CAPÍTULO VII
Mafalda Kallys acompañó al doctor Zamy hasta la puerta.
—Confío en usted —le dijo, apoyando su fina mano en el brazo del médico.
—No diré una sola palabra de esto, Mafalda —le prometió Max Zamy, médico de Baker City.
—¡Gracias, doctor! Estaba segura que me haría este favor.
Esperó a que Max Zamy bajara la escalera exterior que corría a lo largo de la fachada lateral del edificio antes de regresar a la casa.
—Ya has oído al doctor, Ronnie —dijo—. Ese hombre se pondrá bien muy pronto.
—No me interesa que se ponga bien —gruñó el minero—. Sólo quiero que conteste a unas cuantas preguntas.
—Después puede irse al infierno si lo desea —apostilló Alan West—. Así nos evitará el trabajo de ahorcarle por ladrón.
—Los dos sabéis que sólo obedece órdenes. Son los que dirigen todo este tinglado quienes deben ser castigados.
—¡Están aprovechándose de nosotros como si fuéramos unos estúpidos! Nos han echado de la mina para sacar ellos el oro entre tanto.
—Y no contentos con eso han reventado la caja con un cartucho de dinamita y ahora nuestro dinero ha desaparecido.
«Ronnie no había olvidado aún el aspecto que presentaba la caja de caudales, después de ser volada con dinamita en el interior de la galería.
Alan no podía dar crédito al relato de su socio.
—Sabían que estábamos trabajando un filón muy rico. Y eso les hizo pensar en aprovecharse de ello. En realidad, no había más que rascar la tierra para que el mineral cayera en sus bolsillos.
—Me gustaría ver la cara que pone el sheriff Fisher cuando le preguntemos por el hombre que iba a colocar de guardia en la entrada de la mina.
—Bob Fisher es honrado, Alan —defendió Mafalda al comisario—. Estos últimos días ha habido mucho movimiento en Baker City y no dispone de tantos ayudantes como necesita.
—¡Eso no le quita culpa, Mafalda! —gritó Ronnie, furioso—. Se hizo responsable de nuestra mina y alguien ha estado robándonos lo que nos pertenece.
Volvió la vista hacia el diván en el que el herido llevaba varias horas acomodado.
Durante el viaje hasta Baker City sus heridas se habían abierto de nuevo, pero ahora, después de la cura realizada por el doctor Zamy, estaba más tranquilo y su respiración era más sosegada.
—Espero que este tipo abra pronto los ojos. Estoy impaciente por interrogarle.
—Su presencia en la mina hace cambiar las cosas. Hablaré con Richard Doherty.
Ronnie se puso en pie mientras Mafalda se volvía hacia la puerta del comedor.
Bernard Blaut estaba parado en ella, en silencio.
—No te he oído subir, Bernard —le dijo.
El encargado sonrió, como si pidiera disculpas.
—Estabais tan embebidos en la charla que no me sentisteis llegar. ¿Quién es ese hombre?
Contempló al herido, que estaba agitándose sobre el sofá, mientras Mafalda cambiaba una rápida mirada con Ronnie.
Fue éste quien respondió.
—Alan y yo le encontramos herido.
—¿En vuestra mina?
Bernard sonrió burlón al decir aquello, demostrando que había escuchado parte de la conversación antes de que su presencia en la puerta fuera advertida.
Ronnie decidió adelantarse con la verdad.
—Sí, le sorprendimos robándonos. Y le hemos traído aquí para interrogarle.
Aguantó la mirada de Bernard Blaut, a quien Mafalda acababa de acercarse.
—No quiero que digas a nadie que está este hombre aquí, ¿entiendes, Bernard? Ronnie y Alan quieren hablar con él antes de entregarle al sheriff.
—Ya sabes que soy una tumba, Mafalda. Podéis estar tranquilos. Bajaré a abrir.
Permanecieron en silencio hasta que Bernard Blaut desapareció hacia el piso bajo.
—Debimos acordarnos de cerrar la puerta —se lamentó Alan—. No me gusta ese tipo.
—Bernard es una buena persona. A veces algo brusco, pero completamente de fiar —les aseguró Mafalda.
Ronnie prefirió guardarse la opinión que le merecía el colaborador de su prometida.
Agarró una silla y se sentó a horcajadas sobre ella, junto al diván que ocupaba el herido.
No tuvo que aguardar mucho tiempo hasta que el fulano abrió los ojos.
Lo hizo con un visible esfuerzo, tratando de averiguar dónde se encontraba.
—Tuviste suerte al salir con vida de la mina —le dijo Ronnie—. De buena gana te hubiera matado allí mismo.
—Pero entonces no habríamos podido charlar contigo —terminó la frase Alan.
Se había situado al otro lado del diván, apoyando ambas manos en el borde del respaldo.
—Así que ahora será mejor que nos digas todo lo que sabes —le invitó Ronnie—. ¿Quién os mandó a la mina? ¿Para quién estáis trabajando?
Era fácil leer en las pupilas de aquel hombre que ahora recordaba todo lo ocurrido durante la noche.
Intentó incorporarse, pero la mano de Ronnie cayó con fuerza sobre su hombro, aplastándole contra el diván y arrancándole un grito de dolor.
—No voy a tratarte con muchos miramientos —le advirtió con dureza—. Y esto no es nada comparado con lo que te espera si sigues empeñado en mantener la boca cerrada. Llevo muchas horas esperando este momento.
Hundió la punta de sus dedos en la carne del prisionero, provocándole un intenso dolor a lo largo de todo el hombro.
Tenía un par de balazos sobre la clavícula y la presión de Ronnie, en aquella zona tan próxima a las heridas, le hizo palidecer.
Abrió los labios, pero antes de que llegara a pronunciar palabra alguna, su cabeza cayó sin fuerza hacia uno de los lados.
—Cuidado, Ronnie —exclamó Mafalda, asustada—. Está demasiado débil todavía y podrías matarle.
—No te preocupes, Mafalda —le cortó el minero—. Sólo se ha desmayado. Estos coyotes tienen la piel muy dura.
Decidieron esperar a que pasara la crisis.
Mientras tanto, Bernard Blaut acababa de dejar a uno de los camareros al cuidado del establecimiento, que comenzaba a animarse mediada la tarde.
Después salió de la cantina y se alejó hacia la parte alta del pueblo.
Iba a cruzar hacia la fonda cuando advirtió que Gordon Maika salía apresuradamente de ella, acompañado por un hombre que le hablaba con visibles muestras de nerviosismo.
Se pegó a la fachada de la herrería para dejar que ambos se perdieran al otro lado de la calle antes de seguir su camino hacia el hotel.
Pero sólo dio algunos pasos en aquella dirección, pues de repente decidió cambiar su itinerario.
Conocía bien Baker City y no le costó trabajo dar alcance al delegado del Gobierno y a su acompañante.
Los siguió hasta una de las barracas, que servían de vivienda a los mineros cuando éstos acudían a Baker City después de permanecer varias semanas en las montañas.
Vio cómo el delegado entraba en ella, seguido por el hombre que caminaba a su lado, cerrando después ambos la puerta.
Durante unos minutos observó los alrededores, sin atreverse a acercarse a la barraca situada en la parte más alta del pueblo.
Por fin lo hizo con sigilo, después de asegurarse que nadie le observaba.
Rodeó la edificación de troncos en busca de una ventana por la que observar lo que sucedía en el interior.
Eran tres los hombres que hablaban cerca de una mesa, sobre la que se veían restos de comida.
Gordon Maika, con una profunda arruga cruzando su frente, escuchaba con atención.
Pero Bernard Blaut no podía oír las palabras que estaban pronunciando en el interior.
—Así que curioseando por aquí, ¿verdad?
Sintió que algo rígido se hundía en sus riñones mientras la voz parsimoniosa de un hombre le ordenaba:
—¡Vamos, camina! Ahora vas a decirme lo que hacías aquí.
Bernard Blaut se volvió, asustado, hacia el tipo que le encañonaba.
Tenía una mirada fría, despiadada.
—Sólo quería hablar con el señor Maika —aseguró con nerviosismo.
—¿Y por eso le has seguido hasta aquí?
—No quise hablarle en el hotel —añadió precipitadamente—. Sólo quiero ayudarle.
Thomas le hundió el revólver en el vientre, obligándole a retroceder hacia la puerta del barracón.
—Tenemos visita... —anunció.
Gordon Maika se volvió hacia los dos hombres.
—¿Qué hace aquí este tipo— preguntó a Thomas.
—Eso mismo le he preguntado yo. Por lo visto quería hablar contigo —se burló Thomas.
—¿Es cierto eso?
Todos habían reconocido al encargado del saloon, quien ahora se mostraba más tranquilo.
—Sí, así es —respondió a Gordon Maika—. Y le aseguro que no se arrepentirá si me escucha.
—¿Quieres que le enseñe lo que hacemos con los curiosos? Tenía la nariz pegada a la ventana...
Bernard estaba observando al hombre sentado en una de las banquetas, que tenía la camisa empapada en sangre y una intensa palidez en su rostro cobrizo.
Sintió fija sobre él la mirada calculadora de Gordon Maika.
—¿Dónde han herido a su amigo, señor Maika? —preguntó al delegado.
—¿Qué te importa —chilló Oscar, desde su banquete—. No estás aquí para hacer preguntas.
Thomas amartilló el «Colt» a espaldas de Bernard Blaut.
Pero éste volvió a hablar, dirigiéndose al delegado.
—Quizá le han herido en la mina de Ronnie Leeds, ¿no?
Comprendió que su «tiro» había dado en el blanco.
Gordon Maika no pudo ocultar la sorpresa que le producían aquellas palabras mientras que los tres pistoleros le observaban con atención.
—¿Cómo sabes eso? —gruñó Oscar, disimulando un gesto de dolor.
—Ya le dije que le convenía escucharme, señor Maika.
—¿Qué más sabes? —le preguntó éste, haciendo un gesto a Thomas para que enfundara su arma.
—Puedo decirle, por ejemplo, dónde está el otro hombre que hirieron en la mina.
—Esos tipos le mataron... Vi cómo los dos disparaban sobre él, alcanzándole de lleno.
—Aún vive —anunció Bernard Blaut.
Otra vez fue Oscar quien habló:
Ahora su propio plan le hacía sentirse excitado, seguro de sí mismo.
Se volvió a Gordon Maika para añadir:
—Quiero ayudarle, señor Maika. En el mostrador de una cantina se oyen muchas cosas, se escucha lo que dicen unos y otros...
—Continúa.
Los ojos de Gordon Maika formaba dos finas líneas, en cuyo fondo se veían brillar sus pupilas intensamente negras.
—Cuando los hombres tienen un vaso de whisky en la mano casi siempre hablan más de la cuenta. —señaló a Thomas—. Por ejemplo, su hombre decía el otro día que no le gustaba el oficio de minero y que se alegraba que les hubiera tocado a Oscar y a Francis manejar los picos...
—¡Estúpido! —gruñó Gordon Maika, volviéndose hacia el pistolero.
—¡Es mentira, Gordon! —protestó éste—. Jamás he dicho eso.
—Quizá estabas demasiado borracho para acordarte —siguió Bernard con firmeza—; Son cosas que carecen de sentido, pero hoy al ver que salía del hotel en su compañía, comprendí el significado de tales palabras.
—Acaba de una vez. ¿Qué sabes sobre Francis? ¿Dónde está?
Bernard Blaut miró a los cuatro hombres que tenía frente a él.
—Se encuentra en poder de Ronnie Leeds, señor Maika. Y si ese minero consigue hacerle hablar, me temo que sus planes van a fracasar...
—No creo que Francis esté vivo —objetó Oscar—. Cuando me escapé de la cabaña oí cómo ese tipo decía que le había matado.
—Su amigo está en el pueblo —aseguró Bernard—. Tiene tres balazos en su cuerpo, pero no ha muerto. Y estoy seguro que terminará por hablar.
Ahora la mirada de Gordon Maika se hizo calculadora.
—¿Qué quieres a cambio?
Bernard le tranquilizó respecto al precio.
—Puede guardarse su oro, señor Maika. No quiero un solo gramo del oro que está estafando a los mineros...
—¿Entonces? ¿Por qué has venido en mi busca?
—Hay algo en lo que nuestros intereses coinciden, señor Maika —anunció el encargado del saloon—. A los dos nos estorba el mismo hombre.
—Te refieres a ese minero... —apuntó el delegado.
—Sí, me daré por pagado si elimina a Ronnie Leeds. ¡No quiero que siga vivo!
Las pupilas de Bernard Blaut brillaron con odio.
Y el pensamiento de que Ronnie Leeds dejara de existir le hizo sonreír con crueldad.
—Cuando él desaparezca, será mucho más sencillo que Mafalda se fije en ti, ¿verdad?
Bernard pasó por alto el comentario del delegado.
Ahora tenía prisa por poner a aquellos hombres sobre la pista de Ronnie Leeds.
—Tienen a Francis en la parte alta del saloon. Allí le están interrogando —les dijo—. Y en cuanto hable, irán a ver al sheriff.
—Debemos impedir que Francis nos denuncie, Gordon —exigió Mell, que hasta entonces había permanecido silencioso.
—Sí, hay que sacarle del saloon antes de que el sheriff llegue.
—¿Matarán también a Ronnie Leeds? Es su parte en el trato.
Gordon Maika miró a su interlocutor.
—¡Descuida, amigo! Ronnie Leeds no verá amanecer. Mis hombres se encargarán de él.
Bernard Blaut llevaba mucho tiempo esperando aquel momento.
Estaba enamorado de Mafalda Kallys, pero no sólo deseaba a la mujer por sus atractivos físicos sino por la ambición de convertirse en dueño del saloon.
Una vez que Ronnie Leeds estuviera muerto, nada se opondría entre él y Mafalda Kallys.
Al fin y al cabo, la cantina no era un negocio para que pudiera atenderlo una mujer sola.
Y ahora tendría que darse cuenta que él era algo más que un simple encargado.
Sonrió ante la idea de que Mafalda y la cantina fueran suyas.
Pero la sonrisa murió en sus labios al escuchar las palabras de Gordon Maika.
—Ronnie Leeds debe morir porque sabe demasiado Igual que te sucede a ti...