas quedaron en suspenso y los jugadores se volvieron hacia el patio en una grita de júbilo. Allí se producía un golpe de teatro: traídas por no sé qué vehículo, habían aparecido mujeres en traje de baile, con zapato de tacón y muchas luces en el pelo y el cuello, cuya presencia en aquel corral fangoso, orlado de pesebres, me pareció alucinante. Además, la mostacilla, las cuentas, los abalorios que adornaban los vestidos, reflejaban a la vez las llamaradas que a cada cambio de viento daban nuevo rumbo a su ronda de resplandores. Esas mujeres rojas corrían y trajinaban entre los hombres oscuros, llevando fardos y maletas, en una algarabía que acababa de atolondrarse con el espanto de los burros y el despertar de las gallinas dormidas en las vigas de los sobradillos. Supe entonces que mañana sería la fiesta del patrón del pueblo, y que aquellas mujeres eran prostitutas que viajaban así todo el año, de un lugar a otro, de ferias a procesiones, de minas a romerías, para aprovecharse de los días en que los hombres se mostraban espléndidos. Así, seguían el itinerario de los campanarios, fornicando por San Cristóbal o por Santa Lucía, los fieles Difuntos o los Santos Inocentes, a las orillas de los caminos, junto a las tapias de los cementerios, sobre las playas de los grandes ríos o en los cuartos estrechos, de palangana en tierra, que alquilaban en la trastienda de las tabernas. Lo que más me asombraba era el buen humor con que las recién llegadas eran acogidas por la gente de fundamento, sin que las mujeres honestas de la casa, la esposa, la joven hija del posadero, hicieran el menor gesto de menosprecio.

Me parecía que se las miraba un poco como a los bobos, gitanos o locos graciosos, y las fámulas de cocina reían al verlas saltar, con sus vestidos de baile, por sobre los cochinos y los charcos, cargando sus hatos con ayuda de algunos mineros ya resueltos a gozarse de sus primicias. Yo pensaba que esas prostitutas errantes, que venían a nuestro encuentro, metiéndonse en nuestro tiempo, eran primas de las ribaldas del Medioevo, de las que iban de Bremen a Hamburgo, de Amberes a Gante, en tiempos de feria, para sacar malos humores a maestros y aprendices, aliviándose de paso a algún romero de Compostela, por el permiso de besar la venera de tan lejos traída. Después de recoger sus cosas, las mujeres entraron en el comedor de la fonda con gran alboroto. Mouche, maravillada, me invitó a seguirlas, para observar mejor sus vestidos y peinados. Ella, que hasta ahora había permanecido indiferente y soñolienta, estaba como transfigurada. Hay seres cuyos ojos se encienden cuando sienten la proximidad del sexo. Insensible, quejosa desde la víspera, mi amiga parecía revivir en la primera atmósfera turbia que la salía al paso. Declarando ahora que esas prostitutas eran formidables, únicas, de un estilo que se había perdido, comenzó a acercarse a ellas. Al ver que se sentaba en uno de los bancos del fondo, junto a una mesa que ocupaban las recién llegadas, buscando conversación por gestos con una de las más vistosas, Rosario me miró con extrañeza, como queriendo decirme algo. Por eludir una explicación que probablemente no entendería, cargué con el equipaje y fui en busca de nuestro cuarto. Sobre las bardas del patio danzaba el resplandor de los fuegos. Estaba sacando cuentas de lo gastado últimamente cuando me pareció que Mouche me llamaba con voz angustiada.

En el espejo del armario la vi pasar, al otro extremo del corredor, como huyendo de un hombre que la perseguía. Cuando llegué adonde estaban, el hombre la había agarrado por el talle y la empujaba dentro de una habitación. Al recibir mi puñetazo se volteó bruscamente y su golpe me arrojó sobre una mesa cubierta de botellas vacías que se estrellaron al caer. Me colgué de mi adversario y rodamos en el piso, sintiendo las hincadas de los vidrios en las manos y en los brazos. Al cabo de una rápida lucha, en que el otro me dejó sin fuerzas, me vi preso entre sus rodillas, de espaldas en el suelo, bajo la anchura de dos puños que se levantaban para caer mejor, como una maza, sobre mi cara. En aquel instante, Rosario entró en el cuarto, seguida del posadero.

«¡Yannes! – gritó-. ¡Yannes!» Agarrado por las muñecas, el hombre se levantó lentamente, como avergonzado de lo hecho. El posadero le explicaba algo que por mi excitación nerviosa no acertaba a oír. Mi adversario parecía humilde; ahora me hablaba con tono compungido: «Yo no sabía… Equivocación…

Debió decir tenía marido.» Rosario me limpiaba la cara con un paño untado de ron: «La culpa fue de ella; estaba metida entre las otras.» Lo peor de todo era que yo no sentía verdadera cólera contra el que me había golpeado, sino contra Mouche, que, en efecto, por un alarde muy propio de su carácter, había ido a sentarse con las prostitutas. «No ha pasado nada… No ha pasado nada», proclamaba el posadero ante los curiosos que llenaban el corredor.

Y Rosario, como si nada hubiera ocurrido, en efecto, me hizo dar la mano al que ahora se deshacía en excusas. Para acabar de aplacarme, me hablaba de él, afirmando que lo conocía de mucho tiempo, pues no era de este lugar, sino de Puerto Anunciación, el pueblo cercano a la Selva del Sur, donde la esperaba su padre enfermo con el remedio de la milagrosa estampa. El título de Buscador de Diamantes me hizo interesante, de pronto, al que poco antes me golpeara. Pronto nos vimos en la cantina, con media botella de aguardiente bebida, olvidados de la estúpida pelea. Ancho de pecho, espigado de cintura, con algo de ave de presa en la mirada, el minero movía un semblante sombreado por un filo de barba que podía haberse desprendido de un arco de triunfo por la decisión y el empaque del perfil. Al saber que era griego -explicándoseme así la tremenda eliminación de artículos que caracterizaba su manera de hablar- estuve a punto de preguntarle, por broma, si era uno de los Siete contra Tebas. Pero en eso apareció Mouche, con aire indiferente, como si ignorara lo de la riña que nos había llenado las manos de cortaduras. Le hice algunos reproches a medias palabras que expresaban insuficientemente mi irritación. Ella se sentó del otro lado de la mesa, sin hacer caso, y se dio a examinar al griego -tan respetuoso ahora, que había apartado su escabel para no estar demasiado cerca de mi amiga- con un interés que me pareció un reto exasperante en semejante momento. A las excusas del Buscador de Diamantes, que se calificaba a sí mismo de «bruto idiota maldecido», respondió que el suceso no tenía importancia.

Me volví hacia Rosario. Ella me miraba soslayadamente, con cierta gravedad irónica que no sabía cómo interpretar. Quise iniciar una conversación cualquiera que nos alejara de lo presente, pero las palabras no me venían a la boca. Mouche, mientras tanto, se había acercado al griego con una sonrisa tan incitante y nerviosa que la ira me encendió las sienes. Apenas habíamos salido de un percance que hubiera podido tener consecuencias lamentables, se gozaba en aturdir al minero que la tratara media hora antes como a una prostituta. Esa actitud era tan literaria, debía tanto al espíritu que había exaltado, en este tiempo, la taberna de marineros y los muelles de brumas, que la hallé increíblemente grotesca, de pronto, en su incapacidad de desasirse, ante cualquier realidad, de los lugares comunes de su generación. Tenía que elegir un hipocampo, por pensar en Rimbaud, donde vendían toscos relicarios de artesanía colonial; había de burlarse de la ópera romántica en el teatro que, precisamente, devolvía su fragancia al jardín de Lamermoore, y no veía que la prostituta de las novelas de la Evasión se había transformado, aquí, en una mezcla de feriante oportuna y de Egipcíaca sin olor de santidad. La miré de modo tan ambiguo que Rosario, creyendo tal vez que iba a pelear de nuevo, por celos, me salió al paso en maniobra de aplacamiento con una frase oscura que tenía de proverbio y de sentencia: «Cuando el hombre pelea, que sea por defender su casa.» No sé lo que entendía Rosario por «mi casa»; pero tenía razón si pretendía decir lo que quise comprender: Mouche no era «mi casa».

Era, por el contrario, aquella hembra alborotosa y rencillosa de las Escrituras, cuyos pies no podían estar en la casa. Con la frase se tendía un puente por sobre el ancho de la mesa entre Rosario y yo, y sentí, en aquel momento, el apoyo de una simpatía que se hubiera dolido, tal vez, de verme vencido nuevamente. Por lo demás, la joven crecía ante mis ojos a medida que transcurrían las horas, al establecer con el ambiente ciertas relaciones que me eran cada vez más perceptibles. Mouche, en cambio, iba resultando tremendamente forastera dentro de un creciente desajuste entre su persona y cuanto nos circundaba. Un aura de exotismo se espesaba en torno a ella, estableciendo distancias entre su figura y las demás figuras; entre sus acciones, sus maneras, y los modos de actuar que aquí eran normales. Se tornaba, poco a poco, en algo ajeno, mal situado, excéntrico, que llamaba la atención, como llamaba la antención antaño, en las cortes cristianas, el turbante de los embajadores de la Sublime Puerta. Rosario, en cambio, era como la Cecilia o la Lucía que vuelve a engastarse en sus cristales cuando termina de restaurarse un vitral. De la mañana a la tarde y de la tarde a la noche se hacía más auténtica, más verdadera, más cabalmente dibujada en un paisaje que fijaba sus constantes a medida que nos acercábamos al río. Entre su carne y la tierra que se pisaba se establecían relaciones escritas en las pieles ensombrecidas por la luz, en la semejanza de las cabelleras visibles, en la unidad de formas que daba a los talles, a los hombros, a los muslos que aquí se alababan, una factura común de obra salida de un mismo torno. Me sentía cada vez más cerca de Rosario, que embellecía de hora en hora, frente a la otra que se difuminaba en su distancia presente, aprobando cuanto decía y expresaba. Y, sin embargo, al mirar a la mujer como mujer, me veía torpe, cohibido, consciente de mi propio exotismo, ante una dignidad innata que parecía negada de antemano a la acometida fácil. No eran tan sólo botellas las que se alzaban ahí, en barrera de vidrio que imponía cuidado a las manos: eran los mil libros leídos por mí, ignorados por ella; eran creencias de ella, costumbres, supersticiones, nociones, que yo desconocía y que, sin embargo, alentaban razones de vivir tan válidas como las mías. Mi formación, sus prejuicios, lo que le habían enseñado, lo que sobre ella pasaba, eran otros tantos factores que, en aquel momento, me parecían inconciliables. Me repetía a mí mismo que nada de esto tenía que ver con el siempre posible acoplamiento de un cuerpo de hombre y un cuerpo de mujer, y, no obstante, reconocía que toda una cultura, con sus deformaciones y exigencias, me separaba de esa frente detrás de la cual no debía haber siquiera una noción muy clara de la redondez de la tierra, ni de la disposición de los países sobre el mapa. Eso pensaba yo al recordar sus creencias sobre el espíritu unípedo de los bosques. Y al ver la pequeña cruz de oro que le colgaba del cuello, observé que el único terreno de entendimiento que podíamos tener en común, el de la fe en Cristo, lo habían desertado mis antepasados paternos hacía mucho tiempo: desde que, hugonotes expulsados de la Saboya por la revocación del Edicto de Nantes, pasados a la Enciclopedia por un tatarabuelo mío, amigo del barón de Holbach, conservaran Biblias en la familia, sin creer ya en las Escrituras, únicamente por aquello de que no estaban exentas de una cierta poesía… La taberna se vio invadida por los mineros de otro turno. Las mujeres rojas regresaban de los cuartos del patio, guardándose el dinero de los primeros tratos. Por acabar con la situación falsa que nos tenía desasosegados en torno a la mesa, propuse que anduviéramos hacia el río. El Buscador de Diamantes estaba como cohibido ante la insinuante deferencia de Mouche, que le hacía contar sus andanzas en la selva, aunque sin escucharlo, en un francés de tan pocas palabras que nunca lograba cerrar una frase. Ante mi propuesta de salir, compró botellas de cerveza fría, como aliviado, y nos llevó a una calle recta que se perdía en la noche, alejándose de los fuegos del valle. Pronto llegamos a la orilla del río que corría en la sombra, con un ruido vasto, continuando, profundo, de masa de agua dividiendo las tierras. No era el agitado escurrirse de las corrientes delgadas, ni el chapoteo de los torrentes, ni la fresca placidez de las ondas de poco cauce que tantas veces hubiera oído de noche en otras riberas: era el empuje sostenido, el ritmo genésico de un descenso iniciado a centenares y centenares de leguas más arriba, en las reuniones de otros ríos venidos de más lejos aún, con todo su peso de cataratas y manantiales.

En la oscuridad parecía que el agua, que empujaba el agua desde siempre, no tuviera otra orilla y que su rumor lo cubriera todo, en lo adelante, hasta los confines del mundo. Andando en silencio llegamos a una ensenada -un remanso más bien- que era cementerio de viejos barcos abandonados, con sus timones dejados al garete y los sollados llenos de ranas. En medio, encallado en el limo, había un antiguo velero, de muy noble estampa, con proa de mascarón que era una Anfitrite de madera tallada, cuyos senos desnudos surgían de velos alargados hasta los escobenes, en movimiento de alas. Cerca del casco nos detuvimos, casi al pie de la figura que parecía volar sobre nosotros cuando era enrojecida de súbito por la llamarada tornadiza de un mechurrio. Emperezados por el frescor de la noche y el ruido perenne del río en marcha, acabamos por recostarnos en la grava de la orilla. Rosario se soltó el pelo y empezó a peinarlo lentamente, con gesto tan íntimo, tan sabedor de la proximidad del sueño, que no me atreví a hablarle. Mouche, en cambio, contaba nimiedades, interrogaba al griego, celebraba sus respuestas con risas en diapasón agudo, sin advertir, al parecer, que estábamos en un lugar cuyos elementos componían una de esas escenografías inolvidables que el hombre encuentra muy pocas veces en su camino. El mascarón, las llamas, el río, los barcos abandonados, las constelaciones: nada de lo visible parecía emocionarla. Creo que fue ése el momento en que su presencia comenzó a pesar sobre mí como un fardo que cada jornada cargaría de nuevos lastres.

XI

(Miércoles, 13)

Silencio es palabra de mi vocabulario. Habiendo trabajado la música, la he usado más que los hombres de otros oficios. Sé cómo puede especularse con el silencio; cómo se le mide y encuadra. Pero ahora, sentado en esta piedra, vivo el silencio; un silencio venido de tan lejos, espeso de tantos silencios, que en él cobraría la palabra un fragor de creación, Si yo dijera algo, si yo hablara a solas, como a menudo hago, me asustaría a mí mismo. Los marineros han quedado abajo, en la orilla, cortando pasto para los toros sementales que viajaban con nosotros.

Sus voces no me alcanzan. Sin pensar en ellos contemplo esta llanura inmensa, cuyos límites se disuelven en un leve oscurecimiento circular del cielo. Desde mi punto de vista de guijarro, de grama, abarco, en su casi totalidad, una circunferencia que es parte cabal, entera, del planeta en que vivo. No tengo ya que alzar los ojos para hallar una nube: aquellos cirros inmóviles, que parecen detenidos allá desde siempre, están a la altura de la mano que da sombra a mis párpados. De lejanía en lejanía se yergue un árbol copudo y solitario, siempre acompañado de un cacto, que es como un largo candelabro de piedra verde, sobre el cual descansan los gavilanes, impasibles, pesados, como pájaros de heráldica.

Nada hace ruido, nada topa con nada, nada rueda ni vibra. Cuando una mosca da con el vuelo en una telaraña, el zumbido de su horror adquiere el valor de un estruendo. Luego vuelve a estar el aire en calma, de confín a confín, sin un sonido. Llevo más de una hora aquí, sin moverme, sabiendo cuán inútil es andar donde siempre se estará al centro de lo contemplado. Muy lejos asoma un venado entre las junqueras de un ojo de agua. Y se detiene, noblemente erguida la cabeza, tan inmóvil sobre la planicie que su figura tiene algo de monumento y algo, también, de emblema totémico. Es como el antepasado mítico de hombres por nacer; como el fundador de un clan que hará de su cornamenta clavada en un palo, blasón, himno y bandera. Al sentirme en la brisa se aleja a pasos medidos, sin prisa, dejándome solo con el mundo. Me vuelvo hacia el río. Su caudal es tan vasto que los raudales, torbellinos, resabios, que agitan su perenne descenso se funden en la unidad de un pulso que late de estíos a lluvias, con los mismos descansos y paroxismos, desde antes de que el hombre fuese inventado. Embarcamos hoy, al alba, y he pasado largas horas mirando a las riberas, sin apartar mucho la vista de la relación de Fray Servando de Castillejos, que trajo sus sandalias aquí hace tres siglos. La añeja prosa sigue válida. Donde el autor señalaba una piedra con perfil de saurio, erguida en la orilla derecha, he visto la piedra con perfil de saurio, erguida en la orilla derecha. Donde el cronista se asombraba ante la presencia de árboles gigantescos, he visto árboles gigantes, hijos de aquéllos, nacidos en el mismo lugar, habitados por los mismos pájaros, fulminados por los mismos rayos.

El río entra, en el espacio que abarcan mis ojos, por una especie de tajo, de desgarradura hecha al horizonte de los ponientes; se ensancha frente a mí hasta esfumar su orilla opuesta en una niebla verdecida de árboles, y sale del paisaje como entró, abriendo el horizonte de las albas para derramarse en la otra vertiente, allá donde comienza la proliferación de sus islas incontables, a cien leguas del Océano. Junto a él, que es granero, manantial y camino, no valen agitaciones humanas, ni se toman en cuenta las prisas particulares. El riel y la carretera han quedado atrás. Se navega contra la corriente o con ella.

En ambos casos hay que ajustarse a tiempos inmutables.

Aquí, los viajes del hombre se rigen por el Código de los Lluvias. Observo ahora que yo, maniático medidor del tiempo, atento al metrónomo por vocación y al cronógrafo por oficio, he dejado, desde hace días, de pensar en la hora, relacionando la altura del sol con el apetito o el sueño. El descubrimiento de que mi reloj está sin cuerda me hace reír a solas, estruendosamente, en esta llanura sin tiempo, Hay un revuelo de codornices a mi alrededor: el patrón del Manatí me reclama a bordo, con gritos que parecen salomas, levantando graznidos en todas partes. Vuelvo a acostarme sobre las pacas de forraje, bajo el ancho toldo de lona, con los sementales a un lado y las negras cocineras al otro. Por las negras sudorosas que majan ajíes cantando, los toros en celo y el acre perfume de la alfalfa, reina, donde me hallo, un olor que me tiene como ebrio. Nada hay en ese olor que pueda calificarse de agradable.

Y, sin embargo, me tonifica, como si su verdad respondiera a una oculta necesidad de mi organismo.

Me ocurre algo parecido a lo del campesino que regresa a la granja paterna, después de pasar algunos años en la ciudad, y se echa a llorar de emoción al husmear la brisa que huele a estiércol. Algo de esto había -reparo en ello ahora- en el traspatio de mi infancia: también allí una negra sudorosa majaba ajíes cantando, y había reses que pastaban más lejos. Y había sobre todo -¡sobre todo!– aquella cesta de esparto, barco de mis viajes con María del Carmen, que olía como esta alfalfa en que hundo el rostro con un desasosiego casi doloroso. Mouche, cuya hamaca está colgada donde más bate la brisa, charla con el minero griego, sin saber de este lugar que tiene de desván y de escondrijo. Rosario, en cambio, se trepa a menudo al montón de pacas, nada molesta por algún chubasco que trasuda de la lona, poniendo frescor en el pasto recién cortado. Se acuesta a alguna distancia de mí y sonríe mordiendo una fruta. Me asombra el valor de esa mujer, que realiza sola, sin vacilaciones ni miedos, un viaje que los directores del Museo para quienes trabajo consideran como una muy riesgosa empresa. Este sólido temple de las hembras parece cosa muy corriente aquí. En la popa se está bañando, con baldes de agua derramados sobre el camisón floreado, una mulata de cuerpo adolescente que va a reunirse con su amante, buscador de oro, en las cabeceras de un afluente casi inexplorado. Otra, vestida de luto, va a probar fortuna, como prostituta -con la esperanza de pasar de prostituta a «comprometida»- en un villorrio próximo a la selva, donde todavía se conocen hambrunas en los meses de crecientes e inundaciones.

Me pesa cada vez más haber traído a Mouche en este viaje. Yo hubiera querido mezclarme mejor con la tripulación, comiendo del matalotaje que creen demasiado tosco para paladares finos; convivir más estrechamente con esas mujeres sólidas y resueltas, haciéndoles contar sus historias. Pero, sobre todo, hubiera querido acercarme más libremente a Rosario, cuya entidad profunda escapa a mis medios de indagación aguzados por el trato de las mujeres, bastante semejantes entre sí, que hasta ahora me fuera dado conocer. A cada paso temo ofenderla, molestarla, llegar demasiado lejos en la familiaridad o hacerla objeto de atenciones que puedan parecerle tontas o pocos viriles. A veces pienso que un rato de aislamiento entre los estrechos corrales de las bestias, allí donde nadie puede vernos, exige una acometida brutal de mi parte; todo parece invitarme a ello, y, sin embargo, no me atrevo. Observo, no obstante, que a bordo, los hombres tratan a las mujeres con una suerte de rudeza irónica y desenfadada que parece agradarles. Pero esa gente tiene reglas, santos y señas, manera de hablar, que yo ignoro. Ayer, al ver una camisa de alta factura, que yo había comprado en una de las tiendas más famosas del mundo, Rosario se echó a reír, afirmando que tales prendas eran más propias de hembras.

Junto a ella me desasosiega continuamente el temor al ridículo, ridículo ante el cual no vale pensar que los otros «no saben», puesto que son ellos, aquí los que saben. Mouche ignora que si aún parezco celarla, si finjo que me importan sus coloquios con el griego, es porque me imagino que Rosario me cree en el deber de vigilar un poco a quien comparte conmigo los azares del viaje. A veces llego a creer que una mirada, un ademán, una palabra cuyo sentido no me resulta claro, fijan una cita. Me trepo a lo alto de las pacas y espero. Pero es precisamente cuando habré de esperar en vano. Braman los toros en celo, cantan las negras para retar y enardecer a los marineros; el olor de la alfalfa me emborracha. Con las sienes y el sexo llenos de latidos, cierro los ojos para caer en el exasperante absurdo de los sueños eróticos.

A la puesta del sol atracamos junto a un tosco muelle de pilones plantados en el barro. Al penetrar en un pueblo donde mucho se hablaba de coleadas y manganas, advertí que habíamos llegado a las Tierras del Caballo. Era, ante todo, ese olor a pista de circo, a sudor de ijares, que por tanto tiempo anduvo por el mundo, pregonando la cultura con el relincho.

Era ese martilleo de sonido mate que me anunció la proximidad del herrero, aún atareado sobre sus yunques y fuelles, pintado en sombra, con su mandil de cuero, ante las llamas de la fragua. Era el bullir de la herradura al rojo apagada en. el agua fría, y la canción que rimaba la hincada de los clavos en el casco. Y era luego el gualtrapear nervioso del corcel con zapatos nuevos, aún temeroso de resbalar sobre las piedras, y los encabritamientos y resabios, logrados a brida, ante la joven asomada a su ventana, luciendo una cinta en el pelo. Con el caballo había reaparecido la talabartería, perfumada de cueros, fresca de cordobanes, con sus operarios atareados bajo colgaduras de cinchas, estribos vaqueros, arciones de guadamecí y cabezadas para domingos con tachuelas de plata en la frontolera. En las Tierras del Caballo parecía que el hombre fuera más hombre.

Volvía a ser dueño de técnicas milenarias que ponían sus manos en trato directo con el hierro y el pellejo, le enseñaban las artes de la doma y la monta, desarrollando destrezas físicas de que alardear en días de fiesta, frente a las mujeres admiradas de quien tanto sabía apretar con las piernas, de quien tanto sabía hacer con los brazos. Renacían los juegos machos de amansar al garañón relinchante y colear y derribar al toro, la bestia solar, haciendo rodar su arrogancia en el polvo. Una misteriosa solidaridad se establecía entre el animal de testículos bien colgados, que penetraba sus hembras más hondamente que ningún otro, y el hombre, que tenía por símbolo de universal coraje aquello que los escultores de estatuas ecuestres tenían que modelar y fundir en bronce, o tallar en mármol, para que el corcel de buen ver respondiera por el Héroe sobre él montado, dando buena sombra a los enamorados que se daban cita en los parques municipales. Gran reunión de hombres había en las casas de muchos caballos cabeceando en los soportales; pero donde un solo caballo aguardaba en la noche, medio oculto entre malezas, debía el amo haberse quitado las espuelas para entrar más quedo en la casa donde le aguardaba una sombra. Me resultaba interesante observar ahora que, luego de haber sido la máxima fortuna del hombre de Europa, su máquina de guerra, su vehículo, su mensajero, el pedestal de sus próceres, el adorno de sus metopas y arcos de triunfo, el caballo alargaba en América su grande historia, pues sólo en el Nuevo Mundo seguía desempeñando cabalmente y en tan enorme escala sus oficios seculares. De haberse dejado en claro sobre los mapas, como las tierras ignotas de medioevo, las Tierras del Caballo blanquearían la cuarta parte del hemisferio, evidenciándose la magna presencia de la Herradura en un ámbito donde la Cruz de Cristo hiciera su entrada a caballo, no arrastrada, sino enhiesta, llevada en alto por hombres que fueron tomados por centauros.

XII

(Jueves, 14)

Reanudamos la navegación con la luna llena, pues el patrón tenía que recoger a un capuchino en el puerto de Santiago de los Aguinaldos, en la orilla opuesta del río, y quería salvar en horas de la mañana un paso de raudales particularmente impetuosos, aprovechándose la tarde para hacer algún alijo. Cumplido el propósito, con magistral manejo del timón y una que otra peña sorteada a la pértiga, me hallé aquel mediodía en una prodigiosa ciudad en ruinas. Eran largas calles, desiertas, de casas deshabitadas, con las puertas podridas, reducidas a las jambas o al cabestrillo, cuyos tejados musgosos se hundían a veces por el mero centro, siguiendo la rotura de una viga maestra, roída por los comejenes, ennegrecida de escarzos. Quedaba la columnata de un soportal cargando con los restos de una cornisa rota por las raíces de una higuera. Había escaleras sin principio ni fin, como suspendidas en el vacío, y balcones ajemizados, colgados de un marco de ventana abierto sobre el hielo. Las matas de campanas blancas ponían ligereza de cortinas en la vastedad de los salones que aún conservaban sus baldosas rajadas, y eran oros viejos de aromos, encarnado de flores de Pascuas en los rincones oscuros, y cactos de brazos en candelera que temblaban en los corredores, en el eje de las corrientes de aire, como alzados por manos de invisibles servidores. Había hongos en los umbrales y cardones en las chimeneas. Los árboles trepaban a lo largo de los paredones, hincando garfios en las hendeduras de la mampostería, y de una iglesia quemada quedaban algunos contrafuertes y archivoltas y un arco monumental, presto a desplomarse, en cuyo tímpano divisábanse aún, en borroso relieve, las figuras de un concierto celestial, con ángeles que tocaban el bajón, la tiorba, el órgano de tecla, la viola y las maracas. Esto último me dejó tan admirado que quise regresar al barco en busca de lápiz y papel, para revelar al Curador, por medio de algunos croquis, esta rara referencia organográfica. Pero en ese instante sonaron tambores y agudas flautas y varios Diablos aparecieron en una esquina de la plaza, dirigiéndose a una mísera iglesia, de yeso y ladrillo, situada frente a la catedral incendiada. Los danzantes tenían las caras ocultas por paños negros, como los penitentes de cofradías cristianas; avanzaban lentamente, a saltos cortos, detrás de una suerte de jefe y bastonero que hubiera podido oficiar de Belcebú de Misterio de la Pasión, de Tarasca y de Rey de los Locos, por su máscara de demonio con tres cuernos y hocico de marrano. Una sensación de miedo me demudó ante aquellos hombres sin rostro, como cubiertos por el velo de los parricidas; ante aquellas máscaras, salidas del misterio de los tiempos, para perpetuar la eterna afición del hombre por el Falso Semblante, el disfraz, el fingirse animal, monstruo o espíritu nefando. Los extraños danzantes llegaron a la puerta de la iglesia y golpearon repetidas veces con la aldaba. Largo tiempo permanecieron de pie ante la puerta cerrada, llorando y plañendo. Pero, de súbito, los batientes se abrieron con estrépito y en una nube de incienso apareció el Apóstol Santiago, hijo de Zebedeo y Salomé, montado en un caballo blanco que los fieles llevaban en hombros. Ante su corona de oro retrocedieron los diablos despavoridos, como atacados de convulsiones, tropezando unos con otros, cayendo, rodando en tierra. Detrás de la imagen había brotado un himno, apoyado, en vieja sonoridad de sacabuche y chirimía, con un clarinete y un trombón:

Primus ex apostolis

Mártir Jerosolimis

Jacobus egregio

Sacer est martirio.

Una campana era volteada arriba, a todo lo que diera, por varios niños montados a horcajadas sobre la espadaña, que la impulsaban a patadas. La procesión dio lentamente la vuelta a la iglesia, siempre llevada por el falsete nasal del párroco, mientras los diablos, remedando tormentos de exorcisados, retrocedían en grupo gimiente bajo las aspersiones del hisopo. Al fin, la figura de Santiago Apóstol, el de Campus Stellae, sombreado por un palio de terciopelo raído, volvió a engolfarse en el templo, cuyas puertas se cerraron con rudo encontronazo de los batientes sobre un tembloroso escarceo de luminarias y cirios. Entonces los diablos, dejados afuera, echaron a correr, riendo y brincando, pasados de demonios a bufones, y se perdieron entre las ruinas de la ciudad preguntando por las ventanas, a gritos groseros, si allí las mujeres seguían pariendo. Los fieles se dispersaron. Y quedé solo en medio de la plaza triste, cuyo embaldosado era levantado y roto por raíces de árboles. Rosario, que había ido a encender una vela por el restablecimiento de su padre, apareció poco después en compañía del capuchino barbudo que iba a embarcar con nosotros, y se me presentó como fray Pedro de Henestrosa. Usando de muy pocas palabras, en un hablar sentencioso y lento, el fraile me explicó que era costumbre singular sacar aquí el Santiago en la festividad del Corpus, porque en tarde de Corpus había llegado a esta villa, a poco de fundada, la imagen del santo tutelar, y desde entonces se observaba la tradición. Pronto se nos juntaron dos punteadores negros, de bandolas terciadas, quejosos de que este año la fiesta se hubiera reducido a meras salvas y procesiones, prometiendo no regresar más. Supe entonces que esto había sido antaño una ciudad de arcas repletas, próspera en ajuares, en armarios llenos de sábanas de Holanda; pero los continuos saqueos de una larga guerra local habían arruinado sus palacios y heredades, colgando la yedra de los blasones. Quien lo pudo emigró, deshaciéndose de las casas solariegas a cualquier precio. Luego había sido el azote de las plagas surgidas de arrozales que, por abandono, se volvieron pantanos. Esa vez, la muerte acabó por entregar los palacios a las gramas y guisaseras, iniciándose la ruina de los arcos, techos y dinteles. Hoy no era sino una población de sombras, en la sombra de lo que hubiera sido, un tiempo, la rica villa de Santiago de los Aguinaldos. Muy interesado por el relato del misionero, estaba pensando en ciudades arruinadas por guerras de Barones, asoladas por la peste, cuando los punteadores, invitados por Rosario a distraernos con alguna música de su antojo, preludiaron en las bandolas. Y de súbito, su canto me llevó mucho más allá de mis evocaciones. Aquellos dos juglares de caras negras cantaban décimas que hablaban de Carlomagno, de Rolando, del obispo Turpín, de la felonía de Ganelón y de la espada que tajara moros en Roncesvalles. Cuando llegamos al atracadero se dieron a evocar la historia de unos Infantes de Lara, que me era desconocida, pero cuyo añejo acento tenía algo de sobrecogedor al pie de tantos paredones resquebrajados y cubiertos de hongos, como los de muy antiguos castillos abandonados. Al fin zarpamos cuando el crepúsculo alargó las sombras de las ruinas.

Acodada en la borda, Mouche acertó a decir que la vista de aquella ciudad fantasmal aventajaba en misterio, en sugerencia de lo maravilloso, a lo mejor que hubieran podido imaginar los pintores que más estimaba entre los modernos. Aquí, los temas del arte fantástico eran cosas de tres dimensiones; se les palpaba, se les vivía. No eran arquitecturas imaginarias, ni piezas de baratillo poético: se andaba en sus laberintos reales, se subía por sus escaleras, rotas en el rellano, alargadas por algún pasamanos sin balaustres que se hundía en la noche de un árbol. No eran tontas las observaciones de Mouche; pero yo había llegado, frente a ella, al grado de saturación en que el hombre, hastiado de una mujer, se aburre hasta de oírle decir cosas inteligentes. Con su carga de toros bramantes, gallinas enjauladas, cochinos sueltos en cubierta, que corrían bajo la hamaca del capuchino, enredándose en su rosario de semillas; con el canto de las cocineras negras, la risa del griego de los diamantes, la prostituta de camisón de luto que se bañaba en la proa, el alboroto de los punteadores que hacían bailar a los marineros, este barco nuestro me hacía pensar en la Nave de los Locos del Bosco: nave de locos que se desprendía, ahora, de una ribera que no podía situar en parte alguna, pues aunque las raíces de lo visto se hincaran en estilos, razones, mitos, que me eran fácilmente identificables, el resultado de todo ello, el árbol crecido en este suelo, me resultaba desconcertante y nuevo como los árboles enormes que comenzaban a cerrar las orillas, y que, reunidos por grupos en las entradas de los caños, se pintaban sobre el poniente -con redondez de lomo en las frondas y algo de hocico perruno en las copas- como concilios de gigantescos cinocéfalos. Yo identificaba los elementos de la escenografía, ciertamente. Pero en la humedad de este mundo, las ruinas eran más ruinas, las enredaderas dislocaban las piedras de distinta manera, los insectos tenían otras mañas y los diablos eran más diablos cuando bajo sus cuerpos gemían danzantes negros. Un ángel y una maraca no eran cosas nuevas en sí. Pero un ángel maraquero, esculpido en el tímpano de una iglesia, incendiada, era algo que no había visto en otras partes. Me preguntaba ya si el papel de estas tierras en la historia humana no sería el de hacer posibles, por vez primera, ciertas simbiosis de culturas, cuando fui distraído de mis reflexiones por algo que me sonaba a cosa a la vez muy próxima y muy lejana. A mi lado, para refrescarme la memoria en día de Corpus Christi, fray Pedro de Henestrosa salmodiaba a media voz un canto gregoriano que se imprimía en neumas sobre las páginas amarillas, picadas de insectos, de un Líber Usualis de muy larga historia:

Sumite psalmum, et date tympanum:

Psalterium jocundum cum cítara.

Buccinate in Neomenia tuba

In insigni dei solemnitatis vestrae.

XIII

(Viernes, 15 de junio)

Cuando llegados a Puerto Anunciación -a la ciudad húmeda, siempre asediada por vegetaciones a las que se libraba, desde hacía centenares de años, una guerra sin ventajas- comprendí que habíamos dejado atrás las Tierras del Caballo para entrar en las Tierras del Perro. Ahí, detrás de los últimos tejados, se erguían los primeros árboles de la selva aún distante, sus avanzadas, sus centinelas soberbios, más obeliscos que árboles, todavía esparcidos, alejados unos de otros, sobre la vastedad fragosa del arcabuco enrevesado de maniguas, cuya rastrera feracidad borraba los senderos en una noche. Nada tenía que hacer el caballo en un mundo ya sin caminos.

Y más allá de la verde masa que cerraba los rumbos del sur, las veredas y picas se hundían bajo un tal peso de ramas que no admitían el paso de un jinete.

El Perro, en cambio, cuyos ojos estaban a la altura de las rodillas del hombre, veía cuanto se ocultaba al pie de las malangas engañosas, en la oquedad de los troncos caídos, entre las hojas podridas; el Perro de hocico tenso, de olfato agudo, en cuyo lomo se escribía el peligro en signos de pelo erizado, había mantenido, a través del tiempo, los términos de su alianza primera con el Hombre. Porque era ya un pacto el que ligaba aquí al Perro con el Hombre: un mutuo complemento de poderes, que les hacía trabajar en hermandad. El Perro aportaba los sentimientos que su compañero de caza tenía atrofiados, los ojos de su nariz, su andar en cuatro patas, su socorrido aspecto de animal entre los otros animales, a cambio del espíritu de empresa, de las armas, del remo, de la verticalidad, que el otro maniobraba. El Perro era el único ser que compartía con el Hombre los beneficios del fuego, arrogándose, en este acercamiento a Prometeo, el derecho de tomar el partido del Hombre en cualquier guerra librada al Animal.

Por ello, aquella ciudad era la Ciudad del Ladrido.

En los zaguanes, detrás de las rejas, debajo de las mesas, los perros estiraban las patas, husmeaban, escarbaban, avisaban. Se sentaban en la proa de las barcas, corrían por los tejados, vigilaban el punto de los asados, asistían a todas las reuniones y actos colectivos, iban a la iglesia: y tanto iban que una vieja ordenanza colonial, nunca observada porque a nadie interesaba, erigía un cargo de perrero para que arrojara a los perros del templo «en todos los sábados y en las vigilias de fiestas que las tuvieran».

En noches de luna, los perros se entregaban a su adoración en un vasto coro de aullidos que no se interpretaba ya, por costumbre, como lúgubre presagio, aceptándose el consiguiente desvelo con la tolerancia resignada que ha de tenerse frente a los ritos algo engorrosos de parientes que practican una religión distinta de la nuestra.

El lugar que llamaban posada, en Puerto Anunciación, era un antiguo cuartel de paredes resquebrajadas, cuyas habitaciones daban a un patio lleno de lodo donde se arrastraban grandes tortugas, presas allí en previsión de días de penuria. Dos catres de lona y un banco de madera constituían todo el moblaje, con un pedazo de espejo sujeto al dorso de la puerta con tres clavos mohosos. Como la luna acababa de aparecer sobre el río, había vuelto a levantarse, luego de un descanso, la ululante antífona de los canes -desde los gigantescos árboles plateados de la misión franciscana hasta las islas pintadas en negro-, con inesperados responsos en la otra orilla. Mouche, de pésimo humor, no se resolvía a admitir que habíamos dejado la electricidad a nuestras espaldas, que aquí se estaba todavía en época del quinqué y de la vela, y que no había siquiera una farmacia donde comprar cosas útiles al cuidado de su persona. Mi amiga tenía la astucia de callarse las atenciones que prodigaba constantemente a su semblante y a su cuerpo, para que los extraños la creyeran por encima de tales vanidades femeninas, indignas de una intelectual, con lo que daba a entender, de paso, que su juventud y natural belleza le bastaban para ser atractiva. Conociendo esa estrategia suya, me había divertido en observarla muchas veces desde lo alto de las pacas de esparto, notando con maligna ironía cuán a menudo se examinaba en un espejo, frunciendo el ceño con despecho. Ahora me asombraba de cómo la materia misma de su figura, la carne de que estaba hecha, parecía haberse marchitado desde el despertar de aquella última jornada de navegación. El cutis, maltratado por aguas duras, se le había enrojecido, descubriendo zonas de poros demasiado abiertos en la nariz y en las sienes. El pelo se le había vuelto como de estopa, de un rubio verde, desigualmente matizado, revelándome lo mucho que debía su cobrizo relumbre habitual al manejo de inteligentes coloraciones. Bajo una blusa manchada por resinas raras, caídas de las lonas, su busto parecía menos firme, y mal sosnían el barniz unas uñas rotas por el constante agarrarse de algo que nos impusiera la vida en una cubierta atestada de baldes y barriles, del galpón flotante que había sido nuestro barco. Sus ojos de un castaño lindamente jaspeado en verde y amarillo, reflejaban un sentimiento que era mezcla de aburrimiento, cansancio, asco a todo, latente cólera por no poder gritar hasta qué punto le resultaba intolerable este viaje emprendido por ella, sin embargo, con frases de alto júbilo literario. Porque la víspera de nuestra partida -lo recordaba yo ahora- había invocado el consabido anhelo de evasión, dotando la gran palabra Aventura de todas sus implicaciones de «invitación al viaje», fuga de lo cotidiano, encuentros fortuitos, visión de Increíbles Floridas de poeta alucinado.

Y hasta ahora -para ella, que permanecía ajena a las emociones que tanto me deleitaban cada día, devolviéndome sensaciones olvidadas desde la infancia-, la palabra Aventura sólo había significado un encierro forzoso en el hotel ciudadano, la visión de panoramas de una grandeza monótona y reiterada, un trasladarse sin peripecias, arrastrándose la fatiga de noches sin lámpara de cabecera, rotas en el primer sueño por el canto de los gallos. Ahora, abrazada a sus propias rodillas, sin molestarse por lo que el desorden de sus faldas dejaba al desgaire, se mecía suavemente en medio del camastro, tomando pequeños sorbos de aguardiente en un jarro de hojalata. Hablaba de las pirámides de México y de las fortalezas incaicas -que sólo conocía por imágenes -, de las escalinatas de Monte Albán y de las aldeas de barro cocido de los Hopi, lamentando que, en este país, los indios no hubieran levantado semejantes maravillas. Luego, adoptando el lenguaje «enterado», categórico, poblado de términos técnicos, tan usado por la gente de nuestra generación -y que yo calificaba, para mí, de «tono economista»-, comenzó a hacer un proceso de la manera de vivir de la gente de acá, de sus prejuicios y creencias, del atraso de su agricultura, de las falacias de la minería, que la llevó, desde luego, a hablar de la plusvalía y de la explotación del hombre por el hombre.

Por llevarle la contraria, le dije que, precisamente, si algo me estaba maravillando en este viaje era el descubrimiento de que aún quedaban inmensos territorios en el mundo cuyos habitantes vivían ajenos, a las fiebres del día, y que aquí, si bien muchísimos individuos se contentaban con un techo de fibra, una alcarraza, un budare, una hamaca y una guitarra, pervivía en ellos un cierto animismo, una conciencia de muy viejas tradiciones, un recuerdo vivo de ciertos mitos que eran, en suma, presencia de una cultura más honrada y válida, probablemente, que la que se nos había quedado allá.

Para un pueblo era más interesante conservar la memoria de la Canción de Rolando que tener agua caliente a domicilio. Me agradaba que aún quedaran hombres poco dispuestos a trocar su alma profunda por algún dispositivo automático que, al abolir el gesto de la lavandera, se llevaba también sus canciones, acabando, de golpe, con un folklore milenario.

Fingiendo que no me hubiera oído, o que mis palabras no tenían el menor interés, Mouche afirmó que aquí no había cosa de mérito que ver o estudiar; que este país no tenía historia ni carácter, y, dando su decisión por sentencia, habló de partir mañana al alba, ya que nuestro barco, navegando esta vez a favor de la corriente, podía cubrir la jornada del regreso en poco más de un día. Pero ahora me importaban poco sus deseos. Y como esto era muy nuevo en mí, cuando le declaré secamente que pensaba cumplir con la Universidad, llegando hasta donde pudiera encontrar los instrumentos musicales cuya busca me era encomendada, mi amiga, de súbito, montó en cólera, tratándome de burgués. Ese insulto -¡bien lo conocía yo!– era un recuerdo de la época en que muchas mujeres de su formación se hubieran proclamado revolucionarias para gozar de las intimidades de una militancia que arrastraba a no pocos intelectuales interesantes, y entregarse a los desafueros del sexo con el respaldo de ideas filosóficas y sociales, luego de haberlo hecho al amparo de las ideas estéticas de ciertas capillas literarias.

Siempre atenta a su bienestar, colocando por encima de todo sus placeres y pequeñas pasiones, Mouche me resultaba el arquetipo de la burguesa.

Sin embargo, calificaba de burgués, como supremo denuesto, a todo el que intentara oponer a su criterio algo que pudiera vincularse con ciertos deberes o principios molestos, no transigiera con ciertas licencias físicas, encerrara preocupaciones de tipo religioso o reclamara un orden. Ya que mi empeño de quedar bien con el Curador y, por ende, con mi conciencia, se atravesaba en su camino, tal propósito tenía, por fuerza, que ser calificado por ella de burgués.

Y se levantaba ahora del camastro, con las greñas en la cara, alzando sus pequeños puños a la altura de mis sienes en una gesticulación rabiosa que yo veía por primera vez. Gritaba que quería estar en Los Altos cuanto antes; que necesitaba el frío de las cumbres para reponerse; que allí es donde pasaríamos el tiempo que me quedara de vacaciones.

De súbito, el nombre de Los Altos me enfureció, recordándome la turbia solicitud con que la pintora canadiense hubiera rodeado a mi amiga. Y aunque ya solía cuidarme de proferir palabras excesivas en las discusiones con ella, esta noche, gozándome de verla fea a la luz del quinqué, sentía una nerviosa necesidad de herirla, de vapulearla, para largar un lastre de viejos rencores acumulados en lo más hondo de mí mismo. A modo de comienzo empecé por insultar a la canadiense, calificándola de algo que tuvo el efecto de actuar sobre Mouche como una hincada de alfiler al rojo. Dio un paso atrás y me arrojó el jarro de aguardiente a la cabeza, fallándome por un canto de baraja. Asustada de lo hecho volvía ya hacia mí con las manos arrepentidas, pero mis palabras, autorizadas por su violencia, habían roto las amarras: le gritaba que había dejado de amarla, que su presencia me era intolerable, que hasta su cuerpo me asqueaba. Y tan tremenda debió sonarle esa voz desconocida, asombrosa para mí mismo, que huyó al patio corriendo, como si algún castigo hubiera de suceder a las palabras. Pero, olvidada del fango, resbaló brutalmente, y cayó en la charca llena de tortugas. Al sentirse sobre los carapachos mojados, que empezaron a moverse como las armaduras de guerreros sorbidos por una tembladera, dio un aullido de terror que despertó a las jaurías por un tiempo calladas. En medio del más universal concierto de ladridos metí a Mouche en la habitación, le quité las ropas hediondas a cieno y la bañé de pies a cabeza con un grueso paño roto.

Y luego de hacerle beber un gran trago de aguardiente la arropé en su catre y marché a la calle sin hacer caso de sus llamadas ni sollozos. Quería -necesitaba- olvidarme de ella por algunas horas.

En una taberna cercana hallé al griego bebiendo enormemente en compañía de un hombrecito de cejas enmarañadas, a quien me presentó como el Adelantado, advirtiéndome que el perro amarillo que a su lado lamía cerveza en una jicara era un notable sujeto que atendía al nombre de Gavilán. Ahora, el minero celebraba la suerte que me ponía en relación, tan fácilmente, con individuo muy poco visible en Puerto Anunciación. Cubriendo territorios inmensos -me explicaba-, encerrando montañas, abismos, tesoros, pueblos errantes, vestigios de civilizaciones desaparecidas, la selva era, sin embargo, un mundo compacto entero, que alimentaba su fauna y sus hombres, modelaba sus propias nubes, armaba sus meteoros, elaboraba sus lluvias: nación escondida, mapa en clave, vasto país vegetal de muy pocas puertas. «Algo así como el Arca de Noé, donde cupieron todos los animales de la tierra, pero sólo tenía una puerta pequeña», acotó el hombrecito. Para penetrar en ese mundo, el Adelantado había tenido que conseguirse las llaves de secretas entradas; sólo él conocía cierto paso entre dos troncos, único en cincuenta leguas, que conducía a una angosta escalinata de lajas por la que podía descenderse al vasto misterio de los grandes barroquismos telúricos. Sólo él sabía dónde estaba la pasarela de bejucos que permitía andar por debajo de la cascada, la poterna de hojarasca, el paso por la caverna de los petroglifos, la ensenada oculta, que conducían a los corredores practicables. El descifraba el código de las ramas dobladas, de las incisiones en las cortezas, de la rama-no-caída-sino-colocada. Desaparecía durante muchos meses, y cuando menos se le recordaba surgía por un boquete abierto en la muralla vegetal, trayendo cosas. Era, alguna vez, un cargamento de mariposas, o pieles de lagartos, sacos llenos de plumas de garza, pájaros vivos que silbaban de extraña manera, o piezas de alfarería antropomorfa, enseres líricos, cesterías raras, que podían interesar a algún forastero. Cierta vez había reaparecido, tras de una larga ausencia, seguido por veinte indios que traían orquídeas. El nombre de Gavilán se debía a la habilidad del perro en agarrar aves que llevaba al amo sin arrancarles una pluma, a fin de ver si presentaban algún interés para el negocio común. Aprovechando que el Adelantado, llamado desde la calle, se separara de nosotros para saludar al Pescador de Toninas, que andaba de diligencias que algunos de sus cuarenta y dos hijos naturales, el griego, hablando ligero, me dijo que, según la opinión general, el extraordinario personaje había dado, en sus andanzas, con un prodigioso yacimiento de oro cuyo arrumbamiento, desde luego, tenía en gran secreto.

Nadie se explicaba por qué, cuando aparecía con cargadores, éstos regresaban en seguida con más fardaje que el requerido por el sustento de pocos hombres, llevando, además, algún verraco de cría, telas, peines, azúcar y otras cosas de escasa utilidad para quien navega por caños remotos. Esquivaba las preguntas de cuantos lo interrogaban al respecto y volvía a meter a sus indios en la maleza, a gritos, sin dejarlos vagar por la población. Se decía que debía estar explotando una veta con ayuda de gente perseguida por la justicia, o que se valía de cautivos comprados a una tribu guerrera, o que se había hecho el rey de un palenque de negros huidos al monte hacía trescientos años, y que, según afirmaban algunos, tenían un pueblo defendido por estacadas donde siempre retumbaba un trueno de tambores.

Pero ya regresaba el Adelantado, y el minero, para mudar rápidamente de conversación, habló del objeto de mi viaje. Acostumbrado al trato de personas animadas por propósitos singulares, amigo de un raro herborizador llamado Montsalvatje, de quien hacía grandes elogios, el Adelantado me dijo que podría hallar los instrumentos requeridos en las primeras aldehuelas de una tribu que vivía, a tres jornadas de río, en las orillas de un caño llamado El Pintado, por el siempre tornadizo color de sus aguas revueltas. Como lo interrogaba ahora acerca de ciertos ritos primitivos, me enumeró todos los objetos para hacer música que llevaba en la memoria, haciendo sonar, con onomatopeyas afinadas por el aguardiente y gestos de quien los tocara, una serie de tambores de tronco, flautas de hueso, trompas de cuerno y cráneo, jarras-para-bramar-en-funerales y panderos de medicina. En eso estábamos, cuando apareció fray Pedro de Henestrosa con la noticia de que el padre de Rosario acabada de morir. Algo afectado por la brusquedad de la nueva, aunque espoleado, a la vez, por el deseo de ver a la joven, de quien nada sabía desde nuestra llegada, me encaminé hacia la esquina del deceso, por calles en cuyo centro corrían arroyos turbios, en compañía del griego, el capuchino y el Adelantado, seguidos de Gavilán, que nunca faltaba a un velorio cuando estaba en la población.

En mi boca demoraba el sabor avellanado del aguardiente de agave que acababa de probar con deleite en la taguara cuya enseña floreada ostentaba un nombre graciosamente absurdo: Los Recuerdos del Porvenir.

XIV

(Noche del viernes)

En aquel caserón de ocho ventanas enrejadas seguía trabajando la muerte. Estaba en todas partes, diligente, solícita, ordenando sus pompas, agrupando los llantos, encendiendo los cirios, velando por que cupiera el pueblo entero en las vastas estancias de poyos profundos y anchos umbrales para contemplar mejor su obra. Ya se alzaba, sobre un túmulo de viejos terciopelos mordidos por los hongos, el ataúd aún resonante de martillazos, hincado de gruesos clavos plateados, recién traídos por el Carpintero, que nunca fallaba en lo de dar la exacta medida de un difunto, pues su memoria precavida conservaba la humana mensuración de todos los vivos que moraban en la villa. De la noche surgían flores demasiado olorosas, que eran flores de patios, de alféizares, de jardines recobrados por la selva -nardos y jazmines de pétalos pesados, lirios silvestres, cerosas magnolias – apretados en ramos, con cintas que ayer adornaban peinados de bailar. En el zaguán, en el recibidor, los hombres, de pie, hablaban gravemente, mientras las mujeres rezaban en antífona en los dormitorios, con la obsesionante repetición por todas de un Dios te salve María, llena eres de gracia; el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, cuyo rumor se levantaba en los rincones oscuros, entre imágenes de santos y rosarios colgados de ménsulas, hinchándose y cayendo, con el tiempo invariable de olas apacibles que hicieran rodar las gravas de un arrecife. Los espejos todos, en cuyas honduras había vivido el muerto, estaban velados con crespones y lienzos. Varios notables: el Práctico de Raudales, el Alcalde y el Maestro, el Pescador de Toninas, el Curtidor de Pieles, acababan de inclinarse sobre el cadáver, luego de echar la colilla de tabaco en el sombrero. En aquel momento, una muchacha flacuchenta, vestida de negro, dio un grito agudo y cayó al suelo, como sacudida de convulsiones.

En brazos fue sacada de la habitación. Pero era Rosario la que ahora se acercaba al túmulo. Toda enlutada, con el pelo lustroso apretado a la cabeza, pálidos los labios, me pareció de una sobrecogedora belleza. Miró a todos con los ojos agrandados por el llanto, y, de súbito, como herida en las entrañas, crispó sus manos junto a la boca, lanzó un aullido largo, inhumano, de bestia flechada, de parturienta, de endemoniada, y se abrazó al ataúd. Decía ahora con voz ronca, entrecortada de estertores, que iba a lacerar sus vestidos, que iba a arrancarse los ojos, que no quería vivir más, que se arrojaría a la tumba para ser cubierta de tierra. Cuando quisieron apartarla se resistió enrabecida, amenazando a los que trataban de desprender sus dedos del terciopelo negro, en un lenguaje misterioso, escalofriante, como surgido de las profundidades de la videncia y de la profecía. Con la garganta rajada por los sollozos hablaba de grandes desgracias, del fin del mundo, del Juicio Final, de plagas y expiaciones. Al fin la sacaron de la estancia, como desmayada, con las piernas inertes, la cabellera deshecha. Sus medias negras, rotas en la crisis; sus zapatos de tacón gastado, recién teñidos, arrastrados sobre el piso con las puntas hacia dentro, me causaron un desgarramiento atroz.

Pero ya otra de las hermanas se estaba abrazando al ataúd… Impresionado por la violencia de ese dolor, pensé, de pronto, en la tragedia antigua. En esas familias tan numerosas, donde cada cual tenía sus ropas de luto plegadas en las arcas, la muerte era cosa bien corriente. Las Madres que parían mucho sabían a menudo de su presencia. Pero esas mujeres que se repartían tareas consabidas en torno a una agonía, que desde la infancia sabían de vestir difuntos, velar espejos, rezar lo apropiado, protestaban ante la muerte, por rito venido de lo muy remoto.

Porque esto era, ante todo, una suerte de protesta desesperada, conminatoria, casi mágica, ante la presencia de la Muerte en la casa. Frente al cadáver, esas campesinas clamaban en diapasón de coéforas, soltando sus cabelleras espesas, como velos negros, sobre rostros terribles de hijas de reyes; perras sublimes, aullantes troyanas, arrojadas de sus palacios incendiados. La persistencia de esa desesperación, el admirable sentido dramático con que las nueve hermanas -pues eran nueve- fueron apareciendo por puerta derecha y puerta izquierda, preparando la entrada de una Madre que fue Hécuba portentosa, maldiciendo su soledad, sollozando sobre las ruinas de su casa, gritando que no tenía Dios, me hicieron sospechar que había bastante teatro en todo ello. Un deudo, realmente admirado, observó -cerca de mí- que esas mujeres lloraban a su muerto que era un gusto. Y, sin embargo, me sentía envuelto, arrastrado, como si todo ello despertara en mí oscuras remembranzas de ritos funerarios que hubieran observado los hombres que me precedieron en el reino de ese mundo. Y de algún pliegue de mi memoria surgía ahora el verso de Shelley, que se repetía a sí mismo, como ovillado en su propio sentido:

…How canst thou hear

Who knowest not the language of the dead?

Los hombres de las ciudades en que yo había vivido siempre no conocían ya el sentido de esas voces, en efecto, por haber olvidado el lenguaje de quienes saben hablar a los muertos. El lenguaje de quienes saben del horror último de quedar solos y adivinan la angustia de los que imploran que no los dejen solos en tan incierto camino. Al gritar que se arrojarían a la tumba del padre, las nueve hermanas cumplían con una de las más nobles formas del rito milenario, según el cual se dan cosas al muerto, se le hacen promesas imposibles, para burlar su soledad -se le ponen monedas en la boca, se le rodea de figuras de servidores, de mujeres, de músicos-; se le dan santos y señas, credenciales, salvoconductos, para Barqueros y Señores de la Otra Orilla, cuyas tarifas y exigencias ni siquiera se conocen.

Recordaba, a la vez, cuán mezquina y mediocre cosa se había vuelto la muerte para los hombres de mi Orilla -mi gente-, con sus grandes negocios fríos, de bronces, pompas y oraciones, que mal ocultaban, eras de sus coronas y lechos de hielo, una mera agremiación de preparadores enlutados, con solemnidades de cumplido, objetos usados por muchos, y algunas manos tendidas sobre el cadáver, en espera de monedas. Pudieran sonreír algunos ante la tragedia que aquí se representaba. Pero, a través de ella, se alcanzaban los ritos primeros del hombre.

Pensaba yo en esto, cuando el Buscador de Diamantes se me acercó con una expresión singularmente maliciosa, para aconsejarme que buscara a Rosario, que se hallaba en la cocina, sola, calentando café para las mujeres. Molesto por el tono irónico de sus palabras, le respondí que me parecía inoportuno el momento para distraerla de su pena. «Vete adentro y no se turbe tu ánimo -dijo entonces el griego, como recitando una lección-, que el hombre, si es audaz, es más afortunado en lo que emprende, aunque haya venido de otra tierra.» Iba yo a replicarle que no necesitaba de tan chocante consejo, cuando el minero, con tono repentinamente declamado, añadió: «Entrando en la sala hallarás primero a la reina, cuyo nombre es Arete y procede de los mismos que engendraron al rey Alcinóo.» Y para poner término a mi estupefacción ante palabras que me habían agarrado por sorpresa, fijó en mi rostro ojos de ave, y concluyó riendo: Homer Odissevs, empujándome hacia la cocina de un sólido empellón. Allí, entre tinajas y tinajeros, ollas de barro y fogones de fuego de leña, estaba Rosario atareada en verter agua hirviente en un gran cono de paño teñido por años de borra. Parecía como aliviada del dolor por la violencia de su crisis. Con voz apacible me explicó que la oración a los Catorce Santos Auxiliares había llegado tarde para salvar al padre. Me habló luego de su enfermedad en modo legendario, que revelaba un concepto mitológico de la fisiología humana. La cosa había comenzado por un disgusto con un compadre, complicado de un exceso de sol al cruzar un río, que había promovido una ascensión de humores al cerebro, plasmada a medio subir por una corriente de aire, que le había dejado medio cuerpo sin sangre, provocándole esto una inflamación de los muslos y de las partes que, por fin, se había transformado, luego de cuarenta días de fiebre, en un endurecimiento de las paredes del corazón. Mientras Rosario hablaba, me iba acercando a ella, atraído por una suerte de calor que se desprendía de su cuerpo y alcanzaba mi piel a través de la ropa. Estaba adosada a una enorme tinaja puesta en el suelo, con los codos apoyados en los bordes, de tal modo que la comba del barro arqueaba su cintura hacia mí. El fuego de los fogones le daba de frente, moviendo remotas luces en sus ojos sombríos. Avergonzándome de mí mismo, sentí que la deseaba con un ansia olvidada desde la adolescencia. No sé si en mí se tejía el abominable juego, asunto de tantas fábulas, que nos hace apetecer la carne viva en la vecindad de la carne que no tornará a vivir, pero tan afanosa debió ser la mirada que la desnudó de sus lutos, que Rosario puso la tinaja por el medio, dándole vuelta con sesgado paso, como quien se estrecha al brocal de un pozo, y apoyó sus codos en el borde, nuevamente, pero de frente a mí, mirándome desde la otra orilla de un hoyo negro, lleno de agua, que daba un eco de nave de catedral a nuestras voces. A ratos me dejaba solo, iba a la sala del velorio, y regresaba, secándose las lágrimas, a donde yo la esperaba con impaciencia de amante. Poco nos decíamos. Ella se dejaba contemplar, por sobre el agua de la tinaja, con una pasividad halagada que tenía algo de entrega. A poco dieron los relojes la hora del amanecer, pero no amaneció. Extrañados, salimos todos a la calle, a los patios. El cielo estaba cerrado, en donde debía alzarse el sol, por una extraña nube rojiza, como de humo, como de cenizas candentes, como de un polen pardo que subiera rápidamente, abriéndose de horizonte a horizonte. Cuando la nube estuvo sobre nosotros, comenzaron a llover mariposas sobre los techos, en las vasijas, sobre nuestros hombros. Eran mariposas pequeñas, de un amaranto profundo, estriadas de violado, que se habían levantado por miríadas y miríadas, en algún ignoto lugar del continente, detrás de la selva inmensa, acaso espantadas, arrojadas, luego de una multiplicación vertiginosa, por algún cataclismo, por algún suceso tremendo, sin testigos ni historia. El Adelantado me dijo que esos pasos de mariposas no eran una novedad en la región, y que, cuando ocurrían, difícil era que en todo el día se viese el sol. El entierro del padre se haría, pues, a la luz de los cirios, en una noche diurna, enrojecida de alas. En este rincón del mundo se sabía aún de grandes migraciones semejantes a aquéllas, narradas por cronistas de Años Oscuros, en que el Danubio se viera negro de ratas, o los lobos, en manadas, penetraran hasta el mercado de las ciudades. La semana anterior -me contaban -, un enorme jaguar había sido muerto por los vecinos, en el atrio de la iglesia.

XV

(Sábado, 16 de junio)

Medio invadido por una maleza que ha vencido sus tapias, el cementerio donde dejamos enterrado al padre de Rosario, es algo como una prolongación y dependencia de la iglesia, separado de ella, tan sólo, por un tosco portón y un embaldosado que es zócalo de una cruz espesa, de brazos cortos, en cuya piedra gris aparecen enumerados, a cincel, los instrumentos de la Pasión. La iglesia es chata, de paredes espesísimas, con grandes volúmenes de piedra acusados por la hondura de las hornacinas y la tozudez de contrafuertes que más parecen espolones de fortaleza. Sus arcos son bajos y toscos; el techo de madera con vigas al descanso sobre ménsulas apenas artesonadas, evoca el de las primitivas iglesias románicas. Dentro reina, pasada la media mañaña, una noche enrojecida por el éxodo de mariposas que aún se atraviesa entre la tierra y el sol. Así, rodeados de sus luminarias y cirios, se hacen más personajes de retablo, más figuras de aleluya, los viejos santos que aparecen entregados a sus Oficios, como si el templo fuese ante todo un taller: Isidro, a quien han puesto azada en la mano para que labre, de verdad, su pedestal vestido de grama fresca y cañas de maíz; Pedro, que lleva un llavero enorme, al que cada día cuelgan una nueva llave; Jorge, alanceando al dragón con tal saña que más parece garrocha que arma lo que así le tiene volando sobre el enemigo; Cristóbal, asido a una palma, tan gigante que el Niño apenas le mide el tramo del hombro al oído; Lázaro, sobre cuyos canes han pegado pelos de perro verdadero, para que más verdaderamente parezcan lamerle las llagas. Ricos en poderes atributivos, agobiados de exigencias, pagados en cabal moneda de exvotos, sacados en procesión a cualquier hora, esos santos cobraban, en la vida cotidiana de la población, una categoría de funcionarios divinos, de intercesores a destajo, de burócratas celestiales, siempre disponibles en una especie de Ministerio de Ruegos y Reclamaciones. A diario recibían presentes y luces que solían ser otras tantas rogativas por el perdón de una blasfemia de las grandes. Se les interpelaba; se les sometían problemas de reumatismos, granizadas, extravíos de bestias. Los jugadores los invocaban en un descarte y la prostituta les prendía una vela en día de buen trato. Esto -que me contaba el Adelantado riendo- me reconciliaba con el mundo divino que, con el desteñimiento de las leyendas áureas en capillas de metal, con los amaneramientos plásticos del vitral reciente, había perdido toda vitalidad en las ciudades de donde yo venía. Ante el Cristo de madera negra que parecía desangrarse sobre el altar mayor, hallaba la atmósfera de auto sacramental, de misterio, de hagiografía tremebunda, que me hubiera sobrecogido, cierta vez, en una viejísima capilla de factura bizantina, ante imágenes de mártires con alfanjes encajados en el cráneo de oreja a oreja, de obispos guerreros cuyos caballos asentaban las herraduras ensangrentadas sobre cabezas de paganos. En otros momentos hubiera demorado un poco más en la rústica iglesia, pero la penumbra de mariposas que nos envolvía comenzaba a tener, para mí, la acción enervante de un eclipse que se prolongaba más allá de lo posible. Esto, y las fatigas de la noche, me llevaron al albergue donde Mouche, creyendo que aún no había amanecido, seguía durmiendo, abrazada a una almohada. Cuando desperté al cabo de algunas horas, ya no se encontraba en la habitación, y el sol, acabando el gran éxodo pardo, había reaparecido. Contento por verme librado de una posible disputa, me encaminé a la casa de Rosario, deseando intensamente que estuviera ya despierta. Allí todo había vuelto al ritmo cotidiano.

Las mujeres, vestidas de luto, estaban plácidamente entregadas a sus quehaceres -con vieja costumbre de seguir viviendo luego del percance habitual de la muerte-. En el patio lleno de perros dormidos, concertaba el Adelantado con fray Pedro una muy próxima entrada en la selva. En eso apareció Mouche, seguida del griego. Parecía que hubiera olvidado su voluntad de regresar, tan rabiosamente expresada la noche anterior. Por el contrario: había en su expresión una suerte de alegría maligna y desafiante que Rosario, atareada en coser ropas de luto, observó al mismo tiempo que yo. Mi amiga se creyó obligada a explicar que se había encontrado con Yannes en el embarcadero, junto a la curiara de vela de unos caucheros que se aprestaban a pasar río arriba, burlando el raudal de Piedras Negras por el atajo de un angosto caño navegable en este tiempo.

Ella había rogado al minero que la llevara a contemplar esa barrera de granito, límite de toda navegación de importancia desde que los primeros descubridores lloraran de despecho, frente a su pavorosa realidad de pailones espumosos, de aguas levantadas a empellones, de troncos atravesados en tragantes llenos de bramidos. Ya empezaba a hacer literatura en torno al gradioso espectáculo, mostrando unas flores raras, especie de lirios salvajes, que decía haber recogido al borde de las gargantas fragorosas, cuando el Adelantado, que nunca prestaba atención a lo que decían las mujeres, tajó el discurso -que, además, no entendía- con gesto impaciente. Era su parecer que debíamos aprovechar la barca de los caucheros para adelantar un buen trecho de boga con mayor comodidad. Yannes aseguraba que podríamos alcanzar la mina de diamantes de sus hermanos aquella misma noche. Contra todo lo que yo esperaba, Mouche, al oír hablar de «mina de diamantes» -deslumbrada, me imagino, por la visión de una gruta rutilante de gemas-, aceptó la idea con alborozo. Se colgó del cuello de Rosario, rogándole que nos acompañara en esta etapa, tan fácil, de nuestro viaje. Mañana descansaríamos en el lugar de la mina. Allí podría esperar nuestro regreso, cuando siguiéramos adelante. Me figuro que Mouche, en realidad, quería enterarse de lo que ahora nos esperaba, en cuanto a engorros, sin más riesgo que una jornada corta, asegurándose de una compañía para la vuelta a Puerto Asunción, en caso de abandonar la partida. De todos modos, me era sumamente grato que Rosario viniera con nosotros. La miré y hallé sus ojos en suspenso sobre el costurero, como en espera de mi voluntad. Al encontrar mi aquiescencia, se reunió en el acto con sus hermanas, que armaron un gran concertante de protestas en los cuartos y fregaderos, afirmando que tal propósito era una locura. Pero ella, sin hacer caso, apareció al punto con un hatillo de ropas y un tosco rebozo.

Aprovechando que Mouche anduviera delante de nosotros por el camino de la fronda, me dijo rápidamente, como quien revela un grave secreto, que las flores traídas por mi amiga no crecían en los peñones de Piedras Negras, sino en una isla frondosa, primitivo asiento de una misión abandonada, que me señalaba con la mano. Iba a pedirle mayores aclaraciones, pero ella, a partir de ese instante, cuidó de no permanecer sola conmigo, hasta que nos vimos instalados en la curiara de los caucheros. Luego de salvar el atajo a la pértiga, la barca avanzaba ahora, río arriba, bordeando un tanto para esquivar el empuje poderoso de la corriente. Sobre la vela triangular, de galera antigua, muy desprendida del mástil, se reflejaban las luces del poniente. En esta antesala de la Selva, el paisaje se mostraba a la vez solemne y sombrío.

En la orilla izquierda se veían colinas negras, pizarrosas, estriadas de humedad, de una sobrecogedora tristeza. En sus faldas yacían bloques de granito en forma de saurios, de dantas, de animales petrificados.

Una mole de tres cuerpos se erguía en la quietud de un estero con empaque de cenotafio bárbaro, rematada por una formación oval que parecía una gigantesca rana en trance de saltar. Todo respiraba el misterio en aquel paisaje mineral, casi huérfano de árboles. De trecho en trecho había amontonamientos basálticos, monolitos casi rectangulares, derribados entre matojos escasos y esparcidos, que parecían las ruinas de templos muy arcaicos, de menhires y dólmenes -restos de una necrópolis perdida, donde todo era silencio e inmovilidad -. Era como si una civilización extraña, de hombres distintos a los conocidos, hubiera florecido allí, dejando, al perderse en la noche de las edades, los vestigios de una arquitectura creada con fines ignorados. Y es que una ciega geometría había intervenido en la dispersión de esas lajas erguidas o derribadas que descendían, en series, hacia el río: series rectangulares, series en colada plana, series mixtas, unidas entre sí por caminos de baldosas jalonadas de obeliscos rotos. Había islas, en medio de la corriente, que eran como amontonamientos de bloques erráticos, como puñados de inconcebibles guijarros dejados aquí, allá, por un fantástico despedazador de montañas. Y cada uno de esas islas reavivaba en mí el latido de una idea fija -dejada por la rara aclaración de Rosario-. Al fin pregunté, como distraídamente, por la isla de la misión abandonada.

«Es Santa Prisca», dijo fray Pedro, con ligero rubor.

«San Príapo debían llamarla», carcajeó al punto el Adelantado, entre las risas de las caucheros. Supe así que, desde hacía años, las paredes ruinosas del antiguo asiento franciscano albergaban las parejas que en el pueblo no hallaban donde holgarse. Tantas fornicaciones se habían sucedido en aquel lugar -afirmaba el del timón- que el mero hecho de aspirar el olor a humedad, a hongos, a lirios salvajes, que allí reinaba, bastaba para enardecer al hombre más austero, aunque fuese capuchino. Me fui a la proa, junto a Rosario, que parecía leer la historia de Genoveva de Brabante. Mouche, acostada sobre un saco de sarrapia, en medio de la barca, y que nada había entendido de lo dicho, ignoraba que acababa de ocurrir algo gravísimo en lo que se refería a nuestra vida en común. Y era que ni siquiera me sentía enojado ni tenía impulsos -en aquel instante, al menos- de castigarla por lo hecho. Por el contrario: en ese anochecer que llenaba las junqueras de sapos cantores, envuelto en el zumbido de los insectos que relevaban a los del día, me sentía ligero, suelto, aliviado por la infamia sabida, como un hombre que acaba de arrojar una carga por demasiado tiempo llevada. En la orilla se pintaron las flores de una magnolia. Pensé en el camino que mi esposa seguía cada día. Pero su figura no acabó de dibujarse claramente en mi memoria, deshaciéndose en formas imprecisas, como difuminadas. El regazo acunado de la barca me recordaba la cesta que, en mi infancia, hiciera las veces de barca verdadera en portentosos viajes. Del brazo de Rosario, cercano al mío, se desprendía un calor que mi brazo aceptaba con una rara y deleitosa sensación de escozor.

XVI

(Noche del sábado)

En la obra de construir la vivienda revela el hombre su prosapia. La casa de los griegos está hecha con los mismos materiales que sirven a los indios para levantar sus bohíos, y esa fibra, esa hoja de palmera, ese bahareque, han dictado sus normas, en función de resistencia, como ha ocurrido con todas las arquitecturas del mundo. Pero ha bastado un menor empinamiento de los aleros, una mayor anchura de las vigas de sostén, para que el hastial cobrara empaque de frontis y quedara inventado el arquitrabe. Para servir de pilastras se eligieron troncos de un mayor diámetro en la base, en virtud de una instintiva voluntad de remedar el fuste dórico.

El paisaje de piedras que nos rodea añade algo, también, a ese inesperado helenismo del ambiente.

En cuanto a los tres hermanos de Yannes, que ahora conozco, éstos reproducen, en caras de años más o menos, el mismo perfil de bajorrelieve para un arco de triunfo. Se me anuncia que en una choza cercana, que sirve de resguardo a las cabras durante la noche, se encuentra el doctor Montsalvatje -de quien ya me hablara el Adelantado la víspera-, ordenando y refrescando sus colecciones de plantas raras. Y ya viene hacia nosotros, gesticulando, hablando con engolado acento, este científico aventurero, colector de curare, de yopo, de peyotles y de cuantos tósigos y estupefacientes selváticos, de acción mal conocida aún, pretende estudiar y experimentar.

Sin interesarse mayormente por saber quiénes somos, el herborizador nos agobia bajo una terminología latina que destina a la clasificación de hongos nunca vistos, de los que tritura una muestra con los dedos, explicándonos por qué cree haberlos bautizado acertadamente. De pronto repara en que no somos botánicos, se burla de sí mismo, calificándose del Señor-de-los-Venenos, y pide noticias del mundo de donde venimos. Algo cuento en respuesta, pero es evidente -lo noto en la desatención de las gentes- que mis nuevas no interesan a nadie aquí.

El doctor Montsalvatje quería saber, en realidad, de hechos relacionados con la vida misma del río. Ahora traga un comprimido de quinina que pide a fray Pedro de Henestrosa. El lunes bajará a Puerto Anunciación con sus herbarios, para regresar muy pronto, pues ha dado con una clavaria desconocida cuyo solo olor produce alucinaciones visuales, y una crucifera cuya proximidad enmohece ciertos metales.

Los griegos se llevan el índice a la sien, como buscándose la piedra de la locura. El Adelantado se mofa de la sonoridad extraña que cobran, en su boca, ciertos vocablos indígenas. Los caucheros, en cambio, dicen que es un gran médico, y cuentan de una bolsa de humor aliviada por él con la punta de un cuchillo mellado. Rosario lo conoce, y considera su inagotable deseo de hablar, tras de larguísimos silencios, como muy propio del personaje.

Mouche, que le ha puesto el mote de Señor Macbeth y se entiende con él en francés, acaba por cansarse de sus historias de plantas y pide a Yannes que cuelgue su hamaca dentro de la casa. Fray Pedro me explica que el herborizador, nada loco, pero muy dado a fantasear, en descanso de sus soledades de meses en la espesura, se ha forjado una divertida prosapia de alquimistas y herejes que le hace proclamarse descendiente directo de Raimundo Lulio -a quien llama obstinadamente Ramón Llull-, afirmando que la obsesión del árbol, en los tratados del Doctor Iluminado, le daban ya, en los días del Ars Magna, un aire de familia. Pero el alboroto de la llegada y los primeros encuentros se aplaca en torno a las toscas bateas en que los mineros traen el queso de sus cabras, los rábanos y tomates de una diminuta huerta, junto al casabe, la sal y el aguardiente que ofrecen primero -en remembranza, tal vez involuntaria, del rito secular de la sal, el pan y el vino-. Y estamos sentados, ahora alrededor de la hoguera, unidos por la necesidad ancestral de saber el fuego vivo en la noche. Unos apoyados en un codo, otros con el mentón en las manos, el capuchino arrodillado en su hábito, las mujeres recostadas sobre una manta, Gavilán con la lengua de fuera, junto a Polifemo, el dogo tuerto de los griegos: todos miramos las llamas que crecen a saltos entre las ramas demasiado húmedas, muriendo en amarillo aquí, para renacer azules sobre una astilla propicia, mientras, abajo, los leños primeros se van haciendo brasas. Las grandes lajas paradas en el repecho pizarroso que ocupamos cobran una fantástica apostura de estelas, de cipos, de monolitos, erguidos en una escalinata cuyos peldaños cimeros se pierden en las tinieblas. La jornada fue fatigosa. Y, sin embargo, ninguno se decide a dormir. Estamos ahí, como ensalmados por el fuego, un poco ebrios de su calor, cada cual encerrado en sí mismo, pensando sin pensar, solidario de los demás por una sensación de bienestar, de sosiego, que compartimos y gozamos por una razón primordial. A poco, sobre el horizonte de bloques erráticos, se pinta una claridad fría, y la luna aparece tras de un árbol copudo, de muchas lianas, que empieza a cantar por todos sus grillos.

Pasan, graznando, dos pájaros blancos, de un volar cayéndose. Prendido el hogar, se desatan las palabras: uno de los griegos se queja de que la mina parezca exhausta. Pero Montsalvatje se encoge de hombros, afirmando que más adelante, hacia las Grandes Mesetas, hay diamantes en todos los cauces.

Con sus antiparras de ancha armadura, su calva requemada por el sol, sus manos cortas, cubiertas de pecas, de dedos carnosos que tienen algo de estrellas de mar, el Herborizador se hace un poco espíritu de la tierra, gnomo guardián de cavernas, en mi imaginación que encienden sus palabras. Habla del Oro, y al punto todos callan, porque agrada al hombre hablar de Tesoros. El narrador -narrador junto al fuego, como debe ser- ha estudiado en lejanas bibliotecas todo lo que al oro de este mundo se refiere.

Y pronto aparece, remoto, teñido de luna, el espejismo del Dorado. Fray Pedro sonríe con sorna. El Adelantado escucha con cazurra máscara, arrojando ramillas a la lumbre. Para el recolector de plantas, el mito sólo es reflejo de una realidad. Donde se buscó la ciudad de Manoa, más arriba, más abajo, en todo lo que abarca su vasta y fantasmal provincia, hay diamantes en los lodos orilleros y oro en el fondo de las aguas. «Aluviones», objeta Yannes. «Luego -arguye Montsalvatje-, hay un macizo central que desconocemos, un laboratorio de alquimia telúrica, en el inmenso escalonamiento de montañas de formas extrañas, todas empavesadas de cascadas, que cubren esta zona -la menos explorada del planeta-, en cuyos umbrales nos hallamos. Hay lo que Walter Raleigh llamara "la veta madre", madre de las vetas, paridora de la inacabable grava de material precioso arrojada a centenares de ríos.» El nombre de aquel a quien los españoles llamaban Serguaterale lleva al Herborizadpr, de inmediato, a invocar los testimonios de prodigiosos aventureros que surgen de las sombras, llamados por sus nombres, para calentar sus cotas y escaupiles a las llamas de nuestro fuego.

Son los Federmann, los Belalcázar, los Espira, los Orellana, seguidos de sus capellanes, atabaleros y sacabuches; escoltados por la nigromante compañía de los algebristas, herbolarios y tenedores de difuntos.

Son los alemanes rubios y de barbas rizadas, y los extremeños enjutos de barbas de chivo, envueltos en el vuelo de sus estandartes, cabalgando corceles que, como los de Gonzalo Pizarro, calzaron herraduras de oro macizo a poco de asentar el casco en el movedizo ámbito del Dorado. Y es sobre todo Felipe de Hutten, el Urre de los castellanos, quien, una tarde memorable, desde lo alto de un cerro, contempló alucinado la gran ciudad de Manoa y sus portentosos alcázares, mudo de estupor, en medio de sus hombres. Desde entonces había corrido la noticia, y durante un siglo había sido un tremebundo tanteo de la selva, un trágico fracaso de expediciones, un extraviarse, girar en redondo, comerse las monturas, sorber la sangre de los caballos, un reiterado morir de Sebastián traspasado de dardos. Esto, en cuanto a las entradas conocidas; pues las crónicas habían olvidado los nombres de quienes, por pequeñas partidas, se habían quemado al fuego del mito, dejando el esqueleto dentro de la armadura, al pie de alguna inaccesible muralla de rocas. Irguiéndose en sombra ante las llamas, el Adelantado arrimó al fuego un hacha que me había llamado la atención, aquella tarde, por la extrañeza de su perfil: era una segur de forja castellana, con un astil de olivo que había ennegrecido sin desabrazarse del metal. En esa madera se estampaba una fecha escrita a punta de cuchillo por algún campesino soldado -fecha que era de tiempos de los Conquistadores. Mientras nos pasábamos el arma de mano en mano, acallados por una misteriosa emoción, el Adelantado nos narró cómo la había encontrado en lo más cerrado de la selva, revuelta con osamentas humanas, junto a un lúgubre desorden de morriones, espadas, arcabuces, que las raíces de un árbol tenían agarrados, alzando una alabarda a tan humana estatura que aún parecían sostenerla manos ausentes. La frialdad de la segur ponía el prodigio en la yema de nuestros dedos.

Y nos dejábamos envolver por lo maravilloso, anhelantes de mayores portentos. Ya aparecían junto al hogar llamados por Montsalvatje, los curanderos que cerraban heridas recitando el Ensalmo de Bogotá, la Reina gigante Cicañocohora, los hombres anfibios que iban a dormir al fondo de los lagos, y los que se alimentaban con el solo olor de las flores. Ya aceptábamos a los Perrillos Carbunclos que llevaban una piedra resplandeciente entre los ojos de la Hidra vista por la gente de Federmann, a la Piedra Bezar, de prodigiosas virtudes, hallada en las entrañas de los venados, a los tatunachas, bajo cuyas orejas podían cobijarse hasta cinco personas o aquellos otros salvajes que tenían las piernas rematadas por pezuñas de avestruz -según fidedigno relato de un santo prior-. Durante dos siglos habían cantado los ciegos del Camino de Santiago los portentos de una Arpía Americana exhibida en Constantinopla, donde murió rabiando y rugiendo… Fray Pedro de Henescrosa se creyó obligado a endosar tales consejas a la obra del Maligno, cuando las relaciones, por ser de frailes, tenían alguna seriedad de acento, y al afán de difundir embustes, cuando de cuentos de soldados se trataba. Pero Montsalvatje se hizo entonces el Abogado de los Prodigios, afirmando que la realidad del Reino de Manoa había sido aceptada por misioneros que fueron en su busca en pleno Siglo de las Luces. Setenta años antes, en científica narración, un geógrafo reputado afirmaba haber divisado, en el ámbito de las Grandes Mesetas, algo como la ciudad fantasmal contemplada un día por el Urre. Las Amazonas habían existido: eran las mujeres de los varones muertos por los caribes, en su misteriosa migración hacia el Imperio del Maíz. De la selva de los Mayas surgían escalinatas, atracaderos, monumentos, templos llenos de pinturas portentosas, que representaban ritos de sacerdotes-peces y de sacerdotes-langostas. Unas cabezas enormes aparecían de pronto, tras de los árboles derribados, mirando a los que acababan de hallarla con ojos de párpados caídos, más terribles aún que dos pupilas fijas, por su contemplación interior de la Muerte. En otra parte había largas Avenidas de Dioses, erguidos frente a frente, lado a lado, cuyos nombres quedarían por siempre ignorados -dioses derrocados, fenecidos, luego de que, por siglos y siglos, hubiesen sido la imagen de una inmortalidad negada a los hombres.

Descubríanse en las costas del Pacífico unos dibujos gigantescos, tan vastos que se había transitado sobre ellos desde siempre sin saber de su presencia bajo los pasos, trazados como para ser vistos desde otro planeta por los pueblos que hubieran escrito con nudos, castigando toda invención de alfabetos con la pena máxima. Cada día aparecían nuevas piedras talladas en la selva; la Serpiente Emplumada se pintaba en remotos acantilados, y nadie había logrado descifrar los millares de petroglifos que hablaban, por formas de animales, figuraciones astrales, signos misteriosos, en las orillas de los Grandes Ríos. El doctor Montsalvatje, erguido junto a la hoguera, señalaba las mesetas lejanas que se pintaban en azul profundo hacia donde iba la luna: «Nadie sabe lo que hay detrás de esas Formas», decía, con un tono que nos devolvió una emoción olvidada desde la infancia. Todos tuvimos ganas de pararnos, de echar a andar, de llegar antes del alba a la puerta de los prodigios. Una vez más rebrillaban las aguas de la Laguna de Parima. Una vez más se edificaban, en nosotros, los alcázares de Manoa. La posibilidad de su existencia quedaba nuevamente planteada, ya que su mito vivía en la imaginación de cuantos moraban en las cercanías de la selva -es decir: de lo Desconocido-. Y no pude menos que pensar que el Adelantado, los mineros griegos, los dos caucheros y todos los que, cada año, tomaban los rumbos de la Espesura, al cabo de las lluvias, no eran sino buscadores del Dorado, como los primeros que marcharon al conjuro de su nombre.

El doctor destapó un tubo de cristal, lleno de piedrecitas oscuras que al punto amarillearon en nuestras manos, a la claridad del fuego. Palpábamos el Oro. Lo acercábamos a los ojos, para hacerlo crecer. Lo sopesábamos con gesto alquimista. Mouche lo tentó con la lengua, para conocer su sabor.

Y cuando sus pepitas volvieron al cristal, pareció que el fuego alumbraba menos y que la noche se tornaba más fría. En el río mugían enormes ranas.

De súbito, fray Pedro arrojó su bastón al fuego, y el bastón se hizo vara de Moisés al levantar la serpiente que acababa de matar.

XVII

(Domingo, 17 de junio)

Regreso ahora de la mina y me regocijo de antemano al pensar en la decepción de Mouche cuando vea que la caverna maravillosa, rutilante de gemas, el tesoro de Agamenón que ella se esperaba seguramente, es un lecho de torrente, cavado, escarbado, revuelto; un lodazal que las palas han interrogado lateralmente, en profundidad, de arriba abajo, regresando veinte veces al lugar del hallazgo primero, con la esperanza de haber dejado en el barro, por un mero desvío de la mano, por un margen de milímetros, la portentosa Piedra de la Riqueza. El más joven de los buscadores de diamantes me habla, por el camino, de las grandes miserias del oficio, de las desesperanzas de cada día y de la rara fatalidad que siempre hace regresar al descubridor de una gran gema, pobre y endeudado, al lugar de su encuentro.

Sin embargo, la ilusión se reaviva cada vez que surge de la tierra el diamante singular, y su fulgor futuro, adivinado antes de la talla, salta por encima de selvas y cordilleras, desacompasando el pulso de quienes, al cabo de una jornada infructuosa, se desprenden del cuerpo de costra de fango que lo cubre.

Pregunto por las mujeres, y me dicen que se están bañando en un caño cercano, cuyas pocetas no albergan alimañas peligrosas. Sin embargo, he aquí que se oyen voces. Voces que, al acercarse, me hacen salir de la vivienda, extrañado por la violencia del tono y lo inexplicable de la grita. Al punto pensamos que alguien hubiera ido a sorprender su desnudez en la orilla o las afrentara con el propósito villano.

Pero Mouche aparece ahora, con la ropa empapada, pidiendo ayuda, como huyendo de algo terrible. Antes de haber podido dar un paso, veo a Rosario, mal cubierta por un grueso refajo, que alcanza a mi amiga, la arroja al suelo de un empellón y la golpea bárbaramente con una estaca. Con la cabellera suelta sobre los hombros, escupiendo insultos, pegando a la vez con los pies, la madera y la mano libre, nos ofrece una tal estampa de ferocidad que corremos todos a agarrarla. Todavía se retuerce, patea, muerde a quienes la sujetan, con un furor que se traduce en gruñidos roncos, en bufidos, por no encontrar la palabra. Cuando levanto a Mouche, apenas si puede tenerse en pie. Un golpe le ha roto dos dientes. Le sangra la nariz. Está cubierta de arañazos y desollones.

El doctor Montsalvatje la lleva a la choza de los herbarios, para curarla. Mientras tanto, rodeando a Rosario, tratamos de saber qué ha ocurrido. Pero ahora se sume en un mutismo obstinado, negándose a responder. Está sentada en una piedra, con la cabeza gacha, repitiendo, con exasperante testarudez, un gesto de denegación que arroja su cabellera negra a un lado y otro, cerrándole cada vez el semblante aún enfurecido. Voy a la choza. Hedionda a farmacia, rubricada de esparadrapos, Mouche gimotea en la hamaca del Herborizador. A mis preguntas responde que ignora el motivo de la agresión; que la otra se había vuelto como loca, y sin insistir más sobre esto, rompe a llorar, diciendo que quiere regresar en el acto, que no soporta más, que este viaje la agota, que se siente en el borde de la demencia.

Ahora suplica y sé que, hace muy poco todavía, la súplica, por inhabitual en su boca, lo hubiera logrado todo de mí. Pero en este momento, junto a ella, viendo su cuerpo sacudido por los sollozos de una desesperación que parece sentida, permanezco frío, acorazado por una dureza que me admira y alabo, como pudiera alabarse, por oportuna y firme, una voluntad ajena. Nunca hubiera pensado que Mouche, al cabo de una tan prolongada convivencia, llegara un día a serme tan extraña. Apagado el amor que tal vez le tuviera -hasta dudas me asaltaban ahora acerca de la realidad de ese sentimiento-, hubiera podido subsistir, al menos, el vínculo de una amistosa ternura.

Pero los retornos, cambios, recapacitaciones, que se habían sucedido en mí, en menos de dos semanas, añadidos al descubrimiento de la víspera me tenían insensible a sus ruegos. Dejándola gemir su desamparo, regresé a la casa de los griegos, donde Rosario, algo calmada, se había ovillado, silenciosa, con los brazos atravesados sobre la cara, en un chinchorro.

Una suerte de malestar fruncía el ceño a los hombres, aunque parecieran pensar en otra cosa. Los griegos ponían demasiada nerviosidad en el adobo de una sopa de pescados que hervía en una enorme olla de barro, dándose a discusiones en torno al aceite, y al ají y el ajo, que sonaban en falsete. Los caucheros remendaban sus alpargatas en silencio. El Adelantado estaba bañando a Gavilán, que se había regodeado sobre una carroña, y como el perro se sentía agraviado por las jicaras de agua que le caían encima, enseñaba los dientes a quienes lo miraban.

Fray Pedro desgranaba las cuentas de su rosario de semillas. Y yo sentía, en todos ellos, una tácita solidaridad con Rosario. Aquí, el factor de disturbios, que todos repelían por instinto, era Mouche. Todos adivinaban que la violenta reacción de la otra se debía a algo que le confería el derecho de haber agredido con tal furia -algo que los caucheros, por ejemplo, podían atribuir al despecho de Rosario, tal vez enamorada de Yannes y enardecida por el insinuante comportamiento de mi amiga. Transcurrieron varias horas de sofocante calor, durante las cuales cada cual se encerró en sí mismo. A medida que nos acercábamos a la selva, yo advertía, en los hombres, una mayor aptitud para el silencio. A ello se debía, acaso, el tono sentencioso, casi bíblico, de ciertas reflexiones formuladas con muy pocas palabras.

Cuando se hablaba era en tiempo pausado, cada cual escuchando y concluyendo antes de responder. Cuando la sombra de las piedras comenzó a espesarse, el doctor Montsalvatje nos trajo de la choza de los herbarios la más inesperada noticia: Mouche tiritaba de fiebre. Al salir de un sueño profundo, se había incorporado, delirando, para hundirse luego en una inconsciencia estremecida de temblores. Fray Pedro, autorizado por la larga experiencia de sus andanzas, diagnosticó la crisis de paludismo -enfermedad a la cual, por lo demás, no se concedía gran importancia en estas regiones-. Se deslizaron comprimidos de quinina en la boca de la enferma, y quedé a su lado rezongando de rabia. A dos jornadas del término de mi encomienda, cuando hollábamos las fronteras de lo desconocido y el ambiente se embellecía con la cercanía de posibles maravillas, tenía Mouche que haber caído así, estúpidamente, picada por un insecto que la eligiera a ella, la menos apta para soportar la enfermedad. En pocos días, una naturaleza fuerte, honda y dura, se había divertido en desarmarla, cansarla, afearla, quebrarla, asestándole, de pronto, el golpe de gracia. Me asombraba ante la rapidez de la derrota, que era como un ejemplar desquite de lo cabal y auténtico. Mouche, aquí, era un personaje absurdo, sacado de un futuro en que el arcabuco fuera sustituido por la alameda. Su tiempo, su época, eran otros. Para los que con nosotros convivían ahora, la fidelidad al varón, el respeto a los padres, la rectitud de proceder, la palabra dada, el honor que obligaba y las obligaciones que honraban, eran valores constantes, eternos, insoslayables, que excluían toda posibilidad de discusión. Faltar a ciertas leyes era perder el derecho a la estimación ajena, aunque matar por hombría no fuese culpa mayor. Como en ios más clásicos teatros, los personajes eran, en este gran escenario presente y real, los tallados en una pieza del Bueno y el Malo, la Esposa Ejemplar o la Amante Fiel, el Villano y el Amigo Leal, la Madre digna o indigna. Las canciones ribereñas cantaban, en décimas de romance, la trágica historia de una esposa violada y muerta de vergüenza, y la fidelidad de la zamba que durante diez años esperó el regreso de un marido a quien todos daban por comido de hormigas en lo más remoto de la selva. Era evidente que Mouche estaba de más en tal escenario, y yo debía reconocerlo así, a menos de renunciar a toda dignidad, desde que había sido avisado de su ida a la isla de Santa Prisca, en compañía del griego. Sin embargo, ahora que había sido derribada por la crisis palúdica, su regreso implicaba el mío; lo cual equivalía a renunciar a mi única obra, a volver endeudado, con las manos vacías, avergonzado ante la sola persona cuya estimación me fuera preciosa -y todo por cumplir una tonta función de escolta junto a un ser que ahora aborrecía. Adivinando tal vez la causa de la tortura que debía reflejarse en mi semblante, Montsalvatje me trajo el más providencial alivio, dicendo que no tendría inconveniente en llevarse a Mouche, mañana. La conduciría hasta donde pudiera aguardarme con toda comodidad: forzarla a seguir más adelante, débil como quedaría después del primer acceso, era poco menos que imposible.

Ella no era mujer para tales andanzas. Anima, vágula, blándula -concluyó irónicamente-. Le respondí con un abrazo.

La luna ha vuelto a alzarse. Allá, al pie de una piedra grande muere el fuego que reunió a los hombres en las primeras horas de la noche. Mouche suspira más que respira y su sueño febril se puebla de palabras que más parecen estertores y garrasperas.

Una mano se posa sobre mi hombro: Rosario se siente a mi lado en la estera, sin hablar. Comprendo, sin embargo, que una explicación se aproxima, y espero en silencio. El graznido de un pájaro que vuela hacia el río, despertando a las chicharras del techo, parece decidirla. Empezando con voz tan queda que apenas si la oigo, me cuenta lo que demasiado sospecho. El baño en la orilla del río. Mouche, que presume de la belleza de su cuerpo y nunca pierde oportunidad de probarlo, que la incita, con fingidas dudas sobre la dureza de su carne, a que se despoje del refajo conservado por aldeano pudor.

Luego, es la insistencia, el hábil reto, la desnudez que se muestra, las alabanzas a la firmeza de sus senos, a la tersura de su vientre, el gesto de cariño, y el gesto de más que revela a Rosario, repentinamente, una intención que subleva sus instintos más profundos. Mouche, sin imaginárselo, ha inferido una ofensa que es, para las mujeres de aquí, peor que el peor epíteto, peor que el insulto a la madre, peor que arrojar de la casa, peor que escupir las entrañas que parieron, peor que dudar de la fidelidad al marido, peor que el nombre de perra, peor que el nombre de puta. Tanto se encienden sus ojos en la sombra al recordar la riña de aquella mañana, que llego a temer nueva irrupción de violencias. Agarro a Rosario por las muñecas para tenerla quieta, y, con la brusquedad del gesto, mi pie derriba una de las cestas en que el Herborizador guarda sus plantas secas, entre carnadas de hojas de malanga. Un heno espeso y crujiente se nos viene encima, envolviéndonos en perfumes que recuerdan, a la vez, el alcanfor, el sándalo y el azafrán. Una repentina emoción deja mi resuello en suspenso: así -casi así- olía la cesta de los viajes mágicos, aquella en que yo estrechaba a María del Carmen, cuando éramos niños, junto a los canteros donde su padre sembraba la albahaca y la yerbabuena. Miro a Rosario de muy cerca, sintiendo en las manos el pálpito de sus venas, y, de súbito, veo algo tan ansioso, tan entregado, tan impaciente, en su sonrisa -más que sonrisa, risa detenida, crispación de espera-, que el deseo me arroja sobre ella, con una voluntad ajena a todo lo que no sea el gesto de la posesión. Es un abrazo rápido y brutal, sin ternura, que más parece una lucha por quebrarse y vencerse por una trabazón deleitosa.

Pero cuando volvemos a hallarnos, lado a lado, jadeantes aún, y cobramos conciencia cabal de lo hecho, nos invade un gran contento, como si los cuerpos hubieran sellado un pacto que fuera el comienzo de un nuevo modo de vivir. Yacemos sobre las yerbas esparcidas, sin más conciencia que la de nuestro deleite. La claridad de la luna que entra en la cabaña por la puerta sin batiente se sube lentamente a nuestras piernas: la tuvimos en los tobillos, y ahora alcanza las corvas de Rosario, que ya me acaricia con mano impaciente. Es ella, esta vez, la que se echa sobre mí, arqueando el talle con ansioso apremio. Pero aún buscamos el mejor acomodo, cuando una voz ronca, quebrada, escupe insultos junto a nuestros oídos, desemparejándonos de golpe. Habíamos rodado bajo la hamaca, olvidados de la que tan cerca gemía. Y la cabeza de Mouche estaba asomada sobre nosotros, crispada, sardónica, de boca babeante, con algo de cabeza de Gorgona en el desorden de las greñas caídas sobre la frente «¡Cochinos! – grita-. ¡Cochinos!» Desde el suelo, Rosario dispara golpes a la hamaca con los pies, para hacerla callar. Pronto la voz de arriba se extravía en divagaciones de delirio. Los cuerpos desunidos vuelven a encontrarse, y, entre mi cara y el rostro mortecino de Mouche, que cuelga fuera del chinchorro con un brazo inerte, se atraviesa, en espesa caída, la cabellera de Rosario, que afinca los codos en el suelo para imponerme su ritmo. Cuando volvemos a tener oídos para lo que nos rodea, nada nos importa ya la mujer que estertora en la oscuridad.

Pudiera morirse ahora mismo, aullando de dolor, sin que nos conmoviera su agonía. Somos dos, en un mundo distinto. Me he sembrado bajo el vellón que acaricio con mano de amo, y mi gesto cierra una gozosa confluencia de sangres que se encontraron.

XVIII

(Lunes, 18 de junio)

Hemos despachado a Mouche con la concertada ferocidad de amantes que acaban de descubrirse, inseguros aún de la maravilla, insaciados de sí mismos, y proceden a romper todo lo que pueda oponerse a su próximo acoplamiento. La hemos metido en la canoa de Montsalvatje, envuelta en una manta, llorosa, casi inconsciente, haciéndola creer que la sigo en otra embarcación. He dado al Herborizador mucho más dinero del necesario para que la atienda, pague sus traslados, la instale, costee los tratamientos necesarios, quedándome apenas con unos billetes sucios y unas monedas -que de nada sirven, además, en la Selva, donde todo comercio se reduce a trueques de objetos simples y útiles, como agujas, cuchillos, leznas. En la liberalidad de mi donación hay, además, un secreto ritual de adormecimiento del último crepúsculo de conciencia: de todos modos, Mouche no puede seguirnos, y así, en lo material, cumplo con mi último deber. Es muy probable, por otra parte, que en la solicitud de Montsalvatje por llevarse a la enferma haya una maligna esperanza de aliviarse de varios meses de continencia con una mujer nada fea. No sólo me tiene indiferente esta idea, sino que para mis adentros deploro que la poca prestancia física del botánico lo vaya a agobiar con un fracaso. La barca ha desaparecido ahora en la lejanía de un estero, cerrando con su partida una etapa de mi existencia. Jamás me he sentido tan ligero, tan bien instalado en mi cuerpo, como esta mañana. La palmada irónica que doy a Yannes, a quien veo melancólico, le hace interrogarme con una expresión interrogante y remordida, que es nueva excusa a mi rigor. Por lo demás, todo el mundo se da cuenta de que Rosario -como aquí se dice- se ha comprometido conmigo. Me rodea de cuidados, trayéndome de comer, ordeñando las cabras para mí, secándome el sudor con paños frescos, atenta a mi palabra, mi sed, mi silencio o mi reposo, con una solicitud que me hace enorgullecerme de mi condición de hombre: aquí, pues, la hembra «sirve» al varón en el más noble sentido del término, creando la casa con cada gesto. Porque, aunque Rosario y yo no tengamos un techo propio, sus manos son ya mi mesa y la jicara de agua que acerca a mi boca, luego de limpiarla con una hoja caída en ella, es vajilla marcada con mis iniciales de amo. «A ver cuándo se formaliza con una sola mujer», musita fray Pedro tras de mí, dándome a entender que con él no valen pueriles disimulos. Desvío la conversación para no confesar que estoy casado ya y por rito hereje, y me acerco al griego, que recoge sus cosas para seguir con nosotros río arriba. Seguro de que el yacimiento de acá está agotado, viéndose burlado por la fortuna una vez más, quiere emprender un viaje de prospección, más allá del Caño Pintado, en una zona de montañas de la que muy poco se sabe. Reserva el mejor lugar de su hato para el único libro que lleva consigo a todas partes: una modesta edición bilingüe de La Odisea, forrada de hule negro, cuyas páginas han sido moteadas de verde por la humedad.

Antes de separarse nuevamente del tomo, sus hermanos, que saben largos tránsitos del texto de memoria, buscan su versión castellana en la página de enfrente, leyendo fragmentos con un acento anguloso y duro, en que mucho se sustituye la u por la v.

En una escuelita de Kalamata les enseñaron los nombres de los trágicos y el sentido de los mitos, pero una oscura afinidad de caracteres los acercó al aventurero Ulises, visitador de países portentosos, nada enemigo del oro, capaz de ignorar a las sirenas por no perder su hacienda de Itaca. Al haber sido entortado por un váquiro, el perro de los mineros fue llamado Polifemo, en recuerdo del cíclope cuya lamentable historia leyeron cien veces, en voz alta, junto a la hoguera de sus campamentos. Pregunto a Yannes por qué abandonó la tierra a que le ata una sangre cuyos remotos manantiales conoce. El minero suspira, y hace del mundo mediterráneo un paisaje de ruinas. Habla de lo que dejó atrás, como podría hablar de las murallas de Micenas, de las tumbas vacías, de los peristilos habitados por las cabras.

El mar sin peces, los múrices inútiles, la confusión de los mitos, y una gran esperanza rota. Luego, el mar, secular remedio de los suyos: un mar más vasto, que llevaba más lejos. Me cuenta que cuando divisó la primera montaña, de este lado del Océano, se echó a llorar, pues era una montaña roja y dura, parecida a sus duras montañas de cardos y abrojos. Pero aquí lo agarró la afición a los metales preciosos, la llamada de los negocios y de los rumbos, que hiciera cargar tantos remos a sus antepasados.

El día que encuentre la gema que sueña se construirá, a la orilla del mar y donde haya montañas de flancos abruptos, una casa cuyo soportal tenga columnas -afirma- como un templo de Poseidón.

Vuelve a lamentarse sobre el destino de su pueblo, abre el tomo en su comienzo y clama: «¡Ah, miseria! Escuchad cómo los mortales enjuician a los dioses. Dicen que de nosotros vienen sus males, cuando son ellos quienes, por su tontería, agravan las desdichas que les asigna el destino.» Zevs habla, concluye el minero por su cuenta, y presto deja el libro, pues los caucheros traen, colgado de una rama, un extraño animal de pezuña, que acaban de matar.

Creo, por un instante, que se trata de un cerdo salvaje de gran tamaño. «¡Una danta! ¡Una danta!», grita fray Pedro, uniendo las manos en asombrado ademán, antes de echar a correr hacia los cazadores, con un júbilo que revela su hartura del manioco diluido en agua con que se alimenta habitualmente en la selva. Es, luego, la fiesta de encender la hoguera; la escaldadura de la bestia y su descuartizamiento; la vista de los pemiles, menudos y lomos, que atiza en nosotros el desaforado apetito que suele atribuirse a los salvajes. Con el torso desnudo, puesta toda su seriedad en la tarea, el minero se me hace, de pronto, tremendamente arcaico. Su gesto de arrojar al fuego algunas cerdas de la cabeza del animal tienen un sentido propiciatorio que tal vez pudiera explicarme una estrofa de La Odisea. El modo de ensartar las carnes, luego de untarlas de grasa; el modo de servirlas en una tabla, luego de rociarlas de aguardiente, responde a tan viejas tradiciones mediterráneas que, cuando me es ofrecido el mejor filete, veo a Yannes, por un segundo, transfigurado en el porquerizo Eumeo… No bien hemos terminado el festín, cuando se levanta el Adelantado y baja hacia el río a grandes trancos, seguido de Gavilán, que ladra alborotosamente. Dos canoas muy primitivas -dos troncos vaciados- descienden la corriente, conducidas por remeros indios. Se aproxima el momento de la partida, y cada cual procede a juntar sus hatos al fardaje. Me llevo a Rosario a la cabaña, donde nos abrazamos una vez más sobre el piso de tierra, que Montsalvatje, al ordenar sus colecciones, ha dejado cubierto de plantas secas, exhaladoras del acre y enervante perfume que conocimos ayer. Esta vez enmendamos las torpezas y premuras de los primeros encuentros, haciéndonos más dueños de la sintaxis de nuestros cuerpos. Los miembros van hallando un mejor ajuste; los brazos precisan un más cabal acomodo. Estamos eligiendo y fijando, con maravillosos tanteos, las actitudes que habrán de determinar, para el futuro, el ritmo y la manera de nuestros acoplamientos. Con el mutuo aprendizaje que implica la fragua de una pareja, nace su lenguaje secreto. Ya van surgiendo del deleite aquellas palabras íntimas, prohibidas a los demás, que serán el idioma de nuestras noches. Es invención a dos voces, que incluye términos de posesión, de acción de gracia, desinencias de los sexos, vocablos imaginados por la piel, ignorados apodos -ayer imprevisibles- que nos daremos ahora, cuando nadie pueda oírnos.

Hoy, por vez primera, Rosario me ha llamado por mi nombre, repitiéndolo mucho, como si sus sílabas tuvieran que tornar a ser modeladas -y mi nombre, en su boca, ha cobrado una sonoridad tan singular, tan inesperada, que me siento como ensalmado por la palabra que más conozco, al oírla tan nueva como si acabara de ser creada. Vivimos el júbilo impar de la sed compartida y saciada, y cuando nos asomamos a lo que nos rodea, creemos recordar un país de sabores nuevos. Me arrojo al agua para soltar las yerbas secas que el sudor me ha pegado a las espaldas, y río al pensar que cierta tradición es contrariada por lo que ahora ocurre, puesto que, para nosotros, el tiempo del celo ha caído a medio verano. Pero mi amante desciende ya hacia las embarcaciones. Nos despedimos de los caucheros, y es la partida. En la primera canoa, acurrucados entre las bordas, salimos el Adelantado, Rosario y yo. En la otra fray Pedro, con Yannes y el fardaje. «¡Vamos con Dios!», dice el Adelantado al sentarse al lado de Gavilán, que olfatea el aire con hocico de mascarón de proa. De ahora en adelante ignoraremos ya la navegación a vela.

El sol, la luna, la hoguera -y a veces el rayo- serán las únicas luces que iluminarán nuestras caras.

CAPÍTULO CUARTO

¿No habrá más que silencio, inmovilidad, al pie de los árboles, de los bejucos?

Bueno es, pues, que haya guardianes.

POPOL-VUH

XIX

(Tarde del lunes)

Al cabo de dos horas de navegación entre lajas, islas de lajas, promontorios de lajas, montes de lajas, que conjugan sus geometrías con una diversidad de invención que ya ha dejado de asombrarnos, una vegetación mediana, tremendamente tupida -tiesura de gramíneas, dominada por la constante, en ondulación y danza, del macizo de bambúes -sustituye la presencia de la piedra por la inacabable monotonía de lo verde cerrado. Me divierto con un juego pueril sacado de las maravillosas historias narradas, junto al fuego, por Montsalvatje: somos Conquistadores que vamos en busca del Reino de Manoa.

Fray Pedro es nuestro capellán, al que pediremos confesión si quedamos malheridos en la entrada. El Adelantado bien puede ser Felipe de Utre. El griego es Micer Codro, el astrólogo. Gavilán pasa a ser Leoncico, el perro de Balboa. Y yo me otorgo, en la empresa, los cargos del trompeta Juan de San Pedro, con mujer tomada a bragas en el saqueo de un pueblo. Los indios son indios, y aunque parezca extraño, me he habituado a la rara distinción de condiciones hecha por el Adelantado, sin poner en ello, por cierto, la menor malicia, cuando, al narrar alguna de sus andanzas, dice muy naturalmente: «Eramos tres hombres y doce indios.» Me imagino que una cuestión de bautizo rige ese reparo, y esto da visos de realidad a la novela que, por la autenticidad del decorado, estoy fraguando. Ahora los bambusales han cedido la orilla izquierda, que estamos bordeando, a una suerte de selva baja, sin manchas de color, que hunde sus raíces en el agua, alzando un valladar inabordable, absolutamente recto, recto como una empalizada, como una inacabable muralla de árboles erguidos, tronco a tronco, hasta el lindero de la corriente, sin un paso aparente, sin una hendedura, sin una grieta. Bajo la luz del sol que se difumina en vahos sobre las hojas húmedas, esa pared vegetal se prolonga hasta el absurdo, acabando por parecer obra de hombres, hecha a teodolito y plomada. La curiara se va aproximando cada vez más a esa ribera cerrada y hosca, que el Adelantado parece examinar tramo a tramo, con acuciosa atención.

Me parece imposible que estemos buscando algo en aquel lugar, y, sin embargo, los indios palanquean cada vez más despacio, y el perro, con el lomo erizado, lleva los ojos adonde los fija el amo. Adormecido por la espera y el balanceo de la barca, cierro los párpados. De pronto, me despierta un grito del Adelantado: «¡Ahí está la puerta!»… Había, a dos metros de nosotros, un tronco igual a todos los demás: ni más ancho, ni más escamoso.

Pero en su corteza se estampaba una señal semejante a tres letras V superpuestas verticalmente, de tal modo que una penetraba dentro de la otra, una sirviendo de vaso a la segunda, en un diseño que hubiera podido repetirse hasta el infinito, pero que sólo se multiplicaba aquí al reflejarse en las aguas. Junto a ese árbol se abría un pasadizo abovedado, tan estrecho, tan bajo, que me pareció imposible meter la curiara por ahí. Y, sin embargo, nuestra embarcación se introdujo en ese angosto túnel, con tan poco espacio para deslizarse que las bordas rasparon duramente unas raíces retorcidas. Con los remos, con las manos, había que apartar obstáculos y barreras para llevar adelante esa navegación increíble, en medio de la maleza anegada. Un madero puntiagudo cayó sobre mi hombro con la violencia de un garrotazo, sacándome sangre del cuello. De los ramazones llovía sobre nosotros un intolerable hollín vegetal, impalpable a veces, como un plancton errante en el espacio -pesado, por momentos, como puñados de limalla que alguien hubiera arrojado de lo alto-. Con esto, era un perenne descenso de hebras que encendían la piel, de frutos muertos, de simientes velludas que hacían llorar, de horruras, de polvos cuya fetidez enroñaba las caras. Un empellón de la proa promovió el súbito desplome de un nido de comejenes, roto en alud de arena parda.

Pero lo que estaba abajo era tal vez peor que las cosas que hacían sombra. Entre dos aguas se mecían grandes hojas agujereadas, semejantes a antifaces de terciopelo ocre, que eran plantas de añagaza y encubrimiento. Flotaban racimos de burbujas sucias, endurecidas por un barniz de polen rojizo, a las que una aletazo cercano hacía alejarse, de pronto, por el tragante de un estancamiento, con indecisa navegación de holoturia. Más allá eran como gasas, opalescentes, espesas, detenidas en los socavones de una piedra larvada. Una guerra sorda se libraba en los fondos erizados de garfios barbudos -allí donde parecía un cochambroso enrevesamiento de culebras -. Chasquidos inesperados, súbitas ondulaciones, bofetadas sobre el agua, denunciaban una fuga de seres invisibles que dejaban tras de sí una estela de turbias podredumbres -remolinos grisáceos, levantados al pie de las cortezas negras moteadas de liendres-. Se adivinaba la cercanía de toda una fauna rampante, del lodo eterno, de la glauca fermentación, debajo de aquellas aguas oscuras que olían agriamente, como un fango que hubiera sido amasado con vinagre y carroña, y sobre cuya aceitosa superficie caminaban insectos creados para andar sobre lo líquido: chinches casi transparentes, pulgas blancas, moscas de patas quebradas, diminutos cínifes que eran apenas un punto vibrátil en la luz verde -pues tanto era el verdor atravesado por unos pocos rayos de sol, que la claridad se teñía, al bajar de las frondas, de un color de musgo que se tornaba color de fondo de pantanos al buscar las raíces de las plantas. Al cabo de algún tiempo de navegación en aquel caño secreto, se producía un fenómeno parecido al que conocen los montañeses extraviados en las nieves: se perdía la noción de la verticalidad, dentro de una suerte de desorientación, de mareo de los ojos. No se sabía ya lo que era del árbol y lo que era del reflejo. No se sabía ya si la claridad venía de abajo o de arriba, si el techo era de agua, o el agua suelo; si las troneras abiertas en la hojarasca no eran pozos luminosos conseguidos en lo anegado. Como los maderos, los palos, las lianas, se reflejaban en ángulos abiertos o cerrados, se acababa por creer en pasos ilusorios, en salidas, corredores, orillas, inexistentes. Con el trastorno de las apariencias, en esa sucesión de pequeños espejismos al alcance de la mano, crecía en mí una sensación de desconcierto, de extravío total, que resultaba indeciblemente angustiosa. Era como si me hicieran dar vueltas sobre mí mismo, para atolondrarme, antes de situarme en los umbrales de una morada secreta.

Me preguntaba ya si los remeros conservaban una noción cabal de las esloras. Empezaba a tener miedo.

Nada me amenazaba. Todos parecían tranquilos en torno mío; pero un miedo indefinible, sacado de los trasmundos del instinto me hacía respirar a lo hondo, sin hallar nunca el aire suficiente. Además, se agravaba el desagrado de la humedad prendida de las ropas, de la piel, de los cabellos; una humedad tibia, pegajosa, que lo penetraba todo, como un unto, haciendo más exasperante aún la continua picada de zancudos, mosquitos, insectos sin nombre, dueños del aire en espera de los anofeles que llegarían con el crepúsculo. Un sapo que cayó sobre mi frente me dejó, luego del sobresalto, una casi deleitosa sensación de frescor. De no saber que se trataba de un sapo, lo hubiera tenido preso en el hueco de la mano, para aliviarme las sienes con su frialdad. Ahora eran pequeñas arañas rojas las que se desprendían de lo alto sobre la canoa. Y eran millares de telarañas las que se abrían en todas partes, a ras del agua, entre las ramas más bajas. A cada embate de la curiara, las bordas se llenaban de aquellos escarzos grisáceos, enredados de avispas secas, restos de élitros, antenas, carapachos a medio chupar. Los hombres estaban sucios, pringosos; las camisas ensombrecidas desde adentro por el sudor, habían recibido escupitajos de barro, resinas, savias; las caras tenían ya el color ceroso, de mal asoleamiento, de los semblantes de la selva. Cuando desembocamos en un pequeño estanque inverno, que moría al pie de una laja amarilla, me sentí como preso, apretado por todas partes. El Adelantado me llamó a poca distancia de donde habían atracado las canoas, para hacerme mirar una cosa horrenda: un caimán muerto, de carnes putrefactas, debajo de cuyo cuero se metían, por enjambres, las moscas verdes. Era tal el zumbido que dentro de la carroña resonaba, que, por momentos, alcanzaba una afinación de queja dulzona, como si alguien -una mujer llorosa, tal vez- gimiera por las fauces del saurio. Huí de lo atroz, buscando el calor de mi amante. Tenía miedo. Las sombras se cerraban ya en un crepúsculo prematuro, y apenas hubimos organizado un campamento somero, fue la noche. Cada cual se aisló en el ámbito acunado de su hamaca. Y el croar de enormes ranas invadió la selva. Las tinieblas se estremecían de sustos y deslizamientos. Alguien, no se sabía dónde, empezó a probar la embocadura de un oboe. Un cobre grotesco rompió a reír en el fondo de un caño.

Mil flautas de dos notas, distintamente afinadas, se respondieron a través de las frondas. Y fueron peines de metal, sierras que mordían leños, lengüetas de harmónicas, tremulantes y rasca-rasca de grillos, que parecían cubrir la tierra entera. Hubo como gritos de pavo real, borborigmos errantes, silbidos que subían y bajaban, cosas que pasaban debajo de nosotros, pegadas al suelo; cosas que se zambullían, martillaban, crujían, aullaban como niños, relinchaban en la cima de los árboles, agitaban cencerros en el fondo de un hoyo. Estaba aturdido, asustado, febril.

Las fatigas de la jornada, la expectación nerviosa, me habían extenuado. Cuando el sueño venció el temor a las amenazas que me rodeaban, estaba a punto de capitular -de clamar mi miedo-, para oír voces de hombres.

XX