6
Siris se lanzó a la orilla pedregosa del arroyo. Se oía un chapoteo río abajo.
«¡Allá!», pensó, mientras corría hacia un grupo de daerils de pálida piel amarilla y bultos huesudos. Ululaban, rodeando a una figura solitaria que había caído en las aguas poco profundas cuando intentaba cruzar el arroyo. El viajero llevaba una túnica marrón; fuera de eso, Siris no alcanzaba a ver mucho más.
Cuatro daerils. ¿Podría cargarse a cuatro a la vez? No había razón para pensar que esos daerils salvajes obedecerían el código de honor Aegis. «Ya no me quedan muchas opciones», pensó.
Siris se dio la vuelta, blandiendo la Espada Infinita. Así cortó dos docenas de cañas y los bambúes cayeron golpeando contra el suelo ruidosamente. El clamor atrajo la atención de los daerils, que se volvieron hacia él; uno de ellos olfateaba el aire. El pobre viajero se arrastró hacia un refugio al lado de unas rocas.
Los cuatro daerils se dirigieron hacia Siris. Uno que iba al frente gruñó algo, y los otros se separaron con el propósito de rodear al muchacho. Aferrado a su espada, este se dirigió hacia el torrente, donde el agua le llegaba apenas hasta las pantorrillas. Si lo rodeaban, el chapoteo de los que se le acercaran por detrás sería una información vital.
Los daerils eran todos de la misma especie. Estos gruñían y ululaban en lugar de hablar, a pesar de que llevaban armaduras y portaban espadas. Se veían como huecos, con rostros casi cadavéricos. Siris no podía distinguirlos por los rasgos, aunque la armadura del líder tenía manchas de color sangre. Este último se metió en el torrente enfrente mismo de Siris y, por un instante, pareció que iba a cumplir con el antiguo ideal.
Entonces el líder hizo una seña y los otros tres se metieron en el agua para atacar. Desde el bambú llegaban susurros y gruñidos. Venían más daerils. «Fantástico.»
Siris se colocó en posición, tratando de observar —o al menos oír— a los cuatro. A medida que el agua de las montañas se filtraba en sus botas le transmitía una sensación de frío glacial. Había algo en las presentes circunstancias que repentinamente le resultó familiar.
«Jamás he estado antes en esta situación», pensó volviéndose hacia un daeril que intentaba acercársele. La bestia retrocedió en el agua, gruñendo.
Todo el entrenamiento de Siris se había dedicado a duelos de a dos. Y, no obstante, sentía una cierta familiaridad frente a esta pelea ampliada… como en el castillo, cuando se había enfrentado a los dos golems. Había algo ahí, algo en su interior. Si pudiera descubrirlo…
El ataque de los daerils lo hizo salir de su ensoñación. Siris saltó hacia delante y se dedicó al primero para ganar uno o dos segundos de respiro respecto de los que venían de atrás.
Su espada chocó contra la del monstruo, desviándola, y luego se clavó en el pecho de la bestia. Desde atrás, chapoteos. Siris liberó la espada y aullando, al tiempo que se volvía, la dejó caer sobre el brazo de un daeril. La sangre de este era roja, exactamente como la de un ser humano.
«Continúa moviéndote, continúa moviéndote.» Chapoteos y susurros, gritos de ira y de dolor. Apareció un tercer daeril por el lado que Siris había dejado intencionalmente descubierto. Cuando la criatura atacó, Siris hizo chasquear sus dedos, convocando el escudo del Rey Dios que llegó en un relámpago azul. El daeril se quedó boquiabierto cuando su espada fue bloqueada por el acero.
Siris hizo a un lado el arma del monstruo y luego lo golpeó con la espada rebanándole el cuello. Pero eso le dejó completamente expuesto por detrás. No había modo de detener a tiempo al cuarto daeril. Siris se dio la vuelta, esperando sentir el golpe en cualquier momento.
Pero en cambio, descubrió que el daeril chapoteaba agitado; una figura, vestida con un largo abrigo negro, se había colgado de la espalda del monstruo, y le rodeaba el cuello con los brazos para mantenerlo controlado. El daeril intentaba ponerse de pie, e Isa maldecía y le pateaba las piernas, con lo que ambos cayeron al agua. La bestia jadeaba.
—¡Guau! —exclamó Siris.
—Si… ya terminaste… de admirarte —dijo Isa, al borde de sus fuerzas—, ¿podrías, por favor, liquidar a este energúmeno?
Siris saltó hacia delante y clavó la espada en el pecho de la criatura. Isa rodó libre, con el agua de torrente cayéndole encima mientras resoplaba agitada.
—¡Maldición! —exclamó—. Esos monstruos son fuertes.
Siris la ayudó a ponerse de pie y ella se quitó el abrigo, que estaba tan mojado que se cayó apenas Isa se movió. Ella lo dejó alejarse flotando, y se dispuso a atrapar la espada de uno de los daerils caídos.
El ulular de los otros daerils se oía cada vez más cerca. Un segundo después, ocho de ellos irrumpieron en el claro.
—Que el infierno nos lleve —susurró Siris.
—Creo haberte advertido de que este era el lugar perfecto para una emboscada —dijo Isa, castañeteando los dientes mientras levantaba la espada.
—Sí, lo hiciste.
—Y me parece haberte sugerido que te contuvieras cuando saliste corriendo como un tonto.
—También lo hiciste.
—Bueno, dado que se comprobó que tenía razón, supongo que puedo morir en paz. Y maldiciéndote, claro.
Siris sonrió levemente, mientras los recién llegados se desplegaban, observando los cuerpos de los caídos, la sangre que teñía de rojo el torrente. Un daeril —aquel al que Siris le había seccionado el brazo— se había arrastrado hasta la orilla. Uno de los recién llegados lo mató de un golpe en la cabeza, con una sonrisa de desprecio en los labios.
—Si resulta que el tipo que gritaba pidiendo ayuda era solo una manera de atraernos hasta aquí —dijo Isa—, voy a sentirme realmente molesta contigo.
—¿Aún no lo estás?
—Tengo demasiado frío como para estar molesta. ¿Teníamos que pelear en el agua?
—En su momento, me pareció bien —respondió Siris, al tiempo que los daerils se acercaban.
El ulular se había vuelto más intenso. Obviamente no les gustaba haber perdido tantos miembros en una simple emboscada.
—No creo que el tipo al que salvamos esté con ellos. Parecía aterrorizado.
Siris no podía ver mucho de él, apenas una figura con una túnica, encogida detrás de las rocas.
—Al menos, eso es algo… Bueno, yo no soy muy hábil con la espada. Quizá pueda lidiar con uno solo de esos monstruos. ¿Te las arreglas con los otros siete?
—Sí, claro —repuso Siris—. No hay inconveniente.
—Bien. Por un momento creí que tendríamos problemas. Tal vez, si alguien no hubiera roto mi ballesta…
—Tal vez, si alguien no hubiese intentado asesinarme mientras dormía.
—Continúas insistiendo en ese pequeño desliz que tuve —afirmó ella—. Por cierto, debes dejar de ser rencoroso, bigotes. No es saludable.
Siris esbozó una sonrisa pero los daerils se dispusieron a avanzar para atacarlos.
La sonrisa se desvaneció rápidamente. El chapoteo de los pies terminados en garras, el ulular, el balanceo de las espadas.
«Cuando atacan tantos a la vez, se amontonan —pensó Siris—. Sin embargo…, puedo visualizar algo en mi mente. Formas con la espada…»
Se lanzó a la lucha, con Isa cuidándole las espaldas. Desvió con golpes las espadas enemigas, usó su escudo como garrote, rugió con furia para intimidar a los daerils.
Pero estos eran cautelosos. Lo forzaron a retroceder y él apenas pudo defenderse. Logró asestar un golpe afortunado, que hizo que uno de los monstruos cayera de rodillas, agarrándose el estómago y escupiendo sangre. Los otros se acercaron.
«Sí… Puedo visualizar algo… como un fragmento de recuerdo…»
Siris se quedó quieto. Eso pareció preocupar a algunos daerils, que retrocedieron. Otros continuaron acercándose violentamente hacia él, combatiendo.
Isa cayó. Siris pudo oírla refunfuñar, vio sangre nueva en el torrente y sintió el chapoteo del agua contra sus piernas cuando ella se desplomaba.
Los daerils se le acercaron más.
Él cerró los ojos.
«Ahora.»
Sus brazos se movieron, alzaron la espada como si lo hicieran por cuenta propia.
De más joven, había entrenado su cuerpo para que este siguiera los instintos del soldado, para que en las prácticas llevase a cabo ataques, golpes y posiciones hasta que se convirtieran en su segunda naturaleza. Estaba familiarizado con la lucha instintiva.
No tenía idea de dónde provenían esos instintos particulares.
Abrió los ojos de golpe y giró llevando a cabo un complejo movimiento kata con la espada, sus pies se deslizaron silenciosamente en el agua. Parecía estar danzando con el propio torrente. Su espada golpeó siete veces en una rápida sucesión, cada golpe preciso, cada movimiento exacto. Cuando se detuvo, sostuvo la Espada Infinita con ambas manos ante él, tranquilo. El río fluía a sus pies.
Los cadáveres de siete daerils flotaban en la corriente.
Respiró profundamente, como si despertase de un largo sueño, luego se volvió, advirtiendo que había dejado caer su escudo en algún momento durante el proceso.
¿Qué había sido eso? El ritmo de los ataques le había parecido muy familiar. Los siete golpes habían llegado como si esta lucha en particular —con cada daeril en su lugar— hubiera sido algo que él hubiese practicado una y otra vez.
«¿La Espada Infinita? —se preguntó—. ¿Acaso esos reflejos venían de la espada?»
Isa.
Maldijo y dejó caer el arma, para sacarla de las aguas cercanas. Presentaba una herida en el estómago, una herida muy mala por cierto, que el agua helada había limpiado. Tenía los ojos aún abiertos, todavía activos, pero la piel muy pálida y los labios temblorosos.
—No he… —dijo ella—, cuando dije que tenías que luchar contra los siete, en realidad no esperaba que fueras a hacerlo…
—Espera —repuso Siris. Se quitó el anillo del dedo y se lo puso a ella—. Usa el anillo. Cúrate.
—No puedo…
—Sí puedes. Es fácil. Lo sientes, ¿ves? Úsalo. Ni siquiera tienes que preocuparte de que te vaya a crecer barba.
—¿Cómo es que no lo sabes? —susurró.
—¿Saber qué?
—No puedo usarlo, Siris. No funciona así. Eso…
—Ay, ay, ay —se oyó una voz.
Siris levantó la vista. La figura de túnica que había estado protegiéndose detrás de las rocas se había acercado a la orilla para ver a sus salvadores. Llevaba la capucha caída, pero no tenía rostro.
O… bueno, no un rostro humano. Ni siquiera un rostro vivo. Dos ojos como gemas azules miraban desde un lugar ubicado en una cabeza esculpida en madera. No tenía boca, a pesar de que esa cosa larga y delgada hablaba.
—No está bien, nada bien, nada bien.
—¿Puedes ayudar? —preguntó Siris con desesperación.
—¿Debo hacerlo?
—¡Sí!
—Traéla por aquí, fuera del agua, fuera del agua. Así, así. Veamos, algo de metal e hilo, supongo…
Siris alzó a Isa y chapoteó en el agua hasta la orilla, con la sangre de la herida chorreando. La colocó sobre la orilla rocosa, mientras la criatura —una especie de golem— se desprendía de su túnica, revelando un cuerpo de madera fina como de muñeco.
«Bambú —pensó Siris—. Está hecho de bambú.»
—Sí, sí —asintió el golem, inspeccionando la herida con sus dedos finos—. Tu escudo. Necesito tu escudo.
Siris lo recogió. ¿Qué otra cosa podía hacer? No parecía el momento de hacer preguntas. Cuando volvió con el escudo mojado, la criatura buscaba distraídamente su túnica caída. Su mano, y luego su brazo, se estaban deshaciendo.
Siris se quedó helado. El cuerpo de la criatura se convertía en hilo, la transformación continuaba a partir de su brazo.
—Excelente, excelente —dijo la criatura, agitando la mano que aún seguía siendo de madera.
—Tráelo, por favor. Por favor.
Siris se arrodilló y puso el escudo al lado de Isa. Ella todavía respiraba, pero había cerrado los ojos. Se veía muy pálida.
La criatura tocó el escudo con su mano de madera, y esa mano se fusionó con el acero, se transformó y se hizo de metal. La transformación prosiguió en el otro brazo, con lo que la mitad del cuerpo del golem se convirtió en metal.
Luego la criatura se desprendió el brazo, fragmentando todo su cuerpo. La fractura era precisa y del montón de metal emergió una versión más pequeña de la criatura, tal vez de unos treinta centímetros, con una mitad del cuerpo hecha de hilo enrollado y la otra mitad, de acero esbelto y plateado.
Se acercó y abrió la herida de Isa con los dedos, que ahora eran muy finos, como agujas. Cortó la ropa alrededor de la herida; sus dedos tenían filo.
—Herida limpia —dijo, con una voz ahora mucho más suave—. Corte muy profundo. Bien, pero sí, mucho que hacer. ¡Debe ser rápido! Mucha sangre. No está bien, no bien.
La criatura se abrió camino en la herida, hundiendo sus brazos —uno de metal plateado; el otro, una madeja de hilo que se movía como si tuviese músculos— en el abdomen de la muchacha. La criatura empezó a tararear, mientras usaba un dedo largo como aguja, a la que le enhebraba parte de su propio cuerpo para empezar a coser la herida.
—Te pondrás bien —le dijo Siris a Isa. «Creo. Espero.»
—Demasiada coincidencia —murmuró ella.
—No hables —le rogó él—. No…
Ella abrió los ojos.
—Nos estaba siguiendo. Esa cosa, sea lo que… —dijo, haciendo una mueca de dolor y respirando entre jadeos—. Debe de haber estado siguiéndonos, Siris. Por eso cayó en la emboscada. No se dio cuenta de que nos desviamos para seguir por el camino más largo.
Siris miró a la criatura, que trabajaba velozmente, tarareando en voz baja. En unos pocos minutos, terminó su tarea en las tripas de Isa y empezó a coser la herida externa. Sus dedos se movían como un remolino, y las puntadas que daba eran increíblemente ajustadas y diminutas. Dio la última puntada, la ajustó bien, luego la ató y cortó.
Para entonces, Isa estaba inconsciente pero aún respiraba. Siris se sintió impotente. ¿Por qué ella se había negado a usar el anillo sanador? Se lo había puesto en el dedo. Tal vez solo estaba confundida por la herida, por la pelea. Si hubiese… cuando hubiese… entonces habría podido usarlo.
—Gracias, criatura —dijo Siris.
—Hummm, obedezco, como se me ordenó. —La criatura inspeccionó su labor y luego retrocedió.
Siris se adelantó cuando ya la criatura se fundía con la roca que tenía detrás, su cuerpo se transformaba para hacerse de piedra. Un segundo después, una versión más grande de la cosa —ahora de un metro y medio— se desprendió del suelo, hecha con rocas del río y barro. Siris pudo ver el cuerpo anterior de la criatura cuando este se fundió con la gran piedra en el pecho de la cosa.
La criatura abrió unos ojos de gema en una piedra que tenía una vaga forma de cabeza sobre sus hombros, y cuando avanzó las piedras se golpeaban unas contra otras. Levantó la túnica.
—¿Qué eres? —preguntó Siris.
—ETCB —dijo la criatura—. Una Entidad Transubstancial de Clase Baja.
—¿Y estabas siguiéndome?
—… Sí.
—¿Sirves a alguno de los Inmortales, no?
Otra pausa.
—Sí.
—¿A quién?
—Se me ha ordenado no responder a esa pregunta —dijo alegremente ETCB—. Ay, probablemente este no sea un buen lugar para mantener un diálogo. Me parece que otras bandas de mutantes MIC pueden vivir en esta zona.
Siris miró a Isa, que seguía inconsciente. Moverla no parecía una buena idea, pero quedarse en el lugar —donde los sonidos de la batalla podrían haber llamado la atención— era peor. Siris dio un paso adelante para levantarla.
—Si se me permite sugerirlo —dijo ETCB—, siendo de piedra, estoy bastante bien equipado para cargar pesos sin cansarme. ¿Podría hacerlo…?
—De acuerdo, levántala.
—Excelente —dijo ETCB, agachándose y alzando a Isa con facilidad—. Quisiera sugerirte que cojas la espada porque se me ordenó no tocar ese elemento en particular.
Y empezó a caminar, tarareando en voz baja.
Siris meneó la cabeza, adentrándose en el torrente para coger la Espada Infinita. Luego convocó al escudo y, al cabo de un instante de duda, corrió a buscar el caballo y las provisiones.
—No puedo responder a esa pregunta —dijo jovialmente ETCB—. He sido instruido para no hablar de la inmortalidad de los Inmortales ni de cómo obtuvieron su condición.
—Bueno, ¿y qué puedes decirme? —preguntó Siris exasperado.
—Muchas cosas —respondió ETCB. Caminaba al lado de Siris cargando a Isa. Ella estaba inconsciente, pero ETCB parecía capaz de cargarla de un modo mucho más relajado que el que Siris podía permitirse, de modo que este intentaba no preocuparse demasiado.
Las estribaciones de las montañas aún se alzaban a cada lado; el cielo se veía brumoso, cubierto por una neblina que, ocasionalmente, se convertía en una llovizna fina. El torrente que cruzaba el valle había aumentado de tamaño hasta convertirse en un verdadero río, pero ellos no seguían su curso. Siris pensaba que marchar por un camino más difícil podría mantenerlos lejos de los problemas.
—De hecho —prosiguió ETCB—, mis conocimientos son amplios y variados. Puedo explicar por qué el cielo es celeste, por ejemplo. O puedo enumerar los ingredientes de la sopa de lentejas. Puedo decir qué hora es en las Profundidades de Loher en este exacto momento. Puedo explicar por qué…
—¿Qué es un «Eme I Ce»? —lo interrumpió Siris—. Una mentemuerta en el palacio del Rey Dios habló de algo así cuando me sintonizó con uno de esos anillos. Tú lo mencionaste nuevamente cuando hablabas de esos daerils.
—MIC —dijo ETCB—. Modelo de Identidad Cuántica. La marca cuántica individual inherente a todo ser sensible, que lo vincula a sus ancestros. Es algo similar, aunque completamente alejado, del ADN físico de las personas.
—¿De qué?
—Creo —repuso ETCB— que te falta el conocimiento científico apropiado para que esta conversación prosiga con detalles específicos. Corresponde entonces una explicación más sencilla. Tu MIC es lo que podrías llamar tu «alma». Es algo que te es propio, pero que está separado de tu forma física.
—¿Y se vincula con mis ancestros?
—Sí —respondió ETCB—. El ascendente de una persona tendrá un MIC, un alma, que evidencia el linaje.
—De modo que esta espada consume almas —añadió Siris—. Y necesita consumir todas las que pueda de… mi linaje, ¿no? De mi linaje antes de manifestar su poder.
—Esa es una manera extremadamente simple de explicarlo —repuso ETCB, un tanto disgustado—. Eso no dice nada del alineamiento del MIC… ¡De hecho, no es científico en absoluto! Pero para un campesino ignorante es suficiente.
—El Rey Dios iba por mi familia —dijo Siris, mayormente para sí—. Quería sobre todo mi linaje. Se cebó con nosotros, creó la idea de los Sacrificios para que acudiéramos ante él a morir por su espada. Pero ¿qué tiene mi familia de particular?
—Me temo que no puedo responder a esa pregunta, porque entraría en conflicto con mis órdenes.
—No era a ti a quien refería la pregunta —añadió Siris, aunque estaba interesado en oír por qué le habían ordenado a ETCB no hablar específicamente de la familia de Siris. Eso confirmaba su sospecha de que ETCB había sido enviado por el Rey Dios para espiarlo.
«A cada paso que doy, me rodea gente que me traicionaría si tuviese oportunidad de hacerlo.» Ese pensamiento hizo que volviera a preocuparse por Isa. Contempló el horizonte: el sol casi se había puesto. Tiempo de acampar.
Siris eligió el sitio lo mejor que pudo. Encontró un lugar donde algunas hojas muertas formaban un suave suelo. Desplegó el abrigo de Isa —que había recuperado del torrente— para que le dieran los rayos del sol declinante y, con suerte, se secase.
ETCB la depositó en un rincón al lado de algunas rocas. Siris se las vio con el caballo —el animal se las arregló para pegarle un mordiscón— y trajo el apero para Isa. Se arrodilló a su lado, tocándole la mano. La tenía húmeda y gélida.
—Qué fría está.
—Sí —dijo ETCB, inclinando su cuerpo de roca. Se agachó contra el matorral y las fibras de bambú se desperdigaron sobre las piedras de sus hombros. En ese momento su cuerpo se colapsó, las piedras se convirtieron en trozos de madera y la versión de muñeco leñoso de ETCB irrumpió de uno de ellos, rajándolo como un pollo cuando sale del cascarón.
—Los cuerpos de carne son notoriamente pobres frente a temperaturas extremas —dijo ETCB, sacudiendo la cabeza como si le diera vergüenza—. Ella va a necesitar calor para pasar la noche; de lo contrario, probablemente no sobrevivirá.
Siris miró a Isa, aún desmayada. Tal vez si él la sostuviera…
—Lo preferible sería un fuego —agregó ETCB—, sobre todo con esta humedad.
El golem parecía divertido.
—Exacto. Por supuesto. —Siris se puso a hacer fuego. ¿Podría?
Recogió un poco de madera, pero todo estaba empapado hasta las raíces. Buscó en las alforjas —habían sido diseñadas de modo que fueran impermeables— y encontró algo de paja y de yesca.
Una hora de frustraciones después, seguía sin tener fuego alguno. Se apagaba apenas comenzaba a encenderlo. La madera que había alrededor estaba demasiado húmeda y la llovizna ocasional tampoco ayudaba demasiado, pese a que él había armado un refugio sobre el fuego con una manta dispuesta sobre algunos tallos de bambú.
Frustrado, se arrodilló sobre la improvisada hoguera, sintiéndose del todo impotente. ETCB se sentó a un lado, silencioso e inmóvil, como una estatua de madera. Al golem no parecía preocuparle la lluvia; le había dicho a Siris que, lamentablemente, carecía de toda capacidad para encender un fuego. No formaba «parte de sus parámetros diseñados», significara esto lo que fuere. Tampoco pelear, lo cual explicaba por qué una criatura que podía adaptar su cuerpo y convertirlo en piedra se había ocultado ante aquellos daerils.
—He sido un tonto —dijo Siris.
—¿A propósito de qué?
—No fue intencional —añadió Siris—. Pensé, durante todos estos años de preparación, que solo una cosa importaba en mi vida. Luchar contra el Rey Dios. Eso era todo. Ahora, aquí estoy, tan impotente como un chico de tres años, cuando cualquier otra persona de Drem’s Maw habría sido capaz de hacer un fuego.
—Puede que sea cierto —replicó ETCB—. Sin embargo, tengo mis serias dudas de que cualquier otro de tu pueblo hubiese sido capaz de llevar a cabo las Verdaderas Posiciones de la Esgrima.
«De modo que él sabe lo que hice», pensó Siris. Conservó esa idea en mente —junto con una saludable desconfianza ante esa criatura—, pero no tuvo tiempo de pensar en nada más. ¿Isa estaba respirando más suavemente?
Él debería encontrar una salida. Tenía que haber una salida. Buscó en el bolsillo y sacó un puñado de anillos. Sostuvo uno en la mano, uno de los primeros que halló. Este generaba estallidos de fuego. Pero, al igual que los otros, había dejado de funcionar poco después de que matase al Rey Dios.
—ETCB, ¿puedes explicarme por qué este anillo ha dejado de funcionar?
—Supongo —respondió ETCB— que fue diseñado para utilizar energía local, y algo interrumpió la fuente de energía.
—¿Puedo hacerlo funcionar aquí?
—Depende del anillo —repuso el golem—. Si quieres hacerlo funcionar, probablemente necesitarás una fuente de energía similar a la que este crea. Entonces podría atraerlo y transportarlo hasta ti.
Siris hizo girar el anillo entre sus dedos y, por primera vez, notó algo en el interior. Había algo diseñado para salir, un trozo minúsculo, como la mitad de la uña de su dedo meñique. Le recordó el disco que acompañaba al anillo que hacía aparecer la espada.
«Recurrir a un tipo similar de energía —pensó—, y transportarlo hasta ti.» Este anillo y el de transportación eran muy similares.
—Necesito algo caliente —anunció Siris.
—¿Debería tal vez hacerte notar —dijo ETCB— que, aunque tuviéramos algo caliente, eso no resolvería nuestro problema en sí mismo?
Siris inspeccionó el disco de metal y luego lo cambió de mano. Respiró profundamente, y volvió a pasárselo a la otra mano.
ETCB se incorporó.
—Ay, ay, ay. No, no, no. Es una mala idea. MALA. No tienes suficiente calor en tu interior como para encender un fuego. Lo lamento. Treinta y siete grados en noventa kilos de carne. Estallarás en llamas, pero estarás muerto cuando termines. Por favor, no, no, no…
—Bien —admitió Siris, levantando una mano en dirección a ETCB—. No lo haré. Pero tengo que encontrar algo caliente que usar.
Y miró fijamente al caballo.
—Le falta calor —advirtió ETCB.
Era una lástima. Pero entonces qué… «Las fumarolas de vapor», pensó Siris. Isa había dicho que estaban por todas partes. ¿Había olido alguna en su marcha desde el río hasta aquí?
¿Se atrevería a dejar a Isa con ese golem?
—Te ordeno no lastimarla —le dijo a ETCB.
—En ningún caso lo habría hecho.
—Quédate. Cuídala.
—Como ordenes.
Estuvo a punto de ordenar al golem que se retirase. Pero ¿de qué habría servido? Si este fuese a informar, Siris sería descubierto. Si se quedaba allí, tal vez él encontrase algún modo de controlarlo.
Siris desandó el camino por el que había venido y comenzó a correr. Era una carrera difícil. Habían caminado unas cuatro horas desde el río. Él había percibido el olor en algún lado, aproximadamente a mitad de camino.
Se hizo oscuro. Él continuó corriendo, transitando por entre el matorral de bambú y prados abiertos. ¿Iba acaso en la dirección correcta? ¿Y si…?
«Ahí están.»
Encontró las fumarolas encajadas en unas rocas caídas al lado de una colina. Eran estrechas y no daban mucho calor, por cierto, menos del que él necesitaba. Con todo, las grietas parecían profundas y el olor a azufre era fuerte.
Dejó caer el disco de metal en la que parecía la más profunda, luego lo puso en sintonía y regresó por el camino que había recorrido. Media hora después, resoplando, jadeando, llegó al campamento. Tuvo que gritarle a ETCB para encontrarlo. El cielo estaba casi enteramente negro.
Siris se agachó debajo de la manta húmeda estirada sobre el bambú. Se arrodilló al lado de la improvisada hoguera y se puso el anillo en el dedo. Allí lo dejó, con la palma extendida, para intentar atraer el calor.
Nada sintió al principio. Luego, con alivio, comenzó a percibir un calor débil alrededor del dedo. El anillo emitió un sonido metálico, luego un zumbido.
De la palma, le brotó una llama. Su llegada fue tan repentina que casi se echó hacia atrás. El fuego ardió hacia delante y cubrió toda la hoguera. El vapor produjo un susurro, la madera crepitó. Siris tuvo que volver el rostro.
Concentrado en la tarea, hizo que el fuego pasara de infernal a moderado; mejor secar la madera que convertir todo el campamento en cenizas. El calor siguió por un buen rato antes de que el anillo zumbara, su energía ya estaba agotada.
Siris bajó la mano y miró lo que había logrado. La madera se quemaba y parte de ella ardía en llamas altas. Siguió alimentando el fuego y, en cuestión de minutos, tenía una fogata importante. Colocó a Isa al lado, cubierta con la manta, la cabeza descansando sobre una ropa doblada.
Finalmente, Siris se volvió a sentar contra las rocas; la débil lluvia le caía en la cabeza. Con el fuego e Isa, no había lugar debajo de la manta para él. Suspiró suavemente.
—¿Dónde encontraste una fuente que produjese tal calor? —preguntó ETCB.
El golem también estaba sentado bajo la lluvia.
—En unas grietas en la tierra —respondió Siris—. Isa me había dicho que eran comunes en esta zona.
—Ah… —exclamó ETCB—. Sí, sí. Muy inteligente. ¡Afortunadamente no derretiste el disco transmisor arrojándolo a la lava! Pero supongo que se puede reemplazar.
Siris se envolvió en su capa, la que Isa le había dado el primer día.
—Ahora me dirás todo lo que sabes sobre… ¿cómo has dicho? ¿Las Verdaderas Posiciones de la Esgrima?
—Son de antigua data —repuso ETCB—. El arte más consumado de un guerrero, una unidad entre la espada y el cuerpo. Algunos Inmortales decían que les habían llevado siglos de práctica dominarlas. No se creía que los mortales fueran capaces de manejarlas a lo largo de sus cortas vidas.
Por algún motivo, Siris sintió un escalofrío.
—Están destinadas —prosiguió ETCB— a ser utilizadas para pelear con múltiples oponentes de categoría inferior. Los Inmortales las desarrollaron para que uno de ellos pudiera enfrentarse con muchos adversarios a la vez; de hecho, son casi inútiles en un duelo formal de solo dos combatientes. Se podría sostener que el duelo formal surgió a partir de que muchos Inmortales llegaron a ser especialistas en las Verdaderas Posiciones.
—Pero entonces, ¿cómo es que yo las conozco? —preguntó Siris.
—No puedo responder a eso.
Siris se mantuvo en silencio por un rato, oyendo como la lluvia caía suavemente sobre las hojas.
—¿Soy descendiente de uno de los Inmortales, no?
ETCB no respondió.
—Puedo usar sus instrumentos. Eso es lo que Isa quiso decir: ella no puede usar los anillos porque su MIC, su alma, no está relacionado con los Inmortales. El mío, sí. Puedo hacer cosas que no debería poder hacer a causa de mi linaje. Por eso el Rey Dios nos perseguía, a raíz de nuestra herencia.
ETCB tampoco respondió.
—¿Te es posible responder alguna pregunta sobre este particular? —preguntó Siris.
—No —repuso ETCB—. Lo tengo prohibido.
—Bueno, no importa. No voy a rendir cuentas solo porque uno de mis ancestros pudo haber sido un monstruo. Probablemente, provengo de alguna rama ilegítima.
«Tal vez del propio linaje del Rey Dios —pensó con un estremecimiento—. ¿No era probable que él matara a sus propios hijos para hacer que su maldita espada funcionase?»
Paulatinamente, la lluvia fue cesando. Siris fue a ver cómo estaba Isa, y luego examinó su abrigo, que había colgado al otro lado del fuego para secarlo e impedir que la lluvia lo mojase. Un lado estaba empapado, de modo que le dio la vuelta.
Cuando se volvió, ella lo estaba mirando. Él se acercó, dejando caer el abrigo. Isa parpadeó, luego sonrió y le echó una mirada a su costado. ETCB la había vendado ahí, donde la había cosido.
—Deberías descansar —dijo Siris.
—Estoy descansando —repuso ella—. Ya casi no sangra. Es increíble.
—ETCB ha hecho un buen trabajo —añadió él, señalando con la cabeza en dirección al golem, quien, sentado bajo la lluvia, miraba las estrellas. No había cambiado de posición en dos horas.
—Supongo que sí —dijo ella, con tono de duda.
—¿Tienes sed?
—Sí —respondió—. Una sed horrible. Pero primero, yo…
—¿Sí?
Había algo en la voz de ella. Algo suave, algo íntimo.
—Primero, en verdad, tengo que hacer pis.
—Oh, claro —dijo él, ruborizándose.
Fue a buscar un recipiente y luego se internó entre el bambú para que tuviese alguna privacidad. Cuando volvió, ella estaba vestida y sentada junto al fuego, calentándose las manos.
Él se sentó al otro lado.
—Espero no tener que someterme al tratamiento de la soga esta noche —dijo ella.
—No —respondió él—. Viniste a ayudarme cuando estaba peleando en el río, aun cuando estabas desarmada. Podrías haber dejado que esas criaturas me mataran y luego robarles la espada.
—¿Robarle a una banda de daerils salvajes y asesinos? —preguntó Isa—. Es más fácil cogerla de ti.
Siris resopló.
—Dudo de que conocieran su valor, y tú eres bastante astuta. Cuando se hubieran ido a dormir, te habrías hecho con la espada y en un rato podrías haberte marchado.
—Tienes una alta opinión de mi capacidad.
—Es por respeto a mí mismo —añadió Siris—. Estuviste a punto de matarme dos veces. No me gustaría pensar que alguien incompetente pudiera hacerlo.
Ella se sonrió.
—La cuestión —dijo él— es que no tenías por qué correr a ayudarme. Y lo hiciste. Salvar mi vida contradice tus tentativas anteriores, por lo tanto estás perdonada. Eso sí, siempre y cuando me prometas que no vas a volver a intentar matarme, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—¿Y que no vas a tratar de robarme la espada cuando duerma?
—No lo haré —replicó Isa—. Ni siquiera cuando estés despierto —agregó e hizo una pausa—. Pero si te mueres y no puedo hacer nada para impedirlo, me quedaré con la espada.
—Me parece justo. Mejor tú que uno de los Inmortales. —Siris extendió la mano hacia ella, a un costado del fuego.
Isa le dio la suya y sellaron el pacto.
—Duerme un poco —ordenó Siris, levantándose para ir a recoger más leña.
—Tú también, bigotes —respondió ella con un bostezo—. Estamos a menos de un día de camino de los dominios de Saydhi. Necesitarás tus fuerzas mañana. Asegúrate de dormir un poco.
—Lo haré.
Él se mantuvo despierto toda la noche, procurando que el fuego continuara encendido y ella, abrigada.