Capítulo 7

Florence estaba muy confusa a la mañana siguiente. Estaba contenta porque iba a pasar la mayor parte del día con el doctor Fitzgibbon; pero la alegría desaparecía en cuanto recordaba su arrebato del día anterior. «Cualquier día», se dijo, «irás demasiado lejos, te despedirá y no volverás a verlo».

El médico estaba mirando por la ventana mientras Florence caminaba hacia el trabajo y la vio llegar. Se preguntó en qué iría ella pensando. Era evidente que no eran pensamientos alegres. Florence llevaba un vestido de algodón, que hacía resaltar su cuerpo maravillosamente. Él se apartó de la ventana un momento antes de que Florence levantara la vista. Un minuto después cuando ella entró, él estaba sentado ante su escritorio, leyendo una carta.

La señora Keane llegó en seguida, saludó y preguntó a su jefe por qué no había esperado a que ella clasificara y abriera las cartas.

—Lo digo porque yo lo puedo hacer mejor… y sin dejar tantos trozos de papel tirados por todas partes.

Florence fue a ponerse el uniforme, sin dejar de escuchar la conversación entre ellos. Oyó al médico reír. ¡Y a ella ni siquiera le había sonreído al saludarla! Seguramente tenía intención de despedirla.

El día transcurrió sin que el asunto se mencionara, y la joven se fue a su casa a pasar el fin de semana.

En el tren de regreso a Londres, Florence meditó sobre su breve estancia en el pueblo. Había disfrutado con todo, excepto durante la conversación que tuvo con su madre esa misma tarde, mientras descansaban en el jardín después de comer.

—No estás contenta, ¿verdad? —preguntó su madre—. ¿Es demasiado duro el trabajo? ¿No te gusta la casa donde vives?

Florence contestó que no a ambas preguntas, pero la señora insistió.

—Entonces el doctor Fitzgibbon. ¿Es muy intransigente? ¿Te exige demasiado?

—No, no —negó Florence—. Es muy gentil, y el trabajo es interesante —elogió cuanto pudo su vida en Londres, y su madre tuvo que conformarse con eso. Pero Florence se quedó inquieta. Si su madre se había dado cuenta de que algo le molestaba ¿no lo habría notado también su jefe? Pero le pareció poco probable, porque apenas la miraba.

El frío saludo que él le dirigió al día siguiente la convenció de que no debía preocuparse. Él se fue en cuanto terminó de leer su correspondencia, porque esa mañana no esperaban a ningún paciente, pero antes de irse se asomó a la sala de reconocimiento, donde Florence recogía unas toallas.

—Mañana tengo una operación y te necesitaré. Te recogeré aquí a las ocho en punto. Voy a operar a la señorita MacFinn ¿la recuerdas? La que pidió que estuvieras presente. La enfermera jefe está de vacaciones, así que no habrá problema.

El doctor se fue antes de que ella pudiera responder.

—Será un cambio agradable —comentó la señora Keane.

Las dos mujeres pasaron una mañana tranquila, ocupada cada una en sus tareas. Comieron juntas, y tuvieron todo preparado antes de que llegara el médico. Dos de los pacientes tardaron más de lo normal, y hacia las cinco, Florence ya estaba cansada y ansiaba que el día terminara. Envidió a su jefe, sentado en su cómoda silla, concentrado en sus pacientes, y al parecer, tranquilo. Cuando por fin se fue el último paciente, la joven llevó una taza de té al cirujano; la dejó la taza sobre el escritorio y se volvió para irse.

—Un momento, Florence. Antes de que te vayas, quiero escoger el instrumental que voy a necesitar mañana. Llévatelo y que lo esterilicen en el hospital —la miró, al tiempo que bebía un sorbo de té—. ¿Lista para pasar una tarde agradable?

—Sí —afirmó Florence. Era lunes, y su casera seguramente habría preparado una suculenta cena. Después de cenar, se lavaría el pelo y saldría un rato al jardín. Esa tarde sería incapaz de salir con nadie, ni siquiera con el doctor Fitzgibbon; estaba cansada y enfadada. Claro que esa posibilidad no se daría, porque él no estaba interesado en ella.

Como para confirmar sus pensamientos, el médico cogió el teléfono y, poco después, Florence, por la puerta entreabierta, lo oyó invitar a Eleanor a salir esa tarde.

La joven salió del consultorio con la señora Keane, y una vez en la calle se despidieron.

A la mañana siguiente, al llegar al consultorio, Florence encontró a su jefe en la puerta, charlando con el portero.

Él la saludó con amabilidad, pero no se mostró muy comunicativo. Cuando llegaron al hospital, le dio su instrumental y le ordenó que lo llevara al quirófano.

—Estaré allí dentro de media hora —indicó Alexander y se alejó de prisa.

El quirófano ya estaba preparado. El anestesista y las otras dos enfermeras eran viejos conocidos. Florence se puso el uniforme y revisó todo el instrumental, luego entró en el cuarto del anestesista. La señorita MacFinn ya estaba allí, en una camilla, charlando incoherentemente con el doctor Sim, el anestesista. Al ver a Florence, sonrió.

—Alexander me prometió traerte. Eres un alivio para estos viejos ojos. Acabo de estar con él.

Cerró los ojos, y la joven le apretó la mano.

—Todo saldrá bien —murmuró.

Cuando el doctor Fitzgibbon llegó al quirófano, todo estaba preparado. Miró a su alrededor, esperó a que cada uno ocupara su sitio, y empezó a trabajar.

Cuando terminó la operación, ya era casi mediodía. El cirujano se declaró satisfecho, dejó que un asistente se encargara de aplicar los vendajes y de llevar a la señorita MacFinn a la sala de recuperación, pidió a una enfermera que le ayudara a quitarse la bata y se fue.

Florence se quitó la bata y empezó a recoger. No pudo terminar, porque una enfermera asomó la cabeza para informarle:

—Florence, el doctor Fitzgibbon quiere que vayas a la oficina a tomar una taza de café.

En la pequeña oficina estaban los cuatro hombres que habían participado en la operación. Al verla, el doctor Fitzgibbon le ofreció su silla y le sirvió una taza de café. Ella se sentó, abrió una caja de galletas y preparó más café, mientras los médicos hablaban de la intervención quirúrgica.

—¡Florence! Estás muy silenciosa.

Ella se ruborizó.

—Perdón. Estaba pensando en los buenos tiempos que pasamos juntos cuando trabajaba aquí.

Uno de los médicos comentó:

—Eso me dará valor para invitarte a cenar una de estas noches. No tengo dinero, pero podemos ir a ese restaurante chino que…

—Sí —aceptó ella—, aquél en que nos espiaban a través de las cortinas. Será un placer, Dan.

—Un día de éstos te llamo. —Florence miró al doctor Fitzgibbon—. ¿Quiere que vaya a ver cómo está la señorita MacFinn, doctor? —le preguntó.

—Yo iré. Dan acompáñame —indicó, y añadió, dirigiéndose a Florence—: Nos iremos dentro de media hora.

Florence se fue al quirófano para guardar el instrumental, y después se cambió de ropa.

Se reunieron en el vestíbulo y subieron al coche sin pronunciar palabra. Él la dejó en casa de la señora Twist, se despidió con brevedad y se alejó. «Tendré tiempo de comer algo», pensó Florence, mientras subía las escaleras.

El primer paciente de la tarde estaba citado a las dos, y el médico llegó unos minutos antes. Era una mujer madura, de aspecto tranquilo y muy bien arreglada. La paciente obedeció todas las indicaciones del doctor, contestó cuanto se le preguntó, escuchó atentamente las razones por las cuales eran necesaria la operación, fijó una fecha, dio las gracias y se fue.

Después de dejar una taza de té sobre el escritorio, Florence comentó:

—Es una valiente. Ojalá tenga un marido o unos hijos comprensivos que la ayuden cuando vuelva a casa.

—Ojalá. Florence, tengo que volver al hospital. Quiero que vengas conmigo, para que la señorita MacFinn te vea. No pierdas el tiempo quitándote el uniforme —levantó la vista—. Toma una taza de té. Nos vamos dentro de diez minutos. Recogerás cuando vuelvas.

—¿Y cómo voy a volver? —preguntó Florence.

—Yo te traeré.

Florence bebió unos sorbos de té, se puso un poco de maquillaje y se arregló el pelo; se reunió con su jefe en la sala de espera. El doctor informó a la señora Keane que volvería a las cinco, quizá más tarde, y le pidió que se lo comunicara a quien lo llamara por teléfono.

«Eleanor», pensó la joven, adelantándosele en las escaleras.

La señorita MacFinn se recuperaba rápidamente. Estaba dormida cuando ellos llegaron al cuarto que ocupaba en la sección privada del hospital, pero poco después abrió los ojos, y murmuró con un hilo de voz:

—Bonita pareja —luego sonrió débilmente y se volvió a dormir.

Florence, desconcertada, miró al cirujano y notó que sonreía. Pero volvió a ser el adusto medico, que ella conocía, mientras daba instrucciones a su asistente y a las enfermeras. Luego se volvió hacia Florence.

—Va muy bien —murmuró—. Vamos. Te llevaré.

La dejó en la calle Wimpole; y aparte de mencionar que la señorita MacFinn, se quedó pensativa. Era muy extraño que el doctor tratara a Florence con tanta reserva y, al mismo tiempo, buscara su compañía. La joven era tan hermosa, alta y fuerte, y sobre todo, tan distinta de esa odiosa señorita Patón.

El timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos.

—Contesta, por favor —le pidió a Florence, que se hallaba más cerca del aparato.

Era Eleanor Patón, y, por supuesto, quería hablar con el doctor Fitzgibbon.

—No vendrá en toda la tarde —informó Florence cortésmente—. ¿Quiere dejarle algún recado?

—¿Quién habla? ¿La pelirroja?

Florence se puso furiosa, pero se controló.

—¿Yo pelirroja? No, tengo pelo castaño, ojos negros y soy muy esbelta.

—Ah ¿la ha despedido? Me alegro. No quiero dejar ningún recado —cortó la comunicación. La joven colocó el teléfono en su lugar y miró a la señora Keane.

—Yo no le dije que era nueva. Ella lo imaginó todo.

La señora Keane se echó a reír.

—¡La cara que va a poner el día que venga! —exclamó.

—¿Para qué lo estará buscando? Parecía muy disgustada. Ayer se vieron. ¿Cree que se habrán peleado?

—Debe de ser muy difícil pelearse con el doctor —observó la señora Keane.

—¿Cómo era la relación de él con la enfermera Brice? —quiso saber la joven.

—Profesionalmente, buena. Pero ella no era su tipo.

Florence se preguntó una vez más cuál sería el tipo de mujer que le gustaba a su jefe.

—Creo que tampoco Eleanor lo es —agregó la señora—. Pero será mejor esperar.

A las cinco, la señora Keane recogió las cosas.

—Creo que ya podemos irnos. He invitado a mis suegros a cenar.

—Váyase. Yo no tengo prisa. Esperaré media hora más, y luego cerraré. No creo que el doctor vuelva ya.

La señora Keane se fue, y Florence se ocupó de ordenar la consulta durante quince minutos. Estaba a punto de quitarse el uniforme cuando sonó el timbre. El médico usaba su llave, así que no era él. Abrió la puerta y se encontró con Eleanor, impaciente y nerviosa, que lanzó una exclamación al verla.

—Pero si me acaban de decir… la otra muchacha… —Pasó al lado de Florence—. ¿Dónde está?

Eleanor lanzó una mirada de rabia.

—Fue usted quién contestó, ¿verdad? No hay otra enfermera.

—Yo no le dije eso —señaló Florence—. Perdóneme, pero ya voy a cerrar; le ruego que se vaya.

Eleanor se sentó, desafiante.

—Voy a esperar al doctor.

Entonces la voz firme del doctor Fitzgibbon las sobresaltó.

—Puede irse, Florence. Yo cerraré.

La joven salió sin decir palabra, cerrando la puerta con suavidad.

—Pasa, Eleanor —indicó el médico abriendo mientras la puerta del consultorio—. No me explico a qué has venido. Ayer nos lo dijimos todo.

—Esa muchacha… —dijo la mujer—. Cuando hablé esta tarde, me dijo… o me hizo creer que ya no trabajaba aquí… dijo que era morena, de ojos negros…

Florence, a punto de salir de la sala de espera, oyó la carcajada del médico. «Ya han hecho las paces», pensó con tristeza.

Después de cenar, incapaz de calmar su inquietud, Florence cogió un autobús hacia Colbert. Llevaba más de una semana sin visitar al conductor accidentado.

Éste se alegró mucho de verla. Florence le entregó las galletas que le había llevado, y durante medía hora, escuchó sus planes para el futuro. Con la indemnización pensaba abrir una pequeña frutería.

—El doctor me lo sugirió —le informó él—. Y hasta me ofreció un local que tiene en Mile End Road. No tendré que pagarle el alquiler el primer año. Pasado mañana saldré de aquí, y me pondré a trabajar. Tendré que seguir viniendo al hospital para fisioterapia y para que me pongan otra pierna —le sonrió ampliamente—. Después de todo, tuve suerte. Y mi mujer está encantada.

—Me alegro mucho —dijo Florence—. Deme su dirección para ir a verle.

El hombre escribió la dirección en un papelito y se lo dio; entonces ella se levantó.

—Me voy. Cuídese. Iré a visitarlos en cuanto pueda.

Él la acompañó hasta la puerta, deseoso de mostrarle sus progresos con las muletas. Florence se volvió al llegar al final del pasillo para despedirse. Luego avanzó por otro largo pasillo, donde se encontró con Dan.

—Tengo buenas noticias, Florence —dijo él—. Lucy vuelve a Londres. Ahora podremos estar juntos. No sabes cuánto la he extrañado.

—Me alegro, Dan; me alegro de verdad. Salúdala de mi parte y dile que me llame cuando llegue. Me gustaría hablar con ella —le sonrió, y Dan le devolvió la sonrisa y le puso una mano en el brazo. Fue una desgracia para el doctor Fitzgibbon aparecer en el pasillo en ese momento, porque desde donde él estaba, los dos amigos parecían absortos el uno en el otro.

Sin embargo, no se detuvo. Ya se hallaba muy cerca cuando ellos se dieron cuenta de su presencia.

—Doctor Fitzgibbon —dijo Dan—, ¿viene a ver al paciente con problemas en el pecho o a visitar a la señorita MacFinn?

—A ambos —contestó el cirujano—. Primero veré a la señorita MacFinn —disminuyó el paso, esperando a que Dan se le uniera. Luego saludó a la joven con una breve sonrisa, aunque con frialdad en los ojos—. Perdonen si los he interrumpido. Buenas noches, Florence.

Los dos hombres se alejaron juntos, y ella siguió su camino sola, preguntándose qué había hecho para que él la tratara con tanta frialdad. A nadie en el hospital le molestaba que entrara y saliera a la hora que fuera; pero el doctor Fitzgibbon la había mirado con disgusto, como si ella no tuviera derecho de estar allí.

Durante los dos días siguientes, Alexander siguió dirigiéndose a Florence de un modo tan frío e impersonal, que sentía ganas de llorar.

El viernes, la joven ansiaba irse a casa. Tal vez allí, lejos de sus problemas, conseguiría la calma necesaria para resolverlos. A media tarde, la señora Keane sufrió una violenta jaqueca. El doctor Fitzgibbon estaba en el hospital y no esperaban más pacientes, por lo que las mujeres decidieron irse a casa. En ese momento, sonó el teléfono. Florence, que estaba ordenando la cocina, oyó decir a su compañera:

—Estaré allí a las siete, sin falta. Le llevaré todo.

La señora Keane colgó el teléfono y se dejó caer en su silla.

—El doctor quiere que le lleve unos informes a su clínica del East End.

—Usted no va a ninguna parte —objetó Florence con decisión—. Yo llevaré los informes, pero antes conseguiré un taxi para que la lleve a su casa.

—Tengo que ir —protestó la señora Keane débilmente.

—Nada de eso. Yo llevaré esos papeles.

—Va a perder el tren.

—De todas formas, pensaba irme mañana —dijo Florence, pensando que se estaba acostumbrando a decir mentiras.

—¿De verdad? Los informes están en una carpeta en el cajón izquierdo de su escritorio. Una carpeta azul con el letrero de «Confidencial». ¿De veras no le molesta llevarlos? No sé qué dirá él…

—Ni se dará cuenta de que soy yo quien se los lleva. Deme la dirección.

La señora Keane la escribió en un papel.

—Es un barrio muy pobre. Siempre cojo un taxi para ir y regresar. Luego lo cargo en gastos del consultorio.

Florence encontró la carpeta, cerró todo y pasó un brazo por los hombros de la señora Keane, que estaba con los ojos cerrados y muy pálida.

—Primero la llevaré a su casa —pero la mujer le aseguró que no era necesario. Cuando llegó el taxi, Florence pidió al conductor que vigilara a la señora y que la ayudara a llegar hasta su puerta.

—No se preocupe, señorita —respondió el taxista.

El médico había solicitado que le llevaran los informes a las siete. Florence pensó que debía darse prisa si quería llegar a tiempo.

Cuando llegó a casa, la señora Twist le sirvió una taza de té y un bizcocho, y le prometió dejarle algo en el horno para que cenara. Florence subió a cambiarse. Se puso unos vaqueros y un jersey, buscando entre los pocos vestidos que tenía. Eligió el de jersey, se cepilló el cabello, buscó unos zapatos cómodos, tomó un bolso pequeño, puso la carpeta en un sobre de plástico y salió a buscar un taxi.

El taxista le preguntó si estaba segura de la dirección.

—Es un barrio peligroso. Y más para una joven como usted.

Ella contestó que sí, que era la dirección correcta.

—Es una clínica. Voy a ver a una persona que trabaja allí.

Cruzaron todo Londres, hasta que por fin el taxista se detuvo ante un edificio que parecía cualquier cosa menos una clínica. Florence pagó al taxista y cruzó la calle para entrar en el edificio. Las paredes de la clínica estaban sucias y maltratadas; dos ventanas estaban tapiadas, y otra estaba cubierta por tela de alambre. Florence empujó la puerta y entró en el vestíbulo oscuro y maloliente. Al fondo, un rayo de luz escapaba de una puerta mal cerrada. Hacia allí se dirigió la joven, abrió la puerta y entró.

—¿Está perdida, señorita? —preguntó una mujer robusta, con un niño en el regazo—. ¿O viene a ver al doctor? —Florence asintió—. Va a tener que esperar, como todos.

—Soy su enfermera, y le traigo unos papeles que necesita con urgencia.

Varias personas le indicaron que llamara a la puerta que estaba en el otro extremo de la habitación; y el hombre que estaba junto a ella la abrió. Florence le dio las gracias, y se alegró de alejarse de aquel ambiente maloliente. Al otro lado de la puerta la atmósfera era completamente distinta. Por una ventana entraba aire fresco, y las paredes, pintadas de amarillo pálido, eran un poco más alegres. El mobiliario era escaso, pero funcional: un escritorio, varias sillas, una camilla, un estante con instrumentos de cirugía y un gran lavabo con un montón de toallas al lado. El doctor Fitzgibbon estaba inclinado sobre la camilla, examinando a un niño. Junto a él estaba Dan; y unos pasos más allá, la madre del niño, una muchacha bonita con el pelo maltratado, una camiseta sucia y un pantalón roto. El niño gritaba y pateaba mientras el médico le examinaba el estómago. De pronto, la madre del niño rompió en sollozos. Cuando Dan le puso una mano en el brazo para confortarla, ella se apartó llorosa. Florence dejó la carpeta en el escritorio y se acercó a ellos.

—Vamos, vamos —habló con suavidad y rodeó con un brazo los hombros de la muchacha—. Tranquilícese y permita que los doctores se encarguen de su hijo. ¿Qué le pasa?

—¿Qué demonios…? —empezó el doctor Fitzgibbon.

—Luego se lo contaré —lo interrumpió Florence—. Yo me encargo de la madre.

Florence llevó a la mujer a una silla que estaba en un rincón de la habitación, haciendo caso omiso de la ira silenciosa de su jefe. Lo importante en ese momento era contener el llanto de la muchacha. Florence le dio un pañuelo, le dio un vaso de agua y le preguntó qué le pasaba a su hijo.

—Está muy pálido… —respondió la muchacha—. No quiere comer y le duele el pecho. Por eso he venido, porque el doctor sabe mucho del pecho —la mujer suspiró, y Florence aprovechó para decir:

—Es cierto. El doctor Fitzgibbon es una eminencia.

—¿Usted es su novia?

—No, su enfermera.

La muchacha la miró con interés, olvidando sus pesares por un momento.

—Tiene mucho carácter ¿verdad? No lo parece, pero se adivina.

En ese momento, el doctor Fitzgibbon se volvió.

—Ya que está aquí, Florence, ayude a vestir a este pequeñín mientras yo hablo con su madre —su actitud era correcta, pero su voz fría.

Florence empezó a vestir al niño, escuchando los esfuerzos del doctor por convencer a la madre de que internara al pequeño. Le explicó que su hijo tenía una grave fíbrosis pulmonar, le preguntó qué posibilidades económicas tenía y le sugirió hablar con la mujer que estaba en la habitación contigua para que la ayudara.

—Pediré una ambulancia —le dijo—. Usted puede ir con Jimmy y pasar la noche en el hospital con el; si quiere volver a su casa, la señora le dará dinero para pagar el taxi. ¿Tiene dinero?

Florence sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Cuando Dan se le acercó, la sonrisa que ella le dirigió expresaba tanta ternura que el hombre, sorprendido, sólo acertó a decir:

—Voy a pedir la ambulancia.

Cuando madre e hijo se fueron, Dan pregunto:

—¿Hago entrar a otro paciente?

El doctor Fitzgibbon estaba hablando con un funcionario del hospital Colbert para que admitieran al pequeño Jimmy, y cuando terminó indicó:

—Después. Florence, quiero saber qué haces aquí. Le dije a la señora Keane que me trajera unos informes…

Ella se sentó en la silla al otro lado del escritorio.

—La señora Keane tiene una jaqueca horrible y la he mandado a su casa en un taxi. Por eso he venido en su lugar —y añadió, con voz maternal—: Ya que estoy aquí, permítame ayudar en lo que pueda. Está usted furioso, ¿verdad? Pero con tanta gente esperando ahí afuera, tendrá que esperar para desahogarse.

Dan tosió un poco para contener la risa, pero el doctor Fitzgibbon ni siquiera sonrió. Estaba furioso, era cierto. Miró su reloj.

—¿Has venido en taxi? —inquirió.

Florence asintió.

—¿Te está esperando?

—Eso cuesta una fortuna, y la señora Keane me dijo que lo incluyera en el importe de los gastos del consultorio.

—En ese caso, quédate y sé útil —se levantó—. Que pase el siguiente, Dan.

El cirujano la ignoró en las horas siguientes, pero Florence no tuvo tiempo para pensar en eso. Se puso un delantal blanco que encontró en un gancho tras la puerta, y se dedicó a vestir y desnudar pacientes, aplicar curaciones, poner vendajes y ordenar todo tras cada consulta. La mayoría de los pacientes venía a revisión, pero, cuando el último se fue, eran ya más de las diez de la noche. Florence y la mujer que hacía el trabajo de secretaria limpiaron todo. Por fin, la joven colgó el delantal y se dirigió a la salida, despidiéndose de Dan con un movimiento de cabeza.

—Un momento —la detuvo el doctor Fitzgibbon, sin dejar de escribir—. Dan, ve al hospital y asegúrate de que el niño esté bien atendido, igual que la madre. Yo iré después.

Dan titubeó.

—¿Florence vendrá conmigo?

—No, yo la llevaré a su casa.

Florence dio un paso en dirección al cirujano.

—Cogeré el autobús —dijo con voz firme.

—De ninguna manera —replicó él, sin mirarla—. Vete, Dan. Yo me encargo de Florence.

Dan se fue. Y como su jefe no daba señales de terminar, Florence se sentó en una silla a esperar.

Por fin, él cerró la carpeta que tenía enfrente y guardó la pluma.

—¿Ya ha cenado?

—No. La señora Twist me iba a dejar algo en el horno.

Él se levantó y se puso delante de ella, después le dio la mano y la ayudó levantarse.

—He sido muy brusco. Perdóname —murmuró.

Lo dijo con tanta humildad, que Florence sintió un deseo enorme de refugiarse en su pecho y echarse a llorar; pero en vez de eso, lo miró a los ojos.

—No se preocupe. Se sorprendió mucho al verme, ¿verdad? ¿Piensa mantener su trabajo en esta clínica en secreto?

—Mientras pueda, sí. Lo saben Dan y algunos doctores que me ayudan. Pero éste es un lugar peligroso para mujeres.

—¡Tonterías! —exclamó Florence—. ¿Y esa mujer que le ayuda?

—Es la maestra local; por lo tanto, está a salvo.

Ella intentó retirar su mano, pero él la retuvo.

—Ahora que ya lo sé, ¿me permitirá venir a ayudarle de vez en cuando?

—¿Por qué?

Florence no pensaba decirle la verdad.

—Porque es un trabajo humanitario. Tengo todas las tardes…

—¿Todas las tardes? —Él enarcó las cejas—. ¿Y las tardes que sales con Dan? —sonrió, con amargura—. Para cenar en un restaurante chino.

—Eso fue hace años. Dan tiene novia, y se va a casar con ella. Es una buena amiga mía.

Los ojos de Alexander reflejaron regocijo.

—Si quieres trabajar aquí, no puedo impedirlo; pero con la condición de que vengas y te vayas siempre conmigo. No quiero que andes deambulando por aquí.

—No suelo deambular… —replicó molesta—. De acuerdo. ¿Cuándo viene aquí?

—Una vez a la semana —al fin le soltó la mano para tomar su maletín y abrir la puerta—. Se está haciendo tarde.

Alexander la llevó hasta su coche, que estaba aparcado en un patio detrás de la clínica.

—Me sorprende que no se lo hayan robado —comentó la joven. Pero inmediatamente añadió—: No, no me sorprende. Le quieren mucho ¿verdad?

—Eso supongo. Las calles estaban casi desiertas, y el viaje le pareció a la joven más corto que en el taxi.

—Ya debe de estar acostada la señora Twist —comentó el médico.

—Sí. Pero tengo llave.

—No la despiertes. La señora Crib nos dará de cenar.

Florence pensó con deleite en la comida de la señora Crib.

—No, no. Déjeme en la esquina y…

—Por favor, Florence, ven conmigo. Yo te traeré después.

—No creo que…

—Bien —él no le hizo caso y se detuvo ante su casa. Luego bajó y le abrió la puerta—. Baja —le ordenó; y como ella no se movió, la tomó en brazos y la depositó en la acera. Entonces en vez de soltarla, se inclinó y la besó; después la tomó del brazo, abrió la puerta de la casa y la hizo entrar.

Como no podía ir sola a casa de la señora Twist, Florence decidió quedarse a cenar.