3
El Rey Dios estaba repantingado en su trono, en la cámara superior del Séptimo Templo de Reencarnación. En su mano enguantada tenía un cuchillo con el que jugaba, mirando la enorme pantalla que dominaba la pared lejana. En la pantalla, el muchacho estaba sobre los escombros del aposento del trono Lantimor, hablando con esa joven.
«¿Quién es ella? —se preguntó—. ¿A quién sirve?» La consulta a sus archivos mentesmuertas no había dado resultados. No era una inmortal; y si lo era, los archivos no tenían registro de su rostro.
El Rey Dios pasó otra mano sobre la tableta del brazo del sillón. Escaneó el MIC del muchacho, cuando su viejo trono sintonizaba el anillo. No se obtenía mucho de una superficie escaneada; eran necesarios los linajes. Con todo, ahí había alguna información.
Curioso. Necesitaba un poco de sangre del muchacho para estar seguro. O, al menos, sangre de un pariente confiable. «Si estoy en lo cierto, habrá muchas otras cosas que tendrán sentido…»
—Gran amo… —dijo Eves, que estaba al lado del trono—. Gran amo, no entiendo. ¿Por qué? —preguntó el devoto, cayendo de rodillas e inclinando la cabeza—. Vuestros caminos son misteriosos y llenos de maravillas, gran maestro. Demasiado grandiosos para que mi mente comprenda.
—No quiero que ella huya con la espada, Eves —respondió el Rey Dios, aún jugando con el cuchillo.
El muchacho era rápido mentalmente. Cuando el Rey Dios había desactivado la seguridad de su trono por control remoto —tapando lo que había hecho al dar a entender que el daño causado al trono había tenido que ver con una falta de seguridad—, el muchacho había sabido inmediatamente qué hacer. Eso estaba bien. Ella debía de ser la sierva de uno de los otros Inmortales. ¿Del Asesino de Sueños, quizás? ¿O de Vist? Ambos codiciaban la Espada Infinita. No eran los únicos.
Bueno, el muchacho había recuperado la espada. Eso estaba muy bien; más valía malo conocido que bueno por conocer.
La mano del Rey Dios estaba encima del panel de entrada. Ambos muchachos ya no estaban intentando matarse mutuamente. Qué lástima. El Rey Dios no podía oír sonido alguno: en realidad, los sistemas habían sido dañados durante la pelea. Necesitaba mayor redundancia ahí. Odiaba descubrir que no se había preparado suficientemente.
Apretó el botón de su panel de entrada. Al hacerlo, apagó y destruyó todo el sistema mentemuerta de su antiguo palacio. Ese solo botón accionado remotamente borró todas las memorias, luego dispuso los mecanismos de seguridad que destruirían las cajas que alojaban las mentesmuertas. En pocos instantes, los sistemas de palacio serían completamente irrecuperables.
También las cámaras se apagarían. Lamentablemente, aunque tenía otros medios para seguir vigilando al muchacho.
El Rey Dios se puso de pie.
—Vamos —ordenó y doce caballeros de armadura negra se inclinaron ante él, cuando atravesaba la cámara—. Es tiempo de realizar una visita al Hacedor.
—Los Inmortales no te darán respiro —dijo Isa—. No mientras tengas la espada.
—¿Qué sabes tú de la espada? —preguntó Siris, golpeando su navaja de afeitar contra el lavabo.
Estaba desnudo hasta la cintura, de pie en un cuarto de baño incomprensiblemente lujoso. Según parecía, el Rey Dios, a pesar de ser inmortal, aún necesitaba usar el inodoro. Había uno de plata en el rincón. El espejo era casi tan grande como la pared, el lavabo era dorado y las navajas para afeitarse, inmaculadas, eran increíblemente filosas.
Isaline estaba sentada al lado de una enorme bañera, abriendo y cerrando el agua. La madre de Siris habría adorado una bañera tan grande, aunque la habría usado para lavar la ropa. El agua salía «caliente».
—Bueno, sé que hay alguien que parece querer realmente esa espada —dijo Isa—. Enviaron a esos golems para conseguirla. Debe de ser importante.
Él se llevó la navaja a la cara.
—Menuda mentira. Tú has venido especialmente por la espada, ¿no?
Isa estaba sentada recatadamente, sin responder.
—¿Y bien? —preguntó él.
—Dámela —dijo ella— y voy a echar a correr el rumor de que te he asesinado y te la he quitado. Me creerán. Serás libre de volver a tu vida sencilla.
—¿Qué te hace pensar que quiero una vida sencilla?
—Eres el hijo de un granjero o algo así. Viene con el paquete.
Siris enjuagó la navaja, vigilándola en el espejo. ¿Volvería a dispararle con la ballesta otra vez? Hasta ahora no lo había hecho, aunque la había pescado deslizando un fino espejo de mano en su bolso.
—Ya tienes tu venganza —continuó ella—. El Rey Dios murió por tus manos.
—¿Así que ahora me crees? —dijo él secamente.
—Claro. ¿Por qué no? Tienes un poco el aspecto de un matador de dioses.
Ella le miraba el pecho en el espejo, sonriendo admirada para sí. Él resistió el impulso de coger su camisa y ponérsela. Ser espiado de reojo era… una experiencia poco usual.
«Nadie debería mirarme de ese modo —pensó—. Voy a enseñarle, voy a mostrarle, voy a hacer que se arrepienta. Yo…»
Interrumpió su pensamiento, con la navaja helada en la mejilla.
¿De dónde le habían venido esos impulsos?
—Mira —dijo Isa, poniéndose de pie y yendo hacia él—, lo has hecho. Has matado al Rey Dios. Felicitaciones. ¿Te das cuenta de que ahora todos los Inmortales del mundo vendrán a buscarte para quitarte la espada, no?
Él no respondió.
—¿No quieres terminar con esto? —preguntó ella—. Vuelve con tu familia y tus amigos, Siris. Ve y sé un héroe para ellos. Yo recogeré la espada y dejaré un rastro falso. Nadie pensará en vincularte a ti ni a tus seres queridos con el hombre que mató al Rey Dios y le robó sus riquezas.
—Ya lo intenté —replicó él quedamente.
Ella frunció el entrecejo.
Sin embargo, el ofrecimiento de la muchacha era tentador. Como mínimo, podría vivir una nueva vida en otra parte. Quizá podría visitar a su madre de tanto en tanto, una vez que se asegurase de que no estaba siendo perseguido.
Claro, para hacer eso tendría que creer en esa mujer. Una mujer que había tratado de matarlo.
Eso significaría entregar su arma, la única con la que enfrentar a los Inmortales. Eso lo hacía dudar y sentirse como un tonto. Había ido hasta ese castillo buscando la libertad, ¿no? Era una gran oportunidad.
«Quiero la libertad —se dijo—. Pero no voy a tenerla hasta estar seguro de que no estoy condenando a la humanidad por entregar nuestro salvoconducto a la salvación.»
En definitiva, iba a tener que enfrentarse con su madre con la conciencia limpia. Entonces, mientras se afeitaba, revisó sus metas. Debía encontrar la libertad, debía hallar algún lugar anónimo donde esconderse, pero únicamente después de haber dispuesto de su arma de manera apropiada. Tal vez entregándosela a alguien de confianza que la emplease para pelear.
Isa avanzó hacia la espada. Siris se dio cuenta y dejó caer la navaja en el lavabo con un fuerte ruido.
—¡Qué quisquilloso! —dijo ella pasando al lado de él y de la espada. Llegó hasta lo que parecía ser una jabonera confeccionada en plata. El movimiento la puso muy cerca de él. Lo suficientemente cerca como para que pudiera atraparle la mano si ella trataba de acuchillarlo. Ella retrocedió y sostuvo la jabonera bajo la luz. El aroma que despedía Isa llegó hasta Siris. No usaba perfume. Olía a cuero y a cera. Buenos olores.
Dejó caer la jabonera en su bolso.
—¿Saqueando? —preguntó él—. No eres más que una simple ladrona.
Isa cargó la ballesta sobre su hombro. La usaba colgando de una tira.
—Imposible.
—Entonces, ¿qué eres? —preguntó Siris con genuina curiosidad.
—Una persona que hace cosas —replicó ella caminando hacia la salida.
—Supongo que por un precio.
—Siempre hay un precio —contestó ella—. El hecho es que si tienes suerte, algún otro lo pagará por ti. Voy a esperarte abajo hasta que decidas contratarme.
Se dispuso a irse.
—Espera. ¿Qué dijiste?
Ella lo miró.
—Bueno, no parece que vayas a dejarme coger la espada.
—Preferiría morir antes que dejarte poner tus manos en ella.
—No tengo dudas al respecto —afirmó Isa guiñando un ojo.
—Dime algo. ¿Cómo pudiste entrar en el castillo?
—Todos saben dónde está. Sigues el río hasta alcanzar los acantilados. Lo supe antes de venir aquí. ¿Nunca habías dejado antes tu pueblo?
—¿Por qué habría necesitado hacerlo?
Ella se limitó a sonreír.
—Yo sé dónde está todo. Todo. Y puedo llevarte a donde quieras ir. Piensa en eso mientras estás sentado aquí, en un castillo al que todos saben cómo llegar, sosteniendo un arma que todos quieren.
Salió por la puerta.
«Qué mujer extraña», pensó Siris sosteniendo la espada cerca de sí.
Sus últimas palabras quedaron vibrando en él. «En un castillo al que todos saben cómo llegar… un arma que todos quieren…» Luego de considerarlo por un momento, fue a buscar a Strix.
—Gran amo —dijo Strix detrás del trono destrozado—. Es maravilloso veros en buen estado. El ataque de los golems no logró dañaros, ¿no es cierto?
Siris no contestó. Dio vueltas alrededor del trono, aplastando con sus pies los trozos de mármol roto.
Encontró al daeril de rostro amarillo hurgando y empujando el trono roto del Rey Dios, tratando ostensiblemente de repararlo.
Siris rodeó el trono y subió hasta donde estaba el daeril.
Por un instante, miró a Strix, luego atrapó al demacrado daeril por el cuello, levantándolo y golpeándolo contra los restos del trono. En la otra mano sostenía la Espada Infinita.
Los negros ojos del daeril estaban desorbitados y trataba de respirar.
—Gran… amo… ¿Por… qué?
—¿A quién sirves?
Los ojos del daeril brillaban de pánico.
—Amo… yo… claro… que os sirvo.
—Eres un pícaro, Strix —le dijo Siris—. Sabes que es peligroso que te encuentren aquí. Los otros Inmortales van a masacrarte por lo que sabes de la muerte del Rey Dios. Puedo entender por qué se quedó Kuuth: a él no le importa la vida. Pero ¿tú? Tú te has quedado por alguna razón.
El daeril luchaba, los ojos muy abiertos.
Siris apretó más fuerte.
—¿A quién sirves? —volvió a preguntar.
Algo crujió detrás de él.
Siris se dio la vuelta sin pensar, blandiendo la Espada Infinita. Quería decapitar a la persona que se le acercaba furtivamente. Pero en cambio, hirió en el estómago a su oponente de más de tres metros.
Kuuth, el trol ciego, se tambaleó hacia atrás, con la sangre goteándole de la cintura. Su bastón, ancho como un árbol, cayó estrepitosamente al suelo. Estuvo a punto de golpear a Siris en la cabeza.
—¡Que el infierno me lleve! —aulló Siris—. ¡Traidores! ¡Ambos vais a morir! ¡Sufrid! ¡Temed!
Se volvió hacia Strix y hundió la Espada Infinita en la piedra del trono, justo al lado de la cabeza de la criatura.
—¿Qué está pasando? —bramó.
—No culpéis a Strix, guerrero —dijo Kuuth con su voz tonante. El anciano trol jadeó de dolor y luego cayó de rodillas—. Él hizo lo que se le dijo que debía hacer.
—Kuuth —exclamó Siris, volviéndose. El trol moribundo se derrumbó—. ¿Por qué?…
—Servimos a nuestro amo, guerrero —contestó Kuuth, con una voz cada vez más débil—. Para eso… fuimos creados…
—Vuestro amo está muerto.
Kuuth siguió cayendo.
Siris se volvió hacia el tembloroso daeril que estaba junto al trono. Strix se encogió más aún.
Kuuth había intentado mantenerlo en el palacio. Eso es lo que buscaba hacer a lo largo de toda la conversación. Hacer que confiase en el trol, que aceptara quedarse. Allí, donde podrían encontrarlo.
Siris se agachó. «¿Qué habrá querido decir?»
—La Espada Infinita aún no funciona —dijo Strix, acobardado—. ¡El Rey Dios estaba preparándola con las almas de tu linaje! Pensó que matarte iba a ser el último paso. Pero él no te mató. Él…
«Cayó a mis pies», pensó Siris.
Lo que quiere decir que… si la espada aún no funciona…
«El Rey Dios sigue vivo. Y sabe dónde estoy. Oh, rayos.»
Siris volvió a tropezar, arrancó la Espada Infinita de la piedra y la aferró entre sus manos. Strix se frotó el cuello y se quedó de pie, tosiendo.
—Pronto vendrá por ti —dijo Strix, con odio en la mirada—. No sé por qué te dejó vencerlo ni por qué le ordenó a Kuuth que respondiera a tus preguntas. Pero todo eso es parte de su plan. Todo es siempre parte de su plan.
Siris deseó derribar al daeril, pero se obligó a no hacerlo.
Hubo un tiempo en que solo peleaba cuando alguien lo desafiaba. ¿De dónde le venía ahora esa sed de sangre?
«La espada —pensó—. Me está corrompiendo. Ni siquiera puedo usarla y ya me está corrompiendo.»
Retrocedió aún más y Strix se rio.
—Huye. Te hallará, humano. ¡Reclamará lo que es suyo y entonces aprenderás, al igual que tus ancestros, el precio de la rebeldía!
Siris huyó aferrando la Espada Infinita.