Trece
—Bueno, ¿qué tal anoche? —preguntó Jasmine, asomando la cabeza al despacho de Skye.
Skye fingió estar enfrascada en la carta que estaba escribiendo.
—Bien.
—¿Eso es todo? ¿No tienes nada más que decir?
Skye frunció el ceño. Esa mañana, al marcharse del apartamento de David, se había ido a casa, se había duchado y había vuelto a la oficina, pero no se había molestado en maquillarse. ¿Tanto se le notaba que estaba cansada y de mal humor?
—¿Qué quieres que diga?
Jasmine entró en el despacho. Era medio hindú y, de las tres, era la que tenía la tez más oscura: una piel dorada y bellísima. Sus ojos almendrados eran de un extraño color azul. Era, además, la más baja y la más delgada de las tres: medía poco más de un metro sesenta y pesaba menos de cuarenta y cinco kilos. Podía comer de todo sin engordar ni un gramo.
—Ya sabes lo que quiero que digas. ¿Te acostaste con él?
Sheridan ya le había hecho la misma pregunta.
—No —contestó Skye, cortante.
—¿No?
Parecía casi tan desilusionada como Skye, pero ésta no quería oírselo decir, ni quería, desde luego, hablar de ello. Intentó releer la frase que acababa de escribir al jefe de policía pidiéndole de nuevo que apoyara los actos que organizaban. Pero le resultaba imposible concentrarse.
—Va a volver con ella, ya os lo he dicho —masculló al ver que Jasmine no se marchaba.
—¿Te lo ha dicho él?
—Más o menos —durante un segundo se pensó si hablarle de la llamada de Lynnette, cuyas palabras le bullían aún dentro de la cabeza porque daban a entender que había perseguido activamente al marido de otra. Pero ella no se había acercado a David mientras estuvo casado. Durante esa época ni siquiera hablaban, salvo alguna vez, por teléfono, brevemente y siempre para tratar asuntos relacionados con Burke. Pero ¿para qué quejarse de Lynnette? ¿Qué importaba ya? Skye estaba decidida a olvidarse de lo que sentía por David. Para desaliento de Sheridan, ya le había pedido a Charlie que fuera con ella a la fiesta de la noche siguiente. Y él había aceptado.
—A ese detective le pasa algo raro —dijo Jasmine, dejándose caer en su sofá.
—Cuando David se compromete a algo, se compromete de verdad.
—¿Significa eso que has terminado con él?
«La carta. Sigue escribiendo la carta. Si no, Jasmine se dará cuenta de que contestar a ese pregunta te está matando».
—Claro. ¿Para qué voy a seguir haciendo el tonto?
—Querer a alguien no es hacer el tonto. La verdad es que a mí también me gustaría enamorarme.
Skye apartó la mirada del ordenador.
—¿Hasta de un hombre que no te correspondiera?
—Hasta de un hombre que no me correspondiera. Tal vez así podría sentir algo además del vacío que siento ahora mismo —suspirando, se recostó en el sofá y miró las fotografías que había encima de su cabeza—. Esto da escalofríos, Skye —dijo en tono mucho menos melancólico—. Lo sabes, ¿no?
Skye se había puesto a teclear otra vez. Sería para nosotras un placer reconocer públicamente lo que ha hecho por el bien de la sociedad y…
—¿Qué es lo que da escalofríos?
—Que tengas fotos de psicópatas en la pared. ¿No te molesta que te miren fijamente?
Skye miró las fotografías.
—Algunas veces. O muchas —reconoció—. Pero también me motivan. Son la razón por la que vengo cada día, a pesar de saber que nunca me haré rica, que nunca estaré del todo a salvo, que nunca podré olvidar lo que he visto u oído.
Jasmine se levantó y dio una palmada.
—Hoy derrochamos buen humor, ¿no te parece?
Mientras siguieran hablando de temas tan serios…
—¿Se sabe algo del hombre que mató a esa niñita de Fort Bragg? —preguntó Skye.
Jasmine palideció y se dirigió hacia la puerta.
—No.
—Lo encontrarán —dijo Skye, sintiéndose culpable por estar tan absorta en sus propios problemas.
Jasmine se detuvo y se volvió hacia ella.
—Trabaja en el aserradero.
Skye se quedó paralizada.
—¿Cómo lo sabes?
—Veo constantemente las sierras. Cada vez que cierro los ojos, hay sierras. Giran y giran haciendo un ruido ensordecedor, cortando tronco tras tronco.
—¿Has llamado a la policía?
—Claro.
—¿Te creen?
—Seguramente no. Pero han prometido tomar una muestra de sangre a todos los trabajadores que estén dispuestos a colaborar.
—¿Tienen un perfil de ADN?
—Todavía no. Pero encontraron semen en el cuerpo y lo han mandado a analizar.
Skye hizo una mueca al imaginarse aquel escenario. Era tan repugnante que necesitó un momento para reponerse. Luego dijo:
—Si el asesino trabaja allí, se negará.
—Y la policía le prestará más atención y tal vez encuentre pruebas para inculparlo.
Skye observó el semblante de su amiga, cuyo don, como siempre, la dejaba atónita y un poco asustada. «Trabaja en el aserradero…».
—¿Puedes decirme dónde trabaja el hombre que me ha estado siguiendo? —preguntó, sólo a medias en broma.
Jasmine se acercó a la mesa con expresión preocupada.
—¿Alguien te ha estado siguiendo?
—Puede que sí. O puede que no. Pero está pasando algo. Sólo que no estoy segura de qué es.
Jasmine frunció el ceño.
—¿Conduce un Jaguar viejo?
A Skye le dio un vuelco el corazón.
—¿Estás…? ¿Qué? ¿Teniendo una especie de visión en la que aparece un Jaguar viejo?
—No —el malentendido hizo reír a Jasmine, pero enseguida se puso seria—. Sheridan dice que anoche había un Jaguar viejo delante de su casa. Se asustó porque era la primera vez que lo veía por el barrio y porque la persona que había dentro pasó horas vigilando el edificio.
—¿Por qué no me ha dicho nada esta mañana, cuando ha venido?
—No creía que tuviera nada que ver contigo y estoy segura de que no quería preocuparte aún más, teniendo en cuenta que Burke sale hoy en libertad.
—Con vuestro afán de protegerme, Sheridan y tú vais a conseguir que me maten, Jasmine.
Su amiga pareció dolida.
—Bonita manera de decirlo —dijo Jasmine al cabo de un momento—. Y además ¿a qué viene asustarnos de nuestra propia sombra? ¿Volvernos paranoicas? ¿Estresarnos aún más?
Siempre valía más prevenir que curar. Pero a Skye no le apetecía discutir sobre ese asunto. Le interesaba más insistir en lo que le había contado Jasmine.
—¿Sheridan pudo verlo bien?
—Llevaba perilla. Eso sí lo vio. Y anillos en las orejas, de ésos que dejan unos agujeros enormes.
Skye se levantó, recordando al hombre del restaurante.
—¿Algo más?
—Se comportaba como si quisiera que lo vieran.
—¿Anotó Sheridan el número de su matrícula?
—Lo intentó. Su vecino y ella salieron a echar un vistazo, pero él había quitado las matrículas. Se rió, agitó una de ellas mirando a Sheridan y se marchó.
Skye no pudo evitar mirar más allá de su amiga, hacia las fotografías de la pared. ¿Era aquel tipo uno de ellos?
No. La nota que le había dado llevaba las iniciales de Oliver. Seguramente, el conductor del Jaguar era un ex presidiario al que Burke había sobornado o contratado para ayudarlo; alguien a quien motivaba el ánimo de lucro, no la sed de sangre.
Pero eso no lo hacía menos peligroso. Sobre todo, si era Oliver Burke quien movía los hilos.
—Papá, te toca a ti.
David agarró su mando de la Play Station e intentó de nuevo concentrarse en la partida que estaba jugando con su hijo. Pero su mente estaba ocupada en otras cosas. Había llegado tarde a recoger a Jeremy y, al ir a buscarlo a casa, Lynnette no le había dirigido la palabra, lo cual significaba probablemente que Jeremy ya le había contado que había visto a Skye en su apartamento. Confiaba en que su hijo hubiera omitido el detalle de los calzoncillos, pero lo dudaba. Sus padres no habían sacado a relucir el asunto cuando se habían visto todos para cenar, una hora después, pero parecían preocupados. Y Sheridan lo había llamado por teléfono hacía un par de horas para decirle que la noche anterior había un tipo sospechoso rondando por su casa.
Eso era lo que más le había inquietado. Sobre todo al saber que la descripción de aquel tipo coincidía con la del hombre que había abordado a Skye en el restaurante.
Enseguida había llamado a jefatura para dejar las señas de Sheridan y de Jasmine y pedir que un par de agentes se pasaran por allí periódicamente. Skye vivía demasiado lejos. Para conseguir que algún policía se pasara por su casa, había tenido que ponerse en contacto con el departamento del sheriff. Por suerte, el ayudante con el que había hablado, un tal Meeks, le había parecido comprensivo y dispuesto a echar una mano. Había prometido ocuparse del asunto y llamarlo si veía algún Jaguar blanco o cualquier otra cosa sospechosa.
David no había vuelto a tener noticias suyas y confiaba en que ello significara que podía relajarse. Pero todavía era temprano. Tanto que tenía ganas de ir a echar un vistazo por sí mismo. Normalmente le encantaba estar con Jeremy, pero esa noche le inquietaba demasiado que quienes se estaban encargando de vigilar pasaran algo por alto.
—¡Otra vez has estrellado el coche y has muerto! —se rió Jeremy—. Hoy no das una.
Porque le preocupaba demasiado que muriera alguien de verdad. Había intentado hablar con Skye para decirle que Oliver había sido apuñalado, confiando en que ello aliviara en parte sus temores, pero se había encontrado con el contestador automático de su casa, con el buzón de voz de su móvil y, por último, con un voluntario de la oficina que le había dicho que no sabía dónde había ido Skye. David estaba seguro de haber oído su voz de fondo. Tenía la sensación de que ella estaba justo detrás del voluntario, diciéndole «dile que no estoy», así que no se había preocupado. Hubiera deseado, sin embargo, que ella lo llamara.
Pero cuando sonó el teléfono fue la voz de Tiny la que oyó.
Le dijo a Jeremy que pulsara el botón de un solo jugador y logró disimular su decepción.
—¿Cómo está Burke?
—Pálido, encogido y débil. Igual que siempre, menos por la herida.
David se rió. Sentaba bien desprenderse de un poco de tensión. Pero aquello no era cosa de risa. El hecho de que el aspecto de Burke fuera tan engañoso lo hacía aún más peligroso.
—¿Has conseguido alguna información en San Quintín que pueda ayudarnos?
—T.J., el tipo que lo apuñaló, tenía ganas de hablar.
—¿Qué te dijo?
—Que Burke está obsesionado con Skye Kellerman. Que recortaba todos los artículos en los que se la mencionaba, que hablaba de ella más que de su mujer y su hija, que se entregaba a fantasías sexuales que siempre parecían girar en torno a ella y que tenía fotografías suyas pegadas dentro de las tapas de un cuaderno de espiral. Dice que apostaría cincuenta pavos a que Burke la mata antes del verano.
A David se le cayó el alma a los pies.
—¿Le dijiste que estamos vigilando muy de cerca para que eso no ocurra?
—Más o menos.
—¿Y?
—Dijo que daba igual. Según él, ni un guardaespaldas a tiempo completo podría salvarla. Asegura que Burke se limitará a esperar el momento oportuno.
David pensó en Eugene Zufelt. Si Oliver había sido el causante de su muerte, hacía mucho tiempo que se había convertido en un asesino. Y con cada uno de sus ataques se había vuelto más osado. Al final, había acabado atacando a mujeres en sus propias casas. A mujeres que, a diferencia de la mayoría de sus objetivos anteriores, ni siquiera lo conocían lo suficiente como para haberle hecho daño. Quizá por eso había concentrado su odio y su ira en cierto grupo: en mujeres jóvenes y atractivas que lo habían rechazado o que era probable que lo rechazaran.
—¿Te dijo algo más ése tal T.J.?
—Me contó una historia interesante.
—¿Cuál?
—Los detalles son un poco confusos, más que nada rumores de los que circulan por cualquier prisión, pero T.J. dice que el año pasado Oliver se hizo muy amigo de otro preso, un tal Larry Millwood. Estaban muy unidos, tú ya me entiendes.
—¿Eran amantes?
—Eso dio a entender T.J. Pero todo acabó bruscamente cuando Oliver descubrió que Larry se reía de él a sus espaldas con otro tipo con el que también estaba liado.
—¿Qué pasó?
—Oliver hizo como si nada. Tiene mucho orgullo, ya sabes. Pero T.J. dice que por dentro estaba rabioso. Por las noches se pasaba horas despierto, garabateando en su cuadernito y haciendo dibujos.
Dibujos otra vez. David, sin embargo, dejó pasar aquel dato de momento. Quería oír el resto de la historia.
—Poco después, Oliver le robó algo a un tal Enrique, un preso muy peligroso que cumplía cadena perpetua, y se lo regaló a Larry —continuó Tiny—. Cuando Enrique se enteró de que Larry tenía lo que le habían robado, dio por sentado que había sido él y lo mató en el patio.
David dejó escapar un silbido.
—Qué bestia.
—Así se las gasta Oliver. T.J. dice, además, que cuando murió Larry mostró una indiferencia absoluta. Parecía regodearse de que todo el mundo hablara de ello y luego volvía a enfrascarse en su diario.
—Le gusta escribir —David no había tenido ocasión de hablarle a Tiny de lo que habían encontrado los Griffin en la antigua casa de Burke, pero cuando se lo contó su compañero no se sorprendió.
—Todo encaja —respondió después de que David se lo explicara—. T.J. dice que escribía su diario casi cada noche y que algunas de las notas que tomaba estaban en clave.
—¿Oliver se dejó alguna en la celda?
—Por desgracia, no.
—Bueno, ¿tú qué opinas?
—Lo mismo que antes. Que es un asesino.
—¿Le preguntaste por Eugene Zufelt? —quiso saber David.
—Sí. Tenía dolores y estaba sedado, pero aun así reaccionó cuando se lo pregunté. Me miró de una manera muy extraña, sonrió y dijo: «Sí, conocía a Eugene. Era amigo mío».
—Eugene lo llamaba marica y en octavo le dio una paliza —dijo David.
—Menudo amigo.
—Murió ahogado en un accidente bastante extraño, dos años después.
—Eso tampoco me sorprende. Además, ya me habías pedido que le preguntara a Burke si asistió al entierro.
—¿Y asistió?
—Sí.
—¿Te lo dijo él?
—Por propia voluntad.
—Qué interesante —aunque estaba distraído, David logró sonreír e inclinar la cabeza cuando Jeremy le enseñó el marcador de la partida.
—¿Cómo lo haría? —preguntó Tiny.
—Aún no lo sé. Pero me gustaría hablar con los padres de Eugene.
—¿Podrás encontrarlos?
—Ya he mirado en la guía, pero no ha habido suerte. El único Zufelt que aparece resultó ser un pariente lejano que me dijo que se habían mudado, pero no sabía dónde.
—Es una pena.
—Iba a ver si podía localizarlos a través de su familia. Ya te avisaré, si me entero de algo.
—Gracias.
—Después de lo que le pasó a Larry, ¿no le da miedo a T.J. que Oliver intente vengarse de él? —preguntó David.
—Dice que tiene muchos más amigos allí de los que tuvo nunca Larry.
—¿Y si esos amigos no son tan leales como él cree?
—Le mencioné esa posibilidad. Pero se encogió de hombros y dijo que aún así había merecido la pena. Que Burke era un hijo de puta y que nunca había conocido a un tipo más astuto y traicionero.
David se miró las zapatillas de tenis.
—Y lo dice un asesino de otro.
—T.J. considera que el crimen que cometió es muy distinto al de Burke. Está cumpliendo condena por asesinato, pero no atacó a una mujer. Dice que nunca lo haría. El hombre al que mató pegaba a su madre.
—¿Y está cumpliendo cadena perpetua?
—Fue un caso especialmente truculento. Lo planeó con mucha antelación y luego cubrió las pistas.
—Con esos antecedentes, seguramente no era el compañero de celda más idóneo para un violador.
—En San Quintín todo el mundo es peligroso. A T.J. le cuesta controlar sus ataques de ira, pero no creo que sea un psicópata.
David tapó el teléfono con la mano y chasqueó los dedos para llamar la atención de Jeremy.
—Récord de puntuación, ¿eh, campeón? ¡Muy bien!
Jeremy respondió con una amplia sonrisa y comenzó otra partida.
—¿Estaba Jane en el hospital? —le preguntó David a Tiny.
—Sí, estaba en la habitación. No paraba de retorcerse las manos y de mirar por la ventana.
—¿Qué te dijo?
—Que no podía creer lo que le había hecho esa mujer. Y que esto no acababa nunca.
—¿A qué mujer se refería?
—A Skye, supongo. Jane no me hablaba a mí directamente. Pero parecía muy alterada.
David no pudo evitar sentir cierta empatía por la esposa de Burke. Su único error, al menos hasta su aventura con Noah, había sido casarse con el hombre equivocado. También lo sentía por la familia de Burke. La publicidad que se había dado al juicio y el posterior encarcelamiento de Oliver habían sido una humillación para ellos. Pero habían formado una piña en torno a Oliver, se habían mantenido a su lado pese a todo.
El problema era que, si Oliver era de verdad el asesino calculador que creía David, aquellas personas estaban a punto de sufrir otra vez. Y lo mismo podía decirse de la persona a la que Oliver eligiera como nueva víctima…
—Gracias por todo lo que has hecho —dijo David—. Jeremy me está esperando. Tengo que dejarte.
—Dime sólo una cosa.
—Claro.
—¿Pasa algo con Lynnette?
—Lo de siempre. ¿Por qué?
—Porque me llamó hace un par de horas.
David apretó con más fuerza el teléfono.
—¿Para qué?
—Me preguntó si te estás acostando con Skye Kellerman.
David tardó un momento en asimilar la noticia. En parte, sin embargo, se la esperaba.
—¿Qué le dijiste?
Su amigo exhaló un suspiro audible.
—La verdad.
—¿Que es…?
—Que no lo sé.
Jeremy estrelló su coche de carreras, pero en lugar de empezar otra partida tiró el mando a un lado.
—Papá, ¿podemos salir a comprar un helado?
David volvió a dividir su atención entre el teléfono y su hijo y levantó una mano.
—Un segundo, ¿de acuerdo?
—¿Te estás acostando con ella? —insistió Tiny.
—Aún no —dijo David, y colgó.
—Papá… —Jeremy lo miró esperanzado—. ¿Podemos tomar un batido de fresa?
Tal vez no pudiera olvidarse de Skye, pero podía invitar a su hijo a un helado.
—Claro, ¿por qué no? —dijo.
Skye se hundió un poco más en la bañera, con cuidado de no mojar los auriculares conectados a su iPod. Estaba disfrutando del agua caliente y del perfume que había añadido al agua para que el baño fuera un poco más placentero. Llevaba tanto tiempo moviéndose en el nivel del puro pragmatismo que aquello le parecía un capricho, tal vez incluso una pérdida de tiempo. Al mismo tiempo, sin embargo, la ayudaba a olvidar que era viernes por la noche y que seguramente Burke ya estaba en su casa. Lo mismo le sucedía cuando pensaba en el vestido que había comprado en una pequeña boutique de Fair Oaks Boulevard. Hecho de un delicado tejido de color verdemar, tenía un corte clásico que, ciñéndosele al cuerpo, se abría luego ligeramente a la altura de los tobillos. No tenía, sin embargo, mucho escote, ni raja hasta el muslo que la hiciera sentirse avergonzada. Era sencillo y elegante, y eso quería ella. Le hacía menos ilusión ir a la fiesta con Charlie que ir con David, claro, pero haber pasado la noche en la cama de David, sin él, había suscitado en ella el impulso de verse más sexy. Llevaba demasiado tiempo consumida por el pasado, demasiado tiempo mostrándose cautelosa y asustada.
Era hora de hacer otro esfuerzo consciente por resistirse a los cambios que Burke había introducido en su vida. A veces, ni siquiera se daba cuenta de que estaba volviendo a caer en lo mismo. Ahora, no obstante, era consciente de ello y se había puesto a buscar oficialmente amor y compañía. Cuando saliera de la bañera, en vez de ponerse a hacer pesas y ejercicios de aeróbic, como solía hacer antes de acabar el día, pensaba ponerse a buscar en Internet formas nuevas de peinarse y maquillarse. Tal vez incluso echara un vistazo a algún sitio de contactos. Había que tener cuidado con los hombres que se conocían a través de la red, pero era el modo más fácil de empezar. Al principio se sentiría más segura si se ocultaba detrás de una dirección de correo electrónico. Si se encontraba en el ciberespacio a un hombre al que le apeteciera conocer mejor, primero haría averiguaciones sobre él. Y después quedarían para comer en algún lugar muy frecuentado.
A pesar de lo mucho que se había resistido a ello, el hecho de ampliar por fin sus horizontes era todo un alivio. No se explicaba cómo había sobrevivido tan sola y tan aislada esos últimos tres años, y le parecía irónico que estuviera planeando salir de su caparazón el mismo día en que Burke debía abandonar la cárcel. El impacto que Burke había ejercido sobre su vida era tan total que había marcado una nueva forma de clasificar el tiempo. Ahora todo lo ocurrido antes del ataque era a.B., antes de Burke, y todo lo ocurrido después, d.B., después de Burke.
Todas sus citas y sus relaciones románticas quedaban dentro del apartado a.B.. Pero ahora Burke era libre, podía empezar de cero. Y ella también debía hacerlo.
Abrió el grifo para que subiera la temperatura del agua, apoyó la cabeza en el borde de la bañera y escuchó la nueva canción de Chris Daughtry.
¿Qué joyas podía ponerse con su vestido nuevo?, se preguntó mientras veía cómo se llenaba de vaho el cuarto de baño. Pero antes de que pudiera pensarlo, oyó algo, sintió una extraña vibración que la hizo incorporarse.
Había cerrado bien todos los puntos de acceso a la casa. Lo sabía porque lo había comprobado dos veces. Además, había puesto la alarma, que no había sonado. Así que ¿por qué de pronto tenía la sensación de que ya no estaba sola?
Cerró el grifo y se quitó los auriculares. Aparte del leve sonido de la música, no se oía ningún ruido. Pero estaba segura de que olía a humo de tabaco.
¿Eran imaginaciones suyas? ¿El viejo pánico, que volvía? No lo creía.
—¿Sheridan? ¿Jasmine? —dijo alzando la voz.
Sus amigas eran las únicas personas que tenían llave de la casa. Se la había dado por si alguna vez olvidaba la suya dentro.
Pero Jasmine y Sheridan no fumaban.
Skye se puso en pie, apagó el iPod y aguzó el oído. Fuera, el viento soplaba y silbaba por entre los aleros del tejado. Pero no se oía nada más. Salvo su propio corazón…
Puso los pies en la alfombrilla del baño, agarró una toalla y se envolvió en ella. Normalmente siempre tenía una pistola a mano. Tenía una en la mesilla de noche, en el bolso y en el armario del recibidor. Pero en el cuarto de baño no. Allí estaba arrinconada. Sobre todo porque la única ventana era un estrecho rectángulo que quedaba por encima de su cabeza. Aunque encontrara un modo de romper el grueso cristal, no tendría modo de colarse por ella.
Cerró los ojos y respiró profundamente por la nariz, intentando decidir si de veras olía a tabaco.
Sí, estaba segura de ello. Olía a humo. O alguien que fumaba. Aquel olor era tan real como el tintineo del agua que de pronto salía del grifo.
Apretó con fuerza la toalla. Sus amigas no fumaban. Jasmine había fumado de adolescente, cuando cruzaba el país haciendo autostop para escapar del pueblecito en el que había crecido. Pero de eso hacía muchos años.
Confiando en poder llegar al dormitorio, se acercó sigilosamente a la puerta. El suelo crujió bajo sus pies. Sus nervios se tensaron, pero se obligó a seguir adelante. «Piensa. Actúa». Ya no era tan vulnerable como antes. El entrenamiento al que se había sometido tenía que haber servido de algo.
«Estoy preparada», se decía. «Lo estaba esperando». Pero su cuerpo se resistía a cooperar. Temblaba tan violentamente que tuvo que hacer un esfuerzo por no acurrucarse en un rincón.
«Otra vez no», gritaba su mente. «No puedo hacerlo». Pero sabía que podría, si era necesario. Lo había hecho antes. Además, quería que Burke actuara cuanto antes, ¿no? Para evitarse la agonía de esperar y preguntarse qué iría a pasar.
Tal vez fuera a cumplirse su deseo…
Abrió la puerta el ancho de una rendija y miró por el pasillo. No veía a nadie, pero oyó un leve susurro de movimiento. ¿Dónde? ¿En la cocina? Tenía la sensación de que el intruso estaba recorriendo la casa lenta y metódicamente. Pero era tan sigiloso… ¿Y cómo había desconectado la alarma? Seguramente con bastante facilidad. Lo único que tenía que hacer era cortar un cable. La casa estaba tan lejos que no disponía de seguimiento remoto.
Salió al pasillo y corrió a su cuarto. Allí, sacó la pistola de la mesilla de noche.