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—No estaba previsto que ganase —susurró el Maestro Renn.

Siris podía oírlos hablar en el otro cuarto de la choza de Renn. Estaba sentado en silencio, sosteniendo un pequeño cuenco de sopa en la mano. Berros del pantano, una sopa muy saludable. Una sopa de guerrero.

Sabía a agua de lavar platos.

—Bueno —dijo el Maestro Shanna—, no podemos exactamente culparlo, ¿o sí? Por estar vivo, quiero decir.

—Fue a pelear contra el Rey Dios —dijo el Maestro Hobb—. Nosotros lo enviamos a luchar contra el Rey Dios.

Y Siris había ido, al igual que su padre y que su abuelo. A lo largo de los siglos, habían sido enviados por docenas, siempre miembros de la misma familia. Una familia amparada, protegida y escondida por la gente de la tierra.

Lo habían llamado el Sacrificio. Era su manera de contraatacar. El único modo. Vivían bajo el opresivo pulgar del Rey Dios. Le pagaban tributo con casi todo lo que tenían, sufrían la brutalidad de hombres como Weallix, quien, hasta que se había hecho con el poder, había sido un simple recaudador de impuestos.

Pero ellos cumplían con ese único acto de rebelión. Una familia escondida. Un guerrero en cada generación, enviado para mostrar que la gente de esa tierra no estaba completamente dominada.

El Sacrificio no necesitaba ganar. No se esperaba que ganara. No se suponía que fuera capaz de ganar.

«Que el infierno me lleve», pensó Siris contemplando su cuenco. «Ni siquiera yo esperaba vencerlo.» Siris había partido con el sueño de que quizá, si fuera increíblemente afortunado, iba a herir al Rey Dios, haciendo que el tirano sangrase.

En lugar de ello, había derribado a uno de los Inmortales.

En el otro cuarto se hizo silencio, luego continuaron los murmullos, tan bajos como para que él no pudiera oír.

«Lo hice de verdad —pensó Siris—. Estoy vivo.» Ahora estaba empezando a comprender. Bajó la vista y luego, intencionadamente, apartó el cuenco. «¡Y eso significa que nunca más tendré que beber esta mierda!»

Se puso de pie sonriendo. Había soñado con lo que podría pasar si lograba matar al Rey Dios. No se atrevía a esperarlo, pero se había permitido ese sueño. Había imaginado el triunfo, las celebraciones. Se había imaginado exultante en su victoria. Sin embargo, no se sentía exultante. En cambio, sí se sentía libre.

Ser el Sacrificio había sido la norma de todo cuanto había hecho. Pero eso había terminado. Por fin. Por fin podía descifrar quién era: la persona que podía llegar a ser sin el peso de esa tarea terrible sobre los hombros. Por un momento dudó, luego sacó del bolsillo un pequeño cuaderno con tapas de madera. Se lo había dado su madre, quien le había dicho que registrase sus pensamientos cada noche mientras viajaba hacia el castillo del Rey Dios.

Su madre y él se contaban entre los pocos habitantes del pueblo que podían leer. El Sacrificio tenía que saber leer. Siris no estaba seguro de por qué, era una mera tradición. No le había parecido un requisito trabajoso; leer y escribir le había resultado fácil.

El cuaderno estaba vacío. Siris nunca había escrito en él, y se sentía como un tonto por no haber seguido la sugerencia de su madre. No había sido capaz de esforzarse por hacerlo. Había marchado hacia su muerte, determinado a vengar a sus mayores, quienes habían caído ante la espada del Rey Dios. No para matar a la criatura, sino para combatirla, para demostrarle —a pesar de lo que él pudiese pensar— que el mundo no era completamente suyo.

Su madre había incluido un carboncillo junto con el cuaderno. Siris lo levantó y lo abrió en la primera página. Allí, en letras gruesas, escribió una frase:

«Odio la sopa de berros del pantano.»

En ese momento se abrió la puerta y Siris se volvió para enfrentar a los ancianos del pueblo. El Maestro Renn, un hombre bajo, calvo, con una cara redonda y un traje de ceremonias ahora desvaído por la edad, los presidía.

—Siris —dijo el Maestro Renn—, estábamos preguntándonos… qué pretendes hacer ahora.

Siris se tomó un momento para pensar.

—Pretendo visitar a mi madre —respondió—. Dado que es el mediodía, supuse que estaba en el pueblo. Debería haber ido a su choza antes.

Ella vivía fuera de la caverna principal, al aire libre.

—Sí, sí —dijo el Maestro Renn—. Pero ¿y después de eso…?

—Lo he pensado mucho, Maestro —contestó Siris escondiendo el diario—. Y… bueno, he llegado a una decisión.

—¿Sí?

—Me voy a nadar.

El Maestro Renn parpadeó sorprendido. Luego, se volvió hacia los ancianos.

—Después de eso —prosiguió Siris—, voy a comer un pastel de acebo. ¿Podéis imaginaros que nunca he comido un pastel de acebo? Siempre he estado siguiendo una dieta demasiado estricta como para comer pasteles durante las fiestas. Un guerrero no puede permitirse tal frivolidad —dijo, frotándose la barbilla—. Todo el mundo dice que el pastel de acebo es el mejor.

«Ojalá me guste —pensó—. Odiaría haber pasado todos estos años envidiando a todo el mundo por nada.»

—Siris —dijo el Maestro Renn, acercándose. Sus ojos parpadearon en dirección al rincón del pequeño cuarto donde la armadura de Siris yacía apilada, envuelta en su capa, que estaba doblada como un paquete. La Espada Infinita reposaba contra la pila—. ¿Realmente lo hiciste? ¿No te habrás… deslizado ahí y solo robado su espada, no?

—¿Qué? —exclamó Siris—. ¡Claro que no!

El combate apareció en su mente como un destello. Espada contra espada. La voz del Rey Dios, imperiosa, llena de desdén y, sin embargo, honesta. Inesperadamente, había sido un duelo honorable, según el antiguo ideal.

—¿Y los otros? —preguntó el Maestro Renn—. ¿Los otros seis miembros del Panteón? Mataste a su rey. ¿Te enfrentaste a los otros?

—Me batí con algunos cautivos en la mazmorra —repuso Siris—. Creo que podrían haber sido importantes, pero no parecían miembros del Panteón. No los he reconocido, al menos.

El Maestro Renn miró a los ancianos. Estos empezaron a moverse incómodos.

—¿Qué sucede? —preguntó Siris.

—Siris —dijo el Maestro Renn—, no puedes quedarte aquí.

—¿Cómo? ¡Por qué no!

—Pronto vendrán a buscarte, hijo —respondió el Maestro Renn—. Vendrán en busca de eso —agregó y volvió a mirar en dirección a la espada.

—Todos los inmortales codician la Espada Infinita —dijo el Maestro Hanna, situado detrás de Renn—. Eso lo sabe todo el mundo.

—Estarán enfadados —agregó el Maestro Hord—. Furiosos contigo por lo que has hecho.

—No podemos dejar que te quedes en el pueblo —añadió el Maestro Renn—. Por el bien de todos nosotros, tienes que irte, Siris.

—¿Me estáis desterrando? —preguntó Siris—. Que el infierno me lleve… Os he salvado. ¡Os he salvado a todos!

—Y eso lo apreciamos —dijo el Maestro Renn.

Varios de los ancianos presentes no parecían estar de acuerdo. Hacía apenas una semana, esa gente había brindado por su valor. Lo habían despedido con una fiesta y una fanfarria. Lo habían elogiado y alabado. «No querían que ganase», pensó mirando a esos ojos hostiles. «Tienen miedo. Hablaban de libertad, pero no saben qué hacer con ella.»

—Deberías partir rápidamente —le dijo Renn—. Le hemos enviado un mensaje al Señor Weallix, invitándolo a que vuelva.

—¿A él? —preguntó Siris—. ¿Serviréis a esa rata?

—Ahora —dijo el Maestro Hord—, nuestra única esperanza es mostrarnos acobardados, pacíficos. Dominados. Cuando los otros dioses vengan, no deben encontrar un pueblo en rebeldía.

—Es lo mejor, Siris —añadió el Maestro Renn.

—Habéis sido esclavos tanto tiempo —les espetó Siris—, que no sabéis ser otra cosa. ¡Sois tontos! Como niños. —Se dio cuenta de que estaba gritando—. Al cabo de todos estos siglos, una y otra vez festejando y soñando, ¡y ahora arrojáis todo a la basura! ¡Ahora me arrojáis a mí a la basura!

Los ancianos retrocedieron ante su furia. Parecían tenerle miedo. Estaban aterrados.

Siris se puso en guardia, pero luego descubrió que su furia se evaporaba. No podía enojarse con ellos.

Lo único que podía era tenerles lástima.

—Está bien —les dijo, poniéndose en movimiento para recoger sus cosas—. Me iré.

Una hora más tarde, Siris levantó un hacha antigua y gastada. Tenía el filo astillado, el mango oscurecido y degradado por el tiempo. La sopesó, juzgando su peso, e intentó ignorar la tormenta de emociones que había en su interior. Traición. Frustración. Rabia.

Su preparación le permitió liberarse de esos sentimientos por un momento, mientras contemplaba el hacha. Mentalmente, consideró las maneras de poder usarla para ganar una pelea.

Golpear al enemigo en las rodillas, luego, hundirle el hacha en el pecho mientras se derrumba…

Cortarle el cuello, entrando con furia y sirviéndose del largo del mango para aumentar el alcance…

Hacer que el hacha golpee contra el escudo del adversario una y otra vez para que pierda el equilibrio, después retroceder y golpear de manera inesperada desde la derecha…

Alzó el hacha…

… luego la hizo caer contra un tronco apoyado sobre un tocón delante de él. Golpeó el tronco al lado del centro y el hacha rebotó, como si la madera fuese piedra. Siris gruñó y volvió a golpear, pero esta vez solo pudo arrancarle una astilla del costado.

—Maldita sea —se dijo, apoyándose el hacha sobre el hombro—. Cortar madera es mucho más difícil de lo que parece.

—¿Siris? —preguntó una voz asombrada.

Levantó la vista. En el camino que llevaba a la choza en el bosque había una mujer de mediana edad que llevaba un balde con agua. Su cabello comenzaba a encanecer y su ropa era simplemente de algodón. Era su madre, Myan.

Su madre sabría qué hacer. Myan era sólida, del mismo modo en que un antiguo tocón de árbol era sólido, o en que la roca movediza que había fuera del pueblo era sólida. De niño él había tratado de empujarla. A pesar de que parecía frágil, no había sido capaz de moverla ni una pulgada.

—Madre —dijo, bajando el hacha. Media hora antes, cuando había llegado, ella no estaba en la choza. Había ido por agua. Siris debía haberlo sabido. Era la tarea que él siempre hacía por ella, ya que el trote hasta el río ida y vuelta le venía bien para entrenarse.

—¡Siris! —exclamó Myan, dejando el balde en el suelo. Corrió hacia él, cojeando a causa de una caída que había sufrido hacía diez años. Lo tomó del brazo con ternura—. ¿Has entrado en razón entonces? ¿Te has negado a ir al castillo del Rey Dios? ¡Oh, luz de mis ojos! Nunca creí que fueras juicioso. Ahora tenemos…

Su voz se desvaneció cuando vio el objeto que Siris había dejado al lado de la leña. La Espada Infinita. Casi parecía destellar al sol.

—Que el infierno me lleve —susurró Myan, llevando su mano a la boca—. Por los siete señores que gobiernan con terror. ¿De veras lo has hecho? ¿Lo has matado?

Siris volvió a darle con el hacha al tronco. Nuevamente golpeó al lado del centro. «Es la veta —pensó—. Estoy tratando de golpear contra la veta, en lugar de hacerlo en sentido de la veta.»

Era extraño. Podía matar a un hombre con su hacha de diecisiete maneras distintas. Podía imaginarse cada una en perfecto orden, podía sentir cómo se movía su cuerpo con cada acción. Sin embargo, no podía hachar madera. Jamás había tenido la oportunidad de intentarlo.

—De modo que no entraste en razón —dijo Myan.

—No —replicó Siris.

Ella nunca había querido que él fuera. No había mostrado abiertamente su disgusto. No había querido minar lo que el resto del pueblo —el resto de la tierra misma— veía como el destino de él y el privilegio de ella. Tal vez, de algún modo, había sentido que ese era el destino de su hijo. Siris nunca había pensado seriamente en escaparse. Eso habría sido como… como escalar la montaña más alta del mundo y luego retroceder diez pasos respecto de la cima.

No, ella no había intentado socavar su entrenamiento. Pero ¿qué madre habría querido que su hijo partiera hacia una muerte segura? Myan había tratado de disuadirlo la noche anterior a la Celebración del Sacrificio, y ese había sido su mayor intento. Pero, entonces, ya era demasiado tarde. Para ambos.

—Tenemos que ir al pueblo —exclamó ella—. Hablar con los ancianos. ¡Habrá festejos! ¡Fiestas! Baile y… y… Pero ¿qué es esa mirada, hijo mío?

—Ya he estado en el pueblo —dijo Siris, haciendo que ella lo soltara—. No habrá festejos, Madre. Me desterraron.

—¿Te desterraron?… ¿Por qué te habrían…? —Se quedó en silencio tratando de comprender—. Esos retrasados. Tienen miedo, ¿no?

—Supongo que tienen sus razones para temer —dijo Siris, apartando el hacha y sentándose en el tocón—. Están en lo cierto. Vendrá gente a buscarme.

—No tiene sentido —dijo la mujer, acuclillándose a su lado—. Hijo, no dejaré que te vayas. No voy a pasar por eso otra vez.

Él alzó la vista y no dijo nada. Tal vez, con el apoyo del pueblo, se habría quedado. Pero solo con el de su madre… No. No la pondría en peligro.

¿Para qué entonces había ido a verla? «Porque quería que supiera —pensó—. Porque quería mostrarle que estoy vivo.» Quizás habría sido mejor no haber ido a verla.

—Tú no vas a dejarme decidir, ¿no es cierto? —preguntó ella.

Él dudó, pero luego dijo que no con la cabeza.

El brazo de Myan lo aferró con más fuerza.

—Siempre el guerrero —susurró la mujer—. Bien, al menos déjame prepararte una buena comida. Tal vez después podamos seguir hablando.

Se sintió inmensamente mejor con una buena comida en el estómago. Por desgracia, su madre no tenía acebo para hacerle un pastel, pero le preparó una tarta de melocotones. Él anotó cuidadosamente en su diario:

«Me gusta la tarta de melocotones.»

—¿Cuántas veces intenté darte esto cuando estabas creciendo? —le preguntó la madre, sentada al otro lado de la mesa, viéndolo zamparse el último bocado.

—Docenas de veces —respondió él.

—Y siempre te negabas.

—Yo… —Era difícil de explicar. No obstante, él sabía cuál era su deber. Incluso desde niño. Las expectativas del pueblo eran altas y lo habían llevado a esforzarse, pero la verdad era que él también las tenía.

—Siempre fuiste un niño extraño —le dijo ella—. Tan solemne. Tan obediente. Tan concentrado. A veces me sentía más como la dueña de una posada que como tu madre. Incluso cuando eras pequeño.

Cuando le hablaba así, él se sentía incómodo.

—Nunca mencionas a Padre. ¿Él también era así?

—No lo conocí mucho —respondió la mujer, pensativa—. ¿Acaso no resulta extraño? Nos conocimos como en un sueño, nos casamos ese mismo mes. Luego se fue, partió para ser el Sacrificio. Me dejó contigo.

Ella había llegado a Drem’s Maw para apartarse de su antigua vida. Aquí tenía primos, pero nunca encajó realmente en el lugar. Tampoco él, aun cuando la gente del pueblo afirmaba estar orgullosa de ser la que criaba al Sacrificio.

—Tenía una finalidad en la vida —dijo la mujer asintiendo con la cabeza—. Como tú.

—Ojalá todavía la tuviera —replicó Siris. Miró su plato vacío, luego suspiró y se puso de pie—. He deseado que ahora… finalmente… pudiera llegar a ser yo mismo. Quienquiera que sea.

—¿Es necesario que partas, Siris? —preguntó la madre—. Podrías quedarte, esconderte aquí. Nos las arreglaríamos para que funcione.

—No —respondió él. «No voy a causarte ese problema», pensó.

—Supongo que no puedo hacer que te quedes —replicó, visiblemente disgustada—. Pero ¿adónde irás?

—No sé —dijo Siris, recogiendo la capa, que envolvió como un paquete con la armadura dentro.

—¿Estás al menos dispuesto a oír un consejo?

—¿Tuyo? Siempre.

—Por todos los cielos, desearía que no hubieses emprendido ese camino. Pero lo has hecho, hijo.

—No tuve alternativa.

—Eso es una tontería —dijo la madre—. Siempre hay una alternativa.

Tontería o no, así es cómo se sentía.

—Emprendiste ese camino —prosiguió ella—, de manera que ahora tienes que terminar lo que has empezado.

—Ya lo he terminado —se quejó Siris—. ¡Maté al Rey Dios! ¿Qué más pueden pedirme?

—Ya no se trata de lo que la gente te esté pidiendo, hijo —dijo la mujer y lo tomó de la mano—. Lo siento —añadió quedamente—. No te mereces esto. Es verdad.

Él la miró cabizbajo.

—No desesperes —dijo Myan levantándose y tomándolo de los brazos—. Has hecho algo maravilloso, Siris. Algo que todos creían imposible. Has cumplido con el sueño de tus ancestros y has vengado sus muertes —agregó apartándose y contemplándolo—. ¿Recuerdas de qué hablamos la noche previa a tu partida?

—Del honor.

—Te dije que si ibas a hacer algo, hijo, tenías que hacerlo con todo tu corazón. Tienes algo que antes no tenías. Esperanza. Has derrotado a uno de ellos. Pueden ser derrotados.

Ella le sostuvo la mirada y él asintió lentamente.

—Bien —exclamó la mujer, apretándole los brazos—. Te prepararé comida para el viaje.

La observó irse cojeando. «Tiene razón —pensó—. Ya he hecho lo imposible una vez. Volveré a hacerlo.»

Sin embargo, esta vez no intentaría matar a nadie. Esta vez su búsqueda sería más personal. De algún modo, hallaría lo que siempre había querido, sin saberlo.

Hallaría la libertad.