Capítulo trece

A la mañana siguiente, mientras Toro iba a misa con Ruby, llevé a Acosta a ver a Nick. Como no tenían otra cosa de la que escribir, los periodistas deportivos se habían ocupado extensamente de Toro, e incluso algunos comentaban la manera aparatosa y expansiva en que Acosta dirigía a su púgil desde el rincón. Esto le había enorgullecido extraordinariamente. Durante todo el camino hacia Beverly Hills tuve que escuchar sus incesantes vanaglorias sobre un tema que ya me estaba resultando demasiado familiar.

—Ya ha podido ver que Luis le dijo la verdad cuando le aseguró que Toro nos haría ricos y famosos —dijo Acosta mientras andábamos por la alameda de palmeras que llevaba hacia el bungalow de Nick.

Nick estaba desayunando en el patio. Estaba sentado en compañía de Killer, con un cigarro y leía la Prensa. Acosta le saludó con su habitual cordialidad y su más propiciatoria sonrisa, y se dispuso a iniciar una sarta de adulaciones. Pero Nick le atajó en seco. Nick nunca se andaba por las ramas.

Killer, ¿has averiguado cuándo sale aquel barco hacia Buenos Aires?

—El viernes a medianoche sale de San Pedro —dijo Killer.

—Es el barco que va usted a tomar —dijo Nick.

Acosta le miró incrédulo.

—¿Cómo dice? No le he comprendido.

Nick me miró.

—¿Quieres repetírselo en su propio idioma?

—No, no —exclamó Acosta, abriendo los ojos con desesperación—. Entiendo perfectamente el inglés. Lo que yo no comprendo…

—Bueno, pues si entiende el inglés no hay más que hablar —dijo Nick—. El viernes a medianoche le meteremos en el barco.

—No, no, no me iré. No pueden hacerme eso. Yo he de estar con Toro. ¡Me quedaré con él! —gritó Acosta.

Nick lo hizo callar con un ademán.

—Este es un lugar de categoría. El fulano que vive en la puerta de al lado es un tipo muy importante. ¿Qué quiere? ¿Que imagine que soy un cualquiera?

—Es que Toro y yo vamos juntos y estaremos siempre juntos; y si no es así, se vuelve conmigo —insistió Acosta.

—Ni soñarlo —replicó Nick con calma—. Jimmy Quinn y yo somos los dueños de Molina. Si usted quiere retirar su cinco por ciento, eso es cosa suya. Pero el noventa y cinco por ciento se queda aquí conmigo.

—Pero es que él es mío. Me pertenece. Me lo habéis quitado. ¡No podéis echarme a un lado de este modo! —exclamó Acosta.

—Embarcará usted el viernes por la noche. Ni una palabra más —dijo Nick.

—Pero ¿por qué quiere que me vaya? —insistió Acosta—. ¿Qué hay de malo en que yo continúe aquí?

—Me tiene harto —dijo Nick—. No sabe conformarse con cobrar su cinco por ciento y quedarse quieto.

La cara de Acosta empezaba a congestionarse de ira.

—¡Yo me quedo! —gritó—. Le pondré un pleito. Veré a un abogado. Les obligaré a que me devuelvan a Toro.

Sin perder la calma, Nick se sirvió otra taza de café.

—No; usted embarcará el viernes. Su visado caduca la próxima semana. Como no le necesitamos para nada, no podrá conseguir que le renueven su visado de trabajo. Mi socio ya se lo explicó a un amigo suyo que está relacionado con el Departamento de Estado. Sólo se puede conseguir la renovación para Molina. Mi contable le mandará por correo su cinco por ciento.

Yo estaba sentado un poco apartado, observando cómo la escena llegaba a su punto álgido y sórdido, como si fuera una comedia en la que tuviera asiento de primera fila.

Hubiera sido divertido presenciarla de no ser porque mi papel de espectador quedaba cortado al caer el telón después del tercer acto. Muy desagradable. No; desde luego, yo no era un espectador, sino que estaba en el escenario, por mucho que tratara de apartar mi silla de los protagonistas del drama.

—¿No hay visado? —dijo Acosta, perdidas por completo las ganas de discutir, contrayendo los labios como si fuera a llorar—. De modo que usted lo arregló todo para que yo no pudiera renovar el visado, y se las ha compuesto a su manera para que Toro se quede aquí…

Sus pequeños ojos estaban humedecidos por la evidencia de su fracaso. Toda su arrogancia, su aire de importancia y presunción habían desaparecido. No quedaba más que un hombrecito retorcido y absurdamente patético, igual que un gallo desplumado.

—Voy a decirle lo que haré con usted —explicó Nick—. Le daré cinco mil dólares como anticipo de su porcentaje. Recibirá esta cantidad en efectivo, el viernes, cuando esté a bordo, si le dice a Toro que usted quiere que él se quede con nosotros y que cuidaremos de él. ¿Está de acuerdo?

Acosta le miró indeciso.

—No olvide que, si no se lo dice, Toro se quedará de todos modos, y usted se irá lo mismo. Sólo que sin los cinco mil dólares.

—Comprendo —dijo Acosta.

Me era imposible mirarlo a la cara. Tenía la absurda sensación de que cuanto más mirara aquella cara, tanto mayor sería mi complicidad.

—Bueno, ¿quiere el dinero o no? —dijo Nick. Su voz estaba desprovista de toda emoción—. ¿Está de acuerdo?

Acosta asintió con un lento movimiento de cabeza, como si ya nada le importara.

—Está bien, de acuerdo —dijo con la resignación del vencido.

Nick me señaló con su cigarro.

—Eddie estará presente cuando usted hable con Toro —le dijo a Acosta—. Así me enteraré de lo que han dicho.

Acosta se volvió para mirarme, y en sus ojos vi que me hacía partícipe de su desconfianza hacia Nick. Fue entonces cuando me sentí llevado del patio de butacas al centro del escenario. Bajé la mirada. Hubiera querido decirle que sentía mucho lo que le estaba ocurriendo; que hubiera deseado poder ayudarle en algo; que comprendía perfectamente lo que Toro significaba para él. Pero ¿y el porcentaje? ¿Serviría de algo ponerme en contra de Nick, cuando sabía por descontado que nada podía hacer en favor de Acosta?

Algún día, si lograba jugar con acierto mis cartas, las cosas serían distintas. Posiblemente dispondría ya de bastante tiempo para terminar de escribir mi comedia. Y si resultaba un éxito, Beth y yo podríamos… Pero, entretanto, bajo el sol que iluminaba aquel patio de Beverly Hills las cosas ocurrían tal como Nick quería que ocurriesen; y lo único que yo podía hacer era decir «ya».

Acosta continuó allí sentado después de que Nick hubo terminado de hablar. Me hizo el efecto de estar viendo a un boxeador que, después de recibir una paliza tremenda, terminado ya el combate, permanece sentado en su esquina, tratando de reunir fuerzas suficientes para levantarse y bajar del cuadrilátero.

—Está bien —dijo Nick—. De acuerdo, pues.

Le hizo un gesto a Killer, que cogió por el brazo a Acosta y lo llevó hacia la puerta. Nick ni tan sólo le dijo adiós. Killer abrió la puerta con su mano libre, e hizo que Acosta saliera.

Nick se estiró satisfecho y encendió otro cigarro. Ya se había olvidado por completo de Acosta. Sus ojos húmedos, su actitud de derrotado, no le habían producido la menor emoción. Apartó su silla de la mesa y se desabrochó la bata para que el sol le diera en el pecho.

—Este sol me conviene —me dijo—. Quítate la ropa y ponte cómodo, Eddie. Tengo unos shorts para ti.

—Me temo que no me irán bien —le dije.

—Ya me he dado cuenta de que estás adelgazando —dijo Nick—. Tienes que cuidarte más, muchacho. En el Sunset Boulevard hay unos estupendos baños finlandeses. Todas las estrellas de cine van allí a despejarse cuando tienen resaca. Un buen baño quita todos los venenos del cuerpo.

Poco después estábamos los dos sentados en una habitación saturada de vapor, sintiendo la agradable sensación producida por aquella atmósfera caliente y húmeda. Nick leía la reseña del combate de la noche anterior. Yo había tenido contactos con el chico que había escrito aquella reseña, y le había dado instrucciones para que la hiciera de acuerdo con lo que nosotros queríamos.

—Bueno, Eddie —dijo Nick—, ya estamos en el buen camino. Da gusto leer la Prensa esta mañana. De verdad que sí. No me importa que digan que Toro no sabe boxear, que digan que se mueve en el cuadrilátero como un elefante, con tal de que hagan creer al público que verdaderamente ha derribado a sus contrincantes. Para eso paga el público; para eso y para ver si alguien logra derribar a Toro —Se desperezó, estirando sus miembros en actitud de exagerado bienestar—. Eso es vida, ¿no te parece? California, pasearse las tardes holgazaneando, y el dinero entrando a espuertas. Latka te mete en buenos negocios, ¿no lo crees así?

Era el mejor trabajo que había tenido en mi vida. Más dinero, menos quehacer, y el estímulo de ahorrar algunos dólares. Incluso Acosta no tenía mucho de qué quejarse. Ya había ganado diez mil dólares, lo cual significaba un montón de pesos para el infeliz empresario de un circo de provincias.

—¿Te hablé alguna vez de mi hijo? —estaba diciendo Nick—. Él y su compañero han ganado el campeonato escolar de «dobles» de Nueva Inglaterra. Tendrías que ver la soberbia copa que han ganado. Es así de grande. Y en ella está grabado: «Nicolás Latka, junior» —su rostro se suavizó con una expresión de paternal orgullo—. ¿Qué me dices? «Nicolás Latka, junior», al lado de todos esos chicos de la alta sociedad.

—¿Has elegido ya una universidad para él, Nick?

—Pienso llevarle a Yale. He oído hablar mucho de Yale. Parece una universidad muy elegante.

El musculoso masajista sueco entreabrió la puerta y asomó la cabeza.

—¿Está dispuesto para su masaje, señor Latka?

Continué allí unos minutos más, dejando que el calor exprimiera el veneno por todos mis poros. Más tarde, después del masaje y de la ducha fría, me sentí revigorizado. Pero esta sensación no duró más que hasta que volví a encontrarme en el «Biltmore», en la habitación que Toro y Acosta compartían.

Acosta estaba sentado junto a la ventana, mirando a la calle. Toro estaba leyendo una de las revistas infantiles, a las cuales se había vuelto muy aficionado. Killer hacía solitarios. Cuando me vio entrar recogió apresuradamente las cartas.

—¡Cuánto me alegro de verte! Quería ir al cine esta tarde.

Se largó en seguida. Acosta no apartó la mirada de la ventana.

—¿Se lo ha dicho? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

Yo insistí:

—Será mejor que se lo diga usted.

Me miró como pidiendo ayuda. Luego, con actitud resignada, se volvió hacia Toro.

Toro —le dijo en español—, el viernes me vuelvo a casa.

—¿Cómo es posible? Peleo la próxima semana —dijo Toro.

—Yo me voy, pero tú te quedas —dijo Acosta.

La revista que Toro tenía en las manos cayó en el suelo.

—Luis, ¿qué estás diciendo? ¿Cómo puedo quedarme, si tú te vas?

—Es…, es mejor así —dijo Acosta con voz grave.

—¿Cómo es posible que sea mejor así? —protestó Toro—. Me prometiste que siempre estaríamos juntos. ¿Y ahora quieres dejarme aquí entre extraños?

Acosta se frotó la cara con la mano.

—Lo siento, Toro, pero no puedo quedarme.

—Debes quedarte —dijo Toro—. Debes quedarte, o de lo contrario también me iré. Si no estás tú, yo no me quedo.

Toro, escúchame —dijo Acosta hablando con voz mesurada y fría—. Es preciso que te quedes. Será mejor para ti: Podrás volver a tu casa tan rico como siempre te he prometido. Iré a recibirte cuando llegues en el barco.

—Luis, no me dejes; por favor, no me dejes —dijo Toro con voz suplicante—. No me gusta esta gente. Les tengo miedo a todos. Si tú te vas, yo me voy también.

Acosta me dirigió una mirada de súplica. Sus ojos parecían decirme que no había otro remedio que contarle toda la verdad.

Toro, no puedes venir conmigo. No puedes venir porque perteneces a esos hombres. Ellos son tus dueños.

Toro miró fijamente a Acosta lleno de confusión.

—¿Dices que… que son mis dueños?

No tenía la menor idea de los contratos, tantos por cientos y participaciones que Luis había vendido primero a Vince y luego a Nick y a Quinn. Acosta había imaginado que el saberlo no serviría más que para hacerle cavilar sin necesidad. Ahora miraba a Toro avergonzado por la traición de que le había hecho objeto, y no sabía qué decirle.

—¿Cómo es posible que sean mis dueños, Luis? —volvió a preguntar Toro.

—Les vendí tu contrato.

—¿Por qué…, por qué lo hiciste?

—Porque yo no soy lo bastante importante para hacerte llegar. Sólo podrás subir apoyado por mucho dinero —explicó Acosta—. De este modo lograrás pelear en el Madison Square Garden… Quizá pelees por el título mundial. Eso es lo que te he conseguido.

A Toro le temblaban los labios. Sus ojos traicionaron por un momento un temor instintivo, reemplazado después por una mirada de sospecha.

—Si tú me has vendido, Luis, puedes volver a comprarme.

—No, es imposible…, imposible —replicó Acosta con voz que la irritación hacía aguda—. Es preciso que te quedes. Es preciso.

Toro movió su enorme cabeza, trastornado.

—Pensaba que eras mi amigo, Luis.

—No te preocupes —intervine—. En adelante yo me ocuparé de ti.

Toro se volvió para mirarme sorprendido, como si hubiera olvidado que yo estaba allí. Estuvo mirándome durante varios segundos, sin decir nada, hasta que empecé a sentirme molesto. Volvió a mover la cabeza, esta vez con aire de conmiseración. No nos volvió a dirigir la palabra. Lentamente se acercó a la ventana, donde permaneció dándonos la espalda y mirando a la calle.

Aquel viernes por la noche Vince y Killer vinieron a buscar a Acosta para llevarlo al barco. Hasta el último momento estuvo rogándome que tratara de convencer a Nick para que cambiara de idea. Incluso ofreció reducir su tanto por ciento al dos y medio, si se le permitía quedarse. Mis promesas de hablar de ello con Nick le hicieron concebir esperanzas hasta el último momento. ¿De qué serviría hacerle saber a Acosta que no había manera de apear a Nick de sus decisiones? Cuando Nick decía una cosa, no había manera de hacerle volver atrás.

A Vince le gustaba tan poco como a Killer la idea de llevar a Acosta hasta San Pedro, y lo trataron más como a un hombre que es deportado por haber cometido un crimen, que como lo que realmente era: un pobre hombre traicionado.

Cuando Acosta se despidió de Toro, yo hubiera preferido estar en cualquier otra parte. Acosta pasó sus cortos brazos en torno de la enorme cintura de Toro para decirle adiós.

—Adiós, Toro —dijo Luis casi en un suspiro.

Toro se dio vuelta. Yo traté de encontrar algo que decir. Él murmuró con voz ronca:

—Creí que eras mi amigo.

—Vamos —le dije—, voy a llevarte al cine.

A Toro le gustaban las películas. Sobre todo le gustaban las películas musicales, en las que se veía centenares de chicas bailando y centenares de piernas; aquellas películas absurdas que Hollywood sabe producir.

En el noticiario salía Toro entrenándose en Ojai, y posando al lado de un peso mosca que apenas le llegaba a la cintura. Al final del noticiario había un primer plano de Toro llenando con su cara toda la pantalla. Cuando salíamos del cine nos vimos rodeados por un grupo de muchachas que le pidieron autógrafos. Pero ni las bailarinas de la película musical, ni el sabor de la popularidad parecieron conseguir que cambiara la actitud de Toro, que siguió retraído.

Cuando regresábamos al hotel traté de cortar su silencio diciéndole en español:

—No te preocupes. Todos nos ocuparemos de ti.

Me contestó en su defectuoso inglés, como si rehusara compartir conmigo la intimidad de su idioma.

—Deseo regresar a casa.

Al día siguiente tomamos todos el tren para San Diego, donde Toro tenía que celebrar su segundo combate. Vince le había preparado un peso pesado negro, llamado Dynamite Jones, un púgil local mediocre que había conseguido algunas victorias en la ciudad fronteriza. A cambio de quinientos dólares, Jones había aceptado dejar en su vestuario toda la dinamita que tuviera y acostarse sobre la lona en el tercer asalto.

Jones era un tipo alto, más músculos de los que yo hubiera supuesto en un hombre de segunda fila. Salió de su rincón como si realmente tuviera ganas de pelear, y le dirigió a Toro algunos ganchos que dejaron a este atontado y sin saber por dónde moverse. Toro soltó un derechazo que por poco le hizo caer patas arriba, al esquivarlo Jones. La multitud se retorcía de risa. Diez segundos antes de terminar el asalto, Jones simuló un ataque al hígado, obligando a Toro a bajar la guardia, lo que aprovechó para atizarle un directo a la mandíbula. Las rodillas de Toro se doblaron, y si Doc y Danny no se hubieran apresurado a saltar por las cuerdas al oír la campana, seguramente hubiera caído al suelo.

El público estaba de pie aclamando a Jones, que volvió a su esquina con paso bailarín. Esto formaba parte de la comedia. El público acudía no sólo para ver cómo Toro aplastaba a sus oponentes, sino también con la esperanza de que hubiera uno de ellos, un muchacho desconocido, un cualquiera, uno que se convirtiera en símbolo de todos y triunfara sobre el Gigante, renovando la eterna lucha de David contra Goliat.

Toro se dirigió hacia su esquina tambaleándose. Doc tuvo que hacerle oler sales para despejarlo.

—¿Qué le ocurre a ese Jones? —le pregunté a Vince.

—Si trata de hacernos una mala jugada —replicó Vince— se encontrará con dos palmos de tierra encima, antes de lo que se figura.

El segundo asalto discurrió más o menos como el primero; y sin duda Toro no hubiera llegado al final, de no haber sido porque Jones no era hombre que llevara mucha dinamita en sus puños. Sin embargo, hubo momentos en los que Toro no sabía dónde se hallaba, navegando por el ring. El público, entusiasmado, gritaba:

—¡Derriba a ese elefante! ¡Mándalo a la Argentina de un puñetazo! ¡Hazlo pedazos!

Fue casi un milagro que no terminara allí nuestra campaña, antes de terminar el segundo asalto.

Durante el minuto de descanso vi que Vince se acercaba al rincón de Jones y le hablaba al oído a su cuidador. Luego supe que este se las arregló para, como en un descuido, dejar alcohol en los ojos a su púgil. Mientras tanto le daba masaje a los músculos, pellizcándole los brazos con destreza para magullárselos. Pero, a pesar de todo, cuando Jones salió de su esquina para librar el tercer asalto, todavía llevaba mucho arranque.

Hizo perder el equilibrio a Toro con un izquierdazo a la boca, seguido de un directo de derecha que arrojó al gigante contra las cuerdas. A cada momento esperaba yo ver a Toro doblarse en dos, y no hubiera dado un centavo por mi cinco por ciento. Entonces comprendí cuántas esperanzas tenía puestas en aquel dinero, cuán ansioso estaba de conseguirlo; tanto como Nick, como Vince o como Luis Acosta, que estaría navegando ya rumbo a su casa.

Lo mismo que Acosta, me vi de pie, animando a gritos a Toro para que aguantara.

Jones estaba fuera de sí, cegado por el alcohol y por el ansia de derribar a Toro. Falló un golpe con la izquierda, al mismo tiempo que Toro alcanzó su mandíbula con un gancho de derecha que no llegó a hacerle daño —cosa que no podía ningún golpe de Toro—, pero que al coger desprevenido a Jones le hizo perder el equilibrio. Y Toro, tratando de aprovechar este momento de ventaja, se le echó encima pesadamente, y el negro medio resbaló, medio cayó sobre la lona. Al poner la rodilla en el suelo, el árbitro (con el cual Vince había hecho un pequeño arreglo) empezó a contar en seguida. Jones decidió descansar sobre una rodilla hasta la cuenta de seis, pues tenía los brazos fatigados por el masaje que le había dado su cuidador, y de dar golpes contra aquel objetivo que se le mostraba tan amplio y abierto.

Pero cuando se levantó a la cuenta de seis, una toalla salió de su rincón y fue a caer en el centro de la lona[17]. El amigo de Vince estaba haciendo horas extras para ganarse los cincuenta pavos. Jones trató de retirar la toalla del ring con una patada, y continuar luchando; pero el árbitro le cogió por el brazo y le llevó a su esquina. El árbitro volvió al centro del ring y levantó el brazo de nuestro asombrado superhombre. Un terrible rugido de protesta surgió del público y en un momento el aire se vio surcado por almohadones, programas y botellas. Los hubo que empezaron a romper los asientos y arrojar los pedazos. Amparados por la policía nos apresuramos a llevar a Toro a su vestuario. Le dimos un billete de cincuenta al sargento, y nos largamos en el coche de la policía.

—¿Qué ha ocurrido? —me preguntó Toro con su inocente confusión.

—No te preocupes, has ganado perfectamente la pelea —le dije—. Sólo que al público no le gusta que el combate termine sin ver matar a alguien. No querían que terminara tan pronto.

Toro sonrió a través de sus labios ensangrentados.

—No hice más que darle un golpe, y se vino abajo —dijo—. Igual que la vez anterior.

Por vez primera en mi vida no sentí deseos de confraternizar con los periodistas. En vez de volver al hotel y tomar el tren, nos fuimos a un garaje y alquilamos un coche.

Salimos de la ciudad y nos alejamos lo suficiente para creernos a salvo. Pasamos la noche en un hotel de la carretera.

Cuando leímos los periódicos de la mañana siguiente comprendimos que nos habíamos metido en un fregado. La Comisión de Boxeo del Estado había retenido las bolsas de los dos boxeadores, en espera de que se conocieran los resultados de la investigación. El combate que estaba concertado en Oakland había sido aplazado. Toro no sabía bastante inglés para leer los periódicos, y gracias a ello era el único que vivía sin preocupaciones.

La investigación duró un par de semanas y yo tuve que esforzarme para que las cosas olieran lo mejor posible en los periódicos. Pero lo que más nos ayudó fue la manera convincente como Toro reaccionaba ante los cargos que se le hacían.

—Yo no hago «tongos» —insistía—. No soy ningún estafador. Peleo de verdad.

Vince se mostró también indignado por el hecho de que su integridad profesional fuera impugnada. El asunto terminó declarando la Comisión que Toro quedaba exonerado de todo cargo, así como sus preparadores; pero que Benny, el preparador de Jones, era culpable, y se le suspendió su licencia en el Estado de California por doce meses. Benny había admitido que arrojó la toalla porque había apostado una suma considerable a favor de Toro, y había tenido miedo de perder su apuesta. Esta declaración de Benny nos costó quinientos dólares; y como la Comisión no regía más que en California, Vince mandó a Benny a Las Vegas, donde teníamos concertado otro combate con un «piel roja» de pura sangre, que Miniff nos había encontrado y que respondía al nombre de Jefe Tormentoso. Con su insistente y característica exageración, Miniff decía que Jefe Tormentoso era el campeón de los pesos pesados de Nuevo México.

Cuando la Comisión soltó las bolsas del combate de San Diego, Toro pidió su dinero. Quería mandar un cheque a su familia, a Santa María. Quería que se dieran cuenta de cuán rico se estaba haciendo en Norteamérica. Pero Vince le explicó que no podría cobrar nada hasta que Leo, el contable de Nick, calculara la parte que a Toro le correspondía y dedujera los gastos.

—Mientras tanto, aquí tienes otros cincuenta —le dijo Vince—. Siempre que necesites dinero, pídemelo.

Toro estaba muy satisfecho. Tenía todo el dinero que quería. Lo único que tenía que hacer era pedírselo a Vince.