Capítulo 3
El doctor Fitzgibbon ignoró el camino principal para volver al centro de la ciudad. Florence, que no conocía esa parte de la metrópolis, miraba con curiosidad las calles estrechas con viejos almacenes, la mayoría abandonados, sombrías casas de ladrillo y altos edificios de apartamentos. No había mucho tráfico y la joven dedujo que iban en dirección al Puente de la Torre por donde, seguramente, él pensaba cruzar el río.
Delante de ellos iba un pesado camión cargado con chatarra. El médico disminuyó la velocidad, porque no podía adelantarlo y eso le permitió frenar cuando el camión viró repentinamente y se estrelló contra un almacén en ruinas, derribándolo en medio de una lluvia de ladrillos.
El médico cogió su maletín y abrió la puerta del coche.
—Llama a la policía. Esta calle es Rosemay Lane… Luego reúnete conmigo —y corrió hacia el edificio que se derrumbaba.
Florence llamó a la policía, dio una breve descripción del accidente, agregó que las únicas personas presentes eran un médico y ella, y pidió que se dieran prisa, porque el conductor del camión estaba sepultado bajo los escombros. Luego cogió las llaves del coche, lo cerró y se reunió con el doctor Fitzgibbon, que estaba retirando los escombros.
—Ya vienen —le informó.
—Bien —dijo él—. Acércate y ayúdame. La cabina debe estar por aquí… pero no la veo…
Los dos se concentraron en quitar ladrillos, y, de cuando en cuando, él se detenía a escuchar. De pronto se oyó un débil gemido que surgió de entre el montón de escombros.
—¡Ya vamos! —gritó el médico—. Resista un poco más.
El doctor luchó varios minutos con una mole de cemento, y por fin apareció el rostro de un hombre cubierto de polvo. En ese momento llegó la ambulancia, un coche de la policía y un camión de bomberos.
El médico no perdió el tiempo en saludos.
—Esa plancha de metal nos estorba —indicó—. Hay que quitarla.
Los recién llegados eran expertos y pronto agrandaron el agujero, y colocaron la plancha de metal por encima de la cabeza del hombre; luego pusieron su equipo a disposición del médico. Este introdujo la cabeza y los hombros en el agujero, pero enseguida se hizo hacia atrás.
—Necesito ver sus piernas. ¿Pueden quitar los escombros de ese extremo? Creo que se las está aplastando —y añadió, dirigiéndose a la joven—. Florence, mi maletín. Quiero una jeringuilla y una ampolla de morfina.
Florence preparó la inyección y se la dio. Los hombres empezaron a quitar los escombros y pronto apareció una bota; luego la otra. El médico fue a examinar las piernas.
—Dile a los médicos que necesito el equipo de amputación —le ordenó a Florence—. Luego reúnete conmigo y haz lo que te diga —entonces llamó a dos hombres que habían venido a ayudarle y se acercó al herido, mareado ya por la morfina.
—Me estoy volviendo importante —murmuró el camionero herido—. ¿Qué hace aquí una chica tan bonita como usted?
El médico que estaba haciéndole un torniquete por encima de la rodilla, informó:
—Florence es mi mano derecha. ¿Le parece bonita? Pues espere a verla con la cara limpia. Mire, voy a tener que cortarle parte de la pierna, pero usted ni se va a enterar. Y cuando salga del hospital, estará como nuevo, se lo prometo. Por debajo de la rodilla, Florence. Suelte cuando yo lo diga, y esté atenta a todo. El doctor trabajó unos minutos, hablando sin cesar para distraer al herido. De pronto, se oyó un chasquido seco.
—Tome mi mano —le pidió el herido a Florence—. Y no deje de mirarme.
Florence le apretó la mano con delicadeza.
—Se lo prometo.
Detrás del cirujano apareció un joven médico, que anunció:
—Amigo, te voy a hacer dormir como nunca.
Trabajó con un equipo portátil de anestesia, mientras Florence trataba de distraer al accidentado.
—Hábleme de usted. ¿Está casado? ¿Sí? Tiene hijos, supongo… ¿Tres? Tres es un buen número —por fin el hombre se quedó inconsciente. Entonces Florence le soltó la mano y se preparó para hacer lo que el doctor Fitzgibbon le ordenara.
Las manos de él, a pesar de su gran tamaño, trabajaban con delicadeza.
—Ahora suéltelo. Despacio —ordenó él por fin.
Ella aflojó el torniquete un poco, y lo retiró gradualmente. No se presentó ningún problema. El doctor le pidió unos vendajes, y Florece se los dio en seguida.
—¿Cómo está el pulso? —preguntó él.
—Fuerte y constante. ¿Lo va a sacar por ese lado?
—Sí. Sosténgale la cabeza.
El doctor Fitzgibbon se alejó un momento y volvió con uno de los médicos que habían llegado en la ambulancia. Ambos levantaron al hombre, mientras un tercero sostenía la pierna amputada. Fue un trabajo lento y cuidadoso. A Florence le dolían los hombros y los brazos por el esfuerzo que tuvo que hacer para mantener inmóvil la cabeza del hombre, y le pareció que tardaban horas. Por fin lograron sacarlo de la cabina del camión, lo pusieron en una camilla y lo llevaron a la ambulancia. Ella empezó a arrastrarse hacia atrás para salir, pero el doctor la cogió por la cintura y la ayudó a ponerse de pie.
—Espere aquí —le ordenó, y después se fue corriendo a hablar con los de la ambulancia. Ella permaneció quieta, sin ganas de dar un paso. Le dolía todo el cuerpo, estaba terriblemente sucia y lo único que deseaba era un buen baño, una taza de té y llorar para aliviar la tensión.
Pero sus deseos no podían ser satisfechos, al menos en ese momento. El doctor Fitzgibbon la cogió del brazo y la llevó a su coche.
—Adentro. Quiero llegar al hospital Colbert al mismo tiempo que la ambulancia.
Hizo una señal y la patrulla se puso en marcha, con las luces encendidas y la sirena a todo volumen. El camión de bomberos se colocó detrás de ellos.
—¿Se salvarán? —preguntó ella.
—Sí. Parece que no hay otros daños, pero lo sabremos cuando veamos las radiografías. Y quiero revisar esa pierna. Voy a necesitar a Fortesque. Llame al hospital y pida que le pongan al habla con él.
Florence no tardó en localizar al doctor Fortesque, el traumatólogo, quien aceptó ayudar y tener preparado el quirófano. Cuando iba a colgar, el doctor Fitzgibbon añadió:
—Pide a la telefonista del hospital que llamen un taxi para que te lleve a casa. ¿Estás herida?
—No lo creo.
—Cerciórate. Que te revise un médico si es necesario —le dedicó una breve sonrisa—. Ya llegamos. Te veré más tarde —bajó del coche y le abrió la puerta—. Avisa a la señora Keane. Yo telefonearé más tarde.
El doctor Fitzgibbon le señaló el taxi que la estaba esperando y se fue.
El taxista ayudó a Florence a subir al taxi.
—¿Ha tenido un accidente? —quiso saber el hombre—. ¿Está herida?
—No, sólo estoy sucia. Nos detuvimos a ayudar a un hombre accidentado —le dirigió una sonrisa temblorosa—. Dese prisa, por favor. Tengo que volver a mi trabajo. Cuando llegaron a la calle Wimpole el taxista la ayudó a salir del coche.
—¿Puede esperar un minuto? —pidió ella—. No llevo dinero, pero tengo en mi casa.
—No se preocupe. El portero del hospital me dijo que ellos se encargaban de todo.
El taxista la acompañó hasta la puerta y llamó al timbre. Cuando la señora Twist abrió, Florence le dio las gracias y agregó:
—Pase. La señora Twist le preparará una taza de té.
—Gracias —dijo él—, pero tengo que volver. Cuídese.
La señora Twist cerró la puerta.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber—. ¿Está herida? Viene en un estado…
—Ahora se lo cuento —contestó Florence—. ¿No tiene una sábana sucia para quitarme esta ropa sin manchar el suelo?
—Muy bien pensado —la señora se alejó y volvió en seguida con un mantel viejo, que puso sobre el reluciente suelo del vestíbulo. Allí se desvistió Florence, ayudada por su casera, quien observó—: El vestido está arruinado. Le falta un pedazo en la parte de atrás. Ojalá nadie le haya visto las bragas.
«El doctor Fitzgibbon debió tener una vista espléndida de mi trasero cuando me ayudó a salir del camión», pensó la joven.
—Con su permiso, quisiera bañarme y lavarme el pelo.
—Por supuesto, querida. Y tómese una taza de té. ¿Qué tal una siestecita?
—No tengo tiempo. Esperamos a un paciente a las cuatro y media.
—¿Ya ha comido?
—No.
—Le prepararé unos bocadillos mientras se baña. Ande, dese prisa.
Un poco después, Florence comía un bocadillo en la cocina y bebía una taza de té tras otra, mientras contaba a la señora Twist lo sucedido. De pronto, recordó que tenía que avisar a la señora Keane y, como se trataba de una emergencia, la señora Twist le permitió usar el teléfono de la casa. La señora Keane recibió la noticia con calma.
—Venga cuando se sienta bien —dijo—. Yo llamaré al hospital Colbert para saber si el doctor tiene instrucciones que darme. ¿De verdad se encuentra bien?
—Muy bien. —Florence cogió el teléfono y, urgida por la señora Twist, continuó su relato del accidente.
En el consultorio la esperaba otra taza de té. Y la señora Keane, a pesar de su habitual discreción, ardía en deseos de saberlo todo.
—Lo que no entiendo —comentó Florence—, es que el doctor Fitzgibbon le vaya a operar la pierna; no es su especialidad.
—Él es capaz de todo —replicó la señora—. El doctor Fortesque es un viejo amigo suyo. Cuando el doctor Fitzgibbon empieza algo, no lo deja hasta verlo terminado —le ofreció la caja de galletas—. ¿Y usted no resultó herida?
—No, pero se me rompió el uniforme por detrás. La señora Twist dice que se me veían las bragas.
—Probablemente nadie se dio cuenta —dijo la señora Keane.
—El doctor me vio cuando intentaba salir del camión —afirmó Florence.
—Pero él es un caballero. ¿Un poco más de té? Faltan todavía veinte minutos.
Florence estaba arreglando el instrumental, de la consulta, cuando llegó el cirujano. Si esperaba una relación más cálida entre ellos después de lo sucedido esa mañana, se equivocó. Él iba inmaculadamente vestido, como de costumbre, y sus modales eran fríos e impersonales, como siempre.
—¿Cómo se siente? ¿Podrá trabajar esta tarde?
—Sí, señor. ¿Cómo está el conductor del camión? ¿Tuvo más lesiones?
—Unas costillas rotas, un pulmón perforado y un húmero fracturado, pero se recuperará. Tuvo mucha suerte.
—¿Y su esposa?
—Está con él. Se quedará en el hospital esta noche.
—¿Y los niños?
—Con la abuela.
—Ojalá se recupere sin problemas.
—Que la señora Keane le compre otro uniforme —indicó él—, y que le reembolse la… el… alquiler de cualquier otra prenda que se le estropeara.
Florence se ruborizó de vergüenza y enfado, y salió de la consulta sin decir nada. Él debía haberle dado las gracias, haberse preocupado por su reacción… ¿o acaso pensaba que era de piedra?
Cuando Florence volvió a casa aquella tarde, intentó explicarse la actitud de su jefe. Era un grosero o tenía algún problema que le hacía desconfiar de las personas que lo rodeaban. Sin embargo, había sido muy amable y bondadoso con el conductor del camión… y hasta su voz sonaba diferente cuando le hablaba. Cuando se fue a la cama, decidió que su extraño jefe necesitaba algo o alguien capaz de perforar ésa mascara impenetrable. Cuando cerró los ojos, Florence se hizo el propósito de tratarlo con comprensión, de no contestarle con brusquedad y de brindarle todo su apoyo cuando fuera necesario.
A la mañana siguiente, llegó al consultorio llena de buenos propósitos, pero no tuvo oportunidad de ponerlos en práctica. Su jefe fue muy brusco con ella, y así le resultaba imposible mostrar amabilidad. De todas maneras, le llevó su café y le comentó que la mañana era muy hermosa; luego sugirió que un fin de semana en el campo le haría mucho bien.
Él la miró con frialdad.
—Su interés por mi salud me conmueve, pero prefiero que guarde esos sentimientos para los pacientes.
Y en ese momento se acabaron los buenos propósitos.
El jueves de esa misma semana, la señora Keane entró en la consulta e informó:
—Doctor, está aquí la señorita Patón —titubeó—. Le he dicho que en este momento sale usted para el hospital.
—Hágala pasar, por favor —miró hacia la sala de reconocimiento, donde Florence estaba recogiendo el instrumental—. No la necesito, Florence. Si no ha terminado, déjelo para más tarde.
Florence salió de la consulta al tiempo que entraba una mujer de unos treinta años, atractiva, bien maquillada y que llevaba un vestido muy costoso. La mujer pasó a su lado sin mirarla siquiera.
—Mi amor, tenía que verte. Ya se que no debo venir a tu consultorio, pero como no fuiste a la fiesta…
Florence cerró la puerta, aunque le hubiera gustado seguir escuchando. Sin embargo, alcanzó a oír al doctor decir:
—Querida Eleanor, qué agradable sorpresa.
—¿Quién es? —preguntó Florence. Y la señora Keane, por primera vez, se mostró insegura.
—No lo sé muy bien. Parecen grandes amigos. Ella lo llama casi todos los días, y él la llama a veces. Es viuda. Se casó con un hombre muy mayor y muy rico, que murió el año pasado. Lo que sí te puedo asegurar es que es muy lista.
—¿Y se van a…? ¿Se van a casar?
—Si de ella dependiera, ya estarían casados. Pero de él no se puede saber nada. Nunca muestra sus sentimientos.
—No es mujer para él —comentó la joven.
La señora Keane asintió.
—El doctor necesita una mujer que no lo presione. Alguien como usted.
—¿Yo? —Florence se echó a reír—. ¿Ya te vas? —preguntó, al ver que la señora Keane se ponía el abrigo—. Yo tengo que arreglar la sala de reconocimiento. Espero que no tarde mucho. He quedado a las siete en el hospital Colbert.
—¿Alguno de tus antiguos amigos? —preguntó, curiosa, la recepcionista—. Bueno, me voy. Mañana la primera cita es a las nueve.
Florence se sentó en la cocina a esperar. Después de diez minutos, el doctor y su amiga salieron. La joven preguntó a su jefe si ya podía pasar a ordenar la consulta, y se despidió.
—¿Quien es esa muchacha? —oyó preguntar a Eleanor cuando iban hacia la salida. Florence se quedó pensando qué le habría contestado él; luego terminó su trabajo y se fue a casa.
Florence cenó en su cuarto, se cambió de ropa y cogió un autobús para ir al hospital Colbert. El conductor al que habían auxiliado, todavía estaba en la unidad de cuidados intensivos, pero como ella era conocida en el hospital, con facilidad obtuvo permiso para visitarlo.
Lo encontró sentado en la cama, muy cansado, pero bastante animado. Su esposa era una mujer pequeña y delgada, pero tan enérgica como su marido. No se quedó mucho tiempo en el hospital. Puso en un jarrón las flores que había llevado, le deseó al hombre un pronto restablecimiento y se dispuso a partir.
—El doctor Fitzgibbon la aprecia mucho a usted —comentó la pequeña mujer, cuando le tendió la mano para despedirse—. Muchas gracias por salvar a mi marido. Ese doctor es un caballero. Consiguió que me permitieran quedarme, convenció a mi madre para que cuidara a los niños… y nos dio dinero. Es un préstamo, claro; se lo vamos a pagar, pero en este momento lo necesitamos mucho.
De regreso a casa, Florence pensó que jamás conocería al doctor Fitzgibbon.
El viernes transcurrió sin novedad, aunque el libro de citas estaba saturado. La joven recogió sus cosas cuando el último paciente se fue, dispuesta a tomar el tren de la tarde. El doctor Fitzgibbon se había mostrado tan distante como siempre, y ella anhelaba llegar al ambiente relajado del hogar de sus padres.
Florence puso las toallas limpias en su sitio, limpió el cristal de la mesita y abrió la puerta que daba a la sala de espera. El médico se encontraba sentado en el borde del escritorio de la señora Keane, charlando con ésta, pero en cuanto oyó entrar a Florence, se levantó.
—Acabo de aceptar a un paciente para más tarde. ¿Pensaba irse a su casa?
Florence no se habría molestado tanto si lo hubiera pedido en un tono más amable, y contestó con la mayor sequedad.
—Sí, pero puedo salir mañana temprano. ¿A qué hora quiere que venga?
—A las seis y media. Puede llamar a su madre desde aquí, si quiere —le dirigió una sonrisa a la señora Keane y se fue.
—Mala suerte —comentó la mujer—. ¿No hay otro tren?
—Sí, pero llega demasiado tarde a Sherborne, y nadie puede ir a buscarme. No importa. Me iré mañana.
—¿Y la cena?
—La señora Twist va a salir, así que cenaré cualquier cosa. Le dije que me iría esta tarde, y no tendrá nada preparado.
—También al doctor se le han estropeado sus planes. Iba a cenar con alguien, creo que con esa mujer, Eleanor.
—Pues me alegro —dijo Florence con enfado.
La señora Keane se echó a reír.
—Me voy. ¿Vienes conmigo?
Salieron juntas, y la recepcionista se despidió con alegría.
—Nos vemos el lunes. El doctor tiene una operación a las ocho, así que tendremos toda la mañana para nosotras.
Cuando la señora Twist se enteró de que Florence no podría irse a su casa esa tarde, se molestó un poco.
—De haberlo sabido, hubiera traído jamón.
La joven trató de apaciguarla.
—Si me lo permite, abriré una lata de judías. No sé a qué hora llegaré, y me iré mañana temprano.
—Bueno, pero procure que no se repita.
Florence no contestó. Se preguntó si el doctor Fitzgibbon también se vería obligado a cenar una lata de judías esa noche. Después de una taza de té, se arregló un poco, hojeó el Daily Mirror y volvió al consultorio.
El médico ya estaba allí, examinando unas radiografías.
—Por fin —exclamó, como si ella llegara tarde en vez de cinco minutos antes. Luego volvió a embeberse en las radiografías, y la joven fue a la sala de espera.
El paciente llegó quince minutos tarde, y Florence reconoció en seguida el rostro que tantas veces había visto en los informativos de televisión. Trató de no mostrarse sorprendida y le indicó que se sentara.
—Espere un momento, por favor.
Pero el paciente no necesitó esperar, porque en ese mismo instante el médico salió a recibirle. Lo primero que hizo fue asegurarle que Florence era de confianza y muy discreta.
—La enfermera preparará las cosas mientras vemos sus radiografías.
Ella, entendió la indirecta, salió de la consulta y cerró la puerta.
Los dos hombres estuvieron hablando un rato. Después el cirujano la llamó para que lo ayudara en la revisión, que fue larguísima.
Ya casi eran las ocho cuando el paciente se fue. En el despacho sólo quedaba encendida la lámpara de lectura.
—Siento haber estropeado tus planes —se disculpó el médico, mientras se lavaba las manos—. ¿Te ha preparado cena la señora Twist?
—Desde luego —respondió Florence—. Ha preparado algo especial. Es una buena cocinera, y vamos a cenar juntas.
El doctor dejó la toalla en su lugar.
—En ese caso, ¿pierdo el tiempo si te invito a cenar?
—¿También a usted se le han estropeado los planes? —preguntó Florence, deseosa de conocer los detalles.
—No precisamente. Yo deseaba un cambio de planes.
—Pues me alegro que se haya cumplido su deseo —replicó ella—. Al fin y al cabo, le queda todo el fin de semana.
—Lo sé. Espérame mañana a las ocho y media, te llevaré a tu casa.
Ella tardó en reaccionar.
—Se lo agradezco, pero puedo ir en el tren. Sólo son dos horas. Llegaré a la hora de comer.
—En el coche tardaremos hora y media, y yo también necesito un poco de aire puro.
—¿No le estropeará sus planes de mañana?
—En ese caso, no te lo habría propuesto.
Florence lo miró a los ojos para asegurarse de que decía la verdad.
—En ese caso, acepto con gusto.
—Me quedaré a tomar algunas notas —indicó él—. Yo cerraré. Hasta mañana.
La joven se despidió y regresó a casa de la señora Twist. Se quitó los zapatos, se soltó el pelo, y bajó a la cocina a cenar sola su lata de judías. Pensó que hubiera sido mucho más agradable cenar con el doctor Fitzgibbon, pero no quería ser la sustituta de la glamorosa Eleanor.
Cuando terminó de cenar, Florence dio de comer a Buster, tomó una ducha y se metió en la cama.
Hacía una mañana radiante de finales de mayo. Florence se puso uno de sus mejores vestidos, y bajó a prepararse una taza de té. La señora Twist no hacía el desayuno los sábados, pero le dio libertad para prepararse lo que quisiera. La nota que Florence había dejado por la noche a su casera, había sido sustituida por otra: Que no se salga Buster. Buen viaje, muchacha afortunada.
Florence bebió su té, dio de comer a Buster. Cogió su equipaje y salió de la casa. Estaba cerrando cuando el Rolls Royce se detuvo, y el doctor Fitzgibbon bajó para abrirle la puerta.
Era la primera vez que Florence lo veía con unos sencillos vaqueros y una camiseta, y le pareció más joven y cercano. Además, había saludado con un tono amable y la joven se atrevió a hacer un comentario sobre la mañana, pero él apenas respondió y ella concluyó que no tenía ganas de hablar. Cuando entró en el coche, Florence gritó al sentir que una lengua caliente le lamía la nuca, y al volver la cabeza se encontró con un par de ojos color café en una cara peluda.
—Perdón, por no haberte presentado a mi amiga —se disculpó el médico—. A Monty también le gusta el campo. ¿O te molesta que venga con nosotros?
—Al contrario. ¿De qué raza es?
—Me lo he preguntado muchas veces. Creo que es una mezcla.
—En la tienda donde la compró…
—Lo encontré en un zaguán. Tardó algún tiempo en alcanzar esa belleza, y, desde luego, es imposible saber de qué raza eran sus padres.
La joven volvió a mirar a la perra.
—Es muy simpática. A Higgins le va a encantar. Pero a Charlie Brown, nuestro gato, no sé.
—A Monty le gustan los gatos. Melisande tuvo gatitos hace dos semanas y Monty los cuida cuando su madre sale a dar una vuelta.
—¿Melisande es el nombre de la gata?
—Sí. ¿Sabe tu madre que vamos para allí?
—Sí. Mis hermanos también se encuentran en casa.
Cayeron en un silencio interrumpió sólo por los gruñidos de Monty. La carretera estaba casi desierta, pues aún era temprano. Florence se sentía feliz y, como no estaba obligada a conversar, tuvo tiempo de preguntarse por qué. «Viajar en un Rolls Royce hace feliz a cualquiera», pensó. Pero era más que eso. Se dio cuenta de que disfrutaba con la compañía de su jefe, aunque él no hiciera nada por agradarle. Estaba cómoda a su lado, lo cual la sorprendió, porque ella pensaba que él no era particularmente agradable.
Florence le indicó que cogiera la desviación a Sparkford y luego añadió:
—Perdone, acabo de recordar que el otro día vino el doctor Wilkins —él no contestó—. ¿Le gusta esta región de Inglaterra?
—Mucho. En cuanto uno se aparta de la carretera principal, todo se vuelve encantadoramente rural —salió de la autopista y cogió una carretera secundaria que conducía a Sherborne; luego un camino más estrecho todavía, flanqueado de verde follaje.
Gussage Tollard estaba en una hondonada. Al bajar por la colina aparecieron los tejados del pueblo, y Florence comentó:
—¡Qué placer estar en casa!
—¿Te arrepientes de haber aceptado el empleo que te ofrecí? —preguntó él, con brusquedad—. ¿No te agrada trabajar conmigo?
—Claro que me gusta. Es un buen empleo. Pero usted es tan frío… —se interrumpió, con las mejillas encendidas—. Perdón, no sé por qué he dicho eso.
—Si alguna vez lo descubres, házmelo saber —no la miró, lo cual ella agradeció—. La vicaría está más allá de la iglesia ¿verdad? —Parecía tan tranquilo que ella pensó que no la había oído. Pero sí lo había hecho. Había sido una tontería decir eso y lo mejor era olvidarlo.
—Aquí es —indicó Florence y miró su reloj—. Tenía usted razón. Hemos tardado una hora y veinticinco minutos.
—Claro que tengo razón —le dijo sin presunción, al tiempo que le abría la puerta, para luego hacer salir a Monty.