CAPÍTULO XI
Vio al pistolero arrodillado sobre su pierna herida, escondido tras un montón de maderos que se apilaban al otro lado de la calle.
Decidió sorprenderle por la espalda.
Para ello dio la vuelta a la cabaña y subió la calleja empinada hasta un lugar que quedaba fuera de la vista del forajido.
Cruzó la calzada con una rápida carrera mientras Mell, que seguía sangrando por la herida de la pierna, aguardaba a que el minero se asomara de nuevo para seguir la lucha.
Tenía los ojos fijos en la esquina de la barraca desde la que Ronnie Leeds había disparado por última vez.
Pero fue a su espalda donde oyó la voz del buscador:
—¡Tira tu arma! Estoy encañonándote.
Soltó un juramento al darse cuenta de que había caído en una trampa y trató de revolverse.
Pero Ronnie esperaba la reacción de su enemigo.
De un salto se le echó prácticamente encima, golpeándole con el cañón de la pistola en el rostro.
Después agarró su muñeca armada con la mano izquierda y la golpeó contra el borde de los tablones hasta hacerle soltar el arma.
—Ahora está mejor —le dijo—. Quiero que me contestes a una sola pregunta.
El cuerpo de Mell volvió a quedar apoyado sobre la pila de maderos mientras Ronnie colocaba la boca del «Colt» bajo su barbilla.
—Voy a meterte un balazo en la cabeza como no me digas dónde tenéis a Mafalda Kallys. ¿Entiendes?' ¿Contesta?
Acentuó la presión del arma bajo el mentón del rufián, que trató de echar la cabeza hacia atrás.
—No seas estúpido. Tu compañero está muerto y tú vas a seguirle al infierno como no contestes a mi pregunta. ¿Dónde está Mafalda? ¿Qué habéis hecho con ella?
—Está en la cabaña de arriba.
—¿Estás seguro? Sentiría tener que volver para matarte.
—Le digo la verdad —prometió Mell, que sentía chorrear la sangre por su nuca—. Está con Oscar.
—Está bien —asintió Ronnie—. Volveremos a vernos.
Sin dar tiempo a Mell para que pudiera evitarlo, le golpeó con la culata del «Colt» en la sien.
Este se alejó rápidamente hacia la parte alta de Baker City en busca de las cabañas que se alzaban en el límite del poblado.
Distinguió una raya de luz por debajo de la puerta de una de las barracas, cuyas ventanas debían haber sido cubiertas por el interior con el objeto de no dejar pasar la claridad.
Se acercó a ella con cuidado, pues estaba seguro que los disparos tenían que haber sido oídos en el interior.
Regresó a la puerta y escuchó durante unos segundos.
—Si tu amigo cometió la torpeza de acercarse por aquí —estaba diciendo Oscar—, a estas horas estará muerto. Pero eres bonita y no te costará demasiado encontrar alguien que quiera consolarte.
Se colocó de un salto en el interior, con el arma amartillada y el dedo presto a cerrarse sobre el gatillo.
Mafalda ahogó un grito al verle aparecer mientras Oscar alargaba la mano hacia la pistola que tenía sobre la mesa.
—¡No te muevas! —le gritó Ronnie, desde el centro de la cabaña.
Pero al mano del pistolero se había cerrado ya sobre la culata del «Colt».
Volvió éste hacia el minero en el instante en que la pistola de Ronnie vomitaba su ración de muerte.
Oscar salió rebotado hacia atrás ante el choque de un plomo contra su cuerpo, cayendo de la banqueta que ocupaba con el vendaje agujereado por un balazo.
Ronnie le desarmó de un puntapié, lanzando la pistola al otro extremo de la barraca antes de arrodillarse a su lado para volverle boca arriba.
—Está muerto —anunció, poniéndose nuevamente en pie.
—¿Estás bien, querida? ¿Cómo te trajeron hasta aquí?
Cortó las ligaduras de Mafalda mientras ésta se arrojaba en sus brazos para dar rienda suelta a su angustia.
—Te buscan como lobos, Ronnie —le dijo, atemorizada—, Saben que tienes al hombre de la mina y os buscan a todos para mataros.
—Tranquilízate, querida. No voy a dejarles que lo hagan.
—Gordon Maika es uno de ellos —le explicó Mafalda, entrecortadamente—. Fue a buscarme al saloon y me amenazó con matarme si no le decía dónde estabais Alan y tú.
—¿Cómo supieron que teníamos a ese tipo de la mina en tu casa? ¿Quién se lo dijo?
Mafalda bajó los ojos al suelo.
—Tenías razón, Ronnie. Bernard no era de fiar. El nos denunció.
—Debí suponerlo. Me odiaba demasiado para dejar pasar una oportunidad semejante. Cada vez que me miraba lo hacía con deseos de matarme. Pero era demasiado cobarde para hacerlo por sí mismo.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Creo que todo está claro. Lástima que el sheriff no regrese hasta mañana.
—¿Qué habéis hecho con ese hombre?
Habían decidido sacarlo de casa de Mafalda al ver que no podrían obtener ninguna información.
Después de una agonía que se prolongó durante varias horas, el pistolero había dejado de existir.
—Le dejamos en las oficinas del comisario. Ya le explicaré mañana lo ocurrido.
—Ten cuidado, Ronnie. Los hombres de Gordon Maika te buscan para matarte —volvió a decir Mafalda.
—Dos de ellos no podrán hacerlo ya. Y el tercero está inconsciente y malherido. Los sorprendí cuando bajaban hacia el pueblo.
—No importa. Quizá tenga más hombres en Baker City. Y además están el juez y esa mujer.
Ronnie la miró con sorpresa.
—¿Qué tiene que ver el juez en todo esto?
—Les oí hablar de él y de Alice Bannes. Gordon Maika esperaba a esos dos hombres en el hotel. Iba a hablar allí con el juez y con esa mujer.
—Eso confirma todas nuestras sospechas. El juez Gorskim ha estado ayudándoles con sus trucos legales para que robaran nuestro oro. Estoy seguro que Alan y yo no hemos sido los únicos perjudicados por su falta de escrúpulos.
Tomó a Mafalda de la mano y salió con ella de la cabaña.
—¿Dónde vamos ahora, Ronnie?
—Te dejaré con Alan en las oficinas del sheriff. Allí estarás segura hasta que acabe todo esto.
—Pero...
—Yo voy al hotel. Quiero tener una conversación con el juez y el delegado. Bob Fisher se encontrará mañana ocupadas todas las celdas...
* * *
Roger Trokay tenía aún el sueño cubriéndole los ojos y un gesto adormilado en el rostro.
—Lamento molestarle a estas horas, señor Trokay —se justificó Paul Sanch, metido de nuevo en su papel de juez—. Pero esos papeles me son imprescindibles.
—Tendrá que esperar unos minutos, juez. Sólo el tiempo justo de vestirme.
—No se preocupe, señor Trokay. Comprendo que mi visita es algo intempestiva.
—Ahora mismo vuelvo con ustedes.
Roger Trokay desapareció en el dormitorio mientras Paul Sanch se volvía hacia Alice Bannes, que le acompañaba en su visita a casa del banquero.
—Muy bien —le dijo la mujer—. Sigue así...
Roger Trokay se reunió con ellos poco después.
—Hubiera querido tener todos esos papeles junto a mí —comentó el falso juez—, pero no quise exponerme a un nuevo atentado como el de la otra noche.
—En ningún sitio están tan seguros como en su Banco, señor Trokay—. —intervino Alice Bannes, envolviendo al banquero en una de sus sonrisas.
—Es para mí un honor que hayan recobrado mi ayuda, juez. Aprecio la importante labor que está realizando en Baker City, trayendo el sagrado brillo de la justicia hasta estas tierras salvajes.
—Sólo deseo ser justo —apostilló Paul Sanch—. Por eso quiero estudiar bien los registros antes de pronunciar mañana los veredictos.
Estaban caminando los tres por las calles desiertas de Baker City en dirección al edificio del Banco.
Alice observó los alrededores, preguntándose dónde estaría Gordon Maika.
—Siempre lo he dicho, juez —comentó Roger Trokay mientras sacaba las llaves del bolsillo—. Todos los hombres deberíamos recurrir a la justicia en lugar de utilizar la violencia.
Empujó la puerta y se hizo a un lado para que pasaran sus acompañantes.
Después entró él, aprestándose a cerrar nuevamente la puerta.
Pero antes de que lo hiciera se sorprendió al sentir que un objeto duro se apoyaba en su espalda.
—Espere un momento, señor Trokay. Falta alguien —dijo Alice.
Gordon Maika acababa de situarse ante la puerta entreabierta.
—¿Qué significa esto? —preguntó el banquero—. Ah, es usted, señor Maika.
Pero la brusquedad de Gordon Maika le extrañó.
—¡Vamos, muévase! —le gritó éste—. Y ahora será mejor que abra la caja fuerte.
Alice Bannes quedó frente al banquero cuando éste fue empujado por Gordon Maika al interior de las oficinas.
—¿Qué significa esa pistola? —exclamó, al verse encañonado—. ¿Qué pasa, juez?
Paul Sanch se había convertido de nuevo en un testigo mudo de cuanto sucedía a su alrededor, dejando que Gordon Maika dirigiera la operación.
—Al juez no le interesan esos registros. Pero a nosotros sí nos interesa el oro que guarda en la caja fuerte, señor Trokay.
Le empujó hacia la sala en la que se encontraba la gran cámara acorazada.
—Ahora ya sabe lo que le espera si no obedece. De todas formas, vamos a llevarnos el dinero.
Gordon Maika tenía el «Colt» en la mano.
—Esto es un asalto, juez —balbució Roger Trokay—. Algo fuera de la ley.
—¡Déjese de charlas! —le cortó Gordon con brusquedad—. ¡Quiero que abra esa caja! ¿Lo ha entendido?
Empujó al banquero contra la puerta metálica mientras Alice observaba el exterior a través de una de las ventanas.
—¡Trae las bolsas, Sanch! —ordenó al falso juez—. Las llenaremos rápidamente.
Seguía con el arma apoyada en la espalda de Roger Trokay, quien ahora parecía ya decidido a obedecer las órdenes de los asaltantes.
Un seco chasquido anunció que el mecanismo de seguridad acababa de ser abierto.
—¡Ya está! —anunció, retirándose a un lado.
Gordon Maika le golpeó con el revólver en la nuca.
—Tu misión ha terminado. Ahora ya no te necesitamos.
Entró en el interior de la cámara, iluminando las estanterías con la llama de un fósforo.
Sus ojos brillaron con codicia al contemplar el oro guardado en las docenas de saquitos cuidadosamente colocados sobre los estantes metálicos.
Un par de cajas contenían billetes y sobre el suelo Gordon Maika observó una saca repleta de gruesas monedas de plata.
—Démonos prisa —pidió a Paul Sanch, que se había reunido con él para ayudarle a sacar el oro—. No creo que podamos con todo.
—Es preciso sacarlo de aquí —la voz del falso juez Gorskim vibraba con codicia—. Sería estúpido renunciar a un solo gramo de oro.
—Debiste hacer que Thomas y Mell te acompañaran —comentó Alice desde la puerta—. Ellos te habrían ayudado.
—Los esperé en el hotel. Pero no se presentaron. Sujeta esa bolsa, Alice.
Estaba echando directamente los saquillos de oro en los dos grandes bolsones de cuero que Paul Sanch había llevado disimulados bajo su levita.
Levantó a peso la saca de las monedas.
—Olvídate de eso —le ordenó Gordon Maika—. Es preferible llevarnos el oro y los billetes.
—La plata pesa demasiado y además vale menos —le apoyó Alice.
Paul Sanch abandonó con pena la bolsa de monedas mientras terminaba de vaciar los estantes de su lado.
—Nunca creí que estos tipos tuvieran tanto oro guardado.
Gordon les hizo un gesto para que salieran hacia la sala delantera de las oficinas.
Sopló el cabo de vela que les había servido para alumbrarse durante los últimos minutos y siguió a Alice y a Paul Sanch.
En el último momento pareció pensar mejor las cosas, y, volviendo sobre sus pasos, cargó en la mano izquierda con la saca de las monedas de plata.
Alice estaba ya cerca de la puerta principal del Banco.
—¡Aguarda! —le pidió—. Echaré un vistazo.
Dejó los sacos en el suelo y, abriendo la puerta unas pulgadas, se asomó al exterior.
La calle estaba desierta en toda su extensión.
—Podemos salir sin peligro —les dijo—. Nos reuniremos con los muchachos y nos largaremos de aquí.
El golpe había sido perfecto.
Fácil y productivo.
En el interior de las tres sacas, entre oro, plata y billetes, debían de llevar más de cien mil dólares.
Alice Bannes fue la primera en salir; después lo hizo Paul Sanch cargado con uno de los bolsones de cuero y, finalmente, Gordon Maika.
No habían llegado al centro de la acera, cuando vieron surgir una sombra frente a ellos.
La voz de Ronnie Leeds rompió el silencio de la noche y una llamarada iluminó las tinieblas.
—¡Suelten eso! Están perdidos...