4
Fiel a su palabra, Isa estaba descansando fuera cuando Siris apareció en la puerta del castillo que daba al patio interior. La muchacha guardó un libro en el bolsillo de su largo abrigo y se colgó la ballesta del hombro.
—Y bien, ¿adónde vamos?
—El Rey Dios está vivo —dijo Siris, jadeante. Había recogido su armadura y su escudo, aunque no había tenido tiempo de ponérselos. Había atado la armadura a su capa, un pan de maíz al hombro y la Espada Infinita a un costado, en una vaina improvisada que no se ajustaba muy bien.
—Bueno, es inmortal —comentó Isa—. Esa gente tiende a ello, ¿sabes?… a no morir.
Eso alteraba todo. Siris no había vencido. Había fallado.
—Necesito encontrar un modo de hacer funcionar la Espada Infinita —añadió—. Esta… —y se detuvo. Decirle a ella que el Rey Dios había planeado hacer funcionar la espada matándolo a él no parecía muy prudente. De hecho, decirle cualquier cosa a ella no parecía muy prudente.
Pero él estaba solo y se iba quedando sin opciones.
Isa parecía darse cuenta y lo observaba con una sonrisa maliciosa.
Siris respiró hondo.
—Dijiste que sabías cómo llegar a cualquier lugar. De modo que…
—Hacer que funcione la Espada Infinita no es un lugar, bigotes.
—Necesito hallar a alguien que me ayude. Tal vez alguien que me quite la espada de las manos. ¿Puedes encontrar al Hacedor de Secretos?
Isa quedó paralizada, y él sintió la leve satisfacción —en medio de la angustia— de haber dicho finalmente algo que la sorprendiera.
—El Hacedor de Secretos es un mito —aseveró ella—. Un puro embeleco. Nadie puede defenderse de los inmortales. Nadie.
—Yo lo hice. De algún modo, parece que tú también lo intentaste.
Isa no respondió.
—El Hacedor hizo la Espada Infinita —dijo Siris, aunque había obtenido esa información de Kuuth. ¿Acaso era posible confiar en algo que ese trol le hubiese dicho?
«El Rey Dios le había dicho que respondiera mis preguntas. ¿Por qué?»
—Sí. Se dice que la espada es creación del Hacedor —replicó Isa, lo que le asombró. Ella sabía sobre la cuestión. ¿O estaba jugando con él?
«Diablos —pensó él—. ¿Qué estoy haciendo? No puedo manejar esto. Lo único que sé hacer es matar gente.» Y parecía que no podía hacerlo correctamente.
—El Hacedor de Secretos —añadió Isa, pensativa—. Antiguo enemigo de los Inmortales, prisionero en una cárcel donde el tiempo no transcurre: su castigo por hacer un arma prohibida.
—¿Qué es lo que sabes, Isa? —preguntó Siris, señalándola con el dedo—. ¿Qué es lo que realmente sabes de todo esto?
—No tanto como parece —repuso ella a la ligera—. Y, por cierto, no sé dónde está prisionero el Hacedor. Si es que existe.
—Dijiste que podías llevarme a cualquier parte.
—Cualquier parte que exista y no sea un mito, tonto —respondió ella con sarcasmo, al tiempo que se cruzaba de brazos—. Creo que el Hacedor es probablemente un rumor lanzado entre los Inmortales para ocultar los verdaderos orígenes de la Espada Infinita.
—Bien, tenemos que ir a algún lado —dijo Siris, volviéndose hacia el castillo. Este parecía hueco y vacío. Un trono sin rey—. Vamos. Ya… Ya pensaré qué hacer.
Isa se encogió de hombros y comenzó a desandar el camino. Él la siguió, esperando no parecer tan inseguro como realmente se sentía.
«Soy como un niño —pensó Siris—. Un niño jugando con juegos que solo los adultos entienden.»
Él iba caminando por el sendero, llevando la pesada armadura envuelta.
Isa, en cambio, tenía un caballo, un lujo que nadie en Drem’s Maw había sido capaz de tener. A lo largo del camino ella fue cabalgando detrás de Siris. Iba tarareando suavemente una canción, con un sombrero de ala ancha para protegerse del sol.
Él siempre había querido montar a caballo. ¿Cómo sería? Sacudió la cabeza, tratando de que sus pensamientos tomaran otro rumbo. El mundo se desmoronaba. ¿Qué podían importar los caballos?
Y, sin embargo, una parte de él todavía luchaba por salir a la luz. Quería vivir, desarrollarse. Quería conocer otras cosas, experimentar otras cosas. Siempre se había negado el más pequeño viso de placer, pensando que, si probaba el gusto de la vida de una persona real, sentiría hambre por ese tipo de vida. Y había tenido razón. Ahora la había saboreado. Y estaba perdido. Y se hallaba feliz por ello.
Tal vez Isa lo ayudaría a concretar sus deseos. Tal vez no. Parecía muy oportuno que ella hubiera llegado, que decidiera no matarlo y que ahora se ofreciera a llevarlo adonde quisiera ir. No habían discutido el precio. Probablemente porque ambos sabían que conducirlo era la excusa que ella tenía para estar cerca de la espada y, quizá, la oportunidad de apropiarse de la misma.
«Debería deshacerme de ella —pensó—. Ir solo.»
¿Ir adónde? ¿A esconderse? Podía trasladarse a las montañas, vivir de la tierra… salvo que nunca había aprendido a hacer algo así. Aparte, ¿qué había de bueno en esconderse con la Espada Infinita? ¿Con la única arma que tenía la humanidad para luchar contra los Inmortales?
«Tengo que encontrar gente que luche. Darles la espada a ellos.»
El Hacedor de Secretos, si existía, era el lugar para comenzar. Si no era él, entonces otro grupo rebelde. Seguro que existía algo parecido.
—Te darás cuenta de que esto parece extraño —advirtió Isa.
Él la miró con el ceño fruncido.
—Yo, a caballo —explicó ella—, y tú caminando. Es inusual. Supongo que quieres ser… ¿Cuál es la palabra en tu lengua? ¿Discreto?
¿Lo iba a invitar a cabalgar con ella? La perspectiva de estar tan cerca lo llenaba de inquietud. Miró los cuchillos que ella llevaba en el cinto. También lo fascinaba esa perspectiva e intentó sofocar esa emoción.
«Trató de asesinarte —se dijo—. Y probablemente lo intentará de nuevo.»
Sí, pero sería muy agradable montar a caballo.
—Sí, esto no es muy discreto —continuó ella mientras le echaba una mirada evaluadora—, no llevando un arma como esta. Podrías ser mi guardia pero cualquiera que se nos cruzara se preguntaría cómo una mujer vestida de cuero puede permitirse tener un guardia. No me parezco a un mercader, no llevamos nada que comerciar, y ciertamente no pasaría por uno de los Devotos o Favorecidos.
—Supongo que no tienes guardado en tus alforjas uno de esos vestidos de moda.
Ella alzó una ceja, como muy divertida.
—Supongo que no —añadió él.
—Si quieres viajar desconocido —dijo ella—, debemos hacer algo con esa espada.
—Espera, ¿desconocido?
—¿Palabra incorrecta?… Juraría que había una.
—¿De incógnito?
—Sí, eso mismo. Qué lengua estúpida. De cualquier forma, si quieres viajar de incógnito necesitamos hacer algo con esa espada.
Isa fingió que lo estaba pensando y luego suspiró ruidosamente.
—Quizá tendrías que dejarme atar la espada a la silla, donde pueda cubrirla con una manta.
—¿Realmente crees que soy tan estúpido?
Ella se limitó a reír entre dientes, metiendo la mano en las alforjas.
—Solo estaba tratando de medir cuán estúpido eras, bigotes. Los soldados como tú frecuentemente reciben golpes en la cabeza. Vaya uno a saber cuán olvidadizo podrías ser —dijo, sacando algo de las alforjas y arrojándoselo. Una capa, más bonita que la que había usado para envolver la armadura—. Ponte esta capa y que cubra tu flanco izquierdo. Tal vez esconda bien el arma como para evitar miradas curiosas.
Siris levantó la capa y la inspeccionó cuidadosamente, con desconfianza, por si se trataba de alguna trampa.
—Le cosí arañas mortíferas en el cuello —dijo Isa secamente.
—Estoy siendo cauteloso —repuso Siris, echándose encima la capa y dejándola caer como ella le había indicado. Servía para esconder la espada—. Gracias.
Continuaron andando un poco más por el polvoriento sendero. No era realmente un camino. En otra zona del campo, se habría superpoblado mucho tiempo antes. Aquí, donde hacía mucho calor y el terreno era pedregoso, no había demasiada vida como para que creciera nada.
Siris caminaba con dificultad junto al caballo, con la armadura golpeándole la espalda como un ladrillo, y surcos de sudor se deslizaban pausadamente sobre sus mejillas.
—Bellas, ¿no? —preguntó Isa.
—¿Bellas?
—Las formaciones rocosas —dijo, indicando con un gesto de la cabeza hacia un costado. Allí el suelo se abría en una serie de quebradas, luego se levantaba abruptamente en una ondulación que exponía estratos sombreados de rojo, amarillo, marrón y naranja—. Siempre me gustó esta parte de la isla.
—¿Isla? —repitió Siris sorprendido—. ¿Vivimos en una isla?
—Una bien grande —aclaró Isa, que parecía divertida—. Pero, sí, Lantimor, por cierto, no es un continente. Puedes recorrerlo de un lado a otro en alrededor de un mes.
—Lantimor —dijo Siris, saboreando la palabra.
El nombre que alguien le había puesto al lugar donde él vivía. Nombres como ese pertenecían a los Inmortales. Todos aquellos a quienes conocía se limitaban a llamarla la tierra o la zona.
—Qué ingenuo —dijo Isa, casi en un suspiro. Probablemente, no había advertido que él la había oído.
Siris mantenía los ojos puestos en el sendero, intentando no permitir que las palabras de la mujer le hicieran mella. A él no le importaba ser ingenuo. De veras.
«Ya le enseñaré yo la ingenuidad. Le enseñaré lo que es saber la verdad. El dolor del mundo que se derrumba, la vergüenza que podría consumirnos, la culpa como un cielo que conduce a…»
Se detuvo en seco, la mano temblorosa sobre la empuñadura de la Espada Infinita. Las gotas de sudor a los costados de su rostro se hicieron más grandes.
—¿Realmente lo has vencido? —preguntó Isa—. ¿En un duelo?
—¿Al Rey Dios? Sí. Por todo lo bueno que hizo. No está muerto.
Isa frunció los labios.
—¿Qué sucede? —le preguntó Siris.
—Raidriar, al que llamas Rey Dios, es uno de los más grandes duelistas entre los Inmortales.
—En parte tuve suerte —explicó Siris—. Cualquier duelo tiene que ver con la suerte. Esquivar el golpe en el último momento, atacar con la apertura correcta. Él era bueno, mejor que cualquier otro con el que yo me hubiera enfrentado.
Ella sacudió la cabeza.
—No entiendes. Raidriar tiene miles de años, bigotes. Miles de miles. ¿Piensas que no se había enfrentado a otros hábiles adversarios antes que tú? Lo hizo. Cientos, incluidos varios Inmortales que vivieron y se entrenaron tanto como él. Pero tú sostienes que lo has derrotado.
—¿Qué? ¿Acaso piensas que he encontrado esta espada en la basura o algo así?
—No. Pero un tiro de ballesta en la espalda podía haber sido suficiente. No lo hubiese matado pero lo dejaría fuera de combate por un tiempo, permitiéndote robar la espada. Demonios, si golpeas a un Inmortal con suficiente fuerza destructiva, necesitará hacerse de un nuevo cuerpo. Le cortas la cabeza mientras duerme, luego le robas la espada y te escapas antes de que vuelva…
—Peleo siguiendo los Procedimientos Aegis —estalló Siris, con su mano sujetando firme la espada—. Respeto el viejo ideal. Si un hombre me enfrenta con honor, hago lo mismo.
—Podrías haber tirado eso a la basura —murmuró Isa—. Allí es donde debe estar.
Siris no contestó. No puedes explicar los Procedimientos Aegis a alguien que no entiende, que no quiere entender.
Cuando él y el Rey Dios pelearon, compartían algo. Estaban preparados para matarse y, en un nivel, se odiaban. Pero también había respeto. Como guerreros que seguían el viejo ideal. Por supuesto… el Rey Dios no estaba peleando por su vida. La inmortalidad hacía que seguir los Procedimientos Aegis fuera mucho más fácil.
Antes de hablar con los esbirros en el castillo, desconocía que los Inmortales podían volver a la vida. Sabía que el Rey Dios había vivido mucho tiempo, pero se había figurado que una espada en las entrañas podía terminar con cualquier hombre, sin importar cuán viejo fuera.
«Ingenuo.» Sí, ella probablemente tenía razón.
—No te has sorprendido al saber que él no está realmente muerto —dijo Siris—. Parece que sabes mucho sobre él.
—Una vez di con una de sus cámaras de renacimiento —replicó ella con indiferencia—. Fue… una experiencia instructiva. Y tú, ¿dónde has conseguido ese anillo sanador?
Siris resopló.
—Te has comportado como si estuvieras muy sorprendida con mi barba. Ya lo sabías todo, ¿verdad?
—Soy buena relacionando hechos —dijo ella, lo que no era realmente una respuesta a su pregunta—. ¿Dónde lo has conseguido?
—Pertenecía al Rey Dios —respondió Siris—. También he encontrado otros. En los cuerpos de los guardias con los que peleé. Tengo algunos en mi bolsa.
—¡Uh! —exclamó ella pensativa.
—¿Qué has dicho?
—¿Los guardias usaron los anillos contra ti? —le preguntó—. ¿Para sanarse?
—No —repuso Siris—. En realidad, no. —Lo pensó por un momento—. Generalmente, cuando he encontrado uno, lo llevaban colgando del cuello o en la bolsa. Tiene sentido en el caso de los trols pues no se los pueden poner en los dedos. Pero algunos de los hombres con los que he luchado eran personas comunes, caballeros o Devotos que servían al Rey Dios.
—Tal vez no sabían cómo funcionan.
—No es difícil saberlo —dijo Siris alzando su mano y mirando el anillo—. Yo… lo hice, naturalmente. Sin embargo, la mayoría de los anillos dejaron de funcionar después de haber matado al Rey Dios.
Isa frunció el ceño.
—Tú sabes algo al respecto, ¿no? —preguntó él.
—No.
La miró a los ojos.
—Yo sé muchas cosas —contestó ella, sentada altivamente en un extremo de la silla—. Sé cómo llegar a todas partes. Sé que caminas como un soldado, con un paso que he visto en hombres que se han entrenado militarmente durante décadas, pero no es posible que tú hayas tenido ese tipo de preparación. Sé una receta realmente increíble para el pudin con canela. Pero no sé nada más sobre esos anillos. Sinceramente.
Él no dijo nada.
—¿Qué piensas? —preguntó ella.
—No te creo en absoluto —replicó él mirando hacia delante.
—Te prometo —afirmó ella—, que es un pudin de canela realmente bueno.
Siris se sorprendió sonriéndose.
—No me refería a eso.
—Bueno, la gente por lo general supone que estoy mintiendo cuando les hablo de cocinar. Me han dicho que no parezco del tipo de las que cocina.
—Hubo algo así como un fulgor en tus ojos cuando sugerí que podrías tener un vestido con volantes en esas alforjas.
—No fue un fulgor. Fue una digna mirada de desprecio.
—Seguro —repuso Siris—. ¿Así que en verdad sabes cocinar?
Pudin de canela. Sonaba delicioso. Era exactamente lo que nunca había probado durante sus años de entrenamiento.
—Me gusta ser capaz de hacer cosas por mí misma —aclaró la muchacha—. Desafortunadamente, también me gustan las comidas que no sepan a cuero de rata mohosa. Este problema requiere de una mujer que se tome algunas libertades con la personalidad que elija. Y si todo este razonamiento estaba destinado a probarme con un pudin de canela, entonces me rindo.
—¿Lo… harás? ¿De modo que me prepararás un pudin?
—Tantos como puedas comer, bigotes. El precio es una espada. Oh, casualidad, sucede que tienes una. ¡Qué serie de acontecimientos afortunados!
—Bueno, lo cierto es que eres decidida.
La muchacha se sonrió.
—En realidad soy persistente. Cómo te gusta usar las palabras equivocadas. ¿No eras tú el que hablaba esa lengua nativa?
—Nativa —dijo él—, pero en apariencia no tan fluida.
—Voy a cambiarte mi hermoso diccionario…
—¿… por esa espada, supongo? —preguntó Siris, bebiendo un sorbo de su cantimplora.
—Tonterías. La espada vale mucho más que eso. Le agregaré un par de pollas.
Siris casi se atragantó y tuvo que escupir el agua.
Isa lo miró con el ceño fruncido.
—¿Así que un par de esas, eh? —preguntó Siris, secándose el mentón—. Guau. Te deben de haber costado un montón.
Isa, que parecía confundida, sacó dos ollas de las alforjas.
—Eran bastante caras, pero son buenas. Y tú te ríes. Una polla, dos pollas. ¿No?
—Me da la impresión de que tienes que seguir trabajando tu pronunciación, Isa. Son ollas y no lo dices exactamente así…
Isa, repentinamente, se quedó como paralizada, completamente alerta.
Siris guardó silencio y sacó de su vaina la Espada Infinita. ¿Qué era eso? «Voces», pensó.
—Creo que adelante —indicó Isa.
—Yo también lo creo.
—¡Esconde la espada! ¡Recuerda lo que te dije!
—No soy tonto —dijo Siris, cubriéndose el brazo con la capa. Isa comprobó su ballesta, asegurándose de que quedara cubierta. No convenía que hubiese una pelea, al menos no inmediatamente. Siris dudó de que ella pudiera tener ángulo para amartillarla subida al caballo. Era una ballesta del tipo «paso y disparo».
En lo alto de la colina, sobre el camino que se desplegaba delante de ellos, apareció un pequeño grupo de gente. Isa aminoró la marcha del caballo e inspeccionó al harapiento grupo. No parecía gente peligrosa. Eran tres hombres con gorros y túnicas de trabajo. Sin pantalones, apenas unas túnicas hasta la altura de la rodilla y sandalias.
Debían de ser granjeros de las regiones del cercano oeste.
Para Siris era una sorpresa descubrir que la gente, incluida la de las áreas aledañas, se vestía de manera tan diferente de lo que se conocía en Drem’s Maw. Los recién llegados, después de ver a Isa y a Siris, se detuvieron en el camino. Hablaban en voz baja.
«Están tratando de decidir qué hacer con nosotros», pensó Siris. Isa tenía un caballo: un signo de riqueza, de suerte o de ser favorecida. Pero tal como ella había sugerido, la falta de armas pareció convencer a los tres hombres de que Isa y Siris no constituían una amenaza. Los campesinos prosiguieron su marcha, cautelosos, llevando sus palos con los correspondientes atados.
—Eh, viajeros —gritó uno de ellos cuando ya estaban cerca—. ¡Venís desde el este! ¿Qué podéis decirnos? —dijo el hombre con voz nerviosa.
—Que hace calor —respondió Siris—, y está polvoriento. ¿Qué se cuenta en el oeste?
—Lo mismo —dijo el hombre, con la voz cada vez más tranquila—. Hay un poco de viento.
—Eso estaría bien.
—Bueno, es un viento cálido y polvoriento.
Siris se rio y caminó hacia los hombres. Los tres se relajaron y uno sacó una cantimplora, ofreciéndosela al muchacho. Todos parecían ser de mediana edad, pero el trabajo duro bajo el sol puede hacer que uno envejezca rápidamente.
—Gracias —dijo Siris y cogió la cantimplora. Probablemente solo era agua, pero compartir algo con un extraño le resultaba inusual.
—Hermoso día, joven viajero —exclamó uno de los hombres—. Dime… ¿has venido para rendir homenaje?
—¿Homenaje?
—Al Sacrificio —respondió el hombre.
—¿Ha llegado el momento, entonces? —preguntó Siris, oliendo la cantimplora y llevándosela a la boca. Luego, hizo como que tomaba, pero apenas dejó que el agua tocara sus labios. Mejor ser cuidadoso.
—Sí —respondió otro de los hombres en tono solemne—. Enviaron un mortal a enfrentarse al Rey Dios.
El tercer hombre gesticuló señalando su atado.
—Las especias de tres aldeas. Una ofrenda para la tumba del Sacrificio. Fuimos elegidos. Si aún no ha sido enterrado, haremos que se cumpla con la tradición.
Todos conocían la historia, la leyenda. Según la tradición, el Rey Dios arrojaría el cuerpo del Sacrificio fuera del castillo y no intervendría ante aquellos que vinieran a recogerlo. Se enviaban uno o dos de cada aldea o pueblo. El Rey Dios no los molestaba mientras ellos retiraban la armadura y el escudo, y enterraban al héroe caído. La armadura era devuelta al pueblo del Sacrificio, donde la pasaban al próximo Sacrificio elegido. Generalmente era su hijo. Siris había roto la tradición al no casarse o engendrar un niño antes de marchar.
A Siris siempre le había molestado que el Rey Dios permitiera que se recuperara la armadura, pero ahora descubría cuál era el sentido de todo eso. El Rey Dios quería que los Sacrificios continuaran. De alguna forma era lo que necesitaba para que la Espada Infinita funcionara.
Durante todo ese tiempo, la gente había pensado que, de este modo, desafiaban al poder. Una cierta resistencia ante la bestia que los oprimía, los hacía trabajar para él y les cobraba impuestos que los condenaban al hambre. Pero resultó ser que, durante todo ese tiempo, incluso ese pequeño acto de rebelión había sido controlado por la criatura que odiaban.
¿Qué harían esos hombres cuando no encontraran un cuerpo para enterrar, un cuerpo para reverenciar?
—¿No sabías que había llegado ese momento? —dijo uno de los hombres.
—He oído… un rumor —dijo Siris—. Pero la gente siempre anda hablando del Sacrificio. No creí que realmente hubiera llegado ese momento.
—Llegó —dijo el hombre—. Nuestros mayores contaron los días con extremo cuidado. Las tres aldeas estuvieron de acuerdo.
—Ven con nosotros —le ofreció uno del grupo—. Podrás decirles a tus nietos que lo has visto. Solo hay un Sacrificio por generación.
Siris les devolvió la cantimplora y negó con la cabeza.
—Sabrán disculparme, pero tengo otras tareas. Les deseo suerte.
A continuación se separaron, los hombres siguieron viaje hacia el castillo del Rey Dios. Siris los miró partir, solemnemente, hasta que Isa llegó a su lado.
—Me preocupan —dijo—. ¿Qué les hará el Rey Dios?
—Probablemente, nada —respondió ella—. Los necesita y también a los otros que aparezcan para difundir la propaganda que convenga a su retorno. Incluso podría arrojar un cuerpo y hacer como que tú no lo derrotaste, que él mató al Sacrificio.
«Y la tradición continuará —pensó Siris—. Solo yo sabré la verdad.»
Otra razón más para que el Rey Dios le diera alcance.
—No has intervenido en la conversación.
—Mi acento es inconfundible y hace que se acuerden de mí —dijo ella—. Además suelo ser desagradable ante aquellos con quienes me encuentro.
—Debe de ser por los tiros de ballesta que le asestas a la gente antes de presentarte —replicó Siris—. Tendrías que dejar de hacerlo.
—Eso es una revelación asombrosa.
—Bueno, me dijeron que las habilidades de mi pueblo son admirables.
—En realidad —dijo ella—, así lo parece.
Él la miró.
—Ellos confiaron en ti inmediatamente —musitó ella. Parecía sincera—. La gente no confía en mí. Suponen que miento, los engaño o estoy escondiendo algo.
—¿Y lo haces?
—Siempre —contestó con aire distraído—. Demonios, en este preciso momento estoy llevando de contrabando seis piezas de magia de largo alcance en mis alforjas.
—¡Espera! ¿En serio?
—No puedo hacer que las cosas toorim funcionen —dijo ella. Él no conocía esa palabra. ¿Era algún encantamiento?—. Se necesita un tubo mágico para activarlas. Pero ese no es el problema. La gente no confía en mí.
—Podrías intentar ser sincera.
—No funciona —respondió ella—. Cuanto más honesta soy, menos me creen. Como sucedió con nuestra discusión sobre esos anillos. De paso, realmente no sé nada sobre ellos.
Siris dudó.
—Eres escéptico —dijo la muchacha.
—Yo…
—Está bien. Estoy más que acostumbrada a esto. Pero tú… eres auténtico —lo cual parecía perturbarla—. ¿Qué es ese Sacrificio del que hablaban?
—¿No lo sabes? —preguntó él asombrado, cuando ella se volvía.
—No.
—Todo el mundo lo sabe.
—Anda. Dime.
—En cada generación, se elige un hombre para pelear contra el Rey Dios —explicó Siris, comenzando a andar nuevamente por el camino.
—¿Se elige? ¿Cómo?
—Es el pariente más cercano de mi linaje familiar —respondió Siris—. Por lo general, el Sacrificio se casa y tiene un hijo antes de partir.
—¿Entonces, estás casado?
—No —respondió.
—Pero…
—En mi caso, las cosas sucedieron de otra manera.
Él no había sido capaz de hacerlo. La muchacha que los ancianos del pueblo le habían escogido era bastante bonita, pero Siris no había querido casarse con ella solo para que quedase viuda un año después, de modo que se echó atrás. Su madre le había dicho a la familia de su esposo que el nuevo Sacrificio podría ser designado entre los jóvenes de esa rama. Pobre chico.
Prosiguieron su camino. Alrededor de media hora más tarde, repentinamente Isa estalló en risas: una especie de ladrido rápido, exuberante. Siris la observó y descubrió que estaba leyendo su diccionario.
—Ah, sí —se dijo la muchacha ahogada de risa—. Ya veo. «Ollas», no «pollas». Sí, claro. Tengo que aprender a pronunciar bien —y se limpió una lágrima—. Rayos, ojalá lo hubiera hecho a propósito…
Siris dejó que Isa escogiera el lugar para acampar esa noche. Quería estar fuera del camino, pero no sabía mucho sobre escoger dónde montar el campamento. A Isa la cuestión le parecía divertida: había esperado que los que venían de los «pueblos rurales» fueran rastreadores capaces y expertos en la vida silvestre.
Siris negó con la cabeza. Él nunca había trabajado en las estalactitas, ni había dejado el pueblo para vagar por la naturaleza. Cada momento de su vida le había sido necesario para entrenarse. Abandonando a Isa por unos instantes, se apartó para probar el anillo de transportación con la espada. Aún funcionaba, a pesar de que estaban lejos del castillo. Al descubrirlo, se sintió aliviado: desde que los anillos elementales habían cesado de funcionar, había estado preocupado de que, con el tiempo, también este dejara de hacerlo.
Una vez que lo hubo confirmado, volvió y ayudó a descargar el caballo, pasándole a Isa las alforjas. Empezó a desmontar la silla y entonces se fijó en la ballesta colgada. Un arma mortal, había oído hablar de ellas, pero jamás había visto una. Al cabo de una breve inspección, resultaba fácil imaginar cómo funcionaba.
Habían acampado en la base de una pequeña colina. No en la cima, tal como probablemente Siris habría decidido. Eso tal vez tendría que ver con el pequeño arroyo que Isa había encontrado abajo, o con no resultar visibles desde lejos.
—Todavía no hemos hablado sobre el precio —dijo Siris, sacando la última alforja.
Isa la miró, aunque obviamente intentaba parecer despreocupada.
Como si él fuera a quedarse con sus bienes. «Esta mujer está a punto de confiarse como… bueno, como yo, finalmente.»
—¿Precio? —preguntó ella.
—No vas a guiarme gratis.
—Hasta ahora no tuve que guiarte demasiado. Si no sabes adónde quieres ir.
—Con independencia de ello, no creo que tú puedas ofrecer un servicio… por más insignificante que este sea… gratis.
La muchacha lo miró seriamente, y no hubo signos de alegría en su voz.
—Tú mueres. Yo me quedo con la espada.
—Eso…
—No porque yo vaya a matarte —añadió—. Lo que quiero decir es que este es mi precio: ser tu guía. Si mueres en el camino, la espada es mía. Como comprenderás, se trata de un precio justo. En realidad, no va a costarte nada.
—Salvo mi vida.
—Solo me quedo con la espada si tú mueres por algo que esté más allá de nuestro control —aclaró encogiéndose de hombros—. Que pierdas la vida no es un coste.
El muchacho se acarició el mentón, mientras ella se acercaba al caballo y se colgaba la ballesta sobre el hombro, para después retirar la silla y empezar a peinar al caballo con un pequeño instrumento manual, que a Siris le pareció extraño.
El muchacho bordeó la colina y se instaló en un hueco para ocuparse de su armadura —el cuero necesitaba engrasarse— y luego Isa se reunió con él. Ambos trabajaron en silencio y más tarde Siris se levantó para buscar su diario y empezar a escribir. Había pasado una buena parte de la caminata decidiendo qué cosas quería probar.
«Ver el océano. Tocar un instrumento. Aprender a abrirse camino en los bosques. Comer pudin de canela. Jugar a los naipes.»
Probablemente, ella se habría reído de él si le hubiese mencionado que no sabía jugar a las cartas. Todos, incluso los hombres más sencillos del pueblo, sabían jugar. Siris, no.
Isa hizo un fuego pequeño e hirvió un poco de agua.
—¿Alguna posibilidad de un poco de ese pudin del que has hablado? —preguntó Siris.
—¿Tienes azúcar, mantequilla y canela a mano?
—Tengo algo de cecina y un poco de avena —respondió, alcanzándole una jarrita—. Y algo de grasa para la armadura.
—Supongo que podría intentar hacer algo con esos tres ingredientes…
—Uh, no. Gracias.
Isa se sonrió, y cenaron los víveres que tenían para el viaje. Sabían a serrín. Poco después, Siris se cubrió con la manta —la cabeza apoyada sobre el envoltorio de la armadura— y cerró los ojos.
Estaba exhausto. Tras combatir contra esos golems, descubrir que el Rey Dios todavía vivía, caminar durante horas… estaba agotado, sin ninguna energía.
Sin embargo, el sueño era esquivo. Los tres campesinos no habían sido los únicos con los que se habían topado en el camino: habían pasado otros dos grupos y ambos habían hablado del Sacrificio. Siris se había sentido… deshonesto al hablar con ellos. ¿Cómo habrían reaccionado si se hubiesen enterado de que él estaba vivo, aun cuando había fallado en matar al Rey Dios?
«Deberías encontrar la manera de hacer funcionar la espada —le susurraba una parte de su mente—. Entonces, vuelve. Enfréntalo de verdad. Termina con él.»
El próximo pensamiento fue inmediato. ¿Por qué? ¿Por qué Siris? ¿Acaso no había cumplido su parte? ¿No se merecía la libertad? ¿Por una vez, no merecía jugar a las cartas? ¿Ir a nadar? ¿Ver el océano?
«Termina lo que empezaste…»
Mientras yacía pensando, el tiempo transcurría. No se sacudía ni daba vueltas. Yacía con los ojos cerrados, respirando regularmente. Como si se convenciera a sí mismo de dormir. Además, había otra razón para quedarse quieto. Una que esperaba profundamente que fuera injustificada.
Al cabo de una hora, oyó el tenue roce de una roca.
Abrió los ojos de inmediato. Isa estaba acuclillada a su lado, con la ballesta apuntándole al cuello. Bañada por la luz de la luna, su expresión era siniestra y sus ojos, duros.
Respiró lentamente, arrepentido.
No hubo palabras: ambos sabían lo que pasaba. Ella se inclinó para recoger la espada que él tenía a su lado.
Siris tamborileó con los dedos, luego se sentó y cogió la espada con una mano. Ella apretó el gatillo de su ballesta.
Al menos, eso intentó. Nada sucedió. Movió el dedo frenéticamente y retrocedió, con los ojos desorbitados. Siris sostenía algo bajo la luz de la luna: el mecanismo del gatillo. Había hecho que el disco de transportación lo arrancara —antes, al inspeccionar la ballesta, lo había adosado— y lo hiciera desaparecer en la noche. Él había esperado que el disco le trajera toda la ballesta, pero eso también había servido.
Siris siguió moviéndose rápidamente; liberó la Espada Infinita y la puso a la altura de la garganta de Isa.
—En mi defensa —dijo la muchacha—. No intenté matarte mientras dormías. Esperé a que primero abrieras los ojos.
—Habías planeado llevarte la espada y huir —replicó él con frialdad—. Y si me despertaba e intentaba detenerte, me habrías matado. Uno no le apunta la ballesta a la garganta a alguien por accidente, Isa —continuó diciendo Siris. Estaba furioso. ¡Ella había empezado a caerle bien!
—Bien —dijo Isa con voz exhausta. Se sentó y arrojó la ballesta a un costado—. Pero no finjas tener autoridad moral. No digas que no estabas planeando algo similar para mí una de estas noches. Yo solo te gané por la mano.
—Planeando algo similar… Isa, ¿por qué razón habría hecho eso?
Ella lo miró condescendiente, pero no dijo nada más.
«¡Qué mujer intolerable y frustrante! —pensó—. ¿En el nombre de las antiguas plegarias, qué voy a hacer contigo?»
Luchó para contenerse y no ensartarle la espada en el pecho. ¡Ella lo había traicionado! ¿Cómo se había atrevido? Dio un paso adelante mientras ella retrocedía, tropezaba con una roca y caía, de modo que él quedó encima de ella.
La muchacha alzó la vista, los ojos bien abiertos bajo la luz de la luna. Bien, ella sabía cuál era el precio de la traición. Él iba a…
«¡No!», se dijo él con algún esfuerzo.
Era por la maldita espada. Le estaban sucediendo cosas por su causa. Siris se forzó a guardar la Espada Infinita en su vaina. Con tiempo, iba a tener que encontrar una en la que cupiera mejor.
Isa dio un largo suspiro. Escondió bien su miedo, pero las manos le temblaban. ¿No debió haberse contentado con su «precio»?
Ella sabía cosas. Muchas más de las que había compartido. Podría hacerla hablar. Podría forzarla a…
«¡No! ¡Que el cielo se lleve esa espada maldita!»
—Vete —le ordenó, sorprendido por lo furioso de su voz—. Llévate tu caballo y tus cosas. Vete.
—¿Me dejas… me dejas marchar? ¿Y puedo llevarme el caballo?
Siris no respondió.
—Vas a apuñalarme apenas me dé la vuelta —dijo la muchacha—. Vas a ejecutarme. Yo…
Ella siguió divagando, conmocionada, mientras se sentaba allí donde había tropezado. Llevaba el pelo suelto, la cola de caballo había desaparecido. Parecía desconcertada.
—Puedes llevarte el caballo —aclaró Siris— porque yo no soy un ladrón. Puedes irte porque no busco la muerte sin una razón.
No debía ocurrir así. Se suponía que tenían que ser enemigos sin rostro, peleando en duelos honorables. Sin flechas de ballesta por la noche, lanzadas por alguien en quien él estaba empezando a confiar.
—Déjame quedarme —le pidió ella.
—¿Estás loca? Tú crees…
—Átame por las noches —replicó la muchacha—. Te daré todas mis armas. Monta tú el caballo. Caminaré delante. No tendré oportunidad para la traición. No necesitarás confiar. Pero déjame quedarme.
—¿Por qué razón podría yo querer tenerte aquí?
—Saydhi.
—¿Perdón?
—Ella es una de los Inmortales —respondió Isa—. Posee tierras que limitan con las del Rey Dios. Es menos poderosa que él, pero se las ha arreglado para permanecer independiente. Trafica con información. Si alguien sabe dónde está el Hacedor de Secretos, esa es ella.
Siris acarició la empuñadura de la Espada Infinita. El Hacedor de Secretos. ¿Realmente quería encontrarlo?
«Si él creó esta arma —pensó—, sabrá cómo usarla. Sería lo correcto devolvérsela. Él podría luchar contra los Inmortales infinitamente mejor que yo.»
Siris podría hallar la libertad que anhelaba y hacer algo bueno en nombre de su gente. Era una perspectiva tentadora.
Isa continuaba observándolo.
—No tengo nada que ofrecerle a esa Saydhi —dijo él—. Si ella comercia con información, deberé pagarle con algo que le apetezca tener para que me revele dónde se encuentra el Hacedor. Lo único de valor que tengo es esta espada, y no voy a entregársela nuevamente a uno de los Inmortales.
—No necesitarás ofrecerle nada —replicó Isa—. Saydhi tiene una debilidad. Le encantan los duelos. Cualquier hombre que pueda vencer a sus campeones gana su favor. Pelea hasta llegar a ella y te responderá la pregunta que le hagas.
Siris cogió la empuñadura de la espada. Podría ser una mentira de Isa, una trampa. Era lo más probable.
Pero que el infierno se lo llevara si no había algo en sus ojos. Una franqueza, una sinceridad que él no le había visto antes. Esa noche ella se había conmocionado. No podía desentrañar por qué no se había limitado a huir, tal vez para esperar la oportunidad de reunir refuerzos y atraparlo. ¿No tenía eso más lógica que una trampa compleja?
Aún quería confiar en Isa. ¿Qué le pasaba con ella? Tal vez debería prestarle más atención a esos pensamientos llenos de odio que la espada le infundía.
—Ve a buscar tu cuerda —dijo él parpadeando. Por las Antiguas Oraciones, ¡estaba muy cansado!—. Lo pensaré.