Capítulo 2

Turris Parva, nomos de Antinópolis, 11 de payni

(martes 6 de junio)

Allí no lo esperaban en absoluto; al parecer, el rumor de la presencia —oficial o no— de un enviado del césar en la provincia no había llegado a la antigua plaza fuerte, situada a solo un par de horas al sudeste de Antinópolis, en el precario límite de la franja verde de tierra cultivada con el desierto.

Alrededor del fuerte, que centralizaba toda la actividad del lugar (desde el cobro de impuestos y la organización del trabajo comunitario, hasta la administración de la justicia por parte de los militares —expresamente prohibida— y la extorsión), Turris Parva era como tantos otros lugares con guarnición: una población humilde en la que se mezclaban los estilos y las formas, las casas bajas, con su inmaculado enlucido y su ocasional piso alto de ventanas estrechas, ante las que las mujeres lavaban en artesas y los niños y las cabras chapoteaban en el pegajoso barro, con las contadas viviendas de estilo romano, con su amplia entrada, su patio interior y sus tejas de importación, antaño relucientes y hoy desgastadas por el sol. Al revés que en la metrópoli, donde los estilos de vida de las colonias se reproducían fielmente en los abarrotados mercados, baños y librerías, abastecidas de los últimos títulos, todos ellos eran propiedad de griegos de tercera o cuarta generación o soldados y oficiales, que patrocinaban y mantenían la economía. Pero aquí, en las aldeas como en las grandes ciudades, tras una franja de arena, se alzaban los restos de antiguos templos y palacios, cuyos muros parecían temblar con el calor cual fabulosas montañas por las que los turistas trepaban como hormigas, a riesgo de partirse la crisma.

De los cristianos, ni rastro. Y, sin embargo, los juicios continuaban.

En la plaza, frente al soñoliento mercado de tercera, los tribunales despedían el inconfundible tufo de los sitios oficiales, un olor a tinta hecha con negro de humo y bancos en los que demasiada gente había pasado demasiado tiempo sudando la gota gorda. Las moscas debían de llevar allí generaciones. El juez titular, que como de costumbre ostentaba el título de strategos, pero era lo menos marcial que quepa imaginar, tenía una tos preocupantemente bronca. Aturullado por la llegada de Elio, salió de su despacho hecho un manojo de nervios, y su visitante tuvo la impresión de que se había pellizcado las mejillas para que no parecieran tan cadavéricas.

—Legado… —balbuceó—. ¡Es un gran honor, qué duda cabe!

Más bien era el susto más grande que se había llevado en meses. A sus atropelladas órdenes, les trajeron sumarios de casos y actas de sesiones que Elio no había solicitado. Era evidente que aquel individuo llevaba a cabo su tarea con la terca y desengañada energía del funcionario que probablemente estaba allí por motivos de salud y ya había comprendido que ni siquiera aquel clima lo salvaría. Escrupulosamente, examinó con Elio las actas procesales, redactadas con puntillosa meticulosidad, de los juicios celebrados hasta la fecha. En determinados casos, la sentencia se dejaba en manos de Rubirio Saxa, epistrategos de Heptanomia, aunque en una ocasión —el juicio contra un sacerdote cristiano que había prendido fuego a la oficina de reclutamiento— el proceso se había trasladado a Alejandría, para que lo supervisara el prefecto en persona. En todos los casos que Elio eligió al azar, se había observado la anticuada y calmosa imparcialidad romana y, en alguno, la aplicación del sentido común había hecho innecesaria la sentencia. La pena capital parecía imponerse rara pero inexorablemente, y se ejecutaba ad locum solitum, en el camino al vertedero de la ciudad.

—¿Y los militares? —Quiso saber Elio—. ¿Suelen inmiscuirse?

La sangre había vuelto a huir de las mejillas del tísico, que parecía su propia máscara mortuoria. La pregunta era comprometida, de modo que, intentando no parecer desconfiado, respondió:

—Depende de lo que entienda por inmiscuirse.

Era tanto como decir: «¿Y usted me lo pregunta? ¿No es militar?». Así lo entendió Elio, que mentalmente replicó: «Sí, pero no me vendo».

—Bueno, esto está un poco a trasmano… El oficial al mando de la guarnición… No, me he expresado mal. Los oficiales de las guarniciones, ¿presiden juicios?

Como era de esperar, el juez respondió a regañadientes:

—De vez en cuando.

—¿De vez en cuando, o a menudo?

—Bastante a menudo.

—¿Y qué hace usted?

El juez apartó la cara para toser en su túnica.

—¿Yo? —murmuró al fin—. Para ser sincero, nada. Lo que me quede de vida, quiero vivirlo hasta el final. En la actualidad, como durante las últimas seis o siete generaciones, los militares son los que llevan las riendas, aquí y en todas partes.

Eso lo sabía Elio tan bien como él, pero lo cierto era que la tolerancia con los excesos variaba de un sitio a otro. En los puestos de avanzada, los oficiales superiores siempre habían gobernado como reyezuelos y los soldados se saltaban la ley cada dos por tres. La Rebelión no había triunfado en aquella provincia por casualidad.

—¿Qué puede decirme sobre los juicios a soldados cristianos?

—Ah, eso… —El juez se limpió los labios con un pañuelo arrugado y sucio—. Los juzga el ejército prácticamente siempre.

Elio apartó los ojos de las manchas de saliva rosa del pañuelo.

—¿Tengo que sacarle cada frase con cucharón, o piensa informarme voluntariamente, strategos?

—No sé por qué la toma conmigo, legado… ¿Por qué no cruza la plaza y echa un vistazo en el fuerte? Hoy mismo se celebran juicios…

—Puede estar seguro de que lo haré. ¿Y los asesinatos? ¿Son frecuentes? No me refiero a hechos fortuitos, o venganzas de honor, sino especialmente a los relacionados con robos. ¿Los juzga usted?

—El territorio de nuestra jurisdicción es más amplio de lo que parece —respondió el magistrado tapándose la boca con el pañuelo—. Y sí, hay robos con asesinato, y más ahora que todo el mundo está con el agua al cuello. Yo juzgo los casos de civiles. En cuanto a los demás… Se encarga el ejército, supongo.

Cuando Elio dio por concluida la entrevista, el juez tosía sin parar. Al otro lado de la plaza, solo un puñado de soldados merodeaba por el pequeño fuerte, el típico recinto cuadrangular de piedra y mortero, con pasarelas en lo alto de los tejados de la veintena de barracones y dependencias auxiliares. Las oficinas de la administración rodeaban la destartalada capilla del genio tutelar de la cohorte, el genius Turris Parvae, al que Elio no olvidó rendir tributo. Como iba de paisano, los soldados, que no hablaban latín y apenas griego, no mostraron el menor interés en él, y pudo colarse en el juicio que en esos momentos se estaba celebrando en una dependencia cercana a la capilla.

Notas tomadas por Elio Espartiano durante el juicio contra Sirion Antonio, soldado de la X cohorte de la guardia de fronteras de Heptanomia, con destino en Turris Parva:

Princeps Karano, actuando en calidad de juez: ¿Te llamas Sirion Antonio?

Acusado: Sabe que sí.

K.: ¿Sirves en esta unidad?

S.: Sabe que sí.

K.: ¿Eres cristiano?

S.: Sabe que lo soy.

K.: ¿Te has negado una y otra vez a hacer sacrificios en honor del genio de la cohorte?

S.: Sabe que sí.

K.: ¿Comprendes cuál es el castigo si persistes en tu actitud?

S.: Sabe que lo comprendo.

Y así hasta el final. Uno de los interrogatorios más soporíferos que he presenciado en mi vida. Acabó cuando Karano averiguó a cuánto ascendía la pensión y los bienes de Sirion, que parece estar en una situación razonablemente desahogada. La sentencia (ilegal, puesto que el princeps no tiene competencia alguna) quedó en suspenso. Con la promesa de enviarle un buen médico desde Antinópolis, conseguí sacarle al strategos que a los soldados con dinero se les tolera su superstición cristiana, a no ser que se empecinen en morir por su fe. Los reclutas pobres no tienen tanta suerte; por cada uno que abjura, dos se fingen locos y otro acaba muriendo.

Cuando le recordé que no tenía derecho a erigirse en juez, Karano me salió con que en Turris Parva el único guardián de la virtud es el ejército, aunque los pocos mercaderes con los que he conseguido hablar me han enseñado libros de cuentas en los que los pagos a Karano encabezan la lista de gastos mensuales.

Recordatorio para mí: enviar un informe completo al prefecto Culciano, con una copia para la corte imperial. Otra nota para mí: desgraciadamente, los asesinatos en las rutas de las caravanas, como consecuencia de disputas entre vecinos, son bastante frecuentes. Probablemente, eso explica lo de Pammychios.

Al regreso de Turris Parva, Elio hizo un alto en un barrio de artesanos y pequeños comerciantes situado no muy lejos de los muros de Antinópolis y su imponente puerta sur. El nombre, Filadelfiae, prometía, pero, aparte de una capilla bastante descuidada en honor del divino Trajano y sus hermanas, Elio no consiguió encontrar el menor rastro de «amor fraterno». En un principio, había pensado ir allí directamente a su llegada a Egipto, pero, tras informarse mejor, había cambiado de opinión, como le había explicado a Tralles.

Anubina, medio griega y medio egipcia, era huérfana de un soldado. Ni Elio ni ella lo sabían con exactitud, pero ahora debía de tener unos veintiséis años. La había conocido con diecisiete o dieciocho y alquilado en exclusiva durante el tiempo que durara su estancia en Egipto. Habían acabado gustándose. Elio la había instalado en una casita pintada de azul por fuera y por dentro, le había hecho regalos y, después, incluso le había escrito cinco o seis veces. Ella no le había contestado. Y no porque fuera analfabeta, que lo era (pero para eso estaban los escribas), sino porque, como le había dicho desde un principio, «no tiene sentido, los dos tenemos otras cosas que hacer».

Las acacias todavía daban sombra a aquella parte de la calle. Elio las recordaba en flor, amarillas, fragantes y polvorientas, elevando sus esbeltas y frondosas siluetas sobre el tejado.

Le abrió descalza, con el pelo recogido y sosteniendo un cepillo con el que debía de estar restregando el suelo, lo vio allí y, por un instante, se quedó petrificada, pero solo por un instante; al siguiente, se llevó el pañuelo que le cubría los hombros a la cara, que volvió un poco, al tiempo que se apartaba para invitarlo a entrar. Era sorprendente que no necesitaran palabras, que los cambios que se habían producido en ellos hablaran por sí solos y determinaran cómo se comportarían el uno con el otro.

—Entra, tengo comida hecha.

Aquello era tan propio de ella que Elio se sintió conmovido y reconfortado a un tiempo, y no se preguntó si debía aceptar. La amplia habitación solo recibía luz a través de la puerta, y el azul de las paredes hacía que pareciera una piscina cuadrangular; en un rincón, una jarra de cobre que captaba los rayos del sol semejaba una hoguera.

—Bienvenido —murmuró Anubina.

Al fondo, otra habitación pintada de azul, que Elio recordaba perfectamente. Allí estaba la cama, y había un ventanuco que daba al callejón de atrás, aunque apenas servía para distinguir la noche del día, que en esa época siempre llegaba demasiado pronto. Elio apartó la mirada de aquella puerta y volvió a posarla en Anubina, que se había quitado el pañuelo de la boca para probar la comida de la humeante olla.

En esos ocho años, había engordado. Sus pies, adornados con filigranas con alheña, seguían siendo finos, pero bajo la túnica de lino sus formas eran más rotundas, y su cara, más redonda bajo las negras crenchas del lustroso y cuidado pelo. Elio la miraba porque ella no lo miraba a él; estaba llenando el cuenco y poniendo el vino en la mesa, como si él se hubiera marchado esa mañana y hubiera vuelto a comer.

—¿Y tu marido?

—En el campo. —Sus manos espolvoreaban especias, partían el pan, servían el vino…—. ¿Cómo sabes…?

—He preguntado.

—Siéntate, por favor.

Era carne envuelta en hojas de parra y condimentada con hinojo y cúrcuma, un plato con un olor delicioso que Elio solo había comido allí y echaba de menos. Cuando se disponía a sentarse a la mesa —una mesa traída de Roma, sólida y bien acabada, que también le había regalado él—, dos críos entraron corriendo desde la calle, pero, al ver al desconocido, se detuvieron en seco a unos pasos del umbral y se quedaron allí plantados, como dos cabras jóvenes y nerviosas: una niña alta con unos ojos enormes y el pelo trenzado alrededor de la cabeza y un chiquillo que llevaba la coleta egipcia en un lado y el otro completamente rapado, mostrando el azulado cuero cabelludo. El niño se tapó la cara y se echó a reír. Su hermana preguntó:

—¿Es mi tío?

—¡Chsss! —les ordenó Anubina tendiéndoles sendas galletas—. Id a jugar afuera.

Los niños obedecieron. Tras poner el plato ante su invitado y hacerlo girar para que los rollos de carne quedaran en el ángulo apropiado, Anubina se sentó frente a él. Pese a haber engordado, sus facciones seguían siendo hermosas, especialmente los ojos, que conservaban el poder que siempre habían tenido sobre él.

—¿Cómo te ha tratado la vida? —le preguntó Elio.

—Bien. ¿Y a ti?

—Bien, bien…

Elio empezó a comer despacio, sin preguntarse si tenía hambre. Anubina siempre había cocinado de maravilla, casi tan bien como hacía el amor. En la imagen que conservaba de ella, la comida y el sexo estaban inseparablemente unidos; los recuerdos de sus pocos días de ocio en Egipto siempre eran de esas dos cosas. Y no porque en esa época fuera un joven oficial sin nada en la cabeza, sino porque la sencillez de esas dos formas de nutrir el cuerpo, diferentes pero sutil y maravillosamente relacionadas, había significado mucho para él.

—¿Te quedarás mucho tiempo?

—No, no mucho.

Mientras comía, la hija de Anubina volvió, se sentó en un taburete con las piernas cruzadas y se quedó allí unos instantes, mordisqueando su galleta y mirándolo con atención. Luego, fue dando brincos hasta la puerta y miró fuera; al oír el ruido de unos cascos en el empedrado, agitó los brazos y gritó:

—¡Hola, tíos!

Elio probó el vino.

—Es muy alta —observó.

—Lo normal.

—¿De qué color tiene los ojos?

—Del mismo que los míos, Elio.

Anubina entrelazó las manos sobre la mesa. La piel de sus torneados brazos conservaba toda su tersura; brazaletes de cobre y plata ceñían estrechamente la carne, pero eran todos tan parecidos que Elio no habría sabido reconocer los que él le había regalado. Con un gesto ausente —no, de ausente, nada; un gesto muy consciente—, Anubina se apartó de la cara un mechón del reluciente pelo y se lo sujetó de nuevo en el moño. Elio la había visto arreglarse el peinado con la misma coquetería cientos de veces.

—¿Cómo se llama? —le preguntó al ver que la niña salía a la calle.

—Thaesis, pero la llamamos Thea.

Thaesis también era el nombre egipcio de Anubina. Entre ellos había inhibiciones tan sutiles pero efectivas como velos, que les permitían mirarse pero no ceder al deseo. Elio recordó, un poco avergonzado, que la había «comprado»; que, cuando la dueña del burdel le preguntó si quería una virgen, él dijo que no, aunque no por el precio. Cuando la conoció, ya llevaba seis meses bailando en fiestas para hombres.

Así que ahora, en el pulcro decorado de la casa de Anubina, se limitaban a intercambiar unas frases, como los viejos amantes que eran. Pero, dentro de su cabeza, Elio también conversaba consigo mismo, haciéndose preguntas sin respuesta. ¿Dónde guardaba las herramientas aquel marido que estaba en el campo? ¿Y su ropa? ¿Era aquel el plato en el que también él comía? En cambio, la charla trivial sobre los conocidos comunes, los banales comentarios sobre la vida en general, fluían sin dificultad. Los ojos de Anubina lo miraban con inmensa y bovina calma, como si estuviera conforme con lodos los aspectos de su vida.

—¿Cuántos años tiene Anubina?

—Siete.

La imagen del pobre juez tosiendo en su pañuelo volvió a la mente de Elio, porque la reticencia parecía ser tan propia de aquel país como las acacias con sus hermosas flores amarillas o los antiguos templos al borde del desierto. A los pocos días de haber llegado también él estaba empezando a caer en el vicio del circunloquio y tuvo que recordarse que los soldados y los historiadores no pueden permitirse vaguedades.

—¿Me lo dirás antes de que me vaya, Anubina? —le preguntó obligándose a mirarla a los ojos.

—No.

—¿Por qué?

—Porque no es asunto tuyo.

Elio volvió a clavar los ojos en el plato. No estaba seguro de por qué quería saber si la niña era suya. Eso solo complicaría las cosas, y él no tenía excesivo interés en empezar a verse como padre, y menos de la hija de una prostituta.

—En cierto modo, lo es —murmuró él.

—Yo no lo veo así.

—Vamos, dímelo.

—No.

Elio acabó de comer en silencio, mientras ella lo miraba y tampoco decía nada. Era evidente que disfrutaba de una posición desahogada; puede que ese fuera el motivo de que no quisiera nada de él, si es que la niña era suya. Se parecía tanto a Anubina que habría sido difícil decir quién era el padre. Al parecer, llamaba «tío» a todos los hombres, y estaba creciendo rodeada de amor.

Con el rabillo del ojo, Elio vio que la jarra del rincón había dejado de refulgir; ahora solo era un humilde cacharro de cobre que recibía el sol de la puerta sin reflejarlo.

—¿Entrará en la profesión?

—No. Está aprendiendo las primeras letras. Para ella quiero otra cosa.

Elio se levantó de la silla, y Anubina con él, pero despacio.

—¿Y el chico?

Anubina se alisó el vestido sobre el vientre, y Elio se preguntó si había echado tripa o volvía a estar embarazada.

—Él puede hacer muchas cosas. Su padre decidirá.

—¿Y qué me dices del padre de ella?

—No vas a sacarme nada, Elio, así que déjalo.

—Tienes que decírmelo, Anubina.

—No, no tengo por qué.

—Volveré y te lo preguntaré de nuevo.

Anubina lo cogió del brazo con firmeza y lo llevó hasta la puerta, porque en cuanto la cruzara volvería a ser el historiador y el enviado del césar.

—Hazlo.

Antinópolis, 13 de Payni

(jueves 8 de junio)

Esa mañana, una obsequiosa nota del oficial al mando de la patrulla fluvial de Hermópolis esperaba a Elio a su regreso de la biblioteca de la ciudad, donde había estado documentándose para la visita al templo del bendito Antinoo que pensaba hacer al día siguiente. El oficial le comunicaba que habían encontrado una caja «con papeles dentro» enredada en los lotos de la orilla del río, en las cercanías de la propiedad del liberto Pammychios. Y, puesto que había sido reconocida por la familia de la víctima, tal como había pedido el muy apreciado legado, se apresuraba a compartir la información con él, etcétera, etcétera. La caja estaba a su disposición en la comisaría de la Puerta de la Luna.

Elio decidió examinarla de inmediato y antes de mediodía estaba al otro lado del río. Dentro de la caja, de madera sin pintar y provista de cuatro patas, había tres papiros todavía húmedos pero legibles: el documento de la manumisión de Pammychios, su testamento y un contrato de arrendamiento. En opinión del jefe de la policía, los ladrones ni siquiera la habían abierto.

—Sencillamente, se la llevaron y luego, al agitarla y comprender que solo contenía papeles, decidieron que no merecía la pena cargar con ella. Así que la tiraron al río. Sospecho que huyeron hacia el norte, porque la caja se encontró río abajo. Pero también es posible que fueran en la otra dirección y la corriente la arrastrara. Como puede ver, se cierra sola al empujar la tapa, de modo que para abrirla se necesita una llave. Tenga, nos la dio el yerno de la víctima.

Elio la miró. Era una llave pequeña y corriente, que se podía comprar o mandar hacer en cualquier sitio, de modo que no se molestó en preguntar si era una copia o la única existente. No podía descartarse que los ladrones hubieran sacado otros objetos de la caja y, tras volver a cerrarla, la hubieran arrojado al río.

—¿Ha identificado los documentos el yerno? ¿Faltaba algo?

El oficial, que llevaba una raída túnica de los tiempos de la Rebelión y, como solía decirse, era más egipcio «que el culo de la Esfinge», respondió que no.

—Pero porque no sabía lo que había dentro. Parece que la víctima no era muy dada a hablar de sus asuntos, ni siquiera con su familia.

Lo que también explicaba, pensó Elio, que las esclavas no hubieran sabido decirle si Pammychios había visto a su antiguo amo Sereno recientemente o recibido de él alguna cosa para que se la guardara.

—¿Encontraron algo más en esa zona del río?

—Sí, señor. Se lo hemos guardado todo, tal como ordenó. Sígame, por favor.

¿Cómo no había pensado en todo lo que podía arrastrar el Nilo en época de crecida? Los celosos patrulleros habían llenado un pequeño patio con montones de trastos y cadáveres de animales de granja incluidos. Elio ordenó que retiraran estos últimos de inmediato y se quedó allí examinando el resto. Por supuesto, buscaba las famosas alforjas de Sereno Dío, pero también, y contra toda esperanza, la carta de Adriano, presumiblemente un papiro enrollado dentro de un cilindro de madera o protegido de algún otro modo. Al principio, los patrulleros lo observaron apiñados en la puerta de la cantina; pero el jefe no tardó en echarlos a todos.

Con la pericia del investigador, Elio fue apartando trapos, sandalias, cuencos de madera rajados, cubos rotos y hasta un cesto de juncos desfondado, que le recordó a su viejo enemigo Ben Matías contándole la historia de Moisés salvado de las aguas del Nilo. De tierra firme, recogido en un radio de tres millas a la redonda de la casa de Pammychios, procedía otro lote de objetos heteróclitos, en su mayoría aperos de labranza inservibles, pero también trozos de vasija, dos solitarias monedas de cobre y hasta un proyectil de catapulta de la época de la Rebelión en el que podía leerse «Aquileo».

—¿Seguimos buscando, legado? —le preguntó el oficial, poniéndole delante un barreño con agua y una toalla.

Elio respondió que no, pero decidió encargar a alguien, quizá a través de Harpocracio, que vigilara el mercado de los anticuarios por si aparecían cartas de interés histórico, especialmente del reinado del divino Adriano.

14 de Payni

(viernes 9 de junio)

Los sacerdotes del templo de Antinoo lo miraron de arriba abajo, como gatos recelosos olisqueando a un animal nuevo para saber qué es, si una amenaza o un aliado. En realidad, Elio no era ni lo uno ni lo otro; su posición allí era tan neutral, oficialmente al menos, que los sacerdotes apenas podían hacer otra cosa que rodearlo y sonreír, entre obsequiosos e irritados, y luego, puesto que era amigo del césar, valorar su utilidad. Elio se guardó de confesar que su interés en el templo funerario había aumentado considerablemente tras leer el último mensaje que le había enviado Sereno. Lógicamente, no habiendo constancia oficial de la existencia de documentos conservados junto con el cuerpo, los sacerdotes guardaban silencio por sus propias razones, o porque no sabían nada sobre el asunto. Elio decidió no preguntarles directamente, a menos que agotara los medios indirectos de averiguarlo, recordando que unos setecientos años antes los sacerdotes egipcios habían satisfecho la curiosidad de Herodoto con colosales medias verdades.

De modo que adoptó el papel más conveniente para sus pretensiones: el de turista culto, funcionario hasta la médula, con cartas de la corte y un respeto casi reverencial por las cosas antiguas.

Y aunque aquella era una ciudad griega, fundada como tal por el divino Adriano, casi todo lo de aquel templo, incluido el clero, parecía egipcio. La casa de los sacerdotes y las dependencias auxiliares eran edificios cuadrangulares y macizos, de tejados planos y gruesos muros, sin apenas ventanas, pero provistos de los omnipresentes toldos en puertas y patios. En cuanto al templo propiamente dicho, se alzaba en el centro de una columnata que rodeaba un jardín de árboles y delicadas plantas de maceta, y le recordó el santuario isleño de File, obeliscos gemelos incluidos. En un país donde los más ricos podían presumir como mucho de tener dinteles y escaleras de piedra tallada en sus casas de ladrillos, todo el edificio —incluidas las imponentes torres de la entrada— era de mármol blanco y negro traído de las islas griegas, a Dios sabe qué coste.

—Por favor, vea lo que quiera, legado.

Los sacerdotes que le hacían de guías, uno gordo y el otro flaco, se dirigían a él en griego. Eran amables, pero seguramente lo veían como el intruso que era y estaban decididos a mostrarle lo que les conviniera, cosa que Elio no estaba dispuesto a aceptar, aunque aún no sabía cómo evitarlo. A su alrededor, todo hablaba de la riqueza y el poder de aquel clero: el templo obtenía enormes ingresos relacionados con el culto a Antinoo, que derivaban de la sala de incubación para sueños curativos y el hospital, de las tiendas de recuerdos y los servicios de momificación; incluso recibía un porcentaje de la venta de unas galletas de anís y miel que tenían forma de momia y eran empalagosas a más no poder. Los sacerdotes le dirían lo que quisieran sobre la visita de Adriano y sus consecuencias para Egipto (el final de cinco años de sequía) y el propio emperador (la muerte de su amante). No sería fácil evitarlos. Mientras estaba parado, un babuino se sentó a sus pies y empezó a quitarse los piojos de la barriga alzando hacia él su cara entre simiesca y perruna.

—Por aquí, legado.

Una vez en el oasis del área sagrada, la imagen de Antinoo resultaba encantadora pero obsesivamente omnipresente. Elio, que solo había contemplado un retrato del Efebo durante la Rebelión, y sin demasiado interés, tenía la extraña sensación de ver doble, y en series múltiples. Esfinges con la cabeza del adolescente flanqueaban la entrada al recinto de la columnata y, una vez dentro, se avanzaba entre una guardia de honor de bustos de Antinoo representado como el dios Min, con un tocado de plumas y el pene erecto y pintado de negro. Un poco más adelante, sobre una hilera de pedestales idénticos entre arbustos en flor, copias de estatuas anticuas a las que se habían dado los rasgos de Antinoo daban fe de la dispendiosa piedad de los funcionarios locales.

Y así, el Efebo tan pronto sostenía racimos de uva, como un arco, una lanza o una copa de libación, aparecía como Antinoo-Hermes o Antinoo-Apolo, con los atributos de Marte o con los de Dioniso, desnudo, vestido o a medio vestir, de pie, sentado o caminando, mirando a Elio con ojos de mármol o de pasta de vidrio. Ni siquiera el arte egipcio podía hacer menos personal mi joven y caviloso rostro. No obstante, mientras seguía a los dos sacerdotes, Elio pensó en lo poco que el muchacho real tenía que ver con aquel sitio y con el culto que se le rendía. Era dudoso que Antinoo hubiera deseado ninguna de las dos cosas, o preferido la eternidad del arte a la posibilidad de seguir el curso natural de su vida. Pero estaba muerto, muerto y enterrado desde hacía mucho, y, fuera o no su deseo, su cara tenía que ser familiar para quienes no lo habían conocido en vida.

Un mediodía sin viento, con el ondulante perfil de la meseta de Antinoo recortándose tan nítidamente que parecía un tajo en el azul del cielo, Elio había llegado allí para indagar en la Historia, tal como le habían ordenado. Sin embargo, si Sereno decía la verdad sobre la carta imperial, su misión adquiría un cariz distinto y mucho más personal. La idea de que aquellos muros albergaban documentos desconocidos que afectaban a la seguridad del Estado —del Estado de Adriano, al menos— despertaba en él el afán de poseer una información de la que ningún historiador había dispuesto hasta entonces. Sin embargo, puede que Sereno se equivocara. Tal vez había comprado una falsificación, si no la había fabricado él mismo. En cualquier caso, lo cierto era que el mercader tenía miedo de alguien o de algo y que ahora estaba muerto.

Tras mostrarle el área sagrada, y pedirle que se lavara las manos y la cara en la pequeña fuente de la antecámara, los sacerdotes invitaron a Elio a penetrar en la capilla. Cuando sus ojos se acostumbraron a la rojiza penumbra del interior, la súbita aparición del dios le produjo un sobresalto; como metal fundido, la luz se derramaba casi verticalmente desde una claraboya sobre los costados de la enorme figura negra de Antinoo, representado en actitud de caminar y con los atributos de Osiris. Empequeñecida por ella, la capilla resultaba opresivamente angosta pese a su gran tamaño, y el asfixiante humo del incienso que flotaba en ella hacía pensar en una forja de la que hubiera surgido un monstruo fabuloso. Tras un instante de reflexión, y una segunda mirada, todo cobraba una realidad más cotidiana, y la capilla volvía a convertirse en un simple lugar de culto con una estatua descomunal en su interior. Pero seguro que los sacerdotes se habían percatado de su sobrecogimiento con satisfacción.

El ataúd antropomórfico del Efebo, un sarcófago de pórfido del tamaño de dos carros de aprovisionamiento del ejército colocados uno encima del otro, descansaba a los pies de la estatua, adornado con guirnaldas de rosas y lotos azules recién cortados, que lo cubrían casi por completo. Allí donde la luz cenital conseguía penetrar entre el amontonamiento de flores, los pétalos parecían arder en la oscuridad.

Tras ofrecer un sacrificio y expresar los obligados sentimientos de respeto, Elio preguntó algunas generalidades, entre las que deslizó lo único que realmente le interesaba:

—¿El cuerpo siempre ha estado aquí?

El sacerdote grueso asintió.

—Efectivamente. El divino Adriano en persona presidió la ceremonia, el sexto día del mes de Tybi.

Un rápido cálculo dio a Elio el día anterior a los idus de enero posteriores a la muerte del Efebo, acaecida el 24 de octubre, lo que dejaba suficiente margen para los setenta días necesarios para momificar el cuerpo. De modo que Antinoo llevaba ciento setenta y cuatro años durmiendo en aquella perfumada eternidad.

—Sin ser molestado —apostilló el sacerdote flaco—, y velando amorosamente por la ciudad.

Lo que significaba que los documentos de Adriano seguían allí dentro. Elio tomó algunas notas y siguió a los sacerdotes.

La sala adyacente a la capilla en su parte posterior era conocida como «el museo» a justo título, pues albergaba reliquias del fatídico viaje por el río. La propia barca imperial, perfectamente conservada y majestuosamente colocada en el dique seco de una base de madera pintada de azul, ocupaba buena parte del espacio rectangular. A su alrededor, las paredes estaban adornadas con frescos de escenas de pesca y caza a orillas del Nilo, y una serie de armarios, abiertos para mostrar los ricos arcones apilados en su interior, se alineaban a lo largo de todo el perímetro de la sala. Elio seguía garabateando pormenores con abreviaturas y fiando otros muchos a la memoria, para sus notas preliminares. En el suelo, los mosaicos mostraban el borde del desierto con sus animales salvajes y una imaginativa panorámica a vuelo de pájaro de los misterios del profundo sur, las inexploradas regiones en las que nacía el Nilo, más allá de Nubia. Los sacerdotes vertieron agua de una delicada jarra sobre las teselas para avivar los colores.

Esa tarde, Tralles tuvo el buen sentido de no respirar cuando supo que su antiguo camarada asistiría a un juicio contra dos suboficiales cristianos. Ambos eran veteranos de la Rebelión y pertenecían a la cohorte destinada en Apolinópolis, en la Tebaida, pero habían sido trasladados a Antinópolis para ser juzgados, porque estaban censados en dicha ciudad. Ocupado en tomar notas, Elio no abrió la boca en toda la sesión y, una vez dictada la sentencia (uno de los acusados abjuró, pero el otro persistió y fue devuelto a prisión tras el lacónico «caput tuum amputabo» del juez), no estaba de humor para hablar. El contraste entre el sosiego y la solemnidad del templo y la eficacia y rapidez de los procedimientos legales; el paso de un sitio donde el tiempo, congelado por el ritual, parecía haberse detenido en una sala pública donde el litigio conducía al cambio, donde el orden se transformaba y la jerarquía quedaba supeditada a la investigación y el interrogatorio, le había crispado los nervios.

Tralles debía de haberlo seguido hasta el tribunal, porque Elio le vio asomar la cabeza por la puerta del archivo, en el que se había refugiado para examinar sumarios de casos civiles recientes.

—¿Te echo una mano? —le ofreció Gavio.

Seguramente, su antiguo camarada tendría cosas mejores que hacer, pero sentía curiosidad, y una negativa solo habría servido para despertársela aún más. Levantando distraídamente la vista del pergamino que estaba leyendo junto a la ventana, Elio respondió:

—Puedes ayudarme a buscar pleitos en los que estuviera implicado Sereno Dío.

—¿Todavía estás dándole vueltas a eso? No veo la relación con tu investigación…

—Es que no la tiene.

Tardaron lo suyo, mientras los escrupulosos funcionarios de los juzgados daban vueltas a su alrededor devolviendo los legajos a sus estanterías en cuanto Elio les decía que había acabado con alguno. Sereno no aparecía como litigante en ningún documento, pero su nombre figuraba en dos. Tralles encontró las actas de una sesión celebrada el 5 de Phamenoth —principios de marzo— de ese año, en la que se había dirimido una disputa entre vecinos por el desvío ilegal de una acequia —«robo de agua», en palabras del denunciante— de una finca próxima a la puerta norte de Antinópolis. Al parecer, Sereno Dío, que poseía un trigal lindante con el campo del denunciado, también se había beneficiado del agua.

—No parece suficiente motivo para sorprender a Sereno en su barca y echarlo a los cocodrilos —comento Tralles.

—No, pero esto otro sí es interesante. «Pionio, hijo de Alejandro —leyó Elio—, presbítero de la Iglesia cristiana, contra Eutropio, contable de la compañía mercantil de Sereno Dío, el Sirio».

—Bueno, ¿qué paso, y cuándo?

—Está fechado entre el primer y segundo edicto contra los cristianos, y ha quedado superado por el tiempo y las circunstancias. Pero parece que el contable cargó con las culpas de Sereno, a no ser que ahora los contables decidan por sus jefes. El presbítero Pionio acusa a la compañía mercantil de haber adquirido a las autoridades los edificios y terrenos confiscados a su comunidad y haberlos «modificado de tal modo, levantando nuevas construcciones y adaptando al uso comercial las existentes», que nunca podrían reclamarlos.

Tralles rio por lo bajo.

—No te digo… ¡Que los reclamen ahora!

—La secta utilizaba uno de los terrenos como cementerio, así que hay otra denuncia por violación de tumbas y sacrilegio. Eutropio declaró que la idea había sido suya y que su jefe no sabía nada.

—¿Y cómo acabó la cosa?

—El juez sobreseyó el caso, pero le echó un buen rapapolvo al contable.

—¡Pobrecito Eutropio, seguro que se llevó un disgusto! Pero al final su jefe Sereno se quedó con las tierras y los edificios de los cristianos.

Cuando acabó en los juzgados, Elio volvió a casa dando un rodeo y, una vez echó a andar, no paró hasta llegar a las afueras, desde donde se dirigió a un sitio que conocía de la época de la Rebelión. Era un campo verde y sombreado en el que en otros tiempos había una pequeña posada llamada El Rincón de Antonio y Cleopatra. Destruida durante los combates, sus ruinas eran un sitio ideal para ir a darse el lote con una chica, y de hecho Anubina y él habían pasado allí algún que otro atardecer. Ahora las ruinas habían desaparecido y la hierba cubría toda la parcela, como si la posada, la Rebelión y las parejas no hubieran existido jamás. Pero, a la orilla del Nilo, seguía habiendo un frondoso sauce llorón y, bajo él, un banco, al que Elio fue a sentarse.

La mansa corriente del río parecía un caldo verde en el que el sauce sumergía las puntas de sus pálidas ramas, dejando que unas cuantas hojas, amarillentas y lanceoladas, ondularan lentamente en la superficie del agua.

El limo, los seculares desperdicios, los cocodrilos que sin duda dormían con las fauces abiertas a unos pasos de él y aquel cielo que lo cubría todo como un espejo bruñido, le parecían la imagen perfecta de lo que podría ser la eternidad. Intacta e intangible, inmutable como una cornalina engastada en oro, perfilada tan nítidamente como las lejanas montañas al final de la Vía Adriana, de donde se extraía el granito para los obeliscos, que partía de allí hacia el resto del mundo.

«¿Por qué te han salido canas?», recordó que le había preguntado Anubina, y él no había sabido qué responder. Podía haber replicado: «¿Y tú, por qué has engordado? ¿Por qué has perdido tu belleza?». Pero, en la vida de un hombre o una mujer, ocho años son ocho años, y a menudo, aunque lo ignoremos, lo que les ha ocurrido se muestra exteriormente, sobre todo cuando no lo admiten en su fuero interno. Eso le hizo preguntarse —y la pregunta lo tuvo allí sentado un buen rato— si las obligaciones y los viajes, el matrimonio sin amor, la superstición y el miedo a una muerte súbita, también habían envejecido al divino Adriano; si Antinoo había sido un álter ego, un autorretrato juvenil, llevado a todas partes como un espejo amable y mendaz, pero cuyo envejecimiento amenazaba aquella existencia paralela del emperador como eterno adolescente. Se le ocurrió entonces que tal vez Antinoo tenía que morir joven para preservar el espejo eternamente.

Las palabras del propio Adriano, aunque parcas, apuntaban hacia esa posibilidad. ¿Y qué decir de las monedas que había hecho acuñar al final de su reinado, con la leyenda «Hadrianus renatus»? ¿Qué le había hecho renacer? ¿Los misterios de Eleusis? ¿Una cura en el templo de un dios misericordioso? ¿O la entrega a la eternidad de su álter ego, para que su joven alma permaneciera siempre inmune al tiempo, como el limo en el fondo del río, como las montañas al final de la Vía Adriana, de donde sale el granito de los obeliscos que desafían a los siglos?

Cuando llegó a casa, el día declinaba. La anciana que alquilaba las habitaciones era partera de profesión, y su símbolo, una mujer pariendo que más bien parecía una tinaja, estaba grabado en la pared de una entrada lateral. A esa hora el calor del día se había suavizado y las palomas de la plaza del mercado se recortaban en el cielo vespertino como si fueran de plata. Lo primero que hizo al entrar en su habitación fue buscar escorpiones por los rincones y debajo de la cama. Serían todo lo sagrados que quisieran las criadas, pero no estaba dispuesto a dormir con ellos. Vio dos, pero, en vez de matarlos de un pisotón, acabó cogiéndolos con un trapo y tirándolos por la ventana.

Seguía dándole vueltas a lo que había dicho el sacerdote rechoncho, con aquel tonillo cantarín que parecía restar valor a sus palabras. Entre sus muchas obligaciones, Antinoo tenía la de proteger de los ladrones de agua. ¿Por qué? ¿Porque había muerto en el Nilo? ¿Porque se había transformado en un espíritu de las aguas? Según Tralles, Pammychios había sido asesinado por ladrones de agua y, aunque aún no se sabía quién había acabado con Sereno Dío, lo cierto era que recientemente se había visto envuelto en un pleito por el uso de una acequia. Aparentemente, una cosa no tenía relación con la otra. La única conexión eran las palabras «agua» y «robo». Sin embargo, Elio intuía un vínculo, lo olía como podía oler el polvoriento aire del atardecer y el aroma del arcón de cedro en el que guardaba la ropa.

Siguió pensando en los sacerdotes del templo de Antinoo: saltaba a la vista que ninguno de los dos sabía leer las inscripciones de las piedras antiguas. Aislaban grupos de signos e imágenes y les daban un significado totalmente distinto al que a Elio le habían dicho que tenían en File o Coptos. Por supuesto, él no sabía quién tenía razón. El dibujo de un mosquito, un falo o una bandera parecían fáciles de interpretar, pero cualquiera adivinaba lo que representaban las líneas onduladas, los círculos o los cuadrados. Todo lo demás estaba en griego, o en un alfabeto semigriego que ya no se parecía a la escritura sagrada de pasados milenios. Los dioses y los templos egipcios seguían poniéndolo nervioso, eso era innegable, ya fuera por el contraste entre la relativa y viciada frescura del interior y el bochorno de fuera, o por los rayos de sol que atravesaban la oscuridad y parecían capaces de horadar el suelo y a quien se interpusiera en su trayectoria. También podían ser las estatuas con cabeza o cuerpo de animal de los propios dioses, que olían a la madera de sicómoro o ciprés de la que estaban hechos y no eran ni humanos, ni sobrehumanos ni lo que quiera que fuesen los animales mágicos, sino menos que hombres en muchos sentidos, y sin embargo más sabios, o dotados de poderes de los que los hombres carecen.

Esa noche, le acudieron a la mente todos los tópicos sobre Egipto, los prejuicios de los viejos romanos, que lo veían como un país de rameras y astutos ladrones, y la reticente admiración de los filósofos griegos, que se habían asentado en aquellas ciudades y hablado con los predecesores de aquellos inescrutables sacerdotes, sin duda igual de inescrutables que ellos. Hoy, como hacía ocho años, Elio se sentía atraído por las egipcias, sobre todo por las que tenían sangre griega, como Anubina, huérfana de un soldado. La chica que había ardido como un ascua y luego se había casado, había engordado y había puesto una tienda.

17 de Payni

(Lunes 12 de junio, víspera de los idus)

Ese lunes, en los juzgados de la ciudad se celebraba un juicio religioso ejemplar. Elio decidió asistir, y esta vez se llevó a un amanuense para poder concentrarse en la causa. También quería ver de nuevo a Harpocracio, de modo que le envió un mensaje diciéndole que iría a visitarlo. Para matar el tiempo hasta la hora del juicio, se dio una vuelta por los puestos de libros antiguos del mercado y echó un vistazo a los originales y copias de viejas cartas y documentos. Le mostraron material interesante, sin relación con su presente investigación, pero útil para futuros trabajos, especialmente panfletos sectarios de la época del enfrentamiento entre Severo César y Albino.

También descubrió un librillo de adivinazas supuestamente escritas por el divino Adriano («¿Cuál es el animal que no tiene brazos pero sí muchos codos, y cuantos más codos tiene, mejor para Roma?». Respuesta: el Nilo, cuya crecida produce grano para la Ciudad y se mide en eolios. O: «¿Qué amigo nos causa la muerte con su partida?». Respuesta: el alma humana. O: «¿Qué es más silencioso que una tumba?». Respuesta: una tumba robada, porque los secretos que ocultaba se han dispersado.)

El juicio fue un espectáculo triste. Fuera de la sala había muchos enemigos de los cristianos, dispuestos a organizar un escándalo; incluso había otros amenazadoramente apostados en la calle. El acusado, un ingeniero que había diseñado el sistema de abastecimiento de agua del anexo al templo de Serapis, en el viejo barrio alejandrino de Rhakotis, se había convertido al cristianismo justo al comenzar la persecución. Era un anciano casado en segundas nupcias y llamado Sakkeas, aunque había adoptado el nombre de Pudens. Su segunda mujer y sus hijos, que ya vestían de luto, le suplicaron una y otra vez que recapacitara, con una angustia tan expresiva que hizo necesario desalojarlos de la sala, con la correspondiente escolta militar (compuesta casualmente por hombres de Tralles), para evitar que la muchedumbre los agrediera al salir del tribunal.

Elio empezaba a comprender la complejidad de los procedimientos legales en un país como Egipto. El juez era un sustituto enviado especialmente por Culciano, (que se había inhibido en razón de su antigua amistad con el acusado); alguien del público comentó que en realidad Pudens estaba emparentado con el prefecto por su primer matrimonio. Era la tercera vez que el anciano comparecía ante el magistrado, y resultaba innegable que se había ejercido una fuerte presión sobre él. A pesar, o tal vez a causa de sus relaciones familiares, había sido maltratado y golpeado, y hablaba con cierta dificultad.

Afortunadamente, se abstuvo de las ya manidas diatribas religiosas: comentarios despectivos contra los Césares y augustos, blasfemias contra los dioses (que siempre provocaban el mismo murmullo hostil en el público), declaraciones de odio a la vida y ansia de martirio… Pudens defendió su fe a ultranza pero con serenidad, y puso en auténticos apuros al sustituto de Culciano, que no podía disimular cierta irritación. Solo en una ocasión en la que el celo de un testigo provocó la indignación del anciano, que perdió momentáneamente los nervios.

—Tomemos al muchacho al que, supuestamente, los dioses aceptaron como uno de los suyos —dijo arrastrando ligeramente las palabras—. ¿No era un simple muchacho nacido en Asia, que compartió la cama del emperador y se suicidó cuando su señor perdió el interés por él? ¿A alguien así hay que adorarlo y dirigirle plegarias? Pero cura al enfermo y hace andar al paralítico en esta misma ciudad, me diréis. Y yo os respondo que su templo es un antro de demonios y su sala de incubación no es más que un lugar en el que los malos espíritus se aparecen en sueños para engañar y corromper. ¡Si ni siquiera tenemos la certeza de que su cuerpo esté en el templo! Puede que los cocodrilos se lo comieran y lo defecaran hace casi doscientos años…

La última frase, más que el pateo y los gruñidos con que fue recibida, hizo que Elio se removiera en el asiento con renovado interés, por lo que apenas prestó atención al entretenido y no menos apasionado intercambio de frases que se produjo a continuación, en relación a lo que el juez llamó «similar falta de pruebas sobre la resurrección de Cristo».

Un cuarto aplazamiento, claramente señalado como la última demora de la ejecución, a menos que el acusado entrara en razón, puso punto y aparte al juicio. Tres días más tarde el tribunal volvería a reunirse para escuchar la última palabra del anciano y actuar en consecuencia. Pudens regresó a la prisión central, mientras se organizaba una quema de libros religiosos (entre los que estaban los suyos, encontrados en su quinta de veraneo de la ciudad de Karanis), que tendría lugar una hora después en el hipódromo, situado a las afueras de la ciudad. Como no le apetecía acompañar al tribunal a la cremación, Elio pensó en hacer otra visita a la villa de Sereno, por si las alforjas y la carta de Adriano habían vuelto a su sitio, si es que alguna vez lo habían dejado.

Para su desconcierto, cuando abandonaba el tribunal, la mujer de Pudens dejó la escolta de los soldados y le salió al paso. Sin duda sinceramente, pero también con cierta dosis de dramatismo meridional, se abrazó a su bota derecha y apoyó la frente en su pie.

—Eminente Espartiano, nos han dicho que es usted el enviado del césar… ¡Por favor, salve a mi marido! El exceso de lectura le ha nublado el entendimiento… ¡La pasada estación tuvo unas fiebres que casi acaban con él!

—Mi querida señora —dijo Elio ayudándola a levantarse—, para empezar no tengo derecho al tratamiento de «eminente». Solo soy un soldado. Y, en segundo lugar, es el propio prefecto quien ha decidido dejar que la ley siga su curso. ¿Qué le hace pensar que puedo, o quiero, interferir en el trabajo de la justicia?

La mujer lo había agarrado del brazo, una confianza que Elio jamás le habría consentido a un varón, y que en un hombre había aprendido a tomar como posible preludio de una puñalada entre las costillas. De hecho, uno de los guardias del tribunal se acercó a preguntarle si necesitaba ayuda, pero Elio respondió que no.

—No es el hombre que solía ser, señor. Desde la enfermedad, tiene terribles jaquecas y se ha acostumbrado a una medicación muy fuerte. ¿Quién en su sano juicio se uniría a los cristianos cuando acaban de dictarse leyes contra ellos?

Era una de esas mujeres morenas con los ojos enormes y el labio superior cubierto por un fino vello, a las que los soldados septentrionales llamaban humorísticamente «las bellezas bigotudas», pero solían encontrarlas atractivas por el tono de su piel.

Elio sintió que le clavaba las uñas en la muñeca y se soltó con un gesto firme.

—Entonces, le aconsejo que se asegure de que el médico de su marido esté presente en la próxima sesión, para testificar sobre su enfermedad y también sobre el tratamiento.

—Pero le ruego que interceda en su favor. Por eso me he esperado para hablar con usted. Como enviado del césar, tiene usted su atención. Sus palabras no caerán en saco roto.

Era la primera vez que Elio consideraba la posibilidad de que, efectivamente, Diocleciano escuchara sus palabras, y se dijo que, en definitiva, lo que el emperador le había pedido era que, en su calidad de historiador, hablara con todos los que lo habían precedido en el trono.

—En tres días no da tiempo a que llegue un mensaje a Su Divinidad —respondió no obstante, para no engañar a la mujer—. Lo mejor que puede hacer es presentar como testigo al médico de su marido y alegar enajenamiento mental. —Elio llamó a uno de los hombres de Tralles y le ordenó que reagrupara el destacamento y escoltara a la mujer a su casa—. Le ruego, querida señora, que ante todo considere su seguridad y la de sus hijos.

Mientras la mujer se alejaba, prácticamente arrastrada por el soldado y seguida por la niñera, que llevaba de la mano a sus hijos pequeños, Elio pensó que sus propios antepasados, ciertamente mucho más humildes, habían sido arrastrados a prisión y sometidos a esclavitud, sin que hubiera ningún amigo del césar al que recurrir.

Las palabras del ingeniero respecto a que nadie tenía la certeza de que Antinoo estuviera en su ataúd lo habían intrigado lo suficiente para añadir «obtener más información concreta sobre la inhumación del Efebo» a su lista de cosas por hacer. En cuanto a su visita a Harpocracio, cuando cruzaba el mercado frente a su alojamiento, Elio se dio de bruces con el patizambo e imposiblemente rubio «amiguito» de Sereno, que se abanicaba como quien ha estado trotando de aquí para allá hasta ese momento. Elio decidió invitarlo a almorzar en casa, donde había un agradable comedor que daba a un patio con una fuente.

Harpocracio parecía alegrarse de aquel encuentro casual. Estaba en la ciudad para denunciar un delito, dijo entre jadeos, y llevaba toda la mañana «dando vueltas como una peonza», sin conseguir entrevistarse con ningún magistrado lo bastante importante para que su intervención sirviera de algo.

—Están todos en el hipódromo, viendo arder los libros de los cristianos —le explicó Elio, que se moría de ganas de saber de qué delito se trataba, pero le dejó entrar en materia poco a poco, mientras comía y bebía zumo de albaricoque, que Elio mandó traer del mercado, porque Harpocracio no bebía vino.

La historia arrancó con una conmovedora alusión a «lo duro, lo durísimo» que era venir a la ciudad sin Sereno, y en un par de ocasiones Harpocracio tuvo que hacer una pausa y darle un convulsivo sorbo a su copa de serení para no echarse a llorar. Cuando sirvieron la fruta, había llegado lo bastante cerca de la revelación como para tener a Elio sentado en el canto del triclinio.

—No hablábamos mucho al respecto, legado, pero Sereno tenía, por decirlo así, otras fuentes de ingresos y otros intereses, aparte de abastecer al ejército y coleccionar libros antiguos. Uno de esos intereses en particular, se lo ocultaba prácticamente a todo el mundo. —Al reclinarse sobre un codo, respirando profundamente para serenarse, los amorcillos bordados de su túnica cobraron vida, como si aquellos retozones arrapiezos estuvieran a punto de escaparse de la tela—. A los pocos años de llegar a este país, Sereno empezó a comprar propiedades en las colinas, en sitios tan yermos que todo el mundo pensó que buscaba minas abandonadas hacía mucho tiempo, o que el calor le había reblandecido los sesos. Pero él sabía lo que hacía, ¡vaya que sí! Era una de las pocas personas que todavía son capaces de descifrar las inscripciones de los antiguos, y podía leer este país como si fuera un mapa. El mapa de un tesoro, para ser exactos. —Al llegar a este punto, Harpocracio se interrumpió para comprobar si su revelación había hecho efecto en su anfitrión. Pero Elio no dijo nada; sentado en el triclinio con las piernas cruzadas, miraba hacia el fondo de la sala, donde una jarra de cobre reflejaba la luz del sol, como la de casa de Anubina—. En fin, legado —siguió diciendo Harpocracio—, no debería mencionarlo ante un historiador, porque es de conocimiento público, pero le recuerdo que desde los orígenes de Egipto sus reyes y reinas han sido enterrados y vueltos a enterrar por los sacerdotes en sitios que los ladrones no pudieran descubrir. Baste decir que Sereno había conseguido documentos que contenían pistas. De vez en cuando, desaparecía durante un par de semanas o un mes, con una reata de asnos y mulas, y volvía a aparecer cuando sus amigos, incluido yo, empezábamos a darlo por desaparecido o muerto. ¡Señor, la de noches que habré pasado en vela, muerto de preocupación por él! Luego, volvía diciendo que había ido a buscar libros a un pueblo perdido o un lejano santuario. Y eso era todo. Pero… —Aunque estaban solos en el comedor, Harpocracio bajó la voz, lo que obligó a Elio a esforzar el oído para enterarse del resto de la historia— yo he visto lo que estaba buscando. Había encontrado tumbas de reyes y, una tras otra, como un insecto que horada la tierra, consiguió abrirlas y penetrar en su interior, sin ayuda, sin testigos, rompiendo sellos, derribando puertas tabicadas y reptando por agujeros. Me lo contó él mismo. Me explicó que tenía que hacerlo él solo, porque no podía confiar en nadie en aquellos parajes. ¡Oh, era un hombre muy valiente! No se deje engañar por su miedo al agua… A veces me enseñaba sus hermosas manos y me decía: «Estas manos han sostenido collares de oro y pectorales de reyes dioses». Imagínese… Mi pobre Sereno, con el corazón en un puño, pendiente del menor ruido en el exterior, teniendo pesadillas por el miedo a estar cometiendo un sacrilegio y ser maldecido por los muertos…

Elio no había parado de oír historias sobre tesoros escondidos desde el día de su desembarco en el delta con la caballería, pero nunca había acabado de creérselas. Todo lo que había visto era un escondite con una pequeña cantidad de monedas de oro acuñadas por los rebeldes en Alejandría, que su unidad se había gastado en un altar dedicado al genio del Pueblo Romano.

—Bueno, ¿y qué ha sido de esos tesoros? —preguntó.

—¡Oh! —Harpocracio cogió un puñado de dátiles deshuesados y empezó a mordisquearlos—. Muchas de las piezas se dividieron en trozos, se fundieron o se vendieron. Otras sirvieron para pagar sobornos y protección.

Esta vez Elio lo miró fijamente.

—Sobornos y protección, ¿en las colinas o en la ciudad?

—¿Cómo puede preguntármelo siquiera, legado? En los dos sitios. Las cosas, entre nosotros, se hacen así. Ya conoce el dicho: «El recaudador se queda con lo que deja el chantajista».

—Las piezas de oro deben de haber producido importantes ganancias, incluso divididas en trozos. ¿Y lo demás?

Aunque Harpocracio no parecía llevar camino de revelar la naturaleza del delito que lo había traído a la ciudad, en realidad estaba a punto de hacerlo.

—Si mi Sereno no hubiera muerto, que es lo único que importa, diría que eso ha sido lo peor. A primera hora de esta mañana, unos ladrones han entrado en casa mientras asistíamos a una ceremonia en memoria de Sereno, celebrada ante su tumba en la Vía Adriana. Han matado a los perros, forzado la puerta y cogido lo que han querido. ¡Qué cierto es eso de que la muerte del rico alerta al mundo de su riqueza! Debería ver la casa… Si quiere, se la enseño. Está patas arriba. No han dejado nada sin mirar, han destrozado las alacenas para llevarse los cubiertos, han arramblado con alfombras y colgaduras, han roto ollas y vasijas y hasta han agujereado las paredes. Por supuesto, han encontrado muchas cosas, pero no todo. Aun así, calculo que se habrán llevado objetos por valor de doscientas mil dracmas. Si Sereno viviera, estaría arruinado. Apenas nos ha quedado bastante para pagar el último envío de mercancías a los suministradores.

Elio lo dudaba. La voz de Harpocracio, ahora que hablaba de dinero, era clara y tranquila, totalmente distinta al tembloroso y entrecortado balbuceo con el que unos días antes había rememorado la muerte de su amante. Entonces era sincero y ahora mentía. Pero lo de menos era que una parte de los tesoros de la antigua tumba estuviera a buen recaudo en otro sitio. Probablemente, estaba repartida en varios: cajas fuertes de sociedades, criptas de templos y escondites por el estilo. O quizá fuera del país, a salvo de asaltos. La cuestión era que Sereno había encontrado una muerte inesperada, quizá sospechosa, y que después unos ladrones habían puesto su casa patas arriba.

—¿Alguna idea sobre quién puede haber sido?

—Ninguna, ninguna —se apresuró a responder Harpocracio, que tenía la manía de repetir una palabra o una breve frase, como si se hiciera eco a sí mismo.

Por supuesto que no tenía ni idea. Nadie parecía tener la menor idea de por qué ocurrían las cosas en Antinópolis, donde aplicaban silencio a los delitos como en otros sitios aplican cataplasmas a las heridas, apretándolas bien.

—Bien, supongamos que lo que le ocurrió no fue un accidente. ¿Alguna idea sobre quién podría desear verlo muerto?

—¿Verlo muerto? No, no. Ninguna.

—Me han dicho que había provocado la ira de algunos grupos cristianos…

Era una verdad a medias. En realidad, Elio lo había deducido al conocer los pormenores del pleito del presbítero Pionio contra el contable de Sereno.

Harpocracio no parecía sorprendido.

—¿Y quién no la ha provocado, por un motivo o por otro?, pregunto yo. Cuando tienen la ley en contra, se vuelven beligerantes y, pese a toda la santurronería de sus prédicas, forman bandas que van por ahí agrediendo a la gente en callejones oscuros y cometiendo toda clase de tropelías. Así que eso no es ninguna pista, ninguna pista.

En el fondo, Tralles tenía razón; aquel no era el Egipto que Elio recordaba, quizá porque en la guerra las posiciones están claras y se conoce al enemigo. La inflación y la pobreza se habían cobrado su tributo, y ahora todo había vuelto a los complacientes brazos del largo silencio y la hermética y milenaria desconfianza. Si había escorpiones, no solo se escondían bajo las piedras; eran alimentados con exquisiteces por los mismos a los que podían picar en cualquier momento.

A Elio no lo volvían loco los albaricoques, pero, con aquel calor, el vino daba sed en lugar de quitarla, de modo que se llenó la copa de serent.

—¿Qué me dice del asesinato del liberto Pammychios en el camino de los Palomares?

—Sí, me he enterado. Es una triste noticia. Ese anciano había sido un fiel servidor de Sereno y merecía morir en su cama.

—Solo por curiosidad… ¿No sabrá si Sereno lo había recibido en su casa o visitado recientemente?

—Que yo sepa, no. No se me ocurre por qué iba a hacerlo. Lo que nos sobra son esclavos. —Elio no sabía si decirle que, en su carta, Sereno le indicaba que fuera a ver al liberto. Puede que Harpocracio le leyera el pensamiento, o simplemente pensara en el asunto que los había reunido la última vez, porque añadió—: Por cierto, ¿recogió la carta a su nombre en la oficina de correos?

—Sí. Se refiere a unas alforjas antiguas que Sereno creyó podrían interesarme. Me encantaría echarles un vistazo, si todavía las tiene.

Harpocracio meneó la cabeza.

—¿Unas alforjas? Nunca me dijo nada sobre unas alforjas, ni antiguas ni nuevas. Tampoco recuerdo haberlas visto por casa, aunque es tan grande, y el pobre Sereno traía y llevaba tantas cosas… —De pronto, se interrumpió y golpeó la mesa con la mano, llena de anillos—. ¡Y, para colmo, ahora los malditos ladrones lo han revuelto todo! Venga cuando quiera y eche un vistazo, en cuanto hayamos ordenado un poco. —Harpocracio hizo ademán de levantarse—. Eso me recuerda que tengo que volver a probar suerte en el tribunal. Espero que hayan acabado de quemar libros, actividad que, permítame decirlo, va contra mis principios como coleccionista, aunque no me gusten los cristianos.

Elio se acercó a la puerta para llamar a la patrona.

—Tengo acceso a un estudio del tercer piso, desde donde se ve el hipódromo. Comprobaremos si sigue saliendo humo.

La vieja partera los precedió escaleras arriba con la llave del estudio.

—Al otro lado de la puerta este hay disturbios —dijo como quien habla de un divertido espectáculo—. El ejército acaba de cargar sin contemplaciones. Hay gente asomada en todas las azoteas.

En realidad, el tumulto no se veía, pues se había producido mucho más lejos y quedaba oculto tras los edificios altos. Pero el muro coronado de banderas que rodeaba el hipódromo se recortaba perfectamente al pie de la meseta de Antinoo. En el cielo despejado no era fácil distinguir el humo, pero las nubecillas aisladas que flotaban en el azul bastaban para confirmar que la quema seguía su curso.

—Bueno, supongo que tendré que esperar hasta que acaben —dijo Harpocracio en tono sombrío apartándose de la ventana con celosía.

—Sí —respondió la patrona sin que nadie le preguntara—, sobre todo porque la muchedumbre ha despedazado a la mujer del cristiano al que han juzgado hoy. Es verdad —se apresuró a decir al ver la expresión de Elio, que tanto podía ser de incredulidad como de horror—. No le han dejado ni llegar a casa… Y los soldados que la escoltaban han puesto tierra de por medio. Yo no saldría a la calle en estos momentos, señor.

A Elio le faltó tiempo para correr escaleras abajo.

Primera carta de Diocleciano a Elio Espartiano:

Diocleciano a Espartiano:

Nos complace saber, querido Elio, que tu llegada a Egipto se produjo sin novedad. No ha escapado a nuestra atención que no hiciste uso del correo imperial para enviar tu carta, pero damos por sentado que tenías buenas razones para hacerlo. En nuestra constante preocupación por el bienestar del ejército, estamos especialmente impacientes por recibir información detallada, preferiblemente en forma de transcripciones de las sesiones, de las acciones legales emprendidas contra los miembros de las fuerzas armadas romanas que persisten en la superstición cristiana, a riesgo de perder el honor y la vida. Asimismo, es nuestro deseo que nos mantengas al corriente, en Heptanomia y en cualquier otro sitio, de cualquier caso de desmedida codicia y avaricia (vicios que hace tres años nos impulsaron a intervenir con nuestro edicto sobre precios máximos, seguido en Antinópolis por nuestra orden imperial de los idus de abril de nuestro decimosexto año), tomando durante tus viajes escrupulosa nota de la calidad y el precio del pan, el vino y demás productos de primera necesidad que figuran en la lista adjunta. Cuando seas testigo de un desprecio evidente hacia los remedios que hemos estipulado, deberás ocuparte de redactar un informe para las autoridades locales y enviar una copia a nuestra atención.

Haces bien, Elio, en investigar los detalles de la vida de nuestro antiguo predecesor, el divino Adriano, en los lugares que visitó, fundó, restauró o construyó durante su estancia en Egipto. Confiamos en que relatarás la vida de tan digno príncipe de modo sucinto, pero con atención a los pormenores tanto de su personalidad pública como de su vida privada, no omitiendo nada en su publicación, a menos que la decencia demande lo contrario.

Dentro de los límites de la legalidad, pero con plenos poderes de nuestra parte, también debes indagar la verdad sobre cualquier documento oculto en la tumba del bitinio, llegando en caso necesario a ordenar la apertura de la cámara funeraria. Tal cosa debe hacerse con extrema discreción para evitar el escándalo y la inquietud en provincia tan inestable, pero en presencia de miembros escogidos del correspondiente cuerpo religioso, para garantizar que se celebren las necesarias ceremonias de reparación. Si no quedaras satisfecho con los resultados de tu investigación en Heptanomia, deberás proseguirla allí donde te lleve. En cuanto a tus hazañas políticas hasta el momento, parece que ya has levantado alguna ampolla, porque hemos recibido, con sorprendente prontitud, peticiones para que te llamemos de vuelta a Salona o Nicomedia. Han sido denegadas.

También hemos advertido el apasionamiento de tu relato sobre la muerte del proveedor del ejército Sereno Dío y de su liberto; te aconsejamos que sigas tu intuición e investigues ambos casos con la prudencia y el celo que te ganaron nuestra estima cuando serviste a nuestras órdenes por primera vez. Por último, deseamos que te dirijas a Nos simplemente con el título de domine, que en tiempos de nuestro predecesor, el divino Trajano, bastaba a tan excelente príncipe en su correspondencia.

Escrita en Espalato, el 17 de junio (decimoquinto día de las calendas de junio), en el vigesimoprimer año de nuestra aclamación imperial, séptimo del consulado de Maximiano Augusto y octavo del consulado de M. Aurelio Valerio Maximiano Augusto.

Los productos cuyo precio debe ser comparado con los de nuestro edicto de precios máximos son los siguientes: trigo, arroz, vino (piceno, tiburtino y sabino), cerdo, picadillo de cerdo, botas del ejército (sin clavos) y honorarios de los escribanos por la redacción de una demanda.