Dieciséis
Levantó la tapa para asegurarse de que la exigua colección de joyas seguía allí. Otra prueba más de que Gianna no había huido. Se sintió culpable hurgando en aquel joyero. Lo que estaba haciendo en aquel momento sí le parecía un delito, mucho más que haberse colado en casa del conde a tomar el joyero. Tal vez, porque él creía que el conde se lo merecía, y Gianna no. Sin embargo, eso le planteaba una cuestión: ¿Qué pensaba él que mereciera Gianna, y por qué?
Nolan pasó los dedos por el fondo forrado de satén, palpándolo en busca de alguna irregularidad. Nada. Pasó los dedos por las costuras de la tapa y apretó para encontrar algo escondido detrás de la tela. Nada. Tomó el joyero y lo agitó ligeramente y, después, con más fuerza. El fondo cedió, y varios papeles cayeron al suelo. Cada uno de ellos contenía un secreto. ¿Qué iba a esconder alguien en un compartimento como aquel, sino cosas que tenían que ser protegidas porque, si llegaba a conocerlas la persona equivocada, podían resultar peligrosas?
Una idea sospechosa empezó a formarse en su cabeza. Era muy fácil estudiar el joyero y encontrar el falso fondo, y más para un hombre que había tenido cinco años para buscarlo. El joyero era una pieza excelente de ebanistería; si el fondo estaba bien cerrado, el conde no tenía por qué haberlo descubierto. Así pues, si él lo había abierto con tanta facilidad, era porque el mecanismo de cierre no se había enganchado cuando lo habían cerrado la última vez. Un misterio resuelto. Pero quedaban otros muchos.
Nolan se arrodilló en el suelo y recogió los papeles, que estaban plegados. Lo que estuviera buscando Gianna estaba allí, o había estado allí. Seguramente, ella se lo había llevado. Aquella realidad le hizo daño. Ella le había confiado sus recuerdos, el placer de su cuerpo, pero aquello, no.
Si fuera un caballero de verdad, no habría mirado lo que había en los papeles doblados. Sin embargo, su propia seguridad estaba por encima de la privacidad de Gianna. Además, los comentarios de Brennan le habían influido. ¿Con qué clase de mujer estaba tratando? ¿Lo había utilizado? Tenía derecho a saberlo. Si aquellos papeles podían proporcionarle algo de información, él merecía saberlo.
Los dos primeros no contenían nada útil. Eran cartas de gente que él no conocía. Sin embargo, el tercero era una carta escrita a Gianna. La examinó rápidamente; leyó la firma, la fecha y el saludo del principio: Queridísima hija. Su madre se la había escrito cinco años antes con mano temblorosa, lo que indicaba que le había costado un gran esfuerzo. ¿Era, tal vez, una última carta? ¿Las últimas instrucciones para su hija?
Sintió una punzada de culpabilidad. Estaba entrometiéndose en algo muy privado. Le resultó difícil seguir leyendo las últimas palabras de una mujer moribunda. Sin embargo, el último párrafo era importante:
Cuando cumplas veintidós años, lleva el recibo que vas a encontrar aquí a una joyería que hay junto al Ponte di Rialto.
Nolan dobló la nota con cuidado y la puso junto a las otras. Sus sospechas se habían confirmado. Ella necesitaba aquel joyero para seguir con su plan, que no era marcharse de Venecia para evitar la mancha del escándalo, tal y como había dicho. Aquello tenía un principio y un final demasiado limpios: la chica conseguía el joyero y se marchaba de la ciudad para vivir una vida feliz y tranquila después de escapar de su cruel carcelero. Sin embargo, había más: conseguir el joyero no había sido el final, sino el principio.
En su mente surgieron cientos de especulaciones. Pensó en la historia, buscando diferentes perspectivas. El conde había querido obligarla a que se casara con él. ¿Por qué? ¿Por aquel joyero? ¿Para ocultar el hecho de que había robado parte de su dote y la había vendido antes de la boda, o para conocer los secretos que había en el interior del joyero? ¿Era tan valioso aquel recibo como para empujarlo al matrimonio?
Era obvio que su madre sospechaba de la maldad del conde en el momento de su muerte, y se había preocupado por el futuro de su hija. Así pues, Gianna y el conde estaban librando una guerra privada por el control del dinero y de las joyas, cuyo valor era suficiente para proporcionarle a Gianna una vida independiente o una dote. Aquello representaba una oportunidad para conseguir la libertad, para escapar de la opresión. Gianna nunca le había contado nada de su vida con el conde, pero había hecho insinuaciones suficientes como para suponer que no había sido fácil.
¿Hasta qué punto llegaría el conde para recuperar a Gianna y para recuperar el joyero? Aunque él no descubriera que el joyero había desaparecido de la caja fuerte, ella seguía estando en peligro. Para hacerse con la supuesta riqueza que estaba en juego, el conde debía poseer a Gianna más que poseer el joyero, y el tiempo pasaba rápidamente. Ella ya había estado tres días fuera del palazzo, fuera de la esfera de influencia del conde, que debía de haber empezado a pensar que, tal vez, ella no volviera… A menos que el conde tuviera algún modo de obligarla.
La última especulación era la siguiente: ¿Qué iba a hacer él con respecto a todo aquello? Tanto Brennan como él tenían razón: Gianna tenía problemas pero, por otro lado, lo había usado con maestría, dándole solo unas migajas de información que había dejado como un rastro para que él lo siguiera hasta encontrarse allí, en su habitación, con la cabeza entre las manos, preguntándose si debía dar el siguiente paso o debía cortar allí mismo y seguir su camino. Él no le debía nada más.
Estrictamente hablando, podía marcharse. El carnaval estaba terminando, y él había ganado mucho dinero. En aquel mismo momento, ese dinero se estaba transfiriendo a su hermano, en Inglaterra, y aquello con lo que él había soñado estaba cumpliéndose. Podía despedirse de Gianna y de Venecia y seguir al próximo destino de Europa. Brennan había mencionado que quería conocer Grecia. También debían considerar Nápoles, incluso Turquía, suponiendo que el conde le permitiera marcharse. Podía ser muy ingenuo por su parte pensar que Gianna era la única que corría peligro. Después de todo, él era quien le había dado refugio y quien no la había obligado a volver. Tal vez no tuviera que decidirse. Sus actos ya habían tomado la decisión en su hombre, ya habían decidido lo que iba a ocurrir después: tenía que ir a buscarla.
Se levantó, se vistió rápidamente y colocó el cuchillo en su funda oculta. Tal vez un cuchillo no fuera suficiente, así que tomó una pistola de bolsillo del cajón de la cómoda y la guardó en el abrigo. Se miró al espejo, y constató que Brennan tenía razón. Debería afeitarse, pero no tenía tiempo, porque Gianna andaba sola por la ciudad. Su única esperanza era que el conde no hubiera empezado a reclamarla ya.
—Quiero que vuelva aquí rápidamente —dijo el conde Agostino Minotti, mientras se paseaba de un lado a otro detrás de su escritorio, dándoles instrucciones a dos de sus lacayos. Eran guardias, más que sirvientes, hombres a quienes había contratado para vigilar, primero, a Francesca y, después, a Gianna. No porque quisiera protegerlas, sino porque pensaba que madre e hija conspiraban contra él.
—Han pasado tres días —continuó—. Si esperamos más, podría marcharse de la ciudad, y sería mucho más difícil encontrarla.
Se trataba de algo más que eso, y resultaba demasiado vergonzoso. Había podido echarles la culpa de lo sucedido a los guardias que estaban de servicio durante la fiesta, pero eso no servía para mitigar la ira que sentía.
—Empezad por el inglés —dijo Romano Lippi. Estaba sentado en una esquina, desde donde había seguido la reunión con interés—. Estará con él y, si no, él sabrá adónde ha ido.
—Signor? —preguntó uno de los guardias, volviéndose hacia Agostino de nuevo—. ¿Y si la está protegiendo?
Aquello era lo que más temía el conde, que Gianna hubiera conseguido convencer al inglés de que se convirtiera en su aliado. Si estaba sola, era más vulnerable, y él contaba con eso.
El conde sonrió con frialdad y se sentó en la butaca de su escritorio.
—Creo que se ocupará más de protegerse a sí mismo si vosotros le ponéis en esa situación. Lleváis los cuchillos, ¿no?
Los dos hombres devolvieron la sonrisa.
—Solo queríamos asegurarnos de hasta dónde podíamos llegar. Empezaremos por los hoteles.
—Los buenos. El inglés tiene dinero —dijo Romano, levantándose de su asiento, estirando sus miembros largos y elegantes, con los ojos ardientes. Era hora de que los guardias se marcharan.
Romano se acercó a él y se colocó a su espalda. Posó las manos en sus hombros.
—¿Crees que seguirá siendo virgen? —preguntó.
—No me importa si lo es o no lo es —respondió el conde—. Lo que me importa es que va a cumplir los veintidós años y puede reclamar su herencia.
Romano se rio irónicamente mientras empezaba a masajearle los músculos.
—¿Y por qué te importa tanto? De todos modos, tú te has gastado la mayor parte. El joyero está casi vacío.
Agostino suspiró. Romano era un hombre guapo, con el pelo y los ojos oscuros, que tenía una vena cruel tan marcada como la suya. Sin embargo, aunque entendía algunas sutilidades de forma natural, otras, no tanto. Romano solo veía el dinero de la superficie, no la verdadera fortuna.
—Eso no es lo importante. Lo importante es que ella estuvo aquí anoche y robó el joyero delante de nuestras narices. Es una cuestión de principios. ¡Esa pequeña zorra se atrevió a venir aquí mismo, maldita sea!
Agostino dio un puñetazo en la mesa, casi sin poder contener la furia, al recordarlo todo. Después de la fiesta, había llegado a su habitación y había visto el cuadro ligeramente inclinado y, con las manos temblorosas tras una noche de abundante alcohol, había abierto la caja fuerte y había descubierto que estaba vacía. Aquello confirmaba algo que él había sospechado durante todo aquel tiempo: que en el joyero había algo más que joyas, pero que él no había sido capaz de encontrarlo.
—Bueno, no tiene tanta importancia —dijo Romano, intentando calmarlo. Sin embargo, eso no era suficiente. Había llegado el momento de que Romano supiera la verdad.
—Se trata de algo más que del joyero —dijo Agostino, y apoyó la cabeza en ambas manos.
Romano se detuvo. El dinero siempre conseguía captar su atención. Romano adoraba el lujo de Venecia. Cuando él lo había conocido, era gondolero. Ahora, se había convertido en un hombre que lo acompañaba casi a todas partes y hacía extraños trabajos para él. Él había construido a Romano con el dinero de su esposa Francesca, le había dado acceso a los círculos sociales más pervertidos de Venecia, en los cuales, tanto los hombres como las mujeres iban en su busca para obtener sus sórdidos placeres. Agostino se preguntó si Romano le dejaría en caso de que se acabara el dinero. ¿Y si él no conseguía encontrar a Gianna antes de su cumpleaños y perdía el resto del dinero de Francesca?
—¿Puedo hablar con claridad, Agoste? —preguntó Romano, mientras empezaba a masajearle los hombros de nuevo, con movimientos firmes y constantes que disminuyeron mucho su tensión.
—Siempre —dijo Agostino, con un suspiro de relajación.
—Puede que haya llegado el momento de tomar medidas más drásticas con respecto a Gianna.
—Estás hablando de asesinato —dijo Agostino, con cansancio. Aquella no era la primera vez que Romano sugería tales métodos—. Mi repuesta sigue siendo la misma. El matrimonio es más directo. Como esposo suyo, tendría inmediatamente el control sobre su herencia. Eso funciona para nosotros. Aunque tenga que casarme con ella después de su cumpleaños, recuperaría el control de todo lo que está en sus manos —dijo, y alzó una mano para acariciar la de Romano—. El matrimonio no va a cambiar lo que hay entre nosotros, solo sería una cuestión de negocios. Pero lo nuestro está más allá de eso, ¿no? —preguntó. Necesitaba escuchar las palabras, el compromiso por parte de Romano.
Romano se inclinó hasta su oído y le dijo, suavemente:
—¿De cuánto dinero se trata?
—Veinte mil liras, más unos diamantes, si acaso aún existen. Solo ella sabe dónde están, lo cual es otro motivo para dejar que siga con vida.
Romano le acarició la nuca, provocándole un delicioso estremecimiento.
—Veinte mil liras ya justifican el asesinato. Tal vez podamos renunciar a los diamantes si es necesario. La encontramos y acabamos con ella antes de que cumpla la mayoría de edad, y todo será tuyo, nuestro.
Era tentador. Resolvería sus problemas, y no sería la primera vez que cometía un asesinato. Sin embargo, era difícil comprometerse a renunciar a la riqueza de los diamantes.
—No antes de que nos diga dónde están los diamantes, Romano. El asesinato es definitivo. Tenemos que asegurarnos de que lo sabemos todo antes. La última vez, el asesinato no nos funcionó tan bien.
Él creía que sabía dónde había puesto Francesca los diamantes, que sabía cómo era su testamento. Se había equivocado en ambas cosas, y lo había descubierto cuando ya era demasiado tarde para corregirlo. Como consecuencia, se había visto en la situación de tener que saquear el joyero de una mujer muerta para conseguir dinero durante aquellos cinco años, y a esperar a que la hija cumpliera la mayoría de edad.
—No fue un asesinato. Fue una muerte por un lento envenenamiento —le corrigió Romano—. «Asesinato« es una palabra tan innoble… Es lo que hacen los matones en un callejón. Pero nosotros somos maestros, y lo que hacemos es un arte. Además, Agoste, esta vez nos vamos a asegurar de que todo esté en orden. Será algo rápido, no como la «larga enfermedad» de la pobre Francesca. Durante todo ese tiempo, ella no sospechó nada —dijo Romano, y se echó a reír.
Agostino no se molestó en contradecirle, pero había llegado a pensar que Francesca sabía más de lo que él creía. Se había quedado muy sorprendido al conocer el cambio en el testamento, las garantías que había añadido para asegurarse de que Gianna heredara su dinero. Lo único que él había podido conseguir era que lo nombraran tutor de la niña, y ni siquiera de ese modo había conseguido el acceso a todo, solo el permiso para supervisarlo.
Romano le habló al oído:
—Déjamelo a mí. Yo lo haré por ti, por los dos. Esta vez no habrá errores.
—Eres un ángel —susurró Agostino.
Sería fácil dejarle aquella carga a Romano; algunas veces, pensaba que estaba completamente loco, que era un brillante genio de lo macabro. ¿Qué otra persona podría excitar su cuerpo mientras le hablaba del asesinato?
—Pero tal vez no sea suficiente. Giovanni lo heredaría todo a menos que ella se case; entonces, la fortuna iría a parar a manos de su marido.
Casi escupió el nombre de Giovanni. Detestaba a aquel muchacho; era alguien inútil, salvo por el detalle de que siempre había sido un obstáculo en su camino, casi tanto como Gianna.
Romano le hizo una promesa perversa:
—Entonces, los mataré a los dos. El pobre chaval ni siquiera lo verá venir —dijo, y se echó a reír de su propia maldad.