Capítulo once

—Tengo una idea —dijo el fotógrafo—. Que se siente, y le retrataremos con los pies cerca de la cámara; de este modo parecerá que mide una milla de estatura.

Lo sentamos.

—¿Qué le parece esto? Que se ponga de pie, y usted lo enfoca al lado del rascacielos.

—Estupendo —dijo el fotógrafo.

Le pusimos de pie.

—Ahora coloquemos mucho más cerca una de aquellas maquetas. Sitúe a ese descomunal petrimetre delante del objetivo.

Le ladeamos un poco la cabeza. Le hicimos posar con barriles de vino y colgando de la rama de un árbol como Tarzán. Lo fotografiamos comiéndose seis huevos, y siendo tratado por dos masajistas a la vez. Sacamos un primer plano de su enorme puño enguantado, en perspectiva. Luego dispusimos las cosas para que se viera a Toro «en acción» propinándole a George su famoso «mazazo», para dar la impresión al lector de que Toro había aprendido el golpe en su pequeña bodega de Los Andes, cuando colocaba tapones de barril dando un solo golpe de su pesado mallo.

El «mazazo» era simplemente un torpe swing de derecha que cualquier profesional de tercera categoría podía parar con la izquierda y responder de contra con un derechazo que hubiera cogido a Toro desprevenido, sin guardia y vacilante. Pero, afortunadamente, los fanáticos del boxeo que conocen la técnica del deporte, son muy escasos. La mayoría de ellos asiste a los combates por el placer pasivo de ver cómo un individuo deja fuera de combate a otro. Y si se les proporciona algo como el aplastante «mazazo» de Toro, se dirigirán alegremente a su vecino y le dirán: «Muchacho, he aquí otra vez el viejo “mazazo”».

Cuando tuvimos bastantes fotografías, Danny ordenó a Toro que «hiciese sombra» durante un par de asaltos. En boxeo, «hacer sombra» es efectuar movimientos de ofensiva y defensiva contra un contrincante imaginario, y resulta un espectáculo entretenido. Si el que practica es un dinámico muchacho que sabe lo que hace, se convierte en una especie de danza de guerra moderna. Coordina sus golpes, finta, dispara sus puñetazos con precisión en el vacío, gira en torno de sí y en círculo. Pero Toro andaba con torpeza por el cuadrilátero, dando zarpazos al aire.

—Más rápido —gruñó Danny.

Toro miró por encima del hombro con ojos de miedo. Temía a Danny. Sabía que Danny no andaba con contemplaciones. Hizo un esfuerzo para disparar sus golpes con más rapidez y precisión, pero fue inútil. Como Danny había dicho, sus desarrollados músculos se lo impedían. Respiró tan hondo, que impresionó a Danny.

—Jesucristo —dijo Danny.

—Es que no está acostumbrado a hacer sombra —se apresuró a explicar Acosta—. Esto no significa que cuando esté en el ring con…

—¿Quiere callarse de una vez? —dijo Danny.

La impaciente impresión de Acosta tornóse en sumisa carantoña. Danny pulsó el timbre.

—George —llamó—. Vamos a hacer dos asaltos de tres minutos.

Y como George se desanimaba, Danny añadió:

—Mantenlo ocupado, no le des oportunidad de que pierda el tiempo.

George apretó un guante contra otro sin prestar atención.

—¿Quiere que le haga todo, excepto pegarle? Muy bien, jefe.

—Alcánzalo cuando pierda la guardia. Eso le enseñará a cubrirse. Pero no te apoyes sobre él.

Entonces la voz de Danny adoptó el tono de exasperación con que siempre se dirigía a Toro.

—Mueve la izquierda delante de su cara, como te dije. Y cuando veas una abertura por su derecha, no olvides girar un poco el pie izquierdo. De esta manera —le hizo una demostración a Toro—. Ahora, ¿crees que podrás recordarlo?

Okay, creo que sí —dijo Toro, mirando a Acosta para animarle.

Quizá Danny estaba demasiado obstinado, pues Toro comenzaba a tener la apariencia de un púgil. Al menos ya no apoyaba el pie sobre el talón, ni adoptaba esa rígida postura de los púgiles de los primeros tiempos del boxeo. Utilizaba el pie izquierdo para tantear, todavía algo mecánicamente, y se notaba que empezaba a tener una idea. Pero sus tanteos no parecían impresionar mucho a George, y aun cuando uno de los derechazos de Toro hizo blanco, George lo encajó sin esfuerzo.

—Los brazos —dijo Danny con énfasis cuando terminó el asalto—. Todavía boxeas con los brazos. ¿Cuántas veces he de decirte que el cuerpo, los hombros y la movilidad hacen a un boxeador? Mírame.

Era un pie más bajo que Toro. Se colocó en guardia, dejó caer su hombro derecho y lanzó un directo con la izquierda que fue a parar a donde Danny quería, justamente debajo del corazón de Toro. Toro se tambaleó hacia atrás, con un gesto de dolor y sorpresa. Puesto que conocía a Danny, comprendí que sólo la exasperación y la impaciencia le condujeron a propinarle un golpe mucho más duro de lo que se proponía.

Los grandes ojos de Toro parecían destilar una expresión de dolor. Se restregó la mancha rojiza que se extendía debajo de su corazón.

—Vamos, vamos, que eso no te ha hecho daño —dijo Danny—. Veamos ahora, otro asalto. ¡Y pega esta vez!

En el asalto siguiente Toro lanzó derechazos tan potentes como pudo, y George recibió algunos sólo para demostrar a Toro cómo se encaja sin pestañear. Toro ejecutó otro de sus loopings con la derecha, y George lo detuvo con el brazo, hizo perder el equilibrio a Toro y disparó su izquierda en un directo hacia la barbilla de Toro. Toro se tambaleó. Danny tocó el timbre con disgusto.

—No es capaz ni de machacar un huevo —murmuró Danny.

—En mi vida he visto una mandíbula más frágil —comentó Doc—. Debe de tener los nervios a flor de piel. Muchos de esos individuos corpulentos tienen este inconveniente.

—Perdónenme, ¿me permiten decir una cosa, por favor? —comentó Acosta—. Creo que quizá se equivocan al cambiar el estilo de Toro. Ese golpe franco que no le permiten ejecutar es la pegada de Lupe Morales…

—Si se entromete una vez más, voy a enviarle al diablo. No charle tanto. Y, por amor de Cristo, no intente venderme. No se puede cambiar el estilo de Molina, del mismo modo que no se puede cambiar el peinado de Mike Jacob. No se puede cambiar lo que no existe.

—Desde el primer día no ha sido simpático ni con Toro ni conmigo —respondió Acosta—. Tiene envidia porque toda su vida ha estado buscando un gran peso pesado; y soy yo, Luis Acosta, quien lo ha encontrado.

—Apártese de mí —dijo Danny, que tenía mal genio, pero no le gustaba la pelea—. Apártese de mí. Eddie, llévatelo.

—Tengo que ir a la ciudad ahora mismo —le dije a Acosta—. Miniff y Coombs llegan hoy. ¿Quiere venir en el coche conmigo?

—Sí, iré —respondió Acosta—. Estoy cansado de insultos. Estoy cansado de que me traten como a un pordiosero. No me aprecian, ni tampoco a Toro. Quizá cambien de parecer cuando Toro deje fuera de combate a ese Coombs.

Acosta no sabía que Coombs iba a hacer el fantoche. Cuantos menos sepan esas cosas, menos se van de la lengua. Toro tampoco lo sabía. Un púgil suele dar más rendimiento cuando cree que está en forma.

Cuando nos dirigíamos a recoger nuestras cosas, Toro nos alcanzó.

—Luis, no me dejes aquí solo —dijo en español—. Si te marchas, yo también me marcho.

—¡Pero tú no puedes marcharte! Debes entrenarte para el combate.

—Ya estoy bastante entrenado. Estoy cansado de este entrenamiento. Cuando salimos de Mendoza prometiste no abandonarme.

Acosta le miró y le dio una palmada en el brazo.

—Sí, eso fue lo que te prometí en Mendoza —dijo; y sonrió con tristeza—. Muy bien, me quedaré.

La gruesa y siempre cara de Toro se relajó en una grata sonrisa.

—¿Y cuando hayamos ganado bastante dinero, nos iremos a casa juntos?

—Sí, iremos a casa juntos.

—¿Es posible que vayamos a casa este año?

—Quizás este año, quizás el próximo.

—¡Eh, Molina! —gritó Doc—. Ya sabes que no debes merodear por ahí cuando estás sudando. Vamos, dúchate en seguida.

Cuando subí al coche, Danny apoyó el codo en la ventanilla y me dijo:

—¿Esperas hablar pronto con Nick?

—Probablemente esta noche —contesté—. Pensaba llamarle y ponerle al corriente de cómo marchan las cosas.

—Apostaría doble contra sencillo a que sabe más que tú. Pero escucha, muchacho, si hablas con él, dile que quiero perder de vista a ese pájaro de Acosta. No he pegado a nadie desde que abandoné el ring. Si veo avecinarse una pelea me largo a una milla de distancia. Pero algo me dice que si no me sacudo de encima ese enclenque jeringa, no responderé de mí.

—Pero Toro es hombre perdido sin él, Danny. Le necesita para mantener la moral.

—¡Si al menos se diera cuenta de qué clase de sujeto es Acosta! —dijo Danny—. Me siento un bribón.

—Tú no eres un bribón. Cuando tienes una buena oportunidad, haces lo que puedes.

—Te diré cuán culpable de latrocinio me siento. El domingo iré a misa con Molina. Es la primera vez que voy desde hace más de un año. Sólo voy cuando hago algo que no me gusta.

No fui a la estación a buscar a Harry Miniff y a su formidable peso pesado del Este, porque a veces la discreción es el mejor papel en las relaciones públicas. Pero hubo toda una delegación para saludar al prominente deportista de Broadway, pues Miniff fue alegremente identificado aquella mañana por uno de los columnistas que yo había adiestrado. No obstante, me hubiera gustado haberlo visto. ¡El pequeño Miniff saludado por Nate Starr, agente, y Joe Bishop, empresario, como si tuviera un club lleno de campeones! ¡Y el viejo Cowboy Coombs, que siempre parecía sorprendido de poder mantenerse de pie, tratado con la consideración solamente reservada a los más encumbrados pugilistas!

Por correo aéreo había dado instrucciones a Miniff, escribiéndole la mayor parte de su diálogo y advirtiéndole que no llamase a Coombs «mi títere» en público. «Eso está bien para aquellos que te conocen y te quieren, pero no contribuiría al éxito del debut de Toro», le escribí. «Okay, haré el papel de un individuo que tiene todas sus cuentas pagadas. E intentaré no llamar “títere” a mi representado».

De acuerdo con la Prensa de la tarde, Miniff había desempeñado su papel con fidelidad, si bien con alguna incorrección desde el punto de vista gramatical. Había una fotografía del rostro aplastado de Coombs titulada «EL MATADOR GIGANTE», y debajo una breve entrevista con el mentor de Coombs que decía: «Ese gigante no nos asusta. No tememos a nadie. Renunciamos a un combate muy provechoso en el Garden para celebrar esta pelea, demostrando la confianza que tenemos en derribar a esa Montaña Humana. Cuanto más grande sea, más dura será la caída».

Avanzaba la tarde, Harry llegó al hotel. Se había comprado un sombrero nuevo para celebrar su cambio de fortuna, pero en la forma que ya lo había doblado, con un lado hacia arriba y el otro hacia abajo, parecía exactamente igual que el viejo reemplazado. Estoy seguro de que si se pudiera ver a Miniff tomar un baño, se le hallaría con el sombrero puesto. Miniff parecía resuelto a ir a la tumba con el sombrero puesto, del mismo modo que algunos aventureros acostumbran morir con las botas puestas.

—¿Cómo fue el viaje, Harry?

—Terrible —gruñó—. ¿Por qué pusieron este lugar tan lejos de Nueva York? A mis úlceras no les sienta bien viajar.

—Tenemos el clima más sano del mundo —dije—. Te sentará muy bien, Miniff. El aire puro y el sol.

—Me marca el sol —se quejó Miniff.

—¿Quieres beber? —dijo Vince, echando un trago.

—¿Qué quieres, matarme? —preguntó Miniff—. Leche, sólo bebo leche.

—¿Te apetece algo de comer, Harry?

—Dadme un «sándwich» de esturión.

—Esturión —repetí—. ¿Dónde demonios crees que estamos? Esto es California.

—¿Qué te parece una ensalada de frutas?

—La fruta me sienta mal —dijo Miniff.

Del bolsillo superior de su americana sacó tres cigarros puros cortos, se llevó uno a los labios y con los otros invitó.

—Cigarros de diez centavos —dije—. No fumes esa basura, Harry.

—Me gustan mis viejos cigarros —dijo Miniff—, pero he de acostumbrarme a mantener otra apariencia.

—¿Cómo está Cowboy? —dije—. ¿Comprende que ha de decir a todos los que apuestan por él, que va a dejar fuera de combate a Toro? Quiero fomentar esto para que parezca que está harto de que den a un extranjero tanta publicidad, considerándolo imbatible.

—Pero que no se extralimite tanto que no pueda llegar al segundo asalto —dijo Vince—. Ten en cuenta esto: quiero que llegue al segundo.

—¡Al segundo! —exclamó Miniff. Empujó su sombrero hacia atrás con un rápido movimiento de la mano—. Es demasiado pronto. A la afición no le gusta eso. Quiere ver algo a cambio de su dinero. Tengo una idea mejor.

—Cierra el pico —dijo Vince.

—Dame una oportunidad —suplicó Miniff—. ¿Es que no se puede ni hablar?

—¿Qué demonios pretendes? —dijo Vince—. Juega limpio, y quizás esté de acuerdo contigo.

—Aaaaaaah —replicó Miniff. Fue un sonido continuo, áspero, una amarga protesta contra los hombres poderosos con buenas relaciones—. Me he esmerado en obtener el mayor éxito posible, y ahora pretendes hacerlo todo a tu gusto.

—Muy bien, vamos a ver —dijo Vince magnánimamente—. Apuesto diez contra uno a que lo estropeas; pero explícate.

—Mi representado y el tuyo —empezó Miniff— pelearán igualados…

—Deséchalo, no vale —atajó Vince.

—Durante el séptimo, octavo y noveno asaltos estarán todavía igualados —continuó Miniff—. Entonces, en el décimo, en el intervalo de treinta segundos, tu representado se desplomará y el mío también, quedando fuera de combate sin recobrar el sentido. ¿Aceptas?

—No —dijo Vince.

—¡Pero tu representado se incorporará justo cuando toque la campana! —la voz de Miniff se elevó, y se expresó con rapidez—. Eso dará mucho que hablar. El muchacho será un héroe.

—No creas que por boxear en el estadio de Hollywood, vayamos a filmar una película.

Nervioso, Miniff se secó la frente con sus cortos dedos.

—Pero de esta manera conseguiremos otro combate. Eddie escribirá que mi representado está convencido de que perdió por un golpe de mala suerte, y quiere la revancha. Entonces, en el segundo combate mi muchacho resistirá sólo hasta el segundo, como tú quieres. ¿Qué hay de malo en ello, dime, qué hay de malo en ello?

—No seas ambicioso —dijo Vince—. Obtendrás setecientos cincuenta dólares por la pelea, y un extra de doscientos cincuenta por representar bien el papel. ¿Qué más quieres?

—Quiero el doble —admitió Miniff—. El doble no te causará trastorno, y, sin embargo, a nosotros nos vendrá muy bien la diferencia. No hemos celebrado ningún combate desde Worcester. Y mi representado tiene que alimentar a cinco hijos.

—Al diablo los hijos —dijo Vince—. ¿Qué te crees que es esto, una casa de caridad? Coombs tiene que aguantar dos asaltos. Si dura más, la gente dirá que hemos traído a un perro. Diez asaltos, y el público los abucheará por falta de rendimiento. ¿No es verdad, Eddie?

—Temo que sí, Harry —dije—. Cuanto más tiempo permanezca Toro en el ring, menos gustará. Y Coombs no puede resistir muchos asaltos sin caer, debido a la fuerza de la costumbre.

—Bien, de cualquier forma no podré pagar lo que debo —dijo Miniff filosóficamente, masticando el puro como si estuviera comiendo.

Una semana antes del combate, los de la prensa vinieron a echar un vistazo a nuestro «rascacielos humano», como ya le llamaban algunos muchachos. El campamento también se abrió al público, y cada día había más de doscientos curiosos dispuestos a dar cualquier cosa por ver al fenómeno. Entre la concurrencia siempre había bastantes mujeres. La descomunal estatura parecía ejercer una primitiva influencia sobre las jóvenes. Tomé nota de este detalle para el futuro. Lo titulé: atavismo.

Todo el mundo parecía impresionado cuando Toro se erguía y dilataba aquel gigantesco torso. Mientras «hacía sombra», fui al vestuario a hablar con George, que estaba atándose los borceguíes, preparándose para el último entrenamiento intenso que iba a tener con Toro antes del combate. Estaba canturreando una canción.

—George, hay muchos periodistas ahí fuera —le dije.

—Comprendo, señor Lewis —dijo George. Y sonrió entre dientes de aquella forma que hacía parecer ridículo todo trato, profundamente ridículo, simple y necio.

—Creen que Toro es un buen pegador.

—No se preocupe, señor Lewis —dijo George—. Hablaré de él lo mejor que pueda.

Y en tono bajo y cortés emitió una risa cordial y compasiva, pero desconcertante, pura por su humildad.

El entrenamiento pareció perfecto, George tanteó un poco en el primer asalto, y se aseguró con presas de que Toro estaba bastante fuerte para separarse de ellas. En los dos asaltos siguientes, George abandonó la guardia, sólo lo preciso para que Toro lo alcanzase con un looping de derecha. George sacudió la cabeza, como si quisiera desprenderse de los efectos del puñetazo, y se agarró a Toro. Momentos antes de sonar la última campanada, después de haber sido alcanzado por un gancho de derecha, George fue golpeado desde arriba en la cabeza y cayó de rodillas. Realmente, no parecía muy castigado. Lo divertido del caso fue que cuando George se levantó y templó los guantes, Toro quería asegurarse de que estaba en perfectas condiciones antes de continuar la pelea. —¿Por qué demonios no continúan?— dijo Danny al ver que Toro vacilaba.

—No tiene el deseo de lastimar mucho a George —explicó a Acosta.

—¡Lo que me faltaba oír! —exclamó Danny—. Por Dios, dígale que continúe luchando hasta que toque la campana.

—¿Es bromista, el muchacho? —preguntó el joven reportero que nos tropezamos en el tren.

—No; es que tiene miedo de su propia potencia —aclaré—. ¿Sabe que en Buenos Aires, uno de los muchachos que dejó fuera de combate pasó diez semanas en el hospital y casi se murió?

Sonó tan bien lo que dije, que pensé podía continuar en un tono de voz un poco más alto.

—Realmente, sería conveniente que ustedes, los informadores deportivos, adviertan al árbitro de que será responsable ante los ciudadanos de California si no suspende la pelea antes de que Molina pueda infligir al contrario graves lesiones. Estamos dispuestos a ganar con la mayor brillantez y emoción posibles, pero no queremos matar a nadie.

—¿Cómo se llamaba aquel muchacho a quien casi mató? —quiso saber el periodista.

Llamé a Toro, cuyo rostro estaba secando Doc, mientras Acosta le quitaba los guantes.

Toro —dije en español—, ¿cómo se llamaba tu primer adversario?

—Eduardo Solano —dijo Toro.

—¿Ha oído? —dije, y deletreé el nombre al periodista. A la mañana siguiente lo utilizó para encabezar su artículo.

Al Leavitt estaba presente.

—¿Qué le parece el chico, Al? —le pregunté.

Se encogió de hombros.

—Nunca me fío de lo que veo en un entrenamiento —dijo—. He visto cómo formidables luchadores de gimnasio parecían unos inútiles en el cuadrilátero. Y he visto a buenos luchadores que parecían insignificantes en sus entrenamientos.

Un buen puyazo. Pero no me preocupaba. Siempre se tropieza con algún obstáculo. El resto de los periodistas estuvo excelente. Mi libro de recortes de periódico engordaba. Toro Molina, Inc., figuraba ya en el Haber. Y Nate Starr me dijo que todas las localidades habían sido vendidas con una semana de anticipación. Sillas de ring de cinco dólares, se estaban revendiendo por dos y tres veces su precio oficial. Estábamos listos para trasladarnos a la ciudad.

Llevé a Toro a la Metro Goldwyn Mayer con fines publicitarios. Tenía allí a un viejo camarada, Teet Carie, que me abrió las puertas. Toro llevaba una gabardina que Weatherill había cortado para él, y parecía un potentado. Iba más contento que un chiquillo con su flamante traje, sus zapatos de dos colores, fabricados especialmente para él, y su sombrero de paja, tan grande que habría servido muy bien a Miniff de sombrilla para la playa. Se hicieron varias tomas en la Metro: Toro poniéndose en guardia con Mickey Rooney en un cuadrilátero; Toro y un par de chicas de conjunto en traje de baño palpando sus músculos; Toro al lado de Clark Gable y Spencer Tracy, mostrando el tamaño de sus puños. «Dos estrellas observan los puños que harán ver más estrellas a Coombs», titulé esta última.

El gimnasio de Main Street, donde Toro y Coombs celebrarían sus últimas sesiones de entrenamiento, aunque más destartalado, parecía una copia del Stillman’s de Nueva York.

En la acera, a la entrada del gimnasio, había los corrillos de costumbre: ayudantes, cuidadores, viejos púgiles, moscones. En el bordillo de la acera un negro corpulento y desastrado, con una cicatriz en el rostro, huella de alguna pelea, zarandeó afablemente a otro negro más bajito que se había colocado queriendo dárselas de listo. «Lárgate de aquí, hombre», decía, mostrando toda la dentadura postiza de oro. Fue entonces cuando alzó su castigada cara, cuando me di cuenta de que estaba ciego.

George se dirigió a él y le dijo:

—¿Qué haces, Joe?

El negro levantó la cabeza.

—¿Qué quieres, hombre?

—Manos arriba, hermano —dijo George alegremente—, y prueba a ver si puedes pegar todavía a George Blount.

—¡George! —dijo el ciego—. ¿Dónde estás? Deja que te palpe.

Ambos rieron cuando se estrecharon las manos. George le explicó lo que hacía, y luego Joe dijo alegremente:

—Vaya, hicimos buenos combates, ¿no es verdad, George?

—Todavía conservo un cardenal que me hiciste cuando me atizaste en las costillas.

—¡Hombre, hombre! —Joe rio entre dientes—. ¡Qué tiempos aquellos!

George miró a Joe y metió las manos en los bolsillos.

—Aquí tienes los dólares que te debía, muchacho. ¿Recuerdas aquel préstamo que te pedí en Kansas City?

—¿Kansas City? —dijo Joe.

—Sí —respondió George, y le puso el dinero en la mano, cerrándosela.

La sonrisa burlona de Joe desapareció, convirtiéndose en la curiosa expresión apagada de los ciegos.

—Buena suerte, George —dijo—. Hasta la vista.

Mientras subíamos la larga y tenebrosa escalera que parece el acceso típico de todo gimnasio de boxeo, George me dijo:

—Es Joe Wilson, Joe el Hombre de Hielo, como le llamaban. Entusiasmó al público. Yo luché cuatro veces con él. Era un buen pegador. Me rompió dos costillas.

—¿Cuánto tiempo hace que boxeas?

Los ojos de George se contrajeron en una peculiar sonrisa.

—A decir verdad, señor Lewis, he perdido la cuenta.

—¿Qué edad tienes, George?

George sacudió la cabeza misteriosamente.

—Hombre, si se lo dijera, me borrarían de la nómina y me enviarían a un asilo de ancianos.

La sala tenía las mismas sucias y grises paredes que las del gimnasio de Stillman, la misma falta de ventilación e higiene y la misma actividad febril: jóvenes de cintura estrecha y reluciente piel, haciendo torsiones, extendiendo los miembros, «haciendo sombra», peleando, pegando al saco o escuchando con atención las instrucciones de hombres con voluminosos vientres, narices aplastadas, sucias camisas empapadas de sudor, sombreros parduscos echados hacia atrás, sudorosas frentes, entrenadores, cuidadores, técnicos. Aquí, en Main Street, todavía había más boxeadores de color; no solamente negros, que superaban en número a los blancos en el gimnasio de Stillman, sino también rostros amarillos y morenos de los filipinos y mejicanos de los barrios bajos de Los Ángeles. Pues si las carreras de caballos es deporte de reyes, el boxeo es la vocación de los habitantes de los barrios bajos, que deben luchar para subsistir. ¿Cuándo monopolizaron los hijos de la Verde Erín [13] los títulos y la gloria: los Ryans, Sullivans, Donovans, Kilbanes y O’Briens? Cuando oleadas de emigrantes irlandeses entraron en América. Gradualmente, a medida que los irlandeses se establecieron como políticos, policías y jueces, el Trébol [14] dejó paso a la Estrella de David [15]; a los Leonards, Tendlers y Blooms. Y después brillaron los italianos: Genaro, La Barba, Indrissano, Canzoneri. Ahora surgen los negros, ávidos del dinero y el prestigio que se les negó en cada puerta. En California, se abren camino los mejicanos; Ortiz, Chávez, Arizmendi y, al parecer, una indefinida lista de pegadores bajitos y morenos apellidados García.

En el centro del ring, lanzando puñetazos al vacío, agachándose, esquivando, como si estuviera acorralando en las cuerdas a un contrincante imaginario, estaba el propio Arizmendi, que parecía haber heredado no sólo el estoico y curtido rostro de un antepasado azteca, sino también su coraje y su resistencia.

En el mismo momento que Toro saltó al ring a través de las cuerdas para realizar un breve entrenamiento con George, un individuo pequeño, rollizo, de piel morena, vestido con un traje de hilo blanco barato pero inmaculado, se situó en un extremo del cuadrilátero, levantó un micrófono a la altura de sus labios y comenzó a anunciar con acento español:

—Presentamos al mayor peso pesado del mundo: doscientas setenta y una libras…

—¿Quién es ese payaso? —pregunté a un «segundo» que iba a ayudar a Doc en el combate del viernes por la noche.

—Oh, es Pancho, uno de nuestros personajes típicos. Está un poco majareta. Hace muchos años que viene por aquí. Se siente locutor. Nadie le paga, pero cada día viene a la misma hora, como si estuviese empleado. Para hacer prácticas. De cuando en cuando los muchachos le arrojan un cuarto de dólar. Y todo el dinero que recoge lo invierte en comprarse trajes blancos, porque una vez vio a un locutor que vestía uno así.

Coombs saltó al ring. Tenía una constitución fuerte y parecía dispuesto a guiñar el ojo a cualquiera que le sonriese. Pancho levantó el micrófono a la altura de sus labios, movió la cabeza y cerró los ojos en éxtasis:

—Presentamos al gran peso pesado del Este, Cowboy Coombs: doscientas seis libras…

Uno de los asiduos al lugar, un «segundo» calvo que iba sin afeitar y con dos palillos en la boca, se dirigió a Pancho y el pequeño mejicano empezó a retroceder, asustado.

—Apártate de mí, bastardo, apártate de mí.

—¿Por qué se mete con él? —pregunté.

—Oh, es un infeliz. Los chicos saben que su chifladura es ir siempre muy limpio, y algunos frotan cerillas quemadas en su traje y le pisan los zapatos blancos sólo por oírle chillar.

Pancho retrocedió y se mantuvo a la defensiva a medida que se abría camino. Alcanzó la puerta y salió como una flecha. Algunos de los muchachos se divertían.

—¿Viste correr a ese mejicano? —dijo Vince riendo.

Al día siguiente, última sesión de entrenamiento antes del combate, encontramos a Pancho en el sitio de costumbre, voceando por el micrófono sin que nadie le prestase atención. Pensé que Vince iba a darle un cuarto de dólar cuando se dirigió hacia él. Pero de pronto Pancho empezó a retroceder frenéticamente como hizo el día anterior, hasta que alcanzó un taburete cerca de la entrada. Se subió encima, encogió los brazos y contrajo la cabeza como una tortuga.

—¡Apártese, apártese! —gritaba.

—No me tengas miedo, muchacho —rio Vince, y tiró de la manga de Pancho. Pancho temía el pisotón.

Toro estaba perplejo.

—¿Por qué hace eso? —preguntó en español.

—Es una broma —dije.

—No entiendo —dijo Toro.

La crueldad de Vince era algo incomprensible para él. Se dirigió a Pancho, que estaba todavía sentado, mascullando.

—¿Por qué te hizo eso en tu bonito traje blanco? —dijo Toro en español.

Pancho contestó en el adulterado español de los mejicanos de California. Lo que dijo de Vince no tenía equivalente en inglés.

Toro se dirigió a Acosta y dijo en español, señalando a Vince con la cabeza:

—Dile que dé a ese hombre diez pesos.

—En moneda americana son dos dólares —dijo Acosta—. ¿Deseas que le dé dos dólares?

—Quiero decir diez dólares —se corrigió Toro.

Cuando Acosta se lo tradujo a Vince, este dijo, metiéndose las manos en los bolsillos:

—¿De dónde los saco?

—Déselos —dijo Toro.

—Escuchadle… —se burló Vince.

—Vamos, dale los diez dólares —intervino Danny.

—Bah, me ponéis malo —dijo Vince. Pero sacó el dinero.

Cuando Pancho contempló el billete se limitó a sacudir la cabeza.

—Márchate, bastardo —dijo.

—¿Qué te pasa, gorrón? —dijo Vince.

Para personas de la condición de Pancho, esta palabra era un insulto muy fuerte.

—¿Quién es gorrón? —preguntó—. Yo no soy un gorrón. Trabajo aquí. Soy locutor. Quizá tú seas un gorrón.

Vince rio. Toro se dirigió a Acosta de nuevo.

—Dame diez dólares —dijo.

Entregó solemnemente el billete a Pancho. No podía explicarse lo que había sucedido, pero su simple inteligencia de campesino parecía darle a entender que la cuidadosamente alimentada dignidad de Pancho Díaz había sido ultrajada.

Mientras Toro celebraba su entrenamiento descendí al oscuro y estrecho bar de Abe Attell, que discurre en forma de túnel debajo del gimnasio. Se puede entrar a las diez de la mañana a beber una cerveza y quedarse allí hasta medianoche viendo films de antiguos combates proyectados sobre una rayada pantalla. Las películas se suceden continuamente, interrumpiéndose solamente el tiempo preciso que invierte uno de los dependientes del bar en cambiar los rollos. El resonar ronco y prolongado del estruendo que producen los fanáticos de la pelea cuando acontece algo en el ring acaba por ensordecerlo a uno. A veces, un boxeador novel o un escritor de deportes se sientan para ver una pelea, pero la mayoría de los espectadores —que deben de haber visto estos mismos films incontables veces— son chiflados y antiguos púgiles mal trapeados que no hacen más que rondar, esperando otra oportunidad, otro cuidador, una ocasión para conseguir dinero para beber: haciendo de sparring, trabajando como «segundo», o esperando sablear a un viejo camarada o a un advenedizo con dinero en el bolsillo.

En la pantalla, Jack Dempsey peleaba con depravado entusiasmo, como un hombre que se enfrenta con un enemigo de toda la vida, acosaba por todas partes al voluminoso lento y flojo Jess Willard, aplastando a Jess cada vez que este se levantaba y castigando contundentemente sus costillas, su nariz y su grueso mentón. Un individuo de desdichado aspecto se sentó frente a mí, de espaldas a la pantalla, y comenzó a musitar entre dientes. Cuando mis ojos se desviaron por un momento de la violencia excesiva de la pantalla, intentó sonreír, pero sólo consiguió dibujar el gesto mecánico de un hombre que está dispuesto a ofrecer una falsa y tentativa amistad a cambio de un vaso de vino de Sauterne de quince centavos.

—¿No le he visto a usted en alguna parte, antes? —dijo para entablar conversación.

—Jamás —le contesté.

—Oh, yo he peleado en muchos sitios: Kansas City, Lousville, Camden, New Jersey. Me llamo Young Wolgast.

Pronunció el nombre con orgullo y esperó el efecto.

Los únicos Wolgast que yo recordaba eran Midget, campeón del peso mosca, y el gran Ad, que dejó fuera de combate a Battling Nelson al cabo de cuarenta asaltos, y finalmente perdió la memoria. Pero Young Wolgast parecía necesitar un poco de apoyo moral, y no costaba nada abrir la boca y decir: «Oh».

Mushy Callahan —dijo—. ¿Conoce al gran Mushy Callahan? Pude dejarlo fuera de combate. Lo tenía acorralado, pero no sabía si le había hecho mucho daño, y dejé que se recuperara. Le tuve abatido en las cuerdas, listo para rematarle, y no lo hice. Si llego a poner a Mushy fuera de combate, hubiera labrado mi suerte. Pero como un tonto dejé que fanfarroneara.

Mushy Callahan ganó el campeonato junior de peso mediano-ligero en el año mil novecientos veintitantos. Así que el combate que preocupaba a Wolgast debió de tener lugar hacía más de quince años. Pero en la cabeza de Wolgast el tiempo carecía de medida. Durante dos o tres segundos en su vida había vislumbrado la gloria; y después de desgraciados años de oscuridad, aquellos preciosos instantes habían crecido y crecido, hasta emborronar el resto de su memoria.

—Lo lanzo a un rincón, y lo atrapo con un uppercut de derecha —decía con los puños cerrados—. ¡Y entonces, como un imbécil, retrocedo y le dejo escapar!

Su cabeza se apoyaba en el pecho, ebrio de vino y de disgusto. En la pantalla aparecían ahora Dempsey y Carpentier: el comienzo del primer millón de dólares, el nacimiento de la Edad de Oro del boxeo y de la farsa y engaño envueltos en oro. Un oportunista de Reno se trasladó a Nueva York con la gran idea de que un combate de boxeo no era una contienda en la que se demostraban la habilidad y la fuerza; era un espectáculo dramático y, por consiguiente, procedió a llevarlo a escena. Así se celebró el combate de Carpentier, el héroe de la guerra, contra Dempsey, el ocioso; el valiente semipesado francés contra el fanfarrón de doscientas libras; el pulcro y caballeroso veterano, que representaba el patriotismo, la deportividad y la destreza en el boxeo, y el acalorado pegador, con barba de tres días, que se había abierto camino a través de la jungla de los ociosos. Y ochenta mil fanáticos gritaron con todos sus pulmones por Carpentier, porque Tex Rickard y sus agentes de prensa, venciendo su pusilánime moralidad, había presentado a Carpentier como un héroe a quien aclamar y a Dempsey como a un villano contra quien dirigir su cólera.

Cuando me levanté después de beber una cerveza, dejando otro vaso de vino para Young Wolgast, el casi vencedor de Mushy Callaban, la pantalla se había trasladado a Filadelfia para presentar el combate entre Dempsey y Tunney.

Esta vez era un Dempsey vistoso, el campeón que siempre daba el máximo rendimiento, amistoso, comedido en sus declaraciones fuera del ring, pero furioso batallador. A Tunney le correspondía el papel de boxeador precavido, teórico y cauteloso. El villano de «Boyle’s Thirty Acres» se transformaba en el héroe del 150 Aniversario de la fundación de Filadelfia, a quien 130 000 personas aclamaban atronadoramente. La retransmisión a través del anticuado equipo sonoro era molesta. Di media vuelta y salí a la luz de la calle.

En la acera, a la entrada del gimnasio, estaba Harry Miniff con unos amigos. Tan pronto como me vio salir, se me acercó.

—Tengo que decirte algo, Eddie. Ven conmigo al final de la manzana.

Cuando se aseguró de que estábamos bastante distanciados de los otros, comenzó a hablar, a la vez que aceleraba el paso para mantenerse a mi altura y poder mirarme a la cara.

—Eddie —dijo—, estoy siempre a tu disposición y me gustaría hacerte algún favor.

—¿Qué quieres? —le pregunté.

—Deja que mi muchacho dure más; quizá siete u ocho asaltos. ¿Qué te parece, Eddie? Hazlo por un compañero.

—No es asunto de mi competencia, Harry. Tendrás que hablar con Vanneman, que tiene a cargo la «coreografía».

—Si Vanneman tuviera una fábrica de cacahuetes, seguro que me daría las cáscaras —dijo Miniff.

—¿Te das cuenta de que estás hablando de uno de mis socios?

—¡Socio! —dijo Miniff—. ¿Llamas socio a esa insignificancia? Escucha, Eddie, hazlo por un amigo; habla con Vince y consigue que mi representado dure seis asaltos; cinco; lo dejaré en cinco.

—Pero ¿qué diferencia hay en que aguante dos asaltos o cinco? —le pregunté.

—Si no llega más que al segundo, parecerá que está acabado —explicó Miniff—. Si llega al quinto, es otra cosa. Quizá pueda hacer unos cuantos dólares traspasando a mi muchacho a otro club más pequeño. Santa Mónica, San Bernardo, sabes… Con cinco tendré algo de que hablar, pero con dos… —sacudió la cabeza desalentadamente—. Dos no me da oportunidad a trabajar en nada. Mi muchacho y yo nos moriremos de hambre.

—No te preocupes. Deja que dure dos. Quizá más tarde hagamos otro negocio.

—Tengo una idea —dijo Miniff animándose—. Conozco a un buen muchacho en «Frisco[16]». Tony Colucci. Estuve en relaciones con él una vez. Gran bastardo, casi tan grande como tu muchacho. Me pones en la cuenta de gastos, y de un salto me voy allí a ver si puedo…

—Marcha atrás, Miniff —dije—. Quise decir que quizás alguna vez te proporcionaría una pelea. Maldición, ¿es que no te gusta el negocio que te he proporcionado?

—«Okey» —dijo Miniff—; pero te digo, Eddie, que ese Colucci será sensacional…