Pensando en aquellos que pudieran estar observándolos, Gail le dirigió una sonrisa que igualara la suya y resistió la necesidad de apartar la mano.

—Ha sido un gesto muy amable por tu parte.

—¿Ya has terminado la cena?

—Sí, ya he terminado.

Aprovechó que estaban a punto de marcharse para soltarle. Pero en cuanto dejó un par de billetes en la mesa, Simon le pasó el brazo por los hombros para que continuaran manteniendo el contacto. En un primer momento, Gail pensó que era parte del espectáculo, pero pronto comprendió que, en realidad, estaba preparándose para la multitud que los estaba esperando fuera.

—¿Estás lista? —le preguntó mientras la guiaba hacia la puerta del restaurante.

—¿Para esto?

—Para enfrentarte a los paparazzi.

Buscaban sus fotografías tan desesperadamente como las de Simon y aquella era una experiencia completamente nueva para ella.

—Todo lo lista que se puede estar. No sé cómo soportas esta invasión a tu intimidad.

—Son gajes del oficio —contestó.

Pero Gail sabía que le molestaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. Le había oído comentar a veces que había sido «cazado».

El director del restaurante se interpuso en aquel momento en su camino para darle las gracias a Simon.

—Espero que la comida haya sido de su gusto —dijo, en un tono muy respetuoso.

Simon asintió muy tenso.

—Todo estaba delicioso —contestó.

Consciente de que aquel hombre había notado que Simon había comido muy poco, Gail decidió intervenir.

—Estaba todo riquísimo —dijo con efusión—. ¡Inmejorable!

Aliviado, el hombre les dio profusamente las gracias y les suplicó que volvieran.

—¿Lo que he dicho no era suficiente? —preguntó Simon cuando salieron.

¿Le habría enfadado?

—Parecía tan ilusionado.

—Sí, todos lo parecen.

Aquella atención constante podía agotar a cualquiera, Gail lo comprendía, y también comprendía que ser una celebridad podía resultar agotador. Aquella noche era más evidente que nunca. La gente nunca parecía conformarse con lo que les daba porque él era uno solo y los demás eran muchos. Nunca tenía la sensación de cumplir con las expectativas de los demás.

—No te dan tregua —comentó Gail cuando al salir del restaurante se vieron inmersos en un mar de flashes.

Se había dicho a sí misma que debía sonreír y mantener la cabeza bien alta cuando se encontraran con algún paparazzi, que era justo lo que les recomendaba a sus clientes que hicieran. «Que piensen que disfrutáis, que no tenéis nada que esconder». Al fin y al cabo, ¿qué daño podían hacerles unas cuantas fotografías? Aquella era la argumentación clásica.

Pero por culpa de sus propios sentimientos, tenía una sensación de urgencia mucho mayor de la que nunca había experimentado. Y actuar como si aquella fuera una desagradable sorpresa formaba parte de la campaña. Se volvió hacia Simon y escondió el rostro en su pecho para evitar que le cegaran los flashes. Simon tensó el brazo, protegiéndola de los cámaras más agresivos.

—El coche está aquí —le dijo.

Uno de los guardaespaldas de Simon, que había estado esperándolos junto a su chófer, les había abierto un camino. Aliviada al poder escapar, Gail se deslizó en el interior de la misma limusina que había ido a buscarla a su casa. Simon rara vez se desplazaba en coches de ese tipo, a menos que fuera la noche de los Óscar, un estreno o algún acontecimiento especial. Pero aquella noche no tenía sentido escatimar recursos. Aquella noche pretendía hundirse en el mar de la obsesión por los famosos, un mar infestado de tiburones, y la había llevado con él.

El silencio que les siguió cuando la puerta se cerró tras ellos resultó opresivo. Pero no duró mucho. Sonaba música clásica en el estéreo mientras el chófer iba avanzando centímetro a centímetro entre la multitud, formada en su mayor parte por fotógrafos que intentaban fotografiarles desde la acera, desde la carretera o desde cualquier otra posición que pudiera proporcionarles alguna ventaja.

—Vaya —musitó Gail.

¿Era eso lo que la esperaba si continuaba llevando adelante aquella farsa?

Pensaba que Simon estaría tan hablador durante el trayecto como lo había estado en el restaurante, pero el actor no dijo una sola palabra. Había recuperado el lado más lacónico de su personalidad y fijaba la mirada en la ventana.

—¿Cómo crees que ha ido? —le preguntó Gail cuando giraron en la esquina.

—Bien —fue una respuesta rápida y cortante, con la que no mostraba ningún interés en ella.

Al parecer había actuado más de lo que ella pensaba durante la cena. A lo mejor, incluso aquella vulnerabilidad que ella encontraba tan atractiva formaba parte del papel que había decidido interpretar. Esperaba que así fuera. De esa forma le resultaría más fácil defenderle, tanto si Simon se lo merecía como si no. Ella siempre había sido una protectora de los más débiles.

Pero una estrella de cine del calibre y el éxito de Simon difícilmente podía ser considerada una persona débil. Eso no podía olvidarlo.

Se sumergieron en el tráfico y dejaron por fin tras ellos a aquellos esforzados fotógrafos.

—¿He representado bien mi papel? —insistió—. ¿He sido suficientemente convincente a pesar de que no soy actriz?

Simon ni siquiera la miraba.

—Sí, has estado bien.

—¿Y cuando he alargado la mano hacia la tuya te ha parecido natural?

Aquello pareció sacarlo de su sombrío ensimismamiento.

—Ha sido un gesto inteligente. Ha hecho parecer que confías en mis sentimientos hacia ti y sugiere que nos sentimos cómodos acariciándonos.

—Genial.

Sobre todo porque era absolutamente falso. Aunque le resultaba mucho más fácil tocar a Simon en público que en la intimidad, incluso aquel gesto la había dejado paralizada.

—Pero la verdad es que has conseguido sorprenderme —añadió Simon.

—¿Por qué? —él también le había dado la mano a ella con anterioridad,

—Porque para ti yo soy el lobo malo de los cuentos.

—No sé qué quieres decir.

—Sí, claro que lo sabes. Tienes miedo hasta de tocarme sin querer.

Conociéndole como le conocía, Gail debería haber esperado aquella sinceridad. Simon siempre decía lo que pensaba, sin preocuparse de que sus actuaciones pudieran colocarla a ella en una situación complicada.

—No te tengo miedo —buscó la manera de explicar su forma de reaccionar ante él—. Sencillamente, no me arrastro a tus pies ni me muero por recibir tus atenciones, como hace la mayoría de la gente.

Entre otras cosas, porque sabía lo superficial que sería aquella atención, lo rápidamente que pasaría.

—Supongo que deberías encontrarlo... refrescante —añadió.

El panel que separaba los asientos delanteros del posterior se abrió antes de que Simon hubiera podido contestar.

—¿Jefe?

Simon buscó la mirada del chófer en el espejo retrovisor.

—¿Sí?

—¿Adónde vamos?

—A mi casa.

—¿A tu casa? —repitió Gail—. Después de dejarme a mí en la mía, querrás decir.

—Nos están siguiendo. No estaría mal que pensaran que vas a pasar la noche en mi casa. Ya hemos invertido mucho en todo esto.

Gail miró tras ellos. Sí, tenía sentido que los paparazzi que habían estado apiñados en las puertas del restaurante los siguieran con la esperanza de conseguir otra fotografía. Pero no sabía si aquel conductor era una de las personas que había visto fuera del restaurante, había sido incapaz de verlos como individuos separados.

—De acuerdo, pero... ¿no se cansarán de esperar al cabo de un rato?

Simon miró hacia los edificios que iban dejando atrás una vez habían recuperado la velocidad.

—Es probable que algunos acampen alrededor de mi casa.

—¿Y cómo voy a poder salir sin que me vean?

—No vas a salir —curvó los labios en una sonrisa desafiante—. Supongo que tendrás que dormir conmigo.

Capítulo 11

En cuanto estuvieron fuera de la casa, lejos de las miradas de los fotógrafos, Gail sugirió que podía dormir en el dormitorio que había al lado del de Simon, de manera que los dos pudieran disfrutar de cierta privacidad. No quería tener que preocuparse por si le rozaba durante la noche, y no entendía qué podía tener de malo que durmiera en su propia habitación en una casa tan enorme como aquella. Con el pelo revuelto y la ropa arrugada, sería perfectamente capaz de ofrecer un buen espectáculo a cualquier medio de comunicación suficientemente tenaz como para quedarse allí hasta el día siguiente.

Pero Simon arguyó que tenía demasiados trabajadores domésticos en casa que podían notarlo y, sin lugar a dudas, encontrarían la situación suficientemente extraña como para comentarla. De modo que Gail cedió. Tenían que parecer amantes, y eso significaba que probablemente sería la primera mujer que pasaba la noche en la cama de Simon sin desnudarse.

En realidad, se desnudó, pero en el enorme vestidor de Simon y con la puerta cerrada. Tomó prestados una camiseta y unos de boxers de Simon, para por lo menos sentirse cómoda.

Se acostó al lado de Simon, se colocó un par de almohadones en la espalda, como había hecho él y estuvo viendo la película de cine independiente que Simon tenía interés en analizar en su enorme pantalla.

—Tienes un buen equipo —comentó cuando comenzaron a salir los créditos.

Se estaba preguntando qué harían a continuación. Incluso en el caso de que Simon pudiera dormir, ella sería completamente incapaz. Desde que habían cerrado la puerta del dormitorio, estaba intentando fingir que pasar la noche junto a él no era distinto a hacerlo con cualquier otro de sus amigos. Joshua y ella habían compartido la habitación del hotel en muchos congresos de relaciones públicas, por ejemplo.

Pero no se sentía igual. Además de la obvia diferencia entre la orientación sexual de Joshua y la de Simon, Simon estaba a solo unos centímetros de distancia de ella y lo único que llevaba encima eran sus boxers. Gail le había pedido que se pusiera un pijama, pero él le había dirigido aquella mirada con la que le decía que pensaba hacer exactamente lo que le apeteciera.

Su insistencia en aquel asunto debería haberla molestado más de lo que lo había hecho. Tenía una larga lista de quejas sobre el carácter de Simon, pero no podía reprocharle absolutamente nada sobre su aspecto o su atractivo.

—No es difícil tener un buen equipo cuando se tiene dinero —respondió él y comenzó a cambiar de canales con el mando a distancia—. Lo difícil es conseguir todo aquello que no puedes comprar.

Incluso en medio de la oscuridad, con la habitación iluminada por la luz de la pantalla, el pecho desnudo de Simon atraía su mirada. Sabía que muchas mujeres darían cualquier cosa por estar en su lugar, pero lo único que a ella le apetecía era volver a casa. No le gustaba estar allí sintiendo lo que estaba sintiendo. Había sido ella la que había insistido en que no quería que hubiera nada de sexo y, sin embargo, en aquel momento, parecía incapaz de pensar en ninguna otra cosa. Seguramente eso era lo que Simon había anticipado que ocurriría cuando la había llevado a su casa.

—¿Te refieres a la tranquilidad o a las relaciones personales? —haciendo uso de toda su fuerza de voluntad, consiguió desviar la atención hacia la pantalla de la televisión.

—A las dos cosas.

Gail asintió.

—Necesitas ayuda en los dos terrenos.

Tras dirigirle una dura mirada con la que quedaba claro que no apreciaba ninguno de los dos comentarios, Simon buscó el Golf Channel en la televisión.

—¿De verdad vas a dejar el golf?

—Vaya, esto es como estar casado.

Siguió buscando canales, pero el que eligió a continuación no le hizo a Gail más feliz.

—¡Oh, perfecto! El baloncesto también me interesa muchísimo.

Simon arqueó una ceja.

—Es Sport Center —le explicó—. Y están hablando de los Colts. Son un equipo de fútbol.

Gail realmente no había estado prestando atención. En caso contrario, lo hubiera sabido como seguidora que era de la carrera de Matt.

—Lo que sea. Lo que es evidente, es que sabes cómo entretener a una mujer.

Simon esbozó una sonrisa ladeada.

—Eres tú la que me tiene maniatado.

—De esa forma aprenderás a apreciar a todas esas mujeres que están siempre dispuestas a abrirse de piernas para ti ¿verdad? —fingió un bostezo.

—Lo que me molesta es que no lo estés tú —gruñó.

Gail no pudo evitar echarse a reír ante su mal carácter. La cita de aquella noche no había ido mal. De hecho, incluso había disfrutado. A pesar de los comentarios de Simon, estaba comenzando a pensar que podrían llevarse bien.

—Podríamos ver la tele tienda —sugirió.

—Preferiría clavarme un tenedor en el ojo.

—Pero ya es hora de que empiece a gastarme tu dinero.

—¿Y eso quién lo ha dicho?

—¿No es eso lo que se supone que hacen las mujeres de los famosos?

—Creo que has dejado suficientemente claro que, en realidad, no quieres ser mi mujer.

—Y tú dejaste muy claro que, aun así, podría conseguir algún beneficio económico a cambio.

Simon se levantó.

—Muy bien, no me importa. Pero cómpralo en tu propio tiempo.

Gail se subió las sábanas un poco más.

—¿Y qué tiempo se supone que es este?

—El mío —respondió Simon sin volverse para mirarla.

—¿Y eso quién lo dice? ¿Tú?

—Es parte de tu contrato —se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta tras él.

—¡Yo no he firmado nada que diga que tengo que ver la televisión contigo!

Simon asomó la cabeza.

—No, solo tienes que compartir conmigo la cama y fingir que te gusta. Así que siéntete libre para dar unas cuantas vueltas y quedarte dormida.

Gail lo intentó. Pero era demasiado consciente de todos los movimientos de Simon.

Unos minutos después, Simon estaba otra vez en la cama, cambiando continuamente de canal con el mando a distancia.

—¿Cuánto tiempo piensas continuar despierto?

—Todavía es pronto.

—¿En qué país? Porque aquí son más de la una de la madrugada.

—Solo veré un programa más.

—Vale —contestó Gail con un suspiro—, pero yo me voy a dormir.

Simon se pasó la mano por el pelo, despeinándose por completo.

—¿Eso significa que puedo ver lo que quiera?

—Por supuesto —contestó Gail, y se tumbó.

Pero esperaba que Simon eligiera algún programa deportivo, como había hecho antes. No sabía que optaría por una película pornográfica.

Los gemidos masculinos y femeninos desviaron inmediatamente su atención hacia la pantalla, donde una mujer de senos obscenamente grandes estaba disfrutando del sexo con un hombre cuyas partes íntimas eran igualmente exageradas. Era una película de bajo presupuesto, sórdida y mala, pero efectiva. Hacía tanto tiempo que Gail no estaba con un hombre que le bastó oír un gemido para que se desatara en su interior todo un torrente de hormonas.

—¿Qué haces? —le preguntó Gail.

Simon la miró con expresión ingenua.

—Ver la televisión.

—¡Eso es pornografía!

—Acabas de decir que te ibas a dormir. Te he preguntado que si eso significaba que podía ver lo que quisiera y me has dicho que por supuesto.

—¡Pero eso es hacer trampa! Estás intentando que muestre interés en ti.

Simon alzó la mano y sacudió la cabeza.

—Ese no es mi plan en absoluto.

En ese caso, lo que quería era burlarse de ella. Seguramente, le parecía divertido excitarla, puesto que había sido ella la que había descartado la satisfacción física en el menú.

Cuando la mujer alzó la cabeza y gritó al llegar al orgasmo, Gail sintió que se sonrojaba.

—¡No quiero ver eso!

—Muy bien, entonces, pon otra cosa —le lanzó el mando, se tumbó y cerró los ojos.

Gail estuvo seleccionando canales durante varios minutos. Vio un programa sobre policías durante un rato y después una antigua reposición de ChiPs. Había ganado aquella batalla, se dijo a sí misma, satisfecha por haberse hecho con el mando a distancia. Pero cuando fueron alargándose los minutos y la respiración de Simon comenzó a ser más regular, no pudo vencer la tentación de cambiar de canal para ver si todavía estaban emitiendo el programa que él había elegido. Y después no pudo resistir la tentación de verlo hasta el final. Para cuando apagó la televisión y dejó el mando a distancia en la mesilla de noche, estaba tan excitada y molesta que le entraban ganas de darle un puñetazo a Simon.

—¿Te pasa algo? —preguntó Simon al ver que no conseguía ponerse cómoda.

Llevaba bastante tiempo sin moverse, así que Gail había dado por sentado que estaba dormido.

—No, ¿por qué?

—Creía que habías dicho que no querías ver ese programa.

Gail notaba la risa que acompañaba sus palabras y no pudo evitar el sentirse avergonzada.

—En realidad no lo estaba viendo. Estaba... haciendo zapping.

—Sí, claro.

La había pillado y lo sabía.

—¡La culpa ha sido tuya! —le tiró un almohadón y él lo esquivó.

—Eras tú la que tenías el mando a distancia.

—Me decía a mí misma que no tenía que volver a ese canal, pero...

—¿Pero? —la desafió Simon.

Gail dejó entonces de buscar una excusa que, en cualquier caso, Simon no se iba a creer.

—Me ha parecido fascinante —admitió—. Nunca había visto nada parecido.

Aquello pareció sorprenderle.

—¿En serio?

—En serio.

—Maldita sea, eres increíblemente puritana —y no parecía complacerle.

—Y tú me estás corrompiendo.

—Solo intento estar a la altura de mi reputación —se tapó la boca para bostezar—. En cualquier caso, si hubiera sabido que era tan bueno, lo habría visto contigo. ¿Qué es lo que te ha parecido fascinante?

Gail no encontraba las palabras para explicarlo, pero le había parecido muy erótico estar viendo aquellas imágenes mientras él estaba tumbado junto a ella prácticamente desnudo. Lo cual evidenciaba lo pobre que había sido su vida sexual hasta entonces. Simon ni siquiera la había tocado y aquella había sido la experiencia sexual de su vida.

—Sencillamente, lo era.

Teniendo en cuenta que Simon había sido el protagonista de su fantasía, consideró que era preferible no mencionarlo.

—Me alegro de saber que tienes libido.

Gail se sentó rápidamente en la cama.

—¿Entonces ha sido una especie de prueba?

—Era una broma —alargó la mano para agarrarla por la barbilla y obligarla a mirarle a los ojos—. Pero como ha sido algo más efectiva de lo que esperaba, ahora, si quieres, puedo hacer las cosas bien.

Gail podría haber cedido. De hecho, había una pequeña parte de ella que la urgía a tomar cuanto pudiera conseguir. Pero sabía que Simon se estaba riendo de ella otra vez. Sentía cómo se movía la cama con sus risas.

—¡Eres terrible!

Simon dejó caer la mano y se puso inmediatamente serio.

—Lo sé.

En aquella época, Simon dormía a intervalos y el haber renunciado al alcohol no le ayudaba a pasar mejor las noches. Tenía la boca seca, las manos le temblaban y sufría náuseas. No era nada que exigiera la ayuda de un médico, era la manera que tenía su cuerpo de exigirle que retomara sus antiguos hábitos. A lo mejor era una dependencia más psicológica que física. Pero, fuera como fuera, aquella noche se despertó a los cuarenta minutos de haberse quedado dormido y no fue capaz de volver a conciliar el sueño.

¡Mierda! Tenía la esperanza de que, con una compañera de cama, aunque fuera una compañera que durmiera al otro lado de la cama y no le permitiera cruzar aquella línea imaginaria, tendría más suerte, alguna razón más para quedarse en la cama y no dedicarse a vagabundear por la casa. Pero nada parecía ayudarle. Imaginó que podía tomar una pastilla para dormir, pero teniendo en cuenta su estado mental, tenía miedo de adónde podía conducirle. No quería acabar con una adicción para empezar con otra. Ty se merecía algo mejor que eso.

Dio media vuelta en la cama para colocarse frente a Gail. Le daba miedo que pudiera pensar que estaba intentando acercarse a ella. Pero a lo mejor, el sonido de su respiración y la solidez de su presencia podían ayudarle, de alguna manera, a vencer el insomnio. Si mantenía los ojos cerrados, podía fingir que Gail era Bella y que todavía no se habían separado. Que Ty continuaba siendo un bebé que dormía en la habitación de al lado.

Sí, podría haber funcionado, pero Gail no estaba dormida.

—¿Qué te pasa? —le preguntó, un tanto avergonzado al darse cuenta de que le estaba mirando.

—¿Es que no duermes?

—Últimamente, no mucho. ¿Y qué haces tú despierta?

—Pensar.

Simon le dio un puñetazo a la almohada.

—Ten cuidado, no pienses mucho si no quieres terminar volviéndote loca.

—¿Es eso lo que te pasa a ti?

—A no ser que detenga el proceso ahogando mi cerebro en alcohol, sí.

—Algo que no puedes hacer en este momento.

—Ni en este momento ni en los próximos dos años.

—Me alegro de que te estés tomando esto en serio.

Simon dejó escapar un suspiro.

—Han sido setenta y dos horas enteras.

Podría contar también los minutos y estaba seguro de que Gail lo sabía.

—Entonces, ahora estás buscando otras distracciones.

—El problema es que no hay ninguna en la lista de actividades aprobadas.

Gail se colocó las sábanas.

—¿Por eso no has visto la película pornográfica que me has enseñado?

—Esa es parte de la razón.

—Si lo que estás buscando es otro vicio, supongo que podrías empezar con el juego.

—Ahora mismo estoy dispuesto a considerar cualquier posibilidad.

—Te creo.

Cuando Gail se echó a reír, Simon se dio cuenta de que era mucho más atractiva de lo que siempre había pensado. No era una belleza en el sentido convencional, pero aun así, tenía algo especial.

—Estás mucho más guapa cuando te ríes.

Gail no respondió. Se limitó a mirarle fijamente con aquellos ojos grises tan serios y Simon comprendió que no le había dado ningún valor a sus palabras.

—Pretendía que fuera un cumplido.

—No tienes por qué hacerme cumplidos —se encogió de hombros con un gesto que sugería que, de todas formas, no le creía—. No espero que finjas ver algo que, en realidad, no existe.

Se alargó entre ellos un silencio interrumpido solamente por el movimiento del ventilador.

—¿Por eso no me dejas tocarte? —preguntó Simon al final—. ¿Crees que lo único que a mí me preocupa es que un cuerpo sea perfecto?

Gail pareció considerar cuidadosamente su respuesta.

—No, no creo que te importe mi aspecto. Ni siquiera que te hayas fijado en él. Para ti, el sexo es como el alcohol. Una forma de adormecer el dolor.

Tenía razón. Desde que se había divorciado, había ido de mujer en mujer. A algunas no las había visto ni antes ni después de sus encuentros. De otras, ni siquiera recordaba el nombre.

—Va a ser muy difícil vivir con usted, señora DeMarco.

Gail curvó los labios en una irónica sonrisa.

—¿Por qué? ¿Porque no puedes engañarme?

—Porque te acercas suficientemente a la verdad como para creer que lo sabes todo.

—Todavía no me he equivocado.

—Sí, claro que te has equivocado. De verdad creo que eres guapa —respondió, y se levantó.

Gail se apoyó sobre los codos.

—Tengo un proyecto en el que estoy trabajando —anunció Simon de repente.

—Pero estamos en medio de la noche.

—Necesito hacer algo —contestó él, y se puso los pantalones.

Gail se despertó sola en la cama. Después de ponerse la misma ropa que llevaba la noche anterior, salió del dormitorio y bajó a la cocina, donde el cocinero de Simon, un hombre corpulento, insistió en hacerle una tortilla para desayunar. Cuando Gail terminó la tortilla, el chófer de Simon, un joven atractivo de unos veinticinco años, cruzó las puertas de la terraza y anunció que estaría encantado de llevarla a casa cuando quisiera.

—¿Dónde está Simon? —desvió la mirada hacia la pared de cristal con vistas a la piscina, que era la dirección por la que había llegado el chófer.

—Estoy seguro de que está en la casa. Todos los coches están aquí. Pero, sinceramente, no puedo decir dónde. Hace un rato me ha enviado un mensaje diciéndome que la lleve a casa cuando esté lista. Eso es lo único que sé.

Gail arqueó una ceja con un gesto de incredulidad y esperó a que el chófer alzara la mirada. Cuando al final lo hizo, el joven pareció un poco avergonzado, como si fuera consciente de que Gail sabía que estaba cubriendo a su jefe. Desde la perspectiva del chófer, Simon ya se había divertido con ella y su trabajo consistía en llevársela de allí, como seguramente había hecho antes con otras muchas mujeres.

¿Pero por qué la trataría Simon como a las demás cuando necesitaban convencer a todo el mundo de que sentía algo especial por ella?

—O... si quiere, puedo enviarle un mensaje para decirle que quiere verle —añadió el chófer con cierta reluctancia.

Parecían casi frases hechas. En realidad no esperaba que aceptara el ofrecimiento. Evidentemente, pensaba que no serviría de nada en el caso de que lo hiciera.

Gail no se atrevía a arriesgarse a que Simon le hiciera un desprecio delante de su empleado. El hecho de que no se despidiera de ella ya era suficientemente malo.

—No, está bien —contestó, pero para compensar, acarició el rubí que llevaba al cuello—. Podemos marcharnos cuando quiera. Solo quería darle las gracias por la gargantilla.

Al enterarse de que Simon le había hecho un regalo tan caro, el cocinero y el chófer intercambiaron una significativa mirada, pero no dijeron nada más. El chófer, vestido con un polo y unos chinos, agarró un par de gafas de sol de uno de los mostradores de la cocina y la condujo a lo largo de la casa hacia el túnel que comunicaba con el garaje, un garaje que, desde fuera, parecía estar separado del resto de la casa.

—Esto me recuerda a la Cueva del Murciélago —comentó Gail.

El chófer le abrió la puerta de la limusina.

—Viene bastante bien.

—Estoy segura.

Se pasó la mano por el pelo revuelto y se recostó contra la tapicería de cuero. No llevaba la bolsa de aseo, de modo que ni siquiera había tenido oportunidad de lavarse los dientes. A lo mejor Simon le había hecho un favor al dejar que se marchara sin despedirse de ella.

«De verdad creo que eres guapa».

Había estado pensando en aquellas palabras durante mucho tiempo después de que Simon se hubiera levantado la noche anterior. Volvieron a su mente en aquel momento, pero las ignoró rápidamente. Jamás podría competir con el tipo de mujeres con las que Simon normalmente disfrutaba. No tenía sentido emocionarse porque le hubieran dicho que no estaba mal. En cualquier caso, lo que Simon dijera o dejara de decir no importaba. Aquello era un trabajo.

El conductor comenzó a salir, pero ella le detuvo.

—¡Un momento! ¿Tenemos que ir en este coche? —llamaba excesivamente la atención.

Con los ojos escondidos tras los cristales de espejo de las gafas, el chófer la miró a través del espejo retrovisor.

—Tiene los cristales tintados. Simon me ha encargado que la lleve a su casa sin dejar que nadie la moleste.

Así que había hecho algo para convencer a su empleado de que se preocupaba por su bienestar. Suponía que debería estarle agradecida, pero la verdad era que continuaba irritándola que no se hubiera tomado la molestia de ir a verla. ¿Habría vuelto a acostarse en algún momento?

Ella no lo recordaba. Una vez se había quedado dormida, no se había vuelto a mover hasta la mañana siguiente.

—Me parece bien.

El teléfono móvil de Gail vibró en el momento en el que el chófer giraba hacia una intersección y comenzaba a bajar por el camino de la entrada. Era un mensaje de Callie.

¿Qué tal te fue con tu padre?

No muy bien —respondió.

Lo siento, pero a lo mejor deberías hacerle caso.

Gail no contestó al mensaje. Se había enfadado con su padre y estaba ignorando el consejo de su amiga porque ya se había comprometido a llevar a cabo aquel plan. Pero... ¿qué le hacía pensar que el plan podía funcionar? Simon se había deshecho de ella a través de uno de sus empleados, como se deshacía de todas las mujeres que no le importaban, aunque hubiera comprendido la necesidad de tratarla como si fuera alguien especial. ¿En qué demonios estaba pensando?

No tenía la menor idea, pero parte de ella temía que pudiera estar borracho. Y si estaba borracho, necesitaba saberlo. Se jugaba demasiadas cosas en aquella campaña. Estaba arriesgando mucho más que su negocio. Tenía que considerar también la relación con su padre. No permitiría que Simon le demostrara a Martin que tenía razón. Simon podía cambiar, podía recomponerse y detener aquella deriva. Y ella iba a hacer todo cuanto estuviera en su mano para que lo consiguiera.

—Quiero volver —anunció.

El chófer aminoró la marcha confundido. Acababan de cruzar la puerta.

—¿Perdón?

—Ya me ha oído. Quiero volver a la casa ahora mismo.

Capítulo 12

Los encargados de seguridad no querían permitirle la entrada. Pero Gail no estaba dispuesta a aceptar un no por respuesta. Llamó a Ian, le dijo que daba el contrato por anulado si no conseguía entrar en aquella casa inmediatamente y, de alguna manera, Ian consiguió solucionarlo. Al cabo de un cuarto de hora de malabarismos entre Ian y un hombre musculoso y gigantesco llamado Lance, durante la cual Gail tenía la convicción de que Ian le había dicho a Lance que tenía que plegarse a cualquier cosa que Gail le pidiera, la limusina cruzó de nuevo la puerta, recorrió el camino de la entrada y llegó al garaje.

Para cuando salió del vehículo, Gail ya había llamado dos veces a Simon. También le había puesto un mensaje de texto. No recibió respuesta. ¿Se habría desmayado Simon en alguna parte? ¿Estaría con alguna de sus empleadas? ¿O sería suficientemente inteligente como para saber que haría mejor en esconderse?

¡Maldito fuera! Ella se había metido en un buen lío por él. Como estuviera borracho...

—¿Señora? Señora, si hay algo en lo que pueda ayudarla... —el chófer salió corriendo tras ella.

Al parecer, no le gustaba dejar que se moviera libremente más que a los responsables de la seguridad. Pero a Gail no le importaba. Evitó el túnel y se dirigió a la casa rodeando la entrada principal. El chófer la seguía a unos metros de distancia.

—¿Cómo puedo ayudarla? —volvió a preguntar.

—Encontrando a Simon —replicó—, porque no pienso irme hasta que no hable con él.

No iba a quedarse sentada sin hacer nada viendo cómo su antiguo cliente, su supuesto prometido, lo echaba todo a perder. Se habían metido juntos en aquel lío.

—¿Simon? ¿Dónde estás? —gritó mientras entraba en la casa.

Se encontró con escaleras en curva a derecha e izquierda, el suelo de mármol y ningún mueble, solo un piano enorme y un techo alto que debía proporcionar una acústica perfecta.

Simon no contestó.

Apareció una de las empleadas domésticas al final de la escalera. Evidentemente sorprendida por la interrupción y por el enfado que reflejaba la voz de Gail, se aferró a la barandilla y la miró con la boca abierta.

—¿Dónde está? —le exigió Gail cuando sus ojos se encontraron.

La mujer negó con la cabeza.

—No lo sé, lo juro.

—Pues alguien tiene que saberlo.

Entró con paso decidido en el salón en el que se había encontrado con Simon el día anterior. Estaba vacío. Encontró un estudio, una biblioteca, una sala de cine y una habitación de juegos. Demasiadas habitaciones, y todas ellas perfectamente limpias y vacías. Para cuando llegó a la cocina, ya había decidido que estaba borracho. Iba a destrozarle y después rompería para siempre con él, pasara lo que pasara.

Al oír el repiqueteo de los tacones en el suelo, el cocinero de Simon volvió la cabeza y miró por encima del hombro.

—¿Le ha visto?

A diferencia de la empleada, el cocinero estaba esperándola. Estaba sentado en uno de los taburetes de la barra de la cocina, tomándose un café con el chófer, que había renunciado a seguirla en cuanto había comenzado a recorrer la casa. El gesto obstinado con el que el cocinero inclinaba la cabeza le indicó que no le diría nada, y sus palabras lo confirmaron.

—No, pero rara vez le veo por las mañanas.

—Porque normalmente tiene resaca —musitó Gail, temiendo que nadie le hubiera visto aquella mañana por esa misma razón—. No le está haciendo ningún favor, ¿sabe? Estoy intentando ayudarle.

—Eso parece —respondió el cocinero.

De pronto, recordó el proyecto que Simon había mencionado en medio de la noche.

—¿Adónde va cuando está aquí, pero no en la casa?

Los dos lo sabían, por supuesto, pero eran demasiado leales como para decírselo.

—No tengo ni idea, señora DeMarco.

El cocinero extendió las manos.

—Podría estar en cualquier parte.

Ella no se había presentado. De modo que, o bien Simon les había dicho su nombre, o habían visto la fotografía en la que aparecían besándose. Pero si ese era el caso, no parecían concederle mucha credibilidad a las historias que estaban circulando. La prensa la llamaba «el último romance» de Simon. Probablemente pensaban que era una conquista más y que ya había perdido el favor de su jefe, o Simon no se la habría encasquetado a ellos.

—Me refiero a cuando trabaja en su proyecto —insistió—. ¿Adónde va entonces?

Se miraron el uno al otro, pero continuaron en silencio.

—Muy bien. Tendré que seguir buscando —respondió, y salió al jardín.

Sin embargo, antes de que hubiera podido cruzarlo, el chófer salió tras ella y la llamó.

—¿Señora DeMarco?

Gail se volvió y vio que estaba frunciendo el ceño. Estaba hablando, cuando le habían advertido que no lo hiciera. Pero era evidente que había medido la determinación de Gail y había decidido que era preferible acabar con aquello cuanto antes a tenerla buscando por toda la casa, presionando a todo aquel con quien se encontrara.

—Le he puesto varios mensajes, pero no contesta. Ahora mismo ya no sé qué hacer, así que supongo que será mejor que le diga él personalmente si quiere que se vaya. La acompañaré al taller de carpintería.

¿Taller de carpintería? Simon no tenía mucha pinta de carpintero, pero, a lo mejor, el proyecto del que había hablado estaba relacionado con la madera.

—Gracias.

Acelerando el paso para mantenerse a su ritmo, Gail le siguió mientras cruzaban el jardín, pasaban por detrás de los campos de tenis, la piscina, la casa de invitados, otra zona de barbacoa con un puente japonés y lo que parecía como un pabellón de baile.

Al final, llegaron a una cabaña gigante situada al final de la propiedad.

—¿Es aquí? —preguntó Gail.

Con el corazón latiéndole con fuerza por temor a lo que podía encontrar y la decepción que para ella supondría, llamó a la puerta.

No hubo respuesta, pero se oía el ruido de una sierra en el interior. Probó el picaporte.

La puerta no estaba cerrada, así que asomó la cabeza.

—¿Simon?

Lo primero que pensó fue que el taller estaba vacío. Vio la sierra, pero no había nadie cerca. El motor chirriaba mientras la cuchilla giraba libremente.

—Creo que tampoco está aquí... —comenzó a decir, pero entonces vio la sangre.

El chófer de Simon estaba tras ella. Vio las gotas de sangre al mismo tiempo que ella, pero localizó más rápido a su jefe. La empujó para pasar por delante de ella y se agachó en el suelo de cemento donde Simon estaba sentado, apoyado contra la pared, con la sangre empapándole las manos, el teléfono móvil y la ropa.

Gail fue corriendo hasta él y se arrodilló a su lado.

—¿Simon? ¿Qué te ha pasado?

—Creo que no puede oírla —le advirtió el chófer.

Y tenía razón. Los ojos de Simon tenían un brillo cristalino y tenía la piel fría y húmeda.

Gail se levantó y sacó el teléfono del bolso. Las manos le temblaban de tal manera que apenas podía presionar las teclas. Pero consiguió marcar el número de urgencias.

-¿Cuánto tiempo cree que ha estado sangrando?

Gail estaba en una esquina de la sala del hospital, hablando con voz queda con el médico de Simon.

—Teniendo en cuenta la dimensión del corte, por lo menos una hora —respondió el médico.

Gail intentó tragar saliva, pero tenía la boca demasiado seca.

—Entonces... ¿ha sido un intento de suicidio?

El médico, un hombre alto y de pelo gris, apretó los labios.

—No, no creo que haya sido un intento de suicidio.

—¿Entonces por qué no pidió ayuda?

—¿Qué le puedo decir? A lo mejor pensó que podía contener la hemorragia, que solo necesitaba sentarse y presionar sobre ella. Pero, al final, resultó mucho peor de lo que pensaba y terminó entrando en estado de shock. Para serle sincero, para empezar, con la falta de sueño y su estilo de vida, no creo que estuviera en condiciones de pensar con claridad.

Y Gail podía confirmarlo.

—¿Había bebido? ¿Estaba borracho cuando ocurrió el accidente?

—No, no tenía ni una gota de alcohol en la sangre.

Por alguna razón, aquello la ayudó a relajarse y la emocionó al mismo tiempo. Eso significaba que lo estaba intentando de verdad.

—Me dijo que llevaba tres días sin beber.

—¿Y cuánto bebía antes?

—Mucho.

—A lo mejor estaba sufriendo los efectos de la privación del alcohol y, de alguna manera, eso tuvo algo que ver con el accidente. La abstinencia en estos casos puede provocar depresión, ansiedad y otras muchas cosas. Supongo que este accidente es el cúmulo de numerosos factores. Entre ellos, el agotamiento.

—Pero no es un intento de suicidio.

Por alguna razón, necesitaba oírselo decir otra vez.

—Lo dudo. Una sierra sería una forma aterradora de acabar con la propia vida. Además, el corte es en la mano, no está cerca de las muñecas. Ha sido un accidente, pero... el hecho de que no haya pedido ayuda inmediatamente, podría indicar algo sobre su estado mental. O quizá no. Es posible que haya ocurrido lo que le he dicho.

—¿Gail? ¿Qué ha pasado?

Ian había llegado. Se acercó corriendo hasta ella. Tras darle las gracias al médico por haberse tomado la molestia de hablar con ella, Gail se volvió hacia el mánager de Simon.

—Se pondrá bien.

Ian miraba alternativamente a Gail y al médico que se marchaba.

—¿Qué demonios ha pasado?

Gail soltó una larga bocanada de aire.

—No estoy segura. El médico cree que ha sido un accidente.

—¿Y tú no?

La imagen de Simon sentado en el suelo del taller, acunando su mano y con la mirada fija en el vacío acudió a su mente. ¿Por qué no había llamado a nadie? Tenía todo tipo de empleados domésticos en su casa. El médico no tenía la sensación de que hubiera sido un intento activo de acabar con su propia vida, pero podía haber sido un intento pasivo, lo cual era un motivo de preocupación incluso mayor.

—No sé qué pensar —admitió—, excepto que Simon necesita una tregua, Ian.

Ian la miró con el ceño fruncido.

—¿Qué quieres decir?

—Necesita descansar, descansar de verdad. Necesita tiempo para cuidar de sí mismo, para recuperarse física y emocionalmente, para descansar de todo lo que se le exige.

—¡Pero ahora tiene que cumplir con el contrato de promoción de su última película! Ya te lo dije. Y se supone que tiene que empezar otra película dentro de dos semanas.

Gail estaba tan afectada que no le dio ninguna importancia.

—Dijiste que podías despejarle la agenda para que pudiéramos casarnos en noviembre.

—Pero estaba hablando de un fin de semana, de una semana como mucho. Pero antes y después, estará hasta arriba de trabajo.

—¡No me importa! Anula todas las obligaciones que haya contraído. No debería estar trabajando en este estado.

—Pero no puedo...

—Sí, claro que puedes —le agarró del brazo para dejarlo bien claro—. Solo estamos hablando de dinero.

—Para ti es fácil decirlo. No es tu dinero el que se ha perdido ni tu carrera la que sufrirá las consecuencias. Se supone que la película que va a rodar es de esas que marcan un punto y aparte en una carrera. Los productores me están presionando para asegurarse de que podrá estar en el estudio y en buenas condiciones.

Una pareja que estaba sentada en el sofá, alzó la mirada hacia ellos, así que Gail se llevó a Ian a una esquina y bajó la voz.

—Ha estado a punto de quedarse sin mano. Haya sido o no un accidente, no buscó ningún tipo de ayuda. Estaba sentado en el suelo como si no le importara morir y ha estado a punto de desangrarse. Si eso no es un grito de ayuda, no sé qué podría serlo. Ahora, levanta ese teléfono, llama a quien tengas que llamar y dile a todo el mundo que Simon no estará disponible durante los próximos tres meses.

Ian comenzó a caminar nervioso.

—Pensarán que está acabado, que no está bien. He invertido mucho tiempo intentando hacerles creer que se pondrá bien, que se recuperará rápidamente y podrá volver a rodar.

Gail alzó las manos.

—Entonces diles que es porque se ha enamorado y va a casarse. Les proporcionaremos fotografías para demostrarlo. El hecho de que esté dispuesto a asumir un compromiso de estabilidad será una buena señal.

—Ellos no saben que esta es una relación estable. Pero podemos hacer que lo parezca mientras estés saliendo con él.

—Bueno, eso es lo que necesitamos vender, porque creo que esta podría ser la última oportunidad para Simon, y en más de un sentido.

Ian abrió la boca durante algunos segundos sin ser capaz de encontrar las palabras para responder, pero por lo menos, parecía menos acelerado.

—Entonces... le liberaré de sus obligaciones y después, ¿qué?

—Nos iremos de Los Ángeles.

—¿Y adónde iréis?

La mente de Gail giraba a toda velocidad. Sabía que se le iba a ocurrir algo. Podía sentirlo. Su seguridad crecía mientras consideraba el problema desde todos los ángulos. Simon no podía quedarse en Los Ángeles. Allí estaba rodeado de las mismas tentaciones, los mismos recuerdos, la misma gente y las mismas preocupaciones de siempre, ¿Cómo podía cambiar cuando se estaba reflejando continuamente en el pasado? ¿Cuando nada más en su vida cambiaba?

Tenía sentido alejarse de allí. ¿Pero adónde podía llevarle? ¿A alguna de las casas que tenía en el extranjero?

No. ¿Y si aquello no había sido realmente un accidente? Gail no quería estar fuera del país si volvía a ocurrir algo así. O si volvía a beber. Prefería estar en un lugar en el que se sintiera cómoda y segura y pudiera conseguir la ayuda que necesitaba. En algún lugar en el que Simon pudiera recuperarse sin la constante intromisión de los paparazzi. En algún sitio en el que no hubiera recuerdos dolorosos de Bella o de Ty, ni amigos que pudieran animarlo a salir de fiesta, ni presiones de la industria del cine para que hiciera otra película antes de que estuviera realmente preparado.

Estaba segura de que Simon tenía otras casas en los Estados Unidos a las que podrían ir, pero tampoco quería un ejército de empleados domésticos tomando cumplida nota de todo lo que pasaba.

Necesitaban intimidad, apoyo, protección y un cambio de escenario. Teniendo todo eso en cuenta, la respuesta fue obvia.

—Ya lo tengo —dijo.

Ian la miró con los ojos entrecerrados.

—¿Qué es lo que tienes?

A su padre no le iba a gustar. Y tampoco a su hermano y a sus amigos. Todos ellos estaban convencidos de que estaba cometiendo el peor error de su vida. Hasta Simon protestaría. Al principio, el rechazo sería mutuo. Pero las personas que la querían eran buena gente. Le habían proporcionado una vida plena y feliz a pesar del abandono de su madre. Habían estado a su lado cuando más los había necesitado. Y continuaban estando a su lado.

Simon necesitaba un compromiso sólido como una roca por parte de amigos verdaderos. Y necesitaba que lo apoyaran sin ningún interés. Tenía que descubrir las cosas realmente importantes de la vida y averiguar qué era lo que realmente quería.

Y a Gail no se le ocurría otro lugar mejor para hacerlo que Whiskey Creek.

—Me lo voy a llevar a mi casa.

Capítulo 13

Al despertar, Simon encontró a Ian y a Gail sentados a ambos lados de la cama, fulminándose el uno al otro con la mirada.

—¿A qué viene tanta hostilidad? —musitó.

Gail se levantó.

—¿Qué hostilidad?

La medicación que le habían dado le había dejado completamente adormilado, pero, aun así, Simon era consciente de que Gail estaba intentando disimular.

—Os miráis como si tuvierais ganas de estrangularos.

—¿Y esa es una nueva noticia?

Gail se echó a reír y Ian la imitó, pero los ojos de ambos estaban fríos y sus sonrisas parecían a punto de quebrarse.

—Ocurre algo, puedo sentirlo —les miró alternativamente—. Pensaba que habíamos llegado a una tregua, que estábamos jugando todos en el mismo equipo.

—Y así es —respondió Gail—. Puedes preguntárselo a cualquiera. Tú y yo estamos locamente enamorados y disfrutando de sexo salvaje en tu mansión de Beverly Hills. Todo va según lo previsto.

Excepto que ella le estaba tratando como si él hubiera perdido el juicio. Probablemente, se estaba preguntando con qué clase de loco se estaba relacionando.

¡Maldita fuera! De alguna manera, a pesar de todas sus buenas intenciones y sus esfuerzos, había vuelto a fastidiarlo todo.

—Sexo salvaje, ¿eh? ¿Eso es lo que creen?

—¿Cómo te encuentras? —Ian también se levantó.

Simon nunca había visto a su mánager tan serio.

—Drogado. ¿Qué ha pasado?

—¿No lo sabes?

Ian levantó la mano derecha para examinar el vendaje que tenía en el brazo, que terminaba como un bate.

—Las enfermeras me han dicho que me he hecho un corte en la mano. Dicen que no tiene muy mal aspecto, pero estaban tan serias que estoy seguro de que ha tenido que ser algo más que un arañazo. En caso contrario, no estaría aquí, ¿verdad?

Gail se apoyó contra la barandilla de la cama.

—¿No te acuerdas del accidente?

La verdad era que no. De lo último que se acordaba era de que había recibido un mensaje de Bella, era un vídeo en el que aparecía manteniendo relaciones sexuales con otro hombre. Iba acompañado por una nota en la que le decía: este es el nuevo papá de Ty.

—No, estaba agotado y completamente fuera de mí —comprendió cómo sonaba y rápidamente corrigió sus propias palabras—. Pero no estaba borracho. Por lo menos... estoy bastante seguro de que no estaba borracho.

Lo pensó de nuevo. ¿Habría recaído?

—No, no estabas borracho —le tranquilizó ella.

—Había un punto brillante —sonrió, pero al ver que Gail no sonreía, dejó de intentar animarla—. ¿Qué ha pasado entonces? ¿Quieres abandonar la campaña? ¿Vas a dejarme?

¿Por qué no iba a hacerlo? Era perfectamente consciente del aspecto que tenía lo ocurrido. Lo sabía porque el médico le había preguntado por qué no había pedido ayuda en un momento como aquel.

Se estaban preguntando si se había hecho aquella herida intencionadamente. Y quizá fuera así. No era tan estúpido como para intentar suicidarse con una sierra eléctrica, pero, a lo mejor inconscientemente, estaba saboteando sus propios esfuerzos para mejorar, o intentando evitar una recaída por falta de fuerza de voluntad. Él siempre había sido su peor enemigo. Su padre se lo decía continuamente, aunque la verdad era que él tenía la sensación de que su peor enemigo era su padre. Nunca habían estado muy unidos, pero, últimamente, se habían convertido en unos verdaderos desconocidos.

Simon dejó que sus ojos se cerraran.

—Si quieres, puedes dar por cancelado el contrato.

Esperaba que Gail aprovechara inmediatamente aquella oportunidad, puesto que él había firmado una cláusula que le permitiría salvar su negocio, pero ella le sorprendió diciendo:

—No es eso lo que quiero.

Simon abrió los ojos y descubrió a Ian y a Gail mirándole fijamente. Estuvo a punto de asegurarles que estaba bien, que podría enfrentarse a cualquier cosa que tuviera que hacer, pero llevaba demasiado tiempo diciendo lo mismo. Los hechos no le respaldaban, así que, ¿por qué molestarse?

—Entonces, ¿qué pasa?

Gail se mordió el labio inferior.

—Quiero llevarte a Whiskey Creek.

¿Había oído correctamente?

—¿No es ahí donde vive tu familia? —no se molestó en disimular el escepticismo que reflejaba su voz.

—Exacto.

—Ya hemos hablado de eso.

—Sí, ya hemos hablado de eso, pero... —se cruzó de brazos, un gesto que le indicó a Simon que se anticipaba una discusión—. Han cambiado unas cuantas cosas desde entonces y... ahora creo que es imprescindible que nuestro matrimonio tenga éxito.

Simon arqueó las cejas.

—¿Por qué? ¿Qué diferencia puede suponer que conozca o no a tu familia? ¿Estás intentando llevarme de nuevo a la bebida?

Teniendo en cuenta el esfuerzo que estaba haciendo para parecer que se encontraba bien, Gail podía al menos haber intentado sonreír ante aquella broma, se dijo Simon. Pero Ian saltó antes de que Gail pudiera reaccionar.

—Eso implicará anular todos los compromisos que tienes durante los tres próximos meses.

Por eso a Ian le hacía tan poca gracia aquel cambio de planes. Simon se frotó la incipiente barba que cubría su mandíbula.

—No podré protagonizar mi próxima película...

—Exacto.

—Sería mucho tiempo en Whiskey Creek.

Gail se irguió en toda su altura.

—Teniendo en cuenta tu herida y nuestra próxima boda, tendrás una buena excusa, una excusa creíble, para cambiar tu agenda sin que eso afecte a tu imagen. Tómate unas vacaciones. De esa forma nuestro matrimonio parecerá más auténtico.

Simon la miró con el ceño fruncido.

—¿Y cómo va a ayudarme Whiskey Creek a eso?

—Sugerirá que tu matrimonio te importa lo suficiente como para pasar tiempo conmigo y con mi familia. Y si desapareces de la escena pública durante algún tiempo, te resultará más fácil recuperar la custodia de Ty.

El vídeo que Bella le había enviado y aquellas palabras tan provocadoras, «el nuevo papá de Ty», flotaron frente al cerebro de Simon. Aquellas imágenes le revolvían el estómago. Pero era la idea de que el hombre que se estaba acostando con su exesposa pudiera llegar a reemplazarle como padre la que le hacía realmente daño.

—¿De verdad crees que supondría alguna diferencia estar allí?

—En Whiskey Creek no podrías cometer ningún error aunque quisieras.

Podía cometer errores en cualquier parte, pensó Simon, ya lo había demostrado. Pero... Gail parecía muy convencida y, tanto si quería admitirlo como si no, estaba comenzando a confiar en ella. Desde luego, confiaba en ella más que en Ian. Ian también tenía sus puntos fuertes, pero ella era más inteligente, más disciplinada, que era justo lo que él necesitaba en aquel momento.

—¿Y qué haría yo allí?

—Lo que quisieras. He visto la casita que estás haciendo. ¡Es increíble! Te gusta trabajar con la madera. ¿Por qué no alquilamos una casa mientras tú construyes una casa de verdad?

Construir una casa con sus propias manos era algo que siempre le había atraído. Sintió una oleada de emoción, la primera desde hacía mucho, mucho tiempo. Pero se negó a sucumbir a ella. No quería terminar decepcionado.

—¿Me estás tendiendo una trampa?

—¿Perdón?

—Tu padre me va a odiar.

—De hecho, ya te odia —respondió ella—. Y también mi hermano. Pero puedes ganártelos a los dos.

«Podrías ganarte a quien quisieras».

Le estaba ofreciendo la oportunidad de convertirse en una persona normal durante una temporada, la oportunidad de abandonar la luz de los focos y recuperar la respiración.

—Esto podría dañar algunas relaciones que son fundamentales para nosotros —le advirtió Ian—. Tienes muchos compromisos. Y si tengo que pagar el abandono de tu próxima película, será un precio muy alto.

Sí, era cierto, pero su cordura lo valía. Simon había aprendido por experiencia propia que ni las más grandes cantidades de dinero podían proporcionar la felicidad. Aquel dicho tenía sentido.

—Los productores de Hellion se pondrán histéricos si retrasas el rodaje durante demasiado tiempo —continuó diciendo Ian—. Tendrán problemas con el resto del reparto, con el alquiler del estudio... con todo.

—Si no pueden esperar, tendrán que buscar a otro que lo haga —dijo Simon.

—¿En serio? —Ian parecía estupefacto.

Simon era incapaz de imaginarse haciendo una película en el estado mental en el que se encontraba.

—En serio —se volvió hacia Gail—. Muy bien, iremos a Whiskey Creek.

—¿De verdad? —parecía escéptica y Simon no podía culparla por ello.

Pensó en todas las horas que había pasado añorando a su hijo, sentado en su habitación. A lo mejor ya era hora de un cambio radical.

—¿Por qué no? Dejemos que tu padre se luzca.

Necesitaban casarse antes de hacer ninguna otra cosa. Solo en el caso de que Simon estuviera legalmente unido a ella y no pudiera ser relegada a la categoría de «algo temporal», podrían comenzar a aceptarle los habitantes de Whiskey Creek.

Gail era consciente de ello y eso significaba que tendrían que cambiar los plazos que habían establecido para su noviazgo.

Como nunca había estado comprometida, no tenía la menor idea de los trámites necesarios para casarse, así que utilizó su smartphone mientras estaba sentada junto a la cama de Simon para averiguar en Internet todo lo que necesitaba para conseguir la licencia de matrimonio.

Afortunadamente, iba a ser fácil. Siempre y cuando tuvieran los carnets de identidad y la documentación que acreditaba la separación de Simon, lo único que tenían que hacer era pagar unas tasas, conseguir una licencia que le entregarían en el acto y casarse poco después. No había que hacer análisis de sangre, ni hacía falta ir a Las Vegas.

Pero tenían que presentarse juntos en la oficina del secretario del condado y a Simon todavía no le habían dado el alta, de modo que no iban a poder casarse ese mismo día.

Ian también se había quedado en el hospital, aunque Simon estaba demasiado medicado como para poder hablar. Pasaba la mayor parte del tiempo dormido. En algunos momentos, a Gail le entraban ganas de marcharse para poder preparar el próximo gran movimiento. Pero la cantidad de personal del hospital que se asomaba a la habitación la molestaba. Entraban con cualquier excusa, fingiendo que era por motivos de trabajo. Sin embargo, Gail estaba convencida de que lo único que querían era ver a la gran estrella del cine, algo que no le parecía bien teniendo en cuenta que Simon ni siquiera era consciente de ello.

¿Cuántas veces había que revisarle los puntos a un enfermo?, se preguntaba. Simon no había sufrido un ataque al corazón, ni ningún otro problema que requiriera tanto control. Solo necesitaba recuperar el sueño perdido y la medicación le estaba ayudando a hacerlo.

—Ya ha corrido la noticia —le dijo a Ian cuando la puerta se cerró tras su último visitante.

El mánager de Simon estaba sentado con los codos apoyados sobre las rodillas y la cabeza entre las manos.

—¿De qué estás hablando? —preguntó, alzando la mirada.

—Esta es la quinta enfermera que entra en menos de una hora.

—Sí, lo sé. Si no estuvieras aquí, ahora mismo a Simon le estarían haciendo una mamada.

Por su tono de voz, Gail dedujo que tampoco a él le hacía mucha gracia haber llegado a un acuerdo con ella. Él esperaba poder mantener a Simon en activo y que los dos años siguientes transcurrieran sin ningún incidente. En cambio, ella había sacado a su cliente de la circulación.

—Simon no necesita mamadas. Lo que necesita es descansar de toda esa fama y de estar siempre bajo la mirada de los demás.

—Estás muy segura, ¿verdad? ¿Por qué no le preguntamos si le apetece que alguna de esas atractivas enfermeras...?

—Basta.

Gail elevó los ojos al cielo. Ian estaba siendo duro con ella intencionadamente, quería hacer daño.

—Tengo una idea mejor, ¿y si le damos a Simon lo que necesita en vez de lo que le apetece?

—No necesita que le digas lo que tiene que hacer. Es un hombre adulto.

Gail bajó la voz, por si acaso Simon estaba consciente.

—Un hombre adulto que está al borde del colapso. Me pediste ayuda por algún motivo, ¿recuerdas? El hecho de que estemos discutiendo qué es lo mejor para él indica que eres tan malo como todos sus supuestos amigos. Sois todos unos buitres deseando picotear sus huesos.

Ian se levantó de un salto.

—¡Eso son tonterías! Simon me preocupa más que a ti.

Gail también se levantó.

—En ese caso, demuéstramelo.

—No tengo que demostrarte nada.

—Por lo menos deja de lloriquear. Me estás sacando de quicio.

—Si no estás a gusto, puedes irte a tu casa.

De ninguna manera. Eso era precisamente lo que quería Ian que hiciera. Después intentaría quitarle a Simon de la cabeza la idea de ir a Whiskey Creek.

—Siento desilusionarte, pero no voy a dejarte a solas con él.

Ian se inclinó hacia ella.

—Lo que estás haciendo es repugnante. Lo estás cambiando todo.

—Solo estoy haciendo los cambios que considero necesarios.

Ian se pasó la mano por el pelo, vaciló y continuó con voz más serena, como si pretendiera convencerla.

—Vamos, Gail, con un mes bastará, ¿de acuerdo? Un mes es tiempo más que suficiente como para que Simon esté fuera. Podemos dar largas a los productores de su próxima película hasta que haya sanado, pero eso es todo.

—Lo siento, pero Simon tiene que estar fuera de la circulación durante el tiempo suficiente como para ser consciente de ello, como para concentrarse en otro tipo de cosas...

Asomó la cabeza otra enfermera, pero apenas había dado medio paso cuando la expresión de Gail la hizo detenerse.

Musitó un rápido «perdón», y salió como si hubiera entrado en la habitación por error.

Ian soltó un silbido.

—Eres un auténtico pit bull.

—Sabías cómo era antes de que llegáramos a un acuerdo.

—¡Pero no sabía que ibas a convencerle de que dejara de trabajar!

—No va a dejar de trabajar. Solo va a tomarse un descanso para poder salvar su relación con su hijo y su carrera. Y puedes llamarme lo que quieras, pero después de haber aceptado el compromiso, haré todo lo que esté en mi mano para cumplirlo, así que vete haciéndote a la idea.

Simon cambió de postura en la cama, pero no abrió los ojos.

—Eh... —musitó—, ¿podríais ir a discutir a alguna otra parte?

¿Qué parte de la conversación habría oído? Gail intercambió una mirada con Ian con la que, esencialmente, quería plantearle esa misma pregunta. Pero la verdad era que tenía la impresión de que Simon había estado prestando atención a algo más que a la aspereza de sus susurros.

—Lo siento —musitó Ian—. Creo que me voy.

Simon abrió los ojos.

—Me sorprende que hayas durado tanto. Debes de estar terriblemente aburrido.

—Pensaba que podrías necesitarme. Pero estás en buenas manos con Atila por aquí.

—Atila era un hombre —replicó Gail.

—Lo sé —respondió Ian.

—Sí, claro.

Ian se inclinó hacia delante y le enseñó los dientes.

—Era implacable, ¿verdad?

Simon alzó entonces su mano buena.

—¡Vaya! ¿Qué te ha hecho?

—¿Cómo voy a conseguir que alguna de las enfermeras me dé su teléfono si las espanta? —Ian se alisó la camisa.

—¿Tan desesperado estás?

—Suficientemente desesperado.

Simon no quiso presionarle más.

—Muy bien, hablaré contigo más tarde.

—Te despejaré la agenda —le dijo Ian en un tono con el que parecía querer hacerle saber que continuaba pensando que era un error.

En cuanto la puerta se cerró tras él, Simon subió la cama y se volvió hacia Gail.

—¿Qué os ha pasado?

Tensa después de todos los acontecimientos del día, Gail movió los hombros.

—Le he dejado muy claro que no permitiría que se interpusiera en mi camino.

—¿Y al final ha claudicado?

—Prefiero creer que se ha dado cuenta de que tengo razón.

—No sé... —la miró con el ceño fruncido—. Una mamada nunca es una mala idea.

Así que había oído más de lo que pensaban.

—Si ya sabías por qué estábamos discutiendo, ¿por qué lo has preguntado?

—¿Sinceramente? Porque es la única parte que puedo recordar.

Gail podía explicarle que Ian pensaba que le había quitado una oportunidad, y decirle a él que mantuviera ordenadas sus prioridades, ¿pero por qué molestarse? Simon no hablaba en serio. Gail estaba empezando a creer que daba intencionadamente la imagen de ser un hombre superficial y hedonista para que así los demás no se dieran cuenta de que también tenía un lado sensible. De alguna manera, le resultaba más fácil indignar a todo el mundo que permitir que vieran lo profundamente herido que estaba.

—Disfruta de tus analgésicos —le recomendó—, porque es lo único bueno que vas a sacar de aquí —sonrió divertida—. Y, después, te casarás conmigo y comenzará la cuesta abajo.

—¡Un momento! Eres tú la que va a empezar a caer al casarse conmigo.

—Estamos empezando a conocernos tan bien que hasta puedo predecir lo que vas a decir.

Simon no reaccionó ante su sarcasmo.

—Entonces, ¿cuándo será el gran día? Porque supongo que con todo esto habrá cambiado. Querrás casarte conmigo antes de presentarme a papá, ¿verdad?

Por supuesto, tenía razón. De esa forma, Martin no podría intentar disuadirla ni desaprobar que vivieran juntos.

—¿Cómo lo has adivinado?

—Es evidente que tienes que encontrar la manera de que acepten a... ¿cómo me llamaste? ¿Un actor de vida disoluta?

Aunque arrastraba ligeramente las palabras, se le entendía bien.

—Eres tú el que tiene que conseguir que te acepten, no yo. Pero, contestando a tu pregunta, nos casaremos en cuanto puedas levantarte y salir de aquí.

—Mañana mismo estaré bien. Así que mañana intercambiaremos los anillos.

Se le cerraban los ojos. Parecía tener problemas para permanecer despierto, pero consiguió decir algo.

—No tienes por qué quedarte aquí si no quieres.

Teniendo en cuenta lo tensas que eran sus relaciones familiares, ¿quién iba a ir a hacerle compañía? ¿Uno de sus guardaespaldas? ¿Una de sus empleadas? Aquello le perecía demasiado impersonal.

—Lo siento, pero llevo todo el día dedicada a echar a enfermeras de aquí y no voy a renunciar ahora.

Como si aquella hubiera sido la señal, la puerta se abrió en aquel momento. Al ver entrar a un hombre, Simon sonrió con ironía.

—Parece que esta vez estoy a salvo.

Pero Gail estaba demasiado preocupada como para responder a aquella broma.

—¿Tiene algún motivo para estar aquí? —le preguntó al joven.

El sanitario la miró avergonzado.

—En realidad, soy un gran admirador de Simon O’Neal —alzó un papel y un bolígrafo y miró hacia Simon—. Me estaba preguntando si... si podría firmarme un autógrafo. No sabe cuántas veces he visto Shiver.

—Si no te importa... si no te importa que firme con una equis... —contestó Simon.

Pero Gail sabía que estaba demasiado dormido como para sostener un bolígrafo. Además, era la mano derecha la que tenía herida. Probablemente, aquel hombre era un enfermero, un técnico de rayos X o alguien que debería tener suficiente sensatez como para no entrar en la habitación de un paciente sin una razón legítima.

—Salga de aquí y déjele descansar —le dijo Gail—. Y si no coloca un cartel en la puerta en el que diga que solo puede entrar personal autorizado, pondré una reclamación, y a lo mejor incluso hasta una denuncia.

El hombre abrió los ojos como platos.

—Pero... yo no pretendía... ¿Por qué me va a denunciar?

—Estoy segura de que a un buen abogado se le ocurrirá algo. Si le gusta su trabajo, procure no causar problemas.

—No, señora —respondió, y se fue corriendo.

Simon se echó a reír.

—Vaya, estando tú cerca, ¿quién necesita guardaespaldas?

Gail se sentó en una silla, que resultó estar tan dura como antes.

—Me alegro de que lo pienses, porque en Whiskey Creek no vas a tener guardaespaldas.

De la expresión de Simon desapareció todo rastro de humor.

—¿Ah, no?

—No, ni empleadas domésticas, ni chóferes ni cocineros.

Simon la miró con el ceño fruncido.

—¿Y por qué no?

—Es demasiado extraño y puede resultar hasta ofensivo en un pueblo tan pequeño como Whiskey Creek.

—¡Pero alguien tendrá que cocinar!

—Lo haré yo, si tú te comprometes a conducir.

—¿Se te da bien? —preguntó Simon con expresión escéptica.

—No lo hago mal.

—Estupendo, porque yo soy un pésimo conductor. Me llevaré el Ferrari.

Gail cruzó las piernas.

—¿Quieres que la gente te odie todavía más?

—El dinero es lo único que me queda. Me gustaría poder disfrutarlo.

—Ya lo harás. De otra forma, podría convertirse en una barrera, o al revés, en un reclamo. Todo esto lo hacemos para dar la imagen de que has cambiado.

Simon intentó colocarse la almohada a pesar de la venda.

—Estás consiguiendo que tu pueblo me parezca un auténtico horror.

Gail estaba intentando conseguir que lo viera como una segunda oportunidad, porque estaba convencida de que podía serlo. Y, a diferencia de Ian, Simon lo comprendía. Porque, en caso contrario, jamás habría aceptado ir allí. Incluso parecía un poco emocionado con aquella oportunidad, aunque Gail imaginaba que en cuanto se le pasara el efecto de la medicación, también le asustaría aquel desafío. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había tenido una relación duradera con alguien, incluso desde que había tenido que desplazarse a pie.

Tal y como ella lo veía, esa era precisamente la razón por la que no tenía verdaderos amigos.

En Whiskey Creek todo sería diferente. Se le consideraría una persona normal, sería igual que todo el mundo o, por lo menos, todo lo normal que podía llegar a ser alguien famoso. Esperaba que fuera capaz de entablar amistades, de desarrollar relaciones de confianza mutua, de sacrificarse y permitirse tener sentimientos profundos. Eso era lo que necesitaba Ian en aquel momento.

—La mayor parte de ellos no te soportará, pero sobrevivirás.

—Estoy deseando estar allí.

Riendo, Gail buscó una web deportiva en el móvil.

—¿Sabes que los Lakers juegan en el Heat esta noche?

Simon apoyó la mano herida en el pecho.

—¿De qué estás hablando?

—De baloncesto.

—Sí, ya lo sé. Pero me estaba preguntando por qué. Tú odias los deportes.

—Estoy empezando a pensármelo mejor. En cualquier caso, tú eres un gran admirador de los Lakers.

—Este año ni siquiera he seguido la pretemporada.

Había renunciado a muchas cosas de las que habitualmente disfrutaba. Gail pensó que también debería ser compensado.

—Lo sé, ¿y?

—¿Y qué?

—Si ganan, tendrán un inicio de temporada bien fuerte.

—¿Cuantos partidos han ganado?

—Ocho de los primeros diez.

Le puso al día de los detalles antes de continuar con el resto de las noticias deportivas.

Simon apoyó la mano herida en el pecho. Gail fue buscando otras páginas y estuvo compartiendo con él información sobre Egipto, China, Sudán y cualquier otro país con el que estuvieran involucradas personas de los Estados Unidos. Al hacerlo, esperaba que Simon recordara que Los Ángeles no era la única ciudad del mundo, que había muchas más cosas que la fama, la industria del cine y los problemas que él estaba sufriendo.

Oírle hablar de gente que había muerto alejada de sus hogares pareció ayudarle a ver las cosas con cierta distancia.

—Crees que eres muy inteligente, ¿verdad?

La había pillado. Gail sonrió con expresión de inocencia.

—No sé cómo voy a soportarlo —se lamentó Simon.

—Fingir que estás enamorado de mí puede ser el mayor desafío de tu carrera.

Simon no respondió durante algunos segundos. Después dijo:

—¿Cuánta gente vive en Whiskey Creek?

—Alrededor de unas dos mil personas, cien arriba o cien abajo.

El sueño parecía haber dejado de ser un problema.

—¿Y todas me odian?

Gail guardó el teléfono en el bolso.

—Cien arriba o cien abajo —repitió.

Simon la miró con los ojos entrecerrados.

—En cuestión de semanas les tendré comiendo de mi mano.

—Me alegro de oírlo.

No tenía la menor duda. Lo único que esperaba era no estar haciéndolo también ella.

Capítulo 14

Todos los diamantes eran enormes. Mucho más grandes que cualquiera que Gail hubiera visto antes. Y los precios... ni la media de una casa en los Estados Unidos era tan alta.

El señor Nunes, que estaba sentado en el salón con el indescriptible maletín que había llevado consigo, extendió la muestra de diamantes sobre un pedazo de terciopelo negro.

—Este es de la más fina calidad que se puede encontrar —presumió mientras les mostraba otra piedra de cinco quilates—. Mire qué claridad.

Era precioso. Pero también lo eran todos los demás.

—¿Cuánto cuesta?-preguntó Gail, preparándose para una cifra astronómica.

El último que les había enseñado costaba cuatrocientos treinta y cinco mil dólares.

Nunes estaba comenzando a mostrar cierta irritación ante su insistencia en conocer el precio.

—Si ese es el que le gusta, estoy seguro de que Simon y yo podremos llegar a un acuerdo —se inclinó hacia delante y la miró a los ojos—. Es su anillo de compromiso. El precio no puede ser un obstáculo.

Para él era fácil decirlo, pero, sorprendentemente, Simon no protestó. No pidió un diamante más pequeño, ni más barato tampoco. Se limitaba a mirar mientras movía los dedos que sobresalían del cabestrillo que le sujetaba el brazo.

—El corte es ideal —añadió Nunes—. Y no tiene ningún color en absoluto. Los diamantes de este tamaño, con un grado D y este nivel de claridad IF, son muy, muy raros.

—¿Cuesta más que el anterior? —preguntó Gail.

—No mucho más —respondió Nunes, quitándole importancia con un gesto.

¿Qué significaría eso? ¿Cinco mil dólares? ¿Diez? La irritaba que no fuera más específico. El hecho de que Simon fuera rico no significaba que no debiera preocuparse por obtener un trato justo.

—¿Cuánto tiempo llevará montarlo?

—Puedo tenerlo listo en tres días. Le daré la máxima prioridad.

A ese precio, no le extrañaba. Pero así...

—No sé —sobrepasada por los precios y la selección de diamantes, frunció el ceño ante aquella resplandeciente muestra—. A lo mejor... a lo mejor Simon y yo deberíamos hablar de esto a solas.

Simon se la quedó mirando como si no comprendiera cuál era el problema.

—¿Hablar sobre qué? —le preguntó—. Aquí debe de haber cerca de cien diamantes. Seguro que puedes encontrar alguno que te guste.

Gail le dirigió a Nunes una sonrisa de disculpa.

—Perdónenos un momento.

—Lo único que tienes que hacer es elegir uno para que podamos decidir el engaste —insistió Simon, pero Gail le agarró del brazo.

—¿Qué haces? —le preguntó Simon cuando estuvieron a solas en el pasillo.

—Creo que deberíamos olvidarnos del diamante.

Simon arqueó las cejas.

—Pero necesitas una alianza.

—Los dos la necesitamos, pero a mí me basta con una alianza de oro.

—¿Pero por qué te vas a conformar con una alianza de oro?

No estaba segura. Le producía una cierta sensación de vacío comprar un diamante tan caro sin que hubiera ningún significado detrás. Se sentía como si se estuvieran burlando de los símbolos tradicionales de una boda. Podía imaginar a un hombre tan rico como Simon comprando un diamante para expresar su entrega al amor de su vida, pero ella no era el amor de la vida de Simon. Así que una compra como aquella... sencillamente, no estaba bien. Sobre todo cuando sabía que cancelar su próximo proyecto ya iba a costarle una fortuna.

—No quiero sentirme responsable de una joya tan cara. ¿Y si la pierdo?

—La aseguraremos.

Pero un diamante, particularmente de ese calibre, no entraba en el contrato que habían firmado. O, al menos, no era eso lo que ella pretendía cuando le había dicho que tendría que comprar los anillos. Su conciencia la obligaría a devolverlo cuando se divorciaran, así que, ¿por qué encariñarse con una joya así? ¿Qué sentido tenía?

—No hay necesidad de invitar a hacer comparaciones entre Bella y yo. Podemos comprar algo más sencillo, más modesto.

—Lo dices en serio.

—Claro que sí. Creo que deberíamos vender al público que nuestro matrimonio no es el típico matrimonio de Holly-wood. Que solo estamos pendientes de las cosas que realmente importan. Nada de boato y ceremonia, ni maniobras publicitarias demasiado evidentes. Nada de derroches. Solo nosotros dos enamorados y viviendo en una casa en mi pueblo, hasta que nos separemos y nos divorciemos, amigablemente, por supuesto.

Simon la miró con atención.

—¿Todo esto tiene algo que ver con la oferta que te hice? ¿Tienes miedo de que te exija a cambio tener relaciones sexuales conmigo?

—No.

—¿Entonces qué te pasa? ¿No quieres tener ningún sentimiento positivo hacia mí?

—Tampoco es eso —contestó.

Pero no era capaz de mirarle a los ojos, y Simon llegó a su propia conclusión.

—¡Vaya! Así que ni siquiera mi dinero te gusta-le dijo—. Muy bien. Por mí, ningún problema.

Se dirigió sin ella hacia el salón y Gail comprendió que le había ofendido. Pensaba que no le permitía redimirse ni siquiera de las formas en las que realmente podía hacerlo, que le consideraba indigno de su aprobación.

Pero no era ese el problema. Gail le encontraba atractivo tanto si aprobaba su comportamiento como si no. Y no podía entender de qué manera añadir un diamante de medio millón a su lado de la ecuación podía hacerle más irresistible.

Tuvieron cerca de dos semanas para hacer todos los preparativos de la ceremonia, y, aun así, el tiempo parecía correr a toda velocidad. Le dieron tiempo a Simon para recuperarse un poco, sacaron la licencia de matrimonio y compraron las alianzas. Ian encontró a un tipo a través de Internet que podía oficiar legalmente la boda y, por una tarifa adicional, estaba dispuesto a acercarse a casa de Simon.

La ceremonia haría que su matrimonio fuera legal y, en menos de una hora, todo habría terminado.

Aquel no era precisamente el tipo de boda con el que Gail soñaba cuando era niña, pero entonces tampoco había imaginado nunca que su madre abandonaría a su familia. Así que, al igual que todo el mundo, tenía que enfrentarse a la vida que le había tocado.

Estaba sentada en el dormitorio de Simon, donde había pasado la mayor parte de aquellas noches para guardar las apariencias, pintándose las uñas, y acababa de terminar una mano cuando llamaron a la puerta.

—¿Quién es?

—Yo. ¿Estás bien?

Joshua. ¡Había ido a verla! Gracias a Dios. Le bastaba oír su voz para tranquilizarse.

—Estoy viva —le dijo, y se levantó de un salto para recibirle.

—¡Vaya! Estás guapísima —le dijo Joshua en cuanto abrió la puerta.

Parecía sinceramente impresionado. A ella también le gustaba su vestido. El día anterior, Simon la había enviado a Rodeo Drive con su tarjeta de crédito, pero, dada la presión a la que les había sometido la prensa, había sentido que llamaba demasiado la atención en medio de aquellas tiendas tan exclusivas. Así que se había puesto unas gafas de sol para camuflarse y se había dirigido a un centro comercial más pequeño, donde había podido mezclarse a gusto con la multitud. Después, había buscado un traje más que añadir a su ya extensa colección. Sabía que probablemente no sería una decisión que aprobaran Ian y Simon. Pero aquel era de color verde azulado y por el corte le recordaba a la moda de los cuarenta.

—¿De verdad? —giró en círculo—. ¿Te parece que está bien?

—Te sienta fabulosamente. Sencillo, pero clásico.

Gail dejó escapar un suspiro de nerviosismo. Si había alguien realmente aficionado a la moda, ese era Joshua. Estaba segura de que si no le sentara bien, se lo habría dicho.

—¿Estás preparado para ser testigo?

Joshua sacó una cámara de fotos del bolsillo.

—Además del fotógrafo oficial de la boda.

Gail sabía que también la ayudaría con la venta de las fotografías a People. Ya habían hablado antes sobre ello.

—Magnífico. ¿Simon está en el piso de abajo? —le preguntó a Joshua.

—Está esperando en la biblioteca. Hemos decidido celebrar allí la ceremonia.

—¿Y él que se ha puesto?

—Un traje y, te aseguro, que hasta con la mano vendada tiene un aspecto delicioso.

—A ti te parece que está guapo vaya como vaya.

—Porque lo es.

Eso no podía discutírselo.

—¿Y ya está también aquí el oficiante?

—¿El oficiante?

—Así es como le llaman. Por lo menos eso fue lo que leí yo en Internet.

—¡Ah, te refieres al ministro! No, todavía no está aquí, pero ya viene de camino —le levantó la mano que todavía le quedaba por pintar—. ¿No deberías terminar esto?

—Estaba a punto de hacerlo.

Fue pintándose mientras él hablaba, pero cuando terminó, Joshua la miró de cerca.

—¡Oh, Dios mío! No irás a desmayarte, ¿verdad?

—No, ¿por qué?

—Porque estás muy pálida.

—Yo siempre estoy pálida.

Se echó a reír, pero el temblor de su risa le confirmó a Joshua que se sentía completamente fuera de su elemento. Lo que estaban haciendo parecía invitar a un mal karma. Simon y ella se prometerían amarse, honrarse y cuidarse el uno al otro hasta que la muerte los separara, pero no tenían ninguna intención de cumplir aquellas promesas. Gail no era una mujer supersticiosa, pero no podía evitar preguntarse si no estaría gafando su propio futuro.

—He visto las alianzas —dijo Joshua.

Su tono indicaba que no le habían impresionado de forma especial.

—¿Y cómo son?

—¿No lo sabes? Dos aros dorados. Qué tacaño. ¿Por qué no te ha comprado algo más caro, algo más espectacular?

—Porque yo no quería —se abanicó para secarse el esmalte—. Estoy intentando dar la imagen de que lo que está pasando es algo real. De otra manera, todo parecería demasiado... extravagante.

—Tengo noticias para usted, señora DeMarco. Está a punto de casarse con una de las estrellas cinematográficas más famosas de los Estados Unidos. No hay forma de evitar la extravagancia y el derroche. Yo en tu lugar, habría pedido el diamante más grande que pudiera encontrar.

—¿Por qué hacerle gastarse tanto dinero? No significaría nada. Y al final tendría que devolverle el anillo.

Joshua la miró como si estuviera loca.

—¿Quién lo ha dicho?

Una nueva llamada a la puerta los interrumpió.

—¿Señora DeMarco?

—¿Sí?

—Ya están esperándola en la biblioteca.

Simon había enviado a una de sus empleadas a buscarla. Gail cuadró los hombros y le dirigió a Joshua otra sonrisa vacilante.

—¿Vamos?

—Si me permite —dijo Joshua y, tras hacer un gesto teatral, la acompañó escaleras abajo.

Tal como le había prometido, Simon se había puesto un traje. Estaba recién afeitado y con el pelo peinado hacia atrás, y estaba tan maravilloso como Joshua había dicho. Ian estaba a su lado, también de traje, pero, evidentemente, la idea de aquel matrimonio ya no despertaba en él tanto entusiasmo como al principio. Además de ellos, la única persona que había en la habitación era un hombre de aspecto distinguido y pelo cano que se presentó a sí mismo como el reverendo Bob Grady, ministro de los Discípulos Unidos de la Iglesia de Cristo.

Gail no estaba ni siquiera remotamente familiarizada con las creencias de aquella religión, de la que estaba segura nunca había oído hablar, pero imaginó que no importaba.

—Encantada de conocerle —le saludó.

—Estaba hablando con Simon sobre el tipo de ceremonia que querrían —le explicó el sacerdote—. Hay personas que redactan sus propios votos, pero me ha dicho que preferirían que les recitara las promesas tradicionales. ¿Le parece bien?

—Sí, me parece bien.

El corazón estaba empezando a latirle con tanta fuerza que apenas se atrevía a mirar a Simon, pero podía sentir el peso de su mirada sobre ella. ¿Se sentiría, de alguna manera, esperanzado? ¿Aliviado de que hubiera llegado por fin aquel momento y de que pudieran superar al menos esa parte? ¿Inseguro sobre el plan que habían diseñado? Gail no lo sabía, y tampoco quería saberlo por miedo a que minara su propia resolución.

El ministro inclinó la cabeza.

—En ese caso, esto será lo que haremos. Unan sus manos de la mejor manera que puedan —añadió en deferencia a la herida de Simon—, mírense el uno al otro y empezaremos la ceremonia.

Simon dio un paso adelante e hizo lo que le pedían. En ese momento, Gail le miró. Parecía pensativo. A lo mejor estaba tan nervioso como ella. Y podía imaginar por qué. Había jurado no volver a casarse nunca más. E incluso aunque aquel matrimonio no fuera un matrimonio normal, no fuera un matrimonio real, de alguna manera, se lo parecía.

Estuvo casi a punto de pedir que se reunieran un momento para asegurarse de que todos estaban conformes con lo que estaban haciendo, pero Simon tensó la mano para que permaneciera donde estaba y Gail decidió que lo que realmente importaba era el compromiso adquirido por Simon.

El sudor descendía por su espalda cuando el reverendo Grady comenzó la ceremonia. Y su miedo a un mal karma empeoró, sobre todo cuando el ministro pronunció las palabras «en la salud y en la enfermedad» y dijo después «hasta que la muerte nos separe».

Aun así, fue capaz de repetir los votos. Simon también y, en su caso, sin demasiado temor. De hecho, parecía muy decidido.

Intercambiaron los anillos y el reverendo dijo:

—Ahora os declaro marido y mujer. Simon, puedes besar a la novia.

Gail sabía que Simon estaba actuando. Él estaba acostumbrado a ese tipo de contactos íntimos, no significaban nada para él. Pero al sentir el calor de sus labios, Gail sintió que se le aflojaban las rodillas. Esperando interpretar su papel tan bien como Simon, le rodeó el cuello con los brazos, hasta que Simon deslizó la lengua en su boca. Entonces retrocedió.

Si sorprendió al reverendo al interrumpir tan bruscamente el beso, este no lo demostró. Esbozó una sonrisa de aprobación, le apretó cariñosamente el codo y cuando Simon se apartó para hablar con Ian, bajó la voz para decirle:

—Espero que pueda darle paz.

—Yo también —musitó ella en respuesta.

Posaron para las fotografías y después Joshua la envolvió en un abrazo.

—¡Felicidades! Todo saldrá bien, lo sabes, ¿verdad?

—Por supuesto que lo sé —y añadió en voz más baja, para que el reverendo no pudiera oírla—, los dos sabemos lo que nos jugamos en esto.

Se obligó a esbozar una sonrisa radiante mientras se alejaba de su amigo, pero se sentía peligrosamente cerca de las lágrimas.

—Agradeced a Dios cada uno de los días que podáis pasar juntos —dijo el reverendo—. Espero que disfrutéis de una larga y fructífera unión.

Cuando Gail oyó a Simon darle las gracias, volvió a sentirse incómoda y avergonzada por las mentiras que estaban diciendo. Pero hasta que Simon no se fue a acompañar a Joshua y al reverendo a la puerta, no se sentó en una de las butacas de cuero que había a lo largo de la pared y dejó caer la cabeza sobre las manos.

—Ya se han ido —le dijo Simon cuando regresó.

Gail alzó la mirada.

—No me puedo creer lo que hemos hecho, que hayamos terminado casándonos.

Simon se apoyó contra la puerta.

—¿Estabas pensando en abandonarme?

—No, la verdad es que no. Pero... —terminó casi en un susurro, para que nadie de la casa pudiera oírla—, me sentía como una idiota mientras pronunciaba los votos. ¿Tú no?

Simon se la quedó mirando fijamente durante lo que a Gail le pareció una eternidad.

—No sabía que lo echaba tanto de menos —dijo al final.

Gail no tenía la menor idea de a qué se refería.

—¿Echar de menos qué?

—Eres completamente... inocente.

Gail se devanó los sesos intentando encontrar alguna explicación para aquel comentario.

—El hecho de que no vea pornografía o no...

—¡No! —Simon se echó a reír como si el significado de lo que estaba diciendo fuera más que evidente, pero Gail no acertaba a imaginar qué estaba intentando decirle. Nadie le había dicho nunca que fuera inocente. No era aquella una palabra que la gente asociara con una profesional del mundo de las relaciones públicas, sobre todo cuando tenía más de treinta años.

—¿Entonces qué?

Simon inclinó la cabeza.

—Eres tan dura, tan inflexible que...

Gail alzó la mano.

—No es la primera vez que mencionas mi falta de cualidades.

Ignorando aquella interrupción, Simon se acercó a ella.

—Que esperaba que fueras una persona egoísta y hastiada de todo. Pero no lo eres. No eres ese tipo de persona en absoluto.

Gail cambió de postura en aquella butaca enorme y mullida y estudió el estado del esmalte de sus uñas para evitar alzar la mirada, pero al final, le miró.

—Probablemente terminaré abofeteándome a mí misma por preguntarlo, pero según tú... ¿qué tipo de mujer soy?

—Una mujer honesta, sincera y con un corazón demasiado bueno para su propio bien —frunció el ceño como si aquellas fueran cosas terribles, el último impacto de los muchos que había recibido últimamente—. Como te acabo de decir, eres una mujer inocente.

—Y el hecho de que sea inocente te gusta tan poco como que sea dura e inflexible.

Simon intentó aflojarse el nudo de la corbata con una mano.

—Ahí es donde te equivocas. La inocencia es algo que ansío. Es algo tan raro en mi mundo que me atrae de manera inmediata. Esa es la razón por la que creo que podríamos tener algún problema.

—¿Admirar uno de mis rasgos positivos es un problema?

—Podría llegar a serlo para ti. Así que añadiré mi propia voz a la de todos los que han intentando advertirte contra mí. Si sabes lo que te conviene, sal ahora mismo por esa puerta y pide que anulen este matrimonio.

Lo estaba diciendo en serio.

—Ya veo que tienes mucha confianza en el éxito de nuestra relación. Es alentador.

—Me estoy sintiendo culpable —le aclaró.

—¿Por haber hecho unos votos que no significan nada para ti?

—Porque sé que, probablemente, terminaré destruyendo tu inocencia.

—¿Y cómo crees que lo vas a hacer?

—Tú no has vivido las cosas que yo he vivido. No has perdido la capacidad de enamorarte —volvió la cabeza hacia la puerta—. Así que vete ahora que todavía estás a tiempo. Seguiré siendo tu cliente y haré todo lo que necesites para ayudarte a que tu negocio vuelva a asentarse sobre un terreno sólido.

¿Y qué haría él? ¿Continuar batallando contra sus demonios sin la ayuda del alcohol? Realmente, había destrozado su vida. Gail no estaba segura de que se mereciera la segunda oportunidad que había decidido darle, pero ella quería que la aprovechara.

—Estás interpretando demasiadas cosas a partir de un beso. Mi gesto no ha significado nada. He reaccionado como lo he hecho porque me avergonzaba estar delante de otros.

Simon no dijo nada. Pero su expresión escéptica la picó.

—Vamos, no eres tan irresistible.

Y le bastaría recordarse los peligros que envolvía enamorarse de un hombre como él para no perder la cabeza. No se había metido en aquella relación con los ojos cerrados. Incluso él mismo le había puesto al tanto de todas sus limitaciones.

Simon deslizó la mirada sobre ella.

—Le doy una semana.

—¿Una semana para qué?

—Eso es lo que creo que durará tu norma de nada de sexo.

La conciencia de su propio cuerpo, que la había golpeado cuando se había visto entre sus brazos, regresó como si estuviera buscando venganza. Le deseaba y él lo sabía. Le había deseado desde la primera vez que le había visto en la gran pantalla.

Pero eran muchas las mujeres que le deseaban. Y ella no era tan estúpida como para actuar en función de ese deseo.

—Deja de intentar asustarme. Ya hemos llegado demasiado lejos y vamos a intentar salir adelante —se levantó—. Me voy a casa a preparar las maletas. Y te sugiero que vayas haciendo las tuyas. Mañana por la mañana salimos hacia Whiskey Creek.

—¿No vas a dormir aquí esta noche?

—No.

Simon se rio suavemente.

—¿Lo ves?

Eso no demostraba nada.

—¿Si veo qué?

—Lo has sentido.

—No he sentido nada. Y ahora tengo muchas cosas que hacer —le dijo.

Pero también tendría que dormir en algún momento. Y el hecho de que hubiera decidido quedarse en su propia cama en vez de ir a otra parte significaba algo incluso para ella.

Simon se tensó cuando Gail pasó por delante de él, pero no la detuvo. Tampoco intentó convencerla de que no se fuera.

—Iremos a Whiskey Creek en mi Lexus, así que procura estar preparado para cuando te llame por la mañana —le dijo, y se marchó.

Capítulo 15

La presentación del pueblo de Gail empezó con una señal en una carretera plagada de curvas que estaban recorriendo desde que habían abandonado la autopista. Bienvenido a Whiskey Creek, el corazón del País del Oro. Pasaron por varios pueblos, todos ellos similares en tamaño y arquitectura. Jackson y Sutter Creek también eran pueblos creados durante la fiebre del oro, a principios del diecinueve, y así lo parecían. Pero Whiskey Creek tenía algo diferente. Aunque era algo sutil, Simon lo notó inmediatamente. Había una unidad perceptible, un cierto orgullo que se evidenciaba en la manera de conservar y cuidar los edificios que le hacían pensar que aquel debería haberse llamado el Valle Feliz.

—¿En qué estás pensando? —Gail se ajustó el cinturón de seguridad para poder volverse hacia él.

—Es... interesante.

Simon había insistido en conducir, aunque no estaba familiarizado con la ruta. Tenía que dar cierta imagen de control, así que Gail no se lo había impedido. Y ella parecía encantada de hacer el papel de copiloto.

—¿No te gusta?

Simon apoyó la mano izquierda en el volante y utilizó la mano herida para colocarse las gafas de sol y poder mirar mejor.

—El paisaje es maravilloso, pero nunca he vivido en un sitio tan pequeño. No sé si me adaptaré.

—No hay nada como este paisaje. Sobre todo en otoño.

A Simon le sorprendió que Gail quisiera tanto a aquel lugar. Aunque nunca habían llegado a socializar de verdad, habían pasado mucho tiempo juntos cuando él era su cliente. Y aparte de alguna mención especial a su procedencia, Gail nunca había hablado mucho de Whiskey Creek. Pero, en realidad, siempre se había comportado con él como una estirada mujer de negocios. Aquella era la primera vez que se asomaba a su pasado. Hasta entonces, no había tenido ningún motivo para interesarse por él.

—¿Por qué te fuiste de aquí? —le preguntó.

Gail bajó el volumen de la radio.

—Por la misma razón por la que sigo viniendo. Mi familia vive aquí y conozco a todo el mundo.

—¿Y eso es malo?

—Mi padre puede ser... un poco autoritario y dogmático.

Simon ya tenía esa impresión.

—Y cuando conoces a todo el mundo, no tienes ninguna oportunidad, salvo la de cumplir las expectativas de los demás —añadió—. Puede llegar a ser un poco... claustrofóbico —elevó los ojos al cielo—. Y después están los cotilleos.

—Me cuesta imaginarme que hayan podido hablar de ti. Tú siempre cumples las normas —la miró de reojo para ver si ponía alguna objeción a aquel comentario.

—Yo también he tenido mis momentos estelares.

—Dime uno.

—No, gracias. Esos incidentes ya fueron suficientemente dolorosos cuando ocurrieron. No necesito revivirlos —rebuscó en el bolso y sacó un paquete de chicles—. Por supuesto, ahora que estamos casados, también me convertiré en un tema de conversación.

—A diferencia de ti, yo estoy acostumbrado a que hablen de mí —sacudió la cabeza cuando Gail le ofreció un chicle—. Creo que no podría sentirme como en casa si no soy el centro de atención —bromeó.

—En ese caso, ten sentirás como en casa —le dirigió una sonrisa—. En cualquier caso, tuve que irme. En Whiskey Creek no hay demasiadas oportunidades para una relaciones públicas.

—¿Y en Sacramento? Por lo que he visto, no está lejos.

—Está a una hora de aquí, demasiada distancia para ir y venir a diario. A no ser que quieras dirigir un almacén o a lo mejor montar un hostal, y aquí ya tenemos dos, es difícil tener suerte en el mundo de los negocios.

Simon señaló entonces el hostal A Room with a View. Era un pintoresco edificio victoriano que sobresalía en la calle principal, en un lugar en el que la carretera hacía un giro de noventa grados.

—Dime que podemos quedarnos aquí —le pidió a Gail.

Pero sabía que no era probable que cambiara de opinión. Gail le había dicho que se quedarían a vivir con su padre hasta que encontraran una casa de alquiler. Simon le había oído confirmarlo por teléfono. Iban a ser los invitados de Martin DeMarco, aunque él no fuera particularmente bienvenido en su casa.

—Tendremos que quedarnos en casa de mi padre por lo menos durante un par de días o no nos lo perdonará nunca —le explicó.

—¿Tenemos? Yo sé que no me quiere en su casa.

—No permitiré que te rechace. Estamos casados y vamos juntos a todas partes.

—¡Me está rescatando una mujer! —suspiró—. No puedo creer que mi vida haya caído tan bajo.

Si pensaba que de esa manera iba a conseguir un poco de compasión, se equivocaba.

—Espero que te resulte todo lo humillante que pueda llegar a ser.

—Me alegro de que mi ego sea indestructible.

Desvió la mirada hacia el escote del vestido, que llevaba todo el día distrayéndole. Por mucho que no quisiera encontrar demasiado atractiva a su esposa, puesto que ambos sabían que lo mejor era manejar su relación como una simple transacción comercial, estaba intrigado a muchos niveles. En primer lugar, le gustaba su personalidad. Siempre había admirado que fuera una mujer de pensamiento rápido, seria y con un planteamiento honesto de la vida. En caso contrario, no la habría contratado como publicista. Pero había algo más. Había algo en ella que le hacía sentirse... bien. Era una mujer que le inspiraba.

Si la cosa no iba más allá, los siguientes dos años transcurrirían sin incidentes. Pero durante los últimos días, no había parado de preguntarse por qué no se habría fijado antes en que tenía una piel perfecta. O en el gesto tan atractivo que hacía con los labios cuando quería reprocharle sus tonterías.

—Ya basta —le advirtió Gail, y le dio un golpe en el hombro.

—¿Qué pasa?

—Que lleves gafas de sol no significa que no sepa hacia dónde estás mirando.

Había sido desde el beso con el que había terminado la boda, se dijo Simon. Desde que Gail se había apartado en cuanto le había rozado los labios, había estado pensando en volver a besarla. Y no le hacía ninguna gracia. Si no tenía cuidado, acabaría hundiéndola antes de que ella pudiera rescatarle a él.

—Si te molesto, no me importaría nada en absoluto quedarme en un hostal.

—Buen intento, pero no voy a presentarme delante de mi padre sin ti.

El recuerdo de lo que estaba a punto de afrontar apagó rápidamente la libido de Simon.

—¿Hasta qué punto es un hombre difícil el señor DeMarco? —le preguntó, disminuyendo la velocidad al llegar al semáforo.

—¿Qué quieres decir?

El semáforo se puso en verde antes de que hubiera tenido que detenerle.

—Nunca te ha maltratado...

—¡No! Y espero no haberte dado esa impresión. Es un buen hombre, de verdad. Es solo que... espera mucho de mí y por eso es muy fácil desilusionarle. La fuerza de su personalidad puede llegar a ser difícil de asimilar.

Simon consideró lo que acababa de decirle y esbozó una mueca.

—No me llevo bien con las figuras de autoridad.

Gail no intentó convencerle de lo contrario. También eso era algo que la hacía especial. Si decía algo, podía creerla.

—No estoy bromeando.

Simon movió el asiento para darle más espacio a sus piernas.

—Entonces... ¿cómo crees que va salir todo?

—Ya lo averiguaremos —contestó—. Por lo menos, estoy segura de que será interesante.

Además del hostal, pasaron por una tienda llamada Eureka Treasures, por el café Black Gold, por una tienda de dulces y por diversos restaurantes de tipo familiar, entre ellos, uno llamado Just Like Mom’s, que parecía salido directamente de los años sesenta. No había ningún establecimiento de comida rápida, ni ninguna cadena de alimentación, al menos que Simon hubiera podido ver, un rasgo que caracterizaba a aquella localidad y a otras de la zona.

Al final de la calle había una oficina de correos, una tienda de bicicletas y una barbería anunciada con el tradicional poste de la entrada.

—¿Cuándo nos trasladaremos a nuestra propia casa?

Llegó al segundo semáforo, desvió la mirada y vio varios carteles pegados en el escaparate de la ferretería Harvey. Uno de ellos anunciaba una excursión a una mina de oro. El otro incitaba a hacer espeleología en un lugar llamado Moaning Caverns. El escaparate que había detrás de los folletos mostraba la típica decoración de Halloween.

—En cuanto Kathy Carmichael, que trabaja en la inmobiliaria KC’s Gold Country Realty, sea capaz de encontrarnos una casa que nos convenga.

En la colina que tenían a la derecha, se alzaban varias casas centenarias. Otras, las que estaban a lo largo de Sutter Street, se habían convertido en tiendas de regalos y en galerías de arte.

—No parece que haya un gran mercado inmobiliario por la zona. ¿Crees que tendremos donde elegir?

—No creo que haya mucho, pero... —le dirigió una sonrisa traviesa—, gracias a ti, el dinero no supondrá ningún problema, así que elegiremos lo mejor que encontremos. Encontrar un terreno en el que puedas empezar a construir tu propia casa nos llevará más tiempo.

No, si él podía evitarlo. Necesitaba mantenerse ocupado si no quería volver a sus viejos hábitos antes de que Gail tuviera tiempo de arquear una ceja en señal de desaprobación. Aquella mujer le estaba desarticulando todos los mecanismos de defensa. Hasta entonces, no podía decir que le hubieran funcionado particularmente bien, pero siempre le habían proporcionado una forma de escapar.

—Supongo que eres consciente de que nunca he llevado adelante un proyecto de tanta envergadura.

—Tengo un amigo que es constructor. Estoy segura de que estará encantado de proporcionarte todo el apoyo y la orientación que necesites... a cambio de una cierta cantidad de dinero.

—¿Y crees que podemos construir una casa durante el tiempo que piensas quedarte aquí?

—Probablemente, no, pero siempre podrá terminarla Riley cuando vuelvas a Los Ángeles. Así tendremos un lugar en el que quedarnos cuando vengamos de visita —Gail adoptó una expresión de burlona inocencia—. A no ser que prefieras quedarte en casa de mi padre cada vez que volvamos...

—Entendido —gruñó.

Gail fijó entonces su atención en el pueblo, como si estuviera tomando nota de los sutiles cambios que podían haberse producido durante su ausencia, pero él volvió a romper el silencio otra vez.

—Entonces, lo de los tres meses lo dijiste en serio, ¿verdad? Tengo que estar aquí tres meses y después, nuestros días en Whiskey Creek se habrán terminado, salvo por alguna que otra visita ocasional.

Gail posó la mano en su brazo.

—Dale una oportunidad a este lugar, ¿de acuerdo? —señaló una calle estrecha que giraba a la derecha—. Tuerce aquí.

Martin DeMarco era un hombre de unos sesenta años, de pelo pelirrojo y entrecano, postura erguida, hombros anchos y manos suficientemente grandes como para golpear una pelota de béisbol. Trataba a Simon con fría reserva, ni siquiera le miraba directamente, pero no dijo nada que pudiera resultar inconveniente. De hecho, no dijo nada en absoluto. Recibió a su hija con una tensa inclinación de cabeza y soportó apenas una breve presentación. Después, ayudó a sacar el equipaje del coche y a llevarlo al antiguo dormitorio de Gail en aquella casa que tenía el aspecto de una enorme cabaña. Tras dejar la maleta de su hija en el suelo, le dirigió a Simon una mirada larga y escrutadora, frunció el ceño como si no le hiciera ninguna gracia lo que veía y se volvió de nuevo hacia su hija.

—La cena está en el frigorífico. Puedes calentártela si tienes hambre —no lo dijo, pero la insinuación estaba allí, «y dale de cenar también a él si no queda otro remedio»—. Ha surgido un problema en la gasolinera, pero no creo que tarde mucho en solucionarlo.

—¿Es algo serio?

—No, es Robbie. No es capaz de abrir la caja para dar el cambio. El muy idiota...

—¿Dónde está su madre? Yo creía que ella le estaba enseñando.

—Sí, es ella la que le está preparando. Pero hoy no se encuentra bien y es la primera noche que Robbie va a quedarse solo en la gasolinera.

—Terminará aprendiendo.

Con un gruñido escéptico, el señor DeMarco se fue. Pero, por lo que a Simon se refería, su ausencia no sirvió para mejorar la situación. Joe, el hermano mayor de Gail, estaba todavía en casa y era igual de alto, imponente y contrario a la elección de marido de Gail que su padre. Desde que habían llegado, se había pasado todo el tiempo apoyado contra el mostrador de la cocina, bebiendo café y midiendo a Simon con la mirada.

Cuando regresaron a la cocina, la desaprobación que emanaba de él resultaba casi ofensiva, pero Simon ya esperaba encontrarse con aquella reacción. Hizo todo lo posible para ignorarlo... hasta que el sonido del motor del padre de Gail desapareció y Joe se dirigió a él.

—Así que tú eres el broncas.

—¡Joe! No tienes por qué ser tan grosero —gritó Gail, pero Simon la acalló.

No quería que le defendiera. Se enfrentaría a aquella gente con sus propios medios. A lo mejor conseguía que terminara dándole una patada en el trasero aquel gigante, pero no estaba seguro de que fuera tan terrible. Un poco de violencia le proporcionaría una salida a aquellos sentimientos que ya no podía adormecer con el sexo y el alcohol. Su genio nunca había estado tan cerca de aflorar a la superficie.

—Sí, soy yo —adoptó aquel aire engreído que tan eficaz era a la hora de enervar a alguien—. ¿Cómo lo sabes?

—Leo los periódicos.

Simon bajó la voz como si estuviera divulgando un hecho que Joe ya debía saber, aunque era demasiado estúpido como para comprenderlo.

—¿Te refieres a los tabloides? Porque, por si no te has enterado todavía, están llenos de mentiras —volvió a subir de nuevo la voz—. Pero no dejes que eso cambie la opinión que tienes sobre mí. Soy tan broncas como dicen.

—Y muy gracioso también. Eso me gusta —Joe levantó la taza de café y sonrió. Habría parecido perfectamente relajado si no hubiera sido porque la flexión del músculo de su mejilla indicaba todo lo contrario—. Pero el hecho de que seas una estrella del cine no significa mucho para mí.

Simon sintió que todos sus músculos se tensaban.

—¿Entonces por qué has sacado el tema?

Joe bajó la taza y se enderezó.

—Hay algo que deberías saber.

—Joe...

Gail intentó intervenir. Había estado mirándolos alternativamente con expresión preocupada, pero Simon la colocó tras él para que no pudiera interponerse en su camino.

—¿Y es?

—No me importa lo rico y famoso que seas, ni todos los líos de los que estás acostumbrado a salir de rositas. Aquí tendrás que andarte con cuidado. En cuanto te metas con alguien en Whiskey Creek, rápidamente te bajarán los humos. Y si se te ocurre engañar a mi hermana, te pondré yo mismo en tu lugar, ¿comprendido?

Se merecía la falta de fe y la censura, así que Simon intentó asimilarlo como un hombre. Pero no era fácil cuando procedían de una persona que no tenía la menor idea de cómo había sido su vida con Bella.

—No os pondré en una situación embarazosa ni a ti ni a tu familia, te lo juro.

Joe se volvió para enjuagar la taza.

—Más te vale —musitó casi para sí.

Si no hubiera añadido aquel comentario, Simon habría sido capaz de callar. Pero después de aquello, las palabras de enfado que había estado conteniendo volvieron de nuevo a su boca.

—Ahora que ya sabemos los problemas que hubo en mi matrimonio, ¿qué pasó con el tuyo?

Aquella pregunta pilló a Joe completamente desprevenido. Debido a su tamaño, seguramente pensaba que tenía derecho a pavonearse y a representar su papel de hermano mayor sin que nadie le respondiera.

—¿Puedes repetir lo que acabas de decir?

—Ya me has oído.

—Eso no es asunto tuyo —Joe se secó las manos y tiró el trapo de cocina a un lado.

—Simon... —le advirtió Gail, pero Simon la ignoró.

—¿Así que tú puedes airear mis defectos y yo no puedo decirte nada a ti?

Joe soltó una risa burlona.

—No sé de qué estás hablando.

—Claro que lo sabes. No creo que muchas mujeres se separen de un marido perfecto.

Al ver que Joe se sonrojaba, Simon pensó que estaba a punto de comenzar la pelea. Joe le sacaba más de diez centímetros y veinte kilos. Con una mano herida, Simon no tendría ni siquiera la oportunidad de darle un puñetazo decente. Pero no iba a dar marcha atrás. Ya le estaba resultando suficientemente difícil cambiar su vida sin tener que tragarse toda la porquería que estaba soltando aquel tipo.

Afortunadamente, Joe se controló. Respirando a toda velocidad, le dirigió a su hermana una mirada acusadora, como si hubiera sido ella la que hubiera provocado aquella situación, y salió a grandes zancadas. Un segundo después, su camioneta cobraba vida y los neumáticos rechinaban sobre el asfalto mientras se alejaba por el camino de entrada a la casa.

—Vaya —musitó Gail, y se dejó caer en una de las sillas de la mesa de la cocina.

Preparado para seguir defendiéndose, Simon giró sobre sus talones para enfrentarse también a ella. Pensaba que estaría enfadada con él por no haber aceptado el comportamiento abusivo de su hermano, pero las palabras de Gail le sorprendieron.

—Buen trabajo.

—¿Buen trabajo? Pero si he empezado enfadando a tu hermano.

—Él ya estaba enfadado. Probablemente, incluso ha estado esperando a decirte todo lo que te ha dicho desde que anuncié que íbamos a casarnos.

Simon se dio un par de segundos para procesar el hecho de que no iba a ponerse contra él.

—Pero ahora me odia.

—No pasa nada. Por lo menos entiende que no te vas a dejar intimidar. El respeto es más importante que ninguna otra cosa. Es necesario para fundamentar cualquier relación. Pero, y te lo digo solo para que no termines metiéndote en algo que no estás preparado para afrontar, tienes que ser consciente de que mi hermano tiene sus límites.

—Yo también —musitó.

Gail le miró con expresión burlona.

—¿Cómo lo sabías?

Simon no tenía la menor idea de a qué se refería.

—¿Qué?

—Que estaba casado y que Suzie le dejó.

—Hay una fotografía suya en el pasillo en la que aparece con una mujer y dos niñas.

—¡Ah, claro! Pero podía haberla dejado él.

—He imaginado que, si ese fuera el caso, no estaría viviendo aquí.

—Ya entiendo —lo estudió con atención—. Debe de ser duro acostumbrarse...

—Puedo soportarlo. No te preocupes por mí.

Pero de pronto, tenía tantas ganas de beber alcohol que apenas podía reprimir la necesidad de salir a buscar el bar o la tienda de licores más cercanos.

—Salgamos de aquí, vamos a cenar.

Gail vaciló un instante.

—¿Estás seguro de que estás bien?

—Sí, estoy bien.

—Hay un restaurante italiano en la esquina.

—Genial, a lo mejor también hay un casino.

—Pues la verdad es que sí. Algunas de las personas del pueblo trabajan allí, pero no estoy segura de que sea muy recomendable para ti —tomó el bolso—. ¿Sigues a la caza de un vicio aceptable?

Simon sacó las llaves del coche del bolsillo.

—Necesito alguna clase de distracción. Y supongo que tú no vas a proporcionármela.

-¿Qué le pasó en la mano?

Gail estaba sentada a la mesa de la cocina. Estaba a solas con su padre, que permanecía de pie frente al fregadero. Simon la había dejado en casa después de cenar y, aunque ella no era muy partidaria por los riesgos que entrañaba, había insistido en ir al casino. Decía que necesitaba una tregua, pasar algún tiempo a solas. Al final, Gail había cedido porque sabía que si le agobiaba o le presionaba en exceso, acabaría encontrando el fracaso que estaba intentando evitar. Además, quería pasar algún tiempo a solas con su familia para limar las asperezas provocadas por su matrimonio.

—Tuvo un accidente con una sierra eléctrica.

El olor del café recién hecho se extendía por toda la habitación mientras su padre la miraba con expresión escéptica.

—¿Estás segura de que no se lo ha hecho en otra pelea? ¿No ha vuelto a enfrentarse con el hermano de su mujer?

Gail frunció el ceño.

—Sí, estoy segura.

Entrar en más detalles no la ayudaría a convencer a Martin de que había hecho una buena elección.

Martin chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.

—¿Cómo se te ha ocurrido casarte con un hombre como él, Gail?

—¿Un hombre como él? —repitió.

—Alguien tan... vacío, tan estúpido, tan imprudente...

Como parecía seguir buscando más adjetivos, Gail le interrumpió antes de que continuara.

—Simon es cualquier cosa menos estúpido.

Los otros insultos también la habían puesto a la defensiva. En realidad, antes de que llegaran a aquel acuerdo, ella sentía la misma irritación y el mismo desprecio por la conducta de Simon. Simpatizaba completamente con Bella. Pero la falta de reacción de Simon cuando se había hecho el corte en la mano le había hecho darse cuenta de que su conducta no era el resultado del elitismo o la arrogancia, como la mayoría de la gente pensaba. Estaba tan destrozado emocionalmente que no había sido capaz de reaccionar.

Querría que su padre y todos los demás analizaran el pasado de Simon desde la perspectiva correcta, pero Simon no permitiría que nadie se acercara lo suficiente a él como para comprenderle. Si no hubiera sido por aquel accidente, tampoco ella habría podido entenderle.

—Está pasando una época muy difícil.

—Sí, eso ya lo has dicho. Pero si lo dices por lo del divorcio, no me lo creo. Yo también tuve que soportar un divorcio, tenía hijos a los que criar y no tenía mucho dinero.

Su madre había abandonado a su padre por un antiguo amor de juventud. Continuaba casada con él y vivían en Phoenix. Gail sabía lo doloroso que había sido para Martin perder a Linda. También sabía que aquel divorcio le había cambiado tanto como a Simon el divorciarse de su esposa. Evidentemente, Martin pensaba que su situación había sido mucho más difícil, pero ella no estaba tan convencida. Por lo menos, él no había tenido que soportar las complicaciones que entrañaba la fama ni había tenido a los medios de comunicación explicando cada uno de los más sórdidos detalles de su matrimonio, lo que empeoraba mucho la situación, sobre todo para un hombre orgulloso. A raíz de su divorcio, Martin se había convertido en un hombre estricto y controlador, sobre todo en lo que a Joe y a ella concernía. Gail sospechaba que su madre habría continuado formando parte de sus vidas si no hubiera sido por su padre, que era un hombre autoritario y de difícil trato.

A Gail le habría gustado decirle todas esas cosas, pero sabía que su padre no se tomaría bien aquellas críticas. Además, aunque él tenía derecho a mencionar a su madre, Linda era un tema tabú para todos los demás incluso al cabo de tantos años.

—Merece la pena intentar salvar a un hombre como Simon —se limitó a decir.

—¿Eso es lo que estás haciendo? ¿Intentar salvarle? —la señaló con un dedo—. No puedes salvar a la gente de sí misma, Gail. Y te engañas si piensas lo contrario.

—Entonces... ¿Debería renunciar sin intentarlo siquiera? —le preguntó desafiante.

Martin no parecía tener respuesta para eso.

—Ya estamos casados, papá. Lo único que te estoy pidiendo es que le trates con cierto respeto mientras estemos aquí, que le des una oportunidad.

La puerta se abrió y ambos alzaron la mirada. Gail temió que fuera Simon. Todavía no estaba preparada para enfrentarse a él. Pero fue Joe el que entró.

Su hermano recorrió la cocina con la mirada y después miró furioso a su hermana.

—¿Dónde está el niño bonito?

Gail cuadró los hombros y se preparó para enfrentarse a los dos en el caso de que fuera necesario.

—Tú empezaste la discusión, Joe.

Su padre sacó una de las sillas de la cocina y se sentó enfrente de su hija.

—¿Qué discusión?

—Cuando te has ido, Joe ha intentado humillar a Simon —le explicó Gail.

—Seguro que no ha sido para tanto —respondió su padre con ironía.

Gail se cruzó de brazos.

—A lo mejor no, pero seguro que se ha arrepentido de haberlo hecho. Simon se siente atacado por todas partes. Saltará ante cualquier cosa, aunque sea él el que se lleve la peor parte en el caso de que termine habiendo una pelea.

—¿Por qué le has traído a casa? —preguntó Joe—. Tú sabes lo que pensamos.

Gail apartó la silla de la mesa y se levantó. Su padre y su hermano eran tan... autoritarios que la intimidaban incluso cuando no se ponían los dos en su contra.

—¿Qué quieres decir? ¿Que debería haber venido sin él? ¿O que no debería haber venido? Porque si no nos queréis en casa, podemos irnos perfectamente a un hostal...

Su padre alzó entonces la mano intentando tranquilizarla.

—Tranquila, no hace falta que te vayas. Simon ya está aquí e intentaremos llevar las cosas de la mejor manera posible.

Pero Joe no parecía dispuesto a renunciar tan fácilmente.

—No esperarás que este matrimonio dure mucho, ¿verdad? Porque puedo decirte desde ahora mismo que no va a durar.

Por un instante, Gail deseó poder llevarle la contraria a su hermano, poder demostrarle que se equivocaba. Pero era una locura. En circunstancias normales, Simon no habría recurrido a ella ni para preguntarle la hora. Sin duda alguna, en cuanto recuperara a Ty, regresaría a Hollywood, todas las mujeres volverían a arrojarse a sus brazos y se olvidaría de ella. Estaba con ella por Ty y solo por Ty. Lo había dejado bien claro desde el principio.

—A lo mejor no —admitió—, pero no pasa nada.

—Claro que pasa, Gail —la contradijo su padre—. Estoy seguro de que no quieres tener que pasar por un divorcio, Gail.

—¡Ya es demasiado tarde para preocuparse por eso! He asumido el riesgo y me he casado con él. Ahora lo único que os pido es que no hagáis mi vida y mi matrimonio más difícil rechazando a mi marido.

Sus palabras fueron seguidas por un largo silencio. Había conseguido impactarles, demostrarles que de su conducta no iba a derivarse nada bueno. Por la expresión avergonzada de su hermano y la expresión estoica de su padre, sabía que ambos habían comprendido de pronto que ya era demasiado tarde para convencerla de que no estuviera con Simon.

—Simon necesita amigos. Quiero pediros que le ofrezcáis vuestra amistad y veáis lo que puede devolveros él a cambio. Si queréis odiarle, aseguraros de que es porque realmente se lo merece. No le odiéis por principio.

Joe se inclinó en la silla y apoyó los codos en la mesa.

—Quieres que nos olvidemos de todo lo que hemos oído sobre él y hagamos borrón y cuenta nueva.

Decidida a conseguir un cambio de actitud, Gail volvió a sentarse también.

—¿Por qué no? ¡Ni siquiera le conocéis! Lo único que sabéis sobre él es lo que habéis oído en los medios de comunicación.

—Y lo que tú nos has contado —señaló Joe.

A Gail la aguijoneó entonces su conciencia.

—Me equivoqué al decir lo que dije. Reaccioné basándome en... falsas percepciones. Como estáis haciendo vosotros ahora. En cualquier caso, ¿puedes imaginarte lo que es ir a casa de tu esposa y que te traten como le has tratado tú esta noche?

Joe jugueteó con el cuenco que había en la mesa.

—Sí, lo sé. Mis suegros me odiaban porque no mostraba ningún interés en su religión.

—Exactamente.

—Siempre has sabido cómo hacer que me sienta como una basura.

Gail consiguió esbozar una sonrisa.

—Somos hermanos, ese es mi trabajo.

Su padre se levantó para servirse café.

—Explícame entonces una cosa, Gail. Si estáis tan enamorados, ¿por qué habéis venido a Whiskey Creek y no os habéis ido a disfrutar de la luna de miel en algún lugar más exótico y lujoso?

Gail no pudo mirarle a los ojos.

—Eso tiene que ver con algo más importante que nuestro matrimonio.

—¿Como qué?

El recuerdo de Simon desangrándose en su taller regresó con fuerza. Después de aquello, ni siquiera se le había ocurrido pensar en la luna de miel. En lo único que había pensado entonces había sido en ayudarle a recuperarse.

—Para mí, esta casa siempre ha sido un puerto seguro.

Su padre abrió los ojos de par en par.

—Pero no puede ser el único lugar al que pueda ir una persona tan famosa.

—Ningún otro lugar habría respondido como este a sus necesidades. Es el mejor lugar que conozco. El único en el que realmente confío. Quiero que alcance la tranquilidad que vosotros me habéis dado. Por eso le he traído aquí.

Después de dejar la taza en la mesa, su padre se sentó en cuclillas frente a ella.

—No es un perro abandonado, Gail —le dijo tomándole las manos—. Es una estrella del cine con mucho dinero y que probablemente te romperá el corazón.

—Si me rompe el corazón, que me lo rompa. Es humano, papá. Y está atravesando un infierno. Es cierto que él mismo se ha buscado muchos problemas, pero todo el mundo se equivoca de vez en cuando. Necesita que alguien le ayude a frenar su caída y eso es lo que estoy intentando ofrecerle yo.

Se produjo otro silencio mientras su padre consideraba sus palabras.

—Muy bien —su hermano fue el primero en ceder—. A partir de ahora, me portaré lo mejor que pueda. Al final, siempre consigues que pasemos por el aro. Y supongo que lo sabes, ¿verdad?

A Gail se le llenaron los ojos de lágrimas, algo que a ella misma la sorprendió. No era consciente de que aquello significaba tanto para ella.

—Gracias, Joe. Lo único que os pido es que le deis una oportunidad.

—De acuerdo —su padre le estrechó las manos y se levantó como si quisiera hacerlo oficial—. Por lo que a mí concierne, empezaremos desde cero. Pero si te hace algún daño...

—No puede hacerme daño, papá. Sé lo que puedo esperar de él.

Martin recuperó el café.

—Solo quieres ayudarle, eso es todo.

—Exacto.

No estaba segura de cuándo había cambiado su motivación, de cuándo había comenzado a estar más interesada en ver a Simon completamente recuperado que en salvar su negocio, pero no tenía la menor duda de que estaba mucho más comprometida con aquella relación que antes.

—Por lo menos ahora lo entiendo —dijo su padre—. Pero la compasión no me parece una buena razón para casarse con nadie.

Era más que compasión. Era también la tristeza que le producía verle desperdiciar su potencial, y era también, aunque fuera en una pequeña parte, la adoración que sentía por su estrella de cine favorita. Sabía que aquella adoración era la que asustaba a su familia. Y también la asustaba a ella. A lo mejor la decepcionaba en muchos aspectos, pero siempre era difícil estar a la altura de un ídolo.

—Gracias, papá.

—Eres demasiado buena para un hombre como él —añadió su padre cuando Gail se acercó a él para darle un beso en la mejilla—, pero estoy dispuesto a darle la oportunidad de demostrarme que me equivoco.

Gail les dirigió a los dos una emocionada sonrisa. Sabía que la ayudarían. Siempre lo hacían.

—Gracias.

Capítulo 16

Gail estuvo con la mirada fija en el techo de su dormitorio durante casi tres horas, esperando a que Simon regresara, pero todavía no había llegado. Temía que hubiera conducido hasta Sacramento, hubiera dejado el coche en un aparcamiento y se hubiera ido en avión a Los Ángeles. O que hubiera terminado en casa de alguna de las camareras del casino. Le había pedido a su familia que le diera una oportunidad, pero ni siquiera ella estaba segura de que pudiera confiar plenamente en él. Si cambiar todo lo que necesitaba cambiar hubiera sido fácil, Simon lo habría hecho solo.

Ya había dudado de él en una ocasión y, sin embargo, Simon no había roto su compromiso. Por supuesto, el recuerdo de haberle encontrado herido no ayudaba a que el tiempo pasara más deprisa. Pero no podía haber tenido un accidente de coche, ni haberse metido en una pelea...

Cuando llegó la una y media de la mañana, estaba ya demasiado nerviosa para continuar en la cama. Agarró una sudadera, se la puso encima del pijama y bajó a la cocina. Allí se preparó un chocolate caliente y salió a tomarlo al porche.

El cielo estaba despejado, pero hacía frío, alrededor de unos diez grados. Una delicada brisa susurraba a través de los árboles del jardín, haciendo que las hojas rojas y amarillas que todavía colgaban de las ramas cayeran al suelo. Aquel no era un barrio tradicional. No había aceras ni manzanas. Solo una carretera con dos vecinos a lo lejos, allí donde la carretera se convertía en pista.

Su padre había construido aquella casa poco después de casarse. Joe y ella habían nacido allí.

Se alegraba de haber vuelto. Pero esperaba no haber cometido un error al llevar a Simon con ella.

Como no se lo esperaba, ni siquiera había mirado hacia el camino de la entrada y tardó varios segundos en darse cuenta de que su coche estaba aparcado allí. Parpadeó varias veces e intentó ver el interior.

Simon estaba tras el volante, mirándola. ¿Cuánto tiempo llevaría allí sentado? ¿Y por qué?

Cuando Gail se levantó, Simon salió del coche y comenzó a caminar hacia ella.

—¿Estás bien? —le preguntó Gail.

—No estoy mal. Por lo menos estoy sobrio.

Aquello contestaba una de sus preguntas. Quizá. Gail no estaba segura de que pudiera fiarse de él. Pero por lo menos caminaba sin tambalearse.

Aferrándose a la taza para mantener las manos calientes, esperó a que Simon se acercara para dirigirse de nuevo a él.

—¿Has ganado algo?

Simon se detuvo a un metro de distancia de ella.

—Al principio iba ganando.

—¿Y al final?

—Al final he perdido cerca de veinte de los grandes.

Tampoco arrastraba las palabras al hablar, lo cual la alivió por muchas razones. Una recaída habría echado por tierra todo lo que estaba haciendo para mejorar su imagen, por no hablar de todas las cosas que podían haber sucedido si hubiera conducido estando bebido.

—El juego es un vicio muy caro.

—A lo mejor debería volver a la bebida.

—Eso te saldría más caro todavía.

Simon señaló entonces el porche y la mecedora.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Acostumbrándome a estar en casa.

Simon la miró con expresión incrédula.

—¿De verdad?

—Y preguntándome cuándo ibas a volver.

Imaginaba que no le haría ningún daño admitirlo. Al fin y al cabo, él ya había imaginado que estaría preocupada por él.

—Pensabas que a lo mejor había quebrantado los términos de nuestro acuerdo.

Se sentía mal al dudar de él, pero sabía que los primeros días eran los más difíciles. Y la forma de tratarle de su hermano podría haber sido el desencadenante que le hubiera hecho recurrir al alcohol.

—Sí —admitió.

—He estado a punto —confesó Simon, y la rodeó para entrar en la casa.

Por lo menos era sincero.

Gail esperó unos quince o veinte minutos antes de entrar. No estaba segura de qué podía decirle a Simon. Una parte de ella quería saber qué había supuesto una mayor tentación para él, si el alcohol o las mujeres. Pero como Joshua había señalado, ella no tenía ningún derecho a reclamar nada en el terreno sentimental. Aun así, no resultaba fácil reconocer que el hombre con el que una se había casado por la razón que fuera podía sentir la tentación de irse con otra mujer.

Los dos años siguientes iban a representar para ella un desafío mayor de lo que pensaba.

Cuando consideró que Simon había tenido tiempo suficiente como para meterse en la cama y dormirse, se metió en la casa, lavó la taza y subió lentamente las escaleras. La casa estaba en silencio y todas las luces apagadas. No encendió la luz para no despertar a su padre, o a su hermano, o a Simon, por cierto.

Simon ya estaba en la cama. Veía su silueta recortándose a la luz de la luna que se filtraba por la ventana. La habitación daba al jardín, aunque en realidad no era realmente un jardín, sino un pedazo de terreno que terminaba en la montaña. Como no había vecinos por los alrededores, Gail rara vez se tomaba la molestia de bajar las persianas.

Intentando hacer el menor ruido posible, se quitó la sudadera y se metió en la cama.

Pero Simon no estaba dormido. Cuando cambió de postura, Gail tuvo la sensación de que lo hacía para evitar el contacto con ella, lo cual le daba una idea sobre sus sentimientos.

—¿Te ocurre algo? —le preguntó.

—No estoy seguro de que vaya a quedarme.

Gail había tenido miedo a la renuncia desde el momento en el que había dicho «sí, quiero». La tensión y la preocupación la devoraban desde entonces.

—¿Por que? ¿Qué ha pasado esta noche?

—He estado a punto de volver a Los Ángeles.

¿Eso era lo que había estado haciendo en el coche? ¿Pensar en marcharse?

—Si ha sido por lo de mi hermano, lo siento, yo...

—No ha sido culpa suya —la interrumpió—. Tu hermano tiene derecho a defenderte. Yo también habría estado a la defensiva si se hubiera tratado de mi hermana.

Gail jugueteó nerviosa con la sábana.

—¿Entonces por qué querías irte a Los Ángeles?

—No creo que mi presencia en tu vida pueda suponer nada bueno.

Gail soltó la sábana y rodeó la almohada con el brazo.

—¿Por qué no?

—Porque dentro de dos años terminará, tal y como lo habíamos planeado.

Gail alzó la cabeza e intentó ver su rostro en la oscuridad.

—¿Y qué te hace pensar que yo espero otra cosa?

—Me temo que, en algún momento, salvar tu negocio puede no ser suficiente compensación a cambio de todo lo que vas a sacrificar.

—Para mí esto no es solo una cuestión de dinero. El dinero está por medio, por supuesto. A ti puede no parecerte una gran cantidad, pero para mí es una fortuna. No te confundas, quiero cada penique que voy a ganar y no voy a sentirme mal aceptándolo, eso es así. Pero tendré también la satisfacción de verte retomar las riendas de tu vida. Me siento como si estuviera prestando un importante servicio a los Estados Unidos al ayudarte a salvar tu carrera. Ellos quieren seguir viéndote en las películas, y yo también.

—Pero me temo que no entiendes lo que puede llegar a suceder a un nivel más personal.

—Ya quedó todo claramente especificado en el contrato. ¿Qué más tengo que comprender?

—Las cosas podrían llegar a complicarse mucho.

—Ya son muy complicadas.

—No tanto como podrían llegar a serlo con el tiempo —se frotó la cara—. Esto solo es el principio.

—¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando de expectativas y deseos, de entablar amistad, de las obligaciones que conllevará este matrimonio, de que nos acostumbraremos a tenernos cerca el uno al otro. Estoy hablando de celos, de derechos, de intimidad y de la forma en la que se entrelazarán nuestras vidas, incluyendo relaciones con las personas que nos rodean. Cuando firmamos el contrato, todo parecía muy sencillo. Pero entonces no me caías bien y me parecía imposible que pudieras llegar a gustarme. Desde luego, no esperaba que fuéramos a venir a Whiskey Creek, ni que fuera a conocer a tu familia.

—A veces eres demasiado sincero.

—¡Estoy intentando ser justo!

—¿Ese es el problema? ¿Por eso estás asustado? ¿Porque te gusto?

—Sí, y porque creo que yo también te gusto a ti.

—Y es cierto, pero eso es bueno. Eso significa que nuestro matrimonio no será tan triste como pensábamos.

Se produjeron varios segundos de silencio.

—El problema, Gail, es que yo nunca volveré a enamorarme —le dijo—. Lo entiendes, ¿verdad? No quiero volver a encontrarme en la situación que me encontré con Bella jamás en mi vida. No permitiré que ninguna mujer vuelva a tener tanto poder sobre mí.

Gail se mordió el labio. Simon había estado verdaderamente enamorado de Bella. Todavía estaba enamorado de ella, tal y como Gail imaginaba.

—No pretendo retenerte a mi lado, Simon.

—Lo sé. Ahora mismo eso es cierto. Pero ¿y si eso cambia? ¿Y si hacemos el amor y...?

—No vamos a hacer el amor, ya te lo dije. Si queremos, nuestra relación puede ser muy sencilla. Lo único que tienes que hacer es preocuparte de mantenerte sobrio y actuar como un buen marido en público. Yo cuidaré de mí misma.

Simon la estaba mirando fijamente. Gail podía ver el brillo de sus ojos.

—Solo espero que no termines arrepintiéndote de esto. No quiero dejarte peor que cuando te encontré. Ya llevo demasiado peso sobre mi conciencia.

Dio media vuelta en la cama y se durmió.

Cuando se despertó, Gail descubrió que tenía el rostro presionado contra la espalda de Simon. Este se había puesto unos pantalones de pijama y una camiseta, probablemente porque su cama no era tan grande como la suya y eso significaba que no tenían mucho espacio para evitarse el uno al otro. Pero a Gail no le importaba en aquel momento en particular. Estaba inmensamente aliviada al ver que no se había marchado. Cuando al final había caído rendida en un agitado sueño, lo había hecho temiendo que Simon se fuera.

Pero estaba todavía allí, y parecía haber descansado. Gail estaba tan contenta que le pasó el brazo por la cintura y le dio un beso en la espalda.

—¡Lo has conseguido!

—¿Mm?

Simon cubrió su brazo con el suyo, pero no parecía tener muchas ganas de despertarse.

—Has superado tu primera noche en Whiskey Creek.

Simon la soltó, se estiró y se volvió hacia ella.

—Cerré los ojos y, a partir de entonces, no me he movido en toda la noche. Ni siquiera me acuerdo de la última vez que había dormido tan bien.

Gail se inclinó sonriendo sobre él.

—Es una señal, ¿no te parece?

Simon alargó la mano y le colocó un mechón de pelo tras la oreja.

—¿Qué clase de señal?

—Tu preocupación de anoche era absurda. Estás donde tienes que estar. Me alegro de que no hayas renunciado.

—De todas formas, estaba demasiado cansado como para conducir.

Simon nunca se concedía ningún mérito cuando hacía las cosas bien. Parecía temer que eso pudiera destrozar su imagen de chico malo. Pero Gail estaba tan orgullosa de él que no pudo resistir las ganas de inclinarse para darle un beso en la mejilla sin afeitar.

—Podremos conseguir todo lo que queramos... como amigos.

—Parece que empiezas a sentirte muy cómoda conmigo —comentó Simon cuando Gail se apartó.

—Nos gustamos, ¿recuerdas?

Simon fijó la mirada a la altura de sus senos.

—Creo que me estás empezando a gustar demasiado.

—¿Y eso significa...?

—¿Tienes algo en contra de los amigos con ciertos... derechos?

Gail esbozó una mueca.

—Deja de fingir. Ayer por la noche te comportaste como si la posibilidad de que hubiera sexo entre nosotros fuera algo terrible —le recordó.

—Y lo sería. Pero eso no significa que no me apetezca.

—Lo siento, puede haber muestras de cariño, pero no más intimidad. Creo que esa será la manera de poder superar estos dos años.

Simon se tapó los ojos con el brazo.

—Parece algo seguro, pero aburrido.

Aprovechando que no la estaba mirando, Gail le recorrió con la mirada. Era un hombre muy atractivo, incluso con la huella que había dejado la sábana en su mejilla y el pelo revuelto. A Gail le encantaban los ángulos marcados de su rostro, la suavidad de su piel dorada y la espesura de aquel pelo rebelde.

—¿Te gusta lo que ves?

Gail se sonrojó.

—Sí, te estaba mirando. No creo que sea para tanto. Eres muy guapo, todo el mundo lo sabe.

—No te preocupes, por si no te has enterado todavía, es todo fachada.

La propia Gail lo había creído así, pero ya no lo pensaba. Simon tenía muchas cualidades buenas. Una de ellas era una conciencia activa. ¿Quién lo iba a decir?

—Muy bien. Entonces no me dejaré tentar. «Prudencia» será nuestra nueva palabra clave —dijo, y se levantó de un salto.

Simon irguió la cabeza, apoyándose sobre los brazos, haciendo resaltar sus músculos.

—¿Ya te vas a levantar?

—Nos vamos a levantar los dos.

—¿Por qué? Es muy pronto.

—Hemos quedado para desayunar.

Simon la miró mientras ella rebuscaba en su maletín.

—¿Hemos?

—Sí, los dos, tú y yo.

—¿Y con quién?

—Con los amigos de mi infancia.

—¿A qué hora? —no parecía particularmente entusiasmado.

Gail miró el reloj. Eran las siete y diez.

—Dentro de veinte minutos.

Simon se repantigó en la cama y escondió la cabeza debajo de la almohada.

—¿No podemos retrasarlo una hora o dos?

—Me encantaría. No tenemos tiempo ni para darnos una ducha. Pero... a diferencia de nosotros, ellos tienen que trabajar.

—¿De cuántas personas estamos hablando?

Su voz sonaba amortiguada por el colchón y la almohada, pero Gail le oía perfectamente.

—Eso depende. Han puesto la cita para que vaya todo el que pueda.

—¿Tus amigos saben que has vuelto? ¿Te esperan a ti?

Gail sacó de su equipaje unos vaqueros negros, unas botas de cuero maravillosas y un jersey color turquesa que había comprado con la tarjeta de crédito de Simon en el centro comercial. Era un bonito conjunto que, además, la hacía más delgada. Conocía a sus amigos desde hacía años y la opinión que tenían sobre ella no iba a cambiar, pero quería tener un aspecto decente. Y, desde luego, no quería que su marido la eclipsara, aunque eso era bastante difícil de evitar.

—No, solo se lo dije a mi padre, que es la única persona de aquí capaz de guardar un secreto. Todo el mundo, excepto Joe, está a la espera de noticias.

Callie había intentado ponerse en contacto con ella en varias ocasiones, pero excepto para enviarle algún mensaje diciéndole que era feliz y que no arruinara su felicidad, Gail no había contestado. No se había sentido preparada para enfrentarse a la reacción de Callie cuando se enterara de que se había casado. Pero iba a tener que enfrentarse a ella esa misma mañana, a la reacción de Callie y a la del resto de sus amigos.

Miró por encima del hombro para asegurarse de que Simon todavía tenía la cabeza bajo la almohada y se puso de cara a la pared para cambiarse. Pero un segundo después de que la parte superior del pijama hubiera caído al suelo, la claridad de la voz de Simon le indicó que la estaba mirando directamente a ella.

—Muy bien, esto está yendo demasiado lejos.

Gail le miró. Le descubrió observándola con un interés propio de un depredador. La intensidad de su expresión encendió un fuego dentro de ella, pero hizo todo lo posible para apagarlo.

—Seguro que has visto la espalda desnuda de muchas mujeres.

—Creo que nunca he visto una tan tentadora como la tuya.

—¿Ya estás desesperado?

Se echó a reír para hacerle saber que no se creía ni por lo más remoto que fuera sincero, y él no dijo nada en contra. Pero cuando volvió a hablar, la ligera ronquera de su voz le indicó hasta qué punto le afectaba su desnudez.

—Date la vuelta.

Era un desafío, una orden. Gail se dijo a sí misma que sería una locura responder. Acababan de analizar todas las razones por las que tenían que tener cuidado para no dejar que la situación se complicara en exceso. Pero al definir su relación como una relación de amistad, de alguna manera, le habían quitado mucha presión. A Gail la hacía sentirse más segura, como si pudiera relajarse un poco una vez habían aclarado las normas.

—Solo un momento —intentó engatusarla.

Parecía desesperado. Y la tentación era mucha. Sobre todo teniendo en cuenta que durante los próximos dos años iban a verse en diferentes estados de desnudez continuamente. No supondría ninguna catástrofe que pudiera verla en aquel momento, ¿verdad?

Se dijo a sí misma que debería animarse y hacer algo emocionante para variar, pero vaciló. Ella siempre había sido muy timorata. Y jamás se había sentido tan cerca del estereotipo de la bibliotecaria mojigata como desde que había empezado a frecuentar a Simon.

«Inocente», «puritana» y «sensible». Esas eran las tres palabras que Simon había utilizado para describirla.

Decidida a sorprenderle, se volvió cuando aún tenía valor para ello.

La expresión de Simon mereció la pena. Había conseguido sorprenderle, que era justo lo que pretendía.

—¡Dios mío! —susurró con la mirada pegada a sus senos.

Gail se volvió antes de averiguar lo que podría decir o hacer a continuación. Decidiendo de pronto que prefería arriesgarse a que su padre o su hermano la vieran escaparse al cuarto de baño para cambiarse, se puso el jersey, agarró el sujetador y los vaqueros y salió a toda velocidad.

Había sido un error.

Simon tardó diez minutos enteros en conseguir que su corazón volviera a la normalidad. No debería haber desafiado a Gail. En realidad, estaba bromeando cuando le había lanzado aquel reto. Solo lo había hecho para ver cómo reaccionaba. Gail era tan remilgada y tan correcta que le parecía divertido hacerla sonrojarse.

Lo último que esperaba era que se volviera y le mostrara los senos.

Y, en aquel momento, no era capaz de quitarse aquella imagen de la cabeza.

Desde luego, ella había sido la última que había reído en aquel encuentro.

Gail llamó suavemente a la puerta, la abrió y asomó la cabeza.

—¿Puedo pasar?

—Gail... —comenzó a decir él.

Gail arqueó las cejas.

—¿Qué?

Se estaba comportando como si no hubiera pasado nada. Y, teniendo en cuenta lo que habían hablado la noche anterior, quizá fuera mejor que él también lo hiciera.

—Nada, no importa. Ahora mismo voy.

Capítulo 17

Comparado con el tradicional encanto de Whiskey Creek, el café resultaba bastante normal. Tenía apuntado el menú en la pizarra, presumía de vender solamente café de comercio justo, servía alubias ecológicas y ofrecía té y otras infusiones. Había varias personas sentadas con sus portátiles en las mesas redondas, aprovechando la Wi-Fi gratuita.

—Ahora sí que me siento como en casa.

Simon respiró hondo, disfrutando del reconfortante aroma del café recién molido mientras la puerta se cerraba tras ellos.

Gail no respondió. Estaba ocupada buscando entre la gente.

Saludó a un grupo sentado en una de las dos mesas más grandes.

—¡Ahí están! En esa esquina. Parece que... —inclinó la cabeza para verlos a todos—. Ted, Eve, Callie, Cheyenne, Riley y... ¡Dios mío, Sophia!

—¿Qué tiene de malo Sophia!

Gail bajó la voz.

—No le cae bien a nadie.

—A lo mejor yo tampoco le caigo bien a nadie.

—No te preocupes por eso —le palmeó la espalda—. Esto no va a ser tan difícil como crees.

—¿Por qué voy a creer que va a ser difícil? Conocer a tu familia ha sido muy divertido.

Gail le dio un codazo en las costillas.

—Ya basta de sarcasmos.

Sus amigos no tardaron en verla.

—¡Oh, Dios mío! ¡Pero si está aquí Gail!

—¿Dónde?

—Mira... ¡Y ha traído a Simon!

—¡Allá vamos! —musitó Gail—. Espero que la actuación esté a tu altura.

Simon deseó haberse llevado las gafas de sol. No le importaba que la cafetería estuviera casi en penumbra. En el mundo en el que estaba viviendo desde que Gail había iniciado su última campaña como relaciones públicas, se sentía mucho más vulnerable y al descubierto.

—¡Eh! Que soy un profesional, ¿recuerdas?

Para entonces, ya se había vuelto hacia él toda la clientela de la cafetería. Pero Simon estaba acostumbrado a ser el centro de atención. Fingió no notarlo, esperó a que Gail pidiera y después se pidió él un café solo. Gail corrió hacia sus amigos mientras él pagaba, dejando que se acercara después solo. Pero hizo bien. Unirse al grupo no le resultó tan violento como inicialmente había temido una vez superada la sorpresa de su matrimonio y no tardaron en abordar otros temas de conversación.

Afortunadamente, los amigos de Gail no fueron tan explícitos a la hora de mostrar su desaprobación como lo habían sido el hermano y el padre de Gail. Algunos le miraban de reojo, como si no supieran cómo comportarse en su presencia, pero le sonreían con educación cuando les descubría mirándole y desviaban la atención hacia quienquiera que estuviera hablando o hacia la fruta o el yogur que estaban comiendo.

Mientras ellos hablaban de una y mil cosas, Simon estaba más que encantado de mantenerse en un segundo plano disfrutando del café. Le gustaba observar a Gail, advirtió. Le gustaba lo animada y expresiva que era cuando estaba en su elemento. Por supuesto, también le gustaba recordar la imagen que había visto aquella mañana en el dormitorio, cuando se había vuelto hacia él vestida únicamente con los pantalones del pijama.

—Ted es escritor —le explicó Gail, interrumpiendo el curso de sus pensamientos.

Simon había perdido el hilo de la conversación. Se irguió en el asiento, se aclaró la garganta e intentó fingir que estaba atento.

—¿Y qué clase de libros escribe?

—Novelas policíacas. Ya le han publicado dos.

Tras aquella entusiasta presentación, Simon esperaba que Ted le pidiera el favor habitual. Cientos de autores enviaban sus obras a su productora esperando que se interesara por hacer una adaptación cinematográfica. Pero, para alivio de Simon, la conversación se centró entonces en un tal Kyle Houseman, que no estaba allí. Kyle estaba pasando por un desagradable proceso de divorcio. Y pronto se hizo evidente que todo el mundo culpaba a la esposa.

Simon imaginó que él era el único del grupo que compadecía a la malvada ex. Él sabía lo que se sentía al ser señalado como «el problema». Y también sabía que la culpa de un divorcio nunca estaba tan clara como parecía.

Cuando terminó la conversación sobre el divorcio de Kyle, intervino una mujer de negra melena y la línea del cabello en forma de V en la parte superior de la frente. Eve algo, se llamaba.

—¿Qué os parecería que empezáramos una nueva campaña publicitaria para el Bed & Breakfast basada en las historias de miedo de cuando éramos niños?

—¿Cuando decíamos que el hostal estaba embrujado?

Aquella era Sophia. Simon había notado que cada vez que intentaba participar, todo el mundo se tensaba.

—Lo último que oí fue que querías ocultar la historia del lugar para no espantar a los clientes —dijo.

Eve respondió encogiéndose de hombros, pero no le sostuvo la mirada.

—Es verdad, pero los tiempos cambian. Ahora me gustaría intentar hacer publicidad con un enfoque más agresivo.

Todas aquellas eran personas muy atractivas, pensó Simon. Sophia, con el pelo castaño, los ojos azules y el cutis de porcelana, probablemente era la más guapa, pero su aspecto no le atraía tanto como cabría esperar. Volvió a prestar atención a Eve.

—¿Eres la propietaria de A Room with a View?

Eve se sonrojó, como si la sorprendiera que Simon participara en la conversación.

—No, de otro hostal, el Gold Nudgget. No es tan bonito, ni está tan bien situado.

—Es muy bonito —la regañó Gail—, pero Simon no lo ha visto todavía —se volvió hacia él—. Los padres de Eve lo compraron y lo arreglaron justo después de casarse, así que lleva años siendo propiedad de su familia. Está después de la curva, hacia el norte del pueblo. Cheyenne —señaló a otra de sus amigas—, la ayuda a dirigirlo. Ya te lo enseñaré después.

Riley se sumó a la conversación. Gail le había presentado antes como su amigo el constructor, así que Simon no había olvidado su nombre.

—¿Creéis que la historia que contábamos cuando éramos pequeños era cierta? Se decía que la hija de la pareja que había construido el hostal había muerto asesinada en el sótano.

—Sí, es cierto —contestó Cheyenne.

Había estado escuchando quedamente, pendiente de cada palabra, pero parecía ser la clase de persona que mantenía sus pensamientos para sí.

—La primera vez que vinimos al pueblo, mi madre nos arrastró a mi hermana y a mí hasta el cementerio y nos dijo que si no la cuidábamos cuando estuviera enferma, el mismo demonio que se había llevado a la pequeña Mary Hatfield vendría a por nosotras.

—¡Qué barbaridad!

Era Callie la que lo decía, la única persona del grupo que parecía reacia a aceptar a Simon. Había fruncido el ceño cuando les habían presentado y se tensaba cada vez que la miraba.

—Pero conociéndola, no me sorprende —añadió.

—Ya estabas en el instituto cuando viniste aquí. Espero que no la creyeras.

Cheyenne fijó sus ojos grises en Gail.

—La creí absolutamente. Nadie sabía lo que mi madre era capaz de hacer.

—Fue algo absolutamente innecesario —intervino Ted.

—Exactamente —se mostró de acuerdo Eve—. Habrían cuidado de ella de todas maneras. Mira cómo la tratan ahora que vuelve a tener cáncer.

—Es mi madre, ¿qué otra cosa puedo hacer? —dijo Cheyenne—. En cualquier caso, no me apetece hablar de mi madre. Estábamos hablando del hostal.

—Cuéntales lo que has encontrado en la biblioteca, Chey —la animó Eve.

—Cuéntaselo tú —respondió, pero Gail se unió a la petición de Eve.

—¿Qué has encontrado?

Cheyenne removió la nata con lo que quiera que hubiera pedido, ¿chocolate caliente?, mientras empezaba a hablar.

—Cuando Eve me comentó la idea que se le había ocurrido para hacer publicidad de la pensión, bajé a la biblioteca del condado y estuve investigando sobre su historia. Encontré un artículo de un periódico del uno de agosto de mil ochocientos noventa y ocho en el que decía que el padre había encontrado a la niña estrangulada en el sótano.

Ted asintió.

—Es la misma historia que he oído yo. Nunca averiguaron quién lo hizo.

—De pequeña me daba miedo encontrarme con el fantasma de Mary —recordó Eve.

—¿Y ahora quieres utilizar esa tragedia para hacerte publicidad? —Callie parecía horrorizada—. ¿No crees que es un poco... morboso?

Eve se encogió de hombros.

—Sí, pero ya te he dicho que algo tengo que hacer.

—Desde luego, eso sí que es darle una nueva orientación al negocio —intervino Riley con una risa.

Era evidente que a Eve no le hacía ninguna gracia su actitud.

—¿Le cambiarás el nombre? La Posada de los Espíritus sería un nombre estremecedor.

Eve se reclinó en su asiento y comenzó a jugar con el sobre del azúcar.

—Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa. El edificio necesita una puesta al día y algunas reparaciones y no tengo dinero. No quiero perderlo, así que tengo que ser creativa. Si yo corro con los gastos durante algún tiempo, podría ser capaz de aguantar durante un año o dos hasta que consiga sanear las ganancias.

—Tiene sentido —Gail alargó la mano por encima de la mesa para estrechársela—. Cuando estés lista, te ayudaré a preparar un paquete para la prensa para que se vaya corriendo la voz.

Eve sonrió agradecida.

—No sé... —Riley no parecía muy convencido—. Podría resultar demasiado artificial, Eve.

—No estoy de acuerdo —repuso Cheyenne—. Yo creo que deberíamos intentarlo.

Todo el mundo pareció sorprenderse de que no estuviera de acuerdo con él.

—Actualmente hay mucho interés en todo lo sobrenatural —continuó—. Deberíamos contratar a una adivina y ofrecer lecturas del tarot gratis al registrarse.

Eve se volvió entonces hacia Simon.

—¿A ti qué te parece?

Simon no esperaba ser interpelado, cuando él era, probablemente, el menos indicado para opinar. Intentó pensar en alguna idea que pudiera ser útil.

—Bueno, si lo que quieres es darle una orientación más siniestra, yo sugeriría algún atrezo interesante de diferentes películas para darle un aire a lo Alfred Hitchcock al establecimiento.

—¡Es una idea genial! ¿Pero... no será muy caro?

—No tiene por qué serlo —contestó—. Da la casualidad de que conozco a gente de la industria del cine —oyó algunas risas ante aquella obviedad—. Veré qué se puede hacer.

—Qué amable.

Eve miró a Gail como si quisiera decirle que Simon le caía bien. Pero el ambiente se tensó cuando alguien mencionó a un tal Matt.

—¿No le has visto todavía? —le preguntó Ted a Gail.

Todo el mundo se quedó en silencio. Era obvio que se morían de ganas de hacerle esa misma pregunta.

Gail se sirvió más crema en el café, aunque normalmente no tomaba mucha.

—No, no, todavía no. Llegamos ayer por la noche.

—Ya lleva un par de días por aquí —dijo Sophia—. Anoche le vi en Just Like Mom’s.

—¿Y qué aspecto tiene? —preguntó alguien.

—Está mejor que nunca —contestó Eve.

—¿Y la rodilla? —preguntó Gail.

—La lleva protegida, pero ya puede apoyarse en ella —le explicó Ted.

Gail le puso más crema todavía al café.

—¿Pero podrá volver a jugar?

—Eso es difícil decirlo —respondió Riley—. Nadie lo sabe.

Simon recorrió al grupo con la mirada. Normalmente, lo habría dejado pasar, como había hecho cuando estaban hablando de Kyle Houseman. Pero definitivamente, allí había algún misterio y tenía que ver con Gail.

—¿Matt es...?

Gail contestó antes de que ningún otro lo hiciera.

—Otro amigo.

—Juega al fútbol con los Packers cuando no está lesionado —le aclaró Eve.

—¿También forma parte del grupo?-preguntó Simon, intentando aclararse.

—En realidad no —volvió a contestar Eve—. Quiero decir... que... no forma parte del grupo original. Todos nosotros nos graduamos el mismo año. Matt es tres años mayor.

—Es un gran tipo —Callie lo dijo como si fuera todo lo contrario a Simon.

Y Gail aprovechó aquel momento para mirar la hora.

—¡Eh! ¿Es que nadie tiene que ir a trabajar?

—Sí, Chey y yo ya llegamos tarde —respondió Eve—. Jane está preparando los desayunos, pero nos necesitará para ayudarla a servirlos.

Todo el mundo se levantó. Mientras retiraban los platos y las tazas de las mesas, Callie se llevó a Gail para hablar a solas con ella, pero Simon pudo oír lo que decía.

—¿Qué demonios estás haciendo?

Gail miró a Simon a los ojos por encima de la cabeza de su amiga.

—Nada, ¿por qué?

—No me puedo creer que te hayas casado con él. ¡Tan pronto! ¿No crees que nos habría gustado saberlo antes de enterarnos por la televisión?

—Te dije que estaba saliendo con él.

—Salir con él no es lo mismo que casarse, Gail.

—No ha sido algo planeado, Callie. Sencillamente, lo decidimos de pronto. Todo ha sido muy precipitado.

—Desde luego. Solo espero que no termines divorciada y con el corazón roto a la misma velocidad —Callie dio media vuelta y fulminó a Simon con la mirada—. Has sido muy amable al venir a conocer a la familia, aunque sea demasiado tarde como para que podamos convencerla de que no arruine su vida.

—No sabía que tenía que contar con tu aprobación —respondió Simon secamente.

Callie se volvió hacia Gail y le dijo algo que sonaba muy duro, pero Simon no lo oyó porque Riley se había acercado en aquel momento a él.

—Eh, siento lo de la lesión —señaló la venda que seguía protegiendo los puntos de Simon—. Eso duele.

—Desde luego, me ha servido para apreciar lo a menudo que utilizo la mano derecha.

Simon volvió la cabeza para ver si podía oír algún otro fragmento de la conversación entre Callie y Gail, pero Callie ya se había marchado. Era Sophia la que estaba hablando con Gail en aquel momento.

—¿Qué pensáis hacer hoy? —preguntó Riley, manteniendo una conversación aparte con él.

—Queríamos quedar con una tal Kathy y mirar alguna casa para alquilar.

—¿Pensáis quedaros aquí? —lo preguntó en voz tan alta que todos se volvieron hacia ellos—. ¿Y tu carrera de actor?

Simon levantó la mano herida.

—Voy a tomarme un par de meses libres.

Cuando vio que Gail también estaba pendiente de ellos, Riley le hizo a ella la siguiente pregunta.

—¿Has dejado Big Hit en manos de alguien?

—Sí. Mi ayudante va a encargarse del negocio durante algún tiempo. Estábamos pensando en contratarte para que le ayudes a Simon a construirse una casa.

—Estaría encantado de hacerlo —respondió—. Ya sabes mi número de teléfono. Llámame cuando quieras.

—Parece que vamos a seguir viéndote por aquí —le dijo Sophia a Simon mientras Riley se dirigía hacia la salida—. ¡Es genial! Estaba a punto de deciros que vinierais a cenar algún día a mi casa, si os apetece, claro.

El entusiasmo de Sophia contrastaba de forma acusada con el enfado de Callie. Simon no pudo evitar responder a él.

—Claro. Iremos a cenar, ¿cuándo te va bien?

Sophia pareció aliviada y sorprendida al mismo tiempo, como si no esperara que aceptaran la invitación.

—¿Pasado mañana? Bueno, no sé si estará mi marido en casa. Skip viaja mucho por el trabajo. Pero Alexa sí que estará.

—¿Alexa es...?

—Mi hija.

A Simon le parecía una buena idea. Por lo menos había conocido a alguien que estaba dispuesto a brindarle su amistad.

Gail le agarró del brazo.

—En realidad, todavía no sabemos qué planes tenemos. ¿Podemos llamarte?

A Sophia le tembló brevemente la sonrisa, pero consiguió mantenerla en su lugar.