6

AL día siguiente, como venía siendo una costumbre, llegaban tarde. Nat conducía ahora con algo más de valentía, pero le duraba lo que un suspiro. Al cabo de unos kilómetros su Honda perdía fuelle, Elle llegó a pensar que tendría algún mecanismo para evitar que se calara. Era un pelín desesperante.

Atravesaron una pequeña avenida, el cartel del Bolshoi se veía sobre una de las vallas publicitarias.

—¿Cómo lo hace el matrimonio? -preguntó Nat sin apartar la mirada de la calzada.

—¿A qué matrimonio te refieres? -La había pillado fuera de juego. Pensaba en su posible desaparición del mundanal ruido.

—Pues a cuál me puedo referir después de ver el anuncio del ballet, a Melissa Taylor y a Maximiliam Baum -había conseguido que su prudente amiga apartara la vista del frente para contemplarla con regocijo—. Dios mío, no tienes ni idea. Hablo de Giselle y de Loys. No sé de dónde sales, pero confío en que algún día me lo cuentes.

Elle la miró sin procesar la información. Un momento, hablaba de Giselle.

—¿Me estás diciendo que los protagonistas de la función son matrimonio en la vida real? ¿Los que hacían de Giselle y de Loys? -repitió Elle anonadada.

—Quiero que sepas que eres un genio de pacotilla. Cualquiera sabe que esos dos están casados -resopló Nat sonriente—. Llevan bastantes años juntos.

Elle seguía sin reaccionar. El hombre que estaba en la puerta del camerino era el marido de Melissa. ¿Conocía el bailarín la relación de su esposa con Farrell? Qué lío.

Dejó de reflexionar sobre vidas ajenas para centrarse de nuevo. Le bastaba con sus problemas. Tenía que pedirle disculpas a Robert. Esperaba tener tiempo para despedirse a su manera de aquel hombre porque había decidido no contarle que se estaba muriendo.

Atravesaron los aparcamientos a la carrera y llegaron rozando la hora. Matt las esperaba con dos vasos en las manos.

—Nat deberías plantearte dejar de conducir -le dijo el chico con sutileza—. Llegáis tarde todos los días -dicho lo cual le entregó el vaso del café—. Lunes, Estructuras a primera hora -les recordó gentilmente.

Nat bufó como un toro y lo miró como si quisiera comérselo. El chico la obvió con una mueca y se centró en Elle.

—¿Estás segura de que tenemos examen? -le preguntó poniendo el batido en su mano—. He visto a Newman hace un momento y no venía de la fotocopiadora.

—No, pero he descubierto cierto patrón en su conducta -le sonrió con ánimo. Casi había olvidado su problemilla—. Y si no me equivoco, hoy nos reservará una sorpresa.

Acabaron sus bebidas y entraron en la sala. Habían visto a Newman que llegaba acompañado de Amelia Watson. Elle sintió un pellizco en el estómago, lo eludió y consiguió aparentar que no pasaba nada. A fin de cuentas, no eran más que profesor y alumna, y, lo que era peor, no sabía por cuánto tiempo.

Robert se despidió de la profesora con una sonrisa de infarto. En ese instante, los murmullos cesaron y el hombre entró en medio de un sepulcral silencio. Elle lo contempló arrobada. La nueva perspectiva que tenía ahora de las cosas le hacía verlo de otra manera. Cómo lo amaba, se dijo angustiada. ¿Por qué lo rechazaba cada vez que quería volver con ella? Podían haber estado disfrutando el uno del otro y no perdiendo el tiempo en disquisiciones sobre culpas. Quería llorar de rabia.

Como venía siendo una costumbre, Robert se acercó tanto a ella que tuvo que esconder los pies bajo la silla. El aroma que desprendía le resultaba familiar. Hubiera dado algo porque la abrazara. Miró las manos del hombre. Eran grandes y delgadas, de largos dedos. Las venas se marcaban en su piel y los tendones se hacían visibles al menor movimiento. Estaban morenas, lo que resaltaba las uñas cortitas y cuidadas. Miró el anillo que llevaba en la mano derecha y suspiró desalentada. Debía haber sido su anillo de boda. Hubiera sido increíble ser su esposa. Habría diseñado un vestido extraordinario. Se vio caminando a lo largo de un pasillo engalanado y a Robert esperándola con la mirada brillante, llegaría a su lado y le diría que la quería y ella le sonreiría rebosante de felicidad. ¡Oh, Dios mío! se iba a morir.

La burbuja se hizo trizas. En una semana sus peores pesadillas se iban a hacer realidad. Una vez que le comunicaran los resultados, tendría que hablar con Hannah. Esperaría a volver a casa y trataría de hacérselo lo más fácil que pudiera. Su testamento estaba muy claro, todo lo que tenía se lo dejaba a ella. Moriría con dignidad, nada de operaciones ni de tratamientos experimentales. Le dieron tantas ganas de llorar que tuvo que parpadear varias veces y simular una pequeña tosecita.

Tenía que haberse quedado en la cama. Como no lograba concentrarse en la explicación, el silencio de la sala sólo servía para que pensara en aquella posibilidad que, por momentos, se hacía más real y menos remota.

El codo de Nat se hincó en su cintura y volvió a la realidad. Newman la miraba preocupado. Había terminado la clase y no quedaba nadie más en el aula. Al final, no les había puesto ningún examen, se dijo confundida.

Su compañera la miró con atención.

—¿Necesitas ayuda? -la pregunta fue dicha tan bajito que Elle la leyó en sus labios.

—No, gracias Nat. Quiero hablar con Robert y pedirle disculpas.

Su amiga conocía perfectamente lo que había traído consigo el dichoso ramo de flores. Se levantó, se despidió de Newman (a fin de cuentas, había cenado opíparamente a su costa) y salió dejándolos solos. Elle sonrió al ver cómo se esforzaba en cerrar la puerta. ¿Qué creía Nat que iba a suceder en esa habitación?

Robert llevaba toda la hora observando su preciosa cara y estaba a punto de estallar de frustración. Había querido hacerle daño con aquella patética nota y ahora comprobaba que lo había logrado. Pero a qué precio, se dijo. Los ojos de Elle estaban apagados, como si no quedara vida en ellos, su rostro se veía demacrado y las profundas ojeras anunciaban una noche en blanco. La vio delgada y hecha polvo. Qué le estaba haciendo a aquella chiquilla. Se sintió tan mal que tuvo que sentarse en la silla de al lado para no hincarse de rodillas en el suelo y besarle los pies.

—Lo siento, quería dejar claro que me habías hecho daño y, por lo que veo, lo conseguí -suspiró con tristeza—. No soy una buena persona.

Elle lo miró sin parpadear. No era justo que le pasara aquello en ese momento de su vida. Adoraba a ese hombre y sabía que podía hacerlo feliz, con fantasmas y hasta con brujas. Lo amaba tanto que hubiera podido con cualquier cosa.

Si seguía por ese camino se iba e echar en sus brazos y le iba a contar su miedo atroz a la muerte. Era mejor cambiar el contexto y desaparecer de su vida sin hacer mucho ruido. Estaba segura de que ese hombre la amaba y no quería que sufriera demasiado por su pérdida.

—Tengo algo para ti - le entregó una cajita de papel negro de las que había llevado consigo a Nueva York. Solo tenía que doblarla por las pestañas. Aparecía impresa la marca Elle en letras plateadas—. Espero que te guste, no me quedaban suficientes piezas para hacer otra cosa, por lo que al final me rendí y opté por la sencillez.

Robert abrió la caja y cogió la pulsera negra que aguardaba en su interior envuelta en papel de seda. La calidad y anchura del cuero lo sorprendió. Los cierres eran plateados e iguales a los de un reloj, con prisión a un lado y al otro. En la zona de la muñeca, un rectángulo plateado con adornos desiguales mostraba pequeñas letras. Todas ellas eran distintas y pequeñas variaciones de I´m sorry. Podía haber comprado aquel tesoro en cualquier joyería del centro. Estaba avergonzado y maravillado a partes iguales. No se merecía el regalo pero le encantaba. Lo había hecho para él.

Se acercó más a ella y le echó un brazo por los hombros. Estaban muy juntos, cabeza con cabeza. La miró a los ojos y le sonrió.

—Sé que quieres que vayamos lentamente, pero, en este momento, te tomaría aquí mismo. Te echaría sobre la mesa y tú te abrirías para mí. Necesito sentirte dentro. Te deseo y te amo con tal intensidad que me daba miedo. Ya no lo hace -suspiró satisfecho—. Yo... siento haber escrito esa nota y siento no haber hablado contigo para explicártelo. —La besó lentamente en los labios y le acarició la cara con ternura.

Elle quería desaparecer. Ya era tarde, era malditamente tarde.

—Déjame ver cómo te queda -tenía que disimular, lo único que quería era salir de allí y esconderse en algún agujero para poder llorar sin que nadie la molestara.

Le mostró orgulloso su muñeca. Ella le dedicó una amplia sonrisa y se levantó. Tenía que irse, sentía que ya no podía contener las lágrimas por más tiempo. Echarse en sus brazos y pedirle que aprovecharan el momento no parecía justo para el hombre. Lo mejor era continuar con el plan inicial. Moriría sola.

Robert no se lo puso fácil. Se levantó a la par que ella y la retuvo en sus brazos.

—Gracias por la pulsera y por el tirón de orejas -sonrió con espontaneidad—. Te quiero, no lo olvides -la contempló por un instante. No sabía muy bien cómo interpretar su vacilación—. Vale, iremos despacio. Te lo prometo.

Elle no pudo evitar que una lágrima traicionera se deslizara por sus mejillas.

—¿Va todo bien, cariño? -Robert no acababa de quedarse tranquilo.

Elle se puso de puntillas y le dio un pequeño beso en los labios.

—Bien, todo bien -no era exactamente su frase, pero se parecía.

Elle abandonó sus brazos y tras recoger su bandolera, salió sin mirar atrás. Las lágrimas habían barrido todos los diques y corrían por su cara sin control.

Robert la contempló alejarse y una molesta sensación de vértigo lo paralizó durante un buen rato. Empezaba a preocuparse.

Elle volvió al apartamento y fue directa a la ducha. Lloró y gritó hasta que se quedó ronca y se le reblandeció la piel. Después, trató de recoger los trozos y pegarlos nuevamente de la mejor manera. No sabía cómo iba a sobrevivir durante esa semana. Pensó en Suzanne, eso sí que era una mujer. Si antes la admiraba ahora la envidiaba. ¿Cómo se asumía con esa entereza la cercanía de la muerte?

No podía estar sin hacer nada, sus pensamientos la estaban linchando. Decidió centrarse en el piso de los Waylan. Sería un regalo para aquella simpática muchacha. No fue difícil. Diseñó el resto del apartamento con la misma filosofía que había utilizado para el salón y la terraza, como si fuera la casa destinada a compartir con Robert. Completó los baños y continuó con la cocina. Lo dejó ahí.

Nat llegó a las cuatro y la abrazó en silencio. Le pasó los apuntes fotocopiados y le habló de la última conquista de Matt. Un rastafari de segundo, desgarbado y muy simpático.

El resto de la tarde lo empleó en ponerse al día con la colada y la plancha. Necesitaba tenerlo todo bien preparado.

Esa noche durmió mal. Un doctor Shaw muy enfadado le gritaba que no podía morirse hasta completar su estudio. Lloró al recordar que ella también había chillado, pero para comunicarle al hombre que no lo hacía a propósito.

Dios mío, no podía enfrentarse a todo aquello.

El miércoles a las seis de la tarde entró Nat en su habitación. Parecía enojada.

—Quiero que te levantes y comas algo -le dijo desde los pies de su cama—. Después, vamos a salir a dar una vuelta y nos vamos a emborrachar.

—Te lo agradezco Nat pero no me apetece salir —Elle le sonrió agradecida. Llevaba tres días allí metida y, si no fuera por su amiga, no se habría acordado ni de comer—. Ni darme a la bebida, prefiero la muerte natural.

Su compañera resopló enfadada.

—Hubiera sido preferible que le dijeras la verdad a Newman. Ese hombre te habría hecho reaccionar -gritó Nat—. Lleva desaparecido desde el lunes porque se le ha venido el puente abajo y no sabe que estás aquí encerrada. Si continúas así, voy a localizar su número de teléfono y se lo voy a contar.

Recordó a Robert y a su presentimiento. Al final no se había equivocado y el puente presentaba algún problema de tipo estructural. Esperaba que su intuición no fuera tan buena como la del ingeniero. Por Dios, quería pifiarla, aunque sólo fuera por una sola vez en toda su vida.

Elle retomó la conversación y se levantó de la cama.

—No te atreverías a hacerme algo así -le dijo convencida.

—No me conoces, claro que lo haría. Por si no te has dado cuenta, todavía no te has muerto -continuó gritando—. Has hecho las maletas y recogido tus cosas. Es como si ya no estuvieras aquí. No nos hagas esto -acabó llorando en sus brazos.

Elle pensó en lo egoísta que estaba siendo con aquella chica. De todas las personas que había conocido en toda su vida, su querida Natsuki era una de las mejores y la estaba haciendo sufrir porque ella no tenía arrestos para afrontar lo que fuera que tuviera que pasar. No era justo para nadie, pero sobre todo, no era justo para su amiga. Tenía que rehacerse o volver a Arizona.

—Elle, ¿te has planteado la posibilidad de que no te pase nada? Hay personas guapas y feas, altas y bajas, listas y torpes, además de los tonos intermedios, claro está, ¿por qué no puede ser normal tener tus capacidades? En ti han podido confluir un montón de cosas y hacerte no sólo guapa sino también inteligente. Si fueras fea y borderline lo consideraríamos perfectamente factible. No sabemos nada de tus padres. Tu madre puede ser una belleza y tu padre un genio, quién sabe.

—Acabas de recordarme a mi hermana. Es una fiel seguidora de esa teoría -sonrió con cariño.

—Mira, creo que debes llevar esto de otra manera. Y cuando sepamos los resultados, y sólo entonces, ya veremos lo que hacemos. Pero por ahora, tienes diecinueve años, así que empieza a comportarte como si fueras una cría y pasa de toda esta mierda.

Tenía que decirle a su amiga que ya había cumplido los veinte. Le sonrió agradecida, empezaba a creer en esa tesis. No sabía si por convencimiento o por interés, pero tampoco le importaba. Esperaría con fe.

Al día siguiente volvió a la rutina de las clases. Era jueves y esperaba ver a Robert. Sentía verdadero interés en conocer qué había fallado en el puente. Aguantó estoicamente hasta las once y para su decepción, una señora bajita y gruesa entró en la sala. Amelia la había acompañado hasta la puerta y despedido con una sonrisa. Menuda diferencia de colega, pensó Elle.

La mujer se presentó como Augustine Möller y con un inglés algo germanizado disertó sobre el tema que estaban viendo dejándolos con la boca abierta. Elle lo comprendió inmediatamente, esa mujer de cincuenta y seis años y de alta como una silla, era una de las arquitectas más prolíficas de toda Alemania. Puentes, iglesias, incluso un pequeño aeropuerto, se contaban entre sus creaciones. También había escrito bastantes ensayos sobre la utilidad en el Arte. Y, por supuesto, era autora de numerosos libros de texto que estudiaban los universitarios alemanes. Al final de la clase había olvidado su espada de Damocles y se sentía casi bien. Menuda sustituta le habían buscado a Newman. No se explicaba cómo lo habían conseguido. Esa señora era una autoridad mundial en Estructuras arquitectónicas.

A las dos de la tarde continuaba entre los vivos y su estómago se lo hizo saber sin habilidad alguna. Sus tripas rugían como una locomotora. Sin duda, un buen síntoma, se dijo animada. Claro que llevaba sin comer casi tres días, contrarrestó su parte realista.

El comedor estaba a reventar. Con el dolor de estómago que arrastraba no podía esperar a Matt y Natsuki que ese día acababan a las tres. Se situó en la fila y esperó su turno.

Holly la detectó entre la multitud y corrió a abrazarla. Su chico la esperaba mientras ellas se achuchaban. Aquella muchacha era fantástica.

—Ya tenemos los nuevos uniformes -le dijo la capitana—. Estamos tan sexys que me ha costado una pelea con Evan —mientras lo decía miraba a su chico sonriendo—. Me encanta ponerlo a cien -susurró en su oído y le guiñó un ojo.

Se despidió con un mohín gracioso y Elle pensó que a ella también le hubiera gustado poner a cien a cierto profesor serio y atractivo.

Llenó su bandeja a rebosar y volvió a recordar viejos tiempos, cuando comía como si pasara hambre. Elle Johnson había recuperado el apetito. Menuda moribunda estaba hecha, pensó con ironía.

—¿Puedo sentarme? —Ryu Enoki estaba a su lado con cara sonriente y gesto de superioridad.

Su fama no le dejaba adoptar otro rol, pensó Elle.

—Por supuesto, tú dirás a qué debo el placer de tu compañía -esto de tener a la muerte pisándote los talones era liberador.

—Quería preguntarte por nuestro amigo común. Me han dicho que está ingresado -lo dijo susurrando en su oído, después la miró con preocupación.

Mantenía su fama intacta, parecía que coqueteaba con ella. Elle comprendió que Denis formaba parte de la vida de ese chico y no lo hizo sufrir. No cuando su expresión mostraba tal desolación.

—Sólo puedo decirte que está en buenas manos -lo miró con algo de simpatía pero no conseguiría de ella nada más.

—Gracias, me basta con eso —dicho lo cual se levantó y se fue.

Elle no se atrevió a imaginar historia alguna sobre esos dos, le inspiraba demasiado respeto la intimidad de Denis, pero estaba claro que Enoki bebía los vientos por él.

Esperó a sus amigos y los ayudó con las bandejas. No podía acompañarlos, era imposible ingerir más comida.

—Oye Matt, ¿qué se sabe del puente de Newman? -preguntó interesada. Si no lo sabía Matt no lo sabía nadie.

—Aquí entre nosotros, se comenta que tu amorcito ha metido la pata -siseó en plan espía—. Se le ha derrumbado toda la estructura como si fuera de palillos.

La última frase la dijo sin elevar el tono. Aquella universidad era de los Newman y nunca se sabía quién podía estar escuchando.

—El chico superdotado ha metido la pata -comentó Nat—. No digo que se lo mereciera pero tampoco le viene mal. Ese hombre necesitaba que le bajaran los humos -miró a su compañera y puso los ojos en blanco—. Perdona Elle, pero comprende que le tenga ganas.

Elle no pudo hacer otra cosa que sonreír, aquella chica decía las cosas de una manera...

Ya en el coche, de regreso a casa, Elle conducía y no paraba de darle vueltas a la misma idea.

—Nat, ¿por qué has llamado superdotado a Newman?

—Porque lo es, creía que lo sabías -como no iba al volante, se repantigó en el asiento y habló mirándola fijamente—. Terminó Arquitectura dos años antes que el resto de su promoción. El Rollstein Hall es suyo, fue su proyecto fin de carrera. Ha ganado un montón de Premios. Incluso participó en la comitiva que proyectó los refuerzos de la Presa Alta de Asuán. En fin, otro genio. Sólo que este es un borde y no extraña tanto.

—No me lo había dicho nadie -tampoco él, se dijo alarmada. Aquella pieza debía significar algo pero tenía tan pocas que no sabía qué forma darles.

Dejaron el Honda en su plaza de aparcamiento y subieron en el ascensor interior. Llegaron al apartamento entre risas. A Nat le divertía la pinta del nuevo amigo de Matt, sobre todo su pelo largo y trenzado.

—No entiendo cómo puede gustarle a nuestro Williams, con lo remilgado que es. El pelo de ese chico parece un nido de piojos. Qué digo piojos, ahí pueden encontrarse hasta gaviotas -las carcajadas de Natsuki le elevaron la moral. No quería reírse de las rastas del chico pero era inevitable después de oír a su amiga. Además, así disimulaba los recuerdos que le traían esos asquerosos parásitos.

Al abrir la puerta oyeron el sonido del timbre que estaba conectado a la portería. Thomas quería hablar con ellas.

—Hola Nat, aquí hay una señorita que dice ser amiga de Elle. Se llama Sidney Newman. ¿La dejo subir?

La cara de su compañera había perdido todo rastro de risa y la miraba con una ceja enarcada. Elle asintió con la cabeza.

—Muchas gracias Thomas, puede subir.

Nat le sonrió con picardía.

—Tu cuñada ha venido a saludarte.

—Es una niña encantadora -al advertir el gesto de su compañera, se vio en la necesidad de ser más explícita aún—. Te lo aseguro, es simpática y muy agradable. Espera a conocerla.

Oyeron el timbre de la puerta y corrió a abrir. Sidney se encontraba sonriendo con auténtica alegría. En tejanos claros, camisa de rayas celestes y cazadora de cuero ajustada, parecía una modelo de revista de moda.

—Habíamos quedado el jueves a las cinco de la tarde -le estampó dos besos y entró sin que la invitaran—. Como no me contestaste, supuse que era un sí. Sólo faltan dos semanas para la cena de entrega. Necesitamos esos vestidos.

Elle dirigió una mirada cómplice a Nat y después de presentársela y asegurarle que era menor de edad para saborear uno de sus brebajes, se perdió en su dormitorio para revisar su móvil.

Llevaba varios días sin mirarlo. Si hubiera hablado con Hannah habría acabado confesándole lo que le estaba ocurriendo y no quería estropear su nueva vida. La relación con Nick marchaba tan bien que el hombre se había instalado en casa. No quería destrozar la luna de miel de los tortolitos. Al menos, todavía no.

Miró la lista de mensajes. Sid le había mandado dos con el mismo texto, Robert siete y su hermana tres. Los eludió todos y abrió los de Robert.

Mensaje 1: Elle esto se ha puesto feo. No sé cuándo podré volver a casa. Te amo.

Cinco horas más tarde.

Mensaje 2: Me preocupaste bastante. Espero que me hayas perdonado. Llevo tu pulsera y he detectado la palabra oculta. Te amo más que antes.

Entre los diminutos I´m sorry, había intercalado un I love you for ever. Era difícil de descubrir porque las palabras amor y para siempre, estaban en las barras transversales. Así que era verdad, estaba tratando con un superdotado.

Diez horas más tarde.

Mensaje 3: Deberías contestarme, paso más tiempo mirando el móvil que estudiando la estructura del puente. Te amo con más preocupación.

Ocho horas más tarde.

Mensaje 4: Esto se ha desplomado por un sabotaje. No tengo ninguna duda. Jack lo está investigando. Me basta con un” te sigo amando” por tu parte. Por la mía, te amo con mucha más preocupación.

Once horas más tarde.

Mensaje 5: Confío en que se te haya acabado la batería. No aguanto mucho más sin saber de ti. Te amo y estoy francamente preocupado.

Diez horas más tarde.

Mensaje 6: ¿Qué maldita cosa te impide contestar? Te amo, pero ahora mismo estoy a punto de mandarlo todo al diablo y salir a buscarte.

Diez horas más tarde.

Mensaje 7: No puedo abandonar el barco ¿Has dejado de amarme? Por el amor de Dios, contéstame. No aguanto más.

El corazón se le iba a salir del pecho. Ese último mail lo había enviado a las tres de la tarde y eran las cinco. Debía poner fin a su tormento.

Elle: Robert, deberías concentrarte en tu trabajo y no pensar en cosas raras. Te recuerdo que no estaban contempladas en nuestro contrato. Te amo, sin ninguna duda, ahora y siempre.

Le dio a enviar y respiró de nuevo. Ese hombre iba a sufrir más de lo que ella había imaginado. No podía llorar, Sid la esperaba con la ignorancia y la felicidad que sólo proporcionaban los dieciséis años de vida perfecta que llevaba.

Sintió el sonido de un nuevo mensaje. Vaya, era cierto que tenía el móvil al lado.

Robert: Me has devuelto la vida. Si este maldito puente no le diera de comer a un montón de gente, estaría ahí contigo. Yo también te amo, sin ninguna duda, ahora y siempre.

Contempló el texto y lloró desconsoladamente. Aquello no podía terminar así.

Más recuperada, leyó los que le había enviado Hannah. Todo marchaba bien en el nidito de amor de su hermana. Le contestó sin extenderse demasiado y se tomó un minuto para respirar. Lo necesitaba.

Se duchó en un tiempo record y se maquilló para que no se notara su reciente crisis. Decidió arreglarse con esmero. Quizá fuera la última vez. Vestido de punto en tono violáceo con un cuello muy original que una vez arrugado con un cordón morado, simulaba una especie de pañuelo de seda por la parte que se veía. Le llegaba por encima de las rodillas y terminaba en un puño de cinco dedos de ancho. Bolso de mano en color negro a juego con unos botines de piel con cuatro dedos de tacón. Completó el conjunto con una cazadora de piel negra a la que le quitó el cuello. Se dejó el pelo suelto y rizado. Iba bien con el look moderno y desenfadado que quería conseguir.

Sid tomaba una bebida inocua invento de su amiga. Se trataba de un concentrado de frutas exóticas al que Nat agregaba yogur y un chorreón de shochu. Estaban sentadas y se reían como si tuvieran toda la vida por delante. Qué envidia sintió al contemplarlas. Ella también quería vivir. Ojalá y bastara con desearlo.

Dejaron el edificio y la muchacha se dirigió a un impresionante BMW 750i de color negro. Los Newman siempre se movían con chófer, se dijo resignada. En cuarenta minutos, según el brillante reloj del vehículo, se adentraron en la Quinta Avenida. Elle jamás se hubiera atrevido a pisar cualquiera de las boutiques de esas calles, se conformaba con mirar los escaparates, pero claro, ella no era una Newman.

En la tercera tienda encontraron lo que buscaban. Bueno, lo que buscaba Sid porque ella no pensaba comprarse un vestido hasta que no tuviera claro que no iba a servirle de mortaja. Qué palabra tan fea, mortaja.

—¿Estás segura de que no quieres probarte esa maravilla roja que hemos visto en la entrada?

Elle se quedó pasmada. Creía que había disimulado pero a esa niña no se le escapaba nada. Cerca de la entrada un vestido de gasa roja había llamado poderosamente su atención. Era bellísimo, pero no se iba a gastar seis mil dólares ni viva ni muerta. Aunque, no descartaba que si continuaba en el mundo de los vivos, pudiera hacer su propia versión del traje.

—Estoy segurísima de no querer gastarme una fortuna en un vestido de noche -le dijo delante de una de las pulcras dependientas. La chica no se parecía a las que ninguneaban a Julia Roberts en Pretty Woman porque le hizo un gesto comprensivo con la cabeza y sonrió.

Sidney desapareció de su radio de acción buscando algo de abrigo para su carísimo vestido color rosa. El sonido de su teléfono la sobresaltó. Lo buscó con denuedo dentro de su bolso y cuando comprobó quién llamaba se quedó sin aliento. La doctora Beesley quería hablar con ella. Su corazón se disparó sin remedio y las sienes comenzaron a latirle con grandes y visibles latigazos. La boutique desapareció y durante unos segundos dejó de percibir los sonidos. Sostenía el móvil con la palma de la mano abierta y cayó al suelo de forma estrepitosa. La batería se separó de la carcasa y ella no podía hacer nada por unirlas de nuevo. Estaba muerta.

Se dejó caer en el suelo y la dependienta acudió en su ayuda. La muchacha comprendió que no se encontraba bien y la acompañó a uno de los probadores. Allí le restauró el teléfono en fracción de segundos y la dejó para acudir a la llamada de una clienta.

—Seguro que funciona, a mí me ha pasado unas cuantas veces. En unos minutos me pasaré para comprobar que se encuentra mejor -le dijo la chica con serenidad. Parecía estar acostumbrada a aquellas contingencias. Podía pedirle que llamara a la psiquiatra, pero cuando estuvo en condiciones de hablar, la muchacha ya no estaba. Miró a su alrededor buscando ayuda, pero estaba completamente sola en el lujoso probador en el que había acabado.

Volvió a conectar su teléfono y en el mismo instante en que lo hizo recibió una nueva llamada de su doctora. Miró la pantalla del aparato y se sorprendió al ver que estaba mojaba. Elevó los ojos al techo, no había ninguna gotera. Madre de Dios, eran sus ojos que lloraban sin que se hubiera dado cuenta. No podía dejar que siguiera sonando, descolgó y apenas pudo entender nada. El ruido de su respiración eclipsaba la voz de Suzanne.

—¿Me oyes Elle? Estás perfectamente, NO ESTÁS ENFERMA -la doctora Beesley estaba llorando—. Tranquilízate y dime que lo entiendes.

—No lo entiendo -lloró Elle.

—Pequeña no tienes nada, estás sana. ¿Lo entiendes ahora Elle? -gritó la psiquiatra—. Todos los resultados han resultado negativos. ESTÁS SANA.

Elle acababa de comprender lo que Suzanne estaba gritando y pensó que si no moría de un tumor lo haría de un infarto al corazón. Estaba sudando y no podía hablar.

—Re... pe...tir -tenía que haber algún error.

—Elle estás sana, los resultados han sido negativos y no hay ninguna duda sobre ello. Repito cariño, estás sana, no tienes ninguna enfermedad -la mujer sonreía con un fondo histérico que le indicó que había pensado lo mismo que ella. Bendita mujer y bendita profesión que la llevaba a disimular de esa manera. Volvió a sentirla grande y fuerte.

No se iba a morir, no se iba a morir, no se iba a morir, no se iba a morir, no se iba a morir... Apenas podía creerlo. ¡No se iba a morir! Gracias a todos los seres del universo, esta vez aprovecharía su turno.

¡Bienvenida vida porque quiero usarte hasta que me duela!, pensó renacida.

Necesitó los siguientes minutos para recuperarse. El móvil volvía a estar en el suelo, aunque esta vez no se había deshecho en pedazos. La moqueta había amortiguado el golpe y Beesley continuaba al otro lado.

—¿Suzanne sigues ahí? -preguntó más calmada.

—Sí Elle, sigo aquí -oyó la sonrisa de la doctora y le supo a gloria.

—No tengo palabras. Creía que iba a morir -al instante se sintió mal por haber dicho aquello. Esa mujer sí estaba condenada y ahora conocía perfectamente su calvario.

—Pues ya ves, la esperanza es lo último que se pierde -Beesley seguía sonriendo. Elle hubiera llorado por ella, se sentía extremadamente sensible. No aguantaba más, necesitaba su cama y cerrar los ojos. Podía simular que toda aquella locura había sido un mal sueño.

—Sí, hay que tener esperanza... —respondió Elle, pensativa.

—Te dejo pequeña, aún tengo que llegar a casa -su voz sonó satisfecha—. Nos vemos el sábado. No llegues tarde, no nos sobra el tiempo.

Esa mujer no cambiaba.

—No te preocupes, seré puntual como un reloj -no lo pensó, simplemente habló—. Y, Suzanne, quiero que sepas que jamás olvidaré tu abrazo. Lo sentí igual que si me lo hubiera dado mi madre. Empiezo a quererte doctora.

No estaba dispuesta a que la mujer desapareciera de este mundo sin saber lo que su presencia había significado para ella.

—¡Oh, criatura! Vas a conseguir que vuelva a llorar -la oyó suspirar y supo que le habían afectado sus palabras. Le hubiera gustado que aquella increíble, fuerte y hermosa mujer fuera su madre de verdad.

En cuanto colgó Suzanne, llamó nerviosa a su querida Nat.

—¡Nat, no me estoy muriendo! Acabo de hablar con la doctora Beesley. Todo está bien -lloró nuevamente—. Soy así de extraordinaria de forma natural -sonrió ante su propia expresión—. Tu teoría cobra fuerza.

—¡Oh, por el amor de Dios! Hay que celebrarlo -esa Nat y sus celebraciones, rió Elle encantada.

Su amiga lloró y gritó tanto que tuvo que apartar el teléfono de su oído. Cuando recuperaron la normalidad y se pudo despedir, aún tenía una sonrisa en los labios. Era real, no se iba a morir.

Permaneció en aquella sofisticada habitación un tiempo indefinido. Tenía que salir de allí y encontrar a Sidney, no quería preocupar a la muchacha.

La encontró junto a una de las cajas. La dependienta que tan amablemente se había comportado con ella, estaba a su lado y la escuchaba con atención. Ciertamente, los Newman conseguían la deferencia de los que los rodeaban y la muchacha no era la excepción.

—Le decía a Sidney -la dependienta le dirigió un gesto de entendimiento - que te estabas probando un vestido.

Esa niña era fantástica, había conseguido que la mujer las tuteara. Ella lo había intentado sin éxito.

—Sí -vaya, aquella dependienta de una de las boutiques más caras de todo Nueva York, volvía a echarle una mano—. Al final, no estoy muy segura, necesito pensarlo —Ya ves Robert, a veces, es incluso bueno mentir.

Después de pagar, Sid se empeñó en mostrarle cómo le quedaba el lienzo de seda natural que se había comprado como chal. Elle quedó sin aliento cuando lo vio. Era magnífico. Su pequeña amiga volvió a probarse el vestido al completo. Elle la dejó disfrutar de la experiencia. Por lo que ella sabía, la niña tampoco tenía una madre con la que ir de compras.

Acabaron sentadas en el patio de una lujosa galería comercial. A Elle le apetecía un zumo de naranja natural, todavía continuaba bajo los estragos de la impresión. Sidney estaba hambrienta y pidió un sándwich doble y un refresco.

—Creo que hay algo que debes saber -la mirada de la muchacha le indicó la seriedad de lo que iba a contar.

En esa ocasión estaba más que dispuesta a escuchar e incluso a interrogar si eso hacía que conociera más a Robert. Esperaba que no sufrieran ninguna interrupción. El día que estuvo en su casa, la llegada de una muchacha del servicio, impidió que Sid le hablara de su hermano.

—Sidney te ruego que confíes en mí. Amo a Robert, pero a veces no lo entiendo -lo cierto era que casi nunca lo entendía—. Me vendría bien conocer cosas de su pasado. Aunque, no quiero engañarte, él no me ha contado nada.

—Lo sé. Él nunca habla de sus problemas -se agarró las manos con fuerza y suspiró—. No sé por dónde empezar. Bueno, lo haré por el principio, mi hermano descubrió a los doce años que su padre no era su padre -la miró para verificar si la había comprendido. Elle no pensaba interrumpirla. Quería conocer la vida de ese hombre, necesitaba encajar las piezas.

Sidney continuó callada y ella supo que para la muchacha no debía ser fácil. No quería traicionar a su hermano. La admiró por ello. Esa chiquilla sabía lo que era la lealtad.

—Sid, si no puedes hacerlo no pasa nada. Imagino que algún día confiará en mí y me contará lo que estime conveniente -repuso Elle algo decepcionada.

—No lo entiendes, Robert no te hablará nunca sobre ello -lo dijo tan convencida que la creyó sin dudarlo—. Ni siquiera lo menciona con el abuelo o conmigo. Sólo te pido que no le hagas daño. Él te ama, nos lo ha confesado y lo vemos sufrir a diario. Al principio, pensamos que serías como las otras, pero no ha sido así, mi hermano ha cambiado y necesita que vuelvas a su lado. Nunca lo habíamos visto tan feliz como cuando estuvo contigo. Después, nos dijo que había cometido un error y que habíais roto por su culpa. Yo... creo que si supieras algo de su vida, quizá lo pudieras perdonar.

Bendita niña, pensó conmovida, quería a su hermano hasta el punto de pasar por encima de sus propios principios. Y aquella chiquilla los tenía.

—Vale -la oyó inspirar con fuerza y supo que lo iba a hacer, le iba a contar el pasado de Robert. Se echó a temblar sin saber por qué—. Mejor empiezo de otra manera. Mi abuelo tuvo dos hijos, Robert y Richard. Se llevaban cinco años y al parecer eran completamente diferentes, mientras que Robert era un arquitecto serio y responsable, el pequeño era frívolo y casquivano, sin oficio ni beneficio, como dice mi abuelo. Puedes hacerte una idea. El mayor viajó a Europa por negocios y en Londres conoció a Joanna Spencer de una familia muy acaudalada. En tres meses estaban casados -Elle sintió miedo ante el parecido—. Cuando terminó la autopista que le había hecho abandonar los Estados Unidos, Robert volvió a casa. Nadie ha querido explicarme cómo sucedió pero imagino que Joanna se enamoró de Richard. Era un joven de un atractivo impresionante, rubio de ojos verdes, muy alto y delgado con una sonrisa de las que hacen que se te doblen las piernas -Elle sonrió ante la descripción, le recordaba a alguien—. ¡Oh!, he visto fotos suyas y estaba para comérselo. Bueno, no puedo secuenciar los sucesos porque no los conozco, pero a los doce años, Robert descubrió que su padre era Richard. Se produjo un escándalo mayúsculo, Joanna y Richard se fugaron a Londres y seis años después me tuvieron a mí. La mala suerte se cebó con ellos. Richard, mi padre -sonrió tranquila—, manejaba el helicóptero que los iba a llevar al aeropuerto de Heathrow y sufrieron un accidente. Ninguno sobrevivió. A mí me habían dejado en casa porque tenía una gripe. Tuve suerte.

Elle estaba estupefacta. Menuda historia para unos niños, pensó apenada.

—Mi tío, el hijo mayor, cuidó de mi hermano hasta los dieciséis años. Robert se escapó a esa edad y el abuelo luchó por su custodia legal, igual que lo hizo por la mía. Al final, en el caso de mi hermano, no necesitaron sentencia, Robert cumplió dieciocho años antes de que los tribunales emitieran su veredicto. En mi caso fue distinto. La familia de mi madre luchó por mi custodia, pero la separación de mis abuelos maternos, envuelta en grandes disputas por dinero, decantó la balanza a favor del abuelo Newman.

No salía de su asombro. Robert Newman Octavo había pasado por un auténtico vía crucis para tener a sus nietos con él.

—Bueno, al final, no me preguntes por qué, el abuelo desheredó a su hijo y por eso mi hermano es el Noveno Newman y no el décimo. Menudo lío -hizo un gesto con la cabeza y sonrió nerviosa—. ¿Te he asustado con la historia de mi familia?

Elle sonrió sin poder evitarlo. ¿Asustarse por una historia vulgar y corriente? Dos hermanos, una mujer, hijos extramatrimoniales y una huida. No, no estaba asustada. Ese tipo de historias se contaban todos los días en cualquiera de los novelones que se televisaban en la sobremesa. Hacía falta mucho más para impresionarla.

—Por supuesto que no, pensaba en vosotros -respondió sincera.

—Yo era muy pequeña, y prácticamente no veía a mis padres por lo que no recuerdo haberlos echado en falta. Además, mi niñera sigue conmigo -suspiró—. Robert no lo tuvo tan fácil, tuvo que recurrir a un especialista.

Elle no se atrevía a preguntar. Aquello era más de lo que había esperado.

—Supongo que conocerás la fobia a las mentiras que padece mi hermano -la observó con interés—. Yo lo llamo fobia, no sé si tiene otro nombre. Te aseguro que es un rollo. No podemos mentirle, pierde los nervios y durante una buena temporada se queda hecho polvo.

Pues claro que conocía la dichosa fobia. La había vivido en primera persona. ¿Le habían mentido tanto que odiaba la falsedad hasta el punto de no admitirla en su vida? Era posible. Sin embargo, había algo que se le escapaba. Esa historia presentaba demasiadas lagunas.

Continuaron en aquel sitio en silencio. Sidney no volvió a mencionar el tema y ella no indagó más. Tenía tantas cosas sobre las que reflexionar. En una misma tarde había descubierto que gozaba de buena salud y que Robert no había tenido una infancia feliz.

Abandonaron el lugar sin prisas. El chófer las esperaba con la puerta del BMW abierta. En el interior del vehículo Elle volvió a maravillarse de las diferencias sociales. Sidney había entrado en el coche como si tal cosa y ella hubiera querido decirle al hombre que no era necesario que le sostuviera el bolso. Estaba profundamente avergonzada del revuelo que habían generado en mitad de la calle.

—Mi abuelo nos espera en casa. Hemos quedado para cenar con él -la miró preocupada—. Vale, para ser sincera, si no cenábamos con él, no me dejaba salir de compras contigo.

Robert la tenía aleccionada, no había duda. Elle sonrió sin pensarlo. Le parecía estupendo acabar ese día con una cena especial y además, acompañada por aquellas dos encantadoras personas. Si hubiera estado su Newman preferido, habría sido perfecto. ¡Por todos los Santos! Tenía diecinueve años, estaba sana y no pensaba morirse en los próximos ochenta años. La vida era maravillosa.

Cuando llegaron a la mansión ya había anochecido. Elle bajó del vehículo con una exclamación. Si aquella maravilla de piedra era extraordinaria de día, de noche, a la luz de la luna, y de la iluminación artificial sabiamente distribuida por la fachada, era portentosa.

Los jardines también estaban alumbrados y el aroma de las flores llegaba hasta ella con intensidad. El agua de las fuentes estaba quieta. A lo lejos, oyó el canto de un pájaro algo inquieto. Sintió la vida corriendo por sus venas y respiró aliviada. Iba a vivir.

No sabría decir por qué, pero le sorprendió no encontrar al Octavo Newman esperándolas en la puerta de entrada. Estaría ocupado, pensó sin darle mayor importancia.

—Qué raro que no haya salido el abuelo a recibirnos -reparó Sid.

Era curioso que coincidieran las dos en la misma apreciación. Siguió a la muchacha hasta que desembocaron en el amplio salón que ya conocía. La chimenea estaba encendida, aunque con pocos troncos. El ambiente de la habitación estaba excesivamente caldeado. A Elle le llamó la atención. En los últimos días habían disfrutado de un tiempo casi primaveral. Aquello era un pelín extraño.

El señor Newman se levantó del sofá con una sonrisa chispeante en la boca.

—Soy un hombre afortunado. Dos bellezas y para mí solo.

Se acercó a Elle y la saludó con un espléndido beso en cada mejilla. A su nieta le alborotó el pelo y la abrazó con cariño.

—¿Qué te pasa abuelo? -la chica señalaba la almohadilla eléctrica que el hombre había dejado sobre el asiento. Los cables descansaban serpenteando por el suelo.

—Me duele la espalda, debe ser un tirón -rió el hombre—. El otro día le di una paliza a Robert jugando al golf, y ahora estoy machacado, pero no se lo digáis -les guiñó un ojo en señal de complicidad y comenzó a masajearse el hombro izquierdo.

Aparentemente, el hombre se encontraba bien. Elle lo observó con cuidado, no acababa de librarse de una extraña sensación. Parecía agotado y estaba más pálido que en las dos ocasiones en que había coincidido con él. Ese color blanquecino de su cara no le gustó pero se dijo a sí misma que ella no era médico y que estaba sacando las cosas de quicio.

Se sentaron alrededor de la mesa que ya estaba preparada y comenzaron a servirse de las fuentes. Elle pensó que el chófer habría comunicado su llegada de alguna manera porque aquella comida aún humeaba.

—Abuelo me he comprado un vestido espectacular -comentó Sid, sirviéndose una ensalada de pasta—. Cuando lo veas no te va a importar lo que ha costado.

—Estoy seguro -sonrió el hombre dirigiéndole una mirada significativa.

Elle estuvo a punto de soltar una carcajada pero se contuvo a tiempo. Se obsequió con una gran chuleta de ternera al horno acompañada de patatas pequeñas y redondas. Le resultó tan sabrosa que cuando la terminó, cogió otra. Sidney y su abuelo la miraban atónitos.

En esta ocasión, no se avergonzó de tener hambre, llevaba varios días sin probar bocado. Estaba viva y famélica, todo lo demás era secundario.

—Esa carne tiene una pinta estupenda, lástima que me duela la mandíbula -rió Newman—. Si queréis saber la verdad, el partido del otro día me dejó para el arrastre, me duelen hasta los dientes.

Elle saltó como si le hubieran pinchado con alfileres: agotamiento, palidez, dolor de espalda, masajeo con pinta de dolor en el hombro izquierdo, problemas en la mandíbula y los dientes...Madre mía, no tenía ninguna duda.

—¿Ha tomado algo para el dolor? -consiguió que su voz no dejara traslucir sus pensamientos.

—Sí, llevo varios días abusando del ibuprofeno, pero no parece que me esté haciendo ningún efecto -dijo el hombre, ahora visiblemente cansado.

No lo pensó, se levantó y llamó por el interfono para que acudiera alguien. Sid la miraba sorprendida. Newman ni siquiera se había dado cuenta, se encontraba repitiendo los masajes por todo el brazo izquierdo.

Buscó su bolso desesperada y llamó al teléfono de emergencias sanitarias. Necesitaban una ambulancia por un posible infarto de miocardio, debían darse prisa. Puso el móvil en la mano de Sid para que les diera la dirección y corrió hasta el señor Newman.

—Creo que te equivocas querida, he tenido tres infartos y nunca me ha pasado esto -le sonrió el hombre—. Son agujetas, desgraciadamente ya no soy un mozalbete...

Elle cogió su muñeca y fue contando las pulsaciones. Tenían un problema.

—Sí, probablemente esté haciendo el ridículo, pero déjeme hacerlo por favor -le sonrió preocupada—. A veces, el infarto cursa de esta manera. Además, ha estado tomando un medicamento que enmascara los síntomas hasta que ya es irremediable. Por favor, deje que lo vean en un hospital.

Lo miró con todo el cariño que fue capaz de reunir y esperó.

—¿Lo crees de verdad, no es así? Robert dice que sabes de medicina -suspiró resignado—. No quiero morirme, si de verdad crees que esto puede ser otro infarto, adelante.

Le dio un beso en la frente y le sonrió con calma. No tenía sentido ponerlo tan nervioso que se acelerara el proceso. Se acercó a Sid y la abrazó.

—Prepara una maleta para tu abuelo. Nos vamos a que le practiquen algunas pruebas -no había sonado tan mal.

Sidney parpadeó asustada. Elle la vio aguantar las ganas de llorar y mantener el tipo. Se sintió orgullosa de la muchacha. Cuanto más la conocía más le gustaba.

Esperaron a los sanitarios con tranquilidad. El señor Newman se mantenía bien, si no fuera por el sudor que había aparecido en su frente, Elle hubiera pensado que se estaba pasando de lista. En esa ocasión también quería equivocarse.

Una U.V.I móvil llegó hasta la entrada de la casa y después de tomarle las constantes vitales, lo monitorizaron. El señor Newman estaba tranquilo pero cada vez se veía más apagado. Ojalá y hubieran llegado a tiempo, maldito ibuprofeno.

No las dejaron subir a la ambulancia. Elle esperó a que Sid se despidiera de su abuelo con un abrazo y entonces se acercó con una pequeña sonrisa de ánimo.

—Es un infarto -le dijo el hombre—. No quiero estar solo.

Lo comprendió más allá de lo razonable. Nadie debería morir solo, se dijo desconsolada.

—Voy con usted, no se preocupe. Sid irá con Brad -El chófer asintió y se puso en marcha sin perder tiempo.

Elle buscó la palabra médico entre los chalecos de los sanitarios. Se acercó al hombre y le habló con gravedad.

—El señor Newman no desea estar solo. Yo lo acompañaré.

El doctor la evaluó en silencio. Debió comprender que sería imposible convencerla de lo contrario porque contestó sin dudarlo.

—Suba y no moleste. Esto puede ponerse feo.

Sí, eso era precisamente lo que ella temía.

Al cabo de una hora y de una reanimación cardiopulmonar llegaron al hospital entre el estruendo de las sirenas del vehículo. El señor Newman se mantenía estable.

Fue trasladado directamente a Cuidados Intensivos. Elle se reunió con Sidney en la sala de espera de la UCI y comenzaron a desesperarse viendo cómo pasaban las horas y no salía nadie para hablar con ellas.

—¿Has conseguido localizar a Robert? -preguntó Sid con ansiedad.

Elle mantenía el teléfono en las manos. Lo había llamado cien veces y dejado tantos mensajes que ya había perdido la cuenta. El móvil de Robert estaba fuera de cobertura.

—No, ni siquiera da llamada -contestó Elle desalentada—. ¿Y si localizamos a Jack?

—Lo he intentado -dijo adoptando una mueca dolorosa—. También está fuera de cobertura.

Sid se había quedado traspuesta en aquellos incómodos sillones. La niña había aguantado hasta las cinco de la madrugada. Elle iba y venía de la máquina del café. Estaba muerta de cansancio pero no se podía dormir. Cada diez minutos llamaba a Robert y le dejaba un mensaje. Esa noche se le hizo eterna.

A las siete, una doctora muy seria se reunió con ellas.

—Está consciente y bastante recuperado. Al llegar a tiempo, hemos minimizado al máximo las consecuencias del infarto -seguía circunspecta. Su cara estaba surcada de profundas arrugas y parecía extenuada—. Las próximas cuarenta y ocho horas serán cruciales.

La doctora las dejó menos preocupadas y volvió a desaparecer.

Todavía no había amanecido. Observaron el paisaje desde una de las ventanas. Afuera todo se veía negro, la luz de las farolas estaba rodeada de una corona de vapor. Sid se echó a llorar con agonía.

—No quiero que le pase nada -decía entre fuertes hipidos.

—Ya la has oído, hemos llegado a tiempo -le pasó el brazo por los hombros y la atrajo hacia ella—. Se pondrá bien, debemos tener esperanza.

Era cierto, se dijo, la esperanza no debía perderse nunca.

—Hemos llegado a tiempo -recordó aliviada Sid—. Menos mal que aceptaste cenar con nosotros, si no hubieras estado allí no sé lo que habría pasado, y para colmo, mi hermano no aparece.

—No voy a ningún sitio Sid -la abrazó con fuerza—. Estoy contigo pequeña, no te voy a dejar sola.

—Gracias, yo... sería horrible estar aquí sola —volvió a gimotear con sólo pensarlo.

Elle la observó con cariño. Unas profundas ojeras rodeaban sus hinchados ojos. Estaba despeinada y se caía de sueño. Esa criatura tenía que descansar en una cama. Tenía que conseguir que volviera a casa.

—¿Qué te parece si nos aseamos en los servicios? Llevo el bolso siempre listo para cualquier emergencia -sonrió, la niña no podía captar el sarcasmo de sus palabras.

—Sí por favor, me siento hecha un asco.

Cuando salían, una enfermera las estaba buscando. Ya le habían asignado habitación al paciente y podían hacer uso de ella. Recogieron sus cosas y entraron en el cuarto agradecidas.

La estancia era de lujo. El seguro de Newman era mejor que el suyo, reconoció sólo para sí misma. Junto a la cama, un cómodo sofá hizo las delicias de Sidney. Lo abrió inmediatamente y comenzó a hacerse una cama con las sábanas que les habían dejado.

Elle la ayudó y en cinco minutos la niña estaba durmiendo plácidamente. Ella se acomodó en el único sillón desplegable de la habitación y aunque no quería aletargarse sin hablar con Robert, le resultó imposible no hacerlo. En cuanto posó su cabeza en el respaldo almohadillado de aquella maravilla ergonómica, se quedó tan dormida como la muchacha.

A las cinco de la tarde seguían sin saber nada de Robert. Las dejaron ver al enfermo y lo descubrieron sonrosado y muy hablador.

—Gracias hija mía -le soltó de sopetón cogiéndole la mano—. Todavía no estoy preparado para el más allá.

Elle le dio un beso en la frente y le sonrió.

—Tiene tan buen aspecto que el más allá tendrá que esperar mucho tiempo.

Sidney lo abrazó tanto que desestabilizó el monitor. Un enfermero llegó corriendo a vigilar al enfermo y les echó una regañina en toda regla. Lo cierto es que el peligro parecía haber pasado, y a ellas, el malhumor del sanitario les supo a gloria.

El señor Newman debía pasar cuarenta y ocho horas en observación por lo que esa noche dormirían ellas solas en la magnífica habitación. Sidney se había negado a irse a casa. Brad le había traído ropa y habían comido en la cafetería de la planta baja. Se ducharon por turnos.

A pesar de ser tan sólo las ocho de la tarde, no le sorprendió que la chica quisiera acostarse. Con un pijama lleno de conejitos rosas, se despidió con un fuerte abrazo y cayó rendida en el sofá.

Elle no lo tenía tan fácil. La miró con envidia. La muchacha descansaba con la misma tranquilidad que si fuera un bebé.

Comenzó a dar vueltas. Descartó ver la televisión, aunque estaba segura de que a Sidney no la despertaría ni un terremoto, no quería alterar la calidad de su sueño. Miró el mueble sobre el que descansaba la pantalla del televisor y vio un grueso cuaderno de notas del tamaño de una cuartilla.

Se acomodó en el sillón y extrajo el pequeño brazo articulado que tenía adosado para la comida. Era ideal. Apagó la luz del techo y encendió la de la cama. Comenzaría su terapia esa misma noche. En palabras de Beesley, no tenía tiempo que perder.

Hoy me han dicho que la mejor manera de comenzar algo es siempre por el principio, así que no voy a hacer una excepción.

Fui encontrada en la Iglesia de St. Joseph el 15 de enero del año 1995. Durante mucho tiempo me hubiera gustado conocer el motivo de mi abandono. Cualquier notita habría bastado, pero a excepción de una manta limpia y muy nueva de lana rosa, nada más me acompañaba. No había biberón, ni osito, ni sonajero... Sólo un bebé recién nacido envuelto en aquel paño rosado.

Debí gustarle a la pareja de policías que me recogió porque se emplearon a fondo conmigo. En cuestión de horas, ya me habían bautizado y creado toda una historia alrededor de mi nombre. Sin embargo, puedo dar fe de que no había ningún apelativo, tratamiento, denominación o designación bordados en aquella pequeña manta, porque aquel trozo de tela ha sido mi única herencia. La tengo guardada entre hojas de laurel dentro de una bonita caja de cartón. Durante muchos años me pregunté por qué dirían lo del nombre bordado. Lo único que encontré fue una etiqueta de sedilla blanca con una marca impresa: Creaciones Ellestine, S.A. La etiqueta estaba doblada formando un pliegue muy raro, las únicas letras que se veían eran ELLE. He ahí la solución del misterio. Decepcionante ¿verdad? Mantuve la historia porque me gustaba pensar que alguien me quería tanto que había bordado mi nombre en aquella creación rosa.

En cuanto al apellido, su procedencia es bastante más prosaica. Coincide con la conocida marca de productos para bebés. En el año 1995 la Multinacional realizó una importante donación al Centro. Imagino que buscando deducir impuestos. No quiero ser quisquillosa, vistas así las cosas, mi apellido deriva de los fundadores de la empresa.

Nunca he celebrado mi cumpleaños ni he permitido que nadie me felicitara. No sé el día en que nací, no hay nada que festejar.

Bueno, Suzanne, como verás, mi linaje no presagiaba ya nada bueno.

El 25 de diciembre de 1999, todas las niñas del Centro estábamos invitadas a una misa cantada con motivo de la llegada de la Navidad. Yo formaba parte del coro desde hacía tiempo y había memorizado las notas de las canciones sin saberlo. Todas las tardes ensayábamos junto a un vetusto órgano y mi cara angelical hacía que siempre me pusieran delante. Recuerdo contemplar las manos del padre Miguel y conocer de memoria todos sus movimientos. Si lo hubiera sabido entonces, me habría escondido en el primer agujero que hubiera encontrado y no habría tocado aquel instrumento aunque me hubieran obligado a hacerlo, pero era una cría que aún no había cumplido cinco años y no pude resistirme.

En el descanso, me senté en la banqueta y toqué. Jamás olvidaré la sensación de plenitud que alcancé en aquel lugar sagrado. Fue algo místico. Me sentí henchida de felicidad. Arrancaba un prodigioso sonido de aquel artefacto arcaico con demasiada facilidad. Rápidamente, una multitud entregada se congregó a mi alrededor. La mayoría hablaba de milagro. A mí me daba igual, sólo quería seguir tocando.

Al día siguiente, era noticia de primera página en el periódico local y una semana más tarde, el doctor Ernest Shaw apareció en el orfanato con una gran sonrisa y un gesto demasiado amable. Si entonces lo hubiera sospechado, habría salido corriendo, pero para ello hubiera necesitado ser vidente, y yo sólo era un pequeño genio. Ese día comenzó mi calvario.

El doctor Shaw era el responsable de un programa que estudiaba la capacidad intelectual humana (ECIH). En su fase inicial el Estudio se llevó a cabo con chimpancés. Sin embargo, Shaw llevaba mucho tiempo sin obtener resultados concluyentes. En los Estados Unidos había miles de trabajos iguales al suyo. Para evitar que el proyecto se quedara sin financiación decidió incluir humanos en las investigaciones.

Y lo consiguió. Barrió la geografía norteamericana y acudió a todos los orfanatos y Centros de Menores dependientes del Estado que contaban con alguna persona sobresaliente entre sus filas. Seleccionó a cinco niños con el dictamen escolar de superdotados y comenzó una nueva fase. Tuve suerte de que desplazara su centro de actividad a Arizona porque no habría dudado en sacarme de mi entorno, como hizo con los otros chicos.

Me duele reconocer que mi incorporación al proyecto supuso que le doblaran la asignación económica para continuar con los experimentos. Mi actuación al más puro estilo Mozart fue tremendamente desafortunada. Que una criatura emulara al genial compositor fue más lucrativo que obtener verdaderos resultados. Lo peor de todo era que se me consideraba el genio del equipo. Por desgracia, nadie pensó en dispensarme el mismo trato que al famoso maestro.

A partir de ese momento, me sometieron a un montón de pruebas para descartar la existencia de tumores cerebrales. Si los resultados eran consecuencia de una enfermedad, el estudio no sería válido y el trabajo del científico no sería reconocido. Primero fueron cada tres meses, después cada seis y al final cada nueve. Yo me aterraba cada vez que me practicaban aquellos exámenes. La muerte esperaba detrás de cada uno de ellos.

Dejé de asistir al colegio como cualquier niña normal y el doctor se hizo cargo de mi educación. Mis compañeros de estudios: Milo, Sergei, Andrew, Venus y Flora eran niños altamente adiestrados e institucionalizados. La crueldad de aquellos chicos sólo era comparable a su inteligencia. Nunca había conocido a personas que enmascararan tan bien una violencia tan grande. Shaw los entrenó a conciencia.

La primera lección que aprendí es que aquellos chicos mayores no iban a cuidar de mí. En el programa se potenciaba la competencia, y yo añadiría más, la competencia desleal. Me odiaron desde el primer momento. Shaw los dejaba en ridículo si fallaban en lo que una niña de cinco años hacía sin dificultad. A los dos meses de estar en aquel sitio Venus me dio una soberana paliza en los servicios. Dije que me había caído por las escaleras, pero creo que se hizo patente para todos que tanta competencia iba a acabar conmigo.

Las chicas eran peores que los chicos y mi apariencia lo complicaba aún más. Me pegaban con bastante frecuencia y por cualquier tontería. Además, yo volvía al Camino de la Esperanza por las noches y ellos permanecían confinados allí. Al cabo de unos años, supe que el motivo de esa discriminación se debía a mi incapacidad para conciliar el sueño. Si hubiera dormido como cualquiera de ellos, me habrían trasladado a aquel sitio.

Con el tiempo, comprobé que los ejercicios más complicados se reservaban para mí: calcular cantidades de veinte dígitos, memorizar la genealogía de las lenguas, recitar libros enteros... Si algo me enseñó ese hombre fue a estudiar y, sobre todo, a no cometer errores.

Hizo un alto en su diario y se miró la palma de la mano. A menudo, la había tenido en carne viva debido a los calambrazos que recibía. ¿Cómo podía expresar todo el dolor que llegaron a provocarle? No había palabras para ello.

Miró a Sid y sonrió con afecto. Seguía profundamente dormida. Continuó, aunque con mayor dificultad.

Como habrás imaginado, mantener el orden en un grupo de cinco chicos y una niña no era nada fácil, por lo que aumentaron la cantidad de electrodos en nuestros dedos. Si un día te portabas mal y no querías trabajar, te atizaban tantos latigazos que te quedabas medio encogido durante horas enteras. Otras veces, por necesidades del estudio, te freían sin que hubieras fallado. Fueron malos tiempos para todos. Lo único positivo es que dejaron de meterse conmigo. Claro que tuvo que ver que aprendiera a defenderme. Por las noches, en el orfanato, Amanda Howard (la chica más gamberra de todo Arizona), me enseñó a reventar narices y pegar puñetazos. Me costó el postre de seis meses pero mereció la pena. Qué te puedo decir, no me siento muy orgullosa pero reventé más de una nariz y pegué más de un bocado.

En los primeros tiempos, podíamos obtener recompensas con nuestro comportamiento. Las mías siempre eran las mismas, tocar el piano o cualquier cosa que produjera algún sonido. Las de mis compañeros eran bastantes obvias, alguna chuchería y ver la televisión. Los envidiaba al observar que se habían hermanado. Bien sabe Dios que en aquella época necesitaba una familia.

Aquellos chicos desaparecieron progresivamente y a los ocho años sólo quedaba Flora. De un día para otro, también se evaporó y me quedé sola. A la semana de resistir como única víctima, oí una conversación entre dos de los cuidadores. Los chicos que cumplían la mayoría de edad podían abandonar el Programa. Dios mío, debía permanecer en ese sitio diez años más. Ese día le declaré la guerra a Shaw y fue el comienzo del fin.

No podía seguir escribiendo, siempre que pensaba en su pasado se sentía enferma. Salió de la habitación y se paseó hasta la máquina de refrescos. Un médico estaba delante de ella.

—Era la última de este tipo y soy tan espléndido que estoy dispuesto a regalársela -le tendió la lata con una agradable sonrisa.

Elle advirtió que se trataba de una mueca más bien tímida e insegura. No se lo esperaba de un médico.

—Gracias, pero quería un zumo -le dijo con naturalidad.

El hombre la repasó sin disimulo. Elle tuvo que hacer un esfuerzo para no mirar qué ropa llevaba puesta. Prefirió que no se notara que se había percatado del examen.

Respiró tranquila, no pasaba nada, estaba vestida. Había cogido prestados unos leggins y una camiseta de Sid. Claro que si seguía mirándola de esa manera, iba a tener que darle la razón a Robert, las camisetas y ella no parecían llevarse bien.

Volvió a la habitación y trató de dormir pero aquellas prendas le estaban demasiado ajustadas y se estaba agobiando. Volvió a ponerse el body que había llevado con el vestido de punto y se quedó dormida.

Sintió una mano sobre su pecho y trató de apartarla. Sidney estaba pegada a ella y empezaba a ser molesta. Al tocar aquella palma, dio un respingo. Era demasiado grande y tenía vello. Despertó de golpe y se volvió.

—Hola bella durmiente, siento haberte despertado pero no podía más -bajó la voz y se acercó aún más—. Tu escote me vuelve loco.

Elle sonrió atontada. Por fin estaba allí. Lo abrazó con auténtica ansiedad y después lo miró a los ojos.

—Tu abuelo está ingresado, aunque no se teme por su vida -le dijo deprisa.

—Lo sé. Llegué a las seis y hablé con los médicos que lo atienden -sonrió a medias—. También estuve con él. Por lo que sé, continúas salvando vidas.

Debía referirse a Matt, pensó Elle, todavía aturdida por el sueño.

La contemplaba con mucha seriedad. No se arrepentía de haber invadido su intimidad. Había leído las notas del cuaderno y seguía sobrecogido. No sabía lo que se había esperado de su infancia pero, desde luego, no aquello. Lo investigaría y descubriría lo que faltaba. Aquella narración le había proporcionado muchas pistas a seguir. Quería dejarse de juegos y conocerla de una vez.

A Elle no le extrañaba que le hubieran dejado ver a su abuelo. No imaginaba que nadie pudiera negarle algo a ese hombre.

—Te estuvimos llamando todo el día pero era imposible contactar contigo -le dijo acurrucada entre sus brazos.

—Estábamos en una zona sin cobertura. Descubrí lo que pasaba hace unas horas y vine en helicóptero. Ya estoy aquí -susurró entre su pelo—. ¿Cómo está la pequeña?

—Es una gran chica -lo dijo sin dudarlo—. Lo está llevando bien y ahora que tú estás aquí, lo llevará mejor. Te ha echado de menos.

—Sí, me lo puedo imaginar. Gracias por no dejarla sola -la colocó sobre su cuerpo y le cogió la cara con las manos —.Gracias por todo. Quiero al viejo como si fuera mi padre, si le hubiera pasado algo no me lo perdonaría. Sé que no puede estar solo mucho tiempo. Gracias, gracias, gracias...

La iba besando con delicadeza mientras se lo agradecía. Elle sintió la erección del hombre sobre su monte de Venus y se maravilló de la respuesta de su cuerpo. Estaba viva, lo iba a estar durante mucho tiempo, o eso esperaba, y estaba tan excitada como él.

Robert sintió que no las tenía todas consigo, la depositó sobre la cama de nuevo. Sidney estaba dormida a su lado y no quería herir sensibilidades. Los pechos de Elle se habían hinchado y sus pezones tiesos y arrogantes se marcaban en el tejido de aquella prenda interior con una claridad meridiana. Estaba tan sexy que pensó llevársela al baño. Respiró hondo, aquella criatura quería que fueran despacio y lo iba a respetar aunque falleciera en el intento. Total, Onán y él ya eran viejos conocidos.

Elle recordó a Sidney, estaban los tres en el sofá, hizo un gesto de resignación y la llamó con energía.

—No, sólo son las ocho. Dejemos que duerma -le arrulló Robert al oído—. Ven aquí.

La abrazó con delicadeza. Le encantaba sentir su cuerpo fibroso y delgado entre sus brazos. Encajaban a la perfección. En ese momento comprendió el significado de la expresión. Su pene rozaba su pubis. Con apenas un pequeño movimiento podía entrar dentro de ella. Elle se removió contra su cuerpo y su falo recibió la acometida. Dejó que su mano siguiera el dibujo de su columna y se paró en aquellos glúteos redondos y perfectos. Los amasó sin tanta delicadeza como hubiera querido y comenzó a sentir el líquido preseminal calando el bóxer. Volvía a tener problemas.

Elle había comenzado a besar su cuello y deslizaba una mano debajo de su camiseta para acariciarle el torso. Cuando la oyó suspirar de placer comprendió que debían parar.

—Nena, tenemos que tranquilizarnos -siseó en su boca—. No podemos hacer esto con Sidney aquí.

Elle reconoció la dolorosa e indiscutible verdad y salió de la improvisada cama. Tenía que despejarse bajo el agua y vestirse.

Robert la contempló arrobado. No podía apartar la vista de su cuerpo. Era tan bonita, pensó con ternura. La adoraba, pero no sólo por su físico. La belleza de su interior era lo que lo había atrapado, reconoció para sí.

Dejó que entrara en el aseo y trató de calmarse. Se había duchado a las siete de la mañana, se cambió de bóxer y se vistió en unos minutos. Al escuchar el agua de la ducha se dirigió al baño sin pensarlo. Cuando llegó a la puerta retrocedió asustado. ¿Qué estaba haciendo?

—Sidney -gritó con fuerza—, levanta perezosa, tenemos que ver al abuelo.

Era un cobarde pero necesitaba protección de sí mismo y su hermana se la iba a proporcionar.

—¿Robert? -Sid se levantó gritando de la cama—. ¡Oh, Dios mío! estás aquí, menos mal. ¿Lo has visto?

Se tiró a sus brazos y comenzó a llorar sin control alguno. Elle salió del servicio y los encontró abrazados. Sintió el amor que iba del uno al otro y agradeció presenciar aquel bello intercambio. Un hombre que trataba con ese amor a su hermana, no podía ser muy malo, se dijo emocionada.

Bajaron a desayunar con la sensación de que todo iba a salir bien. Sid había vuelto a lucir su maravillosa sonrisa y ella seguía en las nubes. Sentía el brazo de Robert en sus hombros. Cuando le resultaba imposible caminar por su cercanía se paraba para alejarse, aunque por poco tiempo, porque Robert volvía a pegarla a su costado.

—Verás, no me extraña que se te haya desplomado el puente -sonrió con picardía—. Si aplicas tanta fuerza en la base, esta no se sostiene.

—Oye listilla, mis cálculos no han tenido nada que ver con el derrumbe -la seriedad de su voz desmentía el deje bromista de sus palabras—. Pero no quiero hablar de eso. ¿Has pensado ya en qué va a consistir tu desayuno macrobiótico? -como tantas veces, se reía él solo.

—Yo sí -dijo Sid, contemplándolos satisfecha—. Voy a pedir mientras decidís el vuestro.

Se alejó hacia la barra a toda prisa, también debía tener hambre, pensó Elle. Lo habían pasado bastante mal.

—Cariño ¿tan larga es tu lista que necesitas meditarla? -seguía bromeando.

—Pues sí... quiero un poco de todo -contestó Elle muy digna—. Tengo apetito y no deberías hacer escarnio de ello.

Robert la contempló sonriente, estaba tan delgada que le pediría de todo doble, pero le encantaba hacerla rabiar.

—De acuerdo, pero por favor, sin botes, estamos en un sitio público y yo tengo una reputación que mantener -continuaba mostrándose encantador. Una risa fresca y burbujeante bailaba en sus labios y sólo por eso Elle aguantó las burlas.

Robert y Sid habían terminado sus desayunos hacía rato y la observaban maravillados. Daba gusto verla engullir todos aquellos alimentos. Robert había descubierto su patrón: pescados o carnes, verduras, huevos, hidratos de carbono, lácteos y frutas.

Cuando terminó, los miró con una sonrisa abierta de par en par, los ojos le brillaban y los hoyuelos estaban tan marcados que Sid extendió la mano y los tocó. Estaba viva, se dijo feliz. Después, los miró mosqueada.

—¿Qué? -preguntó.

—Nada, da gusto mirarte -contestó Sid con sinceridad.

Robert comprendió el gesto de su hermana. Esa mujer atraía a todo el que permaneciera dentro de su órbita. Los facultativos de una mesa cercana habían dejado de comer para observarla. Quería creer que por su ingesta de alimentos pero sabía que lo habían hecho atraídos por su belleza. Suspiró anhelante, no se iba a perder en los celos irracionales nunca más. Aquella chica sólo tenía ojos para él, reconoció con dificultad.

Se ladeó hacia ella y la besó en la nariz.

—Sí, eres preciosa y quiero pasarme el resto de mi vida mirándote -la estudió con determinación. No sólo era preciosa, era algo más. La luminosidad que tenía su cara procedía de dentro no de fuera. Era especial, muy especial, decidió convencido.

A las doce en punto les permitieron ver al señor Newman de nuevo. Estaba tan dicharachero como la vez anterior, aunque en esta ocasión su mirada brillaba con intensidad.

—Hacéis los tres una hermosa familia -dijo el hombre sin disimular las lágrimas.

—Nos falta el abuelo -dijo Robert sujetando su mano—. Es lo más parecido a un niño pequeño que vamos a tener en algún tiempo, a no ser que Elle cambie de opinión.

Sintió tres pares de ojos observarla sin parpadear y pensó que no podía ponerse más colorada, si lo hiciera se prendería en llamas. No sabía cómo, pero Robert siempre le hacía lo mismo cuando estaba con los suyos. Se iba a enterar.

—Estoy dispuesta a traer a este mundo a un Newman siempre que me garanticéis que se va a parecer a vosotros -aclaró con una sonrisa ladina.

Robert la miró estupefacto y por primera vez desde que se conocieron lo vio quedarse sin palabras. Sid sonreía regocijada sin perder de vista a su hermano.

—Pues no sé hija mía, después de conocerte, creo que a nuestra estirpe no le vendría nada mal perder en una batalla con tu ADN -el abuelo le dedicó una miraba a rebosar de orgullo y rió complacido.

Elle sintió que acababa de encontrar a la familia que siempre había estado esperando.