Nueve
—Tenemos que hacerlo. Has dicho que ibas a ayudarme, y yo necesito tu ayuda esta noche —dijo Gianna, intentando mantener la calma. Si dejaba entrever el pánico que sentía, él se daría cuenta de que había algo que ella no le había revelado.
Nolan no cedió.
—También he dicho que la perfección del risotto de gò se pierde con el menor paso en falso. Uno no puede entrar en casa de alguien sin un plan perfectamente concebido, por muy bonitos que sean sus mohines.
Entonces, tal vez ella sí fuera capaz de discutir con la gracia suficiente.
—¿Qué es lo que hay que planear? Yo conozco la casa, conozco el horario de los sirvientes y sé dónde está el objeto. Yo soy tu plan, y te aseguro que no tengo ganas de que me sorprendan.
Nolan tiró de ella hacia los paquetes, y le soltó la muñeca.
—Yo tengo un plan mejor. Vamos a ir mañana por la noche. Ábrelos.
Los paquetes eran blandos y flexibles. Gianna deshizo los lazos y abrió el envoltorio del primero. Dentro había un vestido grueso, de damasco de color rojo, con ribetes de terciopelo, de estilo medieval. Debajo había una capa con el borde de piel. Finalmente, en un paquete envuelto en papel, había una preciosa máscara roja y blanca, con el ceño fruncido.
—Esto es para una fiesta de disfraces, no para entrar en una casa sin ser vistos.
Sin duda, el segundo paquete, que tenía una forma similar, contenía un disfraz y una máscara masculinos.
Nolan sonrió con petulancia y se sacó un papel del bolsillo de la chaqueta.
—Creo que el baile anual de carnaval del conde Minotti es mañana por la noche —dijo, y le pasó la invitación.
—¿Estás loco? El palazzo va a estar lleno de gente —le dijo Gianna. ¿Acaso estaba sugiriendo que intentaran llevarse el objeto durante la fiesta? Era una locura.
—Cuantos más, mejor —replicó Nolan—. Nadie se va a enterar de que estamos allí. Iremos, tomaremos un poco de vino, bailaremos, disfrutaremos de la hospitalidad del conde, tomaremos eso que quieres y nos iremos. Ni siquiera tendremos que escabullirnos.
Cuando Nolan lo dijo en voz alta, su plan empezó a parecer factible. Solo había un obstáculo: ¿podían esperar un día más? ¿Cuánto tiempo esperaría el conde antes de exigir que ella volviera a casa? Si el conde se enfrentaba a Nolan, ¿cumpliría él su promesa de ayudarla y no la enviaría al palazzo? Y, sobre todo, ¿cuánto tiempo iba a pasar antes de que el conde tuviera a Giovanni en su poder y lo convirtiera en un rehén contra su regreso y contra sus secretos? Ella ya sabía que revelaría todos los secretos con tal de proteger a Giovanni, pero entonces, ¿cómo iba a mantenerlos a los dos?
Gianna hizo cálculos rápidamente: ¿cuánto tardaría en llegar un mensaje del conde? ¿Cuándo lo enviaría? No iba a hacerlo hasta el día siguiente, como muy pronto, y solo si estaba seguro de que ella no iba a volver. Tal vez pudiera permitirse el lujo de esperar veinticuatro horas más, sobre todo si con la espera se aseguraba el éxito y reducía el peligro.
Con el plan de Nolan no tendrían que colarse en la casa, solo tendrían que hacerse con el objeto en cuestión.
—Bueno, ahora que ya está todo decidido —dijo Nolan, al darse cuenta de que ella accedía, pese a que Gianna no hubiera dicho nada aún—, tengo que darte las gracias por esta deliciosa cena y excusarme. Tengo que cambiarme para salir.
—¿Te marchas?
Gianna lo siguió hasta el dormitorio. Aquello no iba según lo planeado, pero ¿por qué se sorprendía? Nada iba según lo planeado.
Nolan se quitó la chaqueta y el pañuelo del cuello, se desabrochó el chaleco y se sacó la camisa del pantalón.
—Sí. Tengo una partida de cartas, y no puedo llegar tarde. ¿Podrías pasarme la chaqueta de noche?
—No, no puedo pasarte la chaqueta de noche —respondió Gianna con irritación.
Así no era como había pensado que iba a transcurrir la noche. Se suponía que en aquel momento debían estar en una góndola, de camino a casa del conde. Como no iban a colarse en el palazzo aquella noche, no tenía otro plan para aquella noche, ¿tal vez idear algo para la fiesta? ¿Estudiar el plano de la casa del conde? Fuera cual fuera su idea, no era aquella.
Empezó a enfadarse.
—Llevo todo el día encerrada en esta habitación, me han pinchado con agujas y alfileres, me han envuelto en metros de tela y han hablado de mí como si no fuera más que un maniquí. Además, he pedido una excelente comida para ti y, ahora, ¿lo único que me dices es «Adiós, me marcho»?
Nolan tiró su camisa en la cama; era obvio que a él le importaba muy poco desnudarse delante de ella. Se volvió hacia Gianna con las manos en las caderas, con el pecho desnudo; su torso y sus brazos eran una exposición de músculos y fuerza.
—Sí, voy a marcharme. Me he comprometido para una partida de cartas, y no puedo llegar tarde, y menos si tu forma de gastarte mi dinero es indicación de cómo voy a tener que mantenerte estos días. Tú, querida mía, has resultado ser una adquisición muy cara. Me tienes comprando guardarropa, cenando con cubiertos de plata a la luz de las velas, bebiendo champán francés y colándome en las casas de la nobleza —dijo. Tomó una camisa limpia y se la puso—. Ahora voy a cambiarme de pantalones. Puedes quedarte y mirar, si quieres.
Gianna tuvo que contenerse para no dar una patada en el suelo. ¡Su arrogancia era insufrible! Era un hombre muy atractivo, con y sin ropa, y lo sabía perfectamente.
—No estoy tan desesperada por entretenerme. Además, yo también voy a salir. Hay un concierto en San Giorgio y quiero ir.
Era cierto. Un cuarteto de talento tocaba obras de Vivaldi aquella noche. Gianna se encaminó con energía hacia el armario donde había guardado algunas de las cosas que le había dejado la signora Montefiori aquella tarde. Había una maravillosa capa con el cuello forrado de piel que quería estrenar.
Nolan estiró el brazo por encima de su hombro y cerró de golpe la puerta del armario. Entonces, le gruñó al oído:
—No seas tonta, Gianna. No puedes salir, si el conde es tan peligroso como dices.
—Suelta la puerta, Nolan. No seas absurdo. No me va a reconocer nadie. Está oscuro y hay juerguistas por todas partes. Nadie se va a fijar en mí —le dijo ella, y se volvió para sonreírle con coquetería, intentando ignorar el hecho de que él estaba desnudo de cintura para arriba—. Cuantos más, mejor, ¿no? ¿Por qué vamos a poder escondernos a la vista de todo el mundo mañana, en la fiesta de disfraces, pero yo no puedo hacerlo hoy? —preguntó con petulancia.
—Porque esta noche no vamos a ser dos. Tú no puedes salir de noche sola.
En eso tenía razón. En secreto, estaba empezando a pensarlo mejor. Era cierto que nadie iba a fijarse en ella, pero, por ese motivo, nadie se daría cuenta si a ella le pasaba algo malo. El carnaval era una época muy divertida, una época de libertad, pero también podía ser terrorífica si una persona no tenía cuidado. Ella no sería la primera que desaparecía durante los festejos sin dejar rastro.
—Entonces, ven conmigo —le dijo.
Aquello era lo último que él quería hacer. Cuanto más estuviera con Gianna, más cordura perdería y, para ser sincero, nunca había sido el tipo más cuerdo del mundo. Necesitaba alejarse de ella, y la partida de cartas le proporcionaría esa distancia. Con solo estar cerca de Gianna, inhalando su olor a hierbas aromáticas, romero, salvia y lavanda, perdía el comedimiento y la cautela. Ya había estado con ella durante toda la cena, admirando su expresivo rostro, viendo cómo se acariciaba la perla del cuello, y, si seguía así, no tendría ninguna oportunidad de seguir siendo cauteloso.
El hecho de ignorar la cautela no era algo extraño en él; después de todo, era jugador y se dedicaba a apostar. Sin embargo, sus riesgos siempre eran calculados. La mayoría de las veces; en el Palio de Siena se había vuelto loco, pero por una buena causa, y eso no podía repetirse aquella noche. Necesitaba aplicar la inteligencia. En su cabeza empezó a formarse una idea, e hizo cálculos. Apartó la mano de la puerta del armario, y dijo:
—Está bien, vamos al concierto.
Retrocedió para apartarse de su olor, de su calor, y la observó mientras ella tomaba sus cosas. Gianna coqueteaba e intentaba tentarlo por los motivos equivocados; él no estaba dispuesto a acostarse con ella en aquella situación, por muy fuerte que fuera la tentación. Siempre que ella utilizara el sexo como un arma, él debía permanecer vigilante, aunque su cuerpo prefiriera otra cosa. Antes de que aquello pudiera ocurrir, él necesitaba que entendiera el poder del arma que estaba blandiendo. ¿Qué haría Gianna si él aceptara de verdad su oferta? Tal vez fuera una lección para ella. Cuanto antes la aprendiera, mejor.
Sin embargo, Nolan era lo suficiente sincero consigo mismo como para admitir que, durante las últimas veinticuatro horas, Gianna se las había arreglado para conseguir que él actuara guiado por las emociones y no por la lógica. Y no solo una vez, sino tres. Estaba ayudándola porque empatizaba con ella, no porque hubiera ningún motivo lógico para hacerlo. La compasión no tenía nada de lógica. Si todavía se daba cuenta de eso, al menos no estaba tan perdido como temía.
Aquella noche iba a convencerla de que ella no debía estar cerca de él, y eso le proporcionaría la distancia necesaria como para conservar su libertad. Invertiría su tiempo en aquel momento para obtener la libertad mañana. Si su plan funcionaba, no necesitaría verla en absoluto al día siguiente, salvo para la fiesta de disfraces. Y, si eso también salía bien, ella se habría ido al día siguiente, habría salido de su vida.
Así pues, solo necesitaba sobrevivir las próximas cuarenta y ocho horas. A él se le daba bien sobrevivir. Llevaba años haciéndolo.
En el vestíbulo del hotel, Nolan alquiló una góndola para que los llevara por el canal hasta San Giorgio Maggiore, y tiró de Gianna hacia la oscuridad. Cuanta menos gente la viera, mejor. La capa tenía una amplia capucha, pero él le dijo que no se la pusiera. El hecho de esconder su rostro lanzaría el mensaje de que no quería que nadie la reconociera, y el misterio alimentaba la curiosidad.
—Vamos, pasa y siéntate. Y nada de mecer la barca esta vez —le reprochó, en broma, mientras la ayudaba a bajar—. Esta noche no tengo ganas de nadar —añadió.
Le dio la dirección al gondolero y se sentó junto a ella, bajo el felze, mientras la góndola se alejaba del embarcadero.
—Gracias —dijo Gianna, y le apretó suavemente la mano, que él había posado en el muslo. Fue un gesto espontáneo y sincero, que no tenía nada de su coqueteo sensual.
Nolan se rio.
—Oh, no. Me estás dando las gracias otra vez. Eso significa que quieres algo.
—¡No es cierto! —protestó ella, con un poco de indignación y mucha actitud defensiva.
—Sí lo es —replicó él, sin dejar de reírse. Disfrutaba de aquella discusión en particular. Tapó la mano de Gianna con la suya—. La primera vez que me diste las gracias, querías saber por qué estaba siendo amable contigo. La segunda, me pediste que entrara a robar a casa de tu padre. Así pues, debes disculparme por mi pequeña desconfianza.
—Padrastro —le corrigió ella, con firmeza—. No sé quién es mi verdadero padre, pero no es el conde.
Vaya, un tema sensible. Sin embargo, Nolan necesitaba saber más sobre el conde. Iba a entrar subrepticiamente en casa de aquel hombre, y quería saber a qué se estaba enfrentando. Y, por supuesto, si quería conocer a Gianna, tenía que conocer su pasado. ¿Quién era Gianna Minotti? Esa era la pregunta que más le preocupaba mientras la góndola se deslizaba por las negras aguas del canal.
Nolan le acarició la mano con el dedo pulgar, lentamente, a través de la piel de sus guantes.
—¿Y tu madre? ¿Qué representa ella en todo esto?
Una voz queda, tranquila, el movimiento calmante de su dedo y la privacidad de la góndola daban pie a compartir secretos, y él iba a aprovechar aquella ventaja.
Gianna miró sus manos y respondió en voz baja.
—Mi madre murió hace cinco años.
Así pues, ella llevaba aquel tiempo sola con el conde, que había sido el encargado de guiarla hasta la edad adulta. Cuántos años podía tener cuando había muerto su madre, ¿diecisiete? ¿Dieciséis, tal vez? Estaría a punto de ser presentada en sociedad. ¿Qué tipo de esfuerzos había hecho el conde en su nombre? Nolan no tenía hermanas, pero tenía primas, y las había visto prepararse para su presentación social. Las madres eran esenciales. ¿Qué sabían los padres de vestidos y fiestas, y de desenvolverse en sociedad, cuando se era una chica joven? Los chicos se lanzaban a la sociedad, y sus salvajadas, su terquedad y sus errores eran tolerados. Sin embargo, las muchachas no tenían ese privilegio. Un error era fatal, como en el caso del risotto de gò.
—¿Y no tienes tías cerca? —preguntó él, aunque ya sabía que la respuesta era negativa. Si las tuviera, no se habría quedado con el conde. Sin embargo, no se esperaba una respuesta tan vehemente por parte de Gianna.
—Mi madre no tenía amigas de ningún tipo. Era una cortesana de lujo que consiguió casarse con un noble antes de que su belleza se marchitara. Así que no, no tengo tías, ni una familia extensa de esas de las que tanto se enorgullecen los italianos. El conde sí, claro, pero no me serviría de nada acudir a ellos, en el improbable caso de que me lo permitieran.
—Entonces, ¿estás sola? —preguntó Nolan, mientras seguía trazando círculos en el dorso de su mano. Notó que algo de la tensión de Gianna desaparecía.
Si estaba sola y bajo la tutela de un hombre que no tenía motivos para preocuparse por ella, se encontraba en una situación proclive a los escándalos y el abuso de poder. Sin embargo, no iba a durar siempre, ¿no? Nolan pensó en su mayoría de edad.
—En algún momento conseguirás liberarte del conde. ¿Tenía algo que ver con eso lo de la otra noche?
—Él no creía que fuera a perder. Solo quería utilizar la apuesta como chantaje para que yo aceptara casarme.
—¿Con quién? —preguntó Nolan.
Estaba empezando a sospechar algo. Si ella cumplía la mayoría de edad, el conde ya no podría controlarla. Para algunos, eso sería la liberación de una carga. Nolan hubiera pensado que el conde estaría feliz de liberarse de esa obligación, a menos que no quisiera perder el control sobre Gianna.
—Preferiblemente, con él —dijo ella—. Ahora entenderás por qué no puedo volver a su lado. Eso sería casi como un acuerdo permanente.
Por supuesto que sí. Ella tenía algo que el conde quería, y todos los hombres podían valerse del sistema legal europeo para controlar a una mujer, y sus propiedades, casándose con ella.
—¿Qué es lo que vamos a recuperar mañana de casa del conde? —preguntó él; debía de ser algo de gran valor si ella estaba dispuesta a correr el riesgo de volver. La había visto estremecerse, y ahora comprendía mejor lo que suponía para ella regresar junto al conde. Además, aquel objeto debía de ser algo que el conde deseaba controlar a través de ella.
—El joyero de mi madre —respondió ella.
Demasiado simple. Nolan dejó de acariciarle la mano. No la creía. Durante aquel trayecto en barca ella le había dicho más de lo que le había dicho durante todo el día y, aunque el ambiente propiciaba las confidencias, debía cuestionar aquella última. No dudaba que fuera cierto, pero pensaba que la verdad no era completa. Gianna todavía estaba ocultando algo.
La góndola tocó el embarcadero de San Giorgio Maggiore y Nolan la ayudó a bajar. No había mucha gente en la iglesia; aquella noche había fiestas más importantes por toda Venecia. Habían dispuesto unas cuantas sillas plegables y los dos encontraron un par al final del pasillo, alejadas de la luz directa. Era lo mejor para la lección que él quería enseñarle.
Aquella noche había aprendido mucho sobre Gianna, pero no estaba seguro de haber avanzado en su plan de conseguir que comprendiera que tenía que guardar cierta distancia con él. Más bien había conseguido lo contrario, atraerla aún más. Él había aprendido que la belleza física de una mujer era una característica superficial, pero la belleza sumada a una aguda inteligencia que podía enfrentarse a su propio ingenio y que defendía sus secretos… Bueno, eso era irresistible. Y no ayudaba que su cuerpo estuviera tan dispuesto a recordar el contacto de sus manos y muy poco dispuesto a recordar por qué lo había acariciado. Quería que se distrajera. Su apuesta había sido una parte de genio y dos partes de desesperación y, como tal, había funcionado y no había funcionado. Tal vez él hubiera impedido que ella siguiera con su seducción, pero su estrategia también había servido para detener la conversación.
Los músicos ocuparon un pequeño escenario y se sentaron para dar los últimos toques a la afinación de sus instrumentos. El público quedó en silencio, y la música llenó la iglesia. Las primeras notas del violín anunciaron el adagio en re de Vivaldi.
Aquel era el motivo por el que no iba a conciertos. La música era demasiado bella, demasiado conmovedora. Le provocaba sentimientos y le enternecía. Por eso huía de la música. Sin embargo, Gianna no. Ella estaba embelesada a su lado, y su entrega a la música era patente en su mirada, en la suave sonrisa de sus labios al oír aquella obra familiar.
Ella lo miró, y su sonrisa se convirtió en algo suyo; Nolan conoció un momento de victoria en aquella sonrisa. Había conseguido robársela a la música. Ella empezó a mover los labios para pronunciar unas palabras de gratitud.
—No —dijo él, deteniéndola con un susurro y una sonrisa privada—. No se te ocurra decirlo, porque no me imagino lo que puedes querer después.
No tenía problemas para imaginarse lo que él quería después. Quería hacerle el amor, quería demostrarle que el sexo era mucho más que un arma. Pero todavía no podría ser. Antes tenía que enseñarle lo peligroso que era blandir aquella arma, sobre todo, para una principiante. ¿Sería cierto lo que había apostado el conde? Si era cierto, razón de más para proteger a Gianna de sí misma, y de él. Nolan estuvo a punto de echarse a reír en voz alta al pensar en la ironía de todo aquello. En Londres, era muy probable que él pudiera seducir a… cualquiera. Sin embargo, allí se había convertido en un protector de vírgenes.
El adagio terminó, y el cuarteto comenzó con las clásicas Cuatro Estaciones: cuarenta y tres minutos de relaciones sexuales mentales. Nolan no intentó luchar contra la fantasía; le dio rienda suelta a su imaginación. Quiso quitarle las horquillas del pelo y soltárselo al oír la lánguida melodía del verano, quiso ver caer su melena al ritmo de la música perezosa e indolente del violín.
El cuarteto pasó al otoño, y él se la imaginó besándola contra el muro de la iglesia, regando de besos su cuello y sus pechos, arrodillándose ante ella y pasándole los labios por el ombligo para celebrar la pasión y la vida antes de tomarla con embestidas fuertes siguiendo el ritmo helado del invierno, dejando que la pasión se adueñara de ellos con la fuerza de una avalancha. La miró. ¿Tenía ella la más mínima idea de cuáles eran sus pensamientos? Por ese motivo él era tan peligroso para Gianna. Ella pensaba que él era solo alguien que quería ayudarla, que lo había manipulado para conseguirlo, cuando, en realidad, era un lobo en mitad del invierno y estaba dispuesto a devorarla a la menor de las invitaciones.