Seis

—Seguramente a algunas os habrán dicho que las pistolas no son para mujeres.

En pie delante de quince alumnas, en la pequeña aula de la galería de tiro, Skye luchaba contra el cansancio que se había apoderado de ella tras otra noche en vela. Muchas de aquellas mujeres nunca habían tocado un arma de fuego, así que Skye siempre empezaba sus clases desmontando los mitos que rodeaban su uso.

—Habréis oído decir que las mujeres somos demasiado tímidas o demasiado asustadizas para manejar un arma. Que no tenemos suficiente fuerza en el tronco para convertirnos en buenas tiradoras. Que no tenemos «agallas» para manejar un arma tan potente —hizo una pausa, mirando a cada una—. Levantad la mano las que hayáis oído cosas así.

Se vieron varias manos.

—No os lo creáis. No quiero hablar del machismo que entraña esa clase de opiniones, pero sí de la única de esas afirmaciones que es cierta en parte. A las mujeres a menudo nos falta fuerza en la parte superior del cuerpo, lo cual puede ser una desventaja a la hora de manejar una pistola. Nuestra fuerza procede en su mayor parte de las piernas. Pero con la técnica adecuada casi cualquier mujer puede aprender a disparar bien, por muy pequeña que sea.

Dándose la vuelta para disimular un bostezo de cansancio, se acercó a la pizarra, donde había dibujado un diagrama.

—En primer lugar es importante elegir un arma del tamaño adecuado para nuestras manos. Debemos asegurarnos de que la manejamos con comodidad y de que podemos sujetarla con firmeza. En este dibujo, el arma es demasiado grande. ¿Veis cómo la línea de la muñeca hace un quiebre para que el dedo llegue al gatillo? No conviene que sea así. La culata tiene que encajar perfectamente en vuestra mano cerrada, de tal manera que quede alineada con los huesos del antebrazo, así —señaló la postura ideal en el segundo diagrama—. Es más fácil manejar una pistola demasiado pequeña que una pistola demasiado grande —rodeó con un círculo el tercer dibujo, en el que se veía una pistola pequeña sujeta por una mujer grande—. Sólo hay que tener cuidado de no meter demasiado el dedo en el gatillo al disparar.

Se acercó a una mesa en la que había colocado unas cuantas pistolas descargadas.

—Ahora, veamos las diferencias entre pistolas automáticas y semiautomáticas, y por qué unas son preferibles a otras en ciertos casos.

Alguien levantó una mano.

Skye indicó a la mujer que formulara su pregunta.

—¿Cuánto tiempo hace que aprendiste a disparar?

—Cuatro años.

La morena de la tercera fila levantó la mano.

—¿Sí?

—¿Tardaste mucho en aprender a hacerlo bien?

Skye disimuló un suspiro. No había precedido la charla con su biografía de costumbre porque quería acabar cuanto antes. No tenía la mente puesta en dar clase, sino en la llamada amenazadora que había recibido, en la inminente salida de Burke, cada vez más cercana, en la súbita desaparición de Sean Regan, en Jasmine y en la niña a la que estaba buscando en Fort Bragg y en las dificultades económicas que atravesaba la asociación. La lista era cada vez más larga.

Pero debería haberles hablado algo más de su pasado. Al parecer, no bastaba con decir. «Me llamo Skye Kellerman y voy a ser vuestra profesora de tiro».

—No —contestó—, pero quería aprender cuanto antes y pasaba mucho tiempo practicando. Ahora…

—¿Eres policía? —la interrumpió otra mujer.

No pararían hasta que les contara toda la historia.

—No. Sufrí un intento de violación.

Un murmullo colectivo recorrió la sala.

—Decidí prepararme por si volvía a sucederme lo mismo —explicó.

—¿Atraparon a quien intentó violarte? —preguntó una mujer delgadísima sentada en la primera fila.

—Sí, la policía le siguió la pista y consiguió mandarlo a prisión —pero eso no aliviaba el miedo que sentía como resultado de su experiencia. Nada podía aliviar ese miedo. Pero eso no lo entenderían, a no ser que hubieran pasado por un trauma parecido.

—¿Cuántos años le cayeron? —preguntó la mujer sentada junto a la señora delgada.

—Entre ocho y diez. Pero en realidad se han quedado en tres. Saldrá en libertad condicional este fin de semana.

Se alzaron voces alarmadas, pero Skye no era partidaria de restar importancia a lo que le había ocurrido. El público necesitaba saberlo. Las mujeres necesitaban saberlo. Su lema era «podría ocurrirte también a ti». Tenían que estar preparadas.

—¿Eres la persona que fundó esa asociación de ayuda a las víctimas sobre la que he leído? —preguntó una mujer de mediana edad con el pelo canoso.

—Soy una de ellas —aclaró Skye. Se levantaron varias manos, pero ella negó con la cabeza—. Os hablaré encantada de El Último Reducto, de lo que hacemos y de nuestros objetivos. Quizás hasta os apetezca participar. Pero vamos a acabar primero la clase, ¿de acuerdo?

Las alumnas se calmaron y ella volvió a la pizarra. Pero entonces alguien habló desde el fondo de la clase.

—¿Cuántas armas tiene?

Skye se volvió y vio que el detective Willis había entrado en el aula. Ignoraba de dónde había salido o qué hacía allí. Pero la miraba con el ceño fruncido.

—Varias, detective —respondió—. Tengo una pistola de 9 mm, pero normalmente prefiero la Kel-Tec P-3AT semiautomática, aunque no se la recomendaría a una novata, o la P232 Sig Sauer.

—¿Y la ayudan a dormir mejor por las noches?

—No querría estar sin ellas —replicó Skye.

Él no dijo nada más, pero su mirada de reproche molestó a Skye. Después de los comentarios que había hecho otras veces, se lo imaginaba pensando: «¿Y por qué no una ametralladora? ¿O un lanzagranadas?». Se alegraba de no haberlo llamado esa noche. David estaba convencido de que quería hacer demasiadas cosas sola.

Skye siguió dando clase como si él no estuviera y, pasados unos minutos, David salió. Su actitud la exasperaba, y quería que lo supiera. Pero había quince personas en clase que estaban allí para aprender a defenderse. Habló del calibre en relación al tamaño del arma, hizo que cada una de las alumnas probara qué arma le iba mejor y repartió un folleto sobre medidas de seguridad que les dijo que leyeran y firmaran. Luego les habló de la asociación, prometió llevar un impreso para que las que quisieran se apuntaran como voluntarias y sonrió cuando fueron saliendo.

Pero seguía enfadada. ¿Qué se proponía David? ¿Con qué derecho se presentaba allí para poner de manifiesto su desaprobación de manera tan obvia? Le decía que confiara en él, pero era él quien no confiaba en ella. Se comportaba como si ella le importara, pero no le importaba de verdad. La deseaba, pero no lo suficiente para aceptar lo que ella le ofrecía.

Cuando todas sus alumnas se marcharon, Skye salió del edificio y bajó las escaleras pensando en llamarlo en cuanto llegara al coche. Pero no hizo falta. David estaba esperándola. Ella apenas había salido al aparcamiento cuando se apartó de la pared y le cortó el paso.

—Hola.

—¿Se puede saber qué haces aquí? —preguntó Skye con aspereza.

Él frunció el ceño.

—Te estás entusiasmando demasiado, Skye.

—¿Y a ti qué te importa?

—Me importa.

Ella recordó cómo había permanecido a su lado en el hospital, hora tras hora. Con qué tacto había intentado interrogarla, sonsacarle todo lo que pudiera recordar sobre Burke. Cómo la había abrazado cuando aquellos turbios recuerdos fueron demasiado feos para mirarlos cara a cara. David la había ayudado a superar el momento más tétrico de su vida. Pero se había alejado en cuanto ella empezó a recuperarse.

—Pues haz como si no te importara —replicó—. Eso se te da bien —había creído que quería hablar con él, pero se equivocaba. ¿Qué había que decir? Sólo conseguirían discutir. Intentó pasar a su lado, pero él volvió a cortarle el paso.

—¿Es que no ves lo que estás haciendo? —preguntó—. Anoche no llamaste al departamento del sheriff porque crees que lo tienes todo controlado con tus armas y tu entrenamiento y tu absurda convicción de que estás preparada para todo. ¿Pretendes convertirte en una especie de Rambo femenino? Eso es absurdo. Es una temeridad.

—Eso lo dices tú.

—¡Sí, lo digo yo! Ya es martes. Burke sale dentro de tres días. ¿De verdad quieres dejarme fuera de esto ahora cuando más necesario es que colaboremos?

No, no quería. Ése era el problema. Quería que la ayudara, pero colaborar con él la debilitaba anímicamente. No podía separar lo profesional de lo personal tan fácilmente como él.

Deseó que pudieran volver al principio, cuando empezaban a surgir sus sentimientos, cuando todo era aún tan inocente y tan inesperado que los pilló a los dos desprevenidos. Ahora que David sabía que ella debía defenderse de su cercanía, nada era lo mismo. Por eso ella también había cambiado. Por eso se había puesto a la defensiva.

—¿Y dónde estarás cuando Burke vaya otra vez a por mí? —preguntó—. ¿Durmiendo con tu ex mujer?

David palideció, pero no respondió a su reproche.

—Confío en encontrar algo que nos permita detenerlo antes de que pueda hacer nada. Y me vendría bien un poco de cooperación.

—Me estoy enfrentando a esto lo mejor que sé.

Él se quedó mirándola un momento; después suspiró, consciente de que, si estaba tan nervioso, era por sus otros sentimientos: por la frustración y el desconcierto que sentía cuando estaba con ella.

—Esta mañana hablé con Jane —dijo, mientras intentaba controlar visiblemente sus emociones.

Skye contuvo el aliento. Sentía curiosidad, a pesar de su deseo de distanciarse de él.

—¿Con Jane Burke?

—Sí.

—¿Cómo le va sin su marido?

—Va tirando, supongo. Se gana la vida cortando el pelo en una pequeña peluquería entre Greenback y Van Maren.

—¿Sigue con Oliver?

—Evidentemente, sí. Pero empieza a dudar de él. Puede que antes de que esto acabe se convierta en nuestra aliada. Todo depende de qué tal se lleven cuando él salga en libertad.

—¿Eso es lo que has venido a decirme?

Él se metió las manos en los bolsillos.

—Confiaba en que te tranquilizaría un poco saber que algunas de las personas que antes apoyaban a Burke ciegamente empiezan a tener dudas.

—¿Cómo sabías que estaba aquí? —preguntó ella.

—Me lo dijo Sheridan —le tocó el brazo—. Hay algo más, Skye.

Luchando por apuntalar su enfado, por resistirse al anhelo que sentía siempre en presencia de David, Skye se apretó la coleta que sujetaba su pelo.

—¿Qué?

—He hecho averiguaciones en la compañía telefónica. Esa llamada procedía de un teléfono público de Oak Park.

Oak Park era un barrio problemático de Sacramento, el más problemático de la capital de California. Pero no era San Quintín.

—Así que no pudo ser Oliver.

—No, pero eso ya lo sabíamos.

—Gracias por comprobarlo —empezó a alejarse de nuevo, pero David la alcanzó.

—Skye…

Ella se detuvo y se dio la vuelta.

—¿Qué?

Él no dijo nada. Skye comprendió que se trataba de nuevo de aquella vieja atracción. Y de la misma resistencia a llevarla a la práctica.

—Será mejor que me llames si necesitas hablar conmigo —dijo.

—¿No quieres verme? —preguntó él como si supiera que era mentira.

—No especialmente.

Se alejó de nuevo, y él la agarró del brazo, sólo que esta vez, cuando ella se volvió, no dijo nada. La atrajo hacia sí, deslizó la mano entre su pelo y la miró fijamente. El conflicto que se libraba en su interior oscurecía sus ojos, afilaba levemente sus rasgos.

Skye entreabrió los labios, decidida a decirle que la soltara. Pero David la besó.

Ella lo deseaba desde hacía tanto tiempo que no vaciló. Cerrando los ojos, se aferró a él y aceptó ávidamente lo que le ofrecía. La lengua de David se movió sobre la suya, la saboreó, la acarició, se entregó a ella. Sus besos decían lo que él jamás se atrevería a decir.

Sólo cuando un coche entró en el aparcamiento se separaron por fin.

—Dios, me vuelves loco —masculló él.

Ella lo miró, casi sin aliento.

—¿De verdad?

Él se pasó una mano por el pelo.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque esto me está convirtiendo en lo que no quiero ser.

—¿En humano, David? ¿Tan malo es desear a alguien?

—Sí, si el deseo equivale a ceder a lo más fácil, a lo más egoísta.

Ella se llevó los dedos a las sienes. Sabía que debía seguir andando hacia su coche, pero aquel beso le había devuelto súbitamente la esperanza.

—Necesito un acompañante para el sábado por la noche.

—¿Me estás pidiendo salir? —la tensión que atenazaba su cara se convirtió en una sonrisa desganada—. Debo de besar mejor de lo que creía.

—No es que me tiemblen las piernas —mintió ella—. Además, no te estoy invitando a pasar la noche en mi casa. Es un asunto profesional.

La sonrisa desapareció.

—¿De qué tipo?

—Una fiesta para recaudar fondos para la asociación.

Él sacudió la cabeza.

—No cuentes conmigo. En mi opinión ya estás demasiado metida en eso. Anoche te llamó alguien que dijo que iba a rajarte el cuello. ¿Crees que quiero que te ganes más enemigos?

—Me dedico a ayudar al más débil. Si así me gano enemigos, bienvenidos sean.

—¿Bienvenidos sean? Pero ¿te estás oyendo? ¡Así no puedo protegerte!

—Estoy lista, si alguien quiere venir a por mí.

David se acercó, pero no la tocó.

—Pues espero que no dispares nunca contra nadie a quien no quieras matar.

—Puede que no te guste lo que hago, pero ¿qué alternativa tengo? —dijo ella—. ¿Debería quedarme de brazos cruzados? ¿Llamarte cada vez que tengo miedo? ¿Dejar que se encarguen otros? Tenemos que defendernos.

—A eso me dedico todos los días. Para eso está la policía.

Skye no quería responder que la policía no podía con todo. David había trabajado mucho. Pero, a fin de cuentas, era cierto: no bastaba con la labor de la policía. Sólo había que pensar en Sean Regan. Antes de la clase, Skye había contactado con el detective asignado al caso, un tipo llamado Fitzer. Le había hablado de sus conversaciones con Sean y de sus sospechas en torno a Tasha Regan, pero él no parecía interesado. La había despachado diciendo:

—Lo estoy comprobando —pero Skye había tenido la impresión de que o tenía demasiado trabajo o era tan incompetente que no había hecho en toda una semana lo que debería haber hecho el primer día.

Por suerte, había contratado a Jonathan. El investigador la había informado ya de que posiblemente la esposa de Sean se estaba viendo con otro hombre, tal y como afirmaba Sean. Y parecía haberse entregado a una especie de furor consumista, como si estuviera celebrando algo. Una esposa traumatizada no se comportaba así. Skye se tapó un momento los ojos con la mano mientras luchaba por dominar sus emociones, por ver la situación con perspectiva. Casi deseaba no ser tan apasionada; sobre todo, en lo tocante a David.

—Sólo es cena y baile, ¿de acuerdo? Lo único que tendrás que hacer será sonreír y estrechar unas cuantas manos.

—Skye…

Ella lo cortó antes de que pudiera seguir.

—Agradecería mucho que hubiera presencia policial. Que dé la impresión de que contamos con el apoyo del cuerpo. Y no creo que sea perjudicial para vosotros. Todos estamos de parte de las víctimas, ¿no? Deberíamos parecer amigos, aunque no lo seamos.

—Yo sólo quiero que no corras peligro.

—Entonces asegúrate de que no lo corra el sábado.

Con un profundo suspiro, David apartó la mirada y comenzó a alejarse hacia la galería de tiro, desde la que les llegaba, amortiguado, el ruido de las detonaciones de las armas de fuego.

—Este fin de semana tengo a Jeremy.

Ésa era la única excusa contra la que Skye no podía hacer nada, lo cual la exasperó aún más.

—Muy bien —dando media vuelta, cruzó apresuradamente el aparcamiento. Pero, cuando llegó a su coche, David volvió a llamarla.

—Buscaré una niñera. ¿A qué hora te recojo?

Ella sacó sus llaves y abrió la puerta.

—¿No vas a contestar?

Skye se dijo que debía poner fin a aquel tira y afloja. Decirle que lo olvidara y que no volviera a llamarla. Pero, al final, no pudo hacerlo.

—A las seis.

—Allí estaré.

—Una cosa más —dijo.

—¿Qué?

—Es una fiesta de etiqueta.

—¿De etiqueta? —dijo él en tono quejoso, pero Skye no le dio ocasión de arrepentirse. Se metió en el coche y arrancó.

La dirección de Jane Burke que figuraba en el listín telefónico correspondía a una casa de alquiler en el barrio de Sunrise. Esa noche, desde las diez, la casa estaba a oscuras y en silencio. Skye lo sabía porque llevaba dos horas al otro lado de la calle, sentada en su Volvo del 98. A aquella hora no había mucho que ver. Pero aun así daba miedo estar allí, saber que la esposa y la hija de Burke estaban tan cerca y que Burke se reuniría con ellas tres días después.

Reclinó el asiento, respiró hondo y entornó los ojos, mirando aquel edificio de pintura descascarillada y el columpio que colgaba de un árbol en el jardincito delantero. Quería marcharse sin mirar atrás, continuar como si lo sucedido con Burke no pudiera volver a ocurrir. David se pondría furioso si se enteraba de lo que estaba haciendo. Pero no podía marcharse. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Burke mirándola con ira, como cuando leyeron el veredicto. Aquel hombre iba a ir a por ella. Quizá no enseguida, pero sí pasado un tiempo. ¿Y a cuántas otras atacaría entre tanto?

Skye sabía lo que era. No podía obviarlo. Lo que significaba que debía mantenerse siempre un paso por delante de él, anticiparse a sus movimientos, actuar antes que él. Si tenía suerte, descubriría pruebas suficientes para encerrarlo de por vida. Si no…

El cuchillo de Burke brilló en su imaginación, tan palpable que casi levantó los brazos para defenderse de él. «Cuando salga, voy a rajarte el cuello». Burke no podía haber hecho aquella llamada. Pero alguien podía haberla hecho en su nombre.

Sola en la calle a oscuras, asustada por sus propios pensamientos, Skye se inquietó aún más cuando los faros de un coche aparecieron doblando la esquina. Agachó la cabeza para que el conductor no la viera y escuchó el zumbido del motor. Pero el coche no pasó tan rápido como esperaba. Frenó al acercarse, volvió a cobrar velocidad y siguió calle abajo.

¿Por qué había frenado? Skye se levantó a tiempo para mirar por el retrovisor. Vio que era un Lexus mediano que no llamaría la atención en un vecindario de clase media o alta, pero sí allí. En aquel barrio repleto de camionetas abolladas y coches económicos lo más que se veía era algún que otro deportivo tuneado.

Aun así, Skye no le dio importancia hasta que, cinco minutos después, el mismo coche volvió a pasar por la calle.

Volvió a agacharse y prestó atención. Esta vez, el Lexus pasó muy despacio junto a su coche, y ella tuvo la inquietante sensación de que el conductor intentaba asomarse por las ventanillas.

Obviamente, alguien se había fijado en ella. ¿Habría sido Jane? La luz del porche de la casa estaba encendida al llegar ella. Luego se había apagado, pero quizá Jane había dejado a Kate a cargo de una niñera.

Temiendo que el coche volviera a pasar, y que esta vez se bajara alguien de él, Skye esperó hasta que las luces del Lexus desaparecieron al otro lado de la esquina. Luego agarró su linterna y su pistola, se las guardó en el bolsillo del abrigo y salió despacio por el lado del copiloto, que daba frente a una casa de dos plantas tan destartalada como la de Jane Burke.

Dio un rodeo para esquivar la luz que proyectaban las farolas y cruzó hacia el jardín lateral de Jane. Allí, al llegar a la puerta de la valla, hizo un ruido leve para comprobar si Jane tenía perro.

No oyó ladrar, ni gruñir, ni gimotear ni arañar. Nada.

Levantó el pestillo y se deslizó dentro.

No tardó en descubrir que Jane estaba en casa. En la parte de atrás había una luz que no se veía desde la calle porque el garaje lo tapaba todo, excepto el estrecho camino que daba acceso a la puerta principal. Skye vio a la esposa de Burke a través de la ventana del cuarto de estar. Jane se paseaba por la cocina, aparecía y desaparecía, iba de un lado a otro hablando por teléfono.

Por suerte las contraventanas estaban abiertas y Skye pudo acercarse lo suficiente para oír su voz.

—Te digo que ese coche lleva ahí aparcado toda la noche… He visto a alguien dentro… —Skye no pudo descifrar lo siguiente—. ¿Crees que será la policía? El detective ese pasó por la peluquería esta mañana… ¿No puedes volver a mirar? Hazlo por mí.

Skye volvió a la valla y se agachó para mirar por un resquicio entre las tablas. Por tercera vez, vio avanzar el Lexus por la calle. El interior del vehículo estaba a oscuras y no pudo ver al conductor, pero las luces de freno brillaron cuando quien fuera se detuvo junto a su Volvo.

La puerta del coche se abrió y se cerró. El conductor debía de haberse bajado a mirar. Un momento después, el Lexus arrancó de nuevo y el teléfono sonó dentro de la casa de Jane Burke. A través de la ventana, Skye la vio responder. No quería tropezar con nada y volvió a la parte de atrás sin apresurarse, de modo que se perdió la primera parte de la conversación de Jane.

—… es sólo que, bueno, ya sabes lo horrible que ha sido —estaba diciendo Jane—. Sé que no pensabas parar, pero ¿no puedes entrar un momento…? Dile que estaba asustada, que quería que comprobaras si las puertas y las ventanas estaban bien cerradas. Así tendremos unos minutos… —Jane pareció volverse o bajar la cabeza, porque Skye apenas entendió unas cuantas palabras más: «esperando», «rápido» y «te quiero» antes de que la conversación acabara.

¿Con quién estaba hablando? David había dicho que seguía con Oliver, pero aquello hizo dudar a Skye.

Regresó al lateral de la casa y vio que el Lexus se detenía junto a la acera. Un hombre de cerca de metro ochenta de alto, vestido con vaqueros y una gruesa chaqueta, salió del coche.

La luz del cuarto de estar se encendió cuando Jane salió a la puerta, y Skye tuvo que retirarse de la ventana. Estaba tan concentrada en no dejarse ver que no pudo echar una buena ojeada al invitado de Jane hasta que ésta lo hizo pasar. Entonces lo vio claramente desde el lugar que ocupaba, junto a la ventana, y lo reconoció al instante. Era el hermano de Oliver. Había asistido al juicio casi todos los días, lo mismo que el resto de la familia Burke.

Jane se había fijado en el Volvo del otro lado de la calle y había llamado a su cuñado para que echara un vistazo.

Sintiéndose un poco culpable por haberla asustado, Skye pegó la espalda a la áspera pared encalada de la casa y dejó de mirar. Jane también era una víctima de Oliver. Sencillamente, a juzgar por las cartas que había mandado a Skye, ignoraba a quién debía culpar de su situación.

Pero, al echar una última mirada a la casa para asegurarse de que podía salir del jardín sin que la vieran, Skye se quedó clavada en la pelada tierra del jardín. Jane estaba besando al hermano de Oliver, y no como solía besarse a un cuñado. Él tenía la lengua metida en su boca y la mano dentro de su bata.

«Dile que estoy asustada… Así tendremos unos minutos…». ¿Decírselo a quién? ¿A su mujer? ¿Jane estaba liada con su cuñado?

Si así era, Skye no quería saberlo. Faltaban tres días para que Oliver saliera en libertad. ¿Qué haría si se enteraba? ¿Matar a su mujer… y a su hermano? ¿Y qué sería de Kate, aquella jovencita, si perdía a su madre?

Estaba claro que Jane ignoraba lo peligroso que era su marido. Ella nunca se había enfrentado a la afilada punta de un cuchillo. Pero eso podía cambiar. Sobre todo, ahora.

Skye cerró los ojos, se dejó caer al suelo y no se levantó hasta mucho después de que el hermano de Oliver se marchara y la casa quedara completamente a oscuras. Era mejor esperar. Pero incluso después de aguardar tanto tiempo no supo qué hacer. Quería advertir a Jane. Después de haber luchado con él para salvar su vida, ella sabía de lo que era capaz Oliver Burke. Pero ¿qué probabilidades había de que Jane la escuchara?

Sólo podía confiar en que Oliver no lo averiguara nunca.

Ansiosa por alejarse de aquel lugar, abrió la puerta de la valla. El cubo de basura de Jane estaba allí, a su lado, en todo su apestoso esplendor. Hacía tiempo que no se vaciaba. Tal vez contuviera cartas de Oliver, algo que pudiera ayudarla a descubrir qué planes tenía Burke para el futuro.

Regresó a su coche, se acercó a la tienda más cercana que aún estaba abierta a esas horas, compró bolsas de plástico y guantes de goma y volvió para recoger lo que Jane Burke había desechado.